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Etnogeometría y Arqueogeometría:

Patrones geométricos, ciencia y cultura


en Antropología y Arqueología del Arte

Carlos ReynosoID
UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES1
https://uba.academia.edu/CarlosReynoso
billyreyno@hotmail.com
Versión 09.11 – Setiembre de 2022

1 – La etnogeometría como compromiso antropológico

Sin duda no está lejos la época en que las coleccio-


nes procedentes de esta parte del mundo abandona-
rán los museos etnográficos para ocupar un lugar en
los museos de bellas artes, entre Egipto o Persia an-
tiguos y la Edad Media europea. Pues este arte no
desmerece junto a los más grandes y, durante el si-
glo y medio que conocemos de su historia, ha atesti-
guado una diversidad superior a la de aquéllos y ha
desplegado dones aparentemente inagotables de re-
novación.
Claude Lévi-Strauss, La vía de las máscaras (1979)

Lo primero que toca hacer en un trabajo que aspira a ser visceralmente antropológico es
destacar no sólo la necesidad de imprimir un carácter transdisciplinario a cualquier em-
prendimiento dedicado al estudio de la geometría en la cultura y en el registro arqueoló-
gico sino admitir de plano que en el pasado esa iniciativa (de relevancia intelectual y
científica mayor a la que se sospecha) estuvo poquísimas veces en manos de la antro-
pología, por más que los prefijos ‘etno-’ y ‘arqueo-’ sugieran otra cosa. Debido al esta-
do fluctuante de la teoría antropológica en varios momentos críticos de su historia y
dado que las corrientes teóricas que se encuentran posicionadas más alto en el podio de
las modas del día son de aquellas que tienden a arrojar más calor que luz, esa ausencia
no implica necesariamente una mala noticia. Pero está claro que el estudio etno- y ar-

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Los aspectos técnicos de este trabajo hipertextual se desarro llaron con recursos del proyecto “Redes
dinámicas y modelización en antropología – Nuevas vislumbres teóricas y su impacto en las prácticas”,
UBACYT 20020130100662 (Programación Científica 2014-2017/2018). Las fuentes bibliográficas han
estado disponibles a la comunidad científica gracias a las iniciativas de SciHub y Library Genesis a las
que apoyo incondicionalmente en estos momentos de dificultad (véase este vínculo). Dado que este libro
incluye amplias prestaciones de hipertexto se ha optado por respetar las pautas más adecuadas de grama-
tología y trasliteración de nombres, lugares y títulos en otras lenguas (tales como los sistemas IJMES,
UNRGN o Unicode) a fin de optimizar y maximizar los resultados de las consultas por la red.
1
queogeométrico en el seno de la academia podría y debería estar bastante mejor confi-
gurado disciplinaria e interdisciplinariamente de lo que lo estuvo hasta ahora.
Amén de admitir una notoria falta de compromiso por parte de nuestra disciplina y antes
de comenzar el examen de las teorías y las prácticas etnogeométricas existentes y de sus
perspectivas futuras, cabe asentar que el objetivo primordial de este trabajo es dar los
primeros pasos para que nuestro análisis de las geometrías de otros contextos culturales
abandone de aquí en más el hábito de las imputaciones de minorización, de no-proposi-
cionalidad, de condescendencia, de exotismo, de “pensamiento lento”, de esteticismo y
de diferenciación compulsiva, clausuras en las cuales, con diversos pretextos y eufemis-
mos, el posestructuralismo deleuziano y el giro ontológico (tendencias dominantes de la
antropología contemporánea) intentan recluirlas todavía ahora (cf. Reynoso 2019 b: 5,
71, 228). Esta depreciación no es cosa de hoy sino que ha comenzado hace tiempo. En
el momento en que se iniciaba el declive de la antropología interpretativa (y dos décadas
antes de declarar insultantemente que en la cultura y en la ciencia que se ocupa de ella
no existen cosas tales como “sistemas”) Clifford Geertz [1926-2006], el antropólogo
norteamericano más influyente del último cuarto del siglo XX, ni siquiera se había refe-
rido con detenimiento a la geometría en su artículo sobre “El arte como sistema cultu-
ral” (1994 [1976]), que es, a mi juicio, y solamente a la zaga de la entrevista titulada –
precisamente– “I don’t do systems” (2002) el más desempoderador, inconcluyente y
alejado del nivel de excelencia que jamás publicó (cf. Reynoso 2010d). En contraste con
lo que ha sido el caso con la obra de Alfred Gell (que acaba de experimentar póstuma-
mente el pico de su influencia y de su sobreestimación) no me suena que haya una sola
idea original en el ensayo de Geertz que haya agitado las aguas, aclarado las ideas o ins-
pirado algún pensamiento sustantivo en la actual antropología del arte.

Figura 1.1 – František Kupka – Izq.: Organization of graphic motives (ca. 1912) –
Der.: Localisation des mobiles graphiques (1917) –
Pinturas del expresionismo geométrico anticipatorias de los fractales bifurcacionales de Lyapunov [ ver].
Contrástese con los fractales de Lyapunov tridimensionales de Tom Gidden (2017).

El suyo no ha sido un caso aislado. Una década más tarde el antropólogo cognitivista
Roy D’Andrade [1931-2016] (quien alguna vez impulsó el infortunado programa del
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análisis componencial) incurrirá en un juicio parecido sobre el cual volveré a tratar ape-
nas haya reunido suficiente evidencia contraria a lo que él sostiene (D’Andrade 1995:
249; ver pág. 356 más abajo). A lo largo de una trayectoria más que centenaria y con
apenas un puñado de excepciones2 la sub-disciplina de la antropología del arte ha man-
tenido a propósito de la geometría en la cultura una concepción técnicamente inarticu-
lada, endeble y pródiga en consignas, una visión indigna de la riqueza, variedad y com-
plejidad que se manifiesta en los materiales sobre los que habría debido trabajar mejor.
Por un lado hay quienes se muestran exultantes ante la existencia de una antropología y
de una arqueología del arte ( además de una arqueo- y una etno-estética) que hoy pros-
peran en zonas marginales de la currícula pero que meten bulla y fogonean cada una de
ellas una estridente autoestima; por el otro hay multitud de disconformes enfrascados
con el mismo entusiasmo en las sucesivas deconstrucciones de las teorías supuestamen-
te hegemónicas de ayer y de hoy, una empresa demasiado fácil y apiñada en bogas volá-
tiles para que aquí le concedamos referencia.

Figura 1.2 – Izq.: Leonardo da Vinci – Remolinos de agua [1507-1509].


Der.: Fractal en el plano complejo: Conjunto de [Gaston] Julia (detalle).

Pero en éstas y en otras disciplinas centradas en tópicos del arte en la cultura no han
sido multitud los autores que han sabido dilucidar geometrías (emic o etic) de manera
técnica, científica y artísticamente solvente sin caer en los estereotipos divergentes de la
subvaloración de lo distinto, de la exageración de la diferencia o de la exaltación de sa-
bidurías esotéricas nunca confrontadas con la ordalía de la comprobación. A excepción
de unas pocas observaciones anotadas por Claude Lévi-Strauss en los momentos más
inspirados de su carrera o elaboradas por Denise Y. Arnold, por Susanne Küchler &
Timothy Carroll o por Tim Ingold desde las márgenes –y tal como tendré ocasión de
demostrar– ni una sola de las corrientes teóricas encuadradas explícitamente en la antro-
pología del arte ha hecho justicia a los valores conceptuales, a la sistematicidad y al po-

2
Haddon 1895: 74-199; Boas 1955 [1927]; Lévi-Strauss 1968; Washburn y Crowe (1988; 2004); Howes
(1990); por momentos Gell 1998: 200 y cap. §5; Ingold 2007; 2010a; 2010b; 2013; Malotki 2013;
Malotki y Dissanayake 2018; Jones y Cochrane 2018; Arnold y Espejo 2011; 2019; 2019 [2012].
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tencial cognoscitivo y científico de la etnogeometría como práctica, que es lo que aquí
me propongo situar en el centro de la escena.
Cualquiera haya sido el caso, en dicha antropología ha habido un sinnúmero de obser-
vaciones de variado calibre y relieve a propósito de las etno- y arqueogeometrías cuya
lectura no tengo más remedio que dar por ya consumada y cuya valía no discutiré aquí
más que circunstancialmente (cf. Balfour 1893: 66, 75, 117, 120, 124; Inverarity 1955;
Lévi-Strauss (1968 [1958 {1944-1945}]; 2005 [1979]); Wingert 1962: 21, 38, 48, 69-
70; Jopling 1971: 93; Otten 1971; Forge 1973; Flores Fratto 1978; 1985; Anderson
1989 [1979]; Mead 1979; Silver 1979; Guillon 1984; Neich 1984; Hatcher 1985: 161,
168-170, 192; Price 1986; Layton 1991; Coote y Shelton 1992: 26, 141, 145; Dissana-
yake 1990 [1988]; 1995 [1992]: 55, 80-84, 87, 145, 236, 237; Morphy 1994; Schneider
1996; 2017; Shiner 2001; Van Damme 1996; 2003; 2011; Gell 1998; Layton 2003; Se-
veri 2003; Bowden 2004; Coleman 2005; 2009; Morphy y Perkins 2006; Schneider y
Wright 2006; Girshick 2008; Morphy 2009; Morriss-Kay 2009; Sanz, Fiore y May
2009; Currie 2011; Krstić 2011; Leuthold 2011: 6, 16, 128; Olbrechts y Preedy 2011;
Ingold 2013; Grimshaw y Ravetz 2015; Bakke y Peterson 2017; 2018; Forge 2017;
Fillitz y van der Grijp 2018; Jones y Cochrane 2018; Kisin y Myers 2019; Küchler y
Carroll 2021).

Figura 1.3 – Izq.: Máscara Fang – Museo del Louvre MH 65-104.1.jpg – Dominio público.
Centro: Pablo Picasso – Cabeza de mujer durmiendo (1907) – Metropolitan Museum, N.Y. – Idem.
Der.: Silla “africana” Bauhaus por Marcel Breuer y Gunta Stölzl – Según Sayed Ahmed (2014: fig. 22).

Menos todavía pienso implicarme en la discusión sobre si las artes geométricas de otros
pueblos son en realidad “artes” o no lo son, o sobre el propósito “estético” o “funcional”
de estilos y artefactos fuera de la órbita del Occidente moderno y posmoderno. Disto de
estar conforme con las respuestas que se han propuesto sobre el particular en el conjunto
de la bibliografía citada, pero me da la impresión que en etnogeometría y arqueogeome-
tría hay multitud de cuestiones harto más apremiantes que determinar si tales o cuales
especímenes, artefactos o estilos que se toman circunstancialmente por objeto merecen
que se los califique como arte o si sólo lo son en algún sentido específico o bajo el régi-
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men de una definición particular (v. gr. Rosengren 2012). Si bien el trabajo geométrico
de un gran número de sociedades puede que no pretenda ser arte en algunas de las acep-
ciones contemporáneas y occidentales de la palabra, me preocupa que quede flotando la
idea de que él representa algo que es menos que un arte, o que podría ser un arte si se
lo emperifolla un poco y sólo en un puñado de casos, o que alguna vez fue arte en ple-
nitud, aportando acaso un número de potenciales obras maestras, pero (como podría ha-
ber dicho Carlos Vega, Arjun Appadurai, Alfred Gell o algún otro esencialista como
ellos) el tiempo, la hibridación, la comoditización, la inautenticidad, la mala agencia, la
rutina o la reproducción mecánica ocasionaron que se deturpara.
Es mi percepción que la universalidad de ciertos aspectos de la estética recién se está
comenzando a estudiar de manera científica en un plano interdisciplinar y en perspecti-
va evolucionaria examinando las neuronas-espejo, la ruptura de la simetría u otras infle-
xiones inevitablemente complejas, subjuntivas, transicionales e hipotéticas, abriendo
nuevas ventanas, relevando frescas categorías de universales pero posicionándose muy
lejos de lo que hasta hoy ha sido el coto privado de la corriente principal de una antro-
pología y una arqueología del arte obstinadamente domésticas y unidisciplinares (v. gr.
Stamenov y Gallese 2002; Volland y Grammer 2003; Martindale, Locher y Petrov
2007; Onians 2008; Massey 2009; Shimamura y Palmer 2011; Zaidel 2016 [2005];
Gallese 2017; Rampley 2017; Washburn 2018; Mendoza Straffon 2019; Pennisi y Fal-
zone 2020 versus Rose y Rose 2010; Tallis 2011). Como respuesta suplementaria a es-
tas opciones, en consecuencia, y antes de optar por una perspectiva que trivialice la geo-
metría y el arte como “cheescake ornamental” de escaso protagonismo adaptativo (co-
mo llegó a expresarlo el neo-evolucionista Steven Pinker [1997: 534] a propósito de la
música), seguiré hablando preventivamente de artes etno- y arqueogeométricas aun a
sabiendas de la impropiedad de la expresión hasta tanto muestre la forma en que ellas se
sitúan en la esfera de la cognición social y demuestre que constituyen prácticas sistemá-
ticas en el pleno sentido, propósitos expresamente modernos que espero satisfacer en el
curso del libro que aquí comienza.

Figura 1.4 – Izq.: Tela Kuba de Zaire (Congo) según Eglash y Bennett (2012: 10).
Der.: Tela kente de los Ashanti de Ghana en el Museo Vaticano – Imagen en el dominio público.

En este estudio no pretendo ir contra la corriente, ni terciar en el debate, ni descifrar


enigmas, ni excomulgar alternativas, ni enderezar entuertos, ni profetizar futuros, ni re-

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colectar especímenes para el gabinete de curiosidades, ni aportar soluciones subóptimas
a problemas intratables, ni resignarme a adherir a la última o penúltima moda académi-
ca, que es lo que buena parte del mundo se afana por hacer en circunstancias parecidas.
Tampoco me entretendré en búsquedas inacabables y acaso estériles de paralelismos,
supervivencias, ejemplares prístinos, rarezas, símbolos-raíces o arquetipos como aque-
llas que eran propias y características de emprendimientos como La Cruz en América de
Adán Quiroga (1942), En el Laberinto de Karóly Kerényi (2006 [1950]), “The Polyphe-
mus Cave Paintings” de Marguerite Rigoglioso (1998) u otras piezas enciclopedistas de
ésa y de otras épocas. La idea es más bien seguir otros cauces, que no por ser muy otros
son menos disruptivos.

®
Figura 1.5 – Izq.: Fractal de Mandelbrot, detalle – Ejecutado por el autor en UltraFractal 6
Parámetros sugeridos por Wolfgang Beyer – 8 niveles de ampliación.
Coordenadas del centro; Re(c)=-.743,644,786,0; lm(c)=.131,825,253,6;
Diámetro horizontal: .000,002,933,6; Magnificación relativa a imagen inicial: 1,048,800.
Der.: Frontispicio de la Biblia Moralizadora, “Dios arquitecto del Mundo”, París (ca. 1220 -1230),
Biblioteca Nacional de Austria, Viena, #2554 – Imagen en el dominio público.
Obsérvense los pickover stacks flamígeros en la periferia azulada del mundo y la coincidencia de paletas.
3
Contraste original diseñado (con otra figura fractal) por Théodore Pavlopoulos ( 2011).

Es mi convicción, por empezar, que no hay nada de rudimentario ni en la geometría en


comparación con la aritmética ni en las geometrías de otras culturas en relación con las
nuestras. Las geometrías culturales no son supervivencias exangües de saberes tempra-
nos, ni augurios de logros más perfectos, ni preanuncios de conocimientos que recién
llegarán a su culminación en otros lugares, en otros tiempos o en manos de Euclides, de
los no-euclideanos o de geómetras de carrera que sólo se entienden entre ellos a través
de códigos simbólicos y notaciones invariablemente abstrusas. Son, más bien, expresio-
nes acabadas de competencias cognitivas, de destrezas materiales y de modos perfor-
mativos que se encuentran en paridad o por encima de cualesquiera otros, pero que en el

3
Para cualquier usuario familiarizado con la gestión de paletas y gradientes de los programas generadores
de objetos fractales, el “mundo” que el geómetra manipula en la pintura luce como una interpolación o un
palimpsesto (un meme, diríamos hoy), un conjunto de Mandelbrot demasiado “fractal con paleta cromá ti-
ca de 32 bits” para ser históricamente auténtico; el motivo procede, sin embargo, de una imagen genu ina
del siglo XIII. Véase detalle de la pintura original en este vínculo.
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plano global todavía no han sido objeto entre nosotros de una descripción a la altura de
los tiempos, de una teorización sistemática adecuada, de una comparación sostenible, de
una evaluación consensuada participativamente, de una comprensión justa de las unida-
des subyacentes a las diversidades o de una gestión capaz de reanimar, perpetuar, com-
prender y hacer conocer las prácticas. Será preciso entonces renunciar a la tentación de
la exploración etiológica, al rastreo genético, rizomático o etimológico en pos de expli-
caciones, a la criptografía de los desciframientos conjeturales, a las atribuciones de fun-
cionalidad hipotética, al juego de las analogías morfológicas con el orden social y a la
multiplicación de juicios hermenéuticos preciosos pero incomprobables, sin privarnos
por ello de otorgar a lo geométrico la entidad material, el carácter sociocultural y la di-
mensión cualitativa que le corresponde.

Figura 1.6 – Izq.: Amorpha – Fuga en dos colores de František Kupka (1912).
Galería Nacional de Praga. Fotografía del autor, 1996 con leve optimización digital.
Der.: Fractal de Newton – Ejecutado por el autor en Fractint.
No se ha hecho ningún esfuerzo por unificar las paletas, las que en ambos casos
se atienen al teorema de los cuatro colores.

No es en absoluto verdad, por empezar, que los diseños mayormente geométricos de las
otras culturas o del pasado distante ocupen los jalones primarios en el camino de una
Historia Universal del Arte cuyas instancias culminantes (sus obras magnas) son las que
nosotros hemos hecho o las que estamos destinados a hacer en un campo en el que se ha
impuesto la falacia de que lo geométrico no puede sino estar al servicio de (o subordina-
do a, o valuado por debajo de) la representación figurativa, como si fuera tan fácil, ade-
más, distinguir taxativamente entre ambas instancias. Aun cuando ese camino lineal,
gradual y acumulativo haya efectivamente existido o pueda discernirse aquí y allá cons-
truyéndolo por piezas, destilándolo de la cadena de los hechos (una empresa en la que
no me interesa complicarme), entiendo que en lo que al ejercicio de la geometría respec-
ta los occidentales modernos y posmodernos llevamos un sensible atraso en su recorrido
y que en materia reflexiva estamos bochornosamente fuera de forma en lo que toca a es-
clarecer las prácticas y a establecer su precedencia o su secundariedad respecto de la

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teorización y la axiomática que han devenido mandatorias, que se han naturalizado co-
mo la forma normal de encarar las cosas y a las que toleramos como inevitables aunque
no nos satisfagan del todo.
El punto de vista occidental dominante, impensadamente etnocéntrico, está lejos de ha-
ber sido –como antes se usaba decir– un vantage point necesario o un regard éloigné
sufíciente para comprender el trabajo de los otros o el de nosotros mismos en ese rubro.
Sea técnica o estéticamente, en Occidente no estamos (y dudosamente hayamos estado
alguna vez) a la vanguardia de los pueblos en materia de geometría empírica como para
que nuestra perspectiva académica convencional goce de algún valor agregado en el
ejercicio de la praxis o cale más hondo en la sustancia de las formas. Esta debería ser
entonces la primera y más imperiosa constatación que se nos impone.
En la opinión un tanto tornadiza de algunos círculos de especialistas, la teoría geomé-
trica occidental no ha alcanzado tampoco el mismo prestigio que la alta matemática, por
más que haya sido en aquélla donde se manifestó por primera vez la axiomatización, el
método teoremático y el desarrollo de la lógica formal (lo que no es poco) y por más
que haya sido en la aritmética (y no tanto en las geometrías) donde el proyecto de siste-
matización hilbertiana de las matemáticas y la subsunción de éstas a la lógica estuvo
más a menudo a punto de desbarrancarse.
El filósofo moderno Baruch Spinoza [1632-1677] sabía que la geometría proporcionaba
un modelo del razonar cercano a la perfección, pero cuatro siglos después de él (y sal-
vando las bellas y complejas incursiones de André Weil en geometría algebraica) los
talibanes del grupo Bourbaki la excluían junto con cualquier atisbo de grafismo del pan-
teón de la matemática más exquisita, mientras que los cantabrigianos alineados en torno
de Principia Mathematica, aferrados a números, cálculos y teoría de conjuntos, simple-
mente se daban el lujo de ignorarla (Viljanen 2011; Osserman 1981; Whitehead y
Russell 1910: 27; 1927a; 1927b). Tan es así que Branko Grünbaum y Geoffrey Colin
Shephard, autores de uno de los libros más respetados sobre embaldosados y patrones,
se vieron compelidos a repudiar la moda contemporánea que establece que si la geome-
tría pretende que se la considere matemática avanzada ella debe ser nada más que abs-
tracta y conceptual (es decir, puramente argumentativa), debiendo por ello renunciar a
todo despliegue de figuras, iconemas, glifos, formas, espacios, visualizaciones, patrones
visuales o diagramas. Promover una geometría que renuncie a los dibujos (como abogan
autores que se pretenden “sofisticados”) –aseveran Grünbaum y Shephard– es como en-
salzar las virtudes de la música sin sonido, alegando que leerla en silencio directamente
de la partitura es signo de madurez intelectual y superioridad analítica (1987: vii-viii;
1981: 167). Algo análogo quiso expresar Bruno Latour al caracterizar caricaturalmente
los desenfrenos del iconoclasmo: “If only, some say, we could do without any image.
How so much better, purer, faster our access to God, to Nature, to Truth, to Science
could be” (Latour 2002: 16). Es necesario cruzarse con un libro raro como Downcast
eyes: the denigration of vision in twentieth-century French thought del historiador y fi-
lósofo Martin Jay (1994) para comprender las múltiples formas en las que Occidente ha
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articulado su propia, peculiar, negada, irreflexiva y a la larga infausta execración de lo
visual en el trayecto que va desde la geometrización del espacio-tiempo de la teoría de
la relatividad hasta el modelo sin imágenes de Heisenberg y Borg en la mecánica cuán-
tica (cf. Feynman 2011 [1963]; Faber 1983; Couto y Limberopoulos 2021; Ellenberg
2021).
En el otro extremo, Benoît B. Mandelbrot [1924-2010], el padre de la geometría fractal,
impugnó las pretensiones antagónicas a la imaginería y a lo imaginable en sentido es-
tricto, arrogándose –como ha sido proverbial en él– un papel protagónico en dicha im-
pugnación: hasta el día en que llegó la temporada de los fractales (sostenía Benoît) las
matemáticas habían sido iconoclastas; aborrecían las imágenes e incluso la geometría
más ligada a formas, coordenadas y posiciones buscaba razonar sin apoyarse en ellas
(cf. Obrist 2008). Algo parecido argumentó mucho antes nadie menos que el matemáti-
co David Hilbert [1862-1943] en uno de los grandes libros existentes que se titularon
Geometría e Imaginación (Hilbert y Cohn-Vossen 1952 [1932]; Conway, Doyle, Gil-
man y Thruston 1991; Giovannini 2014). Desde sus obras tempranas, Hilbert saludaba
los intentos históricos de constituir una geometría proyectiva que evitara las considera-
ciones numéricas para establecer una ciencia autónoma, “en la que no se mida ni se cal-
cule, sino que sólo se construya” (Hilbert 2004 [1891]: 25). Parecidos argumentos ma-
nifestó recientemente el filósofo y alborotador italiano Carlo Cellucci (2019) en su lla-
mamiento en pro de un retorno de la diagramación y de la gráfica al primer plano de las
matemáticas (cf. Cellucci 2017).4 Encuentro cierta consonancia entre estas propuestas y
el reclamo del antropólogo David Howes (1990) de la Universidad Concordia de Qué-
bec en su brega por el “retorno a los sentidos” por parte de una enmarcación antropo-
lógica y de una praxis etnográfica que han quedado encerradas en la textualidad y que
han tomado distancia de imágenes, percepciones y prácticas. Con justa mención de la
antropología imaginal concebida sin mucha bulla y con cierta timidez por Rhoda Mé-
traux [1914-2003] –y que permaneciera setenta años marginada de la disciplina– escri-
be desafiantemente Howes:

4
“Geometría e imaginación” se tituló originariamente Anschauliche Geometrie (o sea Geometría intui-
tiva, o gráfica, o descriptiva, o ilustrativa). El otro texto que se llama casi igual es Geometry and the Ima-
gination, de John Horton Conway y otros (1991). Traductores y editores mediante, ambos títulos quedan
emparentados con Mathematics and the Imagination de Edward Kasner y James Newman (2001 [1949]).
El segúndo trabajo que hizo referencia a la imaginación geométrica y que precisó su estatuto epistemoló-
gico fue, empero, el de David Hilbert y Stephan Cohn-Vossen, 17 años anterior al de Kasner y Newman.
La primera mención de la dupla se encuentra en “Géomètrie imaginaire” de Nikolai Lobachevsky (1837),
aunque su tema es muy otro. En lo que va del siglo se han convocado a doce nas de conferencias llamadas
Geometry and the Imagination por iniciativa de la Bridges Organization, replicada con el mismo nombre
por muchas otras instituciones (véase este vínculo). Una de las mayores compilaciones de artes visuales
populares que se publicó en México lleva por título Geometrías de la Imaginación (2007; 2008a; 2008b;
2009a; 2009b; 2009c; 2010; 2011; 2012a; 2012b; 2014; 2016a; 2016b; 2019). Más adelante nos ocupare-
mos de ella (cf. pág. 100 y ss.). Las más recientes exploraciones en los as pectos culturales de las matemá-
ticas y las geometrías imaginativas se inscriben en el proyecto Imagine Math organizado por el italiano
Michele Emmer (2007; 2007; 2012; 2013; 2015; Emmer y Abate 2018; 2020), cuya postura –en primera
impresión tributaria de una perspectiva cuya multicultu ralidad cabría radicalizar en base a lo que aquí se
plantea– me tomará un tiempo evaluar con alguna justicia.
9
Este ensayo rastrea la involución de la comprensión antropológica desde la década de 1950
hasta el presente. Se muestra que a medida que la concepción de "hacer etnografía" cambió
de patrones de detección a lectura de textos, y de lectura de textos a escritura cultural [wri-
ting culture], también cambió el contenido del conocimiento antropológico de ser multisen-
sorial a ser egocéntrico. El ensayo comienza y termina con una crítica de la posición de que
"la etnografía [...] podría ser un tipo de escritura" (Geertz 1988: 1). Se muestra que esta po-
sición sólo puede describirse como patológica en vista de la anestesia epistemológica que
provoca. Para escapar de este estado anestesiado, los antropólogos deberían aprender a con-
trolar su textualidad en lugar de dejar que ésta los controle a ellos. Es más, podrían luchar
por la restauración del proyecto de "dar sentido" a otras culturas, que fue perseguido por
Rhoda Métraux y por sus pares a mediados de este siglo (Howes 1990: 56; Métraux 1953).

Figura 1.7 – Ornamentos geométricos de los Andama neses.


Según Grosse (1897 [1894]: 126) – Basado en diseños de Edward Horace Man (1885).
Los motivos simétricos en friso pertenecen a alguno de los 7 tipos canónicos de isometría,
5
prevalentemente p111. Los otros tipos son p1a1 – p1m1 – pm11 – p112 – pma2 – pmm2.
Compárese con los surveys de Sreenathan, Rao y Bednarik (2008) y Robert Bednarik (2017).

En otras disciplinas se han formulado reclamos parecidos. Los científicos cognitivos po-
lacos Mateusz Hohol y Marcin Miłkowski (2019a; 2019b), refiriéndose a una bibliogra-
fía sobre cognición matemática que comprende a John Adams et al (2017), Stanislas
Dehaene (2011) y Avisahi Henik (2016) y que se anticipa a George Lakoff & Rafael
Núñez (2000), reconocen que se han estudiado satisfactoriamente los aspectos cogniti-
vos de la dimensionalidad, el álgebra y el cálculo pero que la geometría ha quedado al
margen del campo de la cognición (cf. Whiteley 2019; Dillon y otr@s 2019). La inferen-
cia diagramática, dicen, es todavía un aspecto de la cognición muy mal conocido. Su
propia concepción de la geometría como “manifestación humana por excelencia” no ha
sido más que puramente teorética, girando en torno, provincianamente, de la concepción
euclideana y de la geometría como función del pensamiento a la manera jónica antes

5
Se recomienda visualizar las simetrías almacenadas en OneDrive en modo mosaico.
10
que como manifestación material, conductual y observable de presencia ecuménica. En
los quince volúmenes de la irregular revista que siempre ha sido Mathematical Anthro-
pology, una publicación casi indescifrable para la mayoría de los científicos sociales,
hay un solo artículo que pasa cerca de asuntos etno- o arqueogeométricos aunque con un
fuerte acento de cognición lingüística a la manera de Stephen C. Levinson (Lehman y
Bernardo 2003; Levinson 1996a; 1996b; 1998; 2003). No se progresado mucho desde la
década del ochenta, que fue cuando Rudolf Arnheim escribió su tardía pero resonante
“Prédica en favor del Pensamiento Visual”, reimpulsando un trabajo que había comen-
zado varios años antes (Arnheim 1986 [1969]; 1980; Mitchell 1980 [1974]). La prédica,
por lo visto, no prendió.
Contrariamente a estas tendencias, el antropólogo particularista Franz Boas [1858-1942]
en su temprano estudio del arte que él llamaba primitivo (que sólo en contadas ocasio-
nes contempló estilos que estuvieran más allá del arte contemporáneo de los indios del
Noroeste de los Estados Unidos) no tenía inconvenientes en generalizar a través del
tiempo y el espacio cuando era la geometría o la calidad o el “virtuosismo” estético lo
que estaba en juego. Tras examinar un amplio conjunto de ejemplares de su región favo-
rita Boas reducía toda la geometría a lo convencional, reservando la idea de representa-
ción a la denotación figurativa concreta, aún en estilos en donde lo figurativo y lo geo-
métrico están inextricablemente integrados o no se distinguen del todo: “When the pure-
ly decorative tendency prevails we have essentially geometrical, highly conventionali-
zed forms; when the idea of representation prevails, we have, on the contrary, more rea-
listic forms” (Boas 1955 [1927]: 8, 354 versus Waterman 107). Aunque esté atravesada
por decisiones tan drásticas como éstas y alcance con considerar una sola figura (v. gr.
fig. 1.7b) o con unos pocos casos reconocidamente excepcionales (v. gr. la pintura
pintupi o el surgimiento del arte revolucionario aborigen de papunya tula) para reco-
nocer la dificultad de practicar una distinción taxativa entre lo que es figurativo y lo que
no lo es o para ponerla seriamente en cuestión (cf. Gordillo Besalú 2020 [2014]: 5051-
5052 1ra edición) la elaboración de Boas ha sido cuestionada aquí y allá pero (como ve-
remos) se encuentra muy lejos de estar entre las elaboraciones de la antropología del
arte a las que el tiempo se llevó más obscenamente por delante (Bardon 2006; 2018; Co-
leman y Keller 2006; Coleman 2009; MacLean 2010; Johnson 2010; cf. portales de pa-
punya tula más adelante, pag. 558).
Mientras en las matemáticas de la corriente principal no se acepta la geometría como un
componente en paridad de jerarquía con el análisis o el álgebra, en ciertos reductos inte-
lectuales que usurpan la denominación de antropología del arte (sin casi referencia a la
especialidad disciplinar del mismo nombre) la situación de la geometría tampoco es aus-
piciosa (v. gr. Severi 2010; Grüner 2017). Para los pensadores que integran ese movi-
miento o que se encuentran en su área de influencia existirían imágenes de primera clase
al lado de otras de segunda categoría, y quién sabe de cuántos niveles más de allí hacia
abajo. En materia de representación, de estética y de iconología se sigue hablando de las
artes geométricas como si se tratara de una forma de expresión esquemática que desco-

11
noce la perfección que sólo se alcanza con las artes figurativas o naturalistas de semán-
tica desbordante, sea en el registro de lo bello y lo sublime o en los infiernos de lo un-
heimlich. La geometría, de la que se quiere que sea incapaz de esa trascendencia, sería
entonces un callejón sin salida, un manifold ocasional, una simple anomalía en la que
los entendidos que la miran desde fuera perciben dimensiones faltantes, simbolismos
huecos y significados inexpresables, como si se tratara de un conjunto de costumbres
que sólo proliferan en coordenadas periféricas, piezas sobrevivientes de colecciones de
rarezas armadas con muestras de lugares muy lejanos u objetos que son fruto de alguna
coacción mutilante a la que Occidente supo dejar atrás temprano en la historia.

Figura 1.7b – Figuras sona de los Chokwe de Angola – Un macaco-perro (izq.) y una leona con dos
cachorros (der.) – Una curva o un bucle en el lugar adecuado convierten un diseño monolinear
abstracto en una representación concreta. Basado en Paulus Gerdes (2000: 241 -242).
Véase capítulo sobre nitüs y grafos lineales más adelante (pág. 226).

El trabajo interpretativo de los antropólogos y arqueólogos de las corrientes hermenéu-


ticas que participan de ese modelo originado en las humanidades decimonónicas se con-
sidera consumado cuando se persuade al lector que ciertas formas abstractas denotan,
connotan o insinúan determinadas cosas o clases de cosas concretas, a partir de lo cual
su morfología geométrica y la praxis de su construcción pasan a tener un interés secun-
dario, si es que conservan alguno (v. gr. Von Petzinger 2011; cf. Malotki y Dissanayake
2018). El caso es que en nuestras disciplinas ha habido y continúa habiendo una percep-
tible inflación de la figuración y de los significados. El proceso que va desde la descrip-
ción de las formas a la contextualización y al desentrañamiento de sentidos se racionali-
za comúnmente entendiéndolo como el pasaje de la iconografía a la iconología (Panofs-
ky 1955: 31; Layton 1991 [1981]: 34-35). Si bien ambas nociones carecen de una defi-
nición estricta y han sido severamente cuestionadas en sus disciplinas de origen, el res-
petado Erwin Panofsky [1892-1968] (basándose en nociones de Aby Warburg y Ernst
Cassirer) consideraba que ‘iconología’ era ‘iconografía en un sentido más profundo’,
una idea afín a la de nuestra thick description, aunque todo lo que comparten ambos
conceptos es que los dos entrañan un salto de lo objetivamente dado a lo decididamente
construido (cf. Gombrich 1986 [1972]; Bracker 2020).6 El mismo Panofsky, sin em-

6
La primera Iconologia que conozco es la del italiano Cesare Ripa (1603 [1593]). Curiosamente, ese
libro del tardío renacimiento no estuvo acompañado de ninguna imagen aunque Ripa hablaba de ellas
todo el tiempo. Panofsky nombraba a Ripa con alguna frecuencia, reconociéndolo como el decano de la
especialidad pero sin mayor precisión biográfica o histórica y citando las ediciones de Roma (1613) y de
12
bargo, tuvo la honestidad de admitir en una frase perfecta el peligro que subyace al cam-
bio nomenclatorio, un dilema que antropólogos y arqueólogos del arte prefieren dejar en
penumbras pero que aquí vale la pena tener presente. Escribía Panofsky:
Hay que reconocer que existe el peligro de que la iconología no sea lo que es la etnología
frente a la etnografía, sino lo que es la astrología frente a la astrografía (Panofsky 1955:
32).

No pocas veces el salto de la imagen a la interpretación se naturaliza y se da por senta-


do, como si el propósito del arte o del artefacto también fuera contener una significación
y nada más que eso. En tiempos en los que al psicoanálisis se le concedía la mayor cre-
dibilidad, al arqueólogo francés y estudioso del arte prehistórico André Leroi-Gourhan
[1911-1986] le tentaba sostener que tales o cuales iconos, rasgos o diseños denotaban
falos o vulvas; aunque se supone que la semiosis siempre debía ser abierta y probabilís-
tica, él se negaba a contemplar otras opciones (cf. Hitchcock 2019a; 2019b). Hay auto-
res hoy que se sienten más cómodos invocando reptiles, jaguares, fosfenos, símbolos li-
bidinales o marcadores de adscripción clánica, presuponiendo que lo que más se repre-
senta es lo que más se ve o lo que es más bueno para comer, para sentir o para pensar,
como si la representación debiera ser así de pavloviana e inmediata y no pudiera tener
un vuelo más alto, un diseño más rico, una semántica más densa o un propósito semió-
tico más inteligente.
Sea meramente una forma o apunte a ser un elemento de escritura, con esta lógica susti-
tutiva todo rasgo geométrico no puede ser sino nombre, nomenclador, síntoma o ele-
mento suplente de alguna otra cosa más concreta, una idea refrendada y universalizada
por la semiótica peirceana desde la propia definición recursiva de signo. Un signo es,
entonces, literalmente, algo que está en lugar de otra cosa, un sustituto de algo diferido
o que no está in presentia, un proxy (como se dice) que no debería confundirse con el
νoούμενον o el Ding an sich, un representamen que no llega a ser la cosa representada.
Un glifo tal como un círculo o un triángulo acaba siendo entonces trasunto de un órgano
sexual, de un reptil o de lo que fuere, aunque con la misma lógica se podría seguir la
búsqueda de esa elusiva “otra cosa” hasta el infinito. Poc @s han sabido comprender el
atropello involucrado en este sesgo con la lucidez con que lo ha captado Susanne Küch-
ler en un momento de inspiración inusual:
A pesar de los avances en la ciencia y el arte, seguimos creyendo en una noción de forma
cultural como inherentemente representativa en el espíritu de los teóricos del estilo del siglo
XIX, siguiendo, se podría decir, el espíritu de la época de la exploración cuando la forma
cultural se encontraba en los tratamientos «arabescos», «ornamentales» u otros tratamientos
«espaciales» de la superficie pictórica o plástica. Para legitimar una preocupación por cosas
tan superficiales e infantiles, se creía que la forma esperaba ser «abierta», «descubierta» o
«leída» en un proceso interpretativo que revelaba el verdadero conocimiento que yacía de-
trás de su superficie de espejo (Küchler 2003: 212).

Venecia (1645) que ya contenían ilustraciones (Panofsky 1971 [1939]: xii, 81 n 45, 82 n 50, 83 n 53, 84 n
60, 85 n 64, 89, 245).
13
Para la mirada que Küchler ha puesto en cuestión el sentido lo es todo, por más que en
las cosas denotadas en el metarrelato hermenéutico subsistan aspectos que se muestran
refractarios a la exégesis, aunque en él asomen huellas de aparentes modos sígnicos de
los que no se ha podido establecer qué funciones cumplen o qué estrategias de represen-
tación encarnan, por más que las vicisitudes de la interpretación se manifiesten difíciles
de controlar y por más que en ocasiones resulte (como nos lo han sugerido el antropólo-
go Dan Sperber [1974: 27] en Le symbolisme en général, Anthony Forge (1973: 177;
1979: 283-284; 2006; 2017) en sus investigaciones sobre el arte Abelam o Dan Hicks y
Mary C. Beaudry [2010: 2] en su influyente Handbook de la cultura material) que la se-
mántica que la investigación pone al descubierto acabe siendo una banalidad o se revele
como un enésimo intento culturalista de reducir los artefactos a significantes, a funcio-
nes simbólicas, a instrumentos de cohesión o a analogías figuradas del sujeto o de las
relaciones sociales (Layton 1981: 43; W. Keane 2005; Pinney 2005; Pinney y Thomas
2001). Coincidentemente, la corriente principal de esa antropología del arte que florece
fuera y más bien lejos de la antropología (y que reposa en una sopa de ideas originada
en autores como Theodor Adorno, Aby Warburg, Sigmund Freud, Friedrich Nietzsche,
Carlo Severi, Georges Didi-Huberman y Claude Lévi-Strauss leído en clave filosófica)
ni siquiera se plantea que pueda existir algo así como un arte sin figuración, sin códigos
criptogramáticos y sin desbordes dionisíacos de mensajes inquietantes a la espera de su
desciframiento por medio de la analogía presuntiva, de la lectura de síntomas o de la
corazonada indiciaria.
Las pocas ocasiones en las que en la crítica de arte se habló de geometría siempre se
trató de la geometría euclideana lisa, plana, platónica, isométrica y lineal en la que el
trazado de las imágenes es una opción facultativa por cuanto las configuraciones en las
que ellas se inscriben son, por así decirlo, casi siempre imaginables, predecibles, con-
formes a la intuición, descifrables a través de un simple código de correspondencias
analógicas entre las formas geométricas, las semiosis simbólicas, las estructuras sociales
y el sentido común. En el libro que aquí comienza tendremos ocasión desde el inicio de
abordar las geometrías en plural desde un punto de vista que el psicólogo James J. Gib-
son [1904-1979] llamaba ecológico,7 pero dando cabida a las muy diversas geometrías
de la fractalidad compleja e hipercompleja, de los volúmenes paradójicos, de los embal-
dosados no periódicos, de las transformaciones recursivas y exponenciales, de las pro-
piedades emergentes, de las trayectorias multifurcadas y caóticas y de las superficies y
curvas esféricas, parabólicas e hiperbólicas a las que aquí se dará preminencia por cuan-
to operan como las geometrías alternativas y descentradas a la luz de las cuales, consis-
tentemente, las prácticas que antes considerábamos más extrañas, inexplicables, acceso-
rias, incorrectas, torpes, paradojales o heterodoxas adquieren congruencia formal y ple-
nitud de sentido. Se trata, sin embargo, de un sentido relacional sin referencia a con-

7
Véase James Gibson (1986; 2015 [1986]). El modelo de Gibs on está sintetizado en Tim Ingold (2000: 3)
con amplia referencia a la ecología de la mente de Gregory Bateson (1972), ya que de esa ecología se
trata. Sobre la casi olvidada psicología ecológica véase Reynoso (1993: cap. §7.4).
14
venciones internas de una sociedad particular o a objetos de un dominio concreto: un
sentido inmanente que admite una combinatoria finita pero inmensa y que, al igual que
el que se manifiesta en el lenguaje, no se agota en (o no se realiza como) una nomen-
clatura de cosas ajenas al sistema o en la mera puesta de tales cosas en sus contextos.
En lo que llamamos mundo civilizado no todos encontraron sentido a esta forma callada
de sentido. Por eso es que en el arte de caballete de la pintura clásica la geometría se en-
claustra en un espacio sin raíces que aparece muy tarde en la historia y que en la cultura
burguesa más conservadora se resigna a un menor impacto emocional y una cotización
más baja en el mercado. En ese espacio el egocentrismo de los más brillantes entre los
pocos artistas que apostaron por la geometría jugó en contra de los objetivos del con-
junto, el cual nunca logró constituir una masa crítica. Por eso es que el arte abstracto
requiere todavía hoy que nosotros lo cualifiquemos de tal modo, mientras que del arte
concreto o representativo no se necesita decir que lo es porque en nuestra parte del mun-
do y desde nuestra perspectiva es la clase de arte que se estima natural, que se da por
sentado y que se presupone por defecto.
Como siempre sucede, en la reciente historia del arte cada escuela jugó su propio juego
y escribió su propio manifiesto explicativo, poblándolo de excusas que el tiempo se en-
cargó de barrer y que siempre giran en torno de un dogma primordial que nos dice que
la figuración va siempre asociada a contenidos semánticos particulares mientras que la
geometría remite a prácticas pan-humanas o independientes de contexto que ( por ser ta-
les) suelen excederse en abstracción y quedarse cortas en significancia. En el corazón
del influyente neo-conceptualismo neoyorkino y al impulso de una crisis de la repre-
sentación que cada quien ha descripto de maneras distintas el proyecto geométrico fue
decretado passé antes de materializarse (cf. Halley 1984). 8
Lo más grave de todo esto es que –como volveremos a comprobar más adelante– no
existe unanimidad respecto de lo que significa esta presunta crisis de la representación o
sobre la manera en que se manifiesta. Una búsqueda de la expresión en castellano en
Google, bing o DuckDuckGo obtendrá respuestas que se refieren primero que nada a la
representatividad política; la misma búsqueda en inglés con cualquier buscador resultará

8
El pintor y ensayista posmoderno Peter Halley (que fue quien codificó esa mengua) se funda en una
lectura geometrizante de Michel Foucault y Jean Baudrillard que claramente no se sostiene. A mi juicio,
éstos no son autores que hayan propiciado alguna clase de giro geométrico. En Vigilar y Castigar, por
ejemplo, Foucault (2002: [1975]; 161, 169-172, 187, 199, 203) cuestiona la geometricidad por ser un
factor de dominación, ignorando que hay sociedades mucho más rotundamente geometrizantes que las
occidentales y modernas, la islámica en primer lugar, sociedades cuyas estructuras de poder Foucault no
habría osado impugnar y cuyas geometrías nunca puso en foco. En Simulations Baudrillard (1983) casi no
utiliza el concepto de geometría, ni para bien ni para mal; no me con sta que tenga formada tampoco
opinión al respecto. Halley, por último, es un reconocido pintor que cultiva un estilo geométrico delibera-
damente elemental junto a un amplio grupo de artistas ochentistas como Jeff Koons, Philip Taaffe, Ross
Bleckner, Terry Winters, Bill Jensen, James Welling, Ellen Carey, Sidney Tillim y Sherrie Levine, auto-
res todos ellos que (de consuno con sus exégetas) llegan a parecidas conclusiones de alcance civilizatorio
sin contar con un adecuado aparato comparativo, desconociendo por completo el repertorio de las alter-
nativas transculturales y careciendo de las lecturas más básicas de lo actuado en el último siglo y medio
por la antropología del arte (cf. Tillim 1959; Battcock 1995; Grigoriadou 2015).
15
en referencias a diversos campos de la literatura, la pintura, las artes, los medios, las es-
tadísticas, la filosofía, la antropología y la semiótica, sólo para empezar. En cada con-
texto disciplinar la representación denota conceptos diferentes; en antropología implica
hablar en lugar del Otro, o interpretar un observable en tanto elemento característico de
una sociedad o de un caso más amplio, o pintar una realidad como si se tratara de la úni-
ca pintura posible. Pero no todos los modernos (o como se nos llame) hemos sido así de
esperpénticos. Pese a la convicción imperante desde hace cuarenta años en la antropo-
logía posmoderna y en los estudios culturales que reza que (gracias a ellos mismos) “la
lectura [antropológica] ha perdido su inocencia” y pese también a la creencia en que
“los textos posmodernos han devenido crecientemente anti- o no-representacionales”
(Ebert 1986: 894) a excepción de algún caso límite –como el de las antiescrituras evoca-
tivas de Stephen Tyler (1987)– no conozco una sola etnografía (una sola modalidad de
escritura antropológica, en rigor) que pueda reputarse no representacional o que no as-
pire a construir, re-construir o de-construir la realidad que está más allá de la apariencia
por crítica que sea dicha *construcción y tanto más cuanto más lo sea.
Como bien lo han sabido los matemáticos desde siempre en el otro extremo de la cien-
cia (y aunque la propia idea de representatividad matemática es elusiva) la teoría de la
representación es particularmente amplia y de riquísima potencialidad instrumental; hay
además tantas variantes como autores existen. Con el advenimiento de métodos infor-
máticos sus posibilidades se expandieron exponencialmente; en materia de geometrías,
como se verá, la representación se encuentra tan lejos de haber resuelto todos sus dile-
mas como de haber agotado sus variaciones imaginables o de estar experimentando una
crisis terminal (cf. Kruskal y Mosteller 1979a; 1979b; 1979c; 1980; Ebert 1986; Flaher-
ty 2002; Nöth 2003; Schwandt 2007; Powell 2010: 28; Petersen 2014; Gržinić y Šmid
2017; Curtis 1999).
Por el contrario, muchas de las imágenes de la ciencia o de la filosofía están constituidas
por iconos muchas veces geométricos (la doble hélice, el conjunto de Mandelbrot, los
embriones de Haeckel, el atractor de Lawrence, el alfabeto de àdìǹkrá, el modelo atómi-
co de Rutherford, la curva de Gauss, el anillo hexagonal de Kekulé, el bucle de Morin,
el bucle de retroalimentación, los 20 hexágonos y 12 pentágonos de la pelota de fútbol
de Buckminster Fuller, el icono de la radiactividad, los iconos de peligro en general, los
logotipos e iconos de los social media) que han devenido, tanto en la academia como en
la cultura popular –y mucho más que las expresiones lingüísticas– aquellas ideas matri-
ces que la comunicación y el conocimiento representan en primer lugar. Son como
mantras (o bijas) –maṇḍalas o cakras en el límite– que aun en Occidente valen más que
mil palabras. Ante la indiferencia de una semiótica logocéntrica que se ha llamado a si-
lencio y de una antropología visual hoy dominada por un pos-estructuralismo que no ha
hecho más que emprender programas pos-fundacionales sin heurísticas positivas, la bi-
bliografía sobre esta iconización geométrica del conocimiento conducente a un nuevo
Bildwissenschaft y a un iconic turn está creciendo a ojos vistas, un poco más intensa-
mente cada año que pasa (Lynch y Woolgar 1990; Anderson 1991; Daston y Galison

16
1992; Jones y Galison 1998; Lefèvre, Renn y Schoeplin 2003; Chadarevian y Hopwood
2004; Manghani, Piper y Simon 2006; Pauwels 2006; Nikolow y Bluma 2008; Rocke
2010; Daston y Lunbeck 2011; Anderson y Dietrich 2012; Cochrane y Jones 2012;
Sepper 2013; Hopwood 2015; Alloa 2015a; 2015b; 2017).
Por clausuras como las que establece el mito de esa presunta crisis es que las antropolo-
gías de sello interpretativo que supimos llamar “simbólicas”, al igual que las de tono es-
tructuralista, tienden a desatender las morfologías que no sean geometrizaciones esque-
máticas de entidades reconocibles o que vayan más allá de las simetrías en espejo, en
serie o en rosetón basadas en objetos icónicos henchidos de insinuación semántica, el
único factor semiológico que ha logrado mover el amperímetro de quienes se afincaron
en ese cuadrante. Sucede como si Claude Lévi-Strauss (hablando en reportajes, o escri-
biendo entre líneas mediando las Mitológicas) no hubiera aportado nada sustancial en su
solitario, brillantísimo y titánico intento de poner la significación en caja.
De todas maneras en la antropología del arte se ha impuesto la tesitura contraria. Una
teoría del arte –argumentaba Clifford Geertz, en solapada alusión a Lévi-Strauss– “debe
seguir el rastro de los signos en la sociedad, y no en un mundo inventado de dualidades,
transformaciones, paralelismos y equivalencias” (1973: 109). Robert Layton (1991
[1981]: 17) es de la misma opinión, aun cuando Mary Douglas (como lo he documenta-
do tantas veces) demostró hace tiempo el carácter también arbitrario, inducible y a la
larga “inventado” de los signos denotativos de esas construcciones (constitutivamente
etic) que hacen las veces de contextos o escenarios cuyas fuerzas determinantes se dan
por demostradas y a las que hemos convenido en llamar “sociedades” o “culturas”. Uno
se pregunta por qué Geertz excluyó de ese mundo inventado entidades tales como las
conjeturas, las analogías, las metáforas y las interpretaciones, como si éstas no fueran
también invenciones de la misma índole. Fue él a fin de cuentas quien trajo a colación la
idea de signos. Susanne Küchler y Timothy Carroll (las únicas personalidades en antro-
pología del arte que se opusieron a la visión de Geertz) pensaban que el giro hacia la
significación y el lenguaje que se percibe entre los estudiosos norteamericanos desde los
años 70s ha sido prevalente y que es comprensible que así haya sido, pero alegan que
reducir los símbolos al mero simbolismo ha ocasionado el descuido de aspectos esencia-
les de la sustancia y la materialidad de los signos (Küchler y Carroll 2021: 165). A este
respecto particular el libro que se está leyendo coincide con los lineamientos de esa
crítica.9
La geometría pura, en fin, no me suena que sea una ciencia hecha para el desciframien-
to. La mera palabra ‘geometría’ casi ni aparece con un rol protagónico en el movimiento
9
Creo recordar que alguna vez existió una iniciativa identificada con la con signa “Against Semantics” en
la Open Anthropology Cooperative. Por alguna razón orwelliana, sin embargo, ha desaparecido todo ras-
tro de ese programa, el único en toda esa plataforma al que verdaderamente me afilié. Aparte de que en lo
personal me inclino a creer en la improbabilidad de que alguna vez dispongamos de una hermenéutica tan
rigurosa y productiva como la que algunos hermeneutas han alegado poseer, me alcanza con señalar que a
los fines metodológicos la pregunta sobre el valor de verdad, la calidad estética y la suficiencia de la in -
terpretación puede sacrificarse o posponerse en tanto otras opciones estén abiertas.
17
de reivindicación de la imagen en la matemática pos-estructural francesa del siglo XXI,
más proclive a extraviarse en un mar de consignas disolventes y conspirativas contra la
hegemonía de lo escrito que a desenvolver métodos analíticos basados en imágenes, a
explorar el campo de la geometría transcultural o a proporcionar alguna clase de resul-
tados replicables (cf. Rotman 1997; 2008: 40; 2000; 2012; Châtelet 2000; Kaiser 2005;
Dupuis 2012; Woodward 2019; ver más adelante pág. 299 y ss.). Tampoco se encuentra
esa expresión en los mejores intentos semiológicos históricamente dados, tales como la
“paleontología de los símbolos” que alguna vez intentó André Leroi-Gourhan y que re-
conoce en el arte arcaico un “período pre-figurativo” basado en figuras (simultáneamen-
te) “muy abstractas y primitivas” (1976 [1964]: 87) seguido de paulatinas naturalizacio-
nes tras las cuales “el dominio de la técnica artística devino absoluto […] y las pinturas,
esculturas y grabados fueron de una calidad extraordinaria” (Ibid.: 89); tras una natu-
ralización ulterior –se nos dice– sobrevendrían períodos de progresiva “estilización” (cf.
Moro Abadía, González Morales y Palacio-Pérez 2012; Leroi-Gourhan 1964; 1965). El
esquema de Leroi-Gourhan, en fin, ejecuta cada vez que puede el protocolo de esta se-
cuencia evolutiva tachonada de juicios de valor que en unos cuantos ámbitos académi-
cos todavía se mantiene en vigencia:
Los 4 niveles o estados figurativos son: geométrico puro (grupos de líneas que componen
formas no identificables), figurativo geométrico (líneas geométricas que componen figuras
identificables simples), figurativo sintético (líneas que expresan lo esencial de la anatomía
de los animales) y figurativo analítico (líneas y colores para definir representaciones anima-
les realistas). Estas cuatro etapas definen la evolución del arte paleolítico. […] Esta evolu-
ción avanzó durante 20.000 años en una trayectoria que lleva desde lo figurativo sintético e-
lemental hacia un análisis cada vez más preciso de las formas en una trayectoria similar a la
que siguieron ciertos estilos de arte considerados como clásicos, tales como el arte griego
entre la Edad de Bronce y el período Helenístico (Leroi-Gourhan 1982: 17-18).

El paralelismo que traza Leroi-Gourhan sería hoy en día más difícil de mantener debido
a la re-evaluación en marcha de las trayectorias estilísticas y de las geometrías y figura-
ciones implicadas en el llamado estilo geométrico griego (incluyendo la cerámica dipy-
lon) de entre 900 y 700 años aC, en la cual presenciamos largos siglos de ornamentos
abstractos seguidos de “convenciones un tanto extrañas para la representación de hom-
bres y animales” (cf. Coldstream 2003 [1977]; 2008 [1968]: 2). La geometría de la que
aquí se habla coincide con una fenomenal Edad de Oro cuya intensidad nunca se recu-
peró, de modo que la secuencia evolutiva de un progreso y un refinamiento artístico más
o menos paulatino y continuo a la que nos hemos acostumbrado no se sostiene ni si-
quiera para el caso griego, el cual es, se supone, el caso de referencia.
Pero la periodización no es el punto en el que yo apoyaría la palanca de una posible im-
pugnación del estilo de adjetivado de la arqueogeometría que hasta hace poco se acep-
taba como la corriente principal: el punto débil en la visión de Leroi-Gourhan y de sus
continuadores es por un lado la liviandad, el capricho y el aire de época de las expre-
siones valorativas y por el otro (a) la premisa de una antítesis entre figuración y la no-
figuración como momentos netamente distintivos en el proceso unitario y global de una

18
historia del arte que discurre de manera lineal, sin alternativas divergentes, sin vueltas
atrás y por un solo carril; (b) la presunción de la continuidad de sujetos o agentes artis-
tas como lugares geométricos (por así decirlo) de “perfeccionamientos”, “apogeos” y
“degeneraciones” (o de períodos “formativos”, “clásicos”, “transicionales”, “termina-
les” y “decadentes”) en el transcurrir de dicho proceso y (c) la temporalidad, la memoria
y la carga teleológica que convenimos inyectar a series cuyos momentos puntuales de-
berían ser coherentes por separado, sin que se nos imponga concebirlos como instancias
causadas o explicadas por lo que les precede o predeterminadas por lo que circunstan-
cialmente se nos antoje postular como consecuencias suyas (cf. Ingold 2004; Lorblan-
chet y Bahn 2017: 11, 21, 22–24, 32, 45, 46, 53–54, 55, 135, 136, 239; Palacio-Pérez
2017; véase Riegl 1980 [1893]; Balfour 1893: 17-77; Grosse 1897 [1894]: 120; Haddon
1895: 6-8). Es grave, sostengo, que una postura que se siente afín al estructuralismo no
sepa pensar sincrónica y sistemáticamente cuando es preciso hacerlo; es triste también
que la crítica a ese movimiento se haya concentrado en menesteres y falencias de menor
calado; y es más lamentable todavía que los estudiosos que se aglutinan en simpatía con
ese estructuralismo no hayan atinado hasta hoy a percibir esas inconsistencias que se
multiplican por poco que pretendamos incluir América en el cuadro general. De África,
Asia y Oceanía mejor ni hablar aunque (pensándolo bien) este esquema, ortodoxo si los
hay, ya ni siquiera funciona para el caso de Grecia.

Figura 1.8 – Biomorfos de Pickover según Anna Jakubska-Busse y otros (2018: 49, fig. 4).
Restan investigar las operaciones de morphing y bio-morphing propias de los grupos de transformación
de imágenes planteadas por Claude Lévi -Strauss (1968 [1954]) en referencia a modelos imaginados por
el biólogo y matemático escocés D’Arcy Wentworth Thompson (1942). Ver además fig. 1.8 b .

Aparte de todo ello nos encontramos con el hecho de que (salvo asociada al período más
“primitivo” y aun así no para todo el mundo) para muchos críticos no hay geometría
propiamente dicha en la cultura humana, sino meramente geometrizaciones, las cuales
suelen entenderse no ya como procesos o figuraciones sustantivas en sí mismas sino co-
mo alteraciones diacríticas de un objeto primario, alternativas sustitutas, manifolds, sig-
nos o variantes de primitivas que sólo pueden ser representacionales. Esta lógica preser-
va, en general, la idea combatida por el austríaco Alois Riegl [1858-1905] que estipula-
ba que “el estilo geométrico […] es el más inferior” y que surgió, “espontáneamente en
todas partes” (Riegl 1980 [1893]: 10, 11). Riegl también bregó por la superación del

19
prejuicio que separaba las “artes ornamentales” de las “bellas artes” y que mantuvo infi-
nidad de artes clásicas y populares y a las artesanías de oficios [crafts] en un limbo eter-
no (Denny 1979: 105; Olin 1992). Muchos autores que han abordado artes primitivas
describen algunas de ellas como “meramente geométricas” u ornamentales; nadie en to-
da la profesión, mientras tanto, se ha referido jamás a artes “meramente figurativas”.
Pero ni Leroi-Gourhan ni mucho menos Riegl consideraron que la demora con que se
manifestó en Occidente un arte geométrico no representacional y no ornamental tras mi-
lenios de predominio del arte figurativo es un acontecimiento que demanda una expli-
cación respetuosa de la inteligencia de todos los lectores.

Figura 1.8 b – Zoológico de biomorfos de Clifford Pickover (1986: 314 fig. 1).
Estas formas se encontraron en el espacio geométrico abstracto indicado por las funciones recursivas .
En el interior de las formas residen réplicas menores inesperadas de los biomorfos anfitriones. El
elemento ‘μ’ es el que habitualmente se denomina ‘c’ y es un número complejo. La variante resultante
3
de ‘z = z + μ’ es el biomorfo primordial descubierto por Clifford Pickover
2
cuando quiso dibujar el conjunto de Mandelbrot, ‘z = z + μ’.
Ver también fig. 1.8 más arriba y 3.5 y 3.6 más abajo.

La historia al modo usual es incongruente de una punta a la otra y contarla al revés no


compone el desaguisado. Los estudiosos que postulaban un pasado de esplendor y una
ulterior pérdida de la condición edénica tampoco abundaron en aciertos. Por haber per-
dido costumbre se nos ha tornado rara esa forma de pensamiento, pero en otras épocas
llegó a ser muy común, incluso fuera de esa escuela histórico-cultural difusionista y
20
doctrinaria cuya hipótesis madre tenía que ver con el monoteísmo primitivo como la
religión de origen por ser la más pura, la más simple y la menos contaminada.

Algunos autores de la llamada línea degeneracionista alguna vez en boga cultivaban teo-
rías que llegados a este milenio contemplamos como la mar de extrañas. Para el etnólo-
go alemán Ernst Grosse [1862-1927], por ejemplo, las geometrías ornamentales de pri-
mitivos y modernos difieren en que aquéllas son de origen animal en tanto que éstas se
inspiran en vegetales, como si en todas partes y en todas las épocas las sociedades clasi-
ficaran la naturaleza (o la naturaleza y la cultura) acomodando las clases en los mismos
reinos linneanos o aristotélicos o en los mismos géneros ontológicos discretos, binarios
y sin casos limítrofes que usamos nosotros, algo que es temerario pretender después de
publicada la trilogía de What is an Animal? de Tim Ingold (1987), Signifying animals:
Human meanings in the natural world de Paul Willis (2005 [1990]) y Animals into art
de Howard Morphy (2016 [1989]) y después de consumado el giro ontológico tres déca-
das más tarde.10
A fines del siglo XIX ni se soñaba con esa redefinición de los dominios, con ese giro
que la antropología del arte ulterior se ha empeñado en desconocer, optando por mante-
ner vivas narrativas mucho más complicadas y visiblemente extravagantes. Citando al
especialista en pueblos primordiales Paul Ehrenreich [1855-1914] (sin consignar su
nombre), Grosse –por ejemplo– escribía en una temprana traducción inglesa de su libro
mayor, Die Anfänge der Kunst:
“El hecho importante en la historia de la civilización fue así establecido de que todas esas
figuras que parecían ser dibujos geométricos eran representaciones abreviadas, en parte
convencionalizadas, de objetos concretos, mayormente de animales. De este modo, una lí-
nea ondulante con puntos alternados representa una serpiente gigante, la anaconda, la cual
está marcada por grandes puntos oscuros; un rombo, con sus ángulos rellenos de negro, re-
presenta un pez lacustre; mientras que un triángulo significa no una simple figura geométri-
ca, sino el atuendo de una mujer”. Los ornamentos de los Karayá consisten de diseños de lí-
neas, curvas, puntos, rombos y peculiares meandros interrumpidos en zigzag. Mientras que
los cuadrados y los triángulos sólo se introducen casualmente (como por ejemplo en los re-
llenos de las figuras) y los círculos faltan por completo. Como en la ornamentación de las
tribus Xingu, tipos concretos definidos yacen en el fondo de esas combinaciones geométri-
cas que en apariencia se escogieron arbitrariamente, en las cuales los rasgos característicos
a lo sumo se replican convencionalizados. Por desdicha, no siempre es posible determinar
con certidumbre de qué objeto natural se trata. La cruz, frecuentemente recurrente […] la

10
Los tres volúmenes mencionados son algunos de los veinte que resultaron del histórico World Archaeo -
logical Congress que tuvo lugar en Southampton en setiembre de 1986, semanas antes que se comenzara a
sentir el impacto del posmodernismo antropológico en Europa y seis años antes que los estudios cultu ra-
les ingleses desembarcaran en los Estados Unidos (cf. Reynoso 1991 b; 2000). Por más que la historia ul-
terior haya preferido olvidar ese evento, el posmodernismo antropológico fue incapaz de agregar algo que
fuera simultáneamente original y sustantivo y que no se tratara en ese nunca igualado macro -congreso ar-
queológico. Los temas del evento se estuvieron elaborando desde 1982, dos años antes de que se fun dara
oficialmente la antropología posmoderna en el simposio de Santa Fe de Nuevo Mexico. Sobre (o más bien
contra) el giro ontológico concomitante al perspectivismo del siglo XXI véase Reynoso (2019b).
21
que tan a menudo ha sido ocasión, en América, para aventuradas hipótesis, no es más que
una clase de lagarto (Grosse 1897 [1894]: 120; el subrayado es mío).

Con estos procedimientos inductivos de recolección de ejemplos Grosse sostenía que


Ehrenreich acabó demostrando irrefragablemente [hat unwiderleglich nachgewiesen]
que lo que se nos presenta como geometría en la prehistoria del arte no es más que una
inepta representación abreviada, desprolija, taquigráfica o convencional de animales o
partes de animales (cf. fig. 1.7). En el mundo primitivo nunca hubo –pretende el autor–
tal cosa como una geometría independiente de la función iconográfica, idea con la que
me permito disentir. Se la comparta o no, la verdad es que en ocasiones insume un solo
trazo o un levísimo esfuerzo de la imaginación convertir lo abstracto en concreto, una
geometría en una geometrización minimalista en el umbral de lo figurativo, una figura
geométrica en una representación significante, un signo en una cosa y una cosa en un
signo polimorfo (Hagen 1986; Pasztory 2005; Basu 2013; 2015; v. gr. otra vez fig.
1.7b). Si un signo es, peirceanamente, algo que está en lugar de otra cosa, déjenme decir
–siguiendo a Göran Sonesson, a James Gibson y a su discípula Margaret Hagen– que
hay entonces (más allá de las erráticas taxonomías de Charles Sanders Peirce) grados,
modos, dimensiones, criterios y modelos muy diversos de representación y signicidad
(cf. Ferwerda 2003; Sonesson 2010; Gibson 2015 [1986]).
En la arqueo-geometría reciente las cosas tampoco han ido sobre ruedas para el tempra-
no arte rupestre de naturaleza geométrica-abstracta. Realizando denodados esfuerzos de
síntesis y clarificación de este campo convulso –y poniendo en mira no pocos de los lu-
gares más comunes del género– han escrito recientemente Ekkehart Malotki y Ellen
Dissanayake:
Cuando la gente dice que los encuentros cara a cara con el arte rupestre temprano son atrac-
tivos, adictivos incluso, se refiere por lo común a imágenes representacionales. Como ha
notado un número de arqueólogos y otros estudiosos del arte rupestre, tanto los investigado-
res como el público han desairado las marcas no figurativas como garabatos sin significa-
ción, meros raspones o, en el mejor de los casos, como elementos desdichadamente indesci-
frables y por lo tanto no dignos de atención. […] Ken Hedges (2005) admite con resigna-
ción que “el así llamado arte abstracto […] ha eludido hasta hoy el análisis estilístico”; Paul
Bahn (1998) considera que su estudio es “uno de los desafíos largamente negados de la ar-
queología”; Derek Hodgson (2003) nos recuerda que “la humanidad temprana necesita ser
tomada más seriamente dentro del contexto global como un importante indicador de la tem-
prana habilidad cognitiva humana”; y Solveig Turpin (2001), notando el globalismo de los
tempranos diseños geométricos, nos sugiere que debe ser su mera simplicidad y consistente
uniformidad lo que lo torna “el más ambiguo y difícil de interpretar”. Los arqueólogos Ja-
mes Keyser y Michael Klassen (2001) llegan a una conclusión similar debida a la virtual in-
existencia de descripciones y análisis publicados del arte rupestre de la tradición abstracta
[…] y culpa a la “simplicidad formal y falta de motivos representacionales de esta tradición
lo que la hace tan difícil de interpretar” (Malotki y Dissanayake 2018: cap. §6).

En otro orden de problematicidad, se diría que se ha reflexionado muy poco sobre la


evidente cualidad no-euclideana de muchas de las etno- y arqueogeometrías y sobre el
filtro euclideano o euclideanizador a través del cual nos inclinamos a contemplar los
mundos geométricos distantes. Pese a que una inmensa proporción de las simetrías y se-
22
ries repetitivas presentes en los más diversos contextos culturales y en el registro ar-
queológico se inscriben en superficies curvas y en volúmenes también curvos de tiestos
cerámicos, astiles, bastones cilíndricos o de corte oval, columnas, cúpulas, domos, ces-
tas, redes globulares, huevos de avestruces, choiques y ñandúes y concavidades y con-
vexidades varias, por efecto de la bidimensionalidad del espacio en que se desenvuelve
la escritura del texto y la reproducción gráfica y fotográfica de los estudios que tratan de
ellas, las simetrías que imperan en los modelos dominantes de nuestras ciencias han de-
venido, forzosamente, simetrías del plano euclideano, un factor al cual se trata irreflexi-
vamente pero que introduce –como se verá– un tropel de premisas limitantes en el análi-
sis y un surtido discordante de escorzos, efectos de perspectiva, Abschattungen y ana-
morfosis distorsionantes en la representación (v. gr. Hambidge 1920; Fiadone 2004; O.
Jones 2016 [1856]; Hohol 2020; Hohol y Miłkowski 2019 versus Carpenter 1921; Har-
gittay 1992; Penrose 1996 [1989]: 190-197). Aunque nunca se lo piense así, el espacio
geométrico de las culturas otras es más frecuentemente einsteniano que newtoniano.
Embaldosados imposibles de conjugar en el plano euclideano sin dejar huecos o resi-
duos se tornan congruentes y ajustan a la perfección cuando se los monta en superficies
y volúmenes riemannianos que son los que preponderan en el registro cultural y que son
también aquellos espacios en los que los postulados euclideanos no se aplican (cf. fig.
9.5, pág. 301). La inversa también es real: por efecto de las diferencias entre los mode-
los geométricos planos y los curvos muchos problemas técnicos reales de las proyeccio-
nes planares (tales como el paulatino desajuste entre los elementos limítrofes, la distor-
sión creciente en la cercanía de bordes y ángulos, la imposibilidad de mantener las esca-
las reales y el efecto Mercator que agranda algunas latitudes y empequeñece otras de
acuerdo con las urgencias del momento) pierden entidad o no se manifiestan en abso-
luto. No es trivial, en síntesis, que las etno- y las arqueogeometrías de las culturas otras
sean prevalentemente no euclideanas y sensibles a la curvatura de espacios y superficies
ni que lo hayan sido desde tan temprano, quizá desde siempre; es por eso incomprensi-
ble que existan tan pocos trabajos serios sobre la naturaleza no-euclideana de un seg-
mento importante de las geometrías del mundo (o sobre la configuración pos-newtonia-
na de los respectivos sistemas de referencia) que no incurran en los previsibles lugares
comunes del relativismo lingüístico, en la más latosa rutina interpretativa o en la sobres-
timación de la diferencia (v. gr. Wassmann 1994; Küchler 2001 versus Reynoso 2014;
McWorther 2014).
En cuanto a las artes geométricas que sobrevinieron en la pintura de Occidente no antes
del siglo XX, ellas carecieron, por otra parte, de la “conciencia de clase” que acompaña
al sentido de pertenencia multicultural. El movimiento de la abstracción geométrica de
Vassily Kandinsky, František Kupka, Kazimir Malévich, Piet Mondrian y unos pocos
otros, concretamente, no supo o no quiso inspirarse en (o aprender de) las prácticas geo-
métricas de otros pueblos y no conoció por ello su “período africano”, “oriental” o “pri-
mitivista” de fertilización cruzada, de intercambio, de reciprocidad, de apertura, como sí
lo conocieron (aunque en muy pequeñas dosis) los estilos de sus puertas de al lado (el

23
cubismo, cierto simbolismo, el expresionismo a secas).11 En la episteme en que habita-
mos premodernos, modernos y posmodernos y en la tradición histórica que nos nutre la
geometría en general y esta geometría expresionista en particular han tendido a ser, lite-
ralmente, in-significantes más allá de su posicionamiento puntual en una categoría situa-
da al margen y a prudente distancia de la corriente hegemónica.
Cierto es que Leonardo da Vinci exploró premonitoriamente geometrías naturales, anti-
cipándose a la iconología de la fractalidad: nubes, nieblas, humaredas, ramificaciones,
cuencas, torrentes, nervaduras, vórtices, fisuras, desgastes, borrascas, icnofósiles, espu-
mas, torbellinos (fig. 1.2, izq.); pero las geometrías de Leonardo (a excepción de los
carteles unilineares de la Accademia Vinciana y de los sorprendentes nudos escondidos
en pinturas de Leonardo no siempre autógrafas) eran imágenes icónicas naturalistas que
enmascaraban un juego de magnitudes significativas o que ilustraban investigaciones de
otros órdenes y no tanto una geometría específica de la naturaleza o de la cultura que
privilegiara la idea de un arte geométrico o de una geometría en sentido estricto (cf.
Baucon 2010). En el mundo ulterior, mal llamado “moderno”, no hubo tampoco un
Leonardo que enseñara a nuestros artistas y científicos cuáles eran los códigos construc-
tivos de los cuasicristales, de las isometrías, de las catenarias parabólicas, de los muqar-
nas o de las estructuras recíprocas y aperiódicas que bastante más adelante se verá en
qué consisten y que en el Islām y en una constelación de culturas escondidas se practi-
caban con ese dominio virtuoso del que hablaba Boas (1955 [1927: 17-22]), acentuando
más la forma tangible y la posición relativa que la cantidad abstracta y la significación,
como si el asunto girara más alrededor de una topo-logía de lugares y relaciones que de
una hermenéutica cualitativa de signos o de una geo-metría o agrimensura de cantidades
(como la que trasunta el número de Leonardo o la proporción áurea, por nombrar dos
casos diferentes).
Aun cuando hasta principios del siglo pasado no existía ninguna exploración previa de
los espacios hipercomplejos, František Kupka [1871-1957], un extravagante pintor che-
co y antisemita militante, admirador simultáneo de la teoría del caos, del espiritismo, de
la teosofía y del anarquismo kropotkiniano de Elisée Reclus, produjo una serie de pin-
turas excepcionales que parecen explorar el espacio tridimensional de los exponentes de
[Aleksandr] Lyapunov [1850-1928] más de ochenta años antes de que la representación
de estos espacios matemáticos fuese técnicamente posible y deviniera computacional-
mente visualizable (cf. fig. 1.1 y 1.6). Mientras que en el género fractal abundan conje-

11
Existe sin embargo una curiosa hipótesis referida por Oleg Grabar en The Mediation of ornament
(1992: 18) y debida al historiador turco Mazhar Şevket İpşiroğlu [1908-1985], la cual afirma en Das Bild
in Islam (1971: 171) que la abstracción geométrica occidental y moderna se deriva de la estética de los
embaldosados islámicos y más concretamente de los muraqqa’, tuğrâ o álbumes persas, otomanos y mo-
ghules. Tras comparar estos últimos con Broadway Boogie Woogie de Piet Mondrian (disponible en este
vínculo), Grabar se pronunció a favor de la hipótesis de İpşiroğlu (Welch y otr @s 1987; Brüderlin 2010).
Haya o no entre ellas un nexo histórico concreto, el hecho es que tanto la modalidad islámica como la
europea adhieren a parecidos principios de enmarcado enfático. Una hipótesis de estilo argumentativo si-
milar es la de Esther Pasztory y César Paternosto que postula el origen andino y precolombino del cubis -
mo (cf. pág. 243 más adelante).
24
turas a las que considero infundadas y que no logran salirse del territorio de una autosi-
militud ni siquiera bien descripta (como las que urdieron o replicaron autores-inter-
mediarios como Marilyn Strathern, Donna Haraway, Ralph Abraham, Manuel DeLanda
o Danièle Dehouve), tanto científicos como artistas han sabido señalar similitudes entre
obras de František Kupka que incluso Benoît Mandelbrot ha reconocido fractales e in-
flexiones precisas de fractales digitales de Lyapunov (y también un par de fractales de
Newton), coincidencias que no tienen todavía una explicación plausible pero que sería
arduo entender como obra de la casualidad o como efecto que sólo existe en el ojo del
observador (cf. Vachtová 1968; Kupka 1989; Pickover 1995; 420; Kosinski 1997; Hru-
by 2002: 322, figs. 23 y 24; Andel y Kosinski 2007; Railing y Wallis 2008; Méndez
Baiges 2010; Pavlopoulos 2011; Jones 2012; Abraham 2013; 2015; Leighten 2013; Ur-
ban, Malečková y otros 2013; Brauer 2015; Gidden 2017; da Silva Lopes y Dantas
2021; García Vasconcellos 2021; Varela Arzola S/f; véase además este vínculo).12 Ha
habido quienes pretendieron explicar este enigma argumentando que el carácter “fami-
liar” de estas imágenes (al igual que el de las imágenes de biomorfos) podría deberse al
efecto (señalado por P. R. Sorenson) de que estas morfologías se encuentran configu-
radas por leyes que han moldeado el ambiente cultural o biológico en que vivimos y a
las que usualmente damos por descontadas (Sorenson 1984; Pickover 1986: 316). La
hipótesis es seductora, pero no creo que la demostración requerida por un asunto tan
complicado pueda ser tan simple.
No fueron muchos los visionarios capaces de entrever las consecuencias revolucionarias
de este estilo de grafismo. El matemático y filósofo inglés Brian Rotman (quien se tragó
el cuento del nomadismo de Deleuze & Guattari y nunca percibió la naturaleza multi-
cultural de las matemáticas, pero de cuyos extraños insights vale la pena retener memo-
ria) ha escrito estas frases (evocativas de las ideas de Walter Ong sobre la “oralidad se-
cundaria” de la representación virtual) con las que no puedo menos que estar de acuer-
do, aunque sólo hasta cierto punto:
Durante dos décadas, las computadoras han estado ayudando a crear un nuevo tipo de mate-
máticas: las matemáticas experimentales. Gracias a la explosión del software de imágenes y
gráficos, los matemáticos pueden construir realidades matemáticas y luego manipularlas y
explorarlas visualmente. Ahora pueden producir diagramas previamente imposibles de di-
bujar tales como fractales y mapas de caos; pueden visualizar superficies topológicas cuya

12
Mandelbrot expresó ese punto de vista en un reportaje con el curador y teórico de la curación suizo
Hans Ulrich Obrist en el año 2008, admitiendo que estaba “profundamente interesado en las pinturas de
František Kupka, el primer pintor checo de vanguardia, debido a que ciertos períodos de su obra eran
claramente ‘fractales’” (Obrist 2008; cf. Curiger 2009; Mandelbrot 1989). El exponente de Lyapunov, por
su parte, se usa para caracterizar la diferencia de trayectorias en un flujo caótico, un concepto que puede
apreciarse en el modelado de la función logística (cf. Reynoso 2006: cap. §4.1: esp. fig. 4.2 de ese texto).
Éstos y otros fractales aludidos en este capítulo demuestran que (al lado de un número de otras culturas
presumiblemente elevado) ciertos artistas de mayor o menor renombre explotaban aspectos recónditos de
la geometría de la fractalidad unas décadas antes que la inventaran o la (re)descubrieran los matemáticos
y los científicos euroamericanos. Hay por cierto multitud de artistas contemporáneos más o menos “frac -
tales” (como el inglés Matthew Ritchie) pero muy pocos de ellos plasmaron sus imágenes antes que Man -
delbrot razonara gráficamente sus ideas (cf. Grigoriadou 2015: cap. 5.2).
25
existencia no se sospechaba antes de ser vistas en una pantalla; pueden descubrir
características que los matemáticos precomputacionales nunca podrían haber imaginado
(Rotman 2000 [1997]).

Lo que Rotman entiende como diagramas previamente imposibles de dibujar [ previous-


ly undrawable] había sido efectivamente dibujado una y otra vez por al menos un artista
alejado de la corriente principal del arte –František Kupka, precisamente–, vislumbran-
do y prestando cuerpo y color (sin teorización previa) a imágenes inconfundibles de
atractores hipercomplejos de una ciencia y de unas matemáticas todavía inexistentes (cf.
Rotman 1993; 1997; 2000; 2008 versus Abraham 2013; 2015). Como lo muestran nues-
tras figuras 1.5 más arriba (pág. 6) y 3.7 más abajo (pág. 84) no han faltado tampoco fi-
guras fractales del espacio complejo perfectamente identificables en el arte medieval.
A pesar de estas suculentas excepciones y de los desafiantes paralelismos que han esta-
llado aquí y allá y que permanecen pendientes de comprensión, el menoscabo explícito
o implícito de las geometrías diferentes ha motivado además el desinterés de arqueólo-
gos, etnógrafos e historiadores del arte hacia los aspectos morfológicos y estructurales
de patrones de asentamiento, artefactos, ornamentos, códigos, sistemas, estilos y diseños
geométricos en general. Los especialistas en artes concretas y abstractas aprecian cuan-
do mucho los cambiantes valores estéticos de la representación pero ignoran (en todos
los sentidos de la palabra) los pormenores generativos, dinámicos y transformacionales
que hacen que las formas geométricas lleguen a ser como son y las razones algorítmicas
que ocasionan que (aunque las opciones combinatorias sean innumerables) las prácticas
de la geometría converjan en una cifra muy pequeña de estrategias de configuración
cuyas reglas generativas, transformaciones posibles y constreñimientos estructurales es-
tamos comenzando a comprender.
Fuera de una literatura etnomatemática que casi nadie lee, de una arqueogeometría que
no ha coagulado como especialidad establecida y de una antropología matemática que
tuvo su cuarto de hora antes del tsunami interpretativo pero que muy pocos frecuentan
hoy en día, los descriptores de los objetos geométricos, los códigos nomenclatorios y los
modelos funcionales de los procedimientos constructivos que se encuentran en la litera-
tura de la arqueología o de la antropología cultural dejan bastante que desear. Un núme-
ro menguado de nuestros expertos conoce o asegura conocer las claves que rigen el or-
den que seguramente hay en cada uno de esos objetos, códigos o modelos; desde el lu-
gar en que estamos situados, sin embargo, se ve que pocos miembros de nuestra tribu lo
alcanzan a desencriptar con alguna certidumbre más allá de decir que tal glifo podría ser
un reptil, tal otro un felino, un tercero un pangolín y que ese desciframiento nos da
acceso y nos permite inferir a las claves de una sociedad o una cultura. En circunstan-
cias tan abiertas y probabilísticas la comparación y el modelado se encuentran al filo de
lo imposible y es por eso que en el milenio en que han surgido las herramientas analíti-
cas o generativas más poderosas ellas han sido utilizadas muy por debajo de su poten-
cial.

26
Consecuentemente, la etnogeometría ha devenido (por motivos que habrá que interpe-
lar) una afición de nicho para unos pocos especialistas antes que un trabajo de referencia
para todos. Alexandre Koyré cincuenta años atrás y Amir Alexander en años recientes
coinciden en que tanto el mundo como la ciencia se han geometrizado varias veces y de
diferentes maneras, siempre transformadoras; la antropología y las sociologías del
diseño, sin embargo, todavía no han conocido esas revoluciones sobre las que aquí
invito a pensar y, llegado el caso, a llevar experimentalmente a la práctica (Koyré 1973
[1961]; 1968; Ong 2012; Alexander 2019; Gross 2019). En materia geométrica, a fin de
cuentas, la antropología del arte no ha cambiado gran cosa en los ciento cincuenta años
que median entre un Gottfried Semper [1803-1879] y un Alfred Gell (1998; cf. Semper
1851). Respecto del estado de avance de la arqueogeometría (que ni siquiera se nutre de
una arqueología del arte amplia y consolidada) fuera de una crecida aglomeración de
datos en bruto no hay tampoco mucho nuevo y positivo de que hablar (cf. Albert 2016;
Russell y Cochrane 2014; Jones y Cochrane 2018: xi: Witcombe 2018).13
El añadido de una dimensión transcultural agrava el dilema. En el acto de lanzarme a
escribir un libro que gira en torno de la etnogeometría percibo que el nombre que yo
mismo escogí para designarla emana resonancias odiosas, idénticas a las que el musicó-
logo ghanés Kofi Agawu (2011 [2003]) señaló en su momento a propósito de la etno-
musicología cuando quiso enmarcar en ese espacio disciplinario un examen que él (un
científico africano) pretendía efectuar sobre los Lieder del alemán Robert Schumann y
del bohemio Gustav Mahler. En la visión de sus censores, el prefijo ‘etno-’, justamente,
debía marcar en este encuadre una asimetría irreductible, alimentando el supuesto de
que debía tratarse de una mirada hacia lo que antes se llamaba Tercer Mundo desde las
coordenadas de alguien que habitaba la zona de confort de lo que todavía se llama el
Primero, involucrando además que la tarea que aguardaba al investigador habría de ser
fácil de zanjar pues frente a la alteridad lo propio se cree siempre más sutil, rico, com-
plejo y evolucionado que lo ajeno y lo diferente, como si tuviera en su haber el bene-
ficio de una historia más prolongada y de una experiencia más sustanciosa (Silver 1979;
Flores Fratto 1978; 1985; Goody 2011 [2006]).
En las ciencias humanas como hoy están se quiere además que lo etno- implique una
mirada desde lejos pero más que nada desde arriba, como si se mirara desde lo más
grande a lo más pequeño, desde el código más elaborado al más restringido. Esto hace
que el observador caiga en la tentación de sentirse pre-calificado para entender cual-
quier fenómeno “primitivo” que se cruce en su camino, tanto más cuanto más precario,
vacío de sentido, atestado de paradojas, carente de historia, inconmensurable, inconse-

13
Es por tal razón comprensible que algunos especialistas reputados en el estudio de prácticas geométri-
cas y matemáticas lleguen a desconocer (o hagan como que desconocen) la existencia misma de la sub dis-
ciplina. Eric Vandendriessche, por ejemplo, máxima autoridad en figuras de cuerdas de la actualidad, ac a-
ba de publicar un artículo que lleva el sorprendente nombre de “Des prémices d’une anthropologie des
pratiques mathématiques à la constitution d’un nouveau champ disciplinaire: l’ethnomathématique”, co-
mo si la etnomatemática no hubiera sido fundada al menos dos veces en el primer tercio del siglo pasado
(Vandendriessche y Petit 2017). Se encontrará más sobre esta historia en el capítulo que sigue.
27
cuente y bestialmente exótico luzca ese fenómeno y tanto más cuando menos posibili-
dad hay que se cruce un nativo para desmentir una interpretación que sentimos que no
requiere ninguna clase de prueba en el sentido lógico, matemático o (por supuesto) geo-
métrico de la palabra. No es de extrañar que un etnolingüista ultraconservador, Dan
Everett (2005), llegara a decir que los Pirahã de la Amazonia, uno de los presuntos
“pueblos sin geometría”, poseen (a causa de un lenguaje que él califica por debajo del
nivel de indigencia) una cultura atravesada por toda suerte de ausencias, agujeros, gaps.
El relativismo al que nos hemos habituado es una teoría del déficit: tal pueblo no puede
expresar nociones temporales; tal otro no puede hacer suposiciones mediante cláusulas
contrafácticas; tal otro más carece de la noción de número o es deficitario en materia de
los símbolos conceptuales esenciales para el razonamiento, etc. Imaginen ustedes los
razonamientos o las conductas que se siguen de ello y tendrán idea clara del desbarre en
que se ha precipitado cierta antropología.
Más ultrajante todavía que esta clase de animalizaciones y descerebramientos es el en-
tendimiento ilusorio, la idea bastarda de usar a los otros y a lo que ellos hacen como in-
dicadores para comprender mejor lo que nosotros maquinamos, tomando distancia y fin-
giendo que exploramos primero las formas más escuálidas y embrionarias de la cultura
para luego seguir ahondando el camino que (como ha sido costumbre en la antropología
desde los tiempos del primer y más feo evolucionismo) acompaña la evolución de lo
más elemental a lo más refinado en un enésimo intento de emprender “la construcción
del yo pasando por el desvío del otro” (cf. Geertz 1981: 101-106). Es ése un camino
cuya traza pedagógica coincide con el que va de lo más lejano y extraño a lo más próxi-
mo y familiar, aunque bien se sepa que en diversas tradiciones culturales (y en la nues-
tra inclusive) una multitud de sistemas no triviales (sistemas de parentesco, paradigmas
de conjugación verbal, casos lingüísticos, sistemas fonológicos, modelos generativos,
isometrías, teselaciones, estilos ornamentales, escuelas pictóricas, artes textiles, ceste-
rías, músicas escénicas y eclesiásticas, polirritmias, polifonías, plots literarios, formas
teatrales, arquitecturas, ornamentos, grupos de transformación) llegaron a ser fenome-
nalmente complicados en algún momento de la historia y se fueron esquematizando,
simplificando, tornándose minimalistas, vaciándose, perdiendo complejidad o disolvién-
dose ellos mismos con el paso del tiempo.
Aquí, cuando la ciencia derrapa, es cuando hacen su aparición las formas elementales de
la pretextación seudoevolutiva a las que no les preocupa mucho ni la naturaleza ni la
evidencia disponible ni los efectos colaterales de sus propias premisas. Aun quienes han
sido mejores que muchos de nosotros experimentaron esas siestas de Homero. Incluso
un autor tan poco sospechable de etnocentrismo como Paulus Gerdes insinuó alguna vez
que el estudio de las cesterías mozambiqueñas contemporáneas podía llevar a que com-
prendiéramos un poco mejor cómo es que surgieron en la humanidad los conceptos geo-
métricos esenciales. En medio de una iteración aluvional de expresiones parecidas,
Gerdes acabó también diciendo que “[e]thnographic data may be helpful in attempts to
reconstruct some fragments of the emergence of geometrical concepts in weaving” y

28
agregando otras cláusulas criptoetnocéntricas por el estilo que no contribuyen a las ideas
rigurosas y mayormente igualitarias que desarrolló en sus otros trabajos analíticos y que
tampoco favorecen la imagen de modelos evolucionarios mejor articulados como los
que sin duda existen en una panoplia de ciencias (Gerdes 2003: 13, 23-24; cf. Gay y
Cole 1967: 63; Scriba y Schreiber 2015: 6-9 versus Berlin y Kay 1969; Hutchins 1980;
Malotki y Dissanayake 2018). No pongo en sospecha la buena fe de Gerdes, de quien
conozco el paño y a quien dedicaré luego más de un capítulo; pero pensar que una geo-
metría cultural viva y coetánea nuestra puede enseñarnos algo sobre “el origen de los
conceptos geométricos esenciales” es exactamente lo mismo que pensar que el análisis
de cualesquiera rasgos de una lengua hablada por un pueblo actual más o menos “primi-
tivo” o “subalterno” en algún respecto puede arrojar luz sobre los orígenes del lenguaje.
Una vez más, Gerdes no está solo en este predicamento. Aby Warburg [1866-1929], un
historiador y teórico del arte alemán reverenciado en círculos antropológicos contempo-
ráneos inclinados al perspectivismo (y apreciado en particular por el renombrado Carlo
Severi [2010: 50] en razón de la veneración que Warburg mostraba hacia un par de ce-
remonias Pueblo que presenció en 1896), expresaba conceptos del mismo género en pa-
labras parecidas, emplazando un ritual escenificado 27 años antes de su época como si
fuera cronológicamente anterior a la antigüedad griega clásica:
A glance at similar phenomena in pagan Europe will eventually bring us to the question: to
what extent can these remnants of pagan cosmology still obtaining among the Pueblo In-
dians help us to understand the evolution from primitive paganism, through the highly-de-
veloped pagan culture of classical antiquity, down to modern civilized (Warburg 1939:
277).

En honor a la verdad, esta versión en inglés es más rústica y frágil que la del original
alemán autógrafo de Warburg, en la que no figuran las menciones a pueblos “altamente
desarrollados” y a “civilizados”, interpoladas por el traductor William F. Mainland para
la edición de 1939 y aparentemente avaladas por Warburg; el espíritu teleológico de la
elocución, sin embargo, se mantiene, y es por eso –conjeturo– que Aby la dejó pasar.
Warburg había escrito:
Inwieweit gibt diese heidnische Weltanschauung, wie sie bei den Pueblo Indianern noch
fortlebt, uns einen Maßstab für die Entwicklung vom primitiven Heiden über den klassisch-
heidnischen Menschen zum modernen Menschen? (Warburg, Schlagenritual, p. 12).

Yo habría traducido esa frase como sigue:


¿Hasta qué punto esta cosmovisión pagana, que todavía vive entre los indios Pueblo, nos da
un criterio para el desarrollo desde el pagano primitivo al pagano clásico y al hombre [sic]
moderno?

En la mirada de Warburg, quien reserva su aprecio para las artes figurativas preñadas de
significación y quien –al igual que Severi– subordina lo oral a lo visual sin que se le
ocurra siquiera asomarse a la abstracción o a la geometría, las prácticas rituales de la
alteridad meramente anticipan rasgos de la religión o la espiritualidad occidental y nada
29
más que eso.14 Según su perspectiva, las manifestaciones culturales plasmadas mayor-
mente en imágenes no poseen una dimensión de orden cognitivo o potencialidad cientí-
fica más allá del hecho de ser depositarias de una difusa e involuntariamente jungiana
“memoria colectiva”.
Lo mismo se aplica a los continuadores de la línea Warburg/Severi que en el umbral del
presente milenio –un poco tarde– se preciaban de haber instaurado un giro hacia los vi-
sual studies, un iconic turn y una antropología de la imagen radical. Cuando se va al
grano de sus argumentaciones, no obstante, lo único que se encuentra es una iconología
figurativa, una hermenéutica con pretensiones de paradigma en la que la geometría con-
tinúa ausente o queda más subordinada a lo discursivo y más revuelta de lo que estaba
en la época de Franz Boas (1955 [1927]), de Frederic Bartlett (1995 [1932]), de Erwin
Panofsky (1972 [1939]) o de Rudolf Arnheim (1986 [1969]), autores de una moderni-
dad que ha dejado de ser potable y que por impulso de un pos-estructuralismo hoy en-
volvente han sido objeto de lecturas, atribuciones ideológicas y paráfrasis muy por de-
bajo de lo que establecen los estándares del día.15
Aun en el seno de la antropología oficial, pocos son los que reconocen rigor conceptual
y argumentativo a las prácticas o a los sistemas de conocimiento de las otras culturas. El
propio Ward H. Goodenough (1951), quien dos años más tarde habría de relevar la as-
tronomía micronesia con una exactitud y una profusión de detalles que todavía deslum-
bran, dice de un pueblo que desarrolló sistemas geográficos de posicionamiento astrales
entre treinta y cincuenta siglos antes que nosotros (operando sin escritura, a puro cere-
bro, cuerpo e imaginación geométrica) que tal vez ese pueblo había logrado engendrar
una especie de ciencia, sí, pero una ciencia incipiente con todas las limitaciones teóricas
y prácticas que eso conlleva. No es accidental que Goodenough (alguna vez presidente
de la Asociación [Americana] de Antropología Aplicada) haya considerado en plena era
Kennedy que una utilidad potencial de la antropología componencial es la de servir a los
poderes políticos y a los Estados Unidos en particular a combatir la insurgencia y la
guerra de guerrillas en diferentes territorios del mundo (Goodenough 1963: 75).
Es mi creencia (a reconfirmar en este ensayo) que a medida que avanza el siglo XXI
este estilo de pensamiento condescendiente, imperial y equivocado está comenzando a
apestar más allá de lo intelectualmente tolerable. Cierto es que Paul Radin había publi-
cado El hombre primitivo como filósofo y que el creador de la antropología transcultural

14
No hay forma de disimular el carácter reaccionario de esta especie de aseveraciones, típica de las etno-
logías afines al fascismo. Según el fenomenólogo ítalo-argentino Marcelo Bórmida, por ejemplo, tanto los
bárbaros como nosotros coincidimos en un sustrato irracional común; de ahí nuestra posibilidad de com-
prender esos pueblos, mitologías inclusive.
15
Para calibrar los efectos distorsivos de este movimiento y del deconstruccionismo en general en la in -
terpretación de esos autores y en sus concepciones de la geometría véase, por ejemplo, la obra reciente de
Carlo Severi (2010; 2014: 46), Georges Didi-Huberman (2005 [1990]), Neal Curtis (2009: 95), Paolo
Fortis (2013), Emmanuel Alloa (2015: 7), Philippe Descola (2010: 170, 174), W. J. T. Mitchell (1987: 35,
44-45, 52; 1995: 46; 2005: 59, 84, 228-229, 240; 2008) y Gottfried Boehm & W. J. T. Mitchell (2009).
Volveré a tratar de la antropología de la memoria de Severi más adelante (pág. 208 y ss.).
30
George P. Murdock había escrito un libro titulado Nuestros contemporáneos primitivos;
pero eso había sido en 1927 y en 1934 respectivamente, épocas en las que a la antropo-
logía y a la historia del arte no le mortificaban extraviarse en enunciados que hoy serían
considerados bastante más que étnica, cognitiva y políticamente incorrectos. De allí mi
absoluto rechazo a la idea lévi-straussiana que en El pensamiento salvaje equipara (tan
tarde como en 1962) el pensamiento de sociedades etnográficas perfectamente actuales
con el de los pueblos “primitivos”, incapaces de “pensar” de otro modo que echando
mano de objetos (que denotan “seres” y “cosas”, dice el autor) en un bricolaje que se
materializa en estructuras que carecen de una geometría elaborada, la que sí se mani-
fiesta (aunque de manera esquemática) por poco que se emprendan otros estudios de la
misma autoría que no se refieren de lleno al pensamiento. Más allá de la doble coacción
de los aciertos ocasionales y de unas cuantas impropiedades terminológicas, hoy me
queda claro que la antropología lévistraussiana del arte no puede escapar de la incon-
gruencia que atiborra otras visiones de menor calado: no hay en ella mención de ningu-
na geometría en el estudio de la lógica de lo concreto ni hay recuerdo de esa lógica en
los ensayos sobre una geometría que se agota en una simetría axial ahogada en un mar
de detalles contextuales, en minucias descriptivas y en un vértigo de similitudes y dife-
rencias más sentidas que pensadas,16 cuyo momento constructivo el autor, trabajando en
una insostenible soledad autoral, no ha sabido documentar con la sistematicidad reque-
rida cuando de una práctica se trata.
Entre unos y otros escritores, el mencionado antropólogo Marcelo Bórmida [1925-1978]
publicó un artículo titulado “El estudio de los bárbaros desde la antigüedad hasta media-
dos del siglo XIX” en el que el terminus ad quem no deja dudas de que el autor ha he-
cho propia o siente próxima y aceptable esa conceptualización insuficientemente irónica
(Bórmida 1958-59). Se me dirá que “primitivos”, “bárbaros” y “salvajes” son meras for-
mas de decir que hasta Deleuze & Guattari se han permitido replicar como si tal cosa en
su Anti Œdipe tan tarde como en los años 70s o en sus Mil Mesetas en los 80s; barrunto
en cambio que esas expresiones denotan formas de pensar que vienen de lo más hondo
de una ideología diferenciadora y que establecen una pauta que impacta no tanto en lo
que se dice como en lo que se hace o se manda hacer. Habiéndose naturalizado y con-
sentido semejante premisa de inferiorización del otro, es comprensible que en el mo-
mento en que se quiso articular una antropología o una arqueología del arte no se hiciera
otra cosa que configurarla mal, toda vez que la disciplina en su conjunto tiende a tolerar
esos extremos a quienes presumen de eruditos renacentistas, a quienes han sido los pri-
meros, los únicos o los últimos en tratar ciertos temas o a quienes encarnan doctrinas a
las que se les disculpa todo por ser características de tiempos en los que no se sabía lo
que hoy se sabe.

16
Sobre la problematicidad intrínseca de las nociones de similitud y diferencia (que Lévi-Strauss intuía
no-problemáticas) véanse los modelos de Amos Tverksy y de Nelson Goodman descriptos en mi trabajo
sobre las vicisitudes de la comparación (Reynoso 2019b).
31
Lo que intentaré hacer en este hipertexto siempre mutante es imponer una mirada inver-
sa, desobediente a la que la antropología en general y la etnociencia en particular han
llegado a promover o se han resignado a tolerar. Lo que pretendo es, en efecto, modelar
las prácticas de estado de arte que se llevan a cabo desde tiempos sin memoria en encla-
ves culturales poco dados a la propaganda de sus propios logros: prácticas a las que
nunca supimos vincular con ningún cuerpo de conocimiento y a las que hemos llamado
‘artes’, ‘artesanías’, ‘artificaciones’, ‘ergologías’, ‘marcaciones’, ‘simbolización’, ‘se-
miosis’, ‘cultura material’, ‘oficios’ [crafts], ‘habilidades’ u ‘ornamentación’ a falta de
toda comprensión verdaderamente metódica de su naturaleza científica, de sus rigores
técnicos y de la instancia de arte complejo y cognición situada que cada una de ellas
encarna; prácticas que desenvuelven procedimientos palpablemente sistemáticos pero
no necesariamente lexicalizados, alcanzando resultados muchas veces desconcertantes
por su complejidad, por su índole de fenómeno inexplicable o por la intratabilidad o in-
verosimilitud de las explicaciones que se intentaron para domesticarlas o (como diría
geométricamente Hans-Georg Gadamer de la comprensión en general) para añadirlas al
espacio de nuestro horizonte hermenéutico (cf. Hutchins 1995; Resnick y otr@s 1997;
Agawu 2011: 123; Hohol 2020; Malotki y Dissanayake 2018: 27, 35-36, 196-199; Ho-
hol y Miłkowski 2019 versus Gadamer 1999 [1975]: passim).
La segunda constatación contra la que nos estrellaremos atañe a la comprobación de que
(metodológicamente hablando) en el campo específico de la geometría los antropólogos
no estábamos haciendo las cosas concienzudamente, con la consecuencia de que nues-
tras teorías obstaculizaban nuestras prácticas y enturbiaban la comprensión de las prác-
ticas ajenas, o las disolvían en la narratividad de un régimen descriptivo de imágenes
significantes cuyo anecdotario diferenciador (su pretextación bongo-bongoísta, arguyó
alguna vez Mary Douglas) se adivinaba al mismo tiempo monótona e inacabable, amén
de ser fruto de la especulación más gratuita. Fue así que cuando encontrábamos alguna
solución genuina a algún problema tortuoso rara vez resultaba ser obra de nuestros pro-
pios méritos y más rara vez aun era la respuesta efectiva a la pregunta concreta que se
estaba planteando.
Podríamos parafrasear esto diciendo que para llegar al resultado correcto en materia de
descripción, comprensión, explicación o construcción geométrica tuvimos que calcar o
clonar a los tumbos (y sin dialogar con nadie) el trabajo de actores a los que no acabá-
bamos de entender y a los que nunca se nos ocurrió consultar ni aun habiendo estado
con ellos cara a cara en el momento de convertir sus prácticas en datos. Incluso los más
excepcionales y perceptivos entre nuestros artistas (pienso en la relación entre Escher y
el Islām, o entre Picasso y los artistas africanos contemporáneos) incurrieron en estos
despropósitos. Lo que pretendo argumentar es que cuando al hoy prestigioso pintor
Maurits Cornelis Escher [1898-1972] le deslumbraron las isometrías de la Alhambra de
inmediato recurrió para su comprensión a geómetras occidentales de prestigio (Pólya,
Coxeter, Penrose) antes que al diálogo con artistas musulmanes que (rapport mediante)
podrían haberlo sacado de la duda. El resultado de sus consultas fue de todos modos bri-

32
llante, pero ése no es el punto (Katsap y Silverman 2016). Parecida situación se dio en-
tre Pablo Picasso y el artista guyanés Aubrey Williams [1926-1990], reunidos por Al-
bert Camus en París en los años 50. Williams refiere a propósito de ese encuentro que
Picasso no manifestó interés en conversar con él como colega artista plástico sino que le
pidió que le permitiera esculpir su magnífica cabeza africana de labios convenientemen-
te evertidos: una demostración irrefutable de que (contrariando –entre otros– a Edgar
Morin) un artista genial o un poeta (un intelectual, dice este último) puede estar a veces
tan insondablemente equivocado como cualquier científico o hasta cualquier filósofo
(Araeen 1987: 32; Gikandi 2014: 566-567). Más adelante analizaremos en detalle éste y
otros casos relacionados, algunos de ellos situados en los lindes que van de lo irrisorio a
lo desatinado.
Fuera de la antropología y del mercado del arte la situación ha sido la misma. La his-
toria del hallazgo tardío de los cuasi-cristales o de los teselados no periódicos en Occi-
dente, por ejemplo, ha probado sin embargo que la reflexión teórica y la formalización
en las que siempre confiábamos y a las que habíamos homologado como las formas nor-
males y naturales de construir nuestros aparatos explicativos no oficiaron de heurísticas
orientadoras a priori sino que se iniciaron parasitariamente, a posteriori de operaciones
de prueba, error y (re)descubrimiento muchas veces fallidas y mucho más tentativas, ca-
suales, derivativas y sugerentes que disciplinadas y axiomáticas (cf. Steinhardt 2019;
cap. §5 más adelante). También hubo que repensar, rehacer y justificar en el camino
(como veremos) la escala y la arquitectura de los métodos de prueba, cereza de la torta
de todas las matemáticas, geometrías axiomáticas incluidas.
Lo más mortificante, empero, es que la antropología del arte todavía no ha caído en la
cuenta de estas reformulaciones o de las de otras etno- y arqueogeometrías raras que re-
visaremos luego (las de los fullerenos, los adinkra, los nitüs, las algorítmicas del etak o
de las técnicas de tejido, los objetos fractales, las estructuras autotensionantes, las arqui-
tecturas vernáculas, los signos geométricos proto-gramatológicos) que cuando se rein-
ventaron o redescubrieron en Occidente revolucionaron campos enteros del conocimien-
to y que todavía se siguen regenerando, penetrando ahora en las extremas vanguardias
de la supersimetría y la hipercomplejidad y transformando de raíz el corazón mismo de
la cristalografía, reconocida de pronto (con pico en el año epónimo de 2014 y por enci-
ma de la misma informática) como la ciencia más innovadora e influyente del nuevo mi-
lenio. Pero es el día de hoy que la palabra ‘geometría’, para mayor abundamiento, ni si-
quiera asoma en los principales surveys de la antropología y la arqueología del arte de la
última década ni aun como programa de trabajo a emprender en un futuro distante (v.
gr. Russell y Cochrane 2014; Grimshaw y Ravetz 2017; Jones y Cochrane 2018; Kisin y
Myers 2019).
Si bien aquí hallaremos ocasión para liberarnos de estas y otras rémoras que nos lastran,
una lectura posible del libro que se está comenzando a leer podría estropear el efecto
que el autor tiene en mente. Si el lector se queda con el argumento de que las artes y las
ciencias de las culturas otras resultan ser inconmensurables con las nuestras, que no tie-
33
nen punto de comparación o que directamente son otra cosa se habrá perdido lo mejor
de la moraleja. Debo al recientemente fallecido Michel Serres [1930-2019] (quien nunca
ha sido santo de mi devoción) un concepto que él acuñó a principios de los noventa: que
la geometría, bien mirada, expresa un fundamento más universal que local. Escribía
Serres en ese entonces:
Dominant, the social sciences during this period of time taught us not only to love one an-
other but to recognize and respect the rights of cultures, genders, sexes, languages and cus-
toms, others. We must be grateful to them for having opened up these varied multiplicities.

But by some perverse paradox, difference ends up imposing itself in turn as a universal
dogma that everywhere and always forbids speaking forever and everywhere. Is it only the
local that can be expressed globally? This law without justice forgets geometry (Serres
2017 [1995]: x).

Tras ese chispazo de luz Serres equivoca el diagnóstico y atribuye a las ciencias mal lla-
madas exactas, duras o formales la iniciativa de mantener pautas universales que (como
aquí veremos – y ésa es la clave del libro que se está leyendo ahora) no surgieron mila-
grosamente en las islas jónicas “un día casi fechable” (íbid.: xiii) sino que tienen un
origen muy distinto y variado en lugares dispersos en el espacio y en fechas que no se
conocerán nunca o que cuando se mira hacia atrás se pierden en el tiempo, haciéndose
presentes en prácticas, obras, gestualidades y oralidades que preceden por décadas, si-
glos o milenios a las teorías y a las historias escritas y que mantienen una vigencia y un
impulso que el modelo jónico ha perdido con el advenimiento de la geometría no eucli-
deana aunque algunas versiones de ésta (como también veremos) habían sido también
jónicas –esto es, asiáticas– antes de naturalizarse griegas. Pero lo fundamental de la idea
de Serres (a la que he hecho mía con las modificaciones del caso) finca en otros acentos,
es la que expuse en la cita y es cristalinamente clara, aunque en mi caso opera con un
acento específico, el cual determina sin componendas que no puede haber universa-
lismo sin igualdad estricta y por ende sin multi-, trans- o interculturalidad.
Fundadas en la práctica sostenible más que en la deducción a partir de primeros prin-
cipios, las geometrías complejas, no lineales, recursivas y no euclideanas que son usua-
les en otras culturas y en las que aquí pongo el foco llegaron a Occidente extremada-
mente tarde y siguen sin ser percibidas como tales, esto es como experiencias más afi-
nes a las ideas de Riemann, Lobachevsky o Mandelbrot que a la herencia helénica. En-
tre nosotros, muchas de las geometrías plurales que trataremos en este libro han alcan-
zado estado de arte recién en la década que corre o en la inmediatamente anterior. Salvo
alguna que otra figura excepcional (Roger Penrose, por ejemplo, o mejor M. C. Escher,
Kārlis Johanson o František Kupka) los tecnólogos y geómetras de Occidente debimos
implementar esas geometrías de altísima complejidad entendiendo las ideas a medias u
operando a máquina mediante métodos declarativos, algorítmicas no lineales o progra-
mación emergente o (en el extremo) hasta bucles de “pensamiento complejo” porque
nuestras manos no sabían cómo hacerlo paso a paso y nuestras cabezas no daban en el
clavo de una especificación procedimental o conexionista que fuera (como habrían di-
34
cho tanto Alan Turing o Edsger Dijkstra como Gregory Bateson o Edgar Morin) compu-
tacionalmente tratable (cf. Reynoso 1991).
El tiempo demostró que necesitábamos organizar esas geometrías no sólo con objetivos
puramente geométricos sino como heurísticas y definiciones coordinativas para articular
una representación de dominios que resultaba casi imposible de operacionalizar a partir
de un discurso lineal y sin un habitus o una estructura estructurante de formas, imáge-
nes, espacios y trayectorias literalmente complejas. A la hora del balance queda claro
que las técnicas recursivas y emergentes de modelado, más que los alardeados sistemas
deductivos venidos desde Euclides, nos permiten realizar hoy casi los mismos géneros
de prácticas geométricas que los que son comunes en otros lugares o los que eran rutina
en otras eras, anudando experimentalmente vínculos nunca antes vistos a través de las
ontologías, las disciplinas y las fronteras culturales, aunque –claro está, e insisto en
ello– con cien, quinientos, mil o muchos más años de demora por nuestra parte y sólo
con la ayuda inapreciable de las máquinas (ver figs. 1.2; 1.6; 3.5; 3.6; 5.1, etc.). No es
cuestión entonces de reclamar (como lo hacen con toda la culpa los perspectivistas del
giro ontológico) que tratemos a los pueblos otros, magnánimamente, en términos de
paridad, chatura y simetría: sencillamente no estamos en la misma liga y habrá que tra-
bajar duro para lograrlo.
Geometría e intuición, proponía Hilbert. El problema es que la intuición tal como acos-
tumbramos practicarla tanto en las ciencias clásicas duras como en las blandas siempre
vuela según un plan lineal, en trayectorias isométricas y a una altura demasiado baja. El
estilo de intuición que prevalece entre nosotros, podría decirse, casi siempre coincide li-
mitantemente con el sentido común y con principios de estricta proporcionalidad, facto-
res que entre nosotros asumimos como normales y suficientes pero que (tras lo apren-
dido con la cibernética y con la teoría de sistemas) las ciencias de la complejidad han
demostrado restrictivos (Reynoso 2006). El problema es también que, en ocasiones, la
resultante de aplicar modificaciones casi imperceptibles en las operaciones recursivas de
funciones generadoras de imágenes complejas que a nivel algorítmico parecerían ser la
mar de simples excede lo que se puede humanamente intuir: eleve usted al cubo en vez
de al cuadrado la base de la función madre de todos los fractales (escriba por ejemplo
z=z3 +c en vez de z=z2 +c, como lo hizo un día Clifford Pickover por error de tipeo) y si
c es un número complejo cuando grafique la función obtendrá los contornos de un bio-
morfo unicelular parecido a un paramecio, una gástrula, un equinodermo, un radiolario
o un aparato de Golgi en vez de un conjunto de Mandelbrot abstracto o del gráfico ti-
pico de una función cuadrática; modifique un poco los parámetros de su programa gene-
rador de fractales en el plano complejo y obtendrá una imagen que se parece al cuadro
de Kupka ‘Traits, plaines, profondeur III’ [1913-1923] y ya no a ‘Tale of pistils and sta-
mens I’ [1919] del mismo autor; aplique una perspectiva tridimensional al conjunto
fractal canónico, navegue un poco en el espacio volumétrico y estará graficando la orna-
mentación de un templo jaina o hindú, la cúpula de la mezquita Selimiye en Edirne, una
instancia salida de la arquitectura alienígena de H. R. Giger, la estructura de un centro

35
comercial afroposmoderno de Addis-Ababa, el Gran Museo de Giza o algún otro de
entre los objetos más abigarrados de las etnogeometrías, aproximables hoy mediante
nuevas y diferentes clases de programas generadores conocidos como biomorfos, flame
fractals, buddhabrots, mandelbulbs y mandelboxes (v. gr. Pickover 1986; Bourke 1991;
Trivedi 2017; Jakubska-Busse & al 2018; figs. 1.8; 1.8b, 3.5 y 3.6 más abajo; cf. p. ej.
este vínculo). Los fractales supieron alterar nuestra percepción del espacio y de las for-
mas, pero ellos son ahora mucho más que lo que fueron sesenta años atrás, cuando Man-
delbrot se esforzaba por conseguir un Nóbel, un Turing o un Abel que le fueron esqui-
vos sin imaginar que su hallazgo (o su síntesis de hallazgos multiculturales y milena-
rios) llegaba más lejos, era más fructífero y tronaba más potente de lo que él o los buró-
cratas de Estocolmo, de Londres o de Oslo jamás se animaron a pensar.
Todo esto sitúa la inducción geométrica en un plano inédito y distinto al que es propio
de otras formas de inducción, mucho más próximo al espíritu de la abducción que al del
canon deductivo. Resultó de pronto evidente que los otros, los otros genéricos, diría yo,
generalizando (indígenas, orientales, subalternos, ágrafos, paganos, bohemios, nómades,
artistas innovadores, musulmanes, arquitectos góticos, poetas matemáticos, heterodo-
xos, renacentistas, expresionistas, tejedor@s, african@s, canoeros magallánicos, no po-
c@s savants y ya veremos quiénes más), sabían operar esas cosas desde mucho antes
que concibiéramos la posibilidad de su existencia more geométrico y antes también que
la escritura nos inclinara a nuevas formas de olvido. Resultó también que tales actores
no estaban obstaculizados por nociones equívocas de “lo incongruente”, “lo inconsisten-
te”, “lo falso”, “lo intratable” y “lo imposible” operadas por maestros científicos que
sabían muy poco de los principios que pretendían enseñarnos y que estaban atrapados
en la linealidad y en espacios que hasta alguien tan sanamente retorcido como Gilles
Deleuze pretendía que fueran lisos, simples e isométricos. A la larga, los principios que
estaban realmente en juego no eran otra cosa que consecuencias de un conjunto de pro-
piedades emergentes de universales geométricos impensados que aquellos que llama-
mos otros o marginales supieron hacer suyos e instrumentar mejor sin necesidad de po-
nerles nombre, de prescribir su impracticabilidad cuando se manifestaban difíciles o de
sujetarlos a una normativa cuando se mostraban insumisos (cf. Lu y Steinhardt 2007;
Steinhardt 2019; Penrose 1974; Freudenthal 1980: 1982; Cahn, Gratias y Shechtman
1986).
Con estas premisas, restablecer (o mejor dicho, instaurar) algún grado de simetría actan-
cial en el proyecto etno-geométrico se revela una empresa no sólo urgente sino una o-
portunidad esclarecedora si es que se confiere a la dimensión trans-étnica de la geome-
tría la entidad epistemológica, la reflexividad, el estatuto de paridad intelectual y el es-
fuerzo comparativo que estimo corresponde. Mientras que cuando hablamos (ponga-
mos) de etnociencia, etnomusicología e incluso etnomatemáticas mantenemos implícita
una distancia entre lo que nosotros y los otros entendemos respectivamente por ciencia,
por música, por arte o por cuantificación y podemos mantener incólume nuestra auto-
estima y escudarnos en la reputación de nuestra trayectoria, cuando se trata de geome-

36
tría nuestro autobombo empieza a sonar a hueco y nuestra presunta superioridad se tor-
na de pronto más difícil de sostener.
No hay duda de que la geometría como ciencia sistemática, pautada, axiomatizada y dis-
ciplinar es un producto occidental, aunque con más intervenciones, inspiraciones e in-
terferencias provenientes de otras culturas de lo que por lo común se admite. Entiéndase
bien: aunque a veces me sienta empujado a empañar su prestigio (como lo han hecho
otros con razón o sin ella) no pretendo minimizar lo que aportaron al conocimiento de
todos nosotros los griegos de la época clásica, el denostado Platón incluido (v. gr. Dani
y Athanase 2019). En materia de lógica y de geometría teorética y aunque hoy se sospe-
che que él nunca fue griego, Euclides [ca. 325-265 aC] sigue siendo uno de mis héroes
culturales y podría pasar años celebrando sus Elementos; quizá me dedique a muy poco
más que a eso cuando yo sea grande. Los estructuralistas, los posmodernos, los auto-
poiéticos, los morinianos, los pos-estructuralistas y los estudiosos culturales se han pa-
sado o se pasarán de moda inexorablemente; Euclides seguirá dando que hablar, aunque
un alto porcentaje de la gente que habla y escribe sobre geometrías euclideanas y no-eu-
clideanas decididamente no lo ha leído ni aun en fragmentos ni lo leerán por más que
los instemos a que lo hagan.
Pocos se han enterado, por ejemplo, que en los Elementos Euclides no cuenta con cifras
sino que compara a la manera de Bateson medidas definidas relacionalmente, una ocu-
rrencia que creíamos inventada por los estructuralistas de París hace unos pocos años.
La letra de las fuentes griegas y greco-arábigas al mismo tiempo confirma y parece con-
tradecir la concepción del historiador de la filosofía y de la ciencia Vincenzo De Risi,
quien afirma que la noción de la geometría como la ciencia del espacio no se puede en-
contrar ni siquiera en potencia en los escritos euclideanos (centrados más bien en las
figuras) y que los conceptos o términos espaciales no aparecen en absoluto antes de los
últimos años del siglo XVI (De Risi 2015: 1). 17
Son menos aun los que saben que Euclides escribió otros libros antes y después de los
Elementos y que uno de ellos, Phaenomena, es un tratado que se basa en una geometría
esférica que hoy llamaríamos no-euclideana, un modelo que –aun cuando al respecto
subsisten contiendas feroces– documenta haber comenzado su andar mucho antes de la
17
De Risi expresa la transición moderna de la geometría desde una ciencia de las figuras hacia una cien -
cia del espacio (considerada su transformación más radical) con estas palabras: “In fact, even though the
divide between ancient and modern geometry may be arbitrarily demarcated into several historically dis -
tinct episodes (such as the birth of algebraic geometry or th e discovery of the infinitesimal calculus), the
transformation of geometry into a science of space is probably the most important change the dis cipline
underwent during the course of its development. In accepting space as its object of inves tigation, geome-
try began to study relational structures instead of single figures or mag nitudes (like triangles or conic
sections). In this sense, the entire structuralist approach of modern mathematics is grounded in this im-
portant shift of perspective of eighteenth-century geometry, which (to use Cassirer’s words) turned a
classical geometry of substances (i. e. figures) into a geometry of functions (structures)” (De Risi 2015:
2). Coincido en lo esencial con este punto de vista, salvo por el hecho de que Euclides ha sido mucho más
relacional y no-euclidiano de lo que De Risi estaría dispuesto a conceder. Tampoco creo que la ideación
relacional del espacio sea coextensiva al pensamiento moderno, puesto que aparece en los Elementos
mismos; en Occidente, sí, pero en una lejana antigüedad.
37
época de Euclides y en lugares que no son Grecia ni por casualidad (cf. Tóth 1969;
2000; Berggren y Thomas 2006; Thomas 2004; Moiraghi 2013; Saccheri 2014 [1733]
versus Unguru 1975; 2013). Muchos textos y fragmentos euclideanos, incluyendo algu-
nos que conoció Fibonacci, se conservan en traducciones y comentarios escritos en
árabe que a menudo son los únicos que sobreviven o son la fuente de otros que hoy son
canónicos (cf. Hughes 2007: xvii-xxxv).
Grecia y el mar Egeo fueron escalas esenciales en este periplo, si es que a alguien le in-
teresa todavía plantearlo de este modo. Pero en materia de geometría como práctica (en
el sentido de Hans Freudenthal) las artes y las artesanías de la heterodoxia o de la alte-
ridad (cualquiera sea la denominación que les corresponda) reinan como los más rigu-
rosos códigos elaborados que conocemos, muy por encima de lo que Occidente ha sido
capaz de accionar jamás, Euclides incluido, tal como lo han dejado sentado el reciente
Premio Nóbel Roger Penrose aquí en el segundo epígrafe de nuestro cuarto capítulo o
nuestro Claude Lévi-Strauss en el párrafo de apertura citado en esta otra sección del
libro que se está leyendo. Lévi-Strauss, dije; y aunque eso no sucede con frecuencia por
esta única vez me permito decir que sigo estando incondicionalmente de acuerdo con él
en esta idea decisiva que nadie había expresado antes: si hay primitivos en lo que toca a
estas cuestiones, esta vez es seguro que los primitivos somos nosotros. Si en verdad no
podemos reprimir nuestra propensión al sarcasmo cuando hablamos de “arte primitivo”,
deberíamos tener más cuidado para no equivocar los alcances de esa horrible expresión
que no podemos menos que encomillar y mantener bajo sospecha de aquí en más (v. gr.
Bovisio 1999,
Hasta tal punto es así que hay comarcas de la alta cultura local y de los altos mercados
globales en los que a las formas artísticas venidas de África se las endiosa y no tenemos
empacho en admitirnos inferiores. Estatuillas y máscaras labradas en madera dura son
imitadas por Picasso y reformuladas por los diseñadores de la Bauhaus; antes que la pri-
mera pandemia de este siglo impusiera otras normalidades, las mejores de estas piezas
colmaban los principales museos, puntuaban los más brillantes scripts museográficos y
convocaban multitudes crecientes (cf. Bennett 2012; Ahmed 2014; Cohen 2017; fig. 1.3
más arriba). La valoración pública de los cuadros de Picasso inspirados en máscaras
Fang le pisaba los talones a la de Guernica. “África siempre ha sido moderna”, había di-
cho en tren de encomio el artista Yoruba nigeriano Rufus Ogundele [1946-1996], en
cuya obra lo figurativo y lo geométrico, lo tradicional y lo vanguardista se interimplica-
ban creativamente. “La escultura africana nunca ha sido superada”, afirmaba Picasso en
diálogo con Jaume Sabartés i Gual tan tempranamente como en 1940 (Sabartés 1949:
213).18 Fíjense qué geniales que serán estas culturas que hasta nosotros nos copiamos de

18
Aunque esta frase en particular está bien documentada, son frecuentes las falsificaciones de expresiones
de este carácter puestas en boca de Picasso o de otros artistas magnos. El sueco Mats Rosengren (2012:
38) le hace decir, por ejemplo, a propósito de las pinturas de las cuevas de Lascaux en Dordogne que
“Nada mejor se pintó desde entonces” (o que “Ellos lo habían in ventado todo”, o que “Ninguno de noso-
tros puede pintar esto”). En la Web se ha pretendido hace poco que Picasso dijera (tras contemplar las
pinturas de Chauvet en Ardèche) que “Después de Chauvet, todo es decadencia”. El problema es que la
38
ellas. De todas formas, no son las geometrías de África las que han logrado integrarse al
arte occidental sino más bien otras manifestaciones que han impactado más fuerte en
nuestra percepción, las máscaras y las esculturas antropomórficas y teriomorfas africa-
nas en primer lugar: estilizadas, es cierto, escuetas, macilentas, esquemáticas a veces,
cubistas en el límite, híbridas de iconismo y de leve abstracción pero no puramente geo-
métricas aunque haya sido su geometría lo que el cubismo positivamente se atrevió a
replicar (cf. Laude 1966; Delafosse 2012; Salami y Blackmun Visonà 2013; Shakarov y
Senatorova 2015 versus LaGamma y Giuntini 2008).
Si los científicos y los artistas pagados de su genialidad la pifiaron tanto, de los teóricos
de las humanidades mejor ni hablar. Encaramados en la soberbia de una actitud hiper-
crítica que no parece consciente de estar repitiendo siempre lo mismo y de adjudicarse
todo el mérito por una lucidez decolonizada acabada de adquirir, los antropólogos del
arte de la línea posmoderna llegaron a culpar a los artistas y a los curadores que lo pre-
sentaron en sociedad por los desaguisados conceptuales e ideológicos del primitivismo
como movimiento intelectual (v. gr. Clifford 1995 [1986]; Myers 2006; Kisin y Myers
2019). Cierto es que los historiadores del arte, los semiólogos, los marchands artísticos
y los públicos de Occidente se han comportado de maneras sinuosas y han obedecido a
agendas ocultas. Esto sucedió, por ejemplo, cuando se lanzaron a entronizar un arte es-
cultórico africano que en sus contextos de origen nunca experimentó los refinamientos
cuasi-formales de auténtico código semiótico propios de una geometría ornamental y de
una industria textil a las que nunca prestamos atención, a las que degradábamos como
epifenómenos utilitarios y cuyas virtudes en los registros de lo conceptual, lo imaginario
y lo simbólico recién estamos comenzando a (re)descubrir aún si permanecen inexplica-
das y a pesar que sólo las alcanzamos a comprender lagunarmente (Clifford 1996
[1988]: caps. 9 & 10; Graburn 1976; Cohen 2017; cf. fig. 1.3 más arriba). Pero no sólo
en África hay geometrías que nos empequeñecen y nos desconciertan. Esta circunstan-
cia hace que recién ahora, cuando se ha reunido la información básica necesaria y se han
afilado los instrumentos sintéticos, analíticos y modelizadores, estemos en condiciones
de afrontar apenas unos pocos de entre los desafíos que tales geometrías heterodoxas
nos presentan.
Ahora bien, no todo lo que se llamado geometría con visos de mutar en etno-geometría
puede ser incluido en este trabajo. La primera exclusión a la que nos vemos obligados
afecta a los dominios del saber proclives al oscurantismo, al neo-shamanismo, al diseño
inteligente y a las imaginerías psicodélicas y entópticas, sean ellos antiguos y de baja
estofa (como la tensegridad de Carlos Castaneda o el modelo neuropsicológico del tran-
ce de la era psicodélica) o recientísimos y de alta alcurnia (como la ciencia de la bio-

cueva de Chauvet se descubrió en 1994 y que Picasso había muerto veintiún años antes. Lo mismo se le
atribuyó pronunciar en relación con Altamira, pero nadie ha proporcionado referencias precisas (Beltrán
1998: 9; Rudgley 1998: 182; Spivey 2005: 24 versus Bahn 2006). No se ha podido probar siquiera que
Picasso haya ingresado alguna vez a alguna cueva, pero el patrón se ha repetido tantas veces que algún
día llegará a hacerse verdad.
39
geometría, la geometría sagrada o la arqueogeometría constituida),19 por más que algu-
nas geometrías perfectamente respetables compartan su nombre con una de ellas y que
las enigmáticas signaturas bio-geométricas sean morfológicamente indistinguibles de
los àdìǹkrá, a los que sí se abordará con justa razón. 20 Por algo ha sido que la corriente
principal de la etnogeometría ha dejado a la iconografía alucinatoria, a la astronomía es-
perpéntica, al diseño geométrico intencional de la cultura y la naturaleza y demás tópi-
cos del extravío horoscopero, yuppie y mediático fuera del más mínimo conato de ins-
pección; por algo es también que aquí optaré por dejar la mastodóntica literatura crea-
cionista y su geometría numerológica (con la salvedad de un par de vínculos vergonzan-
tes en este mismo párrafo) huérfanas de toda referencia.
La segunda estrategia que no podremos abordar en este contexto corresponde a la pers-
pectiva adaptativa de los especialistas orientados según enfoques evolucionarios, quie-
nes (tras superar etapas signadas por la craneología comparativa, la antropología tyloria-
na, la etología, la sociobiología, el constructivismo social, la memética y los diversos
neo-neoevolucionismos) han trabajado agudamente cuestiones de la universalidad de la
estética o de la evolución de la música o el lenguaje, pero que, con contadas excep-
ciones (Malotki 2013; Malotki y Dissanayake 2018; Scheinsohn y otras 2009: 2015;
Caridi y Scheinsohn 2016; Coleman 2005; 2009; 2018; Coleman y Keller 2006) –y por
razones que se me escapan– no se han ocupado todavía de las etno- y arqueogeometrías
en términos geométricos. Se ha avanzado mucho desde E. O. Wilson o Niko Tinbergen
y se apunta hoy en dirección a la multidisciplinariedad y a la neurociencia social, pero la
discusión permanece en estado deliberativo y cada matiz de argumentación sigue siendo
objeto de amplio disenso, sin que se alcance a fijar el foco en el plano algorítmico (cf.
Dissanayake 1974; 1984; 1990; 1995; 2007; Alland 1977; Davis 1986; Merlin 1991;
1993; 2006; Randall 1989; 1992; Powell y Frankenstein 1997; Hodgson 2000; Boyd
2005; 2007; Davies 2005; Patel 2006; Zilhão 2007; Coleman 2013; Mendoza Staffron
2014; S/f). Recientemente esta línea de investigación se materializó en The Artful Spe-

19
El implacable libro de Patricia A. Helvenston y Paul G. Bahn Desperately Seeking Trance Plants: Tes-
ting the "Three Stages of Trance" Model (2002), reimpreso como Waking the trance fixed (2005) y articu-
lado sin recurrir a un solo dibujo, agota las críticas necesarias y suficientes al “modelo de las tres etapas”
de la antropología psicodélica de los años sesenta, la cual pretendía echar luz sobre los estados alterados
de conciencia usando sus geometrías ópticas como signaturas indiciales. Desdichadamente ten dremos que
complicarnos en esta temática cuando pretendamos desenredar el misterio de los “sólidos plat ónicos” es-
coceses del megalítico y también cuando nos asomemos al posible fraude emic-etic de las geometrías so-
noras de los shamanes Shipibo, comedias de enredo generosamente condimentadas con dosis parejas de
cristalografía imaginaria y de perspectivismo amazónico (cf. más abajo pág. 156 y ss.; fig. 5.b; pág. 174 y
ss.; Reynoso 2019b).
20
Los tópicos de la numerología irracionalista son incontables: el número áureo como la firma de Dios en
la naturaleza, la proporción armónica como pauta universal en cualquier contexto, el orificio que atraviesa
la pirámide como dispositivo óptico para visualizar planetas en posiciones invariables a través de siglos,
las geometrías neolíticas escocesas como precursoras de los sólidos platónicos a escala milenial, la sime-
tría dinámica de Hambidge/Ghyka/Le Corbusier como garantía de perfección artística a través de las
culturas… Si alguien esperaba que este libro se consagrara de lleno a ese género de especulaciones le
recomendaría que para bien de todos abandone la lectura en este punto. Será inevitable que me refiera a
alguno de esos tópicos aquí y allá; pero no pediré disculpas si no lo hago amablemente.
40
cies: Aesthetics, Art, and Evolution del filósofo neocelandés Stephen Davies (2012), un
libro que ha concitado interés pero que no guarda relación con los problemas de práctica
y cognición situada que en el presente libro constituyen la preocupación central.

Figura 1.8c – Parfleches geométricos de los indios de las llanuras – Basado en Robert Lowie (1954: 136).
a-i, l, n-p: Crow; j: Cheyenne; k, m: Hidatsa.
Compárese con las estructuras de grupo de los 230 cristales (fig. 9.11 b)
y con el patrón de los motivos en ‘X’ de los àdìǹkrá y los tokapus (figs. 7.6, 7.7 y 9.10, 9.11,).
Compárese también con Dirk Struik (1948: 45) o con la figura en este vínculo.

La tercera serie de elaboraciones en la que no desearía complicarme por el momento


(aunque no excluyo hacerlo en otra oportunidad) es esa inexplorada y sin duda valiosa
geometría del espacio y de las proporciones que asoma en estudios tales como Lines, en
“Textility”, en The life of lines o en Redrawing Anthropology del antropólogo inglés
Tim Ingold (2007; 2000a; 2000b; 2010a; 2010b; 2011; 2015) o en The barbed wire del
historiador de las matemática Reviel Netz (2007), e incluso en etnografías del tejido
como las de Gerardo Reichel-Dolmatoff (1978) o Juan Camilo Niño Vargas (2014), o
en estudios sobre nudos, tejidos y telares como los de Mark Siegeltuch (2010; S/f) o
Brigitta Hauser-Schäublin (1989; 1994; 1996) y en viejos libros que anticipan figuras de
la fractalidad como el clásico The Curves of Life de Theodore Andrea Cook (1914) que
precede a La Geometría fractal de la Naturaleza (Mandelbrot 1982 [1977]) por sesenta
y tres años, o Spirals in Nature and Art (Cook 1903), noventa y seis años anterior a
African fractals (Eglash 1999). Se trata de textos que exploran las formas en que cosas,
fenómenos, tecnologías y procesos que no son en sí geometrías acabadas se engendran o
emergen a partir de elementos anicónicos y dinámicas geométricas básicas, componen-
ciales, constitutivas, tales como líneas, curvas y sobre todo espirales de la naturaleza y
la cultura. Se destaca en ese repertorio la obra escrita del pintor argentino César Pater-
nosto, quien en su The stone and the thread: Andean roots of abstract art (1996) desa-
41
rrolló la idea del arte abstracto geométrico latinoamericano como raíz visceral de la van-
guardia artística contemporánea, estableciendo un concepto de tectónica como puente
semperiano entre el tejido y la arquitectura como ningún profesional de la antropología
del arte había logrado hacerlo (cf. Semper 2004 [1860]; Pasztory 2010; Roque 2017:
116-123; Urton 2017; Bovisio 2019).
A veces los estudiosos se distraen en contrastes innecesarios entre las técnicas y las
morfologías (por lo común universales o por lo menos multiculturales) y las cosmolo-
gías y los órdenes societarios necesariamente locales (v. gr. Niño Vargas 2014: 112);
pero también ha habido quien se percatara que ninguna de esas instancias es excluyente,
que es el estudio de las geometrías y no el de los significados el que sigue vacante y que
no estaría de más que alguna vez dediquemos un tiempo a buscar esa precisa pauta que
conecta. Entre los textos de los primeros dos autores citados en el párrafo anterior, en
particular, se pueden encontrar paralelismos estremecedores en la disposición de los
razonamientos, como por ejemplo los que siguen. Dice, en efecto, Tim Ingold:
Los hilos pueden transformarse en trazos, así como los trazos en hilos. Es a través de la
transformación de hilos en trazos, arguyo, que las superficies adquieren existencia (Ingold
2007: 52).

Reviel Netz, por su parte, escribe en ese mismo año:


Defina usted, sobre la superficie bidimensional de la tierra, líneas a través de las cuales el
movimiento debe impedirse, y tendrá uno de los temas claves de la historia. Con una línea
cerrada (esto es, con una cuva encerrando una figura) e impidiendo el movimiento desde el
exterior de esa línea hacia su interior, usted deriva la idea de propiedad. Con la misma lí-
nea, e impidiendo el movimiento desde el interior hacia el exterior, usted deriva la idea de
prisión. Con una línea abierta (esto es, con una curva que no encierra una figura) e impi-
diendo el movimiento en cualquier dirección, usted deriva la idea de frontera. Propiedades,
prisiones, fronteras: es impidiendo el movimiento que el espacio entra en la historia (Netz
2007: xi).

No tengo excusas para excluir de este libro este campo de trabajo auténticamente gene-
rativo y exploratorio y de tan patente nivel de inspiración. El problema con él es que
llevaría el tratamiento de las etno- y las arqueogeometrías a un terreno al que por ahora
no siento que pueda mantener bajo control.
La cuarta variedad de exclusiones corresponde a lo que el polémico Nikos Salingaros
(en el noveno capítulo de A Theory of Architecture [2006]) denomina despectivamente
“fundamentalismo geométrico”, un género al cual identifica con el geometrismo simple
y con la ideología modernista en arquitectura constituida en torno de Charles-Édouard
Jeanneret-Gris, (alias) Le Corbusier [1887-1965], un personaje que últimamente ha sido
objeto de un rechazo lindante con la repulsa pero de la que incluso muchos posmoder-
nos reconocen la grandeza de sus mejores momentos. La geometría deliberadamente
simplificada de un espíritu que ponía por encima de todo lo universal y lo moderno
excluía, como es bien sabido, la decoración, fuera ésta geométrica o de otra especie.
Hasta el color quedaba interdicto. La idea podría parecer plausible, pero Le Corbusier

42
no era lo que se dice un diplomático y había ocasiones en que se le ocurría cincelar sus
ideas así, imperdonablemente: “La decoración –decía– es un orden sensorial y elemen-
tal, como lo es el color, y es adecuado para razas simples, campesinos y salvajes” (Le
Corbusier 1986 [1931]: 143): una frase que un arquitecto o un diseñador de nuestra
época que busque posicionar a Le Corbusier entre sus fuentes de inspiración haría bien
en re-pensar y re-articular mejor. Una frase que aunque haya sido lo único feo que Le
Corbusier pronunciara en un océano de ideas felices, alcanza para ensuciar la mayor
parte de lo que tuvo para decir.
En los últimos años las denuncias contra el racismo y el fascismo en la obra y el pensa-
miento de Le Corbusier han escalado en todo el mundo, opacando las celebraciones lle-
vadas a cabo en el Centre Pompidou y arrastrando en un mismo ímpetu al ideario del
modernismo, a la escuela Bauhaus y al geometrismo en general. Véanse, por ejemplo,
los textos de Michael Mehaffy y Nikos Salingaros (2001), Mark Antliff (2007: 2, 12-13,
18, 28, 50-51, 60, 111-119, 136, 143-146, 148-153, 159, 167-168, 177-181, 186, 188,
190-192, 201, 205, 249-252), Xavier de Jarcy (2015), François Chaslin (2015), Marc
Perelman (2015), Kieran O’Connor (2015), Joseph Nechvatal (2015), Malcolm Millais
(2016), Simone Brott (2017), James Stevens Curl (2018) y Xavier de Jarcy & Marc
Perelman (2018). En un conjunto de calidad despareja, unas cuantas imputaciones son
de cierta monta y de fundamentación no trivial, pero no afectan a la geometría en el sen-
tido amplio, multicultural y no euclideano que aquí nos encontramos proponiendo, de
modo que la discusión –de incontestable relevancia– quedará para mejor oportunidad.
Salingaros propone tres alternativas al aparente impasse del fundamentalismo geométri-
co que son, convergentemente, la noción de arquitectura basada en patrones de Christo-
pher Alexander, la conectividad fractal del tejido urbano según Michael Batty y la sinta-
xis espacial de Bill Hillier y Julienne Hanson, originada ésta en las ideas del arquitecto
cognitivo Kevin Lynch. Me he ocupado ya de estas corrientes –mayormente en términos
amigables– en textos anteriores a los que remito ahora (cf. Reynoso 2004: 45; 2010c:
cap. §5). Extrañamente, Salingaros no ahonda en la posibilidad de plantear otras opcio-
nes recurriendo a teorías y prácticas provenientes de (por ejemplo) la antropología ar-
quitectónica, la arquitectura sin arquitectos o la arquitectura vernácula (Rudofsky 1964;
Fathy 1973; Oliver 1997; Salingaros 1998 b; Egenter 2006; Buchli 2013; Jasper 2016;
Halperin y Schwartz 2016; Prista 2017; Stender 2016). El desarrollo más interesante
que emerge de los amores y odios de Salingaros tiene que ver con su férrea defensa y
encendida apología de un raro libro del arquitecto y diseñador Christopher Alexander
[1936-] titulado A Foreshadowing of 21st Century Art: The Color and Geometry of Very
Early Turkish Carpet (1993), materializada en “In defense of Alexander” (Salingaros
1994) y sobre todo en “The ‘Life’ of a carpet: An application of the Alexander rules”
(Salingaros 1998b). Si bien el tema posee un robusto componente etnogeométrico las
posturas desplegadas tanto por Alexander como por su atacante Ian Bennett (1994) o
por sus respectivos defensores eventuales no llegaron a constituir escuela en torno de
ambos ni hallaron mucho eco en la comunidad de especialistas en alfombras orientales.

43
La quinta y más importante de esta serie de supresiones comprende desarrollos tales co-
mo el concepto de la persona fractal del recientemente fallecido Roy Wagner [1938-
2018], incluyendo sus fuentes de inspiración y sus secuelas. Ellas están atrapadas en un
juego que sólo ha resultado circunstancialmente posible como producto de un ominoso
conjunto de malentendidos interdisciplinarios, lagunas de formación académica, sesgos
filosóficos y errores de traducción. En estudios recientes tuve oportunidad de cuestionar
estas formas hiper-metafóricas del razonamiento “fractal” que muchos tildan de pos-es-
tructuralistas o deconstruccionistas a pesar de que ni Ralph Abraham, ni Marilyn Stra-
thern ni Wagner mismo han leído puntillosamente o siquiera citado de primera mano a
Gilles Deleuze, a Jacques Derrida o a Giorgio Aganbem (cf. Wagner 1991; Abraham
1993; Strathern 1992; Haraway 1985 versus Reynoso 2019b: 157-197). Parecida políti-
ca de exclusión me merece el libro que lleva el engañoso título de Fractal narrative:
About the relationship between geometries and technology and Its Impact on Narrative
spaces del filósofo Germán Duarte (2014) de la Universidad de Bozen-Bolzano, quien
dilapida la inspiración anidada en esa frase en sus tergiversantes referencias a nociones
apenas trabajadas por Deleuze y en sus propias y vaporosas lecturas tanto de Mandel-
brot como de Heidegger (Duarte 2012; 2019; Deleuze 1984 [1983]: 18; 1987 [1985]:
173-175, 279-280, 368 versus Reynoso 2013: passim; 2019b: 224-285).
Una demarcación mínima implica dejar también fuera de consideración otras propuestas
esenciales que en la última década han ganado predicamento. La primera de esta sexta
especie es la geometría del poder desarrollada por Doreen Massey en For space (2005)
que se torna en etno- en manos de un número todavía pequeño pero creciente de espe-
cialistas en antropología. La segunda exclusión atañe al tratamiento homónimo de una
parte importante del pensamiento de Baruch Spinoza por Valtteri Viljanen (2011), quien
nunca se refiere ni a Massey ni a Deleuze, el primer filósofo (por su spinozismo ocasio-
nal) en quien podría sospecharse como alguien capaz de avalar un enfoque llamado con
ese nombre. La tercera es la geometría social de Donald Black (2010 [1976]), último
avatar de un envejecido positivismo que acuñó una denominación también potente pero
que no llegó muy lejos. De todas estas geometrías del poder traté en un trabajo que estu-
ve desarrollando en paralelo, que acabo de escribir y que a pesar de la coincidencia de
nombres no ha tenido que ver con ninguna geometría étnica ni viene aquí excesiva-
mente a cuento en sentido estricto (Reynoso 2019 a).
La séptima variante candidata al desaire tiene que ver con lo que tal vez sea la tenden-
cia teórica de la antropología del arte hoy dominante, consistente en un surtido de en-
foques unánimes en pregonar un cambio ontológico en el estatuto del objeto (la obra de
arte) poniendo énfasis en la agencia, en la vida social de las cosas y en un aparente pro-
cesualismo ligado a una biografía cultural casi antropomórfica de los objetos (Kopytoff
1986). Se trata de un movimiento que se inició con The social life of things: Commo-
dities in Cultural Perspective editado por el antropólogo de Mumbai Arjun Appadurai
(1986), una corriente que recibió un fortísimo espaldarazo con Art and Agency: a New
Anthropological Theory del inglés Alfred Gell (1998) y que experimentó su momento

44
de gloria con The return to the object: Alfred Gell, Art and Social Theory de Susanne
Küchler y Timothy Carroll (2021), de cuyos autores comentó la australiana Jennifer De-
ger que “llevan la Antropología del Arte de regreso al mundo de las grandes ideas”. Aun
tras el subterfugio de una terminología saturada de jerga pos-estructuralista a la orden
del día y malgrado el refinado detallismo de sus datos etnográficos, esta forma teórica
se resiente por un apego pre-batesoniano a la falacia de concretitud mal emplazada y por
imputaciones de animismo dignas de la primera mitad del siglo XIX, un animismo tras-
ladado desde el objeto a la teoría y promovido ahora como recurso del método junto con
la lógica de lo concreto y con la desacreditada fórmula canónica del mito, en algún
momento suprimida por su propio creador –Lévi-Strauss– y “nunca desenredada satis-
factoriamente” (J. Phillips 2013: 131; cf. v. gr. Hoskins 2006; Küchler y Carroll 2021:
3, 116-117, 122 versus Scubla 2001: 123; Brémond 1973; Liszka 1983; T. Turner 1990:
2009; Leach 1973: 83; Lévi-Strauss 1987b: 4-5; Reynoso 2019b: 294-299).21 Alguna
vez llegará la ocasión de interpelar este recientísimo modelo küchleriano que alardea de
contemporáneo pero que ya lleva unos buenos cuarenta años distrayendo energías dig-
nas de mejor causa y machacando una metáfora que alguna vez nos sedujo en las
primeras lecturas pero que nunca dio para mucho. Aunque algo habré de contestar aquí
y allá a los desafíos que plantea, la ocasión para hacerlo sin embargo no es ésta.
La octava especie de formulaciones destinada a la exclusión tiene que ver con un enfo-
que de género cuya relevancia se hace evidente en publicaciones tales como Gender and
Archaeology: Contesting the Past de Roberta Gilchrist (1999) o en el artículo “Sexual
Dimorphism in European Upper Paleolithic cave art” de Dean Snow (2013), ambas in-
concluyentes y no dogmáticas en cuanto a la existencia de artes específicas universal-
mente marcadas por el género. La perspectiva de género es un advenimiento valioso en
este momento teórico pero no estoy seguro que convenga adoptarla en este contexto. Un
alto número de artes geométricas que se tratarán o aludirán en este libro se saben (como
antes se decía) mayoritariamente femeninas: la pintura mural de l@s Sotho-Tswana, el
diseño de los tatuajes Yao de Malawi y de las pinturas Igbo de Nigeria, el trabajo en
perla de los Ovimbundu del centro de Angola, las telas de rafia de l@s Kuba del Congo,
las cestas sipatsi de Mozambique, el kolaṁ del sur de la India, los triángulos uluri del
Alto Xingu, los quillangos aki ajnun de los tehuelches, los parfleches de los indios
ecuestres norteamericanos, el bordado de las beduinas del Negev, la cestería de los
Nomlaki de California, las prácticas textiles de gran parte de la América andina, el teji-
do en caraguatá de las ‘Weenhayek, la escuela de tejido de la Bauhaus, la confección de
kilim en Anatolia y del gelīm en Persia e Irán y las túnicas chilkat del Pacífico de los Es-
tados Unidos (cf. Lechtman 1977; 1996a; 1996b; Chapkis y Enloe 1983; Gerdes 1994c;
1998b; M. Harris 1988; 1997; Feest 1996; Jiménez Díaz 2006; Beaudry 2007; Al-
varsson 2012; Smith 2014; Arnold y Espejo 2011; 2019; 2019 [2012]; 2013; Micelli y
21
El cuestionamiento más creativo y refrescante es sin duda el que consta en la desenfadada parodia mon-
tada por el hoy olvidado antropólogo radical polaco Stanisław Andrzejewski [1919-2007], escrito antes
que surgiera el movimiento hermenéutico en antropología y que se comenzara a leer a Lévi-Strauss a tra-
vés del filtro del pensamiento posmoderno/pos -estructuralista (cf. Andreski 1973: cap. 10, pp. 161-166).
45
Crespo Crespo 2011; Katsap y Silverman 2016; Denny 1973; 1979; 1982; s/f). El caso
más extremo y popular de esta especificidad puede que sea el del traído y llevado di-
morfismo sexual binario del arte de los indios de las planicies de los Estados Unidos
(Schneider 1983). En una popular introducción a la antropología cultural escribían no
hace mucho James Peoples y Garrick Bailey:
Entre los indios de las praderas las mujeres producían abalorios y plumas. Los únicos hom-
bres que producían abalorios y plumas eran los berdaches, hombres que se vestían y actua-
ban como mujeres. [...] Aunque tanto las mujeres como los hombres pintaban pieles, había
diferencias claras en el tema. Las mujeres pintaban sólo diseños geométricos. Los contene-
dores de cuero llamados parafleches [sic] utilizados para el almacenamiento de alimentos y
ropa fueron hechos por mujeres y fueron pintados sólo con diseños geométricos. El diseño
representativo de personas, caballos y otros animales y seres sobrenaturales fueron pintados
sólo por hombres. Los tipis y las túnicas de búfalo, aunque hechos por mujeres, fueron pin-
tados por hombres o mujeres, dependiendo de si el diseño debía ser geométrico (por muje-
res) o representativo (por hombres) (Peoples y Bailey 2011: 349).

Pero esta es apenas una parte de la historia. Aunque los cazadores ecuestres de las plani-
cies y praderas pasan por ser los indios norteamericanos por antonomasia, lo concreto es
que aunque eran y son todavía los más novelescos, los más fotogénicos y sobre todo los
más cinematográficos, nunca sumaron más que un quinto de la población indígena del
país, por lo que es difícil verlos como representativos. Sus formas culturales se redefi-
nieron y se homogeneizaron drásticamente con la introducción de los caballos no hace
mucho más que 300 o 350 años; antes de eso, las mal llamadas tribus de los llanos tam-
poco vivían en tipis de cuero transportables que usaban como lienzos para pintar de am-
bos lados sino que habitaban casas redondas más o menos permanentes de tierra y ma-
dera de cuyo arte no ha quedado mucho testimonio (Hämäläinen 2003). Tras establecer
estos y otros ajustes de perspectiva, un inusual catálogo del MOMA de hace sesenta
años extiende el detalle, usando una adjetivación que exalta la pintura figurativa mas-
culina de “gran animación y sensibilidad” mientras que se muestra menos generosa para
con la abstracción geométrica propia del arte de las mujeres, “limitada a diseños abs-
tractos”:
La pintura de estas tribus es uno de los principales desarrollos de este arte entre los indios.
Sus orígenes son desconocidos y cuando se observó por primera vez, hace unos ciento cin-
cuenta años [doscientos treinta años a la fecha], se practicaba en dos estilos bien desarrolla-
dos, uno utilizado por hombres y otro por mujeres. Los hombres pintaron vívidas represen-
taciones naturalistas de batallas y escenas de caza en túnicas de piel, ropa y tipis. Ejecuta-
das con economía de detalles y sin el uso de la perspectiva, estas pinturas tienen una gran
animación y sensibilidad. Este estilo ha pasado por varias fases y sigue vivo en las pinturas
al agua de los jóvenes indios de las llanuras. La pintura realizada por mujeres se limitaba a
diseños abstractos en túnicas de piel […], estuches de cuero crudo cilíndrico para equipo
ceremonial y los estuches de embalaje grandes en forma de sobre llamados parfleches […].
Ninguno de los sexos pintaba en el estilo del otro. La división de estilos sobre esa base está
muy extendida entre las razas nativas. Esto parece deberse al hecho de que sus artes natura-
listas a menudo están conectadas con prácticas mágicas y religiosas, que pertenecen al reino
de los hombres (Douglas y d’Harnoncourt 1941: 145-146).

46
La inmensa mayoría de los historiadores del arte y de la estética (y de los antropólogos,
sociólogos y arqueólogos de Occidente) respaldaba hasta no hace mucho el mismo gé-
nero de opiniones, avalado por la influyente elaboración magistral (aunque andro- y
eurocéntrica) de Sir Ernst Hans Gombrich [1909-2001] y de sus seguidores, ninguno de
los cuales abordó de lleno cuestiones de etno- y arqueogeometría, o de geometría, aun-
que más no fuese (Gombrich 1984 [1960] versus Bryson 1983; Pasztory 2005).
En un respetado texto clásico que todos leímos cuando éramos estudiantes, Indians of
the Plains, el antropólogo norteamericano Robert Lowie (1954) transitaba un estilo aná-
logo de ponderación y detrimento, agravándolo con el viejo hábito profesional (ya ana-
crónico para su tiempo) de referirse a “pueblos primitivos” página de por medio. El aná-
lisis geométrico que aplica Lowie es en extremo lacónico pero no está del todo mal.
“Aunque predominan las formas geométricas más simples –líneas rectas, triángulos,
rectángulos, rombos– ellas se disponen en una variedad de combinaciones, algunas de
las cuales caracterizan subdivisiones del área”, escribe Lowie, acompañando la descrip-
ción del arte femenino de las tribus ecuestres con una soberbia lámina que ilustra la di-
versidad de la idea (fig. 1.8b). Pese a que dentro de las artes indígenas de América del
Norte los parfleches son específicos de las naciones indias de la región, combinatorias
de composicionalidad idéntica y simetría parecida se pueden encontrar en los sistemas
logográficos, en el arte rupestre, en la pintura corporal, en los textiles y en una variedad
de estructuras simétricas en diversos períodos y en incontadas regiones del mundo. 22

Figura 1.9 – Viñeta de The New Yorker, 21 de enero de 1980.


“¿A ninguna le parece extraño que ninguno de los grandes pintores haya sido varón?”

Al final del día, la asociación de lo femenino con lo geométrico y de lo abstracto y lo


masculino con lo figurativo y lo concreto no puede ni darse por sentada, ni impugnarse
a priori, ni considerarse una dicotomía cerrada, exacta o correcta en todos los contextos
(Kinsey 1995; Wardwell 1998). La referencia que aquí incluyo sobre este esquema

22
Las culturas ecuestres de las llanuras o praderas son las denominadas Blackfoot, Cree, Ojibwa,
Cheyenne, Chippewa, Arapaho-Gros Ventre, Sarsi, Pawne-Arikara, Kiowa, Wichita, Dakota, Assiniboin-
Iowa, Oto, Omaha, Ponca, Osage, Kansa, Mandan, Hidatsa, Crow, Shoshone-Comanche y Ute.
47
contrastivo en particular busca llamar la atención sobre una observación diferencial
mucho más generalizada, la cual, aunque hoy adopta formas más atemperadas y cuida-
dosas, constituye un hábito argumentativo que todavía subsiste y que (adjetivado según
la conveniencia) pretende instalar algo más turbio que la mención de una simple dua-
lidad anecdótica. Valdrá la pena ahondar en eso, aunque no necesariamente aquí.
El hecho es que en la arqueología de la década de 1980 comenzó a ponerse en duda la
hipótesis de que las artes parietales con escenas de caza (y demás imaginería paleolítica)
fuera un ejercicio inexorablemente masculino, tal como lo ilustra una viñeta de The New
Yorker en el que una de cuatro mujeres cavernícolas pregunta a las otras: “¿A ninguna
le parece extraño que ninguno de los grandes pintores haya sido varón?” (fig. 1.9). El
mismo Dean Snow (2013: 760), cuyo genio conocí de primera mano en las conferencias
de Computer Applications in Archaeology, comenta el chiste diestramente: la ironía hu-
morística en 1980 se basaba –dice– en la opinión antes aceptada de que los artistas de
las cavernas debían haber sido varones. Ahora, más de tres décadas después, la carica-
tura todavía parece divertida, pero el foco de la ironía ha cambiado. El humor tiene aho-
ra que ver con la desconexión entre los resultados explícitos de la investigación objetiva
sobre las identidades de los artistas del Paleolítico Superior y los supuestos implícitos
demasiado fáciles que colorearon la inferencia arqueológica en el pasado reciente, hasta
la época –pongamos– de Ernst H. Gombrich, André Leroi-Gourhan, Annette Laming-
Emperaire [1917-1977], Max Raphaël [1889-1952] y el warburgiano Michael Baxandall
[1933-2008], a algunos de los cuales todavía hoy se los glorifica como si sus trabajos
apologéticos de las más tempranas obras maestras del arte figurativo hubiesen sido lo-
gros conceptuales de descubrimiento sustantivo destinados a perdurar (v. gr. Aczel
2009). En congruencia con las perspectivas cada vez más mutables en un terreno en el
que todo está llamado a cambiar es que he optado por dejar este género de cuestiones
momentáneamente al margen, aun cuando con ello no quede tranquila mi conciencia ni
satisfecha mi propia normativa metodológica.
Cualesquiera sean los aspectos simbólicos, semánticos y metafóricos que podría invo-
lucrar cada objeto y cada tradición que abordemos, la geometría de la que aquí se ha de
tratar es la geometría plena, imaginativa y multicultural que conocemos incompletamen-
te desde siempre, pero de la que de ahora en más no tendrá sentido especular sobre sus
“orígenes” oscuros, sus “períodos formativos”, sus “formas primordiales”, su “Edad de
Oro”, su “etapa decadente” o su destino teleológico y a la que (y he aquí mi hipótesis
central), la cultura de la que somos huéspedes se ha atrevido a pensarla en fragmentos
casi perfectos hace ya mucho tiempo o en algunos pocos momentos de esplendor mo-
derno bastante más tarde, pero a la que unos cuantos entre los otros pueblos y un buen
número de entre los más inspirados artistas de todas partes demuestran cada día que han
sabido practicarla desde bastante antes, más hondamente, en más espaciosa libertad y
con mayor plenitud.

48
2 – Orígenes, actualidad, promesas y dilemas de las etnogeometrías

Las matemáticas no fueron inventadas nunca ni en


parte alguna. […] Las ideas matemáticas no están
en absoluto restringidas al hombre. […] Cuando la
araña produce su tela, utiliza sus patas particular-
mente construidas como compás; las abejas resuel-
ven un difícil problema de maximización cuando
construyen sus celdas hexagonales.
Max Simon (1973 [1909]: xiii)

El lenguaje, el estilo y la argumentación antropoló-


gica han dependido en gran medida de las metáforas
visuales y geométricas. Es decir, para analizar la
vida social, tendemos a utilizar palabras imbuidas
de poderes imaginativos. El discurso antropológico
siempre se ha basado en gran medida en lo que po-
dríamos llamar su valor ecfrástico (del griego ek-
phrasis, "descripción"). Pero frecuentemente habla-
mos de 'centro' y 'periferia' en las sociedades, 'nive-
les altos' y 'niveles bajos', 'posición', 'perspectiva',
'espacio', 'framework', 'dimensión', etc., sin conside-
rar en general lo que implican metáforas tan recu-
rrentes.
Manuel João Ramos (2004: 135).

Si bien el carácter óptimo de las geometrías enigmáticas de las telas de araña y de los
panales de abejas de celdas hexagonales se formularon primero como conjeturas por
Marco Terencio Varrón [36 aC] y por Papo de Alejandría [290-350 aD], respectivamen-
te, fue mucho más tarde, en el siglo y en el milenio en que nos encontramos ahora, que
las conjeturas fueron promovidas a teoremas por Thomas Hales (2001) de la Universi-
dad de Michigan. Hales quedó eternizado en el registro histórico con la gloria de haber
sido el demostrador de la conjetura geométrica bi-milenaria del panal de miel de las
abejas como estructura óptima de empaquetado o de ocupación de un espacio tridimen-
sional. Pero aunque sea geométrica y etológicamente excitante, la línea de argumentos
que busca conectar (o al menos aproximar) lo más sofisticado de las capacidades anima-
les con lo más primitivo de las actividades humanas se me hace difícil de ponderar o
hasta dura de digerir, en gran medida porque en muchas de sus lecturas destila ideas del
evolucionismo más trillado, el mismo que fue enfermedad infantil de la antropología un
siglo y medio atrás, que siguió campando a sus anchas hasta hace poco y que todavía si-
gue activo y dominante aquí y allá, deslumbrando en unas pocas y felices ocasiones
pero empañando con al menos una premisa fallida (la que reza que “todo cambia de lo
más simple a lo más complejo”) aquellos campos en los que el evolucionismo es una de
las más robustas algorítmicas y una de las más sanas ideologías de las que se dispone.23

23
Las cuales incluyen a los sistemas complejos adaptativos down-to-top, a las metaheurísticas basadas en
la naturaleza y la cultura, al algoritmo genético, a la computación evolucionaria, al algoritmo cultural de
Robert G. Reynolds (1994) y al modelo de herencia dual o modelo coevolucionario de genes-cultura
(GCC) de Cody T. Ross y Peter J. Richerson (2014) o de Shumon Hussain y Manuel Will (2020), entre
49
Figura 2.1 – Pintura corporal Selk’nam para la ceremonia kewanix.
Fotografía de Martin Gusinde, 1923, copia en ARC-FOT-AIA. Según Dánae Fiore (2016: 34).
Obsérvese el juego transformacional -combinatorio de particiones horizontales y verticales de motivos.
Compárese con las figuras 10.4 y 10.5.

Por empezar no parece haber ninguna correlatividad y ninguna congruencia entre las
capacidades cognitivas y la distancia evolutiva de los actores y de sus culturas, o como
sea que se las llame: ¿Geometrías hechas por arañas y por abejas sin que haya casi testi-
monio de las capacidades relativas de ninguna otra especie? ¿Es posible que la evolu-
ción marche en tal desorden, dando brincos, salteando etapas, retrocediendo, recapitu-
lando, estancándose? ¿No hay acaso especies que sean más complejas que otras en sus
capacidades y que hagan geometrías mejores que las de arácnidos e insectos que perma-
necen inmutables desde el Triásico? Hechos como éstos nos hacen quedar peor a los
científicos de corazón evolucionario crítico que la superioridad del canto de los pájaros
sobre la música de chimpancés u orangutanes o que la anomalía de los loros argentinos
que desde los años ‘50 hasta hoy, sin respeto alguno por la congruencia evolutiva, ento-
naban el estribillo de la marcha peronista como si poseyeran música y lenguaje
¿Loros? ¿Qué les pasó entretanto a los macacos, a los perros y a los delfines, a los que
pensábamos más evolucionados y más cerebrales pero que no han aprendido a emular
ningún canto humano? ¿No alientan estas irregularidades que aparezca algún oscurantis-
ta y se lance a proponer cualquier extravagancia? ¿No se corre el riesgo de usar abejas
y arañas y sus artes magistrales para devaluar la magnitud intelectual de la buena geo-
metría o ( peor aún) para pretender que los demás pensemos (a la manera de Christopher
Hallpike [1979: 281-282, 324, 339; 2011] y de otros piagetianos que confundían alegre-
mente ‘palabra’ y ‘concepto’) que la geometría empírica no es la gran cosa, que es sólo
“puramente perceptual” y “pre-conceptual”, y que en la naturaleza hay bichos innobles

otras opciones. Estos últimos no carecen de aplicaciones orientadas a la creación artística, aunque hasta
ahora no han sobresalido gran cosa en materia de etno- y arqueogeometría.
50
y objetivamente inferiores que la ejecutan igual de bien o más inteligentemente que no-
sotros? ¿Qué sentido tiene invocar a la naturaleza a como dé lugar y sin medir conse-
cuencias, implicando además que los pueblos más simples son los que permanecen más
cercanos a ella? ¿Qué vigencia tiene el día de hoy la idea de una geometría natural que
además coincidiría con la geometría de Euclides, que más de uno ha pretendido innata,
universal y pre-cableada en el cerebro? ¿Es euclideano el espacio de la cognición geo-
métrica básica animal o humana o es más bien (como se ha llegado a postular) un espa-
cio minkowskiano, afín o tal vez riemanniano? ¿Hay en la mente acaso un módulo geo-
métrico universal? ¿Qué verosimilitud conserva hoy la afirmación originada en alguna
ciencia cognitiva de las muchas que hay y que establece que “por 2500 años, el sistema
de geometría que ha aparecido el más natural a los humanos adultos es la geometría
euclideana del plano”? (Spelke y otras 2010: 864 versus Dehaene y otr@s 2006;
Tommasi y otr@s 2012). ¿Importa algo que exista registro de más de 6.000 sociedades
humanas y adultas en las que tal cosa nunca sucedió?

Figura 2.2 – Izq.: Cestos históricos Kawésqar [= Alakalufe, Halakwulup] o tal vez Yámana.
Museo Marino Borgatello, Colección Carlos Ocampo E. –
Museo Chileno de Arte Precolombino, Colección Hombres del Sur, p. 85.
Der.: Cesto del Cabo Froward [¿Kawésqar?], Museum für Völkerkunde, Berlín, Bert1_8.
Digital CSIC – Serie “Fotografías de cestos fueguinos en Museos Europeos”.

Por aquí, en la interface entre naturaleza y cultura, no hay, en fin, nada importante que
no cruja y no haga un cierto ruido. Al igual que pasa con el lenguaje o con la música a
través de las especies, las geometrías “naturales” (zoogeometrías, dirán los biosemiólo-
gos) no se asemejan tampoco a las geometrías humanas calificadas de “primitivas”, si es
que ha existido alguna vez semejante cosa. Este es el momento entonces de introducir
una tercera constatación axiomática, la cual establece de manera taxativa que (fuera de
unos cuantos casos cuyo carácter humano e intencional es incierto) no hay constancia de
que hoy existan o que hasta hace poco hayan existido geometrías empíricas verdadera-
mente elementales en todos los respectos fuera de los lindes del arte o de las artesanías
de Occidente, una evidencia incontestable de la cual habrá que hacerse cargo y dejar
testimonio a lo largo de este trabajo. De hecho, las configuraciones geométricas que se

51
dirían más simples se realizan implementando el mismo género de operaciones que las
estructuras que se reputan más elaboradas. Noam Chomsky afirma (y no admite nego-
ciación al respecto) que todas las lenguas humanas llevan el mismo tiempo evolucio-
nando y que todas pertenecen por ende a la misma clase evolutiva; afirmo lo mismo res-
pecto de las artes. Las lenguas y las artes cambian (¡y cómo!) pero no hay lenguas o
artes más o menos evolucionadas que otras y que por tal especiación se vean impedidas
fusionarse o hibridarse productivamente las unas con las otras.
Pueblos precerámicos con tecnologías calificadas de exiguas y carentes de metales, ce-
rámica o textiles, como los Selk’nam y los Yamana de Tierra del Fuego, desplegaban
geometrías exquisitas en la combinatoria y en los grupos de transformación de sus pin-
turas corporales, en sus recién descubiertas artes rupestres, en sus trabajos con punzón y
finos juncos de Marippospermum, en sus máscaras minimalistas y en las curvaturas hi-
perbólicas y parabólicas de su cestería de hierbas tejidas con una rica diversidad de deli-
cados punzones y agujas de hueso con agudísimo sentido del minimalismo y de la mi-
niatura (Gusinde 1920a; 1920b; 1922; 1924; 1951; 1982 [1931]; 1986 [1937]; Orquera y
Piana 1999; Fiore 2001: 2005; 2009; 2014b; 2016; cf. colección de punzones del CSIC
y otras colecciones).24 Las propiedades físicas de las cestas serían de la misma índole y
magnitud que las que se están alcanzando hoy en día empleando técnicas de nanotecno-
logía muy pagadas de sí pero dudosamente comparables en materia de resistencia, im-
permeabilidad, ergonomía, huella de carbono, biodegradabilidad, baja toxicidad, dispo-
nibilidad local y –por supuesto– diversidad morfológica, virtuosismo composicional y
calidad de diseño.25 Volveré sobre esas y otras geometrías a las que considero nunca tra-
tadas de manera científicamente satisfactoria en el examen de las tareas pendientes de la
etnogeometría latinoamericana ( pág. 365 y ss.; ver figs. 2.1, 2.2, 10.4 y 10.5).
A contramano de evidencias como las que he referido más arriba, en pleno siglo XXI
los relativistas del cuestionado Instituto Lingüístico de Verano siguen sosteniendo (en
alianza táctica con los perspectivistas y los militantes del giro ontológico) que todavía
existen “pueblos sin arte” y con múltiples vacíos culturales y que uno de esos pueblos
es, como anticipé, el de los Pirahã del río Maici en la cuenca amazónica, al cual se pre-
tende aprisionar a cualquier costo en el infame podio de las especies étnicas cultural-
mente más rudimentarias del universo. Los lingüistas de esa escuela no se detuvieron a
pensar que estaban hablando de grupos que habían sido víctimas de violencia étnica y
de intervenciones coloniales durante cinco siglos y que los relativistas mismos, en su
militancia evangelizadora y con su disciplina institucional, habían jugado un rol prota-
gónico en ese despojo (cf. Everett 2005: 621 versus Reynoso 2014). Más todavía, el
24
La pintura rupestre de los canoeros, cuyo descubrimiento se anunció ya iniciado el siglo XXI, había
sido avizorada por Luis Felipe Bate (1971: 15, n1) cincuenta años antes de tiempo como un arte en cuya
posible existencia cabía pensar.
25
Aunque las declaraciones despectivas son muy raras en la escritura de Boas, éste llegó a afirmar en un
párrafo algo confuso y cualificado que “[en algunas tribus] existen intentos de decoración en los que no se
ha alcanzado dominio de la técnica. [...] Entre los habitantes de Tierra del Fuego sólo se encuentran ma-
gros ejemplos de pinturas [¿corporales?], carentes de habilidad” (Boas 1955 [1927]: 22).
52
expolio y la masacre de esos pueblos Mura a los que pertenecen los Pirahã está inmorta-
lizado en prolijos endecasílabos en la Muhuraida o el Triunfo de la Fe, de Henrique
João Wilkens (1819 [1785]) una narrativa épica de la cual me he ocupado en mi crítica
al perspectivismo amazónico y que aquí y en mi bibliografía he procurado que llegue a
manos del lector para quien sea éste quien evalúe la magnitud del etnocidio (Pantoja
Caldas 2007; 2008; Reynoso 2019b: 4).
Tampoco se ha reparado en que antes que los religiosos jesuitas y evangélicos los adoc-
trinaran y quemaran sus fetiches ésos y otros pueblos reputados primitivos poseían (en
sus peinados y tatuajes, en sus objetos de cuero o de madera, en sus collares de caraco-
les o plumas primorosamente modulados y simetrizados, en sus juegos de cuerdas, en
sus tiendas y reparos minimalistas pero resilientes, en sus diseños volátiles en arena, en
sus patrimonios intangibles) algunos principios constructivos, alguna articulación de có-
digos, alguna clase de arte, expresión y ornamentación geométrica acaso casi tan fuera
de lo común como la del pueblo Shipibo, la de los àdìǹkrá ashanti, la de los kilim cen-
troasiáticos, la de los bordados beduinos o la de los tokapu incaicos pero de las que no
hemos llegado a conocer sus particularidades, sus lógicas y sus claves o a las que recién
ahora hemos comenzado a prestar atención (cf. fig. 2.3).

Figura 2.3 – Izq.: Quillango de cuero de guanaco chulengo de los Aónikenk [Tehuelche del Sur]
con decoración simétrica basada en frisos horizontales y verticales de objetos doblemente espejad os
[pmm2]. Colección Museo Mayorino Bogatello. Museo Chileno de Arte Precolombino,
Colección Hombres del Sur, p. 85 – Der.: Quillango sin identificar, encontrado en la Web.
Comparar con racoti Shipibo, fig. 5.3.

53
Las mejores y más viejas etnografías y los primeros ensayos sobre el primitivismo ni si-
quiera describen sus formas como sería menester pero no dejan lugar a dudas sobre la
existencia de estas manifestaciones de las que los más viejos cronistas de nuestra joven
disciplina hablaban con admiración o por lo menos con el más elevado respeto (v. gr.
Lothrop 1931; 2001 [1929]; Goldwater 1938; Nimuendajú 1948: 267-268; Boas 1955
[1927]: cap. 2, pp. 27-63). Con foco en destrezas de otra índole pero tranquilamente
extensibles a la creación artística, el admirado lingüista George Steiner [1929-2020]
anunciaba esta clase de paradojas en frases que estuvieron, una vez más, al borde de
devenir etnológica y humanamente incorrectas:
Muchas culturas despliegan en sus vocabularios y en su sintaxis refinamientos y energías
adquisitivas de las que su vida cotidiana carece por completo. [...] Algunas hordas ham-
brientas del Amazonas dilapidan en el comentario de su condición más tiempos verbales de
los que hubiera podido emplear Platón (Steiner 2011 [1975]: 76).

La seriación, la cronología, la ontogenia y la filogenia, en fin, están alborotadas; las sis-


tematizaciones convencionales de sentido común no han hecho más que inyectar inco-
herencias supernumerarias. Por empezar y como habrá de verse, son las geometrías hu-
manas más enrevesadas, epigonales y postreras (los muqarnas y los mocárabes, tal vez)
las que más próximas se encuentran a las geometrías naturales de los panales de abejas.
La arcaicidad aparente no ha sido ni es proporcional al tiempo transcurrido desde la ges-
tación histórica, etnohistórica o prehistórica de los estilos. Al contrario de esto, quien se
asome a papers tales como “Do you like paleolithic op-art?” de Slavik Jablan y Ljiljana
Radović (2011) podrá experimentar una pizca de las complejidades geométricas de la
más genuina Edad de Piedra. Lo mismo sucede con las bellas ilustraciones de “Stone
Age Mathematics” del militante izquierdista Dirk Struik (1948). La geometría compleja,
positivamente, se inicia bastante más temprano y con mayor intensidad de lo que se
daba por sentado. Las marcas geométricas sobre huevos de avestruz en Diepkloof (Sud-
áfrica), por ejemplo, se remontan a una época entre 52.000 y 75.000 años antes de pre-
sente y son individualmente sencillos pero de reconocida diversidad y coherencia en su
conjunto; similares hallazgos se han reportado en otros sitios de la región (Blombos,
Klein Kliphuis, Loiyangalani, Muden, Wonderwerk, Palmenhorst-Rössing) con fechas
que se remontan hasta entre 60 ka y 108 ka, como se dice ahora (Rigaud y otr@s 2006;
Texier y otr@s 2010; 2013; Anderson 2016; Henshilwood y otr@s 2002; 2007). El sitio
de Blombos, en particular, no deja de proporcionar sorpresas; por algo ha sido llamada
“la pistola humeante” de la temprana complejidad cognitiva (Wong 2005: 93).
Por otro lado, de un par de años a esta parte ha salido a la luz una serie de comproba-
ciones que obliga a re-escribir la totalidad de la (pre)historia del arte paleo- y mesolí-
tico: estudiosos de las más variadas confesiones teóricas han encontrado que al revés de
lo que se supuso durante un cuarto de milenio, el arte no-representativo es cronológica-
mente anterior, más universal y cognitivamente más complejo y polimorfo que el arte
parietal figurativo. Los conceptos estelares en el siglo que corre son por un lado los ani-
conismos (un término acuñado hace más de cien años por Johannes Adolph Oberbeck

54
[1826-1895]) y por el otro los signos geométricos. Los investigadores que están articu-
lando este campo bajo éstas u otras nomenclaturas son Robert G. Bednarik (2014a;
2014b; 2017), Milette Gaifman (2017), Michel Shenkar (2017), Jørgen Sørensen (2017),
la TEDGlobal Fellow Genevieve von Petzinger (2011; 2017), Christopher Henshilwood
(2007) y Azideh Moqqadam (S/f), entre otros, autores recientes si los hay, repartidos
entre los que gozan de rancio prestigio académico y los advenedizos que han sabido
viralizarse en cuestión de semanas montados en tópicos de gran impacto mediático.

Figura 2.4 – Tipología de signos geométricos de Genevieve von Petzinger (2009: 149, App. A).
Véase carta actualizada en el portal de la Fundación Bradshaw.
Los nomencladores propuestos son similares a los utilizados en la arqueología latinoamericana.
No todos los signos ocurren juntos en todos los contextos. Compárese con figs. 2.5, 10.6 y 11.4b.

Como en todas partes aquí hay de todo. Mención especial merecen las desencajadas es-
peculaciones de la paleoantropóloga canadiense Genevieve von Petzinger, quien ha
orientado sus exitosas conferencias, su disertación de maestría (2009) y su ruidoso éxito
editorial The first signs. Unlocking the mysteries of the world's oldest symbols (2016)
con el objetivo de posicionar los “signos” geométricos del arte paleolítico europeo co-
mo elementos fundamentales en la transición entre las manifestaciones más primitivas
del arte rupestre y los orígenes de la escritura. Si bien ella ha articulado su best-seller
pensando en el público en general antes que en sus colegas especialistas su modelo esta-
dístico-inductivo que conduce al establecimiento de una tabla tipológica de signos geo-
métricos (ver fig. 2.4) tiene el valor de un desafio que bien podría ser un epifenómeno
de la manipulación muestral o del agrupamiento de datos de diferentes contextos pero
que todavía no ha sido contestado responsablemente por la comunidad arqueogeométri-
ca.26 De todas formas hoy parece más sensato poner las fichas en las proliferantes geo-

26
Algunas de las decisiones editoriales y metodológicas de von Petzinger lucen desafortunadas, tales co -
mo la tipificación de sus búsquedas como quests aventureros en procura de desvelar misterios, la elección
del polémico antropólogo y etnobotánico lisérgico Wade Davis como proveedor de frases elogiosas para
la contraportada, la adopción de un lenguaje coloquial y de una perspectiva centrada en sus propias haza -
55
metrías del sur de África que seguir insistiendo en la prioridad de Europa. Incluso von
Petzinger lo piensa de este modo (Henshilwood 2007; Henshilwood y otr@s 2002;
2016: cap. §iv; 2018; Joyce 2018).
En cuanto al arte representativo las cosas también han cambiado y continuarán cambian-
do; en la semana anterior a la fecha en que esta frase se escribe, el cetro de las primeras
pinturas figurativas parietales ha pasado de España y Francia a las cuevas de Leang Te-
dongnge y Leang Balangajia en Sulawesi (= Celebes), islas Sunda, Indonesia, en las que
se han encontrado dibujo de cerdos verrugosos o jabalíes que se remontan a 43.900 años
atrás [= 43,9 ka] (Aubert y otr@s 2019; Brumm y otr@s 2021). Marcos García-Diez,
profesor del Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad Complutense
de Madrid y codescubridor de las pinturas neandertales cantábricas, ha aprovechado la
noticia para dejar sentado que las pinturas abstractas de puntos y líneas que había en Eu-
ropa con anterioridad no fueron realizadas por el Homo sapiens y no son consideradas
arte figurativo, idea que de inmediato muta a la expresión que afirma que “no son arte”
y que el arte humano en puridad empieza con esos jabalíes (Hernández Bonilla 2021).
En la época del catedrático de filosofía francés Georges-Henri Luquet [1876-1965]27 ,
pionero del estudio del diseño infantil, autor de L’art & la religion des Hommes Fossi-
les (1925) y de L’Art Primitif (1930) los animales representados eran otros pero el arte
del cual valía la pena hablar siempre había sido figurativo. Luquet rechazaba la posibili-
dad de que existiesen dibujos infantiles que no lo fueran, argumento que todavía se
mantiene en el consenso de los especialistas aunque nunca se hizo una investigación al
respecto que se atuviera a un buen método de prueba y que definiera rigurosamente el
umbral y el límite de la figuración. En los cien años que van desde Luquet a García-
Diez, en fin, no ha habido en definitiva mucho progreso. Aunque todo se revoluciona
tras descubrimientos como los de Sulawesi, algunas ideas cardinales de nuestros me-
jores expertos están destinadas a permanecer inmutables.

ñas, el empleo de interjecciones interpretativas geertzianas sin demasiada fundamentación, el uso de una
imagen de la Cueva de las Manos de Argentina para la tapa de un libro sobre los signos geométricos de la
Europa paleolítica, la adopción de las conferencias TED y de National Geographics Live! como platafor-
mas centrales de comunicación mediática y la omisión total del trabajo de especialistas en el tema co mo
Garrick Mallery (1893), Hubert Kuhn (1956), Richard Daly (1993), Chris Arnett (2016) y, por supuesto,
Robert G. Bednarik (1990: 1995). A título de una posible autocrítica de todos nosotros y como miembro
de la clase de los científicos, yo diría que Von Petzinger es la clase de autores que debería obligarnos a
repensar la distinción entre un conjunto de practicantes de un pens amiento complejo en el que está todo
mal y otro conjunto de partidarios de la ciencia compleja entre los que todo está bien, y también vice -
versa,
27
Luquet sostenía que “es legítimo llamar arte primitivo a cualquier arte, en cualquier punto del espacio y
del tiempo que se encuentre, en la medida en que presente las mismas características que el dibujo in fan-
til, y a la inversa considerar el dibujo infantil como un simple caso particular del arte primitivo así defi-
nido” (Luquet 1930: 6). La misma opinión sostenían autores de la época como el psicólogo James Sully
(1910: esp. 318-320) y [Sir] Cyril Lodowic Burt (1921), el primero inspirado por Ernst Grosse (Die An-
fänge der Kunst, 1894), el segundo por Frederic Bartlett (1920). Después de la muerte de Burt su obra se
desacreditó cuando se descubrió que había falsificado mediciones del IQ practicadas sobre gemelos idén -
ticos sacadas de su imaginación, perpetrando uno de los fraudes más sonoros de la historia.
56
En cuanto a que los signos referidos por von Petzinger lo sean verdaderamente todavía
es, a mi entender, mucho lo que falta hacer para determinarlo. Por empezar, los motivos
anicónicos y los signos que se han muestreado son, las más de las veces, geométricos,
aunque sus formas no tengan un nombre canónico en la geometría posterior a Euclides.
Los elementos que componen una geometría pueden inscribirse en cualquier punto que
va desde lo abstracto a lo estilizado, a lo figurativo, a lo imaginario y a lo hiper-real. La
distribución de los distintos tipos que postula von Petzinger es prácticamente ecumé-
nica, aunque todavía resta emprender una cuidadosa depuración de los datos, ajustar las
cronologías en conflicto y practicar un análisis gramatológico/geométrico que en base a
criterios de similitud, variabilidad, distintividad, contraste, entropía y redundancia esta-
blezca la viabilidad de los repertorios certificados de signos probadamente coetáneos
como algo que está en camino de ser por su mera configuración geométrica un sistema
prototípico de comunicación probablemente logográfico o pictogramático (aunque no
haya llegado a ser ninguno de los dos). La idea es que el o los eventuales sistemas de
signos puedan soportar una comparación de su ajuste estadístico con el de alguno de los
sistemas gramatológicos, semasiográficos, picto- o logogramáticos conocidos y que se
pueda asimismo establecer su similitud geométrica con algún otro candidato a sistema
de señalización, scripting o marcación simbólica conocido por los gramatólogos (von
Petzinger y Nowell 2011 versus Gelb 1952; Coulmas 1994; 1999; Watt 1994; Daniels y
Bright 1996; Haarmann 2001; Ong y Hartley 2002 [1982]; Ríos Cairuna 2003; Changizi
y Shimojo 2005; Changizi y otr@s 2006; Altmann y Fengxiang 2008; Borgwaldt y
Joyce 2013).

Figura 2.5 – Signos lineales de la “pre-escritura” de la cultura de Vinča. Basado en Haarmann (2001: 83).
Comparar con signos geométricos de von Petzinger (fig. 2.4), con motivos de Diepklof y Patagonia
(fig. 10.6) y con inventarios de motivos de Caridi y Scheinsohn (2016).

El problema es que recién en este siglo y en la década que corre se han comenzado a
desarrollar teorías de los sistemas de scripts (no necesariamente alfabéticos, silábicos,
abjads o abugidas sino estrictamente a nivel de sistemas geométricos de comunicación)
empleando análisis de decrecimiento de la complejidad desde marcas ideogramáticas a
símbolos hieráticos (Hegenbarth-Reichardt y Altmann 2008), integrando tecnologías de
tejido (Arnold 2014b; 2015), sistematizando los análisis de antiguos sistemas de escri-
tura geométrica recién descubiertos (Desset 2014), aplicando teoría de autómatas a di-
versos sistemas de escritura (Sproat 2000), afinando las teorías lingüísticas para la siste-
57
matización de los tipos, modos y grados de escritura (Rogers 2005), elaborando técnicas
de medición de complejidad en el trazado de los signos (Köhler 2008b) y técnicas de
análisis de dimensión fractal de sistemas de escritura, scripting y notación (Köhler
2008a; Hřebíček 1995; Andres, Benešová, Kubáček y Vrbková 2012).
La aplicación de un enfoque geométrico al estudio de un fenómeno que es inherente-
mente geométrico desde el vamos, sin embargo, no se ha establecido aun en la práctica
académica de la gramatología, fundada por Ignaz Jay Gelb [1907-1985] sobre el esque-
ma de un “desarrollo unidireccional”, concebida por el arqueólogo canadiense Bruce
Trigger [1937-2006] (en uno de los más chispeantes papers gramatológicos que conoz-
co) como una práctica alineada a la idea de la evolución cultural de la cual sería uno de
los casos más atinentes (Trigger 2004 [1998]) y contaminada irrecuperablemente para el
trabajo científico por las multitudes que han prestado fe a la gramatología filosófica de
Jacques Derrida [1930-2004], ignorante de todos los pormenores geométricos que hacen
a las diversas formas de escritura acreditadas o hipotéticas, conocidas o por conocer.
El modelo clásico de la idea geométrica-evolucionaria, como dije, no cuajó. Hoy predo-
mina en pequeños círculos duramente cuestionados (hasta hace poco liderados por Ma-
rija Gimbutas [1921-1994]) la convicción de que la escritura (y por tanto, dicen, la civi-
lización) se originan en Europa, concretamente en la cultura neolítica de Vinča o Vinča-
Turdaș en los Balcanes, cerca de Belgrado, remontándose a fines del VII milenio aC
(Gimbutas 1974; 2001; Berggren y Harrod 1996; Haarmann 2001: 80-86; Merlini 2005
versus Meskell 1995; Palavestra 2017). En este renglón, evidentemente, la ciencia de-
rrapó. En tanto no se materialice una aproximación primero estadística y luego también
geométrica (y hay muy pocas señales que se haya tomado conciencia de esta necesidad)
no hay mucho que se pueda hacer en un estudio como el que aquí ofrezco para zanjar el
dilema de la transición de los signos rupestres a los sistemas de escritura semasiográfica
(no necesariamente lingüística o de representación fónica) o (aunque más no sea) a mo-
delos de comunicación en los más diversos sentidos (v. gr. Goody 2008 [1977]; 1987;
2000). Lo mejor será entonces insistir en comunicar este requisito en los foros que co-
rrespondan y concentrarse aquí en otros asuntos en marcha porque en otros respectos es
mucho más que lo que ya dijimos lo que está cambiando y necesita cambiarse en ar-
queogeometría y posiblemente en lo que podría plasmar como arqueogramatología.
Aunque todavía hay quien sostiene que el “arte prehistórico” o “paleolítico” (o el arte en
general) nació plenamente maduro y figurativo en las cuevas de Francia y España las
ideas en etno- y arqueoestética y en etno- y arqueogeometría se están reacomodando a
medida que las herramientas se refinan o se imponen por la fuerza, la discusión se apla-
ca o estalla en escándalo, los descubrimientos se suceden y la data deviene big o se tor-
na inmanejable. Aunque muchas hipótesis de trabajo y premisas epistemológicas de las
líneas de investigación más recientes siguen siendo duras de tragar (comenzando con las
enésimas redefiniciones de categorías tales como “estilo”, “símbolo” o “motivo”, conti-
nuando con la invitación de Bednarik a renunciar a la concepción “simbólica” de las
formas arcaicas y modernas de representación y finalizando con la similitud entre sus
58
exogramas y trazas de memoria por un lado y los fosfenos shamánicos, neoshamánicos
y alucinatorios por el otro)28 , en lo que va de las dos últimas décadas hay mucho libro
que se va poniendo viejo y mucho presunto mito que está cayendo por tierra, mientras
se va gestando un venero incontenible de nuevas formas de agencia, nuevos giros, nue-
vas ontologías y nuevos metarrelatos, algunos de ellos extraordinarios, otros apenas
plausibles, otros más ni una cosa ni la otra.
Lo que debería quedar claro a esta altura es que si los más optimistas parecemos creer
que operamos más eficientemente y no nos equivocamos tanto no es porque hayamos
aprendido más de lo mismo sino porque con semejante disponibilidad de información el
paradigma del conocimiento ha experimentado unos cuantos turns, u-turns, retornos,
arrepentimientos y realimentaciones. Era hora que comenzara a experimentarlo. Más
que estar depurando nuestras rutinas de deuteroaprendizaje (“aprendiendo a aprender”
como sugería Gregory Bateson [1972: 275]),29 tarde pero decisivamente estamos más
bien aprendiendo a desaprender, lo cual entraña revisar certidumbres, activar el sentido
crítico desde el comienzo, procurar salirse de los callejones sin salida, renunciar a há-
bitos que han dejado de ser redituables, desmontar condicionamientos adquiridos y –co-
mo decimos en Argentina– bajar un cambio, caer en la cuenta que las revoluciones y los
giros del conocimiento que se están multiplicando con cada huevo inciso que se encuen-
tra, con cada alótropo que se descubre o con cada tecnología cristalográfica nueva que
se implementa podrían ser no más que eufemismos que designan otras tantas constata-
ciones de que estábamos recorriendo caminos que no estaban señalizados adecuadamen-
te, que son necesariamente multi- o transdiscipinarios, que por ello involucran áreas del
conocimiento de las que sabemos poco y cuya lógica histórica cambia día a día (Mc-
Dougall 2016; Tužinská 2017; Martinez y otr@s 2021).

28
Véase Bednarik (1990; 1995), Lewis-Williams & Dowson (1988), Reichel-Dolmatoff (1985a), Chris
Arnett (2016) y Jean Clottes (2016) versus Hodgson (2000; 2006) y Dehaene & otr@s (2006). Es impor-
tante señalar que Bednarik nunca estableció una relación excluyente entre los engramas y el shamanismo.
Los exogramas fueron propuestos por Merlin Donald (1993) a partir de la idea de engrama con una leve
referencia a shamanes y bardos, agentes cuyos ejercicios de la memoria parecen ser particularmente inten-
sos. Los exogramas anicónicos pueden verse como una forma de cognición situada, aunque nadie lo ha
planteado de ese modo has ta hoy. La secuencia de las tres etapas del desarrollo mental propuesta por
Donald (episódica, mimética y simbólica) fue rechazada como “ciencia pop” por el darwiniano C. Loring
Brace IV [1930-2019] pero el esquema fue adoptado prestamente por Bednarik (cf. Brace 1993). Este
autor sin embargo no acepta el carácter shamánico de esa variedad anicónica. Tal como he discutido más
o menos inútilmente en otros contextos (Reynoso 2019b) el concepto de shamanismo se supone que ha
sido impugnado o al menos puesto en duda hace décadas, pero a la hora de la discusión teórica muy pocos
de nuestros expertos parecen dis puestos a renunciar a él.
29
Advierto que en la moderna teoría organizacional tanto el deutero-aprendizaje como el doble vínculo
batesoniano han trasmutado hasta quedar irreconocibles. Testimonio de esos desarreglos y malentendidos
(que también afectan a otros conceptos-cajón, tales como la “multiplicidad” perspectivista, la “articula-
ción” de los estudios culturales, la “deconstrucción” de la gramatología pos -estructuralista, la “construc-
ción social de la realidad” de las ciencias sociales cualitativas o a la “crisis de la re presentación” de los
posmodernos) es el artículo de Max Viser (2003) sobre el destino de los con ceptos de Bateson que reco-
miendo leer para tomar conciencia de la situación y para percibir mejor la con veniencia de redefinir de
aquí en adelante las dialécticas del bucle y la linealidad en materia de aprendizaje complejo.
59
Después de todo, la gran revolución científica según el filósofo de la ciencia Alexandre
Koyré [1892-1964] –alumno de Edmund Husserl y David Hilbert– aconteció cuando se
dejó atrás la narrativa episódica del Cosmos y se abrió camino (con Copérnico, Kepler y
Borelli) a la geometrización del espacio, la cual comprende “la matematización (geome-
trización) de la naturaleza y la matematización (geometrización) de la ciencia” (Koyré
1968: 19-20; 1973 [1961]: 56-60, 114 n.16, 379 n.15; Pisano, Agassi y Drozdova 2017:
xix-xxiii, 124, 129; Serres 2017 [1995]; Alexander 2019; Gross 2019). Hoy por hoy, la
mejor forma para comprender las teorías de Einstein pasa por entenderlas como un
proceso de geometrización riemanniana radical, tal como comencé a entreverlo en un
trabajo anterior sobre la extravagante lectura que Gilles Deleuze y Viveiros de Castro
hicieron de la geometría de Bernhard Riemann (Deleuze y Guattari 2006 [1980];
Viveiros de Castro 2010 [2009] versus Einstein 1921; Atiyah 2005; Windham 2008;
Wanas y otros 2016; Reynoso 2019d: esp. capítulo sobre cientificismos y enculages).
No es esto lo único que ha cambiado. En las demostraciones que encadenaremos en este
trabajo se comprobará también que tanto en las teorías como en las prácticas nunca es
verdad que lo más básico sea lo más temprano y lo más complejo lo más reciente, ni
que las prácticas requieran que las teorías que se les refieren se lexicalicen y se conso-
liden con anterioridad, ni que la tecnología digital por sí misma posibilite geometrías
que no habrían podido pensarse, referirse o construirse en ninguna cultura si no hubiése-
mos contado con tal instrumento. Cuando se mira el registro de los hechos con un mí-
nimo de reflexividad y sentido de la diversidad de contextos se comprueba que mucho
de lo que creíamos saber rara vez se sostiene en el largo plazo. Por eso es que esbozar
aunque más no sea el plan de una historia coherente y pedagógicamente útil de la evolu-
ción y de las vicisitudes de la etnogeometría como subdisciplina y como práctica en un
contexto de sensitividad extrema a las condiciones iniciales en espacios de complejidad
es una faena mucho más complicada de lo que se pensaba. Pienso enredarme en ese
nudo, de todos modos, aunque sólo hasta cierto punto, procurando no quedar atrapado
en sus retóricas y en la tentación de la linealidad.
La etno- y la arqueogeometría tal como están no son lo mejor que puede pensarse pero
es lo que hay y es a partir del conocimiento crítico de ellas que tal vez podrán construir-
se otras alternativas en un terreno disciplinario que se sabe complejo. Si pretendemos
conocer mejor cómo ha sido que la etnogeometría como disciplina llegó a ser como es,
lo primero sería identificar al responsable de la fundación de este espacio. Hoy la mitad
del mundo celebra al brasilero Ubiratan D’Ambrosio como el padre indiscutido de las
etnomatemáticas o, lo que es más exacto, como el escritor que acuñó la palabra que de-
signa a la disciplina matriz que viene estudiando ese campo de la antropología cognitiva
desde hace largo tiempo. No estoy afiliado a esa mitad, como se verá; tampoco me aten-
go a sus rumores etiológicos. Según la documentación disponible, Ubiratan introdujo la
denominación en una conferencia dictada ante la American Association for the Advan-
cement of Science en 1977 ( D’Ambrosio 1977; 1985; 1989; Vandendriessche y Petit

60
2017). Ubiratan mismo, no obstante, ha sido muy moderado respecto de esa atribución
de paternidad:
I recently learned from Claudia Zaslavsky that Otto Raum wrote, in a review of her book,
published in African Studies (1976): "(This Mathematics) might perhaps be most suitably
called ethno-maths on the analogy of ethno-music, ethno-semantics, etc." And Wilbur Me-
llerna, in a letter to Gloria Gilmer, published in the N EWSLETTER of the ISGEM (vol. 6, n.
1, November 1990), says that he had invented the word ethnomathematics in 1967 and that
he gave a talk in 1971 using it (D’Ambrosio 2004).

Hoy en día la Web nos presta la tecnología necesaria para comprobar que la carta a Gil-
mer que escribió Mellerna (1990) efectivamente existió y se despachó en el lugar y en el
momento preciso que Ubiratan consigna. Pronunciándose víctima de una conspiración
de silencio que Mellerna atribuyó a “motivos políticos y sociológicos” éste expresa en
su carta, crispadamente:
Dear Ms. Gilmer:

I liked and valued your "Ethnomath Approach to Curriculum Development" presentation at


Salt Lake City.

When ISGEm's literature first came my way in the early 80's, I was glad to see the subject's
emergence, but angry that they stole my name for it.

I used the term Ethnomathematics as the title of a speech in 1971. It was at MSU, working
on my MA in Mathematics and collaborating with Dr. Victor Low, then Director of the
African Studies Center. I spoke to Africanists then, Spring 1971, defining Ethnomathema-
tics as the study of pre-Western and non-Western Mathematics and Logic. My qualifica-
tions to do so were years of teaching Mathematics in Africa and then receiving an MA in
Africa Studies from UCLA in 1967. It was there and then that I coined the term Ethnoma-
thematics as the focus of a personal quest to merge my two loves, Africa and Mathematics.

Resistance from the Mathematics community was at first polite ridicule; this has waned. It
remains for one of us to write THE definitive test, ETHNOMATHEMATICS. It must
DEFINE the term with approaches from its many facets, at length, deeply; and it must
DESCRIBE EXAMPLES from across time and space; and it must GENERALIZE.

The drift of some writers today is obviously motivated by a political and sociological
agenda. This concerns me, as this is not how scholarship works.

I will be honored to correspond with you.

Wilbur Mellerna
Mathematics Department
San José City College
San José, California

Mellerna omite toda mención a la práctica harto documentada de una etnomatemática


considerablemente temprana en el seno de la antropología y de la etnolingüística del
conocimiento y no ofrece evidencia material de su prioridad en la invención del nombre,
por lo que aquí sigo considerando a Ubiratan como el digno tercer candidato a pionero

61
más creíble de la disciplina, si es que de esa niñería se trata. Una comprobación tengo
clara y es que la etnomatemática ni remotamente comienza con Mellerna. Invito a consi-
derar los estudios de Max Schmidt (1904; 1905), Georges-Henri Luquet (1930), Theo-
dor Kluge (1937; 1938; 1939; 1941; 1941-1942) y sobre todo (en orden cronológico) los
de Levi Leonard Conant (1896), Floyd Lounsbury (1946), Edwin Ardener (1957), Abra-
ham Seidenberg (1962a: esp. 521-523; 1962b; 1981), John Gay y Michael Cole (1967)
sólo para comenzar.
Si hemos de creer en lo que asevera Mellerna puede que él dispute los títulos de D’Am-
brosio pero no es rival para los precursores ya nombrados ni para los que nombraré
ahora en este mismo párrafo. El reclamo de Mellerna es, bien mirado, vano. Hace tiem-
po se ha probado, efectivamente, que el primero en utilizar la palabra ‘etnomatemática’
y en haber sentado el precedente del dictado de conferencias sobre ese tópico disciplinar
no fue ni D’Ambrosio ni Mellerna sino el ignoto estudioso alemán Ewald Fettweis
[1881-1967] en la tercera década del siglo pasado y en un continente que tampoco es
América (Gerdes 1997; Reich, Folkerts y Scriba 1989; Verdugo Rohrer 2010; Verdugo
Rohrer y Schubring 2011; Fettweis 1926; 1927; 1929a; 1929b; 1929c; 1932; 1935;
1937a; 1937b; 1951; 1954). Aunque hay testimonios del uso de la denominación entre
los años 20s y los 50s, la primera vez que se usó en prensa fue en un panegírico de la es-
tatura de la obra de Fettweis por el temprano y longevo etnomatemático italiano Olindo
Falsirol [1896-1995], escrita en tiempos en los que Mellerna era niño. Falsirol había
sido
“Professore all’Accademia Pedagogica di Aachen, dove tenne lezioni di didattica, di storia
delle matematiche e di etnomatematica fino al 1954, egli dedicò e viene dedicando parte
considerevole della sua attività scientifica alla matematica e all’astronomia dei popoli con-
sidetti primitivi” (Falsirol 1959: 262).

Tengamos en cuenta que todos etnificábamos en esa década y en las dos subsiguientes.
Aquellos eran años en lo que se le adosaba el prefijo ‘etno-’ a lo que entrañara contem-
plar un objeto de estudio ajeno (o una objetivación, más bien) desde nuestras coordena-
das particulares: etno-semántica, etno-ciencia, etno-lingüística, etno-botánica, etno-ar-
quitectura, etno-medicina, etno-entomología, etno-lógica, etno-semiótica, etno-navega-
ción, etno-astronomía, etno-psicoanálisis, etno-psicodrama, etno-psiquiatría, etc. (cf.
Reynoso 1986; 1993)30 . Decir etno- era casi lo mismo que decir “comparativo”, “di-

30
Tal como lo ha sacado a la luz la potente crítica de Franz Fanon [1925-1961], la etno-psiquiatría hunde
sus raíces en posturas que hoy consideraríamos no ya comparativas o transculturales sino involucradas en
un proyecto explícito de marginalidad e inferiorización. Escribe Laura Rice: “Los padres de la etno psi-
quiatría colonial, como Antoine Porot [1876-1965] en el norte de África y el sudafricano de formación
británica [John Colin] Carothers [1903-1989] en Kenia, sostenían que los nativos eran incapaces del tipo
de reflexión del que depende la ironía. "El africano normal", en opinión de Carothers, era como un "eu -
ropeo lobotomizado" (cf. Fanon [1965: 187-188; en opinión de Porot "el nativo del norte de África […]
es una criatura primitiva cuya vida [es] esencialmente vegetativa e instintiva" […]; una generación poste-
rior de expertos franceses en guerra psicológica descubrió que Joha y su tribu musulmana [carecen d e] un
espíritu crítico y son incapaces de "tolerar la ironía" (Keller 2001a: 281)” (Rice 2007: 2; cf. Carothers
1953; 1972). La hipótesis propulsada por Carothers (1951) que establecía el deficiente uso del lóbulo
frontal por parte de los africanos como fuente de todas las patologías y explicación de todas las conductas
62
verso”, “transcultural”. También implicaba poner un pie disciplinar, corporativamente
pero con cierta justicia, en un espacio que nadie había reclamado, una res nullius o res
derelictae disponible al mejor postor, reivindicando valores antes silenciados y refor-
mulando las narrativas de la academia para que una disciplina un poco menos abo-
minable que otras susceptibles de imaginarse o que la indisciplina misma reclamara co-
mo propio un objeto de posible interés.
Mientras que es improbable que existan referencias a la etnomatemática anteriores a las
definiciones de Fettweis, Falsirol y D’Ambrosio, en lo que a la etnogeometría concierne
la situación no deviene más clara ni mucho menos. El rastro se esfuma en los desperta-
res y momentos inaugurales de un enjambre de disciplinas y especializaciones y en esta
circunstancia ninguna conclusión es segura, aunque Paulus Gerdes, tal parece, nos lleva
una buena delantera a todos. Al final del día, el hecho concreto es que no existe en nin-
guna lengua y en ninguna institución una historia suficientemente detallada y fidedigna
de la especialidad que permita apoyar un veredicto sobre bases confiables sin que nadie
monte en rebeldía, se ponga sarcástico, nos quiera marcar los puntos o mayusculice su
escritura porque no se le ha hecho justicia.
No me resulta esencial deslindar quién fue a fin de cuentas el o la científic @ que le puso
nombre a la práctica geométrica en otros contextos o a la disciplina que se ocupa de
ella. Ni falta que hace saberlo. Hace ya más de treinta años Paulus Gerdes había rele-
vado el rastro de varias nomenclaturas entre las que me place intercalar muchísimas o-
tras que vinieron después. El registro que sigue, el más inclusivo que conozco, com-
prende la Etnología Matemática (Falsirol 1959), las Matemáticas Indígenas (Gay y Cole
1967; Laney 1976), las Sociomatemáticas del África (Zaslavsky 1973), la etno-arit-
mética (Crump 1978: 503; Rosin 1984), las Matemáticas Informales (Posner 1982), las
Matemáticas en Ambientes Socio-culturales [africanos] (Touré y Doumbia 1980), las
Matemáticas Espontáneas (D'Ambrosio 1982), las Matemáticas Orales (Carraher y otros
1982; Kane 1987), las Matemáticas del Oprimido (Gerdes 1982), las Matemáticas No-
Estándar (Carraher y otros 1982; Gerdes 1982; J. Harris 1987), las Matemáticas Ocul-
tas, Cristalizadas o Congeladas [ frozen] (Gerdes 1982; 1985), las Matemáticas Experi-
mentales o Analógicas (Davis y Hersh 1985; Hersh 2006: 27), las Matemáticas Folk
(Mellin-Olsen 1986), las Matemáticas Codificadas en Know-hows (Ferreira 1987), las

fue entusiastamente apoyada por nadie menos que por Margaret Mead (1954) en representación de la es -
cuela norteamericana del Carácter Nacional. El etnopsicoanálisis de Georges Devereux y Géza Róheim
nunca se atrevió a cuestionar ese género de es peculaciones que la antipsiquiatría –no obstante su fama de
insurrecta– también dejó pasar. Recién a mediados de los 90s la etno-psiquiatría francesa y la británica
fueron retroactivamente tipificadas como psiquiatrías coloniales, sentando las bases que permitieron reto-
mar tras treinta años de inacción el programa crítico de Fanon (véase Bégué 1996; Prince 1996; Keller
2001a; 2001b; 2007; Littlewood 1993; McCulloch 1995; Reynoso 2003: cap. 2.5, 5 y 6). Hoy se recono-
ce, en fin, que la etnopsiquiatría no ha tenido siempre sus papeles en orden. La batalla política en la que
algunos de nosotros estuvimos implicados no ha sido breve ni fácil pero una cosa está clara, y es q ue ni el
posmodernismo filosófico, ni la antropología posmoderna, ni los es tudios culturales, ni el pos colonialis-
mo de los noventa, ni la investigación social de segundo orden, ni la autopoiesis, ni el pen samiento com-
plejo moriniano, ni el decolonialismo latinoamericano del siglo XXI jugaron papel directo alguno en la
temprana desacreditación de aquellas teorías.
63
Matemáticas Anti-Racistas (Cotton 1990), las Matemáticas No-Occidentales (Selin
2000; 2008), las Matemáticas de Pueblos Culturalmente Distintos (Leal Ferreira 2000),
las Matemáticas Multiculturales (Raju 2007), las Matemáticas Naturales (Spelke y otras
2010) o Matemáticas sin Escritura (Chemillier 2007), la Matemática como Verbo (Bar-
ta, Eglash y Barkley 2014), la Antropología de las Prácticas Matemáticas (Vanden-
driessche y Petit 2017), las Formas Alternativas de Conocimiento Matemático (Mukho-
padhyay y Roth 2012) y por supuesto la Etnomatemática de Fettweis, la más temprana
de todo el repertorio hasta donde alcancé a entrever. Tal como surge de sus denomina-
ciones, muchas de estas matemáticas situadas se inclinan más a la geometría que a la
aritmética pero nunca se puede estar seguro de eso. El punto clave de este posiciona-
miento es que cuando hay una geometría implicada hay no sólo una ciencia sino tam-
bién un arte, no ya una teoría sino una práctica, no sólo saberes y palabras sino manos,
cuerpos, espacios, artefactos, tecnologías y materialidades en acción.
Al lado de estas búsquedas genuinas de saberes que quedaron en la periferia han habido
también no pocos intentos excedidos en celo étnico y en aspavientos reivindicativos, el
de Black Athena del polémico politólogo británico Martin Bernal [1937-2013] primero
que ninguno. Bernal dedicó tres volúmenes y varios libros complementarios a demostrar
que los saberes que se atribuyen a la inventiva milagrosa de los griegos reflejan concep-
tos urdidos en otras partes y en otros tiempos y en el Continente Negro en particular
(Bernal 1987; 1991; 2001; 2006; Lefkovits y McLean Rogers 1996; Adler 2016: 113-
114; 136-140, 142-143, 147-154, 161-165). Aunque el volumen de sus pruebas es por
momentos impresionante Bernal no ha sido un autor meticuloso; la calidad de su argu-
mentación es desigual y su autocrítica a veces flaquea. Da cuenta de su fibra intelectual
su credulidad frente a los mitos más desquiciados en torno de la proporción áurea o de
las pirámides egipcias, una credulidad no acompañada por aritméticas basadas en Fibo-
nacci o por diagramas avalados por Alexander Badawy. Todavía hoy Bernal da por se-
guro que los egipcios eran negros nilóticos de piel de ébano31 y que Euclides había vivi-
do la totalidad de su vida en el delta del Nilo, visitando Grecia un par de veces nada más
que de pasada y en plan turista (Bernal 1987: 167, 173; Eglash 2000: 15 versus Shuene-
mann, Peltzer y Welte 2017). Algunos autores –entre ellos el especialista en matemáti-
cas platónicas Robert Brumbaugh (1954), el filósofo de la ciencia Robert Hahn (2001) y
el fogoso decolonialista Chandra Kant Raju (2007; 2012)– han adherido a las conjeturas
de Bernal o a otras hipótesis parecidas con diminutas reservas. Comprendo los propó-
sitos de todos ellos pero aunque les acompañe mucho más que un grano de verdad (y en
el caso de Brumbaugh y Hahn una fina sensitividad imaginística y una sólida erudición)
no me siento animado a respaldar sus narrativas hasta la última tilde.
Mucho más prudente y mejor fundamentado resulta el magnífico estudio de George
Gheverghese Joseph (2011 [1991]) The crest of the peacock: Non-european roots of
Mathematics, quien acaba con varias leyendas de la historiografía geométrica constitui-
31
Sobre la polémica referida a la raza y el color de piel de los antiguos egipcios véase Diop (1991: 103-
108; 1955) y Powell y Frankenstein (1997) versus Brace y otr@s (2006).
64
da en un texto sugerente y por momentos sólido pero no que no llega a reunir una evi-
dencia aplastante. Más atendible todavía (y más sustancial) es el argumento del ya men-
cionado Hans Freudenthal [1905-1990], quien sugiere que lejos de haber impulsado la
causa de la geometría, los afanes de los griegos para probar y formular el conocimiento
por medio de métodos enrevesados gobernados por estrictas convenciones desemboca-
ron en un dogmatismo aterrador, retardando y a veces poniendo en peligro la disemina-
ción del conocimiento geométrico en el mundo antiguo (Freudenthal 1982: 444; Streef-
land 1993; Springer y van Dalen 2009; La Bastide van Gemert 2015). Los laboriosos es-
tudios de Raju sobre las proverbiales dificultades de los estudiantes occidentales con las
matemáticas del cálculo, el álgebra y la prueba (trastorno que no se manifiesta en las
universidades del sur de la India) concuerdan en este diagnóstico (Raju 2007: parte III;
2009; 2012).
Otros autores o bien coinciden con él o han formulado otros juicios parecidos (v. gr.
Kappraff 1991; Selin 2000; Loeb 2003; Hodgkin 2005; Katz 2007; Roth 2011; Fenyvesi
y Lähdesmäki 2017). La glorificación de lo griego antiguo, en una palabra ( y eso es lo
que unos cuantos de nosotros pensamos), va de la mano con cierta disolución y pérdida
de entidad de la geometría temprana cuyo euclideanismo no puede darse por desconta-
do. En su formidable obra sobre embaldosados y patrones dice el inefable y recordado
Branko Grünbaum [1929-2018], con quien –haciéndome el encontradizo– me crucé al-
guna vez en Redmond en los alrededores de Microsoft Research y con quien coincidi-
mos, root beer de por medio, en expresar desconfianza por los excesos predictivos en
los que el laplaciano Ray Kurzweil (profeta de las computadoras sentimentales) incurría
en ese entonces. Escribía Grünbaum:
It is curious that almost all aspects of geometry relevant to the “man in the street” are igno-
red by our educational systems. Geometry has been almost squeezed out of school and uni-
versity syllabuses, and what little remains is rarely of any use to people who wish to apply
geometric ideas in their work—engineers, scientists, architects, artists, and the like. There
are two causes of this state of affairs. At high-school level it has long been traditional to use
geometry as a vehicle for teaching logical reasoning and the deductive method, without
much regard for the geometric content. At the research level geometry has become no more
than a specialized branch of algebra or analysis (Grünbaum y Shephard 1987: vii; Grün-
baum 1981).

Parecida argumentación se encuentra en las ideas del recientemente fallecido y pecu-


liarísimo Reuben Hersh [1927-2020], el fundador de las matemáticas analógicas y líder
de un movimiento heterodoxo y culturalmente abierto compendiado en sus 18 Ensayos
no Convencionales sobre la Naturaleza de las Matemáticas (Hersh 2006) y preanuncia-
do en el clásico ¿Qué son las matemáticas, realmente? (Hersh 1997). El artículo más
venerable de la compilación multiautoral de Hersh no es otro que “The Locus of Mathe-
matical Reality: An Anthropological Footnote” (2006 [1947]) del renombrado aunque
vapuleado antropólogo marxista Leslie White [1900-1975], un ensayo que a diferencia
de otras obras suyas soportó bastante bien los años transcurridos desde su publicación y
que invito a releer serenamente y con espíritu abierto. Todos estos autores y otros mu-

65
chos comparten la hipótesis del origen social y cultural de los objetos matemáticos y la
necesidad de ir más allá del frío modelo deductivo. En consonancia con el movimiento
y en su “Introducción” a Filosofia e Matematica en cláusulas sintáctica y semántica-
mente mucho más refinadas que las que son alcanzables en el verdadero idioma inglés
escribía el irreverente Carlo Cellucci:
[T]he logic of mathematics is not deductive logic but a broader logic, dealing with non-de-
ductive (inductive, analogical, metaphorical, metonymical, etc.) inferences in addition to
deductive inferences. It is by non-deductive inferences that one finds the hypotheses by
which mathematical problems are solved. The logic of mathematics is not, therefore, that
studied by mathematical logic, which is simply a branch of mathematics, but consists of a
set of non-deductive methods and techniques in addition to deductive methods and techni-
ques, and hence is not a theory but a set of tools. To claim that the logic of mathematics is
deductive logic because theorems are justified by deductive inference, restricts mathema-
tical experience to ways of reasoning found only in textbooks of mathematical logic, and
neglects those that are really used in mathematical activity. Moreover, it does not account
for the real nature of mathematics, because mathematical reasoning is based mainly on non-
deductive inferences, not on deductive inferences, which play a somewhat restricted role
within it. Contrary to widespread misunderstanding, mathematics is never deductive in the
making, since mathematicians first state problems, then find hypotheses for their solution
by non-deductive inferences. As even some supporters of the dominant view, like [Paul]
Halmos, acknowledge, mathematics “is never deductive in its creation. The mathematician
at work makes vague guesses, visualizes broad generalizations, and jumps to unwarranted
conclusions. He arranges and rearranges his ideas, and he becomes convinced of their truth
long before he can write down a logical proof ” (Cellucci en Hersh 2006: 27).

Aunque no comparto por completo las ideas de todos y cada uno de ellos en lo que ata-
ñe (por ejemplo) a la geometría como arte o como práctica, quisiera creer que hay algo
del espíritu revoltoso e insurrecto de Grünbaum, de Freudenthal, de Hersh, de Cellucci,
de Leslie White ( y del Hilbert de Anschauliche Geometrie) en el libro que se está leyen-
do. Pese a que hoy casi no se lo menciona fuera del círculo de la educación matemática,
recuerdo que cuando yo era estudiante de la preparatoria Freudenthal tuvo sus quince
minutos de fama al oponerse a los lineamientos de la “matemática moderna” basados en
una teoría de conjuntos entendida a medias en el programa pedagógico de Holanda, lo-
grando fuertes ecos en casi todo el mundo. Durante un tiempo su postura pareció re-
calcitrante, arbitraria y retrógrada hasta que con el tiempo se comprobó que guardaba al-
go de razón. En los Países Bajos, al menos, buena parte de la “reforma educativa” en
matemáticas se revirtió consecuentemente en beneficio de la matemática práctica del
saber hacer y de una “matemática como verbo” participativa, auto-empoderadora y a-
bierta que es hoy la que se estima técnica e ideológicamente acertada aunque está muy
lejos de ser la que prevalece (cf. Barta, Eglash y Barkley 2014; Burbach 2015). Aunque
el backlash anti-reformista experimentó unos cuantos excesos (algunos de ellos franca-
mente aberrantes),32 fue positivo que Joseph, Freudenthal, Grünbaum y algunos otros de

32
La noticia ha sido reproducida tantas veces que ya suena como una leyenda urbana. La noticia dice, en
pocas palabras, que la última dictadura militar argentina [1976-1983] llegó a prohibir la enseñanza de las
matemáticas modernas en general y más en particular la de la teoría de conjuntos, de la cual se afirmaba
(de acuerdo con lo que dicen que dijo un tal Julio Garrido, un “científico argentino residente en España”),
66
la misma liga (como recientemente lo ha hecho Amir Alexander [2010; 2019]) dijeran
lo que tenían que decir. Aunque éste sigue siendo un terreno resbaloso, estimo que se ha
hecho algo de justicia y que hacía falta que se la hiciera; pero lo que habremos de ver en
este libro aspira a ser, en lo que a la geometría atañe, mil veces más radical que una
toma de postura frente a una matemática particular que coincide o no con la que es obli-
gatoria o con la que está prohibido o es obligatorio enseñar en la escuela el día de hoy.
Fundamentales para este capítulo y para el objetivo de poner en valor la conceptualiza-
ción sobre la etnogeometría como objeto de estudio son las sugerencias de Paulus Ger-
des sobre la forma de reconocer pensamientos geométricos ocultos o latentes, las obser-
vaciones más recientes de Ron Eglash en American Anthropologist sobre las promesas y
los obstáculos en ese campo y las de Nigel Langdon para el manual de la UNESCO en
ese mismo sentido (Gerdes 1986; Eglash y otros 2006; Nigel Langdon en Keitel y otros
1989: esp. 178). Reconoco de buen grado muchas otras influencias positivas de las que
me ocuparé llegado el momento (Tim Ingold, Vladimir Markov, Ekkehart Malotki, Ver-
nard Rudofsky, Branko Grünbaum, Göran Sonesson) pero más importante ahora es enu-
merar aquellas de las que reniego.
Aunque suene chocante y me duela tener que hacerlo debo decir que excluyo de plano
los textos de Ubiratan D’Ambrosio del cuadro de honor de la antropología del arte por-
que a pesar de haber abierto el campo mayor de la ciencia etnomatemática y de haber
nombrado a Ron Eglash o a Paulus Gerdes un par de veces su concepción de la etnogeo-
metría como sub-dominio específico y primordial de la etnomatemática no está, mirán-
dola bien, fina y sustanciosamente desarrollada (cf. D’Ambrosio 2001). Ensayos enteros
de las etnomatemáticas de Ubiratan –reconozcámoslo– no mencionan la palabra ‘geo-
metría’, ni ponen lo geométrico en foco, ni alcanzan a entender sus aspectos prácticos,
sus algorítmicas de las manos y del cuerpo, su impacto social o su especificidad en con-
textos en los que sería perentorio ahondar en esos exactos campos de la cultura y en esas
precisas dimensiones de sentido sin distraerse en el anecdotario de las diferencias feno-
típicas que a veces los antropólogos tendemos a acentuar bajo el pretexto de la celebra-
ción de la diversidad.
Impugno particularmente a D’Ambrosio por su apego acrítico al proyecto pedagógico
de Edgar Morin, un emprendimiento que carece de todo vínculo sincero con las ideas
emancipatorias de Paulo Freire, de Paulus Gerdes y de D’Ambrosio mismo, y que se

que contenía terminología “de neto corte marxista”: “estructura”, “conjunto”, “vector”, “clase”... (cf. Nú-
ñez y Orione 1995; Barja Pérez 2013). Durante un tiempo sospeché que este Garrido era una cria tura ima-
ginaria, demasiado imbécil para ser real. Luego comprobé que existió verdaderamente, que se llamó Julio
Garrido Mareca [1911-1982], que fue un español radicado unos pocos años en Argentina trabajando para
la UNESCO durante el franquismo, que desde no hace mucho ostenta una página en Wikipedia que algún
millennial armó en su homenaje y que es cribió realmente un opúsculo sobre las matemáticas modernas
que se publicó en un portal católico de espíritu pre-conciliar, proclamando las ideas que son de dominio
público (Garrido [Mareca] 1960). Este pensamiento prelógico, en suma, aunque no Garrido mismo, vive y
goza de buena salud. Como sea, no percibo mayores diferencias entre las posturas de las matemáticas mo-
dernas, las de las matemáticas tradicionales y las de sus respectivas críticas componedoras respecto de la
relevancia y precedencia de la geometría.
67
apoya, por añadidura, en un fallido “pensamiento complejo” que encubre su filosofismo
tras una difusa transdisciplinariedad antagónica a la especialización científica y a la
ciencia tout court. Lejos de encarnar una estrategia científica que impulse una práctica
liberadora, dicho pensamiento es un programa táctico que acabó siendo un manto de co-
bertura para un grupo de presión patrocinado por el ala más conservadora de la UNESCO
y que a la larga no pudo menos que devenir funcional a la pedagogía institucional, con-
fesional y privada de la orden jesuítica, de las universidades pontificias y hasta de las
instituciones evangélicas que hoy se imponen particularmente en la casi totalidad de
Brasil y en la región confederada de los Estados Unidos. Malgrado sus desavenencias
circunstanciales y sus muy contados personajes de excepción, las organizaciones doc-
trinarias y misioneras vienen desmontando sociedades concretas y patrimonios intangi-
bles desde la época de la conquista sin haber pronunciado jamás un acto de contrición
(cf. D’Ambrosio 1997 versus Reynoso 2009: cap. § 2 & cap. § 12).
Más allá del caso de D’Ambrosio un problema que afecta a gran parte del campo es el
retraimiento de los avances metodológicos en compartimentos estancos, hecho que es
especialmente grave (según Michael Hann) en el caso de los métodos nomenclatorios de
las isometrías de Dorothy Washburn y Donald Crowe, las cuales no se han aplicado, por
ejemplo, en los estudios antropológicos de los Estados Unidos, que tampoco se aplican
con regularidad en los de América Latina que dependen conceptualmente de aquéllos y
que sufren ellos mismos de una profusión de notaciones y nomenclaturas incompatibles,
obsoletas o improductivas. Repito lo mismo en otras palabras por si no me he expresado
bien: hasta la fecha la arqueología académica, la etnografía constituida y el campo de
estudio de los textiles, cesterías y cerámicas del arte precolombino y sus afines en buena
parte de la ecumene no ha descripto adecuadamente las simetrías y geometrías de las
diferentes culturas, cerrando la puerta a una porción sustancial de las operaciones com-
parativas e incumpliendo su tarea esencial más allá del coleccionismo de imágenes para
los textos y de la confiscación y acopio de ejemplares para armarios, estanterías y re-
servas técnicas que se han demostrado inaccesibles en tiempos de pandemia.
Incluso a un pensador de los quilates de Ron Eglash se le ha escapado alguna que otra
puerilidad a propósito del uso de los nomencladores técnicos, producto de la hostilidad
del investigador hacia la naturaleza etic de esas elaboraciones venidas de la cristalogra-
fía y de las que él descree precisamente por su carácter exógeno. Al contrario de Eglash
me inclino a pensar que una etnogeometría basada en una preceptiva emic excluyente
con énfasis en las diferencias interlingüísticas corre el riesgo de privilegiar la lexicaliza-
ción en detrimento de las prácticas, los usos y las representaciones, que es lo que debe-
ría priorizarse si de geometría se trata. Para lo primero ya fue bastante desencanto, creo,
la experiencia fallida y las oportunidades desperdiciadas durante la moda antropológica
del análisis componencial (cf. Reynoso 1986), a lo que podríamos sumar los fiascos y
las ontologías difusas del arte para turistas, de la invención de la cultura, de la geometría
sagrada, de las canciones tejidas de los Shipibo, de la improbable pre-escritura neolítica
de Vinča, de la doble estrella de los Dogon, de los sólidos neolíticos y de un amplio

68
caudal de astucias, tramoyas y posverdades que referiré aquí mismo cuando se demues-
tre oportuno (cf. Lathrap 1976; Graburn 1976; S. Mead 1976; Salvador 1976; McDo-
nald Boyer 1976; Hobsbawm y Ranger 1992; Heiras Rodríguez 2013; Palavestra 2017;
cf. más abajo pág. 164 y ss.).
Hoy por hoy los aportes de la etnogeometría como ciencia lucen como una muchedum-
bre de escrutinios más o menos felices a propósito de un amplio conjunto politético de
tópicos geométricos de interés a través de unas cuantas culturas antes que como el cor-
pus orgánico de una disciplina constituida respecto de la cual resulte sencillo saber en
qué estado se encuentra en cuanto a su relación con las geometrías de un lugar o de un
momento dado o con la geometría en general. No puede negarse, de todos modos y para
cerrar el punto, que la notación cristalográfica inaugura una instancia comparativa que
habría sido difícil de imaginar por otros medios y que sienta la bases de una saludable
apertura transdisciplinaria, una de las pocas que han habido y que toca investigar aquí
por tediosa, fragmentaria y corta de miras que en ocasiones pudiera parecer.
Por eso y por las razones antes expuestas es que en este trabajo se postulan once ejes
temáticos que espero ayuden a ordenar un campo hasta ahora tan estimulante como
amorfo y a motivar la puesta en marcha de las investigaciones que resta hacer. Esos
once ejes describen los que parecen ser los hitos más relevantes en el desarrollo de los
estudios técnicos y en la práctica de la etnogeometría. Ellos tienen que ver con (1) el
descubrimiento del carácter fractal de muchas de las geometrías de una amplia región de
África como punto de partida para la comprensión de fenómenos análogos un poco más
o un poco menos intensamente fractales, recursivos, contraintuitivos, no lineales y no
euclideanos en otras partes del mundo; (2) las isometrías de las franjas, los espacios del
plano y los giros en círculo para organizar el campo de la simetría y articular sus tipo-
logías y sus procedimientos constructivos más allá de los grupos isométricos, destacan-
do la actuación de reglas cuyos enunciados a nivel discursivo bien puede que hayan sido
unilateralmente etic pero a los que pocas culturas nativas han necesitado violar para
llevar a cabo sus prácticas; (3) el análisis de las configuraciones geométricas del knot-
work celta-eslavo-escita, de los flujos en grafos y de las llamadas simetrías en estrella
de las teselaciones del arte islámico, puestas en paralelo con los cuasi-cristales de las
aleaciones complejas recién descubiertos en Occidente, los cuales exhiben morfologías
coincidentes con las de los embaldosados aperiódicos conocidos desde la Edad Media
en Irán, Siria y Anatolia que preceden por siglos a las modalidades del Islām tardío a las
que, por su virtuosismo, a veces creemos que son las más representativas y las mejores
de todas ellas; (4) las investigaciones y los logros conceptuales y metodológicos alcan-
zados por el geómetra holando-mozambiqueño Paulus Gerdes en las huellas de Ubiratan
D’Ambrosio, de la pedagogía del oprimido de Paulo Freire y de los proyectos revolu-
cionarios del Frente para la Liberación de Mozambique, a efectos de conocer en todas
sus implicancias los poliominós, las disecciones y las geometrías complejas en el plano
esférico, entre otras realizaciones; (5) la comprensión de las relaciones entre los grafos
eulerianos y euclideanos y los diseños de flujos, ciclos, laberintos y circuitos de Angola,

69
Vanuatu y otras regiones, así como la influencia de ambos campos en las más recientes
técnicas computacionales de graph based navigation, vinculadas a su vez con tecnolo-
gías cabalmente complejas de comparación gráfica y búsqueda por imágenes; (6) una
nueva comprensión de la forma en que las artes populares recursivas de la India aldeana
y campesina han materializado en imágenes principios algorítmicos que sólo se han
podido comprender satisfactoriamente en el último tercio del siglo XX y que tienen que
ver con la programación de computadoras de propósito general, con la lingüística com-
putacional y con las formas más avanzadas de modelado y diseño digital, fractalidad in-
cluida que están hoy en las puertas de modelar adecuadamente algunas de las simetrías
más complicadas del planeta, que ya no son tanto las teselaciones en estrella del Islām
sino más probablemente las cuasi-simetrías cuasi-fractales de los diseños del Ucayali;
(7) la documentación de los últimos y más sustantivos avances en formas geométricas
de representación encarnadas en los fullerenos, en las estructuras de tensegridad de tien-
das, pelotas, cestas y tejidos a través del mundo y en los sistemas de símbolos àdìǹkrá
que comparten los Ashanti de Ghana con los científicos dedicados a los arcanos del
álgebra supersimétrica y de la teoría de cuerdas, homólogos prácticos, a su vez, de los
códigos de corrección de errores del ADN y de la autocorrección en la mecánica cuán-
tica y en la informática inteligente de avanzada; (8) el examen de los isomorfismos que
atraviesan el campo de los tejidos manuales o mecánicos de cara a las tecnologías de las
arquitecturas vernáculas adaptativas, arrojando luz sobre los aspectos técnicos más com-
plejos de las artes textiles y sentando modelos para la programación de sistemas y para
metodologías de control inteligente de bajo impacto ambiental frente al cambio climá-
tico, al calentamiento global y a la desertificación; (9) la descripción sistemática de las
geometrías proyectivas inherentes a los sistemas tradicionales de navegación y de los
sistemas de referencia y métodos formales (también geométricos) que han precedido por
milenios a las técnicas contemporáneas de geoposicionamiento; (10) el reconocimiento
de que una simple guarda de grecas (o cualquier otro diseño repetitivo) en torno de una
boca de tiesto cerámico que acaba su perímetro sin estiramientos ni deformaciones (y
que está presente en una inmensa mayoría de estilos artísticos precolombinos) consti-
tuye un ejercicio prodigioso de geometría no euclideana y de manejo virtuoso de la cur-
vatura que nunca ha sido reconocido como tal; y (11) la comprensión replicada y repli-
cable de las técnicas de alteración geométrica del cuerpo más allá del body painting que
han pasado de ser un tópico exotista de la antropología temprana a formar parte y par-
cela de nuestros propios usos culturales. De cada uno de los once  2 ó 3 tópicos refe-
ridos (que bien podrían ser otros el día que re-escriba esos capítulos) irradiarán diversos
temas de etnoarqueología y etnogeometría de América en general y de América Latina
en particular, comenzando (semperianamente) por la intervinculación de las artes geo-
métricas del tejido, la cerámica y la arquitectura.
Algunos de los asuntos mencionados, en particular los que guardan relaciones concep-
tuales o metodológicas con desarrollos de punta en ciencia y en tecnología que han
ganado presencia mediática, han sido objeto de todo género de exageraciones, rumores,
censuras y tergiversaciones y por ello invitan a que se los trate con recaudos. Lo prime-
70
ro a evitar es la argumentación teleológica y anticipatoria. Por eso es que en ningún mo-
mento en el transcurso de este libro se verá que yo argumente (pongamos) que en las so-
ciedades ágrafas o en el Islām de hace mil años se han presagiado enunciativamente la
teoría cuántica, la fórmula de Euler, las signaturas de la biogeometría, la teoría de la ten-
segridad arquitectónica, el modelado gráfico recursivo, la compresión del espacio-tiem-
po, los métodos de folding, las propiedades de las nanopartículas o la teoría de cuerdas o
el principio de skeuomorfismo de las interfaces gráficas de computación; tampoco me
complicaré en verificar que los actores que integraban esas unidades culturales poseye-
ran –como ha sugerido el especialista en diseños islámicos Peter Cromwell (2008: 36),
afiliado de la Universidad de Liverpool– “un conocimiento intuitivo de la teoría de gru-
pos”, argumento que él encuentra fácil de decapitar.33 Lo que sí digo es que en Occiden-
te hubo que esperar hasta que ésos y otros marcos operativos estuvieran disponibles pa-
ra encontrar formatos análogos de morfologías y relaciones que en otros lugares del
mundo se expresaron desde hace tiempo bajo la forma de prácticas geométricas de múl-
tiples propósitos que hasta hace poco ni siquiera éramos capaces de singularizar, descri-
bir, analizar y re-producir, que nunca hemos acabado de explicar y que aun pudiéndolas
sintetizar plausiblemente seguimos sin entender analíticamente por completo.
Son las prácticas sistemáticas de la alteridad (y no las teorías, los textos y los modos de
pensar que les suministrarían fundamento y a las que los actores de las otras culturas no
tendrían acceso) aquellos procesos que se han escogido para su tratamiento en este estu-
dio. Y son las técnicas de modelado de Occidente (antes que las axiomáticas de linaje
griego de las matemáticas o las teorías discursivas ligadas a dominio de las ciencias hu-
manas) las prácticas sistemáticas donde radican, mayoritariamente, las pautas que nos
han permitido conectar unos y otros universos de sentido, aunque encontrar de qué ma-
nera un pueblo dado construyó un objeto complejo califica como un problema inverso
(en nomenclatura de Jacques Hadamard [1865-1963]) y aunque un problema de ese tipo
posea, por definición, un número indefinido y seguramente alto de soluciones posibles,
todas ellas equifinales y parejamente probables en condiciones de ceteris paribus.
Aviso, eso sí, que esta no es una contrariedad que sólo afecte a las ciencias humanas o a
las ciencias sociales, calificativos que hoy están bajo amenaza en los giros teoréricos de
última moda pero que han sido, son y seguirán siendo propios de todas las ciencias. A
veces podremos obtener indicios para inferir con alguna probabilidad cómo fue precisa-
mente que los antiguos, los artistas o los Otros lograron hacer lo que hicieron, dándonos
alguna pista sobre lo que bullía en sus cabezas mientras lo hacían; otras veces no será

33
Cromwell, típicamente, la embarra todavía más cuando insiste en que [los artesanos del Islām] “proba -
blemente tuvieran una comprensión intuitiva de la restricción cristalográfica y un feeling de que las rota-
ciones quíntuples y décuples son de algún modo incompatibles con la periodicidad. Ellos poseían las he-
rramientas disponibles para construir diseños cuasi-periódicos, pero no el marco de referencia teórico
para apreciar la posibilidad o la significación de hacerlo” (Cromwell 2008: 55). No es importante aquí
que Cromwell se esté refiriendo a los cuasi-cristales y al Islām o a algún otro intríngulis etno- o arqueo-
geométrico. Lo que importa es la forma decididamente equivocada en que este autor y tantos otros como
él plantean desde los tiempos de Euclides las relaciones de precedencia entre la teoría y la práctica.
71
tan fácil; un problema de esta naturaleza, axiomáticamente, no tiene soluciones preferi-
bles y autoevidentes, sea cual sea la disciplina de la cual se trate, el objeto ontológico
que se ponga en foco, la mereología conforme a la cual se lo segmenta, el genio intelec-
tual al que se rinda culto, el marco conceptual desde el cual se lo formule o el marco
categorial con el cual se lo lexicalice.
Digo además que ni siquiera las prácticas geométricas más complejas requieren una pre-
ceptiva verbal o una axiomática preliminar. Y lo que también digo es que ha sido nues-
tra experiencia de las variedades científicas más revolucionarias de la geometría la que
(sin excluir la legitimidad de otros acercamientos) nos permite calar suficientemente
hondo, adoptar una instancia metaheurística y exploratoria inédita e ir más lejos en la
comprensión y síntesis recursiva de las prácticas geométricas de las otras culturas (o de
sus equivalentes alternativos) en un grado que resultaba prohibitivo cuando meramente
contábamos con el positivismo metodológico, el análisis componencial, el método com-
parativo evolucionista, el etnopsicoanálisis, las metáforas lingüísticas y semiológicas
del estructuralismo, las pretensiones fundacionales de la hermenéutica, los giros ontoló-
gicos pos-sociales y pos-humanos del perspectivismo amazónico, la articulación de los
estudios culturales, los subterfugios del pensamiento débil, el modelo enactivo, las es-
tructuras disipativas, los bucles esencialistas del pensamiento complejo, las multiplici-
dades del pos-estructuralismo pos-humano y pos-social, los eslóganes insurrectos del
decolonialismo y los malentendidos constitutivos de la deconstrucción y del giro espa-
cial. Cada moda sucesiva en filosofía, en semiótica o en antropología ha sido, de algún
modo, para mal o para bien, un manantial de desafíos y de ideas estimulantes; pero nin-
guna de todas las epistemologías y las doctrinas nombradas nos ha permitido avanzar de
manera creativa y perdurable en la comprensión última de las geometrías otras, de sus
mecanismos generativos, de su impacto global, de su polimorfismo, de su excelencia
práctica, de sus mecanismos de adquisición, de su independencia de dominio ontológico
y de su cabal dimensión cognitiva, intelectual y existencial.
No está de más, empero, que en los campos de la geometría avanzada procuremos fanta-
sear lo menos posible, apoyándonos en la demostración de que muchas veces los cons-
treñimientos y potencialidades de la forma hacen que los objetos, eventos y procesos
geométricos sean como son y no puedan ser de muchas otras maneras y apoyándonos
también en el hecho de que han sido científicos de envergadura que no han sido y que
no son excluyentemente geómetras (incluyendo varios Premios Nóbel, Premios Wolf,
Telesio Galilei y Kossuth, Medallas Albert Einstein, National Book Awards, una Beca
Homi Bhabha, un Global Award for Sustainable Architecture y hasta un Leonard Berns-
tein Fellowship en Tanglewood)34 quienes admitieron de buena gana que han sido las

34
Cf. Leonard Bloomfield (1927; 1929); Hermann Weyl (1952: cap. “Ornamental symmetry”); László
Fejes Tóth (1964: ix, 38-39); H. S. M. Coxeter (1969: 57-59, 63); Roger Penrose (1974); Richard
Buckminster Fuller y E. J. Applewhite (1975); Gift Siromoney (1978); Gift Siromoney, Rani Siromoney
y Kamala Krithivasan (1974); Christopher Alexander (1993); Frits Staal (2006: 89); Peter J. Lu y Paul J.
Steinhardt (2007); Reuben Hersh (2006: viii, xiv); S. James Gates (2008; 2009; 2010; 2012); Dmitri
Tymoczko (2011; 2012: 152); Paul J. Steinhardt (2019: parte 2.7); Robert F. Curl, Harold W. Koto y Ri-
72
geometrías de estado de arte de otros pueblos sus principales fuentes de inspiración, que
hemos sido los científicos sociales y los antropólogos y arqueólogos del arte, la socie-
dad y la cultura aquellos quienes (inspirándonos mal o bien en tales geometrías) sumi-
nistramos a nuestros colegas de Occidente intuiciones esenciales de lo que hoy son las
ciencias de la complejidad y de lo que se adivina por detrás de las ideas más saludables
y poderosas que animan al pensamiento complejo; y que todo esto ha sucedido demasia-
das veces como para ser una mera coincidencia.

chard E. Smalley según Arthur Powell (2015: 32); nuevamente Sir Roger Penrose en Jay Bonner (2017:
vii-viii), etcétera.
73
3 – Hitos de la etnogeometría (1): Fractales africanos y la búsqueda
(frenética) de fractalidad en la cultura

Next time you bump into one of those idiots who


starts asking you questions like, 'where is the Afri-
can Mozart, or where is the African Brunel?' – im-
plying that Africans do not think -- send them a
copy of Ron Eglash’s study of fractals in African
architecture and watch their heads explode.
mentalacrobatics.com35

Figura 3.1 – Vista aérea de la aldea “fractal” de Labezanga en Mali.


Basado en Georg Gester (1985: 62).

La primera parte de este capítulo se consagrará a observar desde una perspectiva nueva
la obra seminal de Ron Eglash African fractals (1999) y sus consecuencias en la inves-
tigación etnogeométrica tras exactos veintitres años de gran impacto. No se trata sólo de
volver a resumir el libro, al que daré por bien conocido e instalado en el catálogo, sino

35
http://www.vkii.org/index.php?option=com_content&task=view&id=1485&Itemid=2.
74
de examinar su influencia en una diversidad de disciplinas (la antropología, el diseño y
las ciencias de la educación en primer lugar) para luego interpelar una multitud de casos
de posible fractalidad en otros contextos de África y en otras partes del mundo incorpo-
rando tipos fractales que no existían en el momento en que los libros de Mandelbrot o
de Eglash se publicaron y que cambian de manera sustancial la distribución espacial y
temporal de las geometrías de ese tipo en la cultura ecuménica. Tampoco es forzoso
ahora volver a explicar los rudimentos de la fractalidad o de definir esa geometría una
vez más. He tratado de todo eso en múltiples ocasiones, suficientes como para dar el

tema por bien sabido (Reynoso 2006: cap. § 5; 2008; 2019d: cap. § 9).

Figura 3.2 – Izq.: Asentamiento de Jola en Mlomp, Senegal, y modelo fractal (Eglash 1999: 163).
®
Der.: Sistema fractal de funciones iterativas [IFS] ejecutado por el autor en Janus Fractals .

La segunda sección de este capítulo tratará de sintetizar el estado actual de la búsqueda


de fractalidades en otras regiones del planeta, con México y Perú en primerísimas posi-
ciones (apenas después de África y de India, y últimamente a la par de Irán), no sin an-
tes llamar la atención sobre el hecho de que India es apenas mencionada unas pocas
veces y México no es casi nombrado en todo el transcurso del libro mayor de Eglash
(1999: 7, 47-48; cf. Kiani y Amiriparyan 2016).36 Ningún país latinoamericano lo es, en

36
La primera vez que Eglash menciona fractales de la India en toda su carrera es en su disertación docto-
ral desarrollada en 1989, diez años antes de African fractals. La tesis, titulada A cybernetics of Chaos,
nunca se publicó ni se puso en línea (Eglash 1992 [1989]; 1999). En African fractals apenas se la mencio-
na. Inesperadamente, Eglash no se funda en la morfología del templo de Kandariya Mahadev en Khajura-
ho [ca. 1030 dC] sino en su dimensión fractal, basándose en datos recabados por Anne Murphy (1991), de
quien no he sido capaz de averiguar nada más. El diseñador industrial de Mumbai Kirti Trivedi (1988) ha-
blaba de fractales indios un año antes que Eglash. El libro mayor de Eglash es unos doce años anterior al
descubrimiento de fractales de tipo Mandelbox, la clase de fractales hipercomplejos que ha revolucionado
más estruendosamente todo ese campo en lo que atañe, primordialmente, a la arquitectura (Lowe 2010).
El templo de Khajuraho se asemeja más a esa clase es pecífica de fractales que a cualquier otra, o que a
cualquier otra forma compleja de imaginería susceptible de modelizarse y tipificar en una clase concep-
75
verdad, privando al caso africano de un contexto que determine su distintividad o su se-
mejanza respecto de otros escenarios y dejando que se imponga la sensación (abismal-
mente equivocada) de que en algunas regiones de África no hay nada que no sea fractal,
pese a que la fractalidad no es cuestión de esencia sino de grado, tal como se comprueba
en la fractalidad inconstante (y a veces muy magra) de los ejemplos muestreados por el
propio Eglash. Por modesta que sea la magnitud de las fractalidades implicadas en el
Nuevo Mundo es evidente que está faltando un libro de Fractales mexicanos (o perua-
nos, o amazónicos, o andinos) y un desarrollo de pedagogía informática de jerarquía
que empareje el juego con el antológico African fractals y con Culturally situated de-
sign tools; mientras que este otro autor sí alcanzó a colaborar con un proyecto semejante
en Brasil, la etnogeometría mexicana no ha tenido tampoco su Paulus Gerdes ni en el
plano técnico ni en el escenario político.

Figura 3.3 – Izq.: Generación recursiva de patrón fractal.


Der.: Corrales Ba’Ila de Zambia del sur según Ron Eglash (1999).
Kraal cerca de Namwala. Fotografía original sin acreditar de Mary Light, 1937.

Conocí a Ron Eglash en 1992 en un viaje que realicé por universidades públicas y pri-
vadas de California para establecer contacto con investigadores especializados en cien-
cia cognitiva y en antropología de la complejidad. Él estaba entonces en el área excén-
tricamente llamada History of Consciousness de la mágica Universidad de Santa Cruz al
sur de Silicon Valley, ocupando (recuerdo) una oficina muy cercana a la de personajes
como Angela Davis o James Clifford. Ron me presentó a sus colegas como el único otro
científico social de la galaxia que se estaba asomando a la fractalidad, un tema que en
ese entonces estaba en vida suspendida y parecía tener un futuro tan miserable como el
de las redes sociales o el de la versión GOFAI37 de la inteligencia artificial con las que
yo ya me estaba entreteniendo y a la que dediqué una de mis tesis doctorales, a la que
dejé fuera de circulación porque nunca acepté modificarle una tilde (Reynoso 1991).
Con Ron estuvimos intercambiando ideas sobre tecnología fractal en diversas platafor-

tual recursiva (cf. Katunin 2017). Volveré sobre estas nuevas variedades de fractalidad un poco más
adelante.
37
“Good Old Fashioned Artificial Intelligence” (Haugeland 1985: 112). Dado prematuramente por muer-
to y fallido, este mismo framework de inteligencia artificial, combinado con modelos conexionistas, meta-
heurísticas y algoritmos de redes sociales, hoy gobierna más allá de toda posible discusión algunos de los
resortes esenciales de la tecnología informática. Véase este vínculo y Reynoso (1991: passim).
76
mas anteriores a Windows o a Linux (tales como DOS, Macintosh o SmallTalk), incom-
prendiendo anacrónicamente a Bateson por su indiferencia ante la fractalidad, tratando
de precisar la dialéctica entre lo digital y lo analógico (confundida por Eglash con la
distinción entre lo discreto y lo continuo) y aguardando en vano que Clifford se presen-
tara a dictar una clase en un aula medianamente poblada en la que esperamos sentados
sin que Jim (cuyo Predicament of culture yo traduciría tres años más tarde) diera seña-
les de vida. Una tarde memorable e irrepetible, aunque no del todo perfecta. Conservo
aún los borradores que Ron me obsequió y que venían a ser algo así como un portfolio
suyo en el cual se anticipaban ideas que él desarrollaría después. Al año siguiente al de
mi visita Eglash realizó su viaje por siete países africanos en busca de fractales para po-
blar de ejemplos su trabajo, aunque fuera de una foto impersonal de los techos de Logo-
ne-Birni en Camerún casi no hay en sus páginas impresas o virtuales testimonio gráfico
de ese periplo (cf. Eglash 1999: 23; Nelson 2000). Como fuere, en ocasión de mi visita
faltaban todavía seis años para que Eglash publicara African fractals, el libro en el que
todavía encuentro ecos de aquellas conversaciones y que definitivamente catapultó no
pocos rubros de la etnogeometría africana a un plano de excelencia.

Figura 3.4 – Generación recursiva de un templo hindú – Según Yannick Joye (2007: 315).
Progresión de Śikhara de simples a complej os en Khajuraho, Madhya Pradesh. Edificios coincidentes con
la progresión podrían ser los templos jaina de Ādinātha (ca. 950) y Pārśvanātha (ca. 970) y el templo
hindú de Kandāriyā Mahādeva, siglo XI – Cuatro (o cinco) niveles de incrustación recursiva.

Una parte importante de ese documento consiste no tanto en una exploración de campo
como en una serie de prospecciones bibliográficas de materiales de arquitectos y dise-
ñadores heterodoxos tales como Jean-Paul Bourdier y Trinh T. Minh-Ha (1985), Georg
Gester (1985) y ahora María Ždímalová y Erika Fecková-Škrabul’áková (2019), autor@s
tod@s ell@s que publicaron imágenes fascinantes de África vista desde el aire y que el
lector puede consultar más ventajosamente en los volúmenes originales o en los blogs
que derivan de ellos. Unas cuantas de las ilustraciones plenamente fractales de African
Fractals había sido publicada por el propio Eglash (1998) un año antes. Con sus imper-
fecciones de edición, las imágenes fueron, creo, un aspecto del libro que ilustró la auto-
organización como pocas veces se lo había hecho y que ayudó a la difusión de la idea de
una geometría distinta y de una impronta algorítmica tan ligada a la cultura como a la
naturaleza. Aquí he preferido replicar una de aquellas imágenes (fig. 3.1) antes que las

77
reproducciones de Ron, las que no siempre son de la más alta calidad editorial aunque
logran el propósito de demostrar que en cierta región de África hay positivamente
rasgos de una geometría fractal donde antes sólo había diseños que los euroamericanos
encontrábamos carentes de un orden definido e imposibles de clasificar.
Es por eso de lamentar que las imágenes proporcionadas por Eglash no siempre hayan
sido adecuadamente referenciadas y que introduzcan por ello no poca confusión. Algu-
nos descuidos en la gestión de fuentes que habrían podido evitarse de haber mediado
una pizca de consultoría antropológica han ocasionado al menos dos series de equívo-
cos; la primera involucra datos sobre Camerún y sobre los Dogon de Mali, la segunda
afecta a los Ba’Ila de Zambia, también llamados Ila, Sukulumbwe o Shukulumbwe. Vale
la pena examinarlas con detenimiento.
La primera serie es con mucho la de mayor entidad. Eglash asevera que la vista aérea
del palacio de Logone-Birni en Camerún le ha sido suministrada por el Musée de
L’Homme de París; la imagen proviene en realidad del archivo fotográfico reunido por
el antropólogo francés Marcel Griaule [1898-1956], pionero reconocido de la fotografía
aérea, depositado en ese museo y desde hace un tiempo disponible en línea para todo el
mundo. Por alguna razón que se me escapa, Eglash no menciona a Griaule en relación
con Camerún. El caso de los materiales de Mali (que reposa en cambio en la lectura
crédula de un solo texto griauliano) es aun más turbador. Es bien sabido en la comuni-
dad antropológica que el manejo irresponsable y selectivo de los archivos malineses del
propio Griaule por parte de él mismo, de su coautora Germaine Dieterlen [1903-1999],
de su hija Geneviève Calame-Griaule [1924-2013] y de otros miembros de la escuela ha
contribuido no sólo a empañar la imagen de un intenso aunque discutido africanista sino
a propagar toda suerte de hipótesis que van desde el planteo de similitudes entre la as-
tronomía Dogon y la del antiguo Egipto hasta la postulación de vínculos entre los Do-
gon y una avanzada civilización alienígena, la cual habría capacitado a sus antepasados
o a los antiguos egipcios miles de años atrás según Robert Temple y Laird Scranton,
respectivamente (cf. Michel-Jones 1978; Jolly 2008). Eglash no dedica a la cuestión
ningún comentario más allá de postular la relación entre las diversas geometrías actuales
y las prehistóricas, de hacer pasar iteración por recursividad y de darse por conforme
con un par de vagos nexos esporádicos que él mismo trazó entre cuerpos, estatuillas,
edificios, textiles y relaciones sociales como si en ese tenue tejido de analogías hetero-
géneas se agotara la fractalidad inherente a las culturas de esa región en particular. Ade-
más de ello, Eglash actúa en este punto como si la etnografía de Griaule no hubiera sido
objeto de cuestionamiento categórico y como si las tácticas griaulianas etnográficas de
intervención dialógica con los informantes no hubiesen sido más afines a un enredado
enculage como el que compondría Deleuze que a una elegante mayéutica como la que
articularía Sócrates (cf. Diop 1955; 1991; Copans 1973; Temple 1976; 1987; 1988; Be-
nítez 2005; Scranton 2006 versus Leiris 1934; Lettens 1971; Clifford 1983; van Beek
1991; 2004; Doquet 1999; Ciarcia 2001; James y Thorpe 2001: 210-212; Giobellina
Brumana 2005; Jolly 2008). También está faltando por parte de Eglash un análisis más

78
hondo sobre las prácticas figurales de Griaule como la que intentara Éric Jolly tras las
huellas de Jack Goody (1979), utilizando la traducción francesa del ensayo capital de
este último. El ensayo de Jolly se titula “Écriture imagée et dessins parlants”, se ha tra-
ducido como “Writings that picture and drawings that talk” y se centra en las peculiares
tácticas de imaginería mediante las que Griaule intentó convencernos de la presencia de
un sistema gráfico y cosmogónico esotérico “inscripto” hondamente en la cultura Do-
gon (Jolly 2011).
Problema adicional con la aproximación de Eglash a la geometría recursiva de los Do-
gon es que depende de datos originados en las tortuosas investigaciones articuladas por
Griaule en sus Conversaciones con Ogotemmêli, un best-seller que se sabe incongruente
con los datos de estudios anteriores sobre todo en lo que concierne a las máscaras, a los
rituales públicos y a los mitos de creación: un trabajo de etno-ficción (como lo ha expre-
sado a boca de jarro Gaetano Ciarcia [2002]) o un montaje novelizado y especulativo
(Barros, Bahi y Morgado 2011: 71) suspendido entre la creación novelesca y la crónica
seudo-científica, no muy lejos en ese sentido de Las Enseñanzas de Don Juan de Carlos
Castaneda. Los relatos etiológicos que se encuentran en ese libro, en efecto, son distin-
tos a los anotados en las fichas de los trabajos de campo (guardadas en el Musée de
l’Homme), a los insinuados fragmentariamente en Masques Dogon (Griaule 1938), a los
resumidos en “The Dogon” (Griaule y Dieterlen 1954) y a los desarrollados póstuma-
mente en Le renard pâle (Idem 1965; Doquet 1999; Jolly 2002: 95). Con un solo libro
novelado usado como fuente y con una ilustración limitada a unas pocas imágenes de
arte Dogon de fecha incierta y origen heteróclito Eglash detalla a lo largo de un puñado
de páginas las configuraciones recursivas comunes de los mitos, las artes y los juegos
Dogon en palabras como las de este párrafo:
African creation concepts are often baseds on a recursive nesting. The best-known example
is that of the Dogon, as described by French ethnographer Marcel Griaule (1965). [...] In
1947 his studies took a dramatic turn of events when one of the Dogon elders, Ogotemmêli,
agreed to introduce Griaule to their elaborate knowledge system [...] Griaule (1965: 138)
summarizes Ogotemmêli creation story; "God ... had three times reorganized the world by
means of three successive Words, each more explicit and more widespread than the one
before it." But this reorganization becomes the input for the next. The earth gives birth to
the first spirits; these "Nummo" regenerate ancestral being into humanlike reptiles; the rep-
tile ancestors are again reborn as the first true humans. [...] The cosmological narrative
suggests that in the Dogon view the birthing process at all scales are, in some sense, itera-
tions throuhg the same transformation, and that these iterations are actually nested loops
(Eglash 1999: 131, 133)

Fuera de la Francia colonial más conservadora pocos antropólogos africanistas conside-


raron auténticos los materiales de base o encontraron aceptables los métodos inductivos,
asimétricos y depredatorios que Griaule desarrolló para elicitarlos, violatorios de sus
propias pautas metodológicas (cf. Giobellina Brumana 2005 versus Griaule 1957).
Mientras que Griaule se refiere a un orden que nadie que no perteneciera a su círculo ha
sido capaz de percibir en la lectura de sus textos, Eglash nos presenta un orden recursivo
y fractal que no se ajusta al desorden imperante en y entre las cuatro o cinco versiones
79
discrepantes del mito o en sus materiales auxiliares (cf. Doquet 1999: 99-100). La falla
es más honda de lo que parece y se suma a un cúmulo de inconsistencias y contradiccio-
nes que afectan al núcleo de la metodología y a la arquitectura de la narración.
Estudios ulteriores que van desde la tesis hipercrítica de Dirk Lettens (1971) a los últi-
mos re-estudios de Walter van Beek (1991; 2004), Anne Doquet (1999) y Fernando
Giobellina Brumana (2005), demostraron sin lugar a dudas que los Dogon no poseen ni
siquiera un mito de creación o una narrativa etiológica comparable, sea ella fractal, li-
neal, cíclica o lo que fuere: ni la versión del génesis narrada por Ogotemmêli ni la que
se reproduce en los otros textos les resultan familiares a los informantes actuales. A los
informantes iniciales (Tabema, Ambara, Ambibè Badadyé, Ongnonlou y el propio Ogo-
temmêli), a quienes se interrogó a través de traductores y se sobreinterpretó alevosa-
mente, pretendiendo que pasaran por marginales desvinculados de la vida práctica de la
gente, desinteresados por las máscaras, los textiles y la vida ritual y despreciativos de
los saberes exotéricos de la vida cotidiana. Ninguno de ellos proporcionó información
sobre las geometrías y las prácticas artísticas concretas a excepción de los signos ele-
mentales llamados yala [“reflejos”] (en Conversaciones) o bummō [“huellas”] en Le Re-
nard Pâle.38 Por otra parte, los espíritus acuáticos Nommo o “Nummo” (como los llama
Eglash) no son figuras centrales en el pensamiento Dogon y tampoco detentan las carac-
terísticas de creadores o benefactores que se les atribuye. Contrariamente a lo que re-
quiere el argumento griauliano, en la cultura Dogon la estrella Sirio no se reconoce co-
mo importante y no hay indicios de que se la haya considerado como una estrella doble;
la astronomía –que interesaba más al aviador profesional y astrónomo aficionado que
supo ser Griaule que a cualquier actor Dogon– resulta ser de todas maneras muy poco
importante en esa mitología africana (cf. Griaule 1937; Griaule 1996 [1965]: 500-521
versus Dainese 2011; Haffner 2013: 1-3, 32-40, 55, 73-78, 130; López Sanz 2018).
Más todavía, contrariando los argumentos que intentan persuadirnos que las diferentes
versiones de la mitología se deben a una penetración cada vez más honda en los saberes
ocultos por parte del etnógrafo, resulta ser que no hay tampoco secretos que explorar en
la religión Dogon, en la que todos los conocimientos son públicos. En esa cultura el en-
trenamiento de los especialistas no es más que una profundización en los saberes que
todo el mundo más o menos conoce (van Beek 1991; cf. Goody 1967; Douglas 1967;
1968; 2001; Giobellina Brumana 2005).39 Mención aparte merece la influencia de los

38
Sobre los textiles Dogon en seda natural, ignorados por la Misión griauliana, véase Laurence Douny
(2013). Sobre el arte Dogon en general y la textilería lo más recomendable –después de los textos tempra-
nos de Griaule sobre máscaras – son por ahora los estudios de Kate Ezra (1988) y de Heidrun Mezger
(2020). Aunque la configuración de muchos de los edificios y del conjunto urbano es extraordinaria y sin
duda obedece a principios constructivos de algún grado de sistematicidad, nin guna de las arquitecturas de
los poblados Dogon (Tireli, Bandiagara, Songa), de las piezas escultóricas, de las máscaras, de los
atuendos rituales o de los diseños expuestos en la bibliografía o disponibles en los vínculos de la Web
contemporánea exhibe una geometría demostrablemente fractal.
39
En obras tardías Marcel Griaule y Germaine Dieterlen llegaron a escribir: “Entre los Dogon los mitos
exotéricos corresponden a un "conocimiento superficial", común a la mayor parte de la población; por
otro lado, los mitos esotéricos, paralelos a éstos, presentan otras identificaciones y conexiones mucho más
80
estudios de Griaule y Dieterlen y su contribución personal en la construcción del país
Dogon como destino turístico global, como manifestación de una dogonité estereotipada
y como material indispensable para el desarrollo de las tesis extraplanetarias que im-
pulsan ese mercado y que se alimentan crecientemente de él (cf. Lane 1988: 66-68, 92;
Shackley 1997: 21, 23; Jolly 2008; Walther, Renaud y Kissling 2008: 19; Ballo 2010:
11, 25; Barros, Bahi y Morgado 2011). Aunque al mencionado Walter van Beek los ele-
mentos de juicio no le alcanzan para hablar abiertamente de fraude, adulteración, mista-
gogía o mistificación (como sí lo hacen el filólogo belga Dirk Lettens [1971] o el gadi-
tano Fernando Giobellina Brumana [2005]), las contradicciones internas y los errores de
hecho presentes en el corpus de las obras griaulianas son suficientes para poner en sos-
pecha no pocos aspectos esenciales de los relatos vigentes sobre el arte, la ciencia y la
geometría Dogon impuesta por la célebre Misión de Dakar a Djibouti de 1931-1933 y
sus secuelas prolongadas hasta tiempos actuales (v. gr. Leiris 1934; Calame-Griaule
1965; Morabito 1981; Dieterlen 1999). No se jugó lo suficientemente limpio como para
dar con algún principio modélico genuino y es por ello que la sistematicidad de muchas
de las artes Dogon nos es hasta ahora inaccesible. Como lo ha expresado inmejorable-
mente Joseph-Achille Mbembe, filósofo poscolonial de Camerún:
Dans le principe même de sa constitution, dans son langage et dans ses finalités, l'énoncé
sur l'Afrique est toujours le prétexte à un propos sur quelque chose d'autre, quelque autre
lieu, d'autres gens. Plus précisément, l’Afrique est cette médiation grâce à laquelle l’Occi-
dent accède à son propre inconscient et rend publiquement compte de sa subjectivité
(Mbembe 2000: 11).

Sea cual haya sido su posicionamiento en una polémica de tal estatura (sólo comparable
a la que confrontó a Derek Freeman con Margaret Mead o a las que avivara la obra de
Castaneda), Eglash debió percibir que la visión que Griaule pintaba de los Dogon se si-
tuaba en una tesitura “surrealista” más literaria que científica y que era –como en esta
ocasión llegó a decirse– demasiado buena para ser verdad, pintando una filosofía (más
que una ciencia) esotérica, androcéntrica y necesitada de una tupida logografía mítica
impregnada de misterio: “une mythologie, une métaphysique, une religion qui fait son-
ger à l’Egypte, peut-être à Babylone” (Griaule 1947: 444-445; Ciarcia 2002; Jolly
2007). Una oratoria ampulosa, en otras palabras, que reduce toda fluctuación semántica
a una división artificial entre lo sagrado y lo profano, lo que a su vez conduce a preten-
siones sapienciales de desvelamiento de un universo oculto en correspondencia simbó-
lica con el mundo visible, un proyecto coronado en Le Renard Pâle (Griaule y Dieterlen
1965), un libro que no pocos africanistas consideran particularmente fallido (cf. Clifford
1995 [1988]: 78-118 versus van Beek 2004: 49; Ciarcia 2001: 218).

amplias. Finalmente, dentro y más allá de esta totalidad de creen cias aparece un esquema lógico de sím-
bolos que expresa un sistema de pensamiento que no puede describirse simplemente como mito. Porque
esta estructura conceptual, cuando se estudia, revela una coherencia interna, una sabiduría secreta y una
aprehensión de las realidades últimas igual a la que los europeos pensamos haber alcanzado ” (Griaule y
Dieterlen 1954: 83).
81
Figura 3.5 – Fractal de tipo Mandelbox anónimo y cúpula dodecagonal del templo de
Ranakpur, Rajasthan (siglo XV) – Según Kirti Trivedi (2017).

Eglash, en fin, pendiente de la letra y preso por ello de la retórica griauliana, ha dejado
sin relevar las prácticas, sin sacar provecho de su trabajo de campo y sin tratar las geo-
metrías presentes en las máscaras rituales, en las pinturas rupestres, en los textiles o en
los sistemas gráficos de representación de los Dogon. Estos sistemas constituyen una
muestra de Ideenschrift reminiscente de otros sistemas geométricos notacionales africa-
nos aunque de fractalidad todavía más modesta; se componen de cientos de signos ele-
mentales similares a glifos ideogramáticos que fueron producidos entre 1950 y 1952 en
una inaudita simbiosis entre el etnógrafo y su informante Ongnonlou y que todavía no
ha sido objeto de sistematización ni de corroboración empírica (Griaule 1938; Griaule y
Dieterlen 1950: figs. 1, 4, 5-12; 1951: 8-9; 1954: figs. 1-3; 1996 [1965]: 3-7; Lettens
1971: 347-410; Jolly 2011).40
Es de lamentar que al margen de algunas afirmaciones escépticas de Éric Jolly ninguno
de los críticos de la obra griauliana se haya expedido sobre la autenticidad de los siste-
mas semióticos yala y bummō, los cuales, a diferencia de los àdìǹkrá que examinaremos
en otros capítulos (pág. 289 y ss.), no se han propagado al conocimiento colectivo y no
han hecho acto de presencia (por ejemplo) en el arte textil comunitario. Ningún antropó-
logo pudo conseguir informantes que hicieran algo con ellos; ningún especialista en al-
fabetos, logogramas o ideogramas ha examinado su viabilidad gramatológica; según
puede comprobarse en el inestimable Atlas of Endangered Alphabets tampoco han ins-
pirado ningún sistema tipográfico aplicado a una lengua nativa como ha sido el caso con
el ditema tsa dinoko del sur de Africa, el mwangwego de Malawi, el mandombe del
Congo o el n’ko para las lenguas mande de Mali, Senegal, Guinea, Costa de Marfil,

40
“Esos signos fueron producidos, decompuestos, combinados, interpretados y valorizados de acuerdo
con procedimientos que son menos reminiscentes de las prácticas Dogon que de los hábitos e ideales del
propio Griaule” (Jolly 2011: xxvii).
82
Burkina Faso y Sierra Leone.41 Por lo demás, los elementos constitutivos de lo que pasa
por ser el patrimonio cultural Dogon encarnan saberes tan ocultos que ningún etnógrafo
contemporáneo ha podido encontrarlos en el terreno. Sólo los promotores de la cone-
xión siríaca los consideran genuinos, lo que –para mí al menos– da la pauta de su inson-
dable inautenticidad (cf. Scranton S/f). Todo ponderado, queda en el crédito de un
pequeño núcleo de practicantes de la mejor autocrítica antropológica, encabezado por
Walter van Beek (1991) y con todo el establishment francés en su contra, haber echado
por tierra uno de los mitos dominantes de la New Age.

Figura 3.6 – Izq. Esponja fractal de Menger – Ejecutada por el autor en Mandelbulber ® 2.13.2.
Der.: Lideta Mercato, Addis Abbaba (Etiopía) – Según Vivalta Architecture, 2017.

En cuanto a la segunda serie de equívocos, Eglash señala que las imágenes de los corra-
les kraal de Zambia se originan en fotografías no datadas del American Geographic Ins-
titute (Eglash 1999: figs. 2.1 y 2.3). En rigor los originales se encuentran en los releva-
mientos documentados por Richard Upjohn Light en su libro Focus on Africa (1941) y
fotografiados en 1937 por la esposa de éste, Mary Light [Rachael Mary Upjohn Light
Meader, 1916-2008], una de las fotógrafas aéreas y exploradoras más reputadas de los
Estados Unidos. Ambas series fotográficas aparecen correctamente referenciadas en el
estupendamente ilustrado Arquitectura sin Arquitectos del austríaco-americano Bernard
Rudofsky [1905-1988], precursor e impulsor del movimiento de la arquitectura vernácu-
la de la que trataremos unos capítulos más adelante (cf. Rudofsky 1976 [1964]: figs.
131 y 133 de ese libro; cap. § 9 más abajo).

41
La escritura n’ko [฀฀฀] fue creada en 1949 por el escritor y educador guineo Sùlemáana Kánt ɛ [1922-
1987], traductor del Qur’an al idioma Maninka; aunque la lengua Dogon pertenece también al tronco
Niger-Congo la escritura n’ko (que se escribe a la manera arábiga, de derecha a izquierda) no fue pensada
para esa lengua, toda vez que los Dogon se resistieron exitosamente a la islamización (cf. Solomon 2020).
83
Décadas antes que Eglash publicara su texto tanto Light como más tarde Rudofsky des-
cribieron el diseño iterativo y el carácter orgánico de los corrales de Zambia, “reminis-
centes del fenómeno micológico llamado ‘anillos de brujas’ [witches’ rings], en los que
ciertos hongos crecen en círculos perfectos” (Rudofsky loc. cit.; cf. además Zharare
2020). Este último texto incluye una rica referencia a las colecciones de Mary Light
Meader en la Biblioteca de la Universidad de Wisconsin en Milwaukee. Particular inte-
rés reviste la foto n° 450 rotulada como ‘Vista Aérea de la aldea Ila cerca de Namwala
en Zambia’, tomada el 4 de diciembre de 1937 en el país que todavía se llamaba Rho-
desia del Norte. Al igual que sucedió con las imágenes de Logone Birni en Camerún,
Eglash la presenta como si fuera contemporánea aunque en rigor es 62 años anterior a la
publicación de su libro y podría pertenecer a una tradición arquitectónica de preguerra
que ya no se mantiene en el África actual (fig. 3.3). Un problema adicional que encuen-
tro en imágenes como las de esas figuras, contundentes como ellas lo son, es que exhi-
ben un aire de familia con conjuntos fractales fácilmente sintetizables como tales pero
no son en absoluto específicas o privativas del continente africano (cf. fig. 3.4; compa-
rar con figs. 3.5, 3.6, 3.7, 3.8, 3.11 y 3.13).

Figura 3.7 – Izq.: Ventana del rosetón norte de Notre Dame. Fotografía del autor, feb. 2000.
Der.: Conjunto fractal de Mandelbrot. Simetría dodecagonal magnificada por un factor de 37 trillones.
Según Ary Goldberger (1996: 103).

A esta altura del siglo XXI hay docenas de libros y artículos que revolotean en torno a
nomencladores tales como ‘Fractal Architecture’ y que despliegan ejemplos históricos y
contemporáneos de edificios razonablemente fractales sea por su semejanza con atracto-
res caóticos, por su autosimilitud interna o por su dimensionalidad fraccional. El pro-
blema para los lectores experimentados en estas ciencias empequeñecidas por un didac-
tismo invariante es que nadie parece capaz de hablar sobre fractales sin contar una y
otra vez la misma historia. Día tras día debemos soportar una agobiante pedagogía de

84
curvas monstruosas, polvos de Cantor, costas de Inglaterra, copos de nieve, helechos,
alcachofas y otros vegetales recursivos que todo el mundo insiste en incluir en un
número cada vez mayor de páginas iniciales pero que aquí procuraré ahorrarle al lector.
Puede que mi propedéutica sufra un descalabro que lastime o desoriente a futuros apren-
dices, pero la triste verdad es que muchos de nosotros semejante redundancia prefatoria
ya no se tolera más. En el curso de mi vida editorial caí en ese artificio un par de veces,
es cierto, pero me he propuesto no volver a hacerlo (cf. Reynoso 2006).
Independientemente de que la generalidad de los autores comienza cada nuevo ensayo
sobre la fractalidad en la cultura como si fuera la primera vez que se trata el asunto, el
género fractal está definitivamente instalado en la práctica arquitectónica y en el diseño
urbano, especialidad en la que no siempre se manifiesta una inspiración africanista (Tri-
vedi 1988; 2017; Bovill 1996; Goldberger 1996; Portoghesi 2000; Ostwald 2001; Lo-
renz 2003; Capo 2004; Rian, Park y Ahn 2007; Yannick 2007; Situngkir 2010; J. Harris
2012; Torgovnick 2013; Dutta y Adane 2014; Sardar 2015; Vilalta 2017; Dutta y Adane
2018; Vrdolak y Miletić 2019; Jackson S/f; Falconer 1990).42

Figura 3.8 – Izq.: Espejo celta de Birdlip, Gloucestershire - Museum of Gloucester (ca. 200 aC)
Der.: Espejo celta de Desborough, Northamptonshire – British Museum [924.0109.1] (50 aC-50 dC).
Fotografía según Reginald Smith (1909).
Ambos ejemplares contienen elegantes alusiones al problema geométrico de Apolonio.

42
La referencia a Kenneth Falconer [1952-] sería importantísima de ser fidedigna, pero sólo se la en-
cuentra en el artículo de Daniele Capo (2004). No hay mención de la arquitectura en el principal repo-
sitorio del matemático Kenneth Falconer en Research Gate ni en la página del autor ni en alguna otra
publicación académica vinculada a su nombre. El título del presunto libro coincide con el del subtítulo de
un volumen de Carl Bovill (1996) en el que no se menciona ninguna contribución de Falconer.
85
Uno de los proyectos arquitectónicos que marcan la influencia de las ideas de Eglash en
el ejercicio de otras profesiones es el de Lideta Mercato, un mercado diseñado y cons-
truido por el arquitecto catalán Xavier Vilalta en Addis Abbaba, Etiopía, según princi-
pios constructivos derivados de la geometría, las vestimentas y diversas tradiciones
fractales ya sea propias de los nativos o generadas como epifenómenos del contacto cul-
tural (Vilalta 2017 y fig. 3.6). Tras observar otros casos como éste, cae de suyo que
muchas de las arquitecturas desplegadas en diversas sociedades y en las épocas más im-
previstas son tan convincentemente fractales como los ejemplos proporcionados por
Eglash, cuyos criterios de selección y representatividad –digámoslo– nunca fueron de-
masiado transparentes. La arquitectura más contundente en este sentido puede que sea la
que refleja la construcción fractal de un templo hindú procedente del artículo de Joye
Yannick (2007) en páginas de la inevitable revista Nexus Network Journal en el que se
recuperan ideas vertidas por Kirti Trivedi (1988; 1993), un contemporáneo mío de
Mumbai, tejidas por él con suma discreción entre once y seis años antes que se publi-
cara African Fractals sin que nadie señalara la importancia de que semejantes ideas se
pensaran en ese lugar tan periférico y en ese tiempo tan temprano. Después de algunos
años de silencio en los que se creyó que él se había dedicado a otros menesteres, Trivedi
ha publicado recientemente ensayos en los que alinea las intrincadas ornamentaciones
geométricas anidadas de templos hindúes y jainas con los mandelboxes hipercomplejos
de la más carismática tecnología fractal de culto de la segunda década de este siglo, en-
carnada en productos como Incendia, Infinity Fractal, Mandelbulber y Mandelbulb 3D
(Trivedi 2017; figs. 3.4, 3.5, 9.10. 9.11 y 9.12 del presente libro; véase Katunin 2017).

Fig. 3.8b – Primer “arbol fractal” dibujado por John Ruskin en 1858 (1904: 60).
Titulado “Sketch by a clerk of the works”.
Imagen en el dominio público.

Otras figuras en las páginas circundantes ilustran fractales arquitectónicos de gran es-
cala o de pequeño detalle en diferentes estilos. Algunos son viejos clásicos de la litera-
tura; otros debieron rescatarse del olvido. Muchos de los ejemplos de mayor efecto con-
sisten en contrastes entre fractales reales y virtuales: es así que un rosetón de la catedral
86
de Notre Dame tal como era a fines de 2018 –antes del incendio– se compara con una
región del conjunto de Mandelbrot ampliada 37 trillones de veces (fig. 3.7). Otro arte-
facto que despliega figuras de innegable fractalidad es el famoso espejo celta de Desbo-
rough (albergado en el British Museum) que se muestra en la fig. 3.8 (der.). La literatura
sobre la fractalidad ha ido creciendo después de Eglash pero las explicaciones que adu-
cen los fractalistas sobre la presencia de esa geometría en particular en distintos entor-
nos culturales siguen sin ser satisfactorias. A la hora de la explicación todas las geome-
trías culturales experimentan el mismo síndrome de lo que podríamos llamar analogía
morfológica entre la configuración geométrica, el orden social y (ocasionalmente) la
cosmología, una analogía susceptible de ser traída por los cabellos debido a las arbitra-
riedades de la descripción (como habría dicho René Thom) pero cuyos valores de ver-
dad acaban extraviándose en la misma suerte de frágiles metáforas que aquellas en las
que incurrían los primeros evolucionistas. La misma clase de explicación por analogía
metafórica entre la configuración social y la morfología simbólica aparece en antropo-
logías de muy distinto signo teórico.43

Figura 3.9 – Serie de Fibonacci en la superficie de las cámaras del templo de Karnak en Luxor
(reproducida con otra ilustración en Eglash [1999: 88]) – Basado en Alexander Badawy [1965].
Compárese con la representación de Temple de l’Homme del ocultista René Schwaller de Lubicz (1957:
fig. 138), replicada por Corinna Rossi (2007 [2003]: 34).

43
Véase, por ejemplo, la explicación lévistraussiana de las máscaras caduveo más abajo (pág. 125 y ss.).
87
Ante la abundancia y dispersión temporal y espacial de los casos habría que pensar me-
jores explicaciones que las que se acostumbran, en las que se imaginan simbolismos re-
ligiosos apenas plausibles o isomorfismos entre formas geométricas y estructuras socia-
les específicas, plasmando un género al que ya no se debería conceder más crédito des-
pués del arrepentimiento de Mary Douglas por sus propios excesos de pensamiento ana-
lógico, un episodio de autocrítica y reflexividad culposa cuya bitácora me entretuve en
desarrollar en otros textos, que me resulta de una relevancia mayúscula pero al que
nuestros profesionales (ella incluida) han decidido no prestar atención (cf. Reynoso
2019d: cap. § 4.8). Acontecimientos metateóricos como éstos no son suficientemente co-
nocidos en la antropología de la corriente principal y en la antropología del arte en
particular, y a esta altura del siglo este es sin duda un hecho a lamentar. No obstante, es-
pero que llegue el día en el que los fenómenos en los que la geometría juega un papel
central inspiren razonamientos mayormente geométricos, más cercanos a los de Paulus
Gerdes o a los de Dmitri Tymoczko que a los de Ron Eglash o a los de las aladas pará-
frasis simbólicas de la primera Mary Douglas, a las de los símiles cosmológicos de los
que no se priva Kirti Trivedi o incluso a los de las analogías involuntariamente tópicas e
inconvincentes en que se agota el modus operandi de Alfred Gell.
En la huella de Eglash se ha ido formando un amplio conjunto de diseñadores que han
llevado la práctica de la geometría fractal a un nivel que no estaba en los planes ni en la
imaginación de nadie en los años 90s. Al lado de las observaciones que he ido desgra-
nando en este capítulo han habido unas cuantas reseñas críticas del libro de Eglash y de
algunas de sus otras contribuciones. Las de Abdul Karim Bangura (2000), Mazyar Lot-
falian (2001) y David Hill (2003) no son más que comentarios positivamente inclinados
pero insustanciales y prematuramente envejecidas; las de James Rauff (1999) y Dwight
D. Read (2004) son bastante más suculentas que eso.
La primera de estas últimas señala algunos puntos importantes. El más que interesante
etnomatemático James V. Rauff (1999) –autor de un memorable estudio sobre la icono-
grafía geométrica de los Warlpiri o Walbiri (Rauff 1997) que profundiza en el trabajo
extraordinario de Nancy Munn [1931-2020] (Munn 1962; 1966; 1973)– alega que la
etnogeometría está acopiando partidarios y censores. Los primeros festejan el reconoci-
miento de serias ideas geométricas en las sociedades tradicionales. Los segundos se
quejan de las eventuales faltas de rigor y de la tendencia de los etnogeómetras a estan-
carse en consignas autoindulgentes y a incurrir en excesos posmodernos. Ambos utili-
zan ahora el libro de Eglash como coraza defensiva, almacén de elementos de juicio y
arma de ataque. Tras esa observación Rauff comienza una prolija revisión del libro de
Eglash que aquí reciclamos y parafraseamos en un único párrafo como un adecuado
abstract del mismo, aprovechando para recorrer sus aspectos de carácter técnico.
En su primer capítulo, no especialmente persuasivo (prosigue Rauff), Eglash enumera
los cinco rasgos distintivos de la fractalidad: recursión, scaling, auto-similitud, infinitud

88
(i. e. “progresión sin límite”) y dimensión fractal. 44 El capítulo siguiente de African
Fractals, en el que se despliegan fotografías aéreas de asentamientos africanos al lado
de simulaciones de figuras fractales es el más deslumbrante de todo el libro (cf. fig. 3.1
y 3.3 más arriba). El tercer capítulo discute la falta de fractalidad en otros lugares fuera
de África; es el más débil de todo el volumen, fundamentalmente debido a dos gruesos
errores etnológicos que se suman a los que ya anotamos a propósito de Mali y Camerún.
El primero de ellos es la atribución del sitio de Teotihuacán a la cultura Maya: una pifia
flagrante y una muestra de desconocimiento de las culturas y geometrías del país de la
puerta colindante. El segundo error consiste en atribuir los dibujos en arena documenta-
dos por Marcia Ascher en Ethnomathematics a los Warlpiri, el pueblo aborigen que lla-
mó a los canguros por su nombre y que habita un cronotopo clásico de la más vieja an-
tropología. Rauff nos recuerda que el análisis de Ascher referido a los Warlpiri de Aus-
tralia tiene que ver con los sistemas de parentesco y que el estudio de los diseños en
arena se refiere a los Malekula de las Nuevas Hébridas (hoy más bien Malakula), el ar-
chipiélago de unas 80 islas que hoy llamamos Vanuatu de los que trataremos en un par
de capítulos (cf. Ascher 1991: 45-61, 64, 70-77, 81-82; Layard 1938; 1942; sobre los
Warlpiri cf. Munn 1973; Rauff 1997).
Rauff tiene razón, ciertamente. Las observaciones de Eglash sobre la fractalidad son en
ambos casos inobjetables, pero su traspié antropológico no es por ello menos grosero;
de hecho, está muy cerca de tornar banal el desarrollo de todo el relato que nos habla de
la especificidad cultural de la fractalidad. Rauff no hace objeción a otra observación
cuestionable suscripta por Eglash (1999: 43), que no es otra que la que afirma que los
‘Kwakiutl’, los Haida y los Tlingut [sic] son las únicas culturas con arte fractal de Amé-
rica nativa. En este punto el error antropológico de Eglash se torna triple. Por un lado
los Kwakiutl ya no deberían llamarse así sino Kwakwa̱ ka̱ʼwakw; por el otro, ante ojos

44
Un arquitecto podría señalar que aquí está faltando un rasgo que muy pocos autores han mencionado
pero que configura una característica fundamental de muchos estilos artísticos, una ley de composición
vinculada a distribuciones de ley de potencia y a las escaleras de Lévy (escaleras del diablo y entablaturas
dóricas incluidas). Así lo han considerado Nikos Salingaros (1998), Salingaros y West (1999), Yannick
Joye (2007) y sobre todo Andrew Crompton (2001) tras los pasos del crítico de arte victoriano John Rus -
kin [1819-1900] y del arquitecto inspirador de la última revolución informática, Chris topher Alexander
(Alexander, Ishikawa y Silverstein 1977). Ahora que la contemporaneidad ha redescubierto algunas de
sus ideas vale la pena releer a Ruskin, creo. Contemporáneamente se percibe una impetuosa iniciativa de
recuperar ideas ruskinianas materializada en, por ejemplo, The Eight Lamp: Ruskin Studies Today. En la
quinta edición de esa revista inusual Anuradha Chatterjee y Laurence Roussillon-Constanty (2011: 1) se
han preguntado si acaso en los tiempos que corren John Ruskin se está tornando cool otra vez. Las leyes
de composición propuestas por él en The Elements of Drawing (1857) son las de (1) Principalidad, (2)
Repetición, (3) Continuidad, (4) Curvatura, (5) Radiación, (6) Contraste, (7) Intercambio, (8) Consis-
tencia y (9) Armonía. Casi todas estas leyes admiten una paráfrasis fractal. Más aun, en base a las tres pri-
meras Ruskin estuvo a punto de proporcionar una feno menal anticipación de varios principios de la frac-
talidad y de la teoría de grupos, la cual rara vez se aborda en relación con esa geometría. De hecho, con-
forme lo ha sabido percibir Andrew Crompton, Ruskin realizó en 1858 (con ánimo sarcástico y sin
motivo aparente) el primer dibujo conocido de un “árbol fractal” en el volumen V de su Modern Painters
(1904: 60, lám. 56 – Ver fig. 3.8b más arriba). El primero en mencionar a Rus kin en relación con los
fractales y la invariancia de escala ha sido Donald Turcotte (1997 [1992]: 1). Prisioneros de sus dualismos
y de sus lecturas minimalistas, ni Eglash, ni Mandelbrot, ni Rauff repararon en él.
89
profanos como los suyos o los míos su arte es indistinguible del de grupos vecinos como
los Salish, los Tlingit y los Tsimshian. En tercer lugar llamar America a los Estados
Unidos suena por lo menos impreciso, imperial y provinciano. Recorrida ya una parte
importante del siglo XXI un topónimo así exuda un retintín jingoísta de discurso
presidencial republicano, trumpista para más añadidura; no es algo que un antropólogo
estaría inclinado a adoptar como forma normal de expresión. En cuarto orden, por fin,
donde dice Tlingut debe decir Tlingit y donde dice fractal debería decir algo geométri-
camente más acotado y preciso.

Figura 3.10 – Sonata para 3 pianos y percusión de Béla Bartók.


Ejemplo de geometría de la música basado (aparentemente) en la serie de Fibonacci.

Hay al menos otra crítica igual de áspera que la de Rauff, por si les interesa. El antro-
pólogo de la UCLA Dwight W. Read realiza una revisión del libro de Ron mayormente
simpática con sus ideas, aunque con agrias objeciones puntuales. Eglash –alega Read–
no hace mayores esfuerzos por vincular las geometrías fractales encontradas con los sis-
temas de organización social y con la cosmología de las sociedades sur-saharianas.
Tampoco le parece bien acabada la idea de que la etnomatemática es un acercamiento a
la intencionalidad indígena y no tanto un simple registro de coincidencias circunstancia-
les. La objeción de fondo formulada por Read es esencialmente metodológica y afecta a
la estructura del libro. El argumento es el siguiente:
The style of the book is equally ambivalent, varying between explicit demonstration of the
fractal aspect of a particular settlement or design, and eclectic choice of examples. Eglash is
comfortable with mathematical patterning in his exposition, but ignores statistical patter-
ning. We are not provided with any sense of how examples were selected, the extent to
which they are typical or unusual examples of architecture or design, or the variability with
which fractal patterning appears in different cultural groups. In part, this reflects the dicho-
tomy between a topic that has to do with examining systems of thought, hence the parti-
cular pattern is crucial, versus considering the instantiation of those conceptual patterns in
terms of quantitative measures appropriate for describing patterning at a phenomenological
level (Read 2004: 203).

Aunque la objeción planteada por Read alcanza a comprenderse, ella no guarda relación
con ninguna modalidad de “patrón estadístico” sino que afecta más bien a la representa-
tividad de lo que Eglash había establecido. La referencia de Read a presuntas o posibles
“medidas cuantitativas para describir patrones a un nivel fenomenológico” no es una
expresión feliz después de las demostraciones de Gregory Bateson en el sentido de que
los números son el producto de la operación de contar mientras que las cantidades son el
resultado de la operación de medir, necesariamente relacional (Bateson 1981 [1979]: 48
y ss.; Reynoso 2009 versus Rotman 2000 [1997]). Dado que no proporciona ningún
ejemplo de lo que aduce, no sé si Read se está refiriendo a medir o a contar, pero sea
90
como fuere esta cuestión no se refiere a ninguna incumbencia conocida de lo que en
nuestra profesión acordamos llamar estadística.

Figura 3.11 – Geometrías anidadas en la cultura.


Motivos del piso de la Catedral de Anagni, ca. 1226 (ó 1104 según otros fechados).
De estilo románico, muestran triángulos de Sierpiński con 4 y 2 niveles de anidamiento.

En cuanto a las consecuencias del libro de Eglash más allá de las críticas puntuales pue-
de decirse que su obra ha desencadenado un movimiento mundial en torno de una espe-
cialidad emergente. Poco antes de morir, Paulus Gerdes comenzó a citarlo encomiásti-
camente, admiró la belleza de sus presentaciones y modificó algunos de sus hábitos ana-
líticos y de nomenclatura incorporando una dosis mayor de fractalidad, auto-similitud,
recursividad, proporciones irracionales, secuencias de Fibonacci e independencia de es-
cala a su vocabulario analítico más convencional y escolar (1994a: 365 versus 2007:
105; 2009: 113; 2011a: 133, 159, 328, 403, 404; 2011b: 133, 159, 173, 212, 328, 381-
82, 400, 403-4, 406, 472, 500, 655, 853; 2012: 147; 2014b: 198). Como no podría ser de
otra manera, Gerdes fue también un autor a quien Eglash mencionó en pocas pero im-
portantes ocasiones en distintos momentos de su obra (1999: 68, 122, 186, 222; Eglash
y otros 2006: 347). Hace poco más de doce años (en una Conferencia TED del 2007)
Eglash pareció conceder mérito a la capacidad auto-organizativa del capitalismo, pero
por lo demás él y Gerdes son autores próximos en materia de perspectiva de género y de
posicionamiento ideológico.
Consecuencias de las exploraciones fractales de Eglash son las observaciones sobre la
fractalidad en África elaboradas en el interesante African mathematicas: From bones to
computers de la sudafricana Mamokgethi Setati (Rosina Mamokgethi Setati-Phakeng) y
el políglota sierraleonés Abdul Karim Bangura (Setati y Bangura 2011: cap. §12, pp.
145-155), un texto a mitad de camino entre la militancia africanista y la fina erudición al
estilo norteamericano. En Chaos Theory and African Fractals (Bangura 2000b) y en To-
yin Falola and african epistemologies (Bangura 2015: esp. cap. § 6) resuenan ecos de la
fractalidad según Ron Eglash y (más todavía) de la etnogeometría según Paulus Gerdes.

91
Figura 3.12 – Capitel del templete de Isis en Filae, Asuán, Egipto.
Ornamentación autosimilar reminiscente del conjunto de Cantor.
Es un caso excepcional con cinco (o tal vez más) niveles de anidamiento.
Según Emil Makovicky (2016: 206).
Contrástese con Ron Eglash (1999: 12-13, 15, 17, 93, 99, 147-148, 206-208).

En la segunda década de este siglo XXI Eglash se ha convertido en el conductor indis-


cutido de la etnogeometría africanista norteamericana, la cual hoy por hoy es una etno-
geometría etic predominantemente fractal. Como cuestión de hecho, la fractalidad se ha
encontrado mucho más allá de los contextos africanos en los que Eglash ha escogido
circunscribirla, lo cual configura un problema mayor porque –según al menos un puña-
do de eglashianos epigonales– no deberían haber tantos y tan buenos fractales allí donde
positivamente los hay porque si así fuera la fractalidad dejaría de ser un rasgo identitario
distintivo de lo africano y porque la geometría de África al sur del Sahara (y al norte de
la selva lluviosa) ya no configuraría un caso tan excepcional (cf. Eglash y Bennett 2012;
Bennett 2012; Sayed y Fahrid Ahmed 2014; Beardsley 2016; Gundaker 2016).
A pesar de todo lo que hemos visto, la posición de África en un contexto supuestamente
“global” sigue siendo poco envidiable. Salvo cuando toca alguna exhibición mayor en el
Metropolitan, en el MOMA o en el British Museum, las grandes visiones panorámicas
del arte, de la estética y de la geometría que se construyen en este lado del mundo usual-
mente dejan el continente fuera de consideración. Se dice siempre que los chinos, los
japoneses, los griegos, los romanos y eventualmente los peruanos (por obra de Machu
Picchu) se han atenido a ideas estructurales rigurosas en la construcción de sus ciudades
y templos y en la disposición de sus imágenes pero hasta ahí se concede. Sólo cuando se
habla del Islām entra a tallar la geometría, en cuya fractalidad eventual no se ha ahon-

92
dado mucho. La creencia habitual sigue sosteniendo que la Grecia clásica es la fuente
suprema de la tradición geométrica y constructiva mientras que la antigua Babilonia ha
sido la fuente primera de la tradición algebraica o computacional, pero ‘geometría’ no
significa lo mismo en todos los contextos y hay sobrados elementos de juicio que son
indicadores de ideas contrarias a esa simplificación (cf. Seidenberg 1962 b).

Figura 3.13 – Máscaras autosimilares “Kwakiutl” (hoy Kwakwa̱ k a̱ ʼwakw) según Audun Holme (1965).
El Kwakwa̱ ka̱ ʼwakw (llamado por su nombre despectivo) es, como ya mencioné, casi el único estilo
amerindio reconocido como fractal por Ron Eglash (1999: 45). En ese estilo hay, sin embargo, una ric a
simetría axial pero poca fractalidad en el sentido estricto. La replicación de imágenes parecidas a
distintas escalas no guarda comparación con lo que es el caso de Nueva Guinea (ver fig. 10.3).

La exclusión de África de las historias “universales” de diferentes asuntos geométricos


es entonces un asunto digno de inspección. Salvo cuando se discute ese momento espe-
cífico del “primitivismo” en la pintura moderna al que me referiré más adelante (pág.
365 y ss.), siempre que los expertos en historia del arte hablan de África parecería que
lo hacen por conmiseración. En los libros en papel de ilustración las obras de arte afri-
canas de los últimos siglos se acomodan junto a la Venus de Willendorf o a las pinturas
de Altamira, Lascaux, Niaux, Font-de-Gaume y Chauvet-Pont-d’Arc como si hubiera un
arte primitivo gourmet que vale lo que cuesta y que es signo de buen tono admirar, pero
que se aglomera en una misma antigüedad que se inicia de pronto, dura unas pocas de-
cenas de miles de años y termina tan súbitamente como había comenzado: un arte de
museo que remite a un período (pre)histórico estilizado aunque figurativo cuya geome-
trización se detiene antes que las figuras comiencen a degenerar en estilizaciones sin
carga de significación o en signos que sin duda pretenden comunicar algo pero cuya de-
notación deviene una incógnita que no tiene visos de resolverse.

93
Ni siquiera los estudios inscriptos en lo mejor de la antropología del arte se abstuvieron
de leer los procesos que van de lo figurativo a lo geométrico (o a la inversa) a la luz de
juicios de valor, debatiéndose entre la celebración por la estilización ganada y la pesa-
dumbre por los simbolismos perdidos; África no ha sido una excepción (cf. Goldwater
1964; 1938: 15-18; Hagen 1986). Cuando se extienden las referencias a casos al norte
de África, en materia de geometrización los occidentales sólo piensan en el Islām, o a lo
sumo en Egipto; para bien o para mal, el África sub-Sahariana está invariablemente
excluida de la idea de globalización inherente a la idea de arte universal excepto en lo
que hace a sus contribuciones al primitivismo, más escultóricas que geométricas o más
pictóricas que artísticas en general (cf. Gundaker 2016; Goldwater 1938; Goldwater y
otros 1969). Así como el mercado de arte escultórico africano responde a tradiciones
pensadas para el gusto de clientelas de Europa y (primordialmente) los Estados Unidos
tendientes a un “mínimo común denominador” (situación denunciada por antropólogos
independientes décadas antes que los posmodernos creyeran inventar la crítica cultural),
una parte sustancial de los estudios de geometría africana se basa en información que
desde hace tiempo se sabe espuria y conceptualmente equivocada (cf. Goldwater 1964:
119; Markov [Matvejs] 2009 [1919]; 2014 [1914]; Bascom 1976: 313; Howard, Bužins-
ka y Strother 2015 versus Clifford 1995 [1986]; Jules-Rosette 1984: 108-141; Landau y
Kaspin 2002; Jay y Ramaswamy 2004; Jules-Rosette y Osborn 2020).
Caso a cuento es el hábito de considerar cualquier relación de proporción más o menos
aproximada como un caso de sección aúrea (o de sacro rectángulo), comenzando por el
Partenón y siguiendo por el Taj Mahal. El efecto se logra modulando la curvatura de
una espiral logarítmica superpuesta a una fotografía del edificio para que coincida con
rasgos importantes de la construcción, lo cual no es muy difícil de lograr. Consigan un
software de diseño fractal adecuado (Janus Fractals es una posibilidad), jueguen con él
la próxima noche de insomnio o tarde de pandemia, seleccionen la espiral adecuada,
ajusten las proporciones con el mouse y les juro que conseguirán demostrar la presencia
de la serie de Fibonacci en el estilo arquitectónico que se les antoje. Lo cierto, sin em-
bargo, es que mucho de lo que se dice sobre la presencia del segmento áureo aquí y allá
no es más que el residuo de una vieja leyenda urbana que se resiste a morir. Audrey
Bennett (colaboradora ocasional de Eglash) cita al matemático y divulgador científico
Keith Devlin, un autor amplio de criterio pero libre de toda sospecha de afrofilia. Es-
cribe Devlin:
Ciertamente, la afirmación tantas veces repetida de que el Partenón de Atenas se basa en la
proporción áurea [ golden ratio] no es soportada por las mediciones concretas. De hecho,
toda la historia sobre los griegos y el segmento áureo parece no tener ningún fundamento
(Devlin 2005, según Bennett 2012: 14).

En musicología he llegado a apreciar sobremanera un reciente trabajo titulado algo así


como “Uso y abuso del número de Fibonacci y de la Sección Áurea en la musicología
actual”, un trabajo de la joven especialista en la buena y la mala numerología en la his-
toria de la música Ruth Tatlow (2006) de la Universidad de Uppsala, Suecia. Aclaremos

94
a todo esto que ambas nociones suelen confundirse pero no son exactamente lo mismo,
aunque andan cerca. El segmento áureo fue creado por Euclides más de un milenio an-
tes que existiera la serie de Fibonacci, pero la cultura popular no lleva cuenta de esos
detalles. Euclides tampoco dijo nunca que el segmento áureo (cuya razón aproximada es
de 1.6180339887498948482045868..:1 y se denota φ, o phi) poseyera alguna cualidad
estética específica, un mito que urdió Gustav Theodor Fechner [1801-1887], el psicólo-
go favorito de Gregory Bateson a quien dediqué unos párrafos recientemente en mi libro
sobre Dilemas de la Comparación, la Semejanza y la Diferencia (Reynoso 2019d: 26-
27, 34) con motivo de unas pocas buenas y unas cuantas muy malas ideas. La relación
entre ambos conceptos es por cierto estrecha pero un poquitín rebuscada: si se toman
dos números sucesivos de la serie se comprobará que su relación en el límite es casi
exactamente igual a φ. Créanme que no hay mucho más que eso, pero que eso alcanza
para crear los misterios relacionales que a cada quien le venga en gana: tales impresio-
nismos pululan, más que en cualquier otra parte, en esta variante de la numerología. El
nombre de phi, como lo afirma Martin Gardner, lo inventó el ingeniero James Mark
McGinnis Barr [1871-1950] como homenaje a Fidias (=Phidias = Φειδίας) [480-430
aC], el artista que esculpió la estatua de Atenea del Partenón (Cook 1914: 420). El pro-
pio Barr, sin embargo, argumentó en su artículo “Parameters of beauty” que no era posi-
ble que Fidias haya conocido tal segmento (McGinnis Barr 1929: 325).

Figura 3.14 – “Cosmograma” del Códice Fejérváry-Mayer, lám. 1 – Dominio Público


Otra reproducciones en Walter Krickeberg (1961: 191) y en Dehouve y Vié-Wohrer (2008: 240)

95
En el par de siglos que nos preceden, el segmento áureo ha conseguido un lugar perma-
nente en el imaginario colectivo: en 1959 se lo describió en la película Donald en el
País de las Matemáticas y en 2003 se lo nombró en El Código Da Vinci de Dan Brown
(2003: 63-64). No sólo aparece en docenas de películas y series (salvo, inexplicable-
mente, en The Simpsons, en Numbɛrs o en The Big Bang Theory) sino que la música de
muy diversos períodos y culturas está inundada de relaciones áureas. En el tercer movi-
miento de la Sonata para 2 pianos y percusión (1937) de Béla Bartók [1881-1945], el
pasaje introductorio a cargo del xilofón utiliza el llamado “ritmo de Fibonacci” que no
es otro que 1:1:2:3:5:8:5:3:2:1:1 (cf. fig. 3.10). A lo que voy es a que hay una rica geo-
metría en la música (en toda la música, no sólo en la de África) y que las más de las
veces esa geometría es fractal y recursiva (cf. Reynoso 2008; Toussaint 2013 versus
Hofstadter 1992 [1979]). En muchas instancias de las muy diversas geometrías afloran
proporciones y relaciones que bien pueden ser también epifenómenos, efectos colatera-
les o consecuencias del análisis. Si se observa con cuidado la fig. 3.10 queda en eviden-
cia que la serie aparece, sí, pero en un orden revuelto. 45 Muchas veces se defienden
teorías contrarias, pues cada vez hay también más gente que nos quiere hacer creer que
esas series se encuentran prevalentemente en el oído del oyente, en la imaginación del
hermeneuta o en el ojo del observador.
Cosas así no quitan que sobre todo en el dominio de la naturaleza la serie de Fibonacci y
la sección áurea posean propiedades sorprendentes y se oculten en los lugares más insó-
litos; ni siquiera en un libro que se quiere transgresor y crítico de los mitos científicos
como pretende ser éste hay motivos para dudar de eso. Pero existe desesperantemente
poca obra de desmixtificación seria en contra de la espesa quimera que se ha formado
en torno suyo sobre todo cuando de la cultura se trata (Markowsky 1992; Livio 2002;
Devlin 2007 versus Ghyka 1977 [1946]; Hambidge 1920). En etnogeometría se echa de
menos un estudio esclarecedor de una numerología que se ha tornado endémica en los
estudios de diseño y que merece una descontaminación como la que he comentado.
Amén de eso el campo del análisis fractal de los objetos arquitectónicos se encuentra
disperso al grado de lo increíble: una disertación de maestría titulada Fractal Analysis
applied to ancient Egyptian Monumental Art de Jessica Robkin (2012) se refiere nada
más que a cuestiones de análisis de la dimensión fractal, dejando al margen todo lo que
tenga que ver con la geometría. Ni la serie de Fibonacci, ni el segmento áureo, ni las
ideas de Badawy ni African fractals le merecen a Robkin una sola mención.

45
Sugiero echar una mirada a la página en que se muestra el uso de la serie de Fibonacci (ilustrada con la
espiral logarítmica del caracol Nautilus) en la música de konnakol del sur de la India ejecutada por Vid-
wan Shri B. C. Manjunath. Esa es la mejor ilustración que conozco de las geometrías latentes en el ritmo
musical y es rematadamente auténtica, aunque bien podría ser articulada ad hoc por un matemático verda-
deramente brillante. La página se encuentra en este vínculo y me fue señalada por mi alumno, colega y
amigo Matías Domínguez. Ésta y no la de Badawy (o la de Eglash) es lo que yo llamo una demostración
apabullante. Otra geometrización excepcional (a la que llegué gracias a Victor Hugo Ciotti – comunica-
ción personal) se encuentra en las páginas de la Philharmonie de Paris sobre Le Gamelan Mécanique.
96
Una de las más elocuentes impugnaciones del llamado mito del segmento áureo (im-
pulsado en particular por el diplomático rumano Matila Costiescu Ghyka [1881-1965] y
por el místico antisemita René Adolphe Schwaller de Lubicz [1887-1961]) ha sido la
que desarrolló en términos gráficos el arquitecto belga Dirk Huylebrouck (2019) en un
libro reciente en el que explica también la naturaleza matemática de los grafos en arena
de los Sona, al par que arroja luz sobre una multitud de apasionantes cuestiones mate-
máticas, incuyendo las discusiones en torno de Black Athena (cf. pág. 64 más arriba) y
sobre el polémico hueso de Ishango, considerado con alguna plausibilidad como el más
antiguo testimonio existente de pensamiento matemático (cf. Huylebrouck 2019b: 63-65
versus Ghyka 1977 [1946]).46
Consideremos, de todas maneras, el estatuto de la serie de Fibonacci y del segmento
áureo en la etnogeometría contemporánea en general y en African fractals en particular.
En su libro Eglash se refiere al tema unas cuantas veces (1999: 87-89, 110-111, 156,
205-206). Los datos en que reposa provienen de fuentes escritas antes que de la consta-
tación del uso de la serie o del segmento durante su experiencia de trabajo de campo,
del cual no hay casi evidencias gráficas de sus observaciones de primera mano, ni tes-
timonios escritos de sus entrevistas con informantes, ni elaboración de fuentes dignas de
tal nombre. Es así que la primera referencia le viene a Eglash de su lectura de los textos
de Alexander Badawy [1913-1986] y puntualmente de Ancient Egyptian Architectural
Design: A study of the harmonic system (Badawy 1965: 12, 24, 55, etc.), un libraco tres
décadas de viejo en ese entonces pero que parece remontarse a mediados del siglo XIX.
Badawy (un egiptólogo egipcio que descolló en la UCLA) decía haber encontrado la
serie de Fibonacci en el templo de Karnak en Luxor y en unos cuantos sitios más, tal
como se muestra en la fig. 3.9 más arriba. Badawy trabajó mucho con figuras y mapas,
pero el respeto que ha ganado su interpretación en torno de la serie de Fibonacci se
deriva de su convicción de que los antiguos papiros matemáticos documentan el conoci-
miento que los egipcios tenían de las matemáticas implicadas. Es de lamentar que ya en
este siglo, tras examinar todas y cada una de las fuentes matemáticas y las notaciones
egipcias para series, proporciones y fracciones Corinna Rossi y Christopher Tout (2002)
del Churchill College de Cambridge analizaron escrupulosamente las afirmaciones de
Badawy y los documentos existentes y llegaron a la conclusión opuesta:
Es importante señalar que no existe evidencia del uso de la serie de Fibonacci 1, 2, 3, 5, 8,
13 (o de cualquier serie parecida, tal como 1, 3, 4, 7, 11, 18 ... ó 1, 4, 5, 9, 14, 23... etcétera)
en ninguna fuente matemática egipcia. Los restos arquitectónicos por desdicha no ayudan
porque los dibujos de Badawy mostrando el uso de la serie de Fibonacci en la arquitectura
no son ni numerosos ni convincentes (Rossi y Tout 2002: 29).

La crítica de Rossi y Tout tomó estado público cuando ya era demasiado tarde, pero si
Eglah hubiese consultado los reviews críticos que se fueron publicando a lo largo de la
trayectoria editorial de Badawy habría comprobado que su obra ya no estaba bien consi-

46
Parte de la desafiante obra de Dirk Huylebrouck puede consultarse en sus páginas en ResearchGate.
97
derada por los especialistas y no sólo por sus extravagancias idiomáticas, ocasionalmen-
te hilarantes (cf. Smith 1956; Kadish 1968). Al día de hoy, teorías como las de Badawy
y otras semejantes se consideran piezas de época que ya no valen ni siquiera como lega-
do curioso (Rossi 2003: 32-56). Por incumplir las rutinas básicas de la revisión experta,
Eglash, en fin, no logró coronar satisfactoriamente un cometido de por sí difícil. Preveo
consecuentemente que en esta línea de investigación, al menos, la evidencia en favor de
las series de Fibonacci, el segmento áureo y la simetría dinámica de Ghyka seguirá en el
siglo XXI el mismo derrotero hacia el olvido y el descrédito que las cosmogeometrías
de Marcel Griaule, afectando de la misma manera, por arrastre, el trabajo de autores de
buena fe que confíen en ellas.
Contrariamente a esta idea, debo señalar que en los últimos años se está prestando cre-
ciente interés a la obra del científico ucraniano Alexei Petrovich Stakhov [1939-2021],
autor de sendos libros sobre las matemáticas de la armonía y la geometría “áurea” no
euclideana que han merecido aplauso internacional pero que están siempre a punto de
refrendar fórmulas consabidas que ya hemos visto suficientemente desacreditadas (Sta-
khov y Olsen 2009; Stakhov y Aranson 2016). Esencial a los razonamientos de Stakhov
es el descubrimiento de las “proporciones metálicas”
… realizado simultánea e independientemente por la matemática argentina Vera W. de Spi-
nadel (2004 [1998]), el matemático francés Midhat Gazalé [1999], el matemático ameri-
cano Jay Kapraff [2002: 57, 567], el ingeniero ruso Alexander Tatarenko [1925-1999], el
filósofo armenio y físico Hrant Arakelyan, el investigador ruso Victor Shenyagin, el físico
ucraniano Nikolai Koseinov, los matemáticos españoles Sergio Falcón y Angel Plaza, entre
otros (Stakhov y Aranson 2016: vii; los encorchetados son míos).

La primera de estas personalidades no es otra Vera Martha Winitzky de Spinadel [1929-


2017], la primera doctora en Matemáticas de la Universidad de Buenos Aires, temprana
especialista en fractales, caos y proporciones numéricas y pionera de la carrera de dise-
ño en la misma institución en la que hoy dicto posgrados de diseño recursivo y en la que
todavía se la recuerda. Cualesquiera sean sus valores, premios y méritos en otros órde-
nes, la mayoría de estos autores está atrapada en su credulidad a pies juntillas respecto
de la numerología de la Gran Pirámide y del Partenón, en la interpretación astronómica
y computacional de Stonehenge,47 en el pitagorismo esotérico y en las teorías de Matila

47
Tesis alentada por el astrónomo Gerald S. Hawkins [1928-2003] de la Universidad de Boston en su Sto-
nehenge decoded (1965), adoptada por Vera Spinadel (2003: 416) y discutida demasiado simplísticamen-
te por el arqueólogo Richard Atkinson [1920-1994], cuyo trabajo previo se encuentra a su vez plagado de
chapuzas de reconstrucción y de insólitos errores metodológicos. Mucho más satisfactoria aunque poco
leída por sus contendientes es la crítica publicada en Antiquity en la que Atkinson (1965) desmontó el uso
que había hecho Hawkins de la prueba estadística de la hipótesis nula, un método de presunta inferencia
inductiva cuestionado en su momento por quien esto es cribe (cf. Reynoso 2011b). Atkinson también ad-
virtió contra el uso fetichista de “programas de computadora” que Hawkins impulsaba en base a datos en-
tresacados de los registros de Stonehenge. Esos programas eran en rigor renglones de seudocódigo sus -
ceptibles de insertarse en programas escritos en COBOL o FORTRAN, lenguajes de los años sesenta “con-
siderados dañinos” por los entendidos y que siempre se supieron inapropiados para el uso científico
(Hawkins 2003 versus Dijkstra 1968; Reynoso 2004: 65-66). La tesis de Hawkins alimentó la moda con-
tracultural que exaltaba la sabiduría de los antiguos al par que denigraba la arqueología tradicional, una
tendencia promovida por personajes tales como ese os curantista carismático que fue Alexander “Sandy”
98
Ghyka que sugerí poner en duda pocas páginas más arriba (cf. pág. 97) y que continuaré
debatiendo más adelante. Es lamentable que mi admirado Jay Kappraff haya contri-
buido a la confusión general incurriendo en deslices geométricos parecidos –que com-
partió con Vera de Spinadel48 – y que el alejandrino Midhat Ghazalé, autor de un libro
titulado sintomáticamente Gnomon: From Pharaohs to Fractals (1999: 12, 125) parti-
cipe del mismo género de ideas. Mi decisión de poner bajo vigilancia esta línea de pen-
samiento numerológico a pesar de la poderosa inserción institucional de sus promotores
obedece al hecho de que todos los autores implicados callaron sistemáticamente toda
referencia a las críticas formuladas desde la arqueología e incurrieron en interpreta-
ciones disparatadas en tópicos de geometría sagrada y de fractalidad que van mucho
más alla del caso de Stonehenge.
Es muestra de sensatez que Eglash rechace todo cuanto se refiera a la presencia de se-
ries, rectángulos, alineamientos y proporciones armónicas, áureas, metálicas o astronó-
micas en el Partenón de Atenas. No es loable pero es hasta cierto punto comprensible
que no haya conocido las críticas que arquitectos y egiptólogos contrapusieron al mode-
lo de Badawy. Lo que sí necesitaría alguna justificación es que Eglash acepte la nume-
rología del análisis del templo trimilenario de Karnak como una instancia reciente de
fractalidad representativa de la concepción etno-matemática africana de la que se ocupa
el grueso de su libro. Las distancias entre el África Occidental sub-sahariana y Egipto
no son siderales pero los tiempos implicados se sitúan milenios aparte. Lo cierto es que
Fibonacci (de quien precisaremos el perfil mucho más adelante, pág. 205 y ss.) está
mucho más lejos en el tiempo de los constructores de Karnak de lo que éstos lo están de
Fidias o de Euclides y de lo que nosotros y los fractalistas africanos lo estamos de Fibo-
nacci: son mundos de diferencia cultural y milenios de información faltante. En cuanto a
Eglash y a Badawy, diré que en esta era de información en la punta de los dedos pro-
porcionar un ejemplo que no hacía falta y desencadenar sus consecuencias quita, creo
yo, mucho más que lo que agrega. Poco sentido tiene además, me temo, ocuparse de
Egipto y olvidar el Islām, pocas veces referido en la obra de Eglash en relación con de
las geometrías africanas, fractales o de otro tipo.

Thom [1894-1985], hoy visto como una towering figure que llegó a marcar toda una época (cf. Pitts 2003
versus Flinders Petrie y Hawkins 1989). Tras largas décadas en las que las pos turas contrapuestas se al-
ternaron en el favor popular, los altibajos de las teorías en contienda han sido re sumidos en el artículo de
Ronald Hutton “The strange history of Archaeoastronomy” (Hutton 2013). Aunque la disputa no muestra
visos de atemperarse tal vez la disputa podría asentarse sobre bases más firmes y con sensuadas si ambas
partes prestaran mayor atención a la geometría, como ha sido el caso con la contribución de John Barnat y
Gordon Moir (2014 [1984]), la cual logró precisar el foco y levantar el nivel de una discusión que a causa
de las especializaciones circunscriptas y las retóricas encendidas estaba cayendo demasiado bajo.
48
Véase pág. 174 más adelante.
99
Figura 3.16 – Biomorfos de Chiapas.
Basado en Geometrías de la Imaginación: Chiapas (2016a: 58).
Compárese con The blind watchmaker, fig. 6 reproducida más abajo en la fig. 3.17.

Un tema de resolución pendiente que revolotea en torno de African fractals, en fin, es el


de la presencia o la ausencia de fractales en otros contextos culturales. Algo antes que
los fractales se pusieran realmente de moda (lo que recién llegó a suceder después del
surgimiento y consolidación de las computadoras personales con monitores gráficos)
James A. Marshall (1987), por ejemplo, había encontrado geometrías euclideanas com-
plejas al lado de “geometrías de Fibonacci” en antiguos sitios Hopewell en Ohio, Ken-
tucky, Florida, Mississipi y otros estados, datados entre 400 aC y 400 dC y de una esca-
la y complejidad comparables –decían– a las de las líneas de Nazca en Perú. Con la co-
laboración de la fallecida arqueóloga Patricia S. Essenpreis de la Universidad de Flori-
da, Marshall concluyó su impresionante estudio preguntándose si es posible que existan
otras culturas en África o en Oceanía capaces de ejecutar geometrías similares. Essen-
preis (o Marshall, no está claro) prometió reunir información sobre los sitios Hopewell
para completar algún día (cuando hubiese el suficiente dinero disponible) un Atlas de
estas geometrías indígenas, pero nunca supe que él o ella lo hayan hecho o que alguien
más haya tomado la posta (Marshall 1987: 36). Hay a pesar de ello un museo que hos-
peda una Colección Hopewell que comenzó a reunirse a partir de aquel relevamiento,
100
así como una extensa colección de objetos Hopewell pertenecientes al mismo Museo
que reúne un amplio muestrario de piezas geométricas (incluyendo no pocas svastikas)
que constituyen cabales àdìǹkrá, objetos geométricos denotativos estos últimos que
espero poder desentrañar de aquí a unos pocos capítulos.

Figura 3.15 – Dios fractal y personalidad genealógica objetivada


según Alfred Gell (2006 [1999]: figs. 7.11/1 y 7.11/2). Ninguna de las figuras exhibe rasgos estrictos
de scaling recursivo y anidado que serían característicos de un fractal. La imagen mayor tampoco
es “plural” sino que es una unidad “contenedora” que replica el papel y el scaling de la
multiplicidad que define al colecti vo que llamamos “sociedad” en Occidente.

Un excepcional estudio de Emil Makovicky (2016) sobre simetría contiene un capítulo


antológico sobre fractalidad en algunos objetos y lugares inesperados, tales como el
complejo de edificios Niu Tou Ma en la aldea Qi Yang en China, una vasija de bronce
en el Instituto de Arte de Chicago, la Mezquita del Viernes en Isfahan, Irán, la iglesia de
Santa Maria en el Trastevere de Roma y el templete de Isis en Filae, Asuán (fig. 3.12
más arriba). La inclusión de China e Irán en el selecto club de la fractalidad incorpo-
rando objetos rotunda y estrictamente autoafines marca una diferencia. Salvo por anti-
guas menciones del triángulo de Yang Hui a nadie se le había ocurrido antes que en esas
regiones del mundo habría fractales de ese tipo. Los objetos de esta colección son mu-
cho más convincentemente fractales que los que habitualmente se encuentran en la Web
y lo notable del caso es que el África sub-sahariana nada tiene que ver con ello; es la
geometría de la auto-similitud o auto-afinidad y de la iteración a distintas escalas (y no
la métrica áurea, el anidamiento infinito, las texturas abigarradas o la dimensión reve-
lada por el conteo de cajas) lo que define la naturaleza de estas fractalidades.

101
Unos párrafos atrás aventuré que después de África y de la India es en México donde se
requiere dirimir la existencia y la naturaleza de las geometrías fractales que allí se en-
cuentran según una opinión minoritaria pero empedernida, resistida off the record por
las generaciones que todavía detentan el poder y ocupan asientos en las Academias su-
periores. En próximas ediciones de este libro se revisará la bibliografía mexicana sim-
plemente como ensayo de búsquedas posibles susceptibles de acarrear hallazgos signifi-
cativos, privilegiando lo geométrico por encima de lo fractal. Esto involucra emprender
una búsqueda sin desesperar si la fractalidad que se encuentra es de baja intensidad y si
lo que asoma es más bien alguna otra clase heterodoxa de geometría compleja, una iso-
metría las más de las veces. Como anticipo de lo que podría hallarse allí invito a consi-
derar la figura 3.14, una imagen mesoamericana reputada “fractal” por Danièle Dehou-
ve y Anne-Marie Vié-Wohrer (2008) y por Dehouve (2015) pero que no es más (y no es
menos) que un majestuoso ejercicio de simetría cuádruple en rosetón.

Figura 3.17 – Biomorfos meméticos de Dawkins.


Basado en The blind watchmaker (Dawkins 1996: fig. 8).
Compárense ejemplares a la derecha con motivos biomorfos de Chiapas, fig. 3.16

Pese a la resistencia generalizada por parte de los analistas más convencionales, con los
años se ha acumulado una amplia literatura sobre la fractalidad en la arqueología de Mé-
xico. En toda ella lo que más se acerca al logro de African Fractals es por un lado el
conjunto de estudios de Aline Lara Galicia y David Lagunas Arias y por el otro el sur-
vey de la etnóloga y socióloga comparativa Danièle Dehouve (Lara Galicia 2005; 2007;
2013; s/f; Lara Galicia y Lagunas Arias 2016; Dehouve 2017). Una serie de reportes
breves en los que participa el mexicano Gerardo Burkle-Elizondo (autor de un libro de
divulgación sobre teorías del caos y catástrofes “para médicos, biólogos y psicólogos”)
ha ganado también cierta presencia en la bibliografía internacional (Burkle-Elizondo

102
1999; 2001; Burkle-Elizondo y Valdez-Cepeda 2001; 2006; Burkle-Elizondo, Sala y
Valdez-Cepeda 2004; Burkle-Elizondo, Valdez-Cepeda y Sala 2007).49
Mientras esos textos articulan los ejes principales, hay una parva de trabajos que arran-
can en los primeros años de este siglo y que aplican nociones de fractalidad al contexto
mexicano con variada plausibilidad sin contrastar casi nunca con los valores de otros ca-
sos testigo y sin distinguir mayormente entre fractales genuinos y formas más o menos
enrevesadas de simetría o iteración (Oleshko y otros 2000; Lorenz 2003; Sala 2002;
2006; Harris 2007; López Aguilar y Bali 2007; López Aguilar y Brambilla Paz 2007;
Salvador García y Vilanova de Allende 2007; Dehouve 2017).
Puestos a examinar las geometrías mexicanas en procura de establecer su mayor o me-
nor fractalidad, hay que dejar claro que aunque los buenos análisis siguen siendo muy
raros no son datos brutos sobre geometría lo que está faltando. Entre 2007 y 2019 el
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) publicó una colección de Arte
Popular de México, estado por estado, bajo la denominación de Geometrías de la Imagi-
nación: Diseño e iconografía (2007, 2008a, 2008b, 2009a, 2009b, 2009c, 2010, 2011,
2012a, 2012b, 2014, 2016a, 2016b, 2019). Hasta el momento se han publicado muestras
casi exhaustivas de 14 de los 31 estados de México en lo que es, por lejos, el más minu-
cioso catálogo disponible de una amplia proporción de las geometrías existentes en el
país. Todos los ejemplares reproducidos son dibujos de alta resolución relativamente
fieles a los originales (aunque en blanco y negro o en colores primarios) sin casi infor-
mación contextual ni fotografías que permitan apreciar su escala y su papel en el con-
junto. Casi todos los estilos iterativos referidos en la colección corresponden a las iso-
metrías de frisos y simetrías del plano más básicas que permanecen sin analizar en tanto
tales con total ausencia de nomenclaturas técnicas aceptadas. Por lo general se distin-
guen motivos ‘antropomorfos’, ‘zoomorfos’, ‘fitomorfos’, ‘geométricos’, ‘astros’, ‘es-
cudos’ y ‘signos y símbolos’ o ‘signos, marcas y señales’ sin parar mientes en que en
todas las categorías la disposición geométrica y las variantes isométricas responden a
los mismos patrones recurrentes, sin unificar la terminología de un volumen a otro y sin
distinguir entre grados y estilos de geometrización de las representaciones figurativas o
de aquellas abstracciones interpretadas figurativamente.

49
El valor del análisis de la dimensión fractal en cualquier ciencia depende de la forma en que se lo rea -
lice; la aplicabilidad de la dinámica no lineal es inobjetable por más que innúmeros proc esos no han de-
mostrado no ser caóticos; la teoría de catástrofes, por el contrario, ya había perdido toda entidad científica
hacia fines del siglo pasado (cf. Reynoso 2006: cap. §2.6). Aprecio a René Thom [1923-2002] en múlti-
ples respectos, tales como su postura contra el indeterminismo, su proyecto de reducir la arbitrariedad de
la descripción o su papel intransigente en el Cambridge Affair, cuando se negó junto a otros 16 científicos
a que se le entregara un doctorado honorario a Jacques Derrida (Gildea 2019). Pero no puedo aceptar que
se juzgue aceptable la teoría de catástrofes cuando el mismo Thom reconoció con honestidad ejemplar su
fracaso como modelo útil ante situaciones concretas y como instancia bien resuelta capaz de ir más allá de
la obviedad. Martin Gardner (1978; 1989) llegó a considerarla como seudociencia, y le acompañaba ra-
zón. Si alguien piensa que existe una relación íntima entre teoría del caos y teoría de catástrofes (como lo
piensan Burkle-Elizondo o lo pensaba Jesús Ibáñez) es porque hay algo más que un par de ideas funda-
mentales sobre determinismo e indeterminismo que se han enten dido muy mal.
103
Algunas series de figuras en varias regiones de México muestran ciertamente afinidades
con imágenes familiares que pueden encontrarse en diversos rincones de la iconografía
de las ciencias de la complejidad y el caos. En particular son sorprendentes las similitu-
des geométricas entre los motivos de las artes textiles zoomorfas, fitomorfas y antropo-
morfas de Chiapas (2016a: 46-59) y los biomorfos lineales ilustrados por el darwiniano
Richard Dawkins en su The Bind Watchmaker (Dawkins 1996: figs. 3 a 8), imágenes
que desde entonces pueblan viralmente la red de redes, tal como se muestra en este
vínculo (cf. Reynoso 2006: fig. 3.21 de ese texto). La distinción entre biomorfos zoo-,
fito- y antropomorfos es común a ambas especies, igual que la estricta simetría bilateral.
Puestos a investigar orígenes, se verá que la expresión “biomorfo” proviene en rigor de
la extraordinaria obra del antropólogo Alfred Cort Haddon Evolution in art (1895), en
la que se distinguen ornamentos filomorfos [sic], zoomofos y antropomorfos como va-
riedades de la especie. Haddon también popularizó el término "skeuomorfo" (σκεῦος
="envase" + μορφή="forma"), acabado de acuñar por Henry Colley March (1889: 166-
172; 1893: 307) para describir el transporte de un elemento necesario en una clase de
materiales ( p. ej. textil o cestería) a otra clase (p. ej. cerámica o metal) donde ese ele-
mento no cumple ninguna función estrucural (cf. Balfour 1893). En ese contexto
Haddon cumple en señalar que “el profesor G[ottfried] Semper fue el primero en de-
mostrar que el cestero, el tejedor y el alfarero originaron esas combinaciones de línea y
color a las que el decorador recurrió para su propio uso cuando tuvo que decorar pare-
des, cornisas y techos” (cf. más adelante, pág. 215). Al cabo, una parte importante de la
nomenclatura descriptiva de las formas geométricas procede todavía hoy de la obra de
Haddon (1895: 74-199), quien también distinguió entre motivos físicomorfos y hete-
romorfos y creó nada menos que la expresión “trabajo de campo”. Con el advenimiento
del estructural-funcionalismo y el funcionalismo británico los aportes de los pioneros
cantabrigianos quedaron en el olvido hasta la recuperación de la idea de skeuomorfo re-
definida por el arqueólogo australiano Vere Gordon Childe [1892-1957] en los cin-
cuentas, utilizada en informática para diseñar interfaces gráficas e implementada no tan
popularmente en la arqueología de los noventa a esta parte para describir transiciones
tecnológicas, innovaciones y procesos de cambio en la prehistoria (Gordon Childe
1956: 13; Frieman 2009; 2010; 2013; Blitz 2015; Gorashi 2015). Más adelante (pág.
342 y ss.) volveré a tratar el tema.
Conviene aclarar que en las tecnologías complejas contemporáneas hay por lo menos
dos especies de biomorfos. Los fractales biomorfos son fractales emparentados con el
conjunto de Mandelbrot que se generan cambiando la función recursiva generadora del
conjunto z=z2 +c para que resulte, por ejemplo, z=z3 +c. siendo c un número complejo
(ver figs. 1.8 y 1.8b más arriba). Los biomorfos de Dawkins, en cambio, así nombrados
por inspiración de los cuadros biomorfos surrealistas del sociobiólogo inglés Desmond
Morris, se generan como espacio de fases de una combinatoria geométrica lineal vincu-
lada a la memética y no son necesariamente fractales. Como no podría ser de otra for-
ma, estos biomorfos meméticos inspiraron varias manifestaciones artísticas de biomor-

104
fismo dinámico, en particular los de la clase strandbeest del holandés Theo Jansen, in-
ventados en los años 90s y recientemente descubiertos por la comunidad artística inter-
nacional. Aunque Jansen no suministra demasiado detalle técnico, los mecanismos am-
bulatorios de los strandbeesten se diseñan con programas basados en algoritmos gené-
ticos o en otras “metaheurísticas basadas en la naturaleza”, como usualmente se las lla-
ma. Hoy en día estas prácticas biomórficas y cinéticas están considerablemente extendi-
das y han pasado a manos de docenas de artistas tales como Lucien den Arend, Michael
Heizer, Christo Vladimirov Javacheff, George Rickey [1907-2002], Isamu Noguchi
[1904-1988], Charles Ross, Susumu Shingu, Robert Smithson, Todor Todorov, James
Turrell y otros cientos, muchos de ellos catalogados en el portal de kineticus.org (Todo-
rov 2011). A la luz de este éxito evolutivo, da más o menos lo mismo que la algorítmica
de Dawkins o la memética en general sean o no una adecuada representación de la evo-
lución natural, idea que la teoría evolucionaria de avanzada ha puesto en duda desde el
primer día (cf. Edmonds 2002; Scheinsohn 2001). Uno de los más filosos críticos lo
expone de este modo en un review publicado en la revista Science:
A curious stasis underlies Dawkins’s thought. His biomorphs are grounded in 1970s
assumptions. Back then, with rare exceptions, each gene specified a protein and each pro-
tein was specified by a gene. The genome was a linear text — a parts list or computer pro-
gram for making an organism —insulated from the environment, with the coding regions
interspersed with “junk”. Today’s genome is much more than a script: it is a dynamic,
three-dimensional structure, highly responsive to its environment and almost fractally mo-
dular. Genes may be fragmentary, with far-flung chunks of DNA sequence mixed and
matched in bewildering combinatorial arrays (Comfort 2015: 184-185).

La similitud entre la combinatoria de los memes que se reproducen como motivos en el


arte textil de Chiapas y los conjuntos de biomorfos que se replican y cubren el espacio
de fases rugoso y accidentado de las piezas de software memético o evolucionario como
Watchmaker Suite, Genetic Algorithm Viewer o Emergent Mind es, de todos modos,
innegable. Ambos conjuntos se asemejan más entre sí que las obras de cualesquiera dos
de los artistas mencionados. Llamativamente, los nueve “genes” que regulan la posición
de los miembros, las articulaciones y los ángulos en los biomorfos virtuales son más va-
riables y elásticos que sus contrapartidas artísticas, las que en el arte textil de Chiapas
(por imposición de la técnica de tejido) casi siempre se atienen a ángulos de 90 grados o
a sus bisectrices.
En cuanto a la fractalidad propiamente dicha podría decirse que en el mencionado rele-
vamiento mexicano dicha geometría brilla por su ausencia. Fuera de algunas figuras
reminiscentes de curvas autoafines, no hay ni una sola referencia a la fractalidad ni tam-
poco motivos o configuraciones fractales en las colecciones de Chiapas, Oaxaca, Que-
rétaro, Puebla, Morelos, Jalisco, Guerrero, Colima, Chihuahua, Veracruz y Tlaxcala.
Los pocos diseños alaquinenses identificados de manera explícita como fractales en el
volumen dedicado a San Luis Potosí (2016b: 212, 216) resultan ser más bien simetrías
espejadas que no son fractales en absoluto.

105
[Resta describir trabajos sobre geometría específicamente fractal en México, conside-
rando las contribuciones de los equipos de trabajo en orden aproximadamente crono-
lógico]
Aunque su autora conoce muy fragmentariamente la bibliografía de la geometría fractal
en la cultura (desconociendo, por ejemplo, los trabajos de Paulus Gerdes y de la escuela
de Kirti Trivedi, anteriores al texto de Eglash por décadas), un punto de partida intere-
sante para elucidar la relación entre fractales y cultura en México es la que se presenta
en el ensayo de la mencionada Danièle Dehouve, algunas de cuyas observaciones críti-
cas sobre las interpretaciones metafóricas de lo fractal muestran un punzante sentido de
la oportunidad. Dehouve propone varios estilos en la comprensión de dichas relaciones:
 Los fractales como un procedimiento geométrico desarrollado en ciertas
culturas (Eglash 1999). En lo personal, Dehouve se sitúa en esta categoría.
 Los fractales como un procedimiento asociado con una cierta ontología
(Descola 2010).
 Los fractales como una analogía que permite expresar representaciones
provenientes de sociedades no europeas o de una forma de entendimiento en
dichas sociedades (Wagner 1991).
 Los fractales como una característica de las sociedades humanas
consideradas sistemas complejos (Mosko 2005).
 Los fractales como repetición de ciertos motivos en distintas escalas,
fenómeno que se reproduce en cualquier cultura (Daryn 2006; Gausset
2010).
Encuentro un serio problema en la estructura de la enumeración, reminiscente de la en-
ciclopedia del emporio celestial de conocimientos benévolos de Jorge Luis Borges en
“El idioma analítico de John Wilkins” (Otras Inquisiciones, 1952). Por empezar, la cla-
sificación no satisface los requisitos de unidad de criterio, especificidad y tercero
excluido que aun en estos tiempos pos-estructurales deben regir las taxonomías. Bien
podría suceder que los fractales, por ejemplo, sean un procedimiento geométrico desa-
rrollado en ciertas culturas que se asocien con una cierta ontología puntual y que per-
mitan ciertas representaciones, y que todo ello ocurra simultáneamente. El esquema no
permite seleccionar inequívocamente las respuestas y está por ello defectuosamente arti-
culado, pero por lo menos el intento de Dehouve constituye un punto de partida tangible
susceptible de corregirse.
En el marco wagneriano un problema tan serio y tan trabajado en las filosofias de O-
riente y Occidente como la mereología (esto es, la relación entre las partes y el todo) no
está tratado tampoco con un mínimo de rigor conceptual y metodológico. El hecho es
también que no todas las partes de un fractal se asemejan al todo, que el alcance, delimi-
tación y denotación de las partes no están precisad @s y que si la similitud es un con-
cepto “considerado dañino” para la consistencia lógica (diría Edsger Dijkstra) la auto-
similitud lo es todavía más. Que se manifieste similitud depende a veces de coinciden-
cias excepcionales en la parametrización; lo usual es también que ella se presente a es-

106
calas indiscernibles, micro- o nanoscópicas,50 no perceptibles por el ojo humano, a dis-
tancias aperiódicas y ocupando un porcentaje ínfimo del espacio fractal. La autosimi-
litud es además cuestión de grado y no de cualidad opositiva; pese a que se lo necesita
con urgencia, no se ha inventado tampoco ningún instrumento capaz de medirla. En este
punto urge recopilar una versión modificada de consideraciones desarrolladas en mi re-
ciente libro sobre similitud, diferencia y comparación en las que se ligan las proble-
máticas de la fractalidad y la mereología:
[E]ncuentro también difíciles de digerir las objeciones que se han interpuesto desde las dis-
ciplinas constituidas (la arqueología, pongamos por caso, y casi siempre off the record ) a
los estudios que emplean cálculo de la dimensión fractal. Algunos de estos cálculos son
perfectibles, seguramente, pero lo mismo puede decirse (y con más alta necesidad de que se
lo diga) de los emprendimientos que utilizan estadísticas paramétricas, que muestrean po-
blaciones para diagnosticar o retrodecir la distribución característica de sus redes, que acep-
tan sin chistar ridiculeces manifiestas como la “persona fractal”, que confunden la teoría
riemanniana de la curvatura con un concepto sustituto de la idea de sociedad o que se so-
meten a la rutina descerebrada de la prueba estadística de la hipótesis nula (cf. Wagner
1991 […] versus Reynoso 2011b; 2016a). Puede que much@s arqueólog@s crític@s decli-
nen escrutar estas inferencias inductivas de la estadística porque sienten que no dominan los
elementos de juicio implicados; pero respecto del análisis de la dimensión fractal o multi-
fractal (un tema que es órdenes de magnitud más complejo que el de la inducción estadísti-
ca y sobre el cual no hay una didáctica instalada) se permiten ponerse sardónicos y repartir
coscorrones como si el formalismo no tuviera nada fresco que aportar en un terreno en el
que las alternativas no abundan y en el que la creatividad metodológica de tipo artesanal se
ha estado resecando por décadas. Hay un doble estándar ahí afuera. Al conteo estadístico se
le permite que sea fragmentario, subjuntivo y exploratorio; a la medida de la dimensión
fractal no.

Tampoco me suenan aceptables las críticas que insisten en desaprobar que algunos investi-
gadores cultiven la herramienta del cálculo de la dimensión fractal como un fin en sí mis-
mo. En todo trabajo exploratorio que se plantea como un ensayo (en el sentido performati-
vo del término) es común y es comprensible que se sobreactúe un poco. Aunque siempre es
fácil incurrir en un exceso, una práctica emergente en una disciplina sobresaturada de estu-
dios de casos necesita su literatura de heurística, fundamentación y referencia. Es preferible
también disponer de un método que cada tanto cae en el exhibicionismo que adoptar un
marco teórico que alucina que un problema de análisis espacial o espaciotemporal atestado
de paradojas, amenazado por docenas de efectos, talones de Aquiles y maldiciones de di-
mensionalidad (cf. Bellman, Rao, Watanabe, Hughes) y que aborda un objeto de comporta-
miento endémicamente inestable que se ha mostrado refractario a todo conato de compara-
ción sistemática puede ser despachado al amparo de las buenas y viejas técnicas de siempre.

Alegar, además, que muchos de los análisis de la dimensión fractal que se han llevado a
cabo no contemplan la totalidad de un asentamiento sino tan sólo la parte casualmente
excavada (sin cuestionar primero la legitimidad de las operaciones de muestreo “represen-
tativo”) implica pasar por alto que en un objeto que exhiba una dimensión por encima de la
cota mínima de fractalidad las relaciones entre las “partes” y el “todo” se complican de mo-
dos que sólo una mereología formal bien desarrollada y explícita está en condiciones de
deslindar. Incluso en las ciencias más acostumbradas al razonamiento axiomático y a las
lógicas más severas la mereología es, hoy por hoy, tierra de disputas ontológicas, científi-

50
Del orden de las trillonésimas ¿por qué no?: véase fig. 3.7 en la pág. 82.
107
cas, matemáticas y cognitivas que oscilan entre lo vago, lo inconciliable y lo inconcluyente.
No me consta que los fractalistas o sus críticos tengan los papeles en orden a estos respec-
tos, ni que los dilemas mereológicos hayan sido tratados de manera definitiva en la geome-
tría fractal o en el análisis multifractal, ni que la mereología filosófica especializada desde
Dharmakīrti y su Pramāṇavārttika (en el siglo VII dC) hasta Roberto Casati y Achille Varsi
(1999), Dale Jacquette (2017), Seibt, Imaguire & Gerogiorgakis (2017) y Yiannopoulos
(2020: 208) haya contestado todas las preguntas que se formularon, ni que exista una elabo-
ración antropológica o filosófica del problema mereológico más refinado que el que cam-
pea en las irreflexiones pos-estructuralistas, en las cuales, por lo menos, se ha reconocido
grosera pero formalmente el dilema como tal (cf. Wagner 1991 versus Leonard y Goodman
1940; Goodman 1977 [1951]; Gillon 1991; Leśniewski 1992; Tillemans 2000; Dunne 2004:
40, 43, 58, 66; Varzi 2007; Jones 2012; Hovda 2008; Sider 2013).

Todo ponderado, podemos decir que aunque el crecimiento logístico de la práctica no ha se-
guido una traza acumulativa tan empinada como podría desearse y aunque es muchísimo lo
que resta aprender y corregir, mi conclusión es que sería buena noticia que los estudios
comparativos de la fractalidad, la multifractalidad, la lagunaridad y la modulación de ondí-
culas (en tanto visiones alternativas de la semejanza y la diferencia) logren ganarse algún
día, lenta, digna y trabajosamente, su derecho a un lugar bajo el sol (Reynoso 2019d : cap.
§9).

En la bibliografía referenciada en los párrafos de la cita, el buddhista Mahāyāna chino


Fazang, aludido a veces como Fa-Tsang [法藏, 643-712], así como el indio Dharmakīrti
[धर्म कीर्तम ], no muy lejano en el tiempo, destacan como maestros de una epistemología
radical centrada en una geometría mereológica harto más elaborada que cualquiera que
se pensara en Occidente, autosimilitud fractal y partonomía goodmaniana incluidas. Es
una pena que uno de los resúmenes más aptos de los avatares de la mereología, el Hand-
book of mereology de Seibt, Imaguire & Gerogiorgakis (2017) incluya una página no
muy sistemática sobre fractalidad y excluya de lleno los desarrollos mereológicos tem-
pranos de China y la India.
Es también lástima que el lamentado antropólogo Alfred Gell [1945-1997], más de un
milenio más tarde, haya creído el cuento de la autosimilitud fractal impulsado por Roy
Wagner y Marilyn Strathern sin reparar en los matices que había impuesto el propio
Mandelbrot a las formas variadas y divergentes de autoafinidad y autosemejanza. Si se
mira bien se verá que Gell no menciona ni a Mandelbrot ni a nadie que se atenga a una
visión un poco más sistemática de la fractalidad como en este espacio podrían ser Ron
Eglash o Paulus Gerdes. Por ello es que el “Dios Fractal” y la “personalidad genealó-
gica objetivada” que ilustra Gell (fig. 3.15 en estas páginas) no son “fractales” en el sen-
tido de implementar escalas anidadas sucesivamente reducidas (cf. Gell 2005: 113, 185-
186, 274, 308). Tampoco son formas propias de Nueva Guinea como las que ocuparon a
Wagner y a Strathern, sino que proceden de Rurutu y de las islas Cook, respectivamen-
te, ambas en el mero centro de la Polinesia, una de las regiones del mundo que cultivan
artes de muy modesta fractalidad. Antes de morir Gell preparó la escena para quedar en
la historia como un heterodoxo, si es que no como un maldito, escribiendo a grandes
brochazos con estudiada espinosidad y sin limar contradicciones. Sobre las críticas que
se han cernido sobre su obra –nunca respondidas– conviene que el lector conozca las de
108
Karel Arnaut (2001), Chris Gosden (2001), Robert H. Layton (2003), Ross Bowden
(2004), Webb Keane (2005), David Lipset (2005), Matthew Rampley (2005), James
Leach (2007), Irene J. Winter (2007), Caleb Faria Alves (2008), Yasushi Uchiyamada
(2008), Howard Morphy (2009), Caroline van Eck (2010), Tim Ingold (2010: 95-97),
Liana Chua & Mark Elliot (2013), Takafumi Kato (2015) y Susanne Küchler & Timo-
thy Carroll (2021), las que desarrollaré junto con las mías propias en sucesivas revisio-
nes de este hipertexto.
Por lo demás, no es verdad que haya sido Roy Wagner quien trajera la idea de fractal a
la antropología en su “The fractal person” (1991), que es lo que Dehouve (2015) afirma
en un artículo relacionado, sesgado hacia una visión posmoderna del caos que es como
la camisa de fuerza en que ella ha quedado atrapada. No obstante sus aciertos eventua-
les, es manifiesto que Dehouve no ha buscado tan bien como habría debido hacerlo.
Ron Eglash ya manejaba la idea de fractalidad y dimensión fractal en su tesis de docto-
rado A Cybernetics of Chaos (1992 [1989]: 236, 237, 307, etc), elaborada desde tres
años antes. Eglash y yo, de hecho, discutimos sobre más de un texto antropológico
anterior al artículo de Wagner en el referido encuentro en la Universidad de California
en Santa Cruz (v. gr. Murphy 1991). De hecho, hasta hoy Eglash nunca mencionó a
Wagner, cuyo breve articulo carece de toda elaboración formal y de todo argumento útil
y no había sido siquiera reseñado en antropología antes de su santificación (por las ra-
zones equivocadas) en la literatura perspectivista ya bien entrado el siglo XXI. Si hay
alguien que haya introducido la fractalidad en la antropología sociocultural ése fue por
amplio margen el español Jesús Ibáñez [1928-1992] en su fallida Investigación Social
de Segundo Orden, un marco de referencia ya discontinuado, atravesado por toda clase
de errores de concepto, de algorítmica, de notación matemática y hasta de ortografía
pero que es al menos seis años anterior a la fractalografía wagneriana (Ibáñez 1985;
1990: 132-138; 1991 [febrero]: 36-37, 41, 122, 163; cf. Reynoso 2006: 5, 64, 96).
La idea de arte fractal africano, de todos modos, no fue creación de Eglash. La más anti-
gua referencia a los fractales en África la he encontrado en un ensayo del curador Gary
van Wyck (1993) sobre la geometría mural de las mujeres Sotho-Tswana como arte de
resistencia. La obra de van Wyk no es tan conocida y referida hoy como debería ser. Se-
gún menciona el propio Eglash, la artista sudafricana Chonat Getz (de la Universidad de
Witwatersrand) publicó pocas semanas antes que saliera a la imprenta el libro de Eglash
un artículo titulado “Computer generation of geometric designs woven into the izim-
benge using algorithmic processes developed in the field of fractal geometry” en el que
se sirve de Sistemas de Funciones Iteradas (IFS) para sintetizar simulaciones de cestería
Zulu (Getz 1999; Getz y Helmstedt 2004; cf. Mack 2012; Reynoso 2006: 227-230).
El artículo de Getz es excepcional en la medida en que describe la naturaleza iterativa
de la cestería izimbenge, encontrando que el concepto matemático de la transformación
afín en el plano euclideano ℝ2 está como “congelado” en las piezas de una manera que
lo hace apto para su modelado mediante funciones iteradas, un empeño que ella describe
pormenorizadamente como quien va de la descripción del artefacto hasta la estructura
109
del programa de computación utilizando el proceso algorítmico de Turing. Una lámina
de página completa (pág. 436 de ese texto) ilustra brillantemente a todo color cinco pie-
zas de cestería izimbenge lado a lado con su simulación computacional. Un segundo
autor al que Eglash se refiere sin mayor detalle y al cual Google mantiene virtualmente
bloqueado es John Sims, africano-americano nativo de Detroit, Matemático y artista de
la Ringling School of Art and Design en Sarasota, Florida, quien desarrolló patrones
fractales basados en motivos geométricos de telas bakuba del Congo, lo suficientemente
antes de publicado el libro de Eglash como para que éste alcanzase a nombrarlo, aunque
sin mencionar sus trabajos en la bibliografía (Eglash 1999: 222).
En arqueología la idea de fractal aparece en los trabajos de Stephen Kennedy y Wei-
Hsiung Lin (1986; 1988) y en los de Jack Mecholsky y Thomas J. Mackin (1988: 1147),
publicados varios años antes de que en antropología cultural se comenzara a hablar del
asunto. Por la misma época, dos expertos en ciencias de la computación y dos arqueólo-
gos de Londres, Diane Rees, G. G. Wilkinson, Clive Orton y Roger Grace (1988), res-
pectivamente, utilizaron la idea de dimensión fractal para analizar imágenes gráficas de
microdesgaste de instrumentos arqueológicos, prestando atención a los complejos patro-
nes geométricos de las texturas (cf. además Rees y Orton 1991). Estuve presente en la
primera presentación pública de esos métodos en la conferencia de Computer Applica-
tions in Archaeology desarrollada en la Universidad de Birmingham en marzo de 1988;
tres años antes que Wagner descubriera la fractalidad señalé a Orton pormenores y com-
plicaciones del análisis de dimensión fractal que yo describiría tiempo más tarde –es-
tando Clive de nuevo presente– en una ponencia sobre complejidad que desarrollé en
Kyoto (Rees y otros 1988; Reynoso 2005; 2006: 239).
Otro problema no trivial es que las posturas de Philippe Descola y de Roy Wagner que
Dehouve describe sometiéndolas a una serie de distorsiones que se suman a las que ya
contienen no han sido desarrolladas en los textos de esos autores, un fenómeno del cual
me he ocupado en otros estudios dedicados al perspectivismo amazónico y a las filoso-
fías que lo alimentan (Reynoso 2019b). A lo que apunto es a que ni Descola ni Wagner
son autoridades confiables en materia de fractalidad. Lo más grave es que Wagner, si-
guiendo a Marilyn Strathern, mezcla los conceptos de fractal y de holograma, los cuales
no se implican mutuamente. Un fractal es una figura que experimenta toda suerte de no
linealidades pero no posee ni la sombra de las paradojas en las que el holograma es
pródigo: seccione usted por el medio la imagen de un conjunto de Mandelbrot, observe
lo que le queda entre manos y entenderá lo que pretendo decir.51

51
No existe en la literatura científica un solo ejemplo concreto de fractal que sea inherentemente holo-
gramático ni tampoco un objeto geométrico euclideano que sólo por tratarse como holograma devenga
fractal. El holograma de una patata (tubérculo de fractalidad nula si los hay) no la fractaliza en absoluto.
Es factible también tomar una fotografía hologramática de un fractal, pero esa operación no es aplicable
sólo a esa clase de objetos. Por más que se haya convertido en tema usual de conversación, afirmar la afi-
nidad entre el concepto de fractal y la idea de holograma es un sinsentido insigne en cualquier contexto.
110
La infinitud es, como se imaginará, un aspecto de la fractalidad aun más problemático.
Casi todos los autores que han tratado el tema (incluido Eglash) parecen pensar que los
fractales se anidan indefinidamente y que el anidamiento prosigue hasta el infinito. El
problema con esta línea de argumentación es que los fractales culturales tienen, cuando
mucho, tres o cuatro y excepcionalmente cinco niveles de anidamiento (ver fig. 3.4,
3.11 y 3.12); contrariamente a lo que sostienen personajes como Donna Haraway, Mari-
lyn Strathern y Roy Wagner, ni el individuo como tal ni la sociedad ni las multiplicida-
des postuladas por el perspectivismo amazónico han demostrado ser susceptibles de re-
presentarse como geometrías anidadas autoafines, como fractales en el plano complejo o
hipercomplejo o (mucho menos) como hologramas fractales.
Asimismo la noción de fractalidad de Gil Daryn (antropólogo social inglés radicado en
Chennai a quien nombra Dehouve) se basa en una imprecisa definición de fractal/auto-
similar derivada de Wagner y en una enredada concepción de la idea de dimensión
fractal, a la cual Gil no usa más que metafóricamente creyendo que es un indicador de
autosimilitud. Daryn no mide la dimensión fractal de ningún objeto ni registra medicio-
nes de terceros. Ninguno de los criterios descriptivos que utiliza es de orden geométrico.
Para darles una idea de lo que quiero decir invito a que se considere que en las 300 pági-
nas de su libro (Encompassing a Fractal World: The Energetic Female Core in Myth
and Everyday Life. A Few Lessons Drawn from the Nepalese Himalaya – 2006) no se
menciona ni una sola vez la palabra ‘geometría’ como no sea para referirse al título del
estudio clásico de Mandelbrot en la bibliografía pero sin mencionar una sola idea de
este pensador en el cuerpo del texto. El artículo de Philippe Descola, por su parte, no
define fractalidad ni mal ni bien, utiliza una sola vez y al pasar el concepto de fractal sin
especificar claramente sus atributos y hasta malgasta la oportunidad de vincular (como
se esperaba que lo hiciera) cada una de las veintipico de ontologías existentes en su pro-
pio modelo con alguna geometría particular, proporcionando alguna experiencia ejem-
plar (la primera, por cierto) que demostrara que su taxonomía podría llegar a servir para
organizar alguna pauta significativa del arte, de la ciencia o de la cultura.
La visión del antropólogo australiano Mark Mosko (2005) a la que Dehouve se refiere,
por su parte, tampoco ofrece criterios adecuados para dirimir el grado de complejidad de
las sociedades o el grado de similitud que se aceptaría como umbral de las “autosimili-
tudes”, el cual es un concepto impropio a partir del momento en que la dimensión frac-
tal (sobre todo cuando se la mide faut de mieux mediante el método un tanto burdo del
box counting) no mide ninguna magnitud que sirva para estimar similitud sino que mide
un grado de complejidad (o de orden/desorden, o de abigarramiento) que se sitúa en al-
gún punto de una escala no lineal. Lo he probado hasta el hartazgo y lo han comprobado
también otros autores más calificados que yo: cualquier dibujo enmarañado, hirsuto,
aleatorio, estocástico, sucio o revuelto más allá de un monto moderado de señal/ruido
posee casi la misma dimensión fractal que el conjunto de Mandelbrot, considerado co-
mo el objeto matemático más complejo del universo (Dutta y Adane 2014; 2018 versus
Jones-Smith y Mathur 2016; Reynoso 2005; 2019d: cap. § 9). La dimensión fractal del

111
conjunto de Mandelbrot se estima típicamente que es 1.9 o más. Se supone que la di-
mensión fractal de la línea que bordea el conjunto de Mandelbrot es (casi) exactamente
igual a ‘2’: la línea mide entonces como una superficie. Desafío sin embargo a encontrar
esa magnitud utilizando cualquier programa de cálculo de dimensión fractal disponible
en el mercado, tal como Benoit (TruSoft), HarFA (O. Smeškal y otros), Hausdorff Frac-
tal Dimension for MATLAB (Florian Agen & Julien Michot), FracLab (INRIA), Frac-
LAC for ImageJ (Audrey Karperien), Fractal Count for ImageJ (Per Christian Henden
& Jens Bache-Wiig), HausDim (Alceu Costa), Fractalyse (Gilles Vuidel), Fractal Di-
mension Estimator (Autores del Visual Fractal Lab), Gwyddion (Instituto Checo de Me-
trología), Fractal Analysis System for Windows (Hiroyuki Sasaki) o SensoMap
7.4.8443 [SSFA: Scale Sensitive Fractal Analysis]; cf. Rosso, D’Errico y Queffelec
2017; Henshilwood 2018: 119). Se comprobará que las cifras de medición que se obtie-
nen son en extremo divergentes, trasuntando la inmadurez y la falta de congruencia de
la tecnología de conteo de cajas.52
Desde el punto de vista antropológico y geométrico, además, la propuesta de Mosko se
da de narices contra el hecho de que existen sociedades tecnológicamente simples y de
dimensiones modestas pero con geometrías (o con sistemas de parentesco, o con siste-
mas de conjugación verbal) de complejidad inimaginable, tal como puede comprobar el
lector en casi cualquier museo etnográfico del mundo donde se expongan cerámicas,
tallas en madera, textiles, cestos, artesanías, arte corporal, máscaras, chaquiras... Para
cerrar este punto diré que aunque algunos de sus giros argumentativos me resultan sóli-
dos, en todos los paradigmas fractales que hilvana Dehouve en su enumeración la geo-
metría fractal no es sino antropología simbólica, hermenéutica o posmodernismo bajo
otros nombres: una narrativa sin aristas técnicas filosas, basada en literatura de divul-
gación y cocinada en un caldo de analogías con el orden social que habrían incomodado
al filósofo Nelson Goodman en plan mereológico (y hasta quizá también a Mary Dou-
glas una vez transcurrido su giro goodmaniano). Invito a comparar las complejidades
anidadas en el conjunto epónimo tal como se describen en The Universal Mandelbrot
Set: Beginning of the Story de Valery Dolotin y Alexei Morozov (2006), sólo compara-
bles a los mundos vinculados en la simetría, para calibrar lo que se está perdiendo con la
reducción de la idea de lo fractal a un vago juego de similitudes trazadas a ojo de buen
cubero entre las partes y el todo en base a programas a los que le falta la inteligencia
necesaria para compensar la falta de un protocolo adecuado de tratamiento de imágenes.
El carácter aproximativo de los cálculos y mediciones prodigados en la mayor parte de
la literatura de fractales en la cultura ha disparado también algunas polémicas muchas
veces ríspidas, como si nos halláramos en un terreno conjetural y especulativo semejan-
te al de Black Athena, al de las mediciones de Richard Taylor de la dimensión fractal de
las pinturas de Jackson Pollock o las búsquedas desesperanzadas de cuasicristales ape-

52
Sobre la magra confiabilidad de éstas y otras piezas de software en la especialidad véase Reynoso
(2005) y Hadzieva y otr@s (2015).
112
riódicos antes de los descubrimientos definitorios que los reposicionarían en la cúspide
de las ciencias del milenio (cf. Reynoso 2019 c: cap. § 9; Bindi 2020).
En el caso de México (o en el de los textiles andinos, o el de los templos hindúes, o el
de los muqarnas islámicos) uno se pregunta si la tan socorrida fractalidad no es simple-
mente el nombre sustituto para una simetría en espejo nuchas veces enmarañada pero
más iterativa que recursiva, puesta al lado de una autosimilitud esporádica y no dema-
siado estricta (cf. p. ej. http://Masdemx.com). La similitud y la diferencia (recordémos-
lo) han demostrado ser conceptos extremadamente escurridizos, tanto más cuanto más
fractales sean los elementos que se comparan (cf. Reynoso 2019d). En los ejemplos que
pueblan la bibliografía hay veces en que la fractalidad no es la característica dominante
y es la clase de isometría geométrica lo que deviene el aspecto más saliente; no hay tam-
poco allí una clara línea de circunscripción entre lo simétrico y lo fractal, conceptos que
en todas partes parecen sufrir lo que los lingüistas llaman distribución complementaria
(cf. p. ej. en las secuencias de embaldosados de Daud Sutton [2007]), pues muy rara vez
se encuentran tratados simultáneamente y con la misma consistencia en los mismos con-
textos. Lectura esencial a este respecto es el conjunto de textos críticos de Michael J.
Ostwald y Josephine Vaughan (2013; 2016), los cuales comprueban la extrema facilidad
con la que pueden recolectarse rasgos de fractalidad arquitectónica sin mayores conse-
cuencias conceptuales, sin casi ninguna garantía metodológica y sin que lo fractal pase a
designar algo más que lo meramente complicado o lo variadamente organiforme.
Desde que el milenio comenzó se está pensando en fractales con menos rigor que el que
se requiere y se está hablando de ellos bastante más de lo que en realidad hace falta,
Consecuencia de esto es que mucho de lo que se está haciendo a propósito del asunto no
es ni factualmente exacto, ni metodológicamente atinado, ni científicamente útil. Que
los fractales abunden más allá de cierta medida no ha sido en definitiva una buena noti-
cia. La fractalidad es como una moneda que se devalúa más cuanta más emisión experi-
menta. El coleccionismo de objetos fractales puede ser un primer paso en la búsqueda
de indicadores sustantivos, pero esa búsqueda debería hacerse de aquí en más en base a
criterios más firmes, reflexivos y consensuados. Aun cuando la fractalidad sea más
cuestión de grado que de esencia, mi persuación es que la definición de fractal a imple-
mentar debería ser más dura, más precisa y más restrictiva, a menos que nos resignemos
a aplicarla en términos blanda y mórbidamente metafóricos, como cuando en la antropo-
logía componencial o en la arqueología procesual a cualquier conjunto de cosas lo lla-
mábamos sistema (o hablábamos sueltos de cuerpo de sistemas simbólicos en el plano
semántico, semiótico o pragmático) sin precisar el alcance de la idea y presuponiendo
que su cualidad de objeto sistemático no merecía demostración.
Si aquí me atrevo a poner en cuestión la excesiva blandura que se ha tornado norma en
el tratamiento de la fractalidad es (1) porque el criterio de autosimilitud no es suscep-
tible de medición, abre las puertas a la subjetividad más caprichosa y depende del foco y
del nivel de abstracción y de detalle que cada quien adopte; (2) porque la dimensión
fractal calculada en base al cómputo de cajas (igual que sucede con la media en las dis-
113
tribuciones estadísticas) dista de ser un parámetro robusto y varía conforme al efecto de
las alas de mariposa, a diferencias microscópicas en la inclinación de la imagen, a los
más imperceptibles arrastres de redondeo numérico o a lo que nuestro Gregory Bateson
(1979: 40-41) llamaba impredictibilidad de las secuencias divergentes; (3) porque no se
puede pasar ida y vuelta de lo fractal a lo caótico (o a lo no-lineal, o a lo autoafin, a lo
autotensionante, o a lo hologramático, a lo aleatorio, a lo estocástico, a lo dinámico o a
lo disipativo) como si cada una de estas categorías expresara una misma clase de estruc-
turación matemática y de significado cultural; y (4) porque tres, cuatro o (con suerte)
cinco niveles de anidamiento no son ni por asomo indicadores de una recursión comple-
ja que tiende a la infinitud (cf. Reynoso 2005; 2006; ver fig. 3.4, 3.11 y 3.12). Tampoco
se han fijado estándares y protocolos para el pre-procesamiento de imágenes aptas para
el análisis de dimensión fractal ni se han redactado recomendaciones razonables para el
posicionamiento, el tamaño relativo, el grosor de líneas, el umbral de color y la resolu-
ción gráfica de los dibujos (Forotaun-pour, Dutilleul y Smith 1999; Camastra 2003; Jeli-
nek, Elston y Zietch 2005; Ostwald y Vaughan 2016).
La selección de uno de los trabajos de uno de los fractalistas mejor posicionados en la
academia italiana (Gabriele Losa, hoy en el Instituto de Estudios Científicos Interdisci-
plinarios de Locarno, Suiza) como ejemplo de las investigaciones expuestas en los deso-
pilantes Annals of Improbable Research por haber publicado un artículo titulado “Via-
gra Induces Fractal Growth in Mushrooms in Switzerland” (Losa 2014) no fue tampoco
de gran ayuda a la causa del cálculo de la dimensión por conteo de cajas o dimensión de
Minkowski-Bouligand –la especialidad del doctor Losa– como técnica adecuada para
desentrañar pautas escondidas en la naturaleza o en las etno- y arqueogeometrías.
Otro aspecto poco convincente del cálculo de la dimensión fractal es que no resulta fácil
(y probablemente tampoco sea acertado) asociar una mayor dimensión fractal a una cali-
dad artística superior en el objeto analizado, o a mayor complejidad perceptual, expresi-
vidad, coherencia, pregnancia, calidad estructural o alguna otra virtud por el estilo. En
el análisis del espectro de potencia de la música y de los diferentes tipos de ruido (alea-
torios, estocásticos, fractales) se ha aprendido que si se invierte el orden de las notas, si
se modifica la altura relativa o si se convierten los giros hacia el agudo y hacia el grave
poniendo la partitura de cabeza (por así decirlo) el espectro fractal resultante sería exac-
tamente el mismo (Casti y Karlqvist 2003: 19). Pero si se escucha la misma música al
derecho, al revés, a distintas velocidades o con las alturas dadas vuelta, el efecto de la
música, su carácter, su memorabilidad, su estilo, su sentido de tensión, equilibrio y reso-
lución tonal, nada de todo esto se mantiene.
Similares paradojas se manifiestan, desgraciadamente, en el cálculo basado en otros
guarismos complejos (la medida de la información, la entropía, la energía interna termo-
dinámica, la auto-organización de las estructuras disipativas, el análisis armónico o ba-
sado en wavelets, los plots de recurrencia, etc) y algo análogo vuelve a suceder con el
análisis de la dimensión fractal de otros objetos artísticos o arquitectónicos. Aunque hoy
estamos en condiciones de clasificar automáticamente un número indefinidamente alto
114
de objetos en base a técnicas de reconocimiento de patrones y aunque el cálculo de la
dimensión fractal es uno de los jugadores más salientes en la arena analítica, nunca po-
dremos trasladar el resultado de una clasificación de caja negra a una tabla de valores
lineales, a un cuadro taxonómico o a una serie o matriz no lineal que oficie como indi-
cador inteligible o como ponderador proporcional de alguna propiedad humana o cul-
turalmente significativa expresable en adjetivos, en categorías o en magnitudes.53 Tam-
poco podemos ponderar mentalmente la mayor o menor diferencia que media entre me-
didas tales como 1,2 y 1,3 en contraste con la que existe entre 1,8 y 1,9, ya que la escala
de medición no es ni isométrica ni lineal. Haría falta otro género de medidas para dar
cuenta de la calidad estética y la coherencia perceptual del objeto o para determinar la
mayor o menor similitud de los objetos o de los tipos de objetos con los que lidiamos
(cf. Reynoso 2019d: cap. § 9). Todavía no hemos imaginado cuáles podrían ser las varia-
bles pertinentes para establecer mediciones de ese tipo ni el género de algoritmo que
correspondería implementar. Tal vez no lo logremos imaginar nunca. La medida de la
dimensión fractal, la identificación de proporciones áureas, el escalamiento logarítmico,
la percepción del anidamiento de similitudes menguantes y una naciente taxonomía de
la fractalidad en espacios complejos o hipercomplejos (planos, esféricos o hiperbólicos
por añadidura) son criterios y herramientas que apuntan en ese sentido pero que no
llegan a constituir lo que se necesita.
Corrientes enteras de la semiología sesentista, desde la Escuela de Tartu en Estonia ins-
pirada por Andrey Kolmogorov [1903-1987] hasta las teorías del artista digital franco-
alemán Max Bense [1910-1990] y del francés Abraham Moles [1920-1992] fallaron en
su “experimento heroico” de aplicar medidas derivadas de los algoritmos informacio-
nales de Claude Shannon y Warren Weaver a las obras de arte y a la experiencia estética
(Moles 1978; Waldstein 2008; Nake 2012). Eso ocurrió unos veinte años que existieran
las computadoras personales, de allí lo de “heroico”. Para colmo de males, pensadores
que influyeron en las ciencias sociales que se pensaron naturalmente receptivas a ideas
de alta complejidad (pienso en personajes como Edgar Morin, Thomas Sebeok o Yuri
Lotman) no alcanzaron a entender ni a implementar ni a comunicar con adecuación des-
criptiva las ideas más básicas emanadas de estas corrientes. Todavía hoy falta que se es-
criba sobre ellas un estudio que compendie con alguna credibilidad sus trayectorias, sus
promesas y sus logros. Alguna vez me ocupé del asunto en mis cátedras de lingüística y
semiótica de la Universidad de Buenos Aires hasta que en las últimas décadas del siglo
pasado todo el proyecto empezó a sonar como un anecdotario vintage, bizantino y posi-
tivista, levemente soviético y propio de un pasado lejano. Mi pesadilla es que alguna
vez suceda algo parecido con el cálculo de la dimensión fractal y que hoy esté faltando
poco para que llegue ese día.
Nadie en su sano juicio puede negar la enormidad del aporte de la geometría fractal al
conjunto de la ciencia, del arte y de la cultura. No ha sido poco identificar en las cultu-
53
Sí se podría, probablemente, en imágenes y patrones, como en los plots de recurrencia; pero éstos sólo
se aplican a series temporales isocrónicas (cf. Reynoso 2006: cap. §4 y fig. 4.5).
115
ras otras una o más clases de geometría en la que ganan sentido configuraciones de for-
mas que antes carecían de toda regularidad, de toda congruencia y hasta de todo nom-
bre. Pero la lógica de los objetos fractales encarna también esa clase de ideas que em-
pieza a perder filo y significación cuando no se comprende la geometría en la que se
materializa y cuando se comienzan a encontrar objetos de ese tipo en una cantidad de-
masiado grande de lugares en los que se supone que no deberían estar, o en territorios y
enclaves en los que su presencia hace estallar la cota aceptable de expresiones sistemáti-
camente engañosas (cf. Ryle 1931-32), haciéndonos pensar que hemos relajado más de
lo prudente el rigor de las definiciones y que hemos abierto la puerta a un nuevo régi-
men de arbitrariedad de la descripción, permitiendo que la idea devenga más un recurso
que genera problemas metodológicamente intratables que una solución obediente a prin-
cipios de saludable economía conceptual.

116
4 – Hitos de la etnogeometría (2): Simetrías en la cultura – Espejados,
isometrías y maṇḍalas

Sería pues ilusorio imaginarse, como tantos etnólo-


gos e historiadores del arte siguen haciéndolo toda-
vía hoy, que una máscara y, de manera más general,
una escultura o un cuadro, pueden interpretarse cada
cual por su cuenta, por lo que representan o por el
uso estético o ritual al cual se destinan. Hemos visto
que, por el contrario, una máscara no existe en sí;
supone, siempre presentes a sus lados, otras másca-
ras reales o posibles que habrían podido ser es co-
gidas para ponerlas en su lugar.
C. Lévi-Strauss, La vía de las máscaras (1979).

Aquellos tracistas granadinos fueron capaces de de-


sarrollar, en los mosaicos de la Alhambra, las 17 po-
sibilidades que hoy conocemos desde el descubri-
miento de los rayos X y la Teoría de Grupos Cris ta-
lográficos Planos. Es más, la Alhambra es, actual-
mente, el único monumento construido antes del
descubrimiento de la teoría de grupos que cuenta
con al menos un ejemplo de cada uno de los grupos
cristalográficos planos.
Rafael Pérez Gómez (2004)

Vale la pena abrir este capítulo en construcción permanente invitando a considerar una
bella y útil definición de la simetría que hace hincapié en su carácter construido, en su
estructura compleja y en su naturaleza sistemática. Es ésta entonces la definición leve-
mente afásica pensada por el cristalógrafo Boris Vainshtein (1994: 29 [1981: 28]) de la
Academia Rusa de Ciencias y retocada por el también cristalógrafo Emil Makovicky
(1985: 973): “Simetría es la invariancia de objetos bajo algunas de sus transformaciones
en el espacio experimentadas por las variables que los describen”. La expresión requiere
al menos una segunda o incluso una tercera lectura para comenzar a saborear su rigor
enunciativo, comprender el sentido preciso de la enunciación y captar el potencial tipo-
lógico, analítico y comparativo encapsulado en ella. En su uso actual la simetría se re-
fiere a una propiedad intrínseca de una entidad matemática bajo ciertas clases de trans-
formaciones o isometrías tales como rotación, reflexión, inversión u otras operaciones
abstractas que efectúan cambios pero dejan aspectos que permanecen invariantes. Cuan-
do una propiedad se mantiene invariante el objeto deviene asunto de la teoría de grupos,
la cual explora, sistematiza y formaliza los rasgos que se preservan bajo la transforma-
ción. Pero la idea es aun más complicada y enjundiosa que eso, en vista de que a la luz
de la fragilidad, multiplicidad e inconstancia de las transformaciones imaginables hay o-
tras definiciones, indefiniciones, ambigüedades y reinvenciones en juego.
Las historias que han surgido o vuelto a surgir en el siglo XXI revelan que la simetría es
un concepto mucho más rico y polimorfo de lo que suponíamos, en tanto que brinda una

117
pauta que conecta los más variados dominios de la práctica y demuestra una vez más
que el conocimiento de la elaboración cultural de las diversas formas geométricas en-
globadas como simetrías podría llegar a ser esencial para comprender aspectos funda-
mentales de las ciencias y las matemáticas contemporáneas que van mucho más allá del
campo geométrico y más allá incluso de la teoría de grupos, la cual abarca un conjunto
importante de isometrías pero ni remotamente comprende a las relaciones simétricas en
su totalidad, incluyendo las dinámicas usualmente caóticas de la ruptura de la simetría
que en materia de arte y de diseño apenas se están comenzando a comprender (cf. Weyl
1952; Shubnikov y Koptsik 1974; Stevens 1980; Hargittai 1986; 1989; Hargittai y
Vanshtein 1988; Pérez Gómez 2004; 2018; Darvas 2007; Stewart 2007; Hon y Golds-
tein 2008; Field y Golubistsky 2009; Hargittai y Hargittai 2009; Reynoso 2010 c: cap.
§6; Ladd 2014; Fré 2018; Salingaros 2017; 2020; Jinzenji 2018; Washburn 2018). Sin
nociones sustanciales y rigurosas de simetría –por añadidura– no pueden entenderse al-
gunos de los conceptos básicos del análisis estructural de alta gama que fueron alguna
vez corriente de vanguardia en la lingüística y en la antropología cultural de inclinación
científica de las décadas del 60 al 80 hasta que unas cuantas incongruencias metodo-
lógicas significativas se hicieron públicas, la credibilidad de sus promotores acabó de
erosionarse y varias de las modas académicas de aquel entonces comenzaron a desva-
necerse o a ser sustituidas por otras, no siempre mejores (cf. Reynoso 1990).
Aquellas funciones analíticas, por cierto, no acaban en las operaciones de tipificación de
diseños simétricos sino que entrañan ramificaciones que (al igual que lo hacen otros as-
pectos de la geometría) se extienden al dominio de la cognición, del simbolismo y de la
representación, por cuanto la simetría es un campo en el que convergen con particular
expresividad los aspectos universales y los particulares de un fenómeno definido con
tanta claridad como muy pocos otros, un fenómeno, además, de sólidas y amplias con-
secuencias anidadas, materialidades incluidas. Por más que se la pueda definir de for-
mas muy variadas, la simetría como manifestación geométrica no es un evento peri-
férico o de importancia secundaria; aunque a nuestro Clifford Geertz le haya molestado
la clase de generalizaciones como la que ahora enuncio, no conozco sociedad en cuyas
formas gráficas, constructivas o visuales no se presente alguna clase de simetría (de las
cuatro amplias clases especificadas por Christopher Tyler [2002]54 o de otras variedades
que se han propuesto en algún momento de la historia) y donde ella no sea capital desde
muy temprano a efectos de vertebrar aspectos cruciales de la representación en general,
tal que a través de la misma pueden llegar a su realización y también vincularse mutua-
mente campos tan aparentemente disjuntos como las matemáticas, la cognición, el arte,
la cultura visual, la cultura material y la tecnología (Hargittay 1986; Makovicky 1986;
2016; Toth 1990; Hodgson 2011).
A punto de dar inicio a un capítulo de importancia capital no quisiera incurrir en otro
acto de spoiling indiscreto más allá del epígrafe que he tomado del matemático grana-

54
Véase nota de la pág. 124.
118
dino Rafael Pérez Gómez (2004), pero una vez más planeo mostrar aquí de qué manera
las artes y oficios geométricos de los otros pueblos y de l@s artesan@s más creativ@s se
anticiparon sin pensar en ello y sin mediar palabra (y en el orden de los siete, ocho o
más siglos) a los hallazgos de las formas más elaboradas de la teoría de grupos, de la
tecnología de rayos X, de las teorías de conservación en física, del estudio de las tran-
siciones de fase, de la cristalografía, de la ciencia de materiales y de la física de estado
sólido. Y una vez más hubieron de ser los matemáticos y los teóricos de la línea dura los
que reconocieron la precedencia temporal y conceptual de artistas y artesanos de los
otros pueblos sobre los círculos científicos de Occidente, un hecho que la antropología
del arte y las disciplinas conexas de las humanidades todavía hoy se obstinan en ignorar.
Me refiero en particular a la obra del matemático y filósofo alemán Hermann Weyl
[1885-1955] y más en concreto a su esplendente Symmetry (1952), un prodigio de inte-
ligibilidad, hondura conceptual y sensibilidad estética que ningún antropólogo del arte y
ningún etnogeómetra debería darse el lujo de dejar de leer no digo en su integridad, pero
sí lo más completamente que su perfil profesional se lo permita. Sin distraerse en la es-
peculación sobre sus orígenes o sobre sus cualidades formativas y prestando fundamen-
tos –sin siquiera nombrarla– a la intuición de Alexandre Koyré sobre el carácter revolu-
cionario de la geometrización en el conocimiento, Weyl no duda en otorgar prioridad al
arte egipcio y a las artes nómadas y pre-islámicas en la creación y modelado de sime-
trías cuyos sistemas de referencia llevarían sin discontinuidades a los conceptos espa-
ciales que en nuestro dominio conceptual hacen a la teoría de la relatividad y a la mecá-
nica cuántica, entre otros campos del quehacer científico (Koyré 1968: 24, 29, 36, 56-
59, 66, etc.; Weyl 1952: cap. “Ornamental symmetry”; cf. Denny 1982). A partir de este
capítulo del libro que se está leyendo se ha buscado expresamente generalizar los ha-
llazgos y las ideas de Weyl a otros campos de la (etno)geometría aparte de las isome-
trías del plano.
Antes de comenzar a re-articular el campo de las geometrías en la cultura en base a las
ideas establecidas por Weyl conviene esbozar una demarcación no necesariamente bre-
ve para enumerar los múltiples campos que muy diversos autores operando en un buen
número de disciplinas han sistematizado en función de sus simetrías. No todas esas sis-
tematizaciones se encuentran a pocos grados de separación de los argumentos que se de-
sarrollan en este libro. No conviene, empero, enumerar postulados científicos excomul-
gables o excluir líneas de investigación con demasiada prisa. Estudios como los que
presenta el húngaro István Hargittai (1992) en un libro como Fivefold symmetry tocan
asuntos que por momentos parecen vacíos de toda preocupación antropológica o etno-
geométrica pero que de pronto relevan una relevancia inusitada, lo cual indica que las
relaciones temáticas entre las ciencias, las disciplinas y las corrientes teóricas no se dis-
tribuyen según proximidades y distancias lineales y uniformes sino que obedecen a una
geometría laberíntica, no isométrica, cambiante, grumosa, polimorfa y dependiente de
perspectiva y escala que en una vida científica enclaustrada en disciplinas disjuntas o en
una experiencia demasiado supeditada a la lexicalización, a la notación, a la escritura y

119
a todo lo que certifique origen griego sólo se puede conocer de a poco e incompleta-
mente (Brabec de Mori 2022).
Basándose en un breve artículo pionero de John James Roche (1987) que trazaba una
historia crítica del concepto de simetría, Giora Hon del Departamento de Filosofía de la
Universidad de Haifa y Bernard Goldstein del Departamento de Artes y Ciencias de la
Universidad de Pittsburgh han publicado hace no tanto un libro de mediano porte titu-
lado From Summetry to Symmetry: The Making of a Revolutionary Scientific Concept
(Hon y Goldstein 2008: 1). Éste contiene nutrida información sobre la evolución del
concepto de simetría a traves del tiempo, lo cual puede llegar a ser desorientador para el
lector concentrado en las geometrías de la cultura. Los autores parten de la base de que
el concepto de simetría no existía con anterioridad al siglo XVIII. “Tal cual lo entende-
mos hoy” –dicen– el concepto se forjó no antes del siglo XIX. El problema con este gé-
nero de enunciados cuasi latourianos es que el entendimiento al que se refieren Hon y
Goldstein es de un carácter extravagantemente técnico y no coincide con lo que en las
ciencias del diseño, en la historia del arte, en la etnogeometría o en la etnoarqueología
entendemos cotidianamente por ese concepto. Lo mismo se aplica a textos como el del
profesor de la Universidad de Harvard Sandy L. Zabell (2005), el cual ostenta el suge-
rente titulo de Symmetry and its discontents, pero en el cual el concepto de simetría se
trata en el marco de las problemáticas de la probabilidad inductiva mientras que perso-
nalidades tales como Évariste Galois, Hermann Weyl o John Horton Conway se nom-
bran sólo al pasar o se callan del todo.
El problema que se suscita ante tantas significaciones dispersas, parcialmente conver-
gentes o irregularmente solapadas de la idea, es que con la simetría todo termina siendo
peor que con las “Instrucciones para subir las escaleras” de nuestro Julio Cortázar
(1962), en la medida en que en este relato el dilema fincaba en que tanto el pie izquierdo
como el derecho se llaman ‘pie’, mientras que en este otro dominio del saber tanto la
simetría en la que pensamos por defecto como cualesquiera otros conjuntos conceptua-
les poblados de atributos que apenas entendemos se denominan todos ‘simetría’ y se-
guramente son ‘simetría’ en algún sentido técnico riguroso pero particularmente oscuro.
Lo mismo sucede con categorías que denotan sub-dominios particulares, tales como “las
simetrías clásicas en espejo” (Jinzenji 2018) que dieron título a un libro así llamado que
invito a husmear para comprobar el punto. Quien piense adquirir un texto que ostente
esa clase de denominaciones en el título pensando que el volumen aclarará algo vincu-
lado con el desdoblamiento lévistraussiano de la representación, con los maṇḍalas
Navajo, con motivos geométricos de la cerámica andina, con el arte Māori o con el de
las culturas canoeras de la costa oeste de Canadá y los Estados Unidos hará bien en ins-
peccionar sus contenidos antes de cerrar trato.
A mi juicio, esa porción de la historia de la simetría que es a la vez inteligible y esclare-
cedora para la antropología del arte, la etnogeometría y la sociología del diseño comien-
za precisamente con el refulgente texto de breves y compactas 46 páginas del romántico
temprano Évariste Galois [1811-1832] que se publicó 14 años después de su muerte a
120
los 21 años a raíz de las heridas que un rival le infirió en un duelo pushkiniano que tuvo
lugar tras una discusión por razones políticas que hoy pensaríamos fútiles. Tras ser he-
rido en ese duelo y adivinando que no le quedaban más que unas horas de vida, Galois
escribió esas páginas como sumido en un delirio febril. Un amigo las guardó, las pasó
en limpio y las publicó poco después. En ellas no se menciona nunca la palabra ‘sime-
tría’, pero se inaugura la teoría algebraica de grupos, tras la cual ni las matemáticas, n i
la lógica, ni la ciencia ni las geometrías volverían a ser las mismas (cf. Galois 1846;
Alexander 2010; Wussing 2007). Pietro Giuseppe Fré (profesor de Física Teórica de la
Universidad de Turín) narra ese acontecimiento capital con estas palabras:
La teoría que lleva su nombre y el teorema que, dentro de dicha teoría, constituye el princi-
pal resultado de Galois, son bastante difíciles tanto a nivel de las definiciones como de las
pruebas: además, se puede decir honestamente que la teoría de Galois sobre la solubilidad
de ecuaciones algebraicas es un tema bastante especializado que, hoy en día, encuentra apli-
caciones relevantes eminentemente en teoría de números y temas asociados, pero no dema-
siados en geometría en general y en física. Por el contrario, la herramienta que Galois desa-
rrolló para obtener sus propios resultados, a saber, la Teoría de Grupos, ha demostrado una
extraordinaria relevancia conceptual y fertilidad, siendo el punto de partida para una visión
completamente nueva de las Matemáticas y, en particular, de la Simetría (Fré 2018: 21).

Fré también nos proporciona una descripción simple de un grupo de transformación,


noción de la cual se deriva la de las clases de equivalencia. A partir de categorías como
éstas se desarrollará hacia fines del siglo XIX y principios del XX una elaboración par-
ticular de la simetría o más técnicamente una aplicación (el estudio de los embaldosa-
dos o teselaciones) que se investigará en el capítulo siguiente del presente libro. Una
clave esencial en estas elaboraciones ha sido el trabajo del geómetra anglocanadiense
Harold Scott MacDonald Coxeter [1907–2003], cuyos politopos (objetos geométricos
de lados planos) han sido definidos como los dominios fundamentales de los grupos dis-
cretos de reflexión, hoy llamados grupos de Coxeter, que dieron lugar a las teselaciones
como criaturas geométricas transformacionales, relevantes para mejor entender un frag-
mento importante del arte de Maurits Escher pero no sólo para eso (Coxeter 1934: 57-
58). Coxeter ha sido, incidentalmente, interlocutor privilegiado de Escher en un diálogo
en el que ambos hablantes implicados, el geómetra y el artista, el teórico y el práctico,
aprendieron una enormidad el uno del otro y dejaron un legado que nos permite a los
legos comprender y suministrar ejemplos de no pocos morfismos y manifolds.
El lector interesado puede consultar una rica bibliografía reciente que permite compren-
der el campo de la simetría de maneras que no eran posibles veinte o treinta años atrás y
penetrar más hondo en muchas de sus especialidades como la cristalografía y la difrac-
ción, con extensiones aplicativas a gran número de teorías avanzadas que arrancan des-
de muy temprano pero que están comenzando a cerrar ahora (v. gr. Shubnikov y Kopt-
sik 1974; Hargittai y Vainshtein 1988; Ladd 2014; Fré 2018). Hoy en día no caben du-
das sobre la relevancia del concepto de simetría en tanto geometrización de la ciencia:
Hasta el siglo XX, los principios de simetría desempeñaron un papel poco consciente en la
física teórica. Los griegos y otros pueblos estaban fascinados por las simetrías de los obje-

121
tos y creían que estos se reflejarían en la estructura de la naturaleza. Incluso Kepler intentó
imponer sus nociones de simetría sobre el movimiento de los planetas. Las leyes de la me-
cánica de Newton incorporaron principios de simetría, en particular el principio de equiva-
lencia de marcos inerciales o invariancia galileana. Estas simetrías implicaban leyes de con-
servación. Aunque estas leyes de conservación, especialmente las de ímpetu y energía, se
consideraron de importancia fundamental, se entendieron como consecuencias de las leyes
dinámicas de la naturaleza y no como consecuencias de las simetrías que subyacen a estas
leyes. Las ecuaciones de Maxwell, formuladas en 1865, incorporaron tanto la invariancia de
Lorentz como la invariancia de norma o de calibre [gauge]. Pero estas simetrías de la elec-
trodinámica no se apreciaron completamente durante más de 40 años.

Esta situación cambió dramáticamente en el siglo XX a partir de Einstein. El gran avance


de Einstein en 1905 fue poner primero la simetría, considerar el principio de simetría como
la característica principal de la naturaleza que limita las leyes dinámicas permitidas. Por lo
tanto, las propiedades de transformación del campo electromagnético no debían derivarse
de las ecuaciones de Maxwell, como lo hizo Lorentz, sino que eran consecuencias de la in-
variancia relativista, y de hecho dictan en gran medida la forma de las ecuaciones de Max-
well. Este es un profundo cambio de actitud. Lorentz debe haber sentido que Einstein hizo
trampa. Einstein reconoció la simetría implícita en las ecuaciones de Maxwell y la elevó a
una simetría del espacio-tiempo mismo. Esta fue la primera instancia de la geometrización
de la simetría. Diez años después, este punto de vista obtuvo un éxito espectacular con la
construcción de la relatividad general de Einstein. El principio de equivalencia, un principio
de simetría local —la invariancia de las leyes de la naturaleza bajo los cambios locales de
las coordenadas espacio-temporales— dictaba la dinámica de la gravedad y del espacio-
tiempo mismo.

Con el desarrollo de la mecánica cuántica en la década de 1920, los principios de simetría


llegaron a desempeñar un papel aún más fundamental. En la segunda mitad del siglo XX, la
simetría ha sido el concepto más dominante en la exploración y formulación de las leyes
fundamentales de la física. Hoy sirve como principio rector en la búsqueda de una mayor
unificación y progreso (Gross 1996: 14256).

Algunas nociones ligadas a la preservación de elementos en las transformaciones han


alumbrado teorías situadas en campos muy apartados de las ciencias sociales o inheren-
temente sociológicas; el para nosotros casi indescifrable teorema de Emmy Noether
[1882-1935], ligado a la ruptura de las simetrías, por ejemplo, se ha aplicado a la ges-
tión de relaciones públicas y ciencia política echando mano del concepto simétrico de
conservación (v. gr. Sha 2004).
En un orden muy distinto pero que afecta no ya a las ciencias sociales empíricas sino a
un amplio segmento de la epistemología contemporánea, el físico belga Antoine Van
Proeyen ha estado trabajando desde 1979 en la construcción de diversas teorías de la
supergravedad, en las geometrías especiales resultantes (casi siempre ligadas a la sime-
tría) y en sus aplicaciones a la cosmología y la fenomenología. En este contexto, un mo-
delo fenomenológico es un modelo científico que describe las relaciones mutuas entre
fenómenos de maneras que son consistentes con las teorías fundamentales pero que no
se derivan deductivamente de primeros principios (como pretendía Descartes) ni aspiran
a un conocimiento libre de supuestos (como el que buscaba fundamentar Husserl). Estos
modelos, en concordancia con la noción de John von Neumann que referiré en el primer

122
epígrafe del capítulo 9 (pág. 328), no pretenden explicar por qué las variables interac-
túan en la forma en que lo hacen, sino que meramente describen sus relaciones ordena-
damente: algo así como una thick description, se diría (en el sentido de Gilbert Ryle
[1968]), pero esta vez con énfasis en los factores epistemológicos que hacen a ese orde-
namiento (Hon y Goldstein 2008: 18; de Aquino 2013: vii).
Un modelo, después de todo, “es solamente la hipótesis de que ciertas propiedades del
mundo pueden ser representadas de ciertas maneras para ciertos propósitos” (Cellucci
2017: 185). El fondo de ideas a invocar aquí no tiene que ver ni con “la irrazonable
efectividad de las matemáticas” a la que apelaba el húngaro Eugene P. Wigner ni con el
desvelamiento de las leyes escondidas de la naturaleza cuya existencia negaba de plano
el empirista constuctivo Bas van Fraassen (en Laws and Symmetry y en “The false ho-
pes of traditional epístemology”), descartando con ese gesto una concepción axiomática
de la simetría y redefiniendo así la idea misma de lo que una teoría debería ser. De
acuerdo con este último autor una teoría es una familia de modelos: no se la juzga en-
tonces por su verdad en todo respecto, sino por su adecuación empírica, esto es, por su
ajuste relativo a lo que en cierto escenario acotado es concreto y observable (cf. van
Fraassen 1989: 192-193; 2000; Peschard y Van Fraassen 2018). El señor Palomar, alter
ego de ese raro periodista y escritor que fue Italo Calvino [1923-1985] afirmaba –ape-
nas un poco más vagamente– que el conocimiento siempre procede mediante modelos,
analogías, imágenes simbólicas que nos ayudan a comprender hasta un cierto punto;
eventualmente se los descarta para que giremos hacia otros modelos o modificamos el
modelo hasta que coincida con algún aspecto de la realidad (Calvino 2002 [1984]:
§ 3.2.3). Quiero pensar que en algún punto medio entre las ideas de van Fraassen y Cal-
vino quizá se encuentre el espacio de búsqueda en el que un puñado de estudiosos de la
simetría aproximadamente contemporáneos, de muy distintos perfiles profesionales y
variados acentos y estilos metodológicos (como John Horton Conway, Slavik Jablan,
Paulus Gerdes, Dorothy Washburn, Emil Makovicky, acaso Michael Hahn y quien esto
escribe) hemos estado embarcados desde hace cierto tiempo.
Documentada ya la amplitud, adecuación, generalidad, problematicidad y heterogenei-
dad del macro-concepto y de los múltiples modelos de la simetría es oportuno ahora
examinar el significado de esa noción de cara a la arqueo- y a la etnogeometría.


Desde el punto de vista geométrico y algebraico muchas de las descripciones de diseños


simétricos en la literatura etnográfica y arqueológica, de todas formas, es algo peor que
simplemente inapropiada. Nuestros especialistas operan como si carecieran de un léxico
para llamar a las estructuras simétricas por su nombre o por algunas de las múltiples
designaciones que se han consensuado; es imposible, por lo tanto, saber qué estructuras
o transformaciones específicas se manifiestan en qué culturas, regiones o períodos de la
(pre)historia y cuáles otras están conspicuamente ausentes. Es como si en cada mono-
grafía, en cada ponencia, en cada disertación se hiciera un esfuerzo unánime para co-

123
menzar de cero o para que la investigación no avance como podría hacerlo. Desde sus
orígenes las disciplinas antropológicas han explotado la noción de estilo pero no han ar-
ticulado la idea de las geometrías isométricas de una manera útil y sistemática, conten-
tándose con asignar cada una de las simetrías encontradas a un estilo ‘geométrico’ indi-
ferenciado y no reconociendo como simetrías a varias de las transformaciones, recursio-
nes e iteraciones isométricas tipificadas como tales por los quienes han ahondado en esa
clase de modelos. El siglo XX finaliza con apenas un puñado de ejercicios en torno del
concepto de estilo en la antropología sociocultural del arte y con una serie de metodolo-
gías discrepantes en arqueología del arte que no siempre han ayudado a reorientar líneas
demasiado divergentes de investigación en materia teórica que no logran tomar distan-
cia de factores contextuales, ontológicos, filosóficos y hermenéuticos de variada atinen-
cia que tampoco han dejado hasta ahora una huella perdurable. Estos factores han servi-
do a fines muy diversos que cada quien juzgará por su cuenta; desde nuestra perspec-
tiva, ellos han significado una distracción en lo que atañe a esclarecer asuntos puntuales
de la geometría en general y de la simetría en particular, muchas veces atravesados de
dificultades severas pero de resolución efectiva y posible (v. gr. Conkey y Hastorf 1990;
Carr y Neitzel 1995; Hurt y Rakita 2001; Sanz y Fiore 2014).

Figura 4.1 – “Figura que representa un tiburón”, según Lévi -Strauss (fig. III de la sección de láminas;
descripto en la nota #29 de la pág. 239 de la edición citada de Antropología Estructural ).
Tomado por razones de calidad gráfica del Report mencionado por Lévi -Strauss, donde se lo etiqueta
como “Haida dog fish” (Mallery 1888-1889, lám. XXV, pág. 402). Imagen en el dominio público.

Lo lamentable de todo esto es que existe una rica y variada literatura sobre la notación y
la nomenclatura de patrones simétricos en otras disciplinas que está muy lejos de ha-
berse aprovechado en nuestra investigación empírica; pero aunque pueden encontrarse
algunos precedentes dignos en estudios culturalmente sensitivos, es sólo a partir de los
trabajos de Dorothy Washburn, Donald Warren Crowe y sus colaboradores en la Uni-
versidad de Washington en Seattle a fines de la década de 1980 que el análisis de la
124
simetría llegó a nuestras disciplinas elaborado en forma científicamente productiva
(Washburn y Crowe 1988; 2001; Zaslow 1990; Crowe 2001; Washburn y Humphrey
2001; Washburn 2004; Brainerd 2017). Por esa época y en años subsiguientes surgen
los journals más importantes de la especialidad y de los temas conexos del espacio y el
diseño: Symmetry: Culture and Science de Symmetrion, Journal of Mathematics and
the Arts de Taylor & Francis Online, International Journal of Space Structures de
SAGE. Más tarde vendrán otros, fugaces o perdurables: Visual Mathematics de Belgra-
do, preferida por l@s arqueólog@s del arte, Symmetry Magazine de Fermilab/SLAC,
Symmetry, Integrability and Geometry: Methods and Applications (SIGMA) de Kiev y
unos cuantos más. Pero el trabajo de los muchos autores sumados a la iniciativa no ha-
bría podido llevarse a cabo de no haberse contado con la persuasiva sistematización de
Henry John Woods [1903-1984], un físico que trabajaba en el Departamento Textil de la
Universidad de Leeds, quien publicó pronto harán noventa años cuatro tratados funda-
cionales sistemáticos en el Journal of the Textile Institute tomando como punto de parti-
da el estado de avance de la simetría cristalográfica del momento (Woods 1935a; 1935b;
1935c; 1936; Washburn y Crowe 1988: 5-6, 9, 63-64, 70, 72, 280). Especulo que el
estudio antropológico de la simetría habría sido distinto si Lévi-Strauss (quien dió a luz
su propia versión algebraica –pero no geométrica– de la teoría de grupos) hubiera sabi-
do de una definición esencial suministrada por Woods:
La "ciencia" del diseño es, de hecho, sólo una parte simplificada y especializada de la rama
de la física dedicada al estudio de la forma cristalina, la "cristalografía", así como esta últi-
ma, para el matemático, no es más que una aplicación de la gran rama de las matemáticas,
la "Teoría de los Grupos" (Woods 1935a: 197).

Es lamentable que estos esfuerzos de sistematización no hayan sido acompañados por la


comunidad de los estudios etnogeométricos y por las comunidades de investigadores en
etnografía y arqueología que alientan inquietudes metodológicas o que se atienen a mo-
delos interpretativos pero que procuran refinar la descripción o precisar al menos la
nomenclatura descriptiva cuando de diseño se trata (desde Politis y Alberti 2005 [1999]
hasta Gordillo Besalú 2020 [2014] y más allá). De hecho, la nomenclatura cristalográ-
fica ha experimentando un impacto más hondo en humanidades como la historia del
arte, el diseño gráfico o las ciencias de la educación que en disciplinas supuestamente
más científicas y ligadas a la investigación tales como la arqueología. En un campo en
el que las buenas iniciativas no sobreabundan, Ron Eglash cuestionó con acrimonia la
asignación de clasificaciones “sacadas de la cristalografía” para la comprensión de las
simetrías aborígenes, como si ese acto de “traducción” (como él lo tilda) fuera cualitati-
vamente lo opuesto a aplicar mediciones de dimensión fractal o algorítmicas recursivas
a los diseños de otras culturas (Eglash 2001; 2006: 349; Rosa y Orey 2010: 11).
No obstante esa resistencia contradictoria y difícilmente justificable, la clasificación
“cristalográfica” de las simetrías ha producido una descomunal cantidad de análisis de
alto refinamiento y rica sustancia y ha puesto todo el campo de las simetrías en primer
plano en una cantidad de discipinas fuera de las nuestras, aunque la saliencia cognitiva

125
de las operaciones básicas en el momento de la construcción de los ejemplares (la “rea-
lidad psicológica” de los postulados teóricos, como se decía en aquellos tiempos) quede
por siempre encerrado en el territorio de lo más incierto y conjetural. Contrariando a
Eglash, en un mundo globalizado el cuadro de las isometrías etic se usa activa y rutina-
riamente, por ejemplo, en los Servicios de Educación de Ghana para reforzar los sentí-
mientos identitarios de los actores culturales y su comprensión más honda de los proce-
dimientos que ellos mismos emplean en la confección de los resortes que hacen a su pa-
trimonio (Langdon 1989: 178). En años posteriores ideas como éstas decantaron en una
estrategia proceptual (procesual+conceptual) orientada a esquemas que, más allá de
unos cuantos neologismos levemente molestos, se ha demostrado útil en el uso creativo
de la geometría en general y de los isomorfismos simétricos en particular como pieza
clave en la construcción dinámica de una herramienta pedagógica (Hejný 1993; 2012;
Gray y Toll 1994; Kuzniak y Houdement 2001; Kuzniak y Nechache 2015; Swoboda y
Vighi 2016: esp. 35-37).
El error en el que incurre Eglash, en fin, ha puesto en negro sobre blanco las consecuen-
cias más serias del aislamiento disciplinario y de la falta de comprensión que impera en
el seno de las ciencias sociales en cuanto a la necesidad de la colaboración transdiscipli-
naria si es que de veras se persigue el objetivo de ampliar los horizontes metodológicos.
A raíz de fallas como éstas resulta imperioso que la antropología tome cartas en la in-
vestigación reflexiva de la historia y la contextualización cultural de los conceptos que
emplea más allá del caso concreto de la simetría. Lo cierto es que pocos han sido los
autores que se han ocupado de seguir el curso de la historia del método de tipificación
“cristalográfico” que utilizan, actuando como si creyeran que las reformulaciones anti-
guas y recientes de las nomenclaturas simétricas son irrelevantes en la gran escala y sólo
aplicables en el interior de disciplinas estancas con sus propias preocupaciones sustanti-
vas. Aquí sostengo que claramente no es así. Textos que integran nociones de simetría,
sintaxis espacial, dimensión fractal y fractalidad urbana como los del teórico del urba-
nismo complejo y reconocido combatiente contra el “fundamentalismo de la geometría
[euclideana]” Nikos Salingaros (2020) Design patterns and living architecture,55 de-
muestran la productividad de estos intentos, aunque unas cuantas consignas esquemáti-
cas nacidas de las modas del momento introduzcan polarizaciones que son buenas para
lavar posibles culpas y ajustar cuentas pendientes pero que técnicamente no están ha-
ciendo mucha falta y hasta se diría que corren el riesgo de ocasionar bastante daño en
tiempos que encuentran una antropología y una arqueología del arte demasiado procli-

55
Este es un texto basado en la idea de patrones arquitectónicos adaptativos de Chris topher Alexander
(2001), cuyos patterns revolucionaron la programación de computadoras a comienzos del siglo XXI me-
diante técnicas de auto-organización basadas en las teorías de la complejidad y el caos (cf. Salingaros
2013; Reynoso 2004). Es lamentable que Salingaros no contemple con el mismo aprecio las geometrías
fractales y las isometrías y que no distinga adecuadamente distintas calidades de geometría; y es penoso
que nos prevenga contra el determinismo geométrico corriendo el riesgo de inducirnos a reprimir la curio -
sidad en materia de geometría antes de alcanzar el límite de lo que se puede hacer con ella.
126
ves a la cancelación (Salingaros 1999; 2005; 2017; 2018; 2019; Salingaros y Mehaffy
2006 versus Crompton 2001; Reynoso 2004).
Todo ponderado, debo hacerme cargo del hecho de que el texto de Washburn y Crowe –
excelente como sin duda es– viene de los años 80s, carga con más de 30 años de uso
académico a sus espaldas y (por razones no imputables a los autores) se ha quedado
corto en cuanto a la conexión productiva de la simetría práctica con toda clase de uni-
versos conceptuales y con mundos algorítmicos que se redescubrieron o reinventaron
más tarde, lo cual ha redundado en nuestra progresiva incapacidad para tratar unas cuan-
tas formas de simetrías situadas en la cultura. Por otra parte, la metodología de esta es-
cuela de Washington no ha pretendido ser ni ha sido adecuada para la exploración de
toda clase de simetrías, de todo matiz de inflexión, de toda violación o extensión de la
norma, tal como podría ser la alternancia entre simetrías, cuasi-simetrías, anti-simetrías,
asimetrías, no-simetrías, quiralidades o rupturas de simetría, conceptos cuyas arquitectu-
ras diferenciales en distintos enclaves académicos a cada disciplina le plugo definir de
maneras divergentes, definiendo un campo que se encuentra en inquieta espera de una
necesaria perspectiva de unificación (cf. Brading, Castellani y Teh 2017 versus Wash-
burn 2018). Por lo pronto, es por lo menos curioso que cuasi-simetría, asimetría y anti-
simetría (conceptos que poseen matices bien diferenciados en más de una ciencia) se
presenten a la antropología y a la arqueología las más de las veces como sinónimos; del
desacuerdo conceptual y del rumoroso silencio en torno de la ruptura de la simetría
(idea capital en la lingüística minimalista chomskiana tardía) mejor ni hablar (cf. Moro
2000; Arodz, Dziarmaga y Zurek 2003; Stewart 2007; Wagnière 2007; Reynoso 2010c:
cap. §6; Riehl 2010; Bauke 2014; Strocchi 2021).
Ya he anticipado la inadecuación del modelo de Seattle para una comprensión más hon-
da de las simetrías anidadas o no iterativas en espejo o para las iteraciones no isométri-
cas, simétricas sesgadas [skewed], fractales estrictas, fractales auto-afines y cuasi-frac-
tales. También comprobaré más adelante que lo mismo se aplica a los métodos para tra-
bajar las geometrías de los embaldosados islámicos, razón por la cual con contadas
excepciones hasta casi ayer los estudios que las sistematizaban no mencionaban su con-
tribución (v. gr. Abas y Salman 2007; Wichmann y Wade 2018). Aunque el día de hoy
se avizora una luz al final del túnel, algunas tradiciones simétricas en América Latina
(como por ejemplo las complejísimas simetrías textiles y cerámicas de los Shipibo-Co-
nibo) no resultan fácilmente tratables mediante el análisis provisto para las isometrías de
frisos, planos y rosetas que constituyen los grupos ornamentales del plano y que cons-
tituyen el blasón de la escuela de Washington (v. gr. Lathrap 1985; Martin 1987 [1982]:
88; Roe 2004; Makovicky 2011; 2016; González 2016). Por eso mismo estos estilos en
los que la simetría es sólo una parte de la configuración bi- o tridimensional jerárquica-
mente organizada se interrogarán de lleno en el capítulo siguiente, consagrado a los em-
baldosados, a los patrones aperiódicos y a las muqarnas.
En la gran escala y bastante antes que surgiera lo que hoy es el modelo estándar, dos tra-
bajos esenciales en la despareja trayectoria de la antropología del arte y de los estudios
127
de la simetrías (uno de ellos temprano, el otro no demasiado reciente) ritman un espacio
del conocimiento que desde su misma fundación ofrecía más promesas explicativas, ta-
xonómicas, comparativas e interpretativas de las que podía cumplir. Me refiero primero
al libro de Franz Boas (1922) sobre el arte primitivo 56 y luego al artículo de Claude
Lévi-Strauss sobre la asimetría/simetría entre los Caduveo y el desdoblamiento de la
imagen en el arte del noroeste de USA, de la cultura Māori y de la antigua china (Lévi-
Strauss 1968 [1958 {1944-1945}]). El primero, el texto de Boas, ofrece un régimen de
ilustración gráfica deslumbrante para la época, acompañándolo de interpretaciones geo-
métricas que el propio Lévi-Strauss reconoce compactas y elegantes; el segundo toma
de aquél un buen porcentaje de sus ilustraciones para después estancarse en un dilema
de similitudes o isomorfismos entre culturas distantes en el tiempo y en el espacio para
el que Lévi-Strauss no puede, por más que lo intenta, encontrar una solución satisfacto-
ria (cf. fig. 4.1 más arriba; cf. además Waterman 1907). Una versión algo más “mo-
derna” de ambos planteos se encuentra en Northwest Coast Indian Art de Bill Holm
(2014 [1965]), un trabajo que luce más elaborado, geométricamente hablando. En todos
estos textos clásicos centrados en el Noroeste de los Estados Unidos y más infrecuente-
mente en la Amazonia (y en la virtual totalidad de la imagen que los arqueólogos del
mundo tienen de la simetría) la idea dominante de lo simétrico se agota en la simetría
espejada con eje primordialmente vertical y con imaginería mayormente figurativa.
Ese concepto de simetría no es el que interesaba a la combativa escuela de Seattle en
aquel entonces. Por eso es que el nombre de Lévi-Strauss no aparece ni en el texto ca-
pital de esa orientación, Symmetries of culture (Wahburn y Crowe 1988), ni tampoco
casi veinte años más tarde en el triunfalmente titulado Symmetry comes of age (Wash-
burn y Crowe 2004), un volumen que resume muchos de los avances realizados en base
a esa concepción de la simetría como isometría que no es –insisto– la que el común de
los arqueólogos y etnólogos latinoamericanos (y hasta los antropólogos del arte que se
atienen a lineamientos un poco más elaborados, como los de Alfred Gell) se ha acos-

56
En las décadas del 60 y del 70 era de buen tono cuestionar a Boas por cualesquiera circunstancias, in -
cluyendo entre ellas un conjunto más bien pequeño de buenas razones. La especialista en antropología del
vestido Jane Schneider, por ejemplo, aseguraba que los antropólogos modernos [sic] criticaban la fas cina-
ción de Boas por las repeticiones rítmicas (Schneider 1987: 416; Chipp 1971: 153-154). Más reciente-
mente Howard Morphy y Morgan Perkins (2006: 35) alegaban que los trabajos de Boas sobre arte enfati-
zaban los aspectos formales, técnicos y estéticos, y que dichos estudios eran frustrantes para quienes que-
rían explorar el significado del arte de la costa noroccidental en contexto. Como sucedía a menudo con su
trabajo –agregan– la ejemplificación demasiado detallada oscurecía el desarrollo coherente de su argu-
mentación. Si esta observación les resulta al filo del ridículo, les diré que más inaceptable todavía me pa -
rece la crítica de la búsqueda de simetría y del igualitarismo boasiano realizada por el investigador in-
dependiente Michael Selzer (2014: 11), basada en la creencia latouriana de que la simetría no es un as -
pecto universal de las culturas ya que el concepto surgió muy tarde en la historia de Occidente. Selzer
piensa también (contrariando la opinión de Anna O. Shepard [1948: 221, 231], Dorothy Washburn [1995:
525], Slavik Jablan [1955: 4] y la mayoría de los especialistas) que la simetría del arte primitivo es harto
imperfecta y que la casi totalidad de esas artes, hablando en puridad, resulta ser por ende inherente y
groseramente carente de simetría (cf. Selzer 2020; Hurston 1934: 26; Bunzel 1972: 28-29).
128
tumbrado a usar.57 Además de su tratamiento sobre las máscaras simétricas de las cul-
turas del noroeste de los Estados Unidos, el centro gravitatorio de los trabajos sobre si-
metría en antropología del arte antes de Washburn-Crowe había sido el tratamiento lévi-
straussiano del desdoblamiento de la presentación cuya ilustración emblemática es la
que se muestra en la fig. 4.1:

Figura 4.2 – Izq.: Bronce descubierto en An-Yang, China – Según Lévi-Strauss (1958: 276 fig. 19).
Der.: Motivo de pintura facial Caduveo [Kadiwéu] – Según Lévi-Strauss (1958: 280, fig. 21).
Los espirales de la imagen a la izqui erda con su peculiar distribución de levógiros y dextrógiros (más
cuadrangulares que los espirales Caduveo) no se distinguen bien en la edición en castellano.

La cabeza se muestra de frente, para que se puedan ver los símbolos característicos del tibu-
rón, pero el cuerpo está partido en toda su longitud y las dos mitades han sido extendidas
sobre el plano, a derecha e izquierda de la cabeza (Lévi-Strauss 1973 [1958]: lám. iii).

La descripción de los aspectos constructivos de la simetría por parte de Lévi-Strauss es


literariamente atrapante pero no es de su propio cacumen; se deriva de los agudos aná-
lisis veinte años anteriores de Herrlee Glessner Creel (1936: 10), de Leonhard Adam
(1936, 1949 [1940]: 194-200) y en especial de Franz Boas, quien había tratado un ejem-
57
El científico cognitivo Christopher W. Tyler (del Smith-Kettlewell Eye Research Institute de San Fran-
cisco) distingue cuatro tipos de simetría que son de interés en la visión espacial y que son la simetría de
reflexión (o bilateral), la de rotación (o axial), la traslacional (o de repetición o isometría) y la de escala-
miento de medida (size-scaling) o autosimilitud fractal (Tyler 2002). Su cuadro es uno de los pocos que
comprende una visión más completa y elegante de lo que hoy llamamos simetría pero está muy lejos de
ser exhaustivo. La simetría por repetición tal vez sea la más básica y antigua y la simetría en espejo la
más saliente para la percepción humana según los datos recabados por el psicólogo experimental holandés
Johan Wagemans (1995) de la Universidad de Leuven. Según este último, h asta hoy son “sorprendente-
mente pocos” los estudios que se hayan ocupado de más de una (o dos) de estas modalidades de simetría.
129
plar y también había señalado la similitud de los desdoblamientos chinos y americanos
utilizando palabras parecidas a las que después usaría Lévi-Strauss. En el texto lévi-
straussiano no queda claro en qué cultura se origina la imagen (¿Tsimshian, Tlingit,
Haida, “Kwakiutl”, Salish?). En la primera edición de Primitive art Boas (1955 [1927]:
229) muestra un “pez perro” de los Haida; el problema empieza a complicarse porque la
figura que reproduce Lévi-Strauss tiene un aire de familia con la que Boas había repro-
ducido pero no es propiamente la misma. La referencia que brinda Lévi-Strauss de su
figura es incompleta (“Tenth Annual Report, Bureau of American Ethnology, Pl. XXV”,
dice); no se indica el nombre de autor del cual proviene la imagen ni el rótulo de la figu-
ra original. Eso sí, ni los editores de la edición francesa de Anthropologie structurale ni
su traductor al castellano y sus revisores (Eliseo Verón, Eduardo Menéndez y Gonzalo
Sanz) advirtieron que algo estaba fallando en el tratamiento de las fuentes. El Décimo
Reporte Anual es de 1888-1889 y se encuentra por ello disponible en el dominio público
y hay mucho que decir sobre él.
El trabajo principal publicado en el Reporte versa sobre las escrituras gráficas o diseños
pictográficos de los pueblos originarios de América del Norte y había sido escrito y
dibujado por Garrick Mallery [1831-1894], un investigador un siglo anterior a quien
Lévi-Strauss no menciona nunca. La figura numerada como XXVI del informe de
Mallery (de donde tomé el ejemplar) se define como un “Dog Fish” (una de las varieda-
des más comunes de tiburones) y no como un tiburón a secas. El coloreado del original
reduce grandemente su similitud con el gabinete metálico de China; la imagen no coin-
cide con la figura que Boas reproduce con ese nombre varios años después de publicado
el informe; Lévi-Strauss tampoco menciona dicha variedad de tiburón o el nombre que
en la región se aplica a lo que es en realidad la variedad más común de escualos.
Así y todo Lévi-Strauss ( partiendo del supuesto de que las culturas de Pacífico, al igual
que la sociedad china, son “sociedades de máscaras”) cree superar la interpretación pu-
ramente geométrica de Boas sumergiéndose en un ejercicio que no es tanto estructural
como analógico, parecido a aquéllos en su propia obra temprana de los que la inglesa
Mary Douglas renegó más tarde. Escribe Lévi-Strauss:
La independencia recíproca del elemento plástico y el elemento gráfico corresponde a un
juego más flexible entre el orden social y el orden sobrenatural, así como el desdoblamiento
de la representación expresa la estricta adhesión del actor a su papel, y del rango social a
los mitos, el culto y los pedigrees. Esta adherencia es tan rigurosa que para disociar al indi-
viduo de su personaje es preciso reducirlo a pedazos. Aun cuando no supiéramos nada de la
sociedad china arcaica, la sola inspección de su arte permitiría entonces reconocer la lu -
cha de los prestigios, la rivalidad entre las jerarquías, la competencia entre los privilegios
sociales y económicos, fundados todos en el testimonio de las máscaras y en la veneración
de los linajes (Lévi-Strauss [1958]: 240-241; el subrayado es mío, la exageración es suya).

La imagen china que debería mostrar el parecido entre el desdoblamiento propio del Pa-
cífico americano y el de la simetría axial de China no es muy convincente, ya que en la
figura no hay una cabeza de frente separada de un cuerpo hendido en la forma descripta
por Boas y sólo se muestra de frente una especie de cofre tridimensional del que no se
130
alcanzan a ver los paneles laterales (cf. Lévi-Strauss, Op. cit. fig. 19; imagen provenien-
te de W. Percival Yetts 1942; fig. 4.2, izq.). Lo más desconcertante de todo esto es, sin
embargo, que un número crecido de sociedades exhibe los mismos patrones jerárquicos
y parecidas manifestaciones de prestigio pero sus artes no reflejan tales configuraciones
de la manera prescripta. En el muestrario ecuménico hay, por añadidura, abundancia de
sociedades de máscaras que (el caso fueguino viene a cuento) no son organizaciones je-
rárquicas en absoluto sino que encarnan el paradigma de las formas sociales menos es-
tratificadas que se registran (cf. nota al pie de la pág. 133 más adelante).
En el mismo trabajo Lévi-Strauss había intentado explicar una pintura facial Caduveo
basado en esa misma lógica metafórica (fig. 4.2, der.). Trabajando sobre materiales re-
cogidos en su trabajo de campo en los años 30, Lévi-Strauss argumenta que cuando los
diseños se articulan en cuadrantes, aquellos situados opuestos por los vértices en diago-
nal (el izquierdo superior y el derecho inferior, y el derecho superior y el izquierdo infe-
rior, respectivamente) resultan casi idénticos, aunque invertidos. Lévi-Strauss interpreta
que lo que aquí se manifiesta es una oposición entre simetría y asimetría, llamando de
esta última forma a una falta casi total de simetría (lo cual es por lo menos curioso).
Acto seguido intenta mostrar que la estructura subyacente es producida por una forma
particular de organización social. Partiendo de la base de que los Caduveo son remanen-
tes de una antigua sociedad Mbayá, el autor concluye que la estructura social Mbayá
exhibía una tensión hacia la jerarquía (en la medida en que las castas eran tanto segre-
gadas como estratificadas) y otra tensión hacia la reciprocidad (por cuanto había nece-
sidad de mantener las castas juntas a través del intercambio). La hipótesis resultante de
este ejercicio de analogía casi douglasiano es que la oposición entre la simetría y la “asi-
metría” reflejaba la oposición entre jerarquía y reciprocidad en la estructura social. Pa-
recidos argumentos (aunque con mejores conocimientos técnicos de simetría) elaboró F.
Allan Hanson, del Departamento de Antropología de la Universidad de Kansas, toman-
do como objeto las ricas imágenes de simetrías quebradas del arte Māori compiladas
ochenta años antes por Augustus Hamilton (1901) y sugiriendo –como se ha tornado ha-
bitual hacerlo– conexiones entre los patrones artísticos y otros aspectos de la cultura, las
relaciones sociales entre ellas, un patrón de pensamiento analógico al que la antropolo-
gía y la simetrología son comprensiblemente afectas (Washburn y Makovicky inclui-
dos) pero a la que mi espíritu goodmaniano siempre habrá de ofrecer resistencia (Han-
son 1983: 79; 1985; Makovicky 2011; Washburn 2018). Aunque Hanson afecta igno-
rancia sobre Lévi-Strauss y el caso caduveo, su hallazgo se torna predecible porque re-
posa en el mismo género de analogías pre-goodmanianas de las que Douglas acabó re-
tractándose:
La relación homóloga entre la forma de las relaciones sociales y el arte visual es fácil de
identificar. El principio cultural en cuestión sostiene que el equilibrio entre pares que inter-
actúan es una consideración importante en cualquier estado de cosas. En la vida social y
política esto está ejemplificado por una preocupación por la reciprocidad, ya sea de regalos
en clave positiva o de insultos e injurias en clave negativa. En las artes visuales, se ejempli-
fica mediante composiciones que presentan figuras en pares equilibrados, una condición

131
que los artistas maoríes logran mediante el uso de la simetría (o antisimetría, o casi sime-
tría) (Hanson 1985: 58).

Es importante recordar que Hanson publicó su primer artículo en el mismo volumen en


que Dorothy Washburn (1983) presentó uno de sus primeros esquemas sistemáticos de
simetría.58 En Arte y Agencia (1998), Gell señala –en una observación sólo parcialmente
acertada, una cualidad característicamente suya– que los elementos estilísticos conside-
rados por Hanson son universales, o al menos de ocurrencia frecuente, por lo que no
pueden estar determinados por rasgos singulares de la cultura Māori. En un estilo pe-
culiar que se diría urgentemente necesitado de revisión sintáctica, escribe Gell:
Las propiedades formales que Hanson identifica en el arte Māori son demasiado común-
mente obervables en el arte ornamental de todas clases para servir al rol culturalmente dia-
crítico que él propone para ellas. Él dice que el arte Māori proporciona una especie de “ma-
pa” de la cultura Māori; pero ¿cómo podría demostrarse esto satisfactoriamente si los ras-
gos distintivos de este “mapa” son arbitrarios en relación a la cultura Māori específicamen-
te, como deben serlo, en tanto que se encuentran en culturas totalmente distintas, tales como
la India Moghul? La implicación parecería ser que lo que conecta el arte Māori al resto de
la cultura Māori no es la estética “formal” o los atributos estilísticos tales como la simetría,
sino la presencia en el arte de referencias iconográficas a los ancestros Māori, las divinida-
des, etc. – precisamente la posición que Hanson ha decidido poner en cuestión en primer
lugar (Gell 1998: 161).

Cuando un párrafo y medio más atrás expresé que el acierto en las observaciones de
Gell solamente era parcial me refería al hecho de que la alternativa propuesta por éste
como correlato de la organización social (la referencia iconográfica, mayormente figu-
rativa) constituye una forma de representación que es tan universal y tan poco específica
de la cultura Māori como lo son las simetrías o cuasi-simetrías abstractas.
Retornando a Lévi-Strauss, diré que el antropólogo canadiense Michael P. Carroll en-
contró que las analogías trazadas por el maestro no se condecían con la descripción et-
nográfica que él mismo (Lévi-Strauss) había proporcionado (cf. Carroll 1979). Carroll
aduce que no hay ninguna prueba etnográfica de que exista o haya existido una tenden-
cia hacia la reciprocidad entre los Mbayá. La única evidencia que Lévi-Strauss ofrece
sobre esa tendencia proviene de sociedades vecinas, como los Guaná [o más bien Enl-
het] de Paraguay y los Bororo [o Coroados] del Mato Grosso. El inconveniente con este
razonamiento es que no hay tampoco testimonios de la presencia de diseños opositivos
en el arte de estos grupos ni hay una dimensión temporal que dé cuenta, por ejemplo, de
procesos de ruptura de simetrías, lo cual es, técnicamente, algo muy distinto de lo que
semejante nombre induce a pensar. Lo más lejos que se ha podido llegar en esta clase de

58
Las críticas que conozco de este volumen (v. gr. la de Haselgrove en Archaeological Journal, 141(1):
371-372) no detallan nada en particular sobre la metodología de análisis y alegan que se necesitarían mu-
cho más estudios de casos si se pretende que las ideas avanzadas en el texto encuentren amplia aceptación
en la comunidad arqueológica. La reseña de Robert Layton (en Man, n.s., 20(1): 192-193) subraya que los
papers que mejor se desempeñan son los que examinan las fuerzas culturales que estimulan o restringen
la creatividad artística y no los que intentan correlacionar las formas de diseño con otros aspectos de la
cultura, callando todo juicio sobre el potencial de las técnicas de análisis promovidas por Washburn.
132
inferencias estadísticas se manifiesta en los trabajos del antropólogo comparativista
John Fischer (1961), quien, ciñéndose a una metodología cien por ciento típica de los
surveys transculturales de la escuela murdockiana, encontró una asociación estadística-
mente significativa entre la presencia de jerarquización y la ausencia de simetría en el
arte.59 Habiendo dicho lo que tenía que decir sobre métodos comparativos, sobre las
trampas de un muestreo nanoscópico y endémicamente sesgado, sobre la elección de
conceptos resbalosos y sobre el teorema del límite central y la prueba de significancia
de la hipótesis nula en un conjunto de trabajos escritos hace una década, me conformo
con dejar sentado estos elementos de juicio a título de advertencia y sin mayores comen-
tarios (cf. Reynoso 2011b; 2019d).
La crítica de Carroll, lúcida como pueda sonar, no es la más categórica que pueda ima-
ginarse. Un etnogeómetra de orientación cognitiva podría interponer una objeción mu-
cho más refinada, toda vez que tanto Carroll como Lévi-Strauss, Fischer y también Ma-
ry Douglas (antes de su epifanía goodmaniana) daban por sentado que en las lenguas
que se hablan en las sociedades tratadas existen dominios semánticos tales como ‘jerar-
quías’, ‘estratos’ o ‘clases sociales’ que se vislumbran como si estuvieran dispuestos
lakoffianamente a distintas alturas a lo largo de un eje vertical, distinguibles de otros
dominios tales como los ‘intercambios’ o las ‘reciprocidades’ que pueden imaginarse
desplazándose horizontalmente en la planicie de un dominio semántico ortogonal al de
las jerarquías anteriores. Ambas series de dominios se articularían mediante una imagi-
nería de posiciones, distancias y coordenadas similar a la que empleamos nosotros en la
vida cotidiana, susceptible de representarse en una suerte de espacio isométrico, liso y
lineal que es el que Lévi-Strauss percibe en la fig. 4.2 a la derecha.
Encuentro dudosa esta clase de analogismo. La misma objeción le cabe a la crítica for-
mulada por Gell, quien tampoco percibe los artificios retóricos de la espacialización es-
tructuralista y quien (acaso por su escasa familiaridad con la literatura en otras lenguas
científicas fuera del inglés) no deja indicios de haber consultado la parte más sustancio-
sa de la obra lévistraussiana sobre arte. Es Lévi-Strauss quien lleva la espacialización a
su paroxismo irreflexivo en La vía de las máscaras (2005 [1979]) cuando opone mitos
Dené a otros mitos Salish y “Kwakiutl” según el sentido en que ocurren los desplaza-
mientos de prestaciones matrimoniales y de traslado de objetos a lo largo de las relacio-
nes de alianza en los diagramas de parentesco (en la notación creada por Rivers durante

59
Con plena deliberación he incluido en el presente libro al menos tres testimonios fotográficos referidos
a una sociedad (los Selk’nam) en las que no sólo hay máscaras sino también simetrías y asimetrías en la
pintura corporal sin que existan rudimentos de organización jerárquica. Eso en cuanto a excepciones. No
está demostrado, por otra parte, que las sociedades representadas en la H RAF que Fisher toma en conside-
ración hayan ido a parar a su nicho taxonómico en base a un muestreo aleatorio, ni que el criterio de
simetría utilizado en las etnografías heteróclitas de donde provienen los registros de la base de datos haya
sido el mismo o del mismo tipo. Véanse figs. 2.1, 10.4 y 10.5.
133
la expedición de la Universidad de Cambridge al Estrecho de Torres), perpendicular-
mente a las relaciones de filiación (Ibid.: 98-101).60
Las ideas espacializadoras que comparten muchos de estos autores guardan correspon-
dencia con las figuras que George Lakoff y Mark Johnson en su famoso y perdurable
libro Metaphors we live by [Metáforas de la vida cotidiana] (2009 [1980]) llaman metá-
foras orientacionales, figuras que acuerdan valores posicionales a términos tales como
estatus social, estado de salud, calidad de vida, fuerza o control. Algunas expresiones
propuestas en ese famoso libro son casi las mismas en inglés y en castellano mientras
que otras no funcionan tan bien y los traductores deben adaptar el texto cuando les da
por suministrar ejemplos. Los autores reconocen que en algunas culturas el futuro está
“por delante”, mientras que en otras está “por detrás”. También cumplen en reconocer
que esta clase de figuras no son una creación suya sino que se presentó por primera vez
al público en una disertación de doctorado inédita escrita por William Nagy (1974) so-
bre patrones figurativos y redundancia léxica. El análisis lévistraussiano es décadas an-
terior a Metaphors... pero comparte el mismo esquema de sentido común.
Un par de ejemplos de metáforas orientacionales lakoffianas tocantes a nuestro caso po-
drían ser estos que siguen:
UN STATUS ELEVADO ES ARRIBA; UN STATUS BAJO ES ABAJO
Tiene una elevada posición. Subirá hasta lo más alto. Está en la cumbre de su carrera. [...]
Tiene poca movilidad hacia arriba. Está en lo más bajo de la jerarquía social. Bajó de
posición.

LO BUENO ES ARRIBA; LO MALO ES ABAJO


Las cosas van mejorando [look up]. El año pasado alcanzamos un pico, pero hemos ido
cuesta abajo desde entonces. Las cosas están en el punto más bajo. Hace trabajo de alta
calidad (Lakoff y Johnson 2009 [1980]: 53).

La improbabilidad de un modelo espacial o vectorial como éste en el plano emic es ma-


nifiesta; que ambos conjuntos de factores ( jerarquía e intercambio) se consideren orto-
gonales a través de las culturas, que lo dominante se sitúe universalmente ‘arriba’ y lo

60
Muy recientemente Dorothy Washburn (2018) pareció prestarle a ciertos aspectos del razonamiento
lévistraussiano un plus de plausibilidad a través de un deslumbrante estudio del cambio de la simetría a la
asimetría a través del tiempo teniendo en cuenta la concordancia entre el registro de los diseños y el de las
estructuras sociales y las respectivas mutaciones. Washburn se apoya en elaboraciones del antropólogo A -
lan Page Fiske (1991) y sobre todo del psicólogo John Bolender (2007; 2008; 2010) –de la Universidad
Técnica de Ankara– sobre fenómenos de auto-organización en el desarrollo de la cognición social. El
aporte de Bolender se basa en la un tanto complicada teoría minimalista de la cognición de Noam Choms -
ky (1995; 2000), e inaugura (según ha dicho Fiske) no sólo una nueva explicación de las formas de las
relaciones sociales sino una nueva clase de explicación. Washburn y Crowe (1988: 31) ya se habían
expedido sobre la viabilidad de las ideas chomskyanas de competencia y performance aplicadas por
Penny Van Esterik (1981) a sistemas de diseño mediante el análisis de simetrías. Ahora bien, ni Fiske, ni
Bolender, ni Chomsky nombran a Lévi-Strauss. Washburn sí lo hace a este respecto, pero sin mencionar
el caso Caduveo. Aunque llevo años trabajando los modelos no generativos de Chomsky en mis cátedras
de lingüística, me llevará algún tiempo y unas cuantas lecturas comprender el valor de las hipótesis de
Fiske, Bolender y Washburn; por ahora las percibo difíciles de asir pero sugerentes y dignas de ser in-
terrogadas con mayor detenimiento.
134
subordinado ‘abajo’, que la zona alta de una imagen sea la ‘superior’ y el borde bajo sea
el ‘inferior’ aunque la imagen se esté viendo acostada horizontalmente sobre una mesa,
que las clases ‘altas’, ‘medias’ y ‘bajas’ lo sean literal y geométricamente, que la sime-
tría con espejado vertical sea indicador tanto de ‘oposición’ o de ‘confrontación’ como
de ‘jerarquía’ y que el intercambio presuponga ecuménicamente un espacio plano por el
que bienes, dones, servicios y mujeres se deslizan horizontalmente son hipótesis de tra-
bajo de geometría social y de antropología cognitiva cuya regularidad debería corrobo-
rarse émicamente antes de presuponer su constancia universal sin que medie ninguna
investigación.
Hasta el momento no conozco un solo estudio en antropología del conocimiento que
abone estas suposiciones o que demuestre la validez del modelo a través de las socieda-
des y de las lenguas: ni siquiera Lakoff y Johnson se tragan que sea posible este milagro
de concordancia transcultural. Que la crítica antropológica, filosófica y sociológica del
pensamiento de Lévi-Strauss a estos respectos no haya caído en la cuenta de esta falla
decisiva en la gestión de las metáforas y siga prestando crédito a sus dicotomías y a su
irreflexivo logocentrismo me resulta, por todo lo dicho, desconcertante (v. gr. Gell
1993: 40, 128, 131, 203, 210, 222, 246, 271, 303-304, 307; Wiseman 2007: 2, 135, 148,
154 , 155 , 159, 164 , 224 , 225; 2008; Fiorini 2008: 56; Pasztory 2010: 59-60; Severi
2010: 10, 24, 93-944, 246-252, 264, 270, 338; Fortis 2013: 6, 7, 101, 197, 200-201;
Merquior 2016 [2011]).
Aunque su influencia en la antropología del arte fue decayendo con el paso de los años
la visión lévistraussiana alcanzó a hacer estragos en ciertas ramas de la arqueología y
sobre todo en la arqueogeometría implícita del arqueólogo pos-procesual británico
Christopher Tilley (1990; 2015 [1991]). La responsabilidad no es enteramente de Lévi-
Strauss. Tilley intentaba fusionar el modelo estructuralista del lenguaje con el modelo
pos-estructuralista de la escritura, maridando a Lévi-Strauss con Jacques Derrida, redu-
ciendo bruscamente la gramatología a la escritura de fonemas, palabras, frases y textos
lingüísticos y eliminando de cuajo toda referencia a complicada idea de deconstruc-
ción.61 No advertía que estructuralismo y deconstruccionismo eran posturas antagónicas
y se contentaba con una lectura epidérmica de los marcos a los que recurría. Este aspec-
to del proyecto de Tilley no tenía visos de funcionar ni siquiera mal, y no sólo por con-
siderar que “la palabra” es una entidad lingüística viable. La debilidad del modelo se
torna evidente en párrafos como estos que siguen:

61
La instancia clásica de ejercicio deconstructivo es, precisamente, el desmontaje de “La lección de escri-
tura” del capítulo 28 de Tristes trópicos de Lévi-Strauss que lleva a cabo Derrida en el primer capítulo de
De la Gramatología. En ese texto Derrida arremete contra toda forma de logos, sea éste el logos de la
lógica, el del conocimiento o el del lenguaje. Ese concepto de deconstrucción no cuadra con el que es ta-
blece el propio Derrida en su “Carta a un amigo japonés” (1997 [1989]), en donde él mismo se atreve a
negar que la deconstrucción constituya un método y encima de ello un método crítico. Derrida no siempre
tuvo empeño en mantener su desacuerdo; cuando la moda de la French theory se demostró rentable, él
también se subió a la caravana que antes había puesto tan brillantemente en cuestión.
135
Si ahora pasamos a pensar en cómo podemos leer la 'escritura' de la cultura material, nos
daremos cuenta de que, como al leer una escritura fonética, es necesario aislar los elemen-
tos o palabras que la componen. Esto es fácilmente evidente a través de la práctica del espa-
ciado en su inscripción material. Ya se ha señalado que se trata de una práctica que se
extiende a, o más bien desde, la cultura material. El reconocimiento de unidades y límites
entre los elementos suele ser evidente: vasijas individuales, tumbas, casas, platos que
componen una comida, prendas de vestir. También podemos considerar todas estas cosas en
términos de una estructura jerárquica: una vasija con diseños individuales, una casa con
muebles colocados en ella, una tumba con ajuar funerario, etc. Dependiendo del nivel de
nuestro análisis identificaremos diferentes palabras o unidades de significado y podremos
considerar su articulación en términos de las oraciones en las que aparecen para crear un
texto. Por ejemplo, un diseño en una olla puede considerarse formalmente equivalente a una
palabra y sus componentes como fonemas. Distintos diseños en una misma maceta sirven
para articular una frase. Un juego de vasijas en una casa o en un asentamiento puede
concebirse como un texto situado en relación con otros textos. Los patrones de cultura
material consisten característicamente en oraciones y textos dentro de textos. Por ejemplo,
una serie de vasijas en una tumba puede formar una oración que forma parte del texto de un
cementerio. En otras palabras, el texto de la cultura material es como un libro editado, las
oraciones escritas por diferentes autores dentro de un texto constituyen un texto general
más amplio. (Tilley 2015 [1991]: 19-20).

Es notable que la puesta en crisis de un texto como el anterior no requiera el montaje de


un análisis y que sus alegaciones caigan por el peso de su propia falta de congruencia.


Figura 4.3 – Izq.: Los 4 tipos de isometrías: Reflejo, Traslación, Rotación y Deslizamiento+Reflej o.
Imágenes en el dominio público.
Der.: Las 7 isometrías de frisos –Basado en György Darvas (Idem: 76)

El análisis propuesto por la escuela de Washburn permite asignar diseños repetitivos en


hilera, en superficie o en rosetón a cada una de las clases o isometrías existentes. El he-
cho es que para hileras y superficies en un solo color contrastante existen sólo siete y
diecisiete clases respectivamente (figs. 4.3 y 4.3b). La clasificación es esencial para
comprender la distribución de los procesos de transformación geométricos a través de
las sociedades; esta distribución se basa en unos pocos elementos de juicio que son uni-

136
versales por definición, pero aparece de maneras específicas en distintas culturas. To-
davía está faltando un mapa que establezca en qué regiones del mundo o en qué perío-
dos históricos se favorecen o se reprimen cuáles principios constructivos de la represen-
tación isométrica.

Figura 4.3b – Placeholders de las 17 isometrías del plano. Es esencial comprender que los objetos
correspondientes a cada forma triangular pueden ser simples o complejos, geométricos o figurativos.
Basado en M. J. Buerger y J. S. Lukesh (1937) – Ver figs. 5.13, 5.14 y 5.14b
Sobre equivalencias nomenclatorias véase fig. 4.5b.

El problema radica en que no está claro ni siquiera cuál es el vocabulario descriptivo


que corresponde utilizar. Investigadores que dedican su vida al estudio de cerámicas con
motivos geométricos, al arte rupestre, a la cestería o a los motivos ornamentales de los
textiles no han documentado tener familiaridad con las sistematizaciones de las formas
estructurales conceptualizadas en campos y disciplinas que van desde las matemáticas
hasta la cristalografía. Esta carencia es sin embargo justificable: no parece fácil, de cara
a los artefactos y a los sitios, llegar trivialmente ni siquiera a la etapa nomenclatoria, no
digamos ya a la distribución estadística y a la visión comparativa. La detección automá-
tica de simetría y la automatización de la taxonomía tipológica (mediante redes de retro-
propagación o análisis de grafos, por ejemplo) o bien está menos avanzada de lo que se
necesita o bien su algorítmica se encuentra dispersa en oscuros papers que todavía no
han acrisolado en herramientas utilitarias en el dominio público o en procedimientos
prácticos y escalables para el investigador empírico (v. gr. Latimer, Young y Stevens
2002; Xiao y Wu 2007). Hay algunos programas de computadora que ayudan a realizar

137
el análisis interactivamente, pero su gestión impone un aprendizaje tan tedioso como la
asimilación de los formalismos geométricos involucrados. Todos ellos presuponen ade-
más que uno ya domina los detalles inherentes y arriesga la fantasía de que al cabo del
análisis se encontrarán, sin hacer más nada, preguntas contestadas, pautas inteligibles y
distribuciones sugerentes.

Figura 4.4 – Simetría traslacional – Sala de las columnas de la Mezquita de Córdoba, España.
Basado en György Darvas (2007: 8).

Mi convicción es que antes de aspirar a alguna clase de síntesis en el plano teórico es


preciso familiarizarse con la práctica del análisis. En casos no necesariamente extremos
es incluso necesario vencer las resistencias que inhiben ese aprendizaje, las cuales ali-
mentan el supuesto de que los antropólogos tienen ya de fábrica las habilidades de sen-
tido común, sensibilidad estética y vocabulario que es menester dominar para alcanzar
esos objetivos. La experiencia demuestra que aunque el proceso clasificatorio se puede
facilitar mediante diagramas de flujo, tutoriales y otras herramientas pedagógicas como
las que Washburn y Crowe (1988) supieron poner en valor a partir de ideas de Doris
Schattschneider (1978), lo cierto es que nuestros profesionales han experimentado eno-
josas dificultades a la hora de realizar manualmente esa tarea.

Figura 4.4b – Esquemas de maṇḍalas (o más bien yantras) como configuraciones concéntricas.
Simetrías rotacionales (o grupos diedrales) de orden 32, 32, 8, 32, 16 y 8, respectivamente.
Basado en James Lochtefeld (2002: 416).
138
Consecuentemente, las descripciones a las que ellos se resignan y que vician el vo-
cabulario descriptivo de Lévi-Strauss inclusive (“motivos en greca”, “guardas”, “guar-
das pampa”, “chevrones”, “equis”, “estilos geométricos”, “entrelazados”, “hilera de
triángulos”, “líneas en zig-zag”, “enantiomorfos”, “diseños binarios”, “desdoblamientos
de la representación”, “iteraciones”, “simetrías bilaterales”, “geometrismos”, “sucesio-
nes de escalonados”, etc.), no permiten inducir las concepciones geométricas emic que
acompañaron la producción de los diseños, ni comprender la posible equivalencia es-
tructural (isomorfismos, homomorfismos, homeomorfismos, catamorfismos, difeomor-
fismos, etcétera) entre instancias o piezas que lucen distintas a primera vista o entre
colecciones de datos; y no permiten tampoco sistematizar qué instancias de grupos de
transformación se encuentran (o cuáles están faltando) en qué contextos concretos de
tiempo, cultura y lugar. Hay sin embargo muchas maneras de organizar este campo
atravesándolo con otras clases de nomenclaturas y desde otros enfoques, algunos de
ellos ricamente teóricos como éstos que siguen, capaces de reposicionar las isometrías,
las simetrías en roseta o los espejados en otros marcos de significación.
En matemáticas, particularmente en la teoría de la categoría (generalización a su vez de
la teoría de la representación), un morfismo es un mapa que preserva la configuración
de una estructura matemática que se transforma en otra estructura del mismo tipo. Algu-
nas de las nociones ligadas a morfismos son productiva e intuitivamente ejemplificables
en etnogeometría mientras que otras en algunas ciencias no lo son tanto. La noción de
morfismo aparece con significados y funcionalidades distintas en distintas áreas de las
matemáticas: en teoría de conjuntos los morfismos son funciones; en álgebra lineal,
transformaciones lineales; en topología, funciones continuas; en teoría de grupos, ho-
momorfismos de grupos, y así sucesivamente. Un homomofismo es un mapa que pre-
serva la estructura entre dos estructuras algebraicas del mismo tipo (dos grupos, dos ani-
llos, dos espacios de vectores). Hay algunos homomorfismos especiales, tales como los
isomorfismos, endomorfismos, automorfismos, monomorfismos, homeomorfismos y
epimorfismos. Un homeomorfismo o isomorfismo topológico (tal como lo definiera
Poincaré en 1895) es una función que preserva todas las propiedades topológicas de un
determinado espacio, como en la famosa transformación de una taza en una rosquilla,
generadora de un número infinito de memes discursivos. Un difeomorfismo, en cambio,
es un isomorfismo en la categoría de las variedades diferenciables [smooth manifolds]
lo que en geometría se percibe como una deformación. Hay un ejemplo de ello en los
dibujos de Escher de la serie Circle Limit que exploran el efecto de perspectiva en su-
perficies hiperbólicas dibujadas en un plano, efecto que es precisamente análogo al que
las incomprendidas técnicas proyectivas de nuestro especialista en iconografía indígena
Alejandro Fiadone [1957-2022] procuraban evitar (cf. Schattschneider y Emmer 2003:
vi; Schattschneider 1990: 150, 244, 296; ver fig. 11.3 b: centro; ver también Fiadone
2004: passim). En geometría una isometría del plano euclideano es una forma de trans-
formar el plano que preserva propiedades gométricas tales como la longitud. En este
capítulo estamos viendo cuáles son las isometrías que el método del análisis estándar ha
escogido y cuáles las que en ocasiones infundadamente se han dejado al costado.
139
Figura 4.4c – Kṛṣṇayamari- Maṇḍala de 13 deidades.
Obra del tántrico indio Mitrayogin, pintado en gTsang, Tibet (o dBus -gTsang, China), 1198-1199.
Según Kimiaki Tanaka (2013: 21) – Permiso de reproducción en trámite

Muchos de los diseños que se encuentran en artefactos, piezas y yacimientos coinciden


con varias categorías simétricas a la vez. Cierto es que la diagnosis tipológica no resuel-
ve todos los problemas de la antropología o de la fenomenología de los estilos geométri-
cos, pero es al menos un punto de partida que nos hace cavilar sobre los juicios de simi-
litud, diferencia y analogía: una instancia reflexiva que ( habida cuenta del progresivo
descrédito de la antropología como la ciencia comparativa por excelencia) no es una
bala de plata pero es órdenes de magnitud preferible a la anomia imperante (cf. Reynoso
2019b). Para atenuar las pérdidas que hemos sufrido tras la parálisis interpretativa que
negaba expresamente la existencia de sistemas y regularidades y para recuperar algo de
la competencia técnica que alguna vez distinguió a la disciplina he confeccionado unas
planillas de referencia (que no reproduciré aquí pero que están en línea) y que podrían
resultar útiles para asignar los diseños a sus correspondientes clases y para organizar la
estadística y las tablas de las distribuciones dentro de las culturas o a través de ellas.
Para articular esas planillas he entrado a saco en la clase de ideas a las que Schattschnei-
der, Conway, Crowe, Washburn y otros profesionales transdisciplinarios de alto vuelo

140
(junto a artistas excelsos como Maurits Escher, minerálogos insurgentes como Emil
Manovicky y operadores intuitivos como el mencionado Fiadone) han sistematizado y
gestionado a lo largo del tiempo. Cabe esperar que en diversas sociedades las proporcio-
nes en que aparecen los distintos tipos sea diferencial, o que algunos tipos (uno o dos,
quizá más) no se manifiesten en absoluto en regiones o en continentes enteros. Si bien
hemos experimentado algunos avances en el estudio de las simetrías islámicas, todavía
falta hacer el mapa estadístico de la distribución de las isometrías y de diversos otros
morfismos que restan escoger en prácticamente todas las regiones del mundo y en
América Latina, Asia y África más que en cualquier otra parte del mundo.
Además de ser operativas en el sentido de permitir la implementación de funciones ana-
líticas y estadísticas inherentes al software de spreadsheet, las planillas que confeccioné
pueden servir (con algo de coloración y formateo de por medio) para la presentación de
resultados en monografías, tesis y ponencias. El límite de las operaciones analíticas po-
sibles, desde la suma de operaciones simétricas por región hasta la minería de datos
multidimensional, estará dado de ahora en más por el ingenio del usuario para aprove-
char las capacidades de estas planillas de cálculo (o de las piezas de software que acep-
ten importar valores separados por comas, tabulación, encolumnado o el formato que
fuere).
Aunque prestamos atención a otras formas de organizar el material, en nuestra analítica
(que inicialmente aplica el modelo de la escuela de Seattle, pero que no se detendrá en
él) hemos otorgado prioridad a las transformaciones isométricas, vale decir, las que per-
tenecen a uno de los cuatro movimientos básicos: espejado (en una línea del plano),
traslación, rotación (sobre un punto en el plano) y espejado con deslizamiento [ glide re-
flection] (fig. 4.3). Tal como se desprende de la tipología del neurocientífico de la visión
e inventor de los estereogramas Christopher William Tyler (2002: 12), algunos objetos
simétricos de la ciencia o la cultura son al mismo tiempo fractales (Alexander, Giblin y
Newton 1992; Lau y Schleicher 1996; Sheng y Spurr 1996; Chandler s/f; Testov 2020).
De acuerdo con Michael Field de la Universidad de Houston en Texas y Michael Golu-
bitsky de la Universidad del Estado de Ohio en Columbus las figuras fractales simétri-
cas más características son iconos con simetrías rotacionales y patrones repetitivos co-
mo los de los wallpapers o quilts con simetrías traslacionales con o sin rotación (Field y
Golubitsky 2009). Mientras que hay simetrías axiales en varios de los fractales del pla-
no complejo (Mandelbrot, Julia, Newton, Nova), en la cultura las simetrías fractales
aparecen en iconos, quilts, maṇḍalas, yantras, cakras, tartanes, thangkas y batiks indefi-
nidamente variados y dispersos. Uno de los programas más elaborados para explorar es-
tos fractales es Incendia de Ramiro Pérez y Clare Nash. Otra pieza de software que ge-
nera fractales icónicos de manera analíticamente esclarecedora es Fractal Science Kit,
que en opinión de muchos es la mejor herramienta para comprender nada menos que los
maṇḍalas, manifestaciones de compleja geometricidad y simetría invariante sobre las
que fuera de Oriente es muy difícil conseguir bibliografía seria y técnicamente sólida.

141
Dado que los maṇḍalas son connaturalmente simétricos parece razonable dedicarles
unos pocos párrafos.

Figura 4.4d – Mandala de Vairochana Buddha – Tattvasaṃgraha Tantra.


Tibet Central, 1300-1399. Pigmento mineral de tierra sobre algodón.
HAR – Himalayan Art Resources, https://www.himalayanart.org/items/101366.

Recientemente Kimiaki Tanaka de la Universidad de Tokyo ha continuado la obra pio-


nera del erudito italiano Giuseppe Tucci [1894-1984], eludiendo los giros fascistas ca-
racterísticos de éste, extirpando la jerga residual de psicología analítica jungiana, distin-
guiendo entre los maṇḍalas de diversas religiones, regiones y períodos históricos que
Tucci había entremezclado, clarificando las múltiples geometrías emic de los maṇḍalas
y recuperando el concepto de inclusión mutua jerárquica, llamado samavasaraṇa [ सर्-
वशरण ]62 en el buddhismo esotérico de la India, el Tibet y Nepal. Al lado de sus varian-
tes estructurales, el samavasaraṇa es posiblemente la concepción más parecida fuera de

62
No debe confundirse con el samavasaraṇa en la religión jaina, una construcción celestial para la pri-
mera oración de un jina (Suski 2015), el cual posee sin embargo una compleja estructura anidada que
conviene explorar y que por ello mismo referencio mediante un vínculo.
142
Occidente al scaling y al anidamiento recursivo propio de los fractales, aunque limitado
a un solo nivel o a unos pocos niveles (p. ej. sólo 5 en la fig. 4.4 d).
Otras formas estructurales son bindu (el punto), trikoṇa o tryasra (el triángulo hacia
abajo [adhomukha] o hacia arriba [ūrdhvamukha], śaṭkona, śaḍara, tāra (el hexagrama),
pañcakoṇa (el pentagrama), aṣṭakoṇa o aṣṭāra (el octágono), bhūgṛha (la ciudad de
tierra, el cuadrado exterior, el portal en forma de T hacia cada punto cardinal), etcétera
(Tanaka 1999; 2013; 2018: 151, 309 n. 436; Bühnemann 2003 versus Tucci 2001 [1949;
TenHouten 1993]; fig. 4.4b y 4.4c en estas páginas). Igual que los diseños de la geo-
metría componencial de las artes Shipibo-Conibo según el análisis desarrollado por el
joven profesor Shipibo Laureano Ríos Cairuna (2003) –musicológicamente puesto en
duda por Brabec de Mori y Silvano de Brabec (2012 [2009])– todas esas formas se com-
ponen de elementos geométricos simples acomodados en una totalidad compleja. Por
más reparos que existan a propósito de las racionalizaciones rituales de aquí y de allá y
del arte para turistas que las envuelve, la aceptación de esos esquemas componenciales
en sus respectivas prácticas está perfectamente documentada y fuera de cuestión. A
quien pretenda seguir minimizando la geometría como factor o componente esencial de
estas figuras de alta complejidad le recomiendo asomarse al tratado de iconografía e
iconometría del buddhista tántrico tibetano Gega Lama [1931-1996], maestro pintor de
la escuela de Thangka Karma Gadri, figura de referencia de los actuales cursos en línea
de esa institución (cf. Gega Lama 1983a; 1983b).
Relegados los maṇḍalas a la literatura occidental de entretenimiento (a-histórica y a-po-
lítica por definición) y transcurrido un milenio desde la desaparición del buddhismo
tántrico en India (en el pleno sentido político de la palabra), nada de todo esto fue des-
cripto jamás por la antropología del arte, quien nunca prestó confianza a insumos de
geometría sistemática de origen emic. Hermeneutas simbólicos, analistas componencia-
les y pos-estructuralistas tenían empresas más importantes de las que ocuparse y supie-
ron ponerse fuera de alcance cuando más se los necesitaba, dedicándose de lleno a ana-
líticas que –hoy lo sabemos– ni estaban bien fundadas ni hacían tanta falta y a cues-
tionamientos que arrojan sombra sobre usos más o menos arraigados en la cultura pero
que dejan la gloria de los diseños artísticos en pie. A mi juicio fue debido al abandono
que experimentó como objeto de estudio por derecho propio que esta geometría de-
generó en Occidente en observación anecdótica y que el análisis se disolvió en aspectos
que hoy lucen frecuentemente triviales.
Hay un puñado de estudios, por fortuna, que logran romper el molde. Gracias a Tanaka
y a otros de su misma orientación metodológica, la geometría eventualmente fractal de
los maṇḍalas y de otras figuras de la misma gran familia pan-oriental está comenzando a
escapar de las estrecheces interpretativas y de la comoditización de los propósitos tera-
péuticos, revelando sus notables simetrías, sus iteraciones, sus juegos topológicos y sus
invariancias, escondidas detrás de la exuberancia de imágenes abigarradas y multicro-
máticas siempre distintas (Jung 1969 [1950]: 355-418; Daniélou 1960; Johari 1986: 52;
Bunce 2002 versus Gega Lama 1983a; 1983b; Ramachandra Rao 1988; Trivedi 1989).
143
En el primer estudio publicado en Occidente sobre los maṇḍalas japoneses, Elizabeth
ten Grotenhuis (1999) investigó la historia y las configuraciones de ejemplares del
buddhismo esotérico [= Mikkyō, Shingon], del buddhismo de la Tierra Pura [= Amitā-
bha, 浄土仏教] y de la tradición Kami-no-michi [浄土仏教] o Shintō, comprendiendo
entonces rasgos del buddhismo indio, del pre-buddhismo y el buddhismo chino y de la
religión indígena de Japón. Las descripciones son refinadas y las ilustraciones de cali-
dad superlativa, aunque se echa de menos una semblanza comparativa de los estilos y de
sus variantes. Lo mejor del estudio son las representaciones diagramáticas de algunos
maṇḍalas importantes en los que la geometría de las estructuras simétricas se pone de
manifiesto.
Pocos años atrás Konstantin Poelke, Zoi Tokoutsi y Konrad Polthier (2014) de la Freie
Universität Berlin elaboraron una síntesis analítica de los maṇḍalas polinomiales com-
plejos para las Conferencias Bridges, incluyendo las funciones generativas de formas
ricas y colores intensos como las que son de rigor en la práctica. Su ponencia representa
un avance notable en la comprensión algorítmica de un proceso constructivo al que
acompaña una inmensa literatura en lenguas orientales a la que estamos asomándonos
demasiado lentamente, aunque en lo que va del siglo XXI los maṇḍalas, los yantras y
los chakras están experimentando una acelerada expansión global en el plano público y
mediático.
De todos modos, ahí afuera prevalece el estereotipo y me temo que lo hará por un tiem-
po. Hoy todos los espacios y geometrías que vale la pena dibujar son espacios y geo-
metrías sagrad@s, todos los diagramas geométricos del espacio han devenido maṇḍalas
o escenarios para la experiencia de ayahuasca y en las secciones de Autoayuda y de jue-
gos para niños de todas las librerías del mundo posmoderno se pueden comprar libros
de maṇḍalas y diseños Shipibo-Conibo para colorear, actividad a la que se atribuyen en
el primer caso propiedades curativas y transformadoras que ni siquiera Gustav Jung se
atrevió a soñar.63 Todavía no está todo dicho respecto de la conveniencia o inconvenien-
cia de ampliar la noción de maṇḍala hasta abarcar otras geometrías del espacio sagrado
en ésta y en otras culturas, sean esas geometrías simétricas o de otro carácter.64 Se corre
63
Escribe Gudrun Bühmenan: “La actividad de colorear maṇḍalas surgió como parte de la tendencia ma-
yor y reciente de colorear para adultos, que se centra en plantillas con diferentes tipos de patrones y
diseños, tendencia que podría estar ya en declive. Para muchas personas, colorear maṇḍalas es un método
más accesible que la meditación centrada en la respiración o en un mantra. Sienten que colorear diseños
de maṇḍala les permite enfocar su atención y centrarse más fácilmente” (Bühnemann 2017: 272). A mitad
del párrafo la autora remite al artículo del Chicago Tribune ‘The Adult Coloring Book Fad May Be
Over’, http://www.chicagotribune.com/business/ct-adult-coloring-book-fad-20170105-story.html.
64
Los primeros maṇḍalas fuera de Asia se identifican con las pinturas en arena Navajo. Recomiendo revi-
sar tanto este vínculo como los estudios comparativos de maṇḍalas y pinturas en arena Tibetanas y Na-
vajo de Peter Gold (1994), Jeffrey Samuels (1995), Stanley Krippner (1997), Kathryn McIntosh (2001) y
otros. La similitud entre los maṇḍalas asiáticos y los precolombinos nunca se estudió adecuadamente, esto
es, en función de sus homologías geométricas. Al igual que los otros arquetipos jungianos, los maṇḍalas
están muy lejos de ser universales. Sucede con ellos aproximadamente lo mismo que con el shamanismo.
Las similitudes aparentes entre los maṇḍalas buddhistas, hindúes y jainas y los americanos configuran un
tema que agitó las aguas durante un tiempo pero (igual que la coloración de maṇḍalas) ya hace unos
cuantos años que no monopoliza las primeras planas.
144
el riesgo de que el concepto se banalice (como está sucediendo con el que designa la
fractalidad) y que la investigación degenere en el mismo género de conformidad bur-
guesa, universalismo compulsivo y rimbombancia hermenéutica en que se ha precipi-
tado el jungismo de ochenta años a esta parte, sólo porque nadie atinó a leerlo con ojo
crítico o a protestar con el rigor necesario cuando ello hizo falta, contribuyendo de ese
modo al descrédito de un jungismo antropológico que todavía era tomado en serio en la
época de los boasianos y que hoy se descarta in toto y de manera expeditiva sin pensarlo
dos veces (cf. Griffin-Pierce 1995; Joye 2010 versus Reynoso 1993: cap. § 12.2; Bühne-
mann 2017).

Figura 4.4e – Concordancia de los cakras y los escudos y segmentos reichianos.


Cakras según Arthur Avalon (1979 [1972]) – Dibujo basado en Reynoso (1981: 59)

Algunos paralelismos efectivamente trazables entre la geometría de la mística oriental y


la de las ciencias humanas occidentales son de hecho más inquietantes que los improba-
bles arquetipos de Jung y justifican un breve paréntesis en la investigación de las sime-
trías. El hecho es que hace hoy cuarenta y un años señalé estas concordancias entre las
concepciones geometrizadas del cuerpo propias del buddhismo tántrico y del psico-
análisis del heterodoxo Wilhelm Reich [1897-1957]. Escribía yo en ese entonces:
Las ideas sobre el cuerpo propugnadas por Wilhelm Reich y por el tantrismo exhiben simi-
litudes no poco sorprendentes. En ambos casos se considera únicamente la región compren-
dida entre los genitales y la coronilla, dejando de lado tanto las extremidades inferiores co-
mo las superiores. Esta es la misma zona que ocupan los castillos y aposentos interiores de
toda la mística y la que alberga, como se sabe, las percepciones preminentes de los conatos
de Schreber y de Swedenborg, y las ecuaciones cósmico-somáticas del pitagorismo, desde
Filolao hasta Robert Fludd.

El tantrismo sostiene que en torno y a lo largo de la columna vertebral existen siete confi-
guraciones (cakra) que se relacionarían con los seis plexos nerviosos y con la sutura fron-
talis. […]. Reich, por su parte, distingue siete "corazas" dispuestas entre los mismos puntos
145
extremos y adoptando una fisonomía semejante. Puntualicemos que tanto los cakra como
las corazas son perpendiculares a la columna vertebral y virtualmente dividen el sector rele-
vante del cuerpo en otros tantos segmentos. Esta caracterización es tanto explícita como in-
sistente y forma parte, junto con la doctrina energética, del núcleo central de las respectivas
especulaciones [Reich 1957 {1933}].

El término "cakra" parece señalar una figura plana, similar a un disco, un escudo o una
rueda. A decir de [Arthur] Avalon, no son solamente centros vitales sino que "pueden in-
fluenciar y probablemente influencian y gobiernan la región burda fuera de la columna
vertebral, en el sector corporal lateral y coextensivo a la párte de la columna en que está
situado un centro en particular". […] Los acorazamientos segmentados de Reich son, en
cambio, regiones de cierto espesor, como rebanadas o rodajas fuertemente diferenciadas de
un cilindro. Correlacionando los cakra y los segmentos se hace evidente que con la sola
excepción de la región bucal (que, como órgano simétrico y supletorio del yoni –la vagina–
disfrutaba de un simbolismo y una connotación muy especial en la India antigua), aquéllos
equivaldrían a los límites entre las diversas corazas de la concepción reichiana; o, a la in-
versa, las corazas serían las regiones del cuerpo que se insertan entre dos cakra sucesivos
(Reynoso 1981).

De arriba hacia abajo, los cakra y las corazas aparecen definidos como sigue:

La figura 4.4e muestra la concordancia del sistema de los cakra buddhistas según la tra-
ducción del Ṣaṭcakra Nirūpaṇa (ca. 1577) por Arthur Avalon [sir John George Wood-
roffe] (1979 [1972]) con los segmentos o escudos propuestos independientemente en El
análisis del carácter por Wilhelm Reich (1957 [1933]). Como bien se muestra en mi
monografía más temprana, paralelismos geométricos parecidos aparecen frecuentemente
entre otras místicas y otros modelos del tronco o del cuerpo de las ciencias humanas de
lo que Foucault habría llamado modernidad. Ejemplo de ello son los [tres] dantian [丹
田] o campos de cinabrio alquímico del taoísmo tardío, las siete moradas o castillos de
Teresa de Ávila, los siete cínculos entre la pelvis y la coronilla del universo-macrán-
tropo jaina, el zodíaco troncal de los ptolemaicos, los palacios de luz de la ascesis judai-
ca y los siete castillos minerales concéntricos que nombran el Nawadīr de Aḥmad al-
Qalyūbī y el Kitāb al-Tanwīr del sufi Ibn ’Aṭa’ Allāh al-Iskandarī de Alejandría (Pala-
cios 1946; Cuevas 1972: 284-293; Zimmer 1980: 209 n. 84; López-Baralt 1982; Wolf-
son 2005; Robinet 2011; Balcerowicz 2015; González Diéguez 2016; Peñasco 2019).

146
Fig 4.5 - Los 46 patrones del plano usados por Henry John Woods (1936)
en notación de Washburn & C rowe.
Diseñado con el programa SymmetryWorks de Artlandia.

Aun si dejamos de lado el vasto territorio de las simetrías presentes en casi toda la geo-
metría sagrada y sus modelos del cuerpo, el concepto de simetría que se desenvuelve en
el presente libro excede los límites del significado atribuido popularmente a la palabra,
el que por lo común se restringe a los espejados con eje vertical, tal como sucede, por
ejemplo, en los análisis boasianos o en los estudios estructuralistas de las simetrías en la
obra de Lévi-Strauss que ya hemos revisado más arriba y que continuaremos interro-
gando (Lévi-Strauss 1968 [1958 {1944-45}]; Boas 1922). A efectos de producir una
adecuada descripción de los ejemplares analizados (y más todavía, en tren de dar sus-
tento a una comparación productiva) es inexcusable el uso de los métodos analíticos de
los que trata la bibliografía técnica, lo cual implica conocer al dedillo la notación es
cogida y comprender las ventajas y desventajas de las notaciones alternativas.

147
Las notaciones recomendadas son las que se utilizan en dos libros de la primera década
del milenio y que son The symmetries of things de Conway, Burgiel y Goodman-Strauss
(2008) e International Tables for Crystallography (2006; 2010). La notación que he

usado en este texto es la más utilizada y familiar y procede de un texto clave, Tilings
and patterns de Grünbaum y Shephard (1987). El lector puede comparar las dos nomen-
claturas a lo largo del reciente Islamic design: A mathematical approach de Brian
Wichman y David Wade (2017). La notación que yo recomendaría es un poco difícil de
implementar pero cuando el investigador perciba sus ventajas difícilmente aceptará
cambiarla por alguna otra. La nomenclatura para las simetrías del plano es esta:

Figura 4.5b – Tabla nomenclatoria coordinada de las isometrías del plano.


Originado en las planillas de codificación del autor, disponibles en línea.

* Este signo denota una simetría en espejo.


• Este signo implica que todas las simetrías fijan un punto.
• Este implica lo mismo, pero en combinación en un número entero que implica un giro,
por ejemplo 4• (c4).
x esto se denomina un milagro.
∞ Símbolo de infinidad.
O Símbolo usado en diversas figuras (v. gr. Wichmann y Wade fig. A.17).

Aunque este campo de las simetrías es de importancia capital, lo cierto es que las transfor-
maciones isométricas no cubren la totalidad de las posibilidades articulatorias; aparte de
ellas existen otras más relacionadas a la coloración, las transformaciones, las distorsiones,
los anidamientos y los cambios de escala que no habrá oportunidad de examinar aquí más
que a través de una referencia sucinta que ocupará, controladamente, sólo los confines de
los siguientes cuatro o cinco párrafos.

148
Figura 4.5c – Diseños simétricos del SE de USA que se difundieron al NO de Argentina
según la arqueóloga difusionista Betty Meggers (1979: figs. 83 & 90; 2005: fig. 6).
65
Todos los diseños a la izquierda y derecha corresponden a la isometría de frisos p111 (hop).

Las principales transformaciones irregulares fuera de la pauta estándar fueron tratadas


por la misma Dorothy Washburn (1995) en su contibución al volumen de Christopher
Carr y Jill Neitzel sobre el moderno tratamiento sistemático del estilo. En orden de com-
plejidad creciente las transformaciones suplementarias son las que se han denominado
de similitud, afinidad y de proyección. Las transformaciones de similitud preservan la
forma de un motivo pero cambian su tamaño. En las transformaciones afines cambian
los ángulos de los motivos tal que éstos parecen retorcidos o estirados. Las transforma-
ciones proyectivas, tales como las perspectivas en disminución de las pinturas figurati-
vas occidentales, cambian prácticamente todas las propiedades excepto las “primitivas”
como la straightness (Hagen 1983: tabla 5.3 de ese texto).
Emil Makovicky (1986), en uno de sus trabajos más tempranos y brillantes, ha presen-
tado una utilísima discusión de otras varias categorías transformacionales que pueden
usarse (y que recomiendo tener en cuenta) para describir una variedad todavía indefi-
nida de formas diversas. Un ejemplo de ellas son las transformaciones catamórficas, úti-
les para describir patrones en domos curvos, o en las paredes redondeadas de vasijas ce-
rámicas o canastas. El catamorfismo concierne a las figuras llamadas catamétricas por
Karl Lothar Wolf y Robert Wolff (1956) en un libro raro, Symmetrie, nunca traducido
del alemán. Se trata de la categoría más baja de la simetría, una definición por lo me-
nos ambigua. Es sin duda una categoría residual, ya que las figuras catamétricas –se
dice– no son congruentes, ni similares, afines o proyectivas-perspectivas, pero sus for-
mas todavía demuestran ciertas relaciones mutuas y pueden formar una progresión de
acuerdo con alguna regla ad hoc. Makovicky asevera que la noción nunca fue usada en
la práctica, pero él mismo brinda algunos ejemplos interesantes. El más familiar para

65
Se recomienda visualizar las simetrías que he almacenado en OneDrive en modo mosaico.
149
nosotros es Snakes de M. C. Escher 1969, una xilografía que representa tres serpientes
entrelazadas en un contexto de círculos que disminuyen de tamaño hacia el centro y ha-
cia los bordes hasta que desaparecen de la visión, un efecto muy utilizado en figuras
fractales como el triángulo de Sierpiński o el polvo de Cantor que recién pudieron vi-
sualizarse digitalmente algunos años después que Escher compusiera su obra y que en
informática se perfeccionaran las técnicas de representación (cf. fig. 9.8b y 3.12).
Otro ejemplo de la técnica es el domo de la madrasa de Abdullah-khan en Bukhara, Uz-
bekistan, un annulus catamétrico en el que se alternan estrellas unidas por los vértices
de cinco, seis y siete puntas, presentado por Makovicky varios años antes que se hiciera
común tratar de teselaciones no periódicas. Otro caso que nos toca más de cerca es un
ajuste catamétrico de motivos en zig-zag de acuerdo con los cambios en el área dispo-
nible en el cuerpo de vasijas Pueblo, algo que sucede con regularidad en la cerámica de
toda América, como se puede comprobar en la obra de Betty Meggers y otros (cf. Ma-
kovicky 1986: fig. 40; cf. fig. 4.5c más arriba).66
El artículo de Makovicky, dos años anterior al manual de Washburn y Crowe (1988) es
uno de esos trabajos indiscutiblemente útiles, de los pocos que sugeriría como de lectura
obligatoria, por más que no haya quedado en el repertorio de la pedagogía del género.
En primer lugar, el trabajo acierta en posicionar el análisis de las isometrías en su justo
enclave etnogeométrico. En segundo orden, presenta un arsenal de conceptos descripti-
vos que nunca antes (o sólo de maneras ocultas) habían aparecido en la literatura técnica
de la simetría: las nociones de sub-motivo, sub-mesh, supermesh, twinning, seudo-sime-
tría, no-conmensurabilidad de patrones, fenómenos de orden-desorden posicionales y
“ocupacionales”, casos de alta simetría local, disimetría, acentuación de simetría, dico-
tomía, modulación, delimitaciones de antifase, jerarquía y superposición de simetrías y
por último la simetría de múltiples colores, entrevista, estudiada y trabajada por M. C.
Escher antes que los matemáticos tuvieran oportunidad de codificarla (cf. Macgillavry
1965). Todas estas categorías se aplican y se ejemplifican con una selección perfecta de
lo más granado e inclasificable de la arqueo- y la etnogeometría. En tercer lugar, la e-
jemplificación cubre una oportuna diversidad de casos, desde pinturas escherianas hasta
la tumba de Gunbad-i 'Alaviyan en Hamadan y la mezquita de Córdoba, desde los texti-
les peruanos a los ornamentos del Codex Vindobonensis Mexicanus y desde los nudos
celtas hasta las máscaras de los Abelam del río Sepik en Nueva Guinea.67

66
Arqueólogos y etnólogos damos por sentado que es perfectamente simple y natural que guardas como
los de la fig. 4.5c se realicen con ajuste perfecto de forma y tamaño (y de manera inconsútil) alrededor de
piezas tales como vasijas, platos, pucos, etc. Dar cuenta descriptivamente de los procesos cons tructivos de
tales diseños –esto es, modelarlos– entraña sin embargo nociones extraordinariamente complejas de topo -
logía, geometría asintótica y espacios métricos (Ó Searcóid 2006; Buyalo y Schroeder 2007). En los repo-
sitorios museísticos, al menos, son relativamente raras las piezas en las que se encuentran desajustes e
imperfecciones de terminación por irregulares y complejas que sean las figuras implicada s (Norma Pérez
Reynoso, comunicación personal).
67
No por nada he optado por poner en línea discretamente este artículo esen cial pero casi olvidado
(“Symmetrology of art” de 1986, ¡dos años anterior a Symmetries of culture!) por medio de este vínculo
150
No pocas observaciones expresadas en el libro Fearful symmetry: Is God a geometer?
de Ian Stewart y Martin Golubitsky (1993) resultan útiles en la misma medida al estu-
dioso en ciencias sociales en la medida en que contempla casos en los que la isometría
regular y repetitiva no es el único criterio constructivo en acción. Muchos ejemplares y
artefactos presentan simetrías parciales e incompletas, o combinaciones de muchas si-
metrías en distintos lugares. Cuánta simetría hay depende de qué aspecto de la estructu-
ra se está mirando. Los autores citan la frase del cristalógrafo británico Alan Lindsay
MacKay que dice que “así como Kepler escapó de un marco de referencia preconcebido
y demasiado rígido de la estructura simétrica, del mismo modo los modernos cristaló-
grafos han generalizado paulatinamente su concepto de simetría, escapando del rígido
formalismo de los 230 grupos espaciales” determinados por Evgraf Fedorov (cf. pág.
178 más adelante). MacKay enumera sesenta estructuras o cuasi-estructuras matemáti-
cas que tienen que ver con (o que constituyen alternativas frente a) esta simetría de
grupos en el más amplio sentido. Vale la pena citarlas:
Cristalografía clásica, geometría de distancias, formulación de Delone, cuasi-equivalencia,
simetría local, simetría pentagonal, patrón de Penrose, cristal aperiódico, dimensionalidad
fraccional, enrejados de sitios de coincidencia y emparejamiento [twinning], defectos y dis-
locaciones, epitaxia de haz molecular, periodicidades inconmensurables, dimensiones inter-
nas, teoría de descripciones de Chaitin, autómatas celulares, sistemas duales, macro crista-
les, disecciones de Voronoi y celdas de Delone, estructuras ingenieriles, diagramas de fuer-
zas de Maxwell, clusters y cristalitas finitas, metales amorfos y vidrios, mesofases, dinámi-
ca molecular, estructuras jerárquicas, autosimilitud y operaciones de inflación, renormaliza-
ción, superficies mínimas periódicas, cristales líquidos isotrópicos, membranas naturales,
formación de clatratos, zeolitos, marcos queirales, estructuras orientadas por interfaces, in-
troversión/extroversión, transformas, holografía, ley de Wulff, circuitos integrados tridi-
mensionales, integración a muy gran escala (VLSI), gráficos informáticos, software-hard-
ware-wetware, estructura abstracta, sistemas biológicos, creodos de Waddington, morfogé-
nesis, hélices, patrón de Fibonacci, máquina xerox de Kaolín, entropía máxima, edición
uni-, bi- o tridimensional, líquidos, fibras, zonas de Brillouin, análisis de elementos, super-
ficies finitas de Fermi, lectura por microscopía electrónica, información (MacKay 1986: 28-
36).

Alan MacKay (quien merece un paréntesis que ha de abarcar un intenso párrafo) ha sido
traductor del maravillosamente ilustrado Kristallseelen [‘Almas de Cristal’, 1917] de
Ernst Haeckel [1834-1919], el discutido evolucionista precursor de los biomorfos frac-
tales y no sólo de ello. MacKay también alcanzó celebridad como artista inspirado en
las matemáticas bajo el seudónimo de Sho Takahashi. Véase también Cartwright y Mac-
Kay (2012) y Haeckel (1899-1904; 1917). En su traducción de la misteriosa obra de
Haeckel, MacKay señala que desde fines del siglo XIX vemos surgir una geometriza-
ción de la naturaleza, de la que se derivan hipótesis sobre sus procesos implicados.
James Bell Pettigrew [1834-1908] en St. Andrews produjo tres gruesos volúmenes con
2000 ilustraciones casi tan notables como las de Haeckel sobre Design in Nature
(1908a; 1908b; 1908c); ocho años más tarde D'Arcy Wentworth Thompson (quien hace

para que nadie deje de asomarse a él. Otro paper invalorable en la producción temprana de un sistemati-
zador excepcional es el de Emil y Milota Makovicky (1977).
151
sesenta años deslumbraba al Lévi-Strauss de La pensée sauvage) produjo su obra maes-
tra On Growth and Form (1916); y al año siguiente Ernst Haeckel en Jena publicó el
pequeño opúsculo Crystal Souls, cuyo arte inspiró una profunda reformulación de la re-
presentación en cristalografía extendida. McKay es un autor de la misma estirpe que se
expresa en estructuras enunciativas tanto como en imágenes. En suma –concluyen Ste-
wart y Golubitsky, cerrando el paréntesis– Dios (que en su texto resulta ser mujer) bien
pudiera ser no sólo geómetra sino más precisamente teórico de grupos, pero sólo en
términos de dedicación part-time (Stewart y Golubitsky 1993: 268; MacKay 1986: 28-
36). Entiendo que el texto de McKay (escrito en el marco de la cristalografía también
dos años antes que el riguroso estudio fundacional de Washburn y Crowe [1988]) nos
revela que sólo un fragmento muy exiguo de las matemáticas, geometrías y topologías
latentes en el seno de las simetrías) ha sido explorado en las últimas décadas por el con-
junto de las disciplinas.
Existen por último patrones simétricos específicos de tecnología, aunque no se des-
cuenta que algunas de ellas (el arte textil, por ejemplo) acaben incidiendo sobre algunas
otras (v. gr. en el arte rupestre, en la metalurgia o en los quillangos de cuero de guana-
co) como parece haber sucedido alguna vez con los skeuomorfos en Patagonia o con no
pocas de las artes andinas (cf. Fernández C. 1997). En ocasiones parecería que las artes
textiles están en capacidad de suministrar criterios maestros de clasificación de formas y
principios de composición y modularidad a las artes geométricas y figurativas que se
manifiestan en otros soportes (cf. Arnold y Espejo 2003: cap. 6). Siete años antes de es-
cribir su obra maestra, Branko Grünbaum y Geoffrey Colin Shephard publicaron “Sa-
tins and twills” (1980), una breve sistematización de referencia obligada de las simetrías
actuantes en telas (mayormente industriales), asomándose a un espacio poco tratado y
elaborando una tipificación anticipatoria de lo que serán las texturas “tejidas” en ces-
tería elaboradas por Paulus Gerdes que se revisarán un par de capítulos más adelante.
Las geometrías del tejido manual, en fin, han sido un tema mucho menos desarrollado
que las técnicas textiles mecánicas, un tema de importancia crítica pero que excede los
propósitos de esta versión de mi volumen. Aunque desde el punto de vista técnico el
análisis geométrico me parece estar vacante en el estudio de los textiles (o más bien de
los tejidos), hay nutridas referencias en los estudios de Karen Huff (1976), Jane Schnei-
der (1987), Sabit Adanur (2000) y Michael Hann & B. G. Thomas (2005). Un exitoso
texto de James Essinger (2007) en el que se narra la historia de la máquina de Joseph
Marie Jacquard [1752-1834] y del frustrado polímata e inventor Charles Babbage
[1791-1871] podría suministrar un vínculo inconsútil entre técnicas que se remontan al
neolítico y un momento definitorio en la historia de la tecnología informática muy en
línea con los objetivos de este libro y que se estaba tejiendo (valga la expresión) en una
comunidad intelectual que se encontraba transicionando entre la época romántica y la
ciencia victoriana, una cofradía que organizaba soirées a las que no fueron ajenos perso-
najes como Charles Lyell y Charles Darwin. Lo que intentaron hacer primero Jacquard
y luego Babbage con sus códigos y sus tarjetas perforadas fue, a fin de cuentas, sistema-

152
tizar los patrones geométricos de tejido que etnógrafos y arqueólogos analizarían más o
menos ordenadamente desde los tempranos días de la disciplina.
El nexo entre todos estos personajes era Ada Lovelace [1815-1852]. Ella fue la primera
programadora de la historia y la primera que concibió la computadora (en su momento,
la Analytical Engine) como un dispositivo matemático capaz de manejar símbolos apar-
te de los números. Se le atribuye haber dicho que “[t]he Analytical Engine weaves alge-
braic patterns, just as the Jacquard loom weaves flowers and leaves” (Alic 1986: 157-
163; Essinger 2007: 160). Sobre las ricas relaciones entre tejido y escritura invito a con-
sultar los sugerentes artículos de la arquitecta y antropóloga boliviana Denise Y. Arnold
(2014a; 2014b), así como las observaciones de Victoria Mitchell (1997; 2006) y Tim
Ingold (2010a) sobre textilidad. Agregando la arquitectura al conjunto, Ingold describe
estos nexos (y a la larga el hacer mismo) como a muy pocos se les había ocurrido
hacerlo:
En el paso de hilar un hilo a estirarlo de un punto a otro está la 'bisagra' entre el movimiento
corporal y la razón abstracta, entre lo textil y lo arquitectónico, entre lo háptico y lo óptico,
entre la improvisación y la abducción, y entre el devenir y el ser. Quizá la clave de la
ontología del hacer se encuentre en una hebra (Ingold 2010: 100).

En un análisis sobre la producción de matemáticas y textiles en términos de algoritmos


y automación, la antropóloga de Harvard Carrie Brezine (quien trabajó junto al cuestio-
nado Gary Urton sobre problemas relacionados con la matemática de los khipus) ha
planteado este género de asuntos desde una perspectiva de singular interés, hablando
acertadamente de conceptos antes de que palabras:
La práctica del tejido abarca una multitud de problemas matemáticos que van desde el
cálculo aritmético hasta manipulaciones simétricas abstractas. Los artesanos que crean
buenas telas están practicando principios matemáticos, aunque es posible que no los
comuniquen de la forma en que esperamos que se presenten en las matemáticas occiden-
tales. Los sofisticados procesos de pensamiento detrás de la producción de intrincados
textiles indican que incluso los tejedores en sociedades sin texto tienen control de concept-
tos matemáticos abstractos. Enmarcar el tejido en términos matemáticos también sugiere
numerosos problemas abiertos relacionados con varios campos modernos, incluida la com-
binatoria y la geometría (Brezine 2009: 468-469).

El propio Urton ha examinado con excepcional agudeza los vínculos entre tejido y con-
teo aritmético en las sociedades andinas, aunque su propia y compleja postura acerca de
la etnoaritmética es, por razones diversas y complicadas, difícil de ponderar y no pienso,
por tanto, entrar en la discusión hasta que se apacigüe la tormenta polimorfa que se ha
desatado en torno suyo por razones ajenas a la ciencia (Urton 1997: 111-132; 2003;
2017a; 2017b; Aveni y Urton 1982). Una de las premisas de Urton, no obstante, es des-
mentida por la casi totalidad de los aportes étnicos que hemos referido en el trabajo que
se está leyendo y no puede quedar sin respuesta. Refiriéndose a los estudios etno-
matemáticos de la antropología y de otras ciencias había escrito Urton en frases que
considero inadmisibles:

153
Figura 4.6 – Izq.: Matriz de similitud entre grupos. Colores más claros indican mayor similitud.
68
Der.: Grafo de similitud entre grupos de wallpapers.
Basado en Clarke y otros (2011: figs. 4 & 7).
Sobre equivalencias nomenclatorias véase fig. 4.5 b .

Si bien estos estudios han presentado una serie de formulaciones matemáticas inusuales,
desafiantes y novedosas de culturas de todo el mundo (como rompecabezas y matrices
numéricas inusuales incorporadas en tejidos, trabajos en metal, arquitectura y juegos),
ninguno ha identificado verdades matemáticas o propiedades y relaciones. de números que
no haya sido reconocidos, o no sean del todo consistentes con las propiedades de los
números identificados en las matemáticas occidentales. Este es el caso, diría yo, a pesar del
hecho de que muchas de las propiedades y relaciones que han sido identificadas en tales
contextos son de una naturaleza bastante sofisticada (ver, por ejemplo, el análisis de Ascher
[1991: 74 f.] de términos y relaciones de parentesco warlpiri, que, según muestra, están
organizados de acuerdo con lo que los matemáticos llaman "el grupo diédrico de orden 8")
(Urton 1997: 18).69

Contrariamente a estas convicciones, ya hemos tenido oportunidad de comprobar que


diversos pueblos desarrollaron geometrías incontestablemente fractales mucho antes que
el concepto de fractalidad fuera descubierto o inventado en Occidente, cuyas matemáti-
cas están –como todas las otras– en perpetuo proceso de construcción; lo mismo cabe
decir de las simetrías que han cristalizado en la Alhambra las 17 isometrías del plano
con anterioridad a la creación de la teoría de grupos; en cuanto a las guardas, las 7 mo-
nocromáticas y las 14 dicromáticas se encuentran en la cerámica histórica de San Ilde-
fonso según la muestra de Kenneth K. Chapman (1970; cf. Crowe y Washburn 1985);
juicios parecidos se aplican también a muchas de las tecnologías geométricas referidas
68
Izq.: Matriz de similitud. Cada fila y columna representa una imagen. El color del pixel en la posición
(i; j) indica el número de veces que la imagen i fue puesta en un subconjunto con la imagen j. Colores
más brillantes indican mayor similitud. El alto valor de la diagonal se debe a la similitud de cada imagen
consigo misma. – Der.: Grafo que muestra la similitud entre los grupos. Las diferentes formas representan
las rotaciones de un grupo (cículo = 0, rectángulo = 1, cuadrado = 2, triángulo = 3, hexágono = 6) y el
color el número de espejados (negro = 0, azul = 1, celeste = 2, verde = 3, rosa = 4, rojo = 6). El tamaño
de las formas muestra cuan consistentemente los participantes agruparon juntos miembros del mismo gru -
po; el grosor de las líneas representa la s imilitud entre los grupos. Sólo se muestra el cuartil superior de
las similitudes. Los grupos de simetrías en el plano se ilustran en las figuras 5.13, 5.14 y 5.14b más abajo.
69
Respecto de los grupos diedrales de éste y otros órdenes, véanse los yantras de la pág. 132.
154
en el cuerpo del libro a las que todavía resta revisar. No obstante la plétora y variedad
de instrumentos metodológicos disponibles la ciencia ha fallado estrepitosamente –igual
que lo ha hecho el propio Urton– en el desciframiento de los códigos del khipu o del
lenguaje de los topakus o en la sistematización de las simetrías de los Shipibo-Conibo
por la sencilla razón de que nuestros modelos matemáticos no han desarrollado todavía
(y acaso no desarrollen nunca) los formalismos necesarios para sintetizar la lógica cons-
tructiva inherente a la totalidad de las prácticas.
Más allá del tejido como modelo práctico, visual y táctil de infinidad de problemas geo-
métricos, mención especial por su intento (incompleto) de aproximación a la geometría
merecen los trabajos de Sophie Desrosiers (1992 [1988]: 1997; 2006; 2010; 2012 a;
2012b; 2013). Desrosiers toma como punto de partida los promisorios estudios de Mary
Frame (1994; 1999), quien por desdicha apoya su tratamiento de la simetría en la vieja
tipología de Anna Shepard (1948) antes que en la nomenclatura que se ha hecho norma
después de Washburn y Crowe (1988).
Lo primero que se advierte en el análisis comparativo de las manifestaciones simétricas
y de la geometría en general (al menos en las transfomaciones básicas) es que en todas
partes prevalece un principio semejante al que rige la Ley de Zipf o la Ley de [George]
Miller70 , principio que de un modo u otro tiene que ver con alguna clase de constreñi-
miento cuasi universal de la cognición: en cualquier contexto y en cualquier estilo de re-
presentación de carácter geométrico las formas de expresión verdaderamente existentes
no son (no pueden ser) ni demasiado complicadas, ni confusamente redundantes ni as-
tronómicamente numerosas (Zipf 1949; Miller 1987 [1956]). Aunque la diversidad pa-
rezca ser infinita y aunque aquí y allá existan estilos y ejemplares que se salen de la nor-
ma, en el nivel de abstracción adecuado se observa que todas las culturas fatigan una y
otra vez un número ridículamente pequeño de formas geométricas lógica, gráfica, cog-
nitiva y materialmente viables.
Hay que insistir en que aun cuando las operaciones básicas lucen elementales, el análisis
de las simetrías no siempre es fácil o de resolución fluida. Dado que cada isometría se
compone de uno, dos o tres espejados, es evidente que la composición de dos espejados
es una traslación (si las líneas de espejado son paralelas) o una rotación (sobre su punto
de intersección, si es que las dos líneas se intersectan), mientras que la composición de
tres espejados es ya sea un espejado o un espejado con deslizamiento. Tal como hemos
comprobado en una multitud de experiencias pedagógicas estas equivalencias compli-
can la prueba. La complican bastante.
Como sea, la planilla de referencia puede usarse entonces para asignar nomenclatura a
los diseños simétricos antedichos. He sincronizado las más importantes de las tablas no-
menclatorias, comenzando a detallar cuáles son las transformaciones que llevan a ellas;
el investigador podrá optar por metodologías más formales o por los engañosamente
simples hops y jumps de John Horton Conway, según le resulte más sencillo. Los resul-
70
“El mágico número siete, más o menos dos”.
155
tados deberían ser convergentes pero (una vez más) no apostaría mi salario en ello.
Mientras tanto, la detección y clasificación de simetrías mediante métodos conexionis-
tas o Inteligencia Artificial clásica hace rato que es posible pero suele ser específico de
variedades y metodologías; lo común es que cada quien impulse sus algoritmos favori-
tos: mapas auto-organizados de Kohonen, redes convolucionales profundas, deep lear-
ning, GOFAI o algorítmicas ad-hoc (v. gr. Maurer 2015). Se sabe también que ciertas
relaciones simétricas que son perfectamente detectables bajo ciertos regímenes percep-
tivos (el espejado cuando se lo observa visualmente, por ejemplo) son virtualmente im-
posibles de percibir cuando se manifiesta en el registro acústico. De todos modos, no-
mencladores tales como ‘artificial intelligence symmetry detection’ o ‘neural networks
symmetry detection’ proporcionan una bibliografía infinita que el investigador debería
reconsultar cada vez que tenga ocasión de hacerlo, teniendo en cuenta que no todos los
desarrollos en este renglón van más allá de las simetrías axiales en espejo (v. gr. Konen
y von der Malsburg 1992; Gens y Domingos 2014; Vasudevan y otros 2018; Ziletti
2018; De Luca y otros 2019).
En esta misma revisión de este trabajo se están agregando dibujos ilustrativos y enlaces
de hipertexto a las galerías fotográficas de simetrías de cada tipo. Las nomenclaturas
que valgan la pena serán analizadas y descriptas hasta las últimas consecuencias, a fin
que pueda apreciarse la diferencia que media entre una genuina metodología analítica y
una concepción discursiva de estilo y diseño. El objetivo de esta elaboración en térmi-
nos de una genuina “descripción densa” (en el sentido de Gilbert Ryle) es que se pueda
llevar adelante la analítica con un máximo de simplicidad, plena comprensión y capa-
cidad operativa (Ryle 2009 [1968]; Reynoso 2022). Aunque mi propósito de máxima es
cubrir cualquier estructuración geométrica, por el momento se considerarán sólo los
diseños periódicos en hilera de uno y dos colores y las simetrías periódicas en superfi-
cies en un color. Para 3 colores habría 23 patrones posibles, pero sólo hay ejemplo de
12 de ellos en la literatura de casos. Para 4 colores, Thomas Wieting (1982: 284) ha
sistematizado 96 clases, pero éstas son todavía más raras en las representaciones cultu-
rales existentes.71 El punto es que hay todavía un abismo entre los desarrollos mate-
máticos del análisis y la elaboración en términos antropológicos y estéticos, tal que
podamos comenzar a comprender cuáles de las combinaciones matemáticamente posi-
bles no ocurren jamás o se manifiestan muy excepcionalmente en la cultura.

71
Esta sección del libro puede considerarse en febril proceso de re-escritura. En versiones ulteriores se
detallarán casos representativos de (o se suministrarán referencias a) cada una de las isometrías en la
cultura con la parte gráfica en hipertexto. En la práctica, la ejecución manual de estos procedimientos
puede que no escale muy bien y que al cabo de un tiempo o por encima de cierta escala la comparación
devenga impracticable. Por el momento el estudio que realicé en mis páginas de Web llegó a estar
completo a nivel de la es pecificación ilustrada para simetrías en frisos y planos, las cuales en este mo-
mento se encuentran migradas a mi nueva página académica en https://www.academia.edu/61527077/-
Analisis_de_simetrias_en_el_arte_geometrico_de_las_culturas . Yo mismo estoy a la espera que el cam-
po se depure, pues en la propensión neo-pitagórica a que el análisis de las simetrías degenere en una pre-
tenciosa ‘teoría del todo’ es probable que se albergue el germen de su propia disolución o su backlash, la
cual se está experimentando ya mismo en pocos pero selectos rincones de las disciplinas involucradas (v.
gr. Zabell 2005; Mainzer 2005; 2007; Mainzer y Chua 2011).
156
A medida que se va avanzando en la clasificación y mapeado de las simetrías va resul-
tando evidente que en ninguna de las disciplinas a la vista se ha ahondado lo suficiente
en materia de vincular la clasificación con niveles cognitiva o antropológicamente más
significativos. A la fecha existe, por ejemplo, un solo artículo sobre la forma en que “los
humanos” perciben diferencialmente los tipos diferenciados en la clasificación de las
isometrías, dando por resultado que efectivamente se percibe mayor afinidad entre los
ejemplares de cada grupo de wallpaper que a través de los grupos pero que no todos los
grupos presentan las mismas formas de auto-afinidad (Clarke y otros 2011; cf. Tyler
2002). Aunque resta determinar su varianza a través de las sociedades, el hallazgo posee
cierto interés (cf. fig. 4.6); en tanto la antropología no se comprometa y tome cartas en
el asunto no es de esperar que esta situación experimente un cambio sustancial y vaya
más lejos que eso en el corto plazo. Llama la atención que no se haya emprendido hasta
la fecha un análisis comparativo que comprenda un gran número de sociedades o regio-
nes amplias del mundo. Recién en el año antepasado se intentó un estudio en gran escala
de las simetrías presentes en el vestido tradicional europeo incluyendo materiales en
museos (James y James 2020). Es patéticamente poco, tal vez, pero es algo.
Más allá de un muestrario que podría ampliarse ad nauseam nos parece esencial que el
antropólogo y el estudioso del diseño geométrico en la cultura se aventuren en la explo-
ración del extenso dominio de las transformaciones isométricas y de las invariancias que
está cuajando en esta década del siglo XXI, reflexionando sobre el hecho de que, al
igual que sucede en el campo de las teselaciones aperiódicas, de los àdìǹkrá, de los
fullerenos y de las muqarnas y mocárabes que se abordarán en capítulos subsiguientes,
en todas y cada una de esas variedades han sido los actores de las otras culturas, los
“pueblos culturalmente distintos” de los que hablaba Paulus Gerdes, por primitivos que
los hayamos considerado, los que nos han llevado silenciosamente la delantera.

157
5 – Hitos de la etnogeometría (3): Cuasi-cristales, muqarnas, nudos
celtas, embaldosados islámicos y sólidos

Geometry, like any other branch of mathematics,


gives much more than is asked of it. When the
Greek geometer Menaechmus sliced a cone to study
the properties of the curves which later became
known as conic sections, he had no way of fore-
seeing that more than two thousand years later these
same curves would be needed for understanding the
paths of the planets. Similarly, when Muslim artists
set out to explore two-dimensional symmetric perio-
dic patterns, they could not have foreseen that se-
veral hundred years later symmetry would turn out
to be central in an awe-inspiring range of human
intellectual endeavor.
Syed Abas y Amer Salman (2007: 45)

It is, to me, quite extraordinary how some of these


Islamic designers were able to fit such improbable
symmetries as 13-fold symmetric stars combined
with 9-fold ones so as to create a design with such a
natural-looking elegance, and a periodicity that ap-
pears at a distance not much greater than the extent
of these stellar shapes themselves. Mathematical
quasisymmetric patterns with, say, 11-fold or 13-
fold quasisymmetry, can now be produced in com-
puter generated pictures, but it would only be at
extremely remote places where local regions with
this symmetry would be evident. If one is looking
for beauty of design, with such regions of, say, 11-
fold or 13-fold symmetry, then the ancient Islamic
designs win hands down!
Roger Penrose (2017: viii)

El campo de las simetrías y los embaldosados se ha transformado de manera dramática


tras el Premio Nóbel 2011 concedido a Dan Shechtman por sus trabajos sobre los cuasi-
cristales y los materiales cuasi-periódicos en aleaciones de metal, pero en materia de si-
metrías periódicas todo lo dicho en el capítulo anterior todavía se mantiene. El campo
de los embaldosados o teselaciones [tilings] es un área de los estudios que se ocupa de
diversas simetrías y pautas constructivas, un campo en el que no siempre los isomorfis-
mos simétricos son el foco de atención ni la clave para organizar y sistematizar el méto-
do que se aplica al análisis de los datos. En el campo mayor de las teselaciones en gene-
ral (que abarca disciplinas muy alejadas de la geometría comvencional) los embaldo-
sados islámicos constituyen el grueso de las referencias.

158
Lo primero en una sistematización como la que aquí procuramos edificar debería ser el
armado de una taxonomía geométrica que incluya las teselaciones y las isometrías en
dos y en tres dimensiones. El material de inicio podría ser la clasificación propuesta en
estudios especializados o en las enciclopedias de dominio público. Un par de artículos
de Wikipedia que son los primeros que se encuentran cuando uno ingresa en este terreno
podrían ser, según todos los indicios, buenos puntos de partida.72

Figura 5.1 – Izq.: Embaldosado de Darb-i Imam en Isfahan, Irán.


Der.: Modelo de teselación basado en un decágono central y formas intermedias.
Imágenes en el dominio público.

Se diría que hay un antes y un después en el estudio de las simetrías cuando entra a
tallar el estudio de los embaldosados periódicos a partir del siglo XVII; y en esta última
línea de estudios también hay un primer momento importante de revolución y ruptura
cuando gracias a Roger Penrose se introducen embaldosados aperiódicos en la década
de 1970 y un segundo momento de transformación revolucionaria que sobreviene en la
primera década de este siglo cuando Dan Shechtman, Paul Steinhardt y Dov Levine des-
cubren un universo de cristales cuasi-periódicos (o de cuasi-cristales no periódicos) que
irrumpen en la física y en la biología, mil años clavados después que el arte musulmán
los materializara en el sentido estricto de la palabra. Es esta última metamorfosis en el
arte y en la ciencia por donde comenzaré a armar el meollo de este capítulo con el obje-
to de poder acentuar con mayor dramatismo la prioridad temporal y conceptual de las
artes blandas por encima de las ciencias duras, de las prácticas por encima de las teorías,
del accionar posible más allá de lo que algunos creyeron virtualmente imposible de ha-
cer, de intuir o de pensar (cf. Steinhardt 2019: 7, 11, 12, 27).
La perfecta similitud entre el panel Zellīj [árabe = ‫ ]جزلزلا‬con décuple simetría de la Medresa
Attarine en Fez y el patrón de difracción observado por D[an] Shechtman en una aleación
de Aluminio-Manganeso revela la presencia de patrones cuasiperiódicos en el arte orna-
mental marroquí. [Emil] Makovicky (2011) confirmó la presencia de esta estructura compa-

72
Me refiero a artículos como https://es.wikipedia.org/wiki/Patrones_geométricos_islámicos o mejor aun
https://en.wikipedia.org/wiki/Is lamic_geometric_patterns , ambos con intensivas intervenciones del autor.
159
rando el tímpano dodecagonal de la entrada del mausoleo de Moulay Idriss en Fez con el
patrón de difracción obtenido en dicha aleación (Aboufadil y otros 2013).73

El trabajo de Shechtman se inscribe en una disciplina muy alejada de la antropología en


la que habito, pero estimo que la lección que arroja es importante como contribución a
las teorías del diseño y la geometría más allá de los constreñimientos que imponen las
sucesivas teorías disciplinares, atrapadas cada una de ellas en el confinamiento de sus
propios dominios ontológicos, de sus tradiciones folklóricas específicas y de las modas
pasajeras a las que los investigadores y los teóricos duros y blandos acostumbramos afi-
cionarnos. Los elementos que componen lo que se ha llamado un patrón cuasi-periódico
obedecen a arreglos regulares pero que nunca se repiten. Se trata de una configuración
que es familiar en el palacio de la Alhambra en España o en el templo de Darb-i Imam
(1453 dC), el de Gunbad-i Kabud en Irán, el palacio de I'timād-ud-Daulah en Agra y en
los ejemplos consignados en el célebre Pergamino Timúrida de Topkapı (Necipoğlu
1992), pero de la que hasta hace diez años se creía que no era posible que se manifes-
taran en la naturaleza y que su existencia en la cultura era en extremo marginal.

Figura 5.2 – Izq. Patrón de difracción de electrón de Ta 1.6 Te y patrón dodecagonal de Zaouïa Moulay
Idriss II. – Der.: Patrón dodecagonal de Zaouïa Moulay Idriss II de Fez,
Marruecos – Época Merínida (bereber, 1244-1465).
Basado en Emil y Nicolette Makovicky (2011).

En un material sólido los átomos se disponen de una manera ordenada que es usualmen-
te periódica con arreglo a una simetría rotacional particular. Una disposición cuadrada
posee una simetría rotacional cuádruple: si se giran los átomos 90 grados resultará una

73
El embaldosado Zellīj proliferó en la arquitectura marroquí y mora de la Edad Media. La palabra cas te-
llana “azulejo” deriva de ese nombre (cf. Hedgecoe y Damluji 2005). Fuera de tile, tuile o Fliese no hay
palabras en inglés, francés o alemán que suenen parecido. Los pat rones de Zellīj de la Alhambra, como
veremos, sirvieron de inspiración a un segmento importante de la obra geométrica de Escher.
160
disposición igual a la que estaba al principio. Si se gira así cuatro veces se regresará al
punto de partida. Una simetría triple (three-fold ) significa que el objeto puede rotarse
120 grados y lucirá igual. Lo mismo se aplica a una simetria one-fold (girándola 360
grados), doble (180°) o sexta (60°). Aunque sobreabunda en la naturaleza, la simetría
quíntuple no se permite en cristales periódicos por severas razones geométricas. Expul-
sado de los órganos de comunicación académica de varias organizaciones por haberse
empecinado con una búsqueda rotacional que se juzgaba fútil, el trabajo de Shechtman
sufrió embates de bullying por parte del doble premio Nóbel Linus Pauling [1901-
1994], quien aseguraba que “Dany Shechtman dice tonterías; no hay cuasi-cristales; só-
lo hay cuasi-científicos”.
Shechtman dio finalmente con los cuasi-cristales en el laboratorio y revolucionó la quí-
mica y la industria sintetizando materiales de propiedades asombrosas. Poco después
del descubrimiento de Shechtman el término cuasicristal fue usado por primera vez por
Paul Steinhardt y Dov Levine a propósito del templo de Darb-i Imam. Lo notable del
caso (semiológicamente hablando) es que Steinhardt (2019), otro protagonista impor-
tante en esos menesteres, narra una historia estructuralmente idéntica a la de Shechtman,
salvo por el hecho de que su Némesis acosador no fue Linus Pauling sino otro galar-
donado en actitud de trickster y abogado del diablo que esta vez no fue otro que Richard
Feynman [1918-1988], premio Nóbel de física de 1965 (con Richard Schwinger y Shi-
n'ichirō Tomonaga) y personaje carismático rankeado como uno de los diez físicos más
grandes de todos los tiempos.
Pero mejor que ganarse un Premio Nóbel es conseguirse un adversario que lo haya ga-
nado una o dos veces para luego hacerle morder el polvo. Esa clase de relatos heroicos
de las búsquedas científicas de criaturas míticas y cisnes negros es muy claramente un
molde estereotipado de formes fixes y funciones narrativas à la Vladimir Propp o à la
Benjamin Colby con sus héroes, sus villanos, sus viajes de exploración, sus obstáculos
superados y sus finales felices, tal como lo plantea el atrapante The Second Kind of Im-
possible: The Extraordinary Quest for a New Form of Matter, “The quest for forbidden
crystals”, Symmetry and the Monster: The Story of One of the Greatest Quests of
Mathematics o la saga titulada Indiana Steinhardt and the Quest for Quasicrystals (cf.
Propp 1971 [1925]; Colby y Colby 1981; compárese con Amann, Cederbaum y Gans
1988; Steinhardt 2019; Ronan 2007; Bindi y Steinhardt 2014; Burton 2016; Bindi
2020). No es casual que la palabra escogida en los textos que evocan la epopeya de la
búsqueda sea precisamente quest. La búsqueda en mi máquina de “quasicrystals quest”
(sin comillas y por Google) arroja a setiembre de 2020 nada menos que 440.000 resul-
tados, en leve declinación.
El tema toca tan centralmente el meollo de nuestra hipótesis que se impone una deta-
llada especificación técnica que deje sentada la importancia de una forma de represen-
tación independiente de la naturaleza ontológica del elemento representado:
At the end of 2003 more than 22 million different chemical substances were known. For
approximately 400.000 of them the crystal structure was determined. Apart from the exis-
161
tence of a few hundred incommensurately modulated structures (IMS) and composite struc-
tures (CS), there was no reason to doubt that the ground state (i.e. the thermodynamic equi-
librium state at 0 K) of all these compounds and of condensed matter in general is repre-
sented by a periodic crystal structure.

On April 8th , 1982, D[an] Shechtman discovered a novel phase with icosahedral diffraction
symmetry in rapidly solidified Al86 Mn14 . This was the discovery of quasicrystals, which
fundamentally changed our understanding of structural order on atomic scale. Quasicrystals
(QC) rang in a paradigm change (Kuhn 2006 [1962]) in crystallography. The completely
new thing on QC is that they cannot be described properly by a periodic basis structure and
a periodic modulation with incommensurate ratio of length scales such as IMS, or as an in-
commensurate intergrowth of two or more mutually modulated periodic structures such as
CS.

However, QC, IMS and CS have in common that they can be described as three-dimensio-
nal (3D) irrational sections of nD (n > 3) translationally periodic hypercrystal structures
[…]. All three of them form the class of known aperiodic crystals. Even twenty years after
the first publication on icosahedral Al–Mn […] and more than 8000 publications later, there
is still not a single QC structure known with the reliability that is normal in standard struc-
ture analysis. This is reflected, for instance, in the long-lasting and still ongoing discussion
about the structure of decagonal Al–Co–Ni [aluminio-cobalto-níquel], the best studied
decagonal QC model system so far (Steurer 2004: 391-392).

.
Figura 5.3 – Simetrías y cuasi-simetrías en vasija y en textil Shipibo de la Amazonia peruana.
Según Emil Makovicky (2016: 164).

162
Tanto en el arte como en la ciencia cada tanto surgen personajes inclinados a las des-
mentidas teatrales, a las indignadas denuncias de fake news y a los reclamos de prece-
dencia. Emil Makovicky (2007), por ejemplo, ha pretendido poner en duda que existie-
ran embaldosados decagonales y cuasi-periódicos en el templo de Darb-i Imam en parti-
cular, aunque (contrariando la línea editorial escéptica de la revista Science) reconoce la
aperiodicidad de los patrones de la torre Gunbad-i Kabud en Marāgha, fechada entre
1196 y 1197, fecha muy anterior a la que Lu y Steinhardt asignan a aquel otro templo,
configurando un caso de cuasi-cristales que él descubrió sin debido reconocimiento por
parte de sus colegas (Makovicky 1992). Escribiendo en modo cómplice para los lectores
más conservadores de Science, John Bohannon, quien asumió el rol de enemigo existen-
cial de Makovicky una vez fallecido Feynman, llegó a ornamentar un comentario suyo
con un subtítulo que declara que “el acertijo de los cuasi-cristales abre una lata de gusa-
nos” (cf. Bohannon 2007; Ball 2007a; 2007b; Cromwell 2008; Bonner 2017).
Hoy en día no hay ni gusanos a la vista ni polémica posible; Makovicky tenía por lo me-
nos algo de razón. Resultó ser que los musulmanes en Irán, en Uzbekistán y en Turquía
(en lo que fue el imperio Timúrida) y los artistas andaluces y marroquíes en el otro
extremo del mundo islámico, igual que los artesanos pre-islámicos antes que todos e-
llos, se habían adelantado a los geómetras y físicos de Occidente en varios siglos.
Por un lado, este patrón confirma que los ornamentalistas islámicos dominaron la geometría
constructiva de las tres variedades conocidas de patrones cuasiperiódicos de rueda de carre-
ta basados en una combinación de una casi-celosía [quasilattice] de su propio tipo especial
con una configuración compuesta por elementos ornamentales prominentes. Por otro lado,
nos abre los ojos al hecho de que, posiblemente ya en el siglo XV, los 'matemáticos prácti-
cos' reconocieron todo el espectro de la cuasiperiodicidad y se esforzaron por dominar
incluso el último caso, el dodecagonal, y no solo el decagonal (pentagonales) y octagonales.
Finalmente, la creencia hasta ahora sostenida de que las pocas piezas históricas de patrones
octogonales y decagonales estrictamente geométricos en Marruecos, casi idénticas a las pie-
zas correspondientes en Andalucía, eran probables importaciones andaluzas pueden haber
sufrido un golpe final con este descubrimiento (Makovicky y Makovicky 2011: 573).

Un solo templo falso positivo no hace a la diferencia, pues los testimonios de ejempla-
res cuasi-cristalinos son ahora copiosos; algunos de ellos se basan en formas octogona-
les, decagonales, dodecagonales, icosogonales y hexadecagonales; lejos de ser un fenó-
meno raro, su área de dispersión es enorme y su horizonte temporal se expande a lo lar-
go de siglos (cf. Rigby 2005; Makovicky y Makovicky 2011; Makovicky 2016). Si an-
tes no se los hallaba era porque nadie los estaba buscando en esos lugares. Hace cuatro
años Youssef Aboufadil, Abdelmalek Thalal y Mehdi Eldrissi (2016) desarrollaron mé-
todos para construir otros patrones nuevos y sugirieron emplazamientos en los cuales
podrían encontrarse precedentes culturales. No se descartan tampoco manifestaciones de
esos mismos principios en otras culturas nómades y sedentarias de Asia Central que ni
siquiera se han catalogado en el inventario oficial de la historia o la antropología del
arte.

163
Lo más importante para nosotros, antropólogos latinoamericanos, es que Emil Makovi-
cky, el geólogo y cristalógrafo eslovaco que llevó el estudio de los embaldosados ape-
riódicos a su punto culminante, escribió alguna vez un artículo sobre las asombrosas si-
metrías de los Shipibo, un arte surgido (según las evidencias) hace algo más de 130
años en condiciones de las que se conoce muy poco (Makovicky 2011). En otro trabajo
reciente, el mismo autor alterna de manera inconsútil entre las geometrías mas compli-
cadas del Islām y el arte geométrico Shipibo-Conibo (Makovicky 2016). Aunque he
conseguido fragmentos de aquí y de allá y el mismo autor se ha ocupado del tema en
otras ocasiones que no he logrado documentar con la exactitud que desearía, los ele-
mentos que he reunido me alcanzan para asegurar que las geometrías laberínticas y fili-
granadas de ese grupo de la Amazonia Peruana (estudiado tangencialmente por Gerardo
Reichel-Dolmatoff) soportan cotejo con lo más granado de las simetrías del Islām o con
cualquier gran arte geométrico comparable. Desafortunadamente, en tiempos no tan re-
cientes fueron analizadas por Angelika Gebhart-Sayer (1985) de la Universidad de Tü-
bingen a la manera simbólica, psicodélica y shamánica propia de los años 60s (“fenome-
nológica” se la llamaba entonces), prestando atención exclusiva a su “contexto ritual”
emic y perdiendo la oportunidad de comprender los aspectos que hacen de esas sime-
trías y cuasi-simetrías una manifestación única en esta parte del mundo (v. gr. Charing
2012; Reynoso 2008: cap. §3; Pinedo, Valera y Soria 2001; Ríos Cairuna 2003; Roe
2004; Soria Casaverde 2004; Castillo-Torres 2019).

Figura 5.3 b – Manto de mujer (racoti) Shipibo-Conibo.


Compárese con representaciones de la curva de Hilbert.
Según Günter Tessmann (1928: lám. II, frente a pág. 40) – Dominio público.

164
Figura 5.4 – Simetrías Diaguitas según Paola González (2016: 35 fig. 10d)
Comparar el efecto Op-art con el de la figura 3.6 en la página 204 más adelante.

Mucho más elaborada pero por igual incursa en simbología shamánica es la compleja
sistematización del proceso productivo de las telas Shipibo por Peter G. Roe (2004),
quien combina diseño operado en computadoras de vieja tecnología con observaciones
de la mencionada Angelika Gerbhart-Sayer que encuentro difíciles de creer. Hay en el
capítulo multitud de datos esenciales para comprender el estilo, como las referencias a
las líneas gruesas (canoa) y las líneas finas parentéticas (quëtana) que se combinan de
acuerdo con complicadas reglas que engendran un conjunto inmenso de motivos y arti-
culaciones significativas. En el examen hay, sin embargo, algo que no termina de cerrar.
El modelo está mucho mejor expresado en un promisorio trabajo desarrollado en Roe
(1980) y precisado por Makovicky (2000).
Según Roe (1980), el diseño Shipibo contiene tres niveles: (a) líneas principales más
gruesas que delimitan campos más grandes, ya sea de carácter rectilíneo (pontëquënëa) o
curvilíneo (mayaquënëa). Después de terminar la quënëa, esto es, el diseño primario, se lo
complementa con (b) líneas delgadas paralelas (una a cada lado de la línea primaria). Están
las líneas secundarias, quëtanas. El tema tratado en la presente contribución es el motivo de
relleno terciario, (c) bëshëcan quënëa. Se trata de un conjunto a mano alzada de finas líneas
curvilíneas, dibujadas según determinadas reglas, que, sin embargo, permiten un
considerable grado de libertad en el diseño resultante. Los tres niveles de diseño se pueden
seguir en la Fig. 5.3.

Roe (1980) desarrolló un sistema de clasificación muy sólido y eficiente para los conjuntos
primarios y secundarios, usando simetría cristalográfica (rotaciones, reflexiones,
traslaciones y deslizamiento-reflexión), así como un conjunto de operaciones parcialmente
afines o combinatorias (compresión, contracciones, superposición, borrado, disminución,
amplificación, conjunción, sustitución, truncamiento, panelado y contraste). Este sistema
permite una evaluación semicuantitativa de la complejidad del patrón y de su valor estético
resultante. Las categorías de Roe son similares a las categorías de Makovicky (1989), que
se desarrollaron para una clasificación del trabajo ornamental en ladrillo, especialmente del
mundo islámico (Makovicky 2000: 374-375).

165
En un trabajo casi escondido en los confines de la Web y en un magazine electrónico
llamado Onirogénia – Enteógenos, Plantas Maestras, Chamanismo, José Chamorro
(S/f) realizó mientras tanto una acertada comparación entre las curvas de la geometría
Shipibo y la curva fractal de Hilbert, un motivo que se encuentra con no poca frecuencia
como fondo de diversas teselaciones musulmanas. El análisis de Chamorro no aporta
geométricamente mucho más, pero eso ya es bastante. Desde la práctica artística uno de
los logros de modelado geométrico más sorprendentes es el que se encuentra en una
página titulada Kanobo (“Los trazos del canto”) a cargo de Paola Torres Núñez del Pra-
do de Lima, Perú; esa página es el portal de una instalación del año 2013, ganadora del
Premio Mídias Locativas Ecorregión Amazónica, en la cual se ha logrado no sólo mo-
delar espectacularmente los motivos geométricos Shipibo-Conibo (combinados con los
del extinto arte Marajoara) sino generar la música de los diseños hechos posibles por las
curvas de Hilbert programadas en ambiente de sistemas de Lindenmayer, tal como lo
había avizorado José Chamorro, a quien la artista no menciona. Aunque los resultados
son visualmente impactantes, el sitio podría estar más prolijamente documentado inclu-
yendo código fuente de los diseños y precisiones sobre el programa de rendering utili-
zado. El software diseñado a tal efecto tampoco funciona en las versiones actuales de
los navegadores. Hay mucha más información sobre la autora en diversos sitios de la
Web, pero no en la página específica que ha sido mi objeto primario de interés.

Figura 5.5 – Nudos “celtas” – Basado en repositorio de https://www.shutterstock.com/es/image-


vector/set-celtic-patterns-ornament-corners-black-248021107?studio=1 .

De ahora en más, sin embargo, cualquiera puede comprobar la afinidad entre las curvas
de Peano, de Gosper, de Lebesgue, de Moore, de Morton, de Schoenberg, de Sierpiński-
Knopp, de Dekking, de Jordan, curvas-E y curvas de Hilbert con las figuraciones de lí-

166
nea que articulan el fondo de los diseños Shipibo, que todavía están esperando al antro-
pólogo o geómetra que atine a describirlas o a modelizarlas mejor. Es bien sabido que
esta clase de curvas también pueden usarse para resolver diversos problemas de opti-
mización que requieren simplificar ciertas propiedades de estructuras de datos y algorit-
mos (reduciendo su dimensionalidad, por ejemplo), por lo que sus propiedades geo-
métricas y estadísticas han sido objeto de muy serio escrutinio en ciencia y matemáticas,
y últimamente también en la práctica artística. Se las llama curvas FASS [space-Filling,
self-Avoiding, Simple, Self-similar], acrónimo que designa a las curvas que llenan (per-
ceptualmente) un espacio (o un volumen) sin cruzarse con ellas mismas aunque no ten-
gan casi ningún grosor (Sagan 1994; Bader 2013; Irving y Segerman 2013; Sergeyev,
Strongin y Lera 2013). Una nueva generación de estudiosos y nerds de toda laya se
encuentra estudiando la generación fractal de estas curvas mediante la cual se podrán
encontrar soluciones ingeniosas y creativas a problemas técnicos y propósitos artísticos
hasta hace poco reputados intratables (Leung 2018; Ventrella 2012; 2019a; 2019b).
Aunque esas curvas fractales difieren un poco de las curvas Shipibo (ya que éstas utili-
zan líneas de diferente grosor tal que los diseños con las curvas más finas sólo son apro-
ximadamente simétricos) siempre es posible sintetizar los patrones ornamentales como
Sistemas de Lindenmayer con unos pocos toques diferenciales (v. gr. Rozenberg y Salo-
maa 1992). Con alguno de los programas fractales disponibles (como LMuse o Visions
of Chaos, por ejemplo) se puede comprobar cómo es que esas líneas “suenan” musical-
mente y cómo habría que configurar las definiciones coordinativas para que lo hagan de
manera aceptable. Y me complico en decir eso por las razones que ahora comienzo a
tratar.
El caso es que el estudio que menciono a renglón seguido trae a colación un asunto más
serio que acaso califique como un sonoro fraude, literalmente. Pronto hará una década
Bernd Brabec de Mori y Laida Mori Silvano de Brabec (2012 [2009]) intentaron com-
probar la relación entre los diseños geométricos Shipibo-Conibo y las músicas que se
les asocian, muy en la línea del maestro de Bernd, quien no es otro que el (etno)musicó-
logo Gerhard Kubik, estudioso reconocido de las geometrías sonoras, de las relaciones
entre África y América, de las raíces del blue y de las pautas que conectan sonidos e
imágenes (cf. Kubik 1987; Scherzinger 2010). El problema es que la presunta relación
no soportó la evidencia presentada en su contra por los Mori y que son las que ahora se
revisan.
Para comprobar la veracidad de la leyenda (replicada y perpetuada por Angelika Geb-
hart-Sayer [1986: 210; 1987: 170-298], Theodore Lucas [1970: 118], Constance
Classen [1990], David Guss [1994: 216], en una época Bruno Illius [1994]) y más
tardíamente Denise Arnold [2014a] los Mori entrevistaron un buen número de practi-
cantes médicos en 20 comunidades diferentes del Ucayali entre Orellana y Bolognesi,
llegando a la conclusión de que las “canciones de diseños” o “canciones tejidas del
Amazonas” grabadas en registros de sellos discográficos shamánicos y representadas
triunfalmente en filmes en los Estados Unidos no eran más que una fabulación que los
167
propios informantes tomaban para la chacota, tildándola de una artimaña al estilo New
Age para los boxo jonibos, esto es, los tontos blancos (cf. Martin 2005; Martin y Shipibo
Shamans 2006; 2019). La prueba musicológica de la bribonada es concluyente, con
ribetes de escándalo: distint@s shaman@s que afirmaban poder interpretar musicalmen-
te las geometrías Shipibo (o la misma shamán en distintos momentos) ejecutaban can-
ciones diferentes para los mismos diseños. Otros estudios de los mismos autores confir-
maron y consolidaron su crítica, configurando una nutrida serie que redefine el estado
de una polémica característica del mundillo mediático que orbita en torno de lo shamá-
nico que se viene arrastrando desde los psicodélicos años 60s (Brabec de Mori 2011;
2018 [2011]; Brabec de Mori y Silvano de Brabec 2009; 2012 [2009]; véase también
Tuck 2006; 2009; Arnold 2014; Dohmen 2016: 67-126). Lástima grande, un an-
tropólogo usualmente agudo como Tim Ingold estropea un artículo por lo demás exce-
lente sobre las geometrías del arte prestando crédito a esta posible falsificación (Ingold
2000: 279-281).

Figura 5.6 – Frieze patterns [= patrones de frisos] en nudos celtas según Cromwell (2001: 304 -305).
Véase el significado de la codificación en este vínculo.

En el mejor escenario se trataba de un cabal “arte para turistas”, una categoría definida
clásicamente por el arqueólogo Donald Lathrap (1976) en un artículo que Gebhart-Sa-
yer incluyó en su bibliografía pero sobre el que nada se le ocurrió decir. La cereza del
postre es que la esposa de Bernd, Laida Mori, es Shipibo de nacimiento y pudo dar fe
del engaño, traduciendo las conversaciones entre las informantes que inventaban can-
ciones “leídas” de las pinturas geométricas y coordinaban a voz en cuello la forma de
engañar al gringo (nonra rinko paranai, nonra ramikanai). Aunque puso fin a una insi-
nuante línea de investigación e incrementó el riesgo de empujar a los investigadores

168
hacia un exceso de errores del Tipo II por mero requisito de prudencia, el trabajo de los
Brabec propinó un duro golpe a las hipótesis demasiado laxas en cuanto al valor de
verdad de las analogías sinestésicas en que se fundan esas geometrías.

Figura 5.7 – Izq.: Embaldosados arquimedeanos. Basado en Kaplan (2002: 30, fig. 2.6).
Der.: Teselaciones de Laves correspondientes (Idem: 33, fig. 2.8).
4
En ambos conjuntos el embaldos ado (3 .6) ocurre en dos formas espejadas.

El género analógico-sinestésico, no obstante, todavía subsiste y Martin y sus shamanes


cantores han lanzado un nuevo disco exitoso (Woven songs of the Amazon II ), acabado
de subir a Spotify el anteaño pasado. Otra contribución reciente al inagotable caudal del
neo-shamanismo aparece en la monografía perspectivista de Paola González (2017), en
la que la descripción de las geometrías Shipibo-Conibo (sumada a paralelismos con el
arte geométrico de los Diaguita chilenos) es presentada en el seno de un tropel de analo-
gías sinestésicas en el que no faltan referencias a una presunta complejidad peculiar de
las simetrías ( Op. cit., pp. 39, 44, 46), sumadas a un conjunto de enunciados sinesté-
sicos de Bruno Illius (1994) escritos antes que él no soportara más seguir en ese tren y
cambiara drásticamente de idea.
A esas ideas se agregan citas selectas y convenientes de un autor tan desacreditado ideo-
lógica y metodológicamente como Gerardo Reichel Dolmatoff (1985a) en cuanto a las
“similitudes” que se presentarían entre las formas del arte Shipibo y los “fosfenos” Tu-
kano, afirmación que no se condice con ninguna ilustración entóptica ni con la estruc-
tura geométrica de las simetrías reproducidas o descriptas en sus propios textos. A todo
eso se suma la caracterización de “shamánicas” aplicadas a imaginerías claramente frac-
tales que podrían encontrarse tranquilamente en África (donde no hay shamanismo),74

74
Sobre la presencia del largamente discutido “shamanismo” en África véase Ioan M. Lewis (1985;
1997), Inshar Haq (2016) y James Cox (2020).
169
una distorsión de las ideas de Washburn y Crowe (1988) acerca de similitudes entre el
estilo Mojocoya y el arte visual de la cultura Diaguita (cf. fig. 5.4 más arriba) y una
frase de Brabec de Mori y Mori de Brabec (2012 [2009]) sacada de contexto que equi-
voca lo que estos autores sostienen y hasta retuerce la ortografía de sus apellidos, igual
que lo hace, una y otra vez, Luisa Elvira Belaúnde (2009: 21, 32, 43, 49, 59; 2003: 221)
en un libro bellísimamente editado. Todo ello acompañado, desde ya, por un silencio
absoluto respecto de posturas en contrario que González no podía desconocer (la de los
Brabec y la de Washburn-Crowe en primer lugar) y por la represión de un registro com-
parativo que podría refutar de un plumazo sus afirmaciones sobre las “ilusiones ópticas”
específicas del arte shamánico, como podría hacerlo el contraste entre algunos ejemplos
de esas artes que ella refiere con (por ejemplo) el vibrante panel op-art de simetrías Ba-
mileke de Camerún (mayormente islamizados) que reproduzco más adelante (fig. 6.4,
pág. 204). González sabe muy bien (pues lo dice en un par de ocasiones, sin motivo
aparente) que esos efectos visuales son comunes en el Islām. Y el Islām (en sus encarna-
ciones africanas al menos) es singular entre las muchas ontologías del mundo –excep-
tuando algunas experiencias sufis mal conocidas y pobremente documentadas– por ha-
ber recurrido muy rara vez al shamanismo (cf. Sultanova 2011; Zarcone y Hobart 2017).
Pero también en el Viejo Mundo se cuecen habas. En este sentido, nos hemos resignado
a que no importe mucho si los arquitectos y artistas turcos o musulmanes han o no cons-
truido de manera deliberada sus complicados patrones ateniéndose a un plan matemáti-
co explícito del cual circunstancialmente no quedan registros. La arquitecta turca Gülru
Necipoğlu nos comenta que especialistas soviéticos como Galina Anatol'evna Puga-
chenkova y Lazar' Izrailevich Rempel (1965) han debido recurrir a un pesado andamiaje
matemático para dar cuenta de los procesos constructivos inherentes a las arquitecturas
Timúridas y de otros estilos islámicos pre-Otomanos como los que se documentan en
los pergaminos del Museo de Topkapı. Es importante que lo diga una insider familiari-
zada con estrategias tradicionales de construcción de esa región en particular: “Mientras
que toda forma geométrica puede expresarse de manera matemática, ésa no es necesa-
riamente la manera en que los arquitectos las concibieron” (Necipoğlu 1992: 65 n. 42).
Algunas algorítmicas de la complejidad (los sistemas complejos adaptativos que se co-
nocen como autómatas celulares, por ejemplo) nos han dejado lecciones que afectan a
prácticamente a la totalidad de las algorítmicas y que dan su cuota de razón a Necipo-
ğlu: todas las artes, simples y complejas, son susceptibles de equifinalidad, tal que nun-
ca puede saberse qué procedimientos tenía cada actor cultural en la cabeza al articular la
solución de un problema de diseño por más que el planteo del problema sea determi-
nista y que el soporte material esté en perfecto estado (cf. Reynoso 2006: cap 3.1). Sa-
ber de qué manera se hizo algo es en cualquier contexto y circunstancia –diría el lapla-
ciano Hadamard– un problema inverso que admite un número grande e indefinido de
respuestas posibles. Hadamard, entre paréntesis, sostenía que un problema inverso (es
decir, uno que no admitiera una única solución) era un problema “mal planteado”, idea
de la cual, al filo de mi tercera edad, todavía no estoy seguro que sea la más refinada o

170
la más lamentable de la ciencia en la que fuimos educados. 75 Ni que decir tiene que to-
dos los problemas de reconstrucción de un procedimiento en etnogeometría pertenecen
a este raro género de retro-inducción o ingeniería reversa, la cual se sabe computable
pero (aun si se pudiera aventar de un soplo el fantasma del Entscheidungsproblem) de
muy incierto valor de verdad.

®
Figura 5.8 – Embaldosados de Penrose – Generados por el autor en Visions of Chaos .
Izq.: “Kite and dart” [“Cometa y dardo”] – Der.: “Rombos finos y gruesos”.
Compárense con los embaldosados de la figura 5.11.

A lo que voy es que la historia de Shechtman, sensibilizadora como lo es, pasa por enci-
ma del hecho de que en muchas artes y artesanías del mundo, particularmente en el arte
islámico, las simetrías fatigosamente encontradas por él son rutinas desde hace siglos.
Si se lo piensa un poco, quedará claro que en el arte y la ciencia de Occidente recién se
pudo resolver el problema del encaje perfecto de las varias clases de polígonos cuando
el físico, matemático y filósofo de la ciencia inglés Roger Penrose escribió sus artículos
sobre los embaldosados [tilings] cuya construcción hoy se considera no problemática,
enseñándose en todas las escuelas como si nuestros mayores hubieran conocido su me-
cánica desde el amanecer de los tiempos (Penrose 1974; Senechal 1995; Lu y Steinhardt
2007). Hoy el número de aplicaciones informáticas que permiten armar teselaciones
penrosianas o que las generan automáticamente puede que se acerque a la docena sin
desangrarse mucho en su búsqueda (Arabeske, Bob Penrose tiling generator, Craft De-
sign Online, Penrose Tilings Online Generator, QuasiCrystal Generator, Tess, Tim
Hutton, etc). En el resto del capítulo ahondaremos en este aspecto del diseño geométrico
después de un breve y necesario desvío por los sistemas geométricos de los nudos
celtas.

75
Recientemente el curador, artista y filósofo austríaco Günther Freisinger ha planteado de manera muy
creativa que la reverse engineering es más un arte que una ciencia con múltiples manifestaciones a través
de las culturas (Freisinger y Herwig 2014). Uno de sus libros de mayor interés para la ciencia compleja
admite comparación con otro que yo escribí para Microsoft Research a propósito del impacto de la ide a
de auto-organización en los métodos heterodoxos de programación y su impacto en la revolución compu -
tacional concomitante (Reynoso 2003).
171
Figura 5.9 – Teselaciones en estrella según Craig Kaplan (2002: 86, 87)

Antes que nada aclaremos que los diseños en estrella son apenas uno entre las docenas o
cientos de artefactos, estilos o fenómenos disponibles como objetos de estudio en la
geometría humana. También nos podríamos haber ocupado de las geometrías cartográ-
ficas de las islas Marquesas, de las simetrías en arena de los Navajo o de los ya nombra-
dos nudos celtas, de los cuales nos dice desafiantemente Craig S. Kaplan, profesor de
Computación de la Universidad de Waterloo en Ontario, Canadá:
El nudo celta es el primo intelectual de los patrones de estrellas islámicas. […] Ambos se
pueden reducir de una representación ricamente decorada a una descripción geométrica
subyacente. Ambos son grandes usuarios del entrelazado como dispositivo estético. Pero lo
más intrigante es el hecho de que en ambos casos los métodos históricos de diseño se han
perdido. La investigación tanto del nudo celta como de los patrones de estrellas islámicas a
veces ha requerido desentrañar misterios históricos (Kaplan 2002: 10).

Los geómetras se han lucido con modelados computacionales que permiten comprender
y sintetizar esas bellas criaturas geométricas, aunque no hay manera de contrastar que
los principios de construcción propuestos hayan tenido sustancia cognitiva y saliencia
cultural en otros contextos históricos.76 Aunque su entidad conceptual sea dudosa, el
juego es de todos modos seductor. La lógica de las modas, además, reclama que así sea:

76
Los nombres, textos y programas de computación claves en esta especialidad son los de Steve Abbott
(S/f), John Romilly Allen (1912 y otros), George Bain 1977 [1951], Iain Bain (1992), Peter R. Cromwell
(1993; 2001), Andrew Glassner (1999a, 1999b, 2000), Christian Mercat (2019), Douglas Zongker (2001-
2006). Peter Cromwell es uno de los que mejor trabajó sobre los fundamentos matemáticos de los nudos
celtas, estableciendo el análisis de las simetrías presentes en ellos, especialmente en los patrones de
hileras o frisos [ frieze patterns]. Todavía queda mucho por hacer en ese sentido (véanse figs. 5.5 y 5.6).
172
los diseños celtas han demostrado ser rentables, aunque más no sea porque (por influen-
cia de Lord of the Rings, Lord of the Dance, Vikings o la cultura gótica) todo el mundo
se los quiere tatuar y los tatuadores necesitan saber cómo se construyen esas geometrías
de origen nórdico u oceánico que están viviendo el momento más intenso de su con-
vulso revival global (Cromwell 1993; 2001; Sloss 2002 [1995]; Abbott 2009; Mercat
2019; véase pág. 375 más abajo).

Figura 5.10 – Experimentos de Johannes Kepler en empaquetado de polígonos.


Los 11 embaldosados arquimedeanos son los rotulados D, F, E, L, P, N, M, S, V, Ii y Mm.
La figura más grande es la teselación canónica Aa que luego modificaría Penrose (fig. 5.8).
Basado en Marjorie Senechal (1995:14).

Conviene interpolar un toque de atención que acaso se vea acompañado de un nuevo


ítem en el catálogo de paralelismos entre el orientalismo hardcore de la pedagogía
Occidental sobre el Islām y las múltiples variantes de la moda celta en la cultura global
(cf. Necipoğlu 2012). En The Archaeology of Celtic Art el arqueólogo Dennis W. Har-
ding ha escrito lo siguiente:
Pocos temas en arqueología han generado tantas percepciones y conceptos erróneos como
el arte celta. Una búsqueda en Internet de 'arte celta' inmediatamente ofrece patrones de
entrelazado y nudos 'celtas', elementos de arte celta posterior de hecho derivados de
orígenes mediterráneos o germánicos, o imágenes de cruces altas del siglo IX o posteriores
e íconos relacionados. de la primitiva iglesia 'celta'. Para los libros de mesa de café, se
considera representativa una sobrecubierta que represente el caldero de Gundestrup, a pesar
del hecho de que era casi seguro de fabricación tracia y se descubrió en el norte de Jutlandia
[Dinamarca], mucho más allá de los límites de la Europa celta. En las publicaciones
173
académicas, el arte celta es generalmente sinónimo del estilo ornamental de La Tène de la
Edad del Hierro prerromana, pero incluso esta ecuación no debería pasar desapercibida.
Dado que en los últimos años se ha cuestionado el concepto de celtas y celtas como des-
cripción étnica, parece apropiado ahora redefinir y reevaluar lo que entendemos por arte
celta (Harding 2007: 1; los vínculos y encorchetados son de mi factura).

Hay autores que piensan que los nudos celtas se derivan en parte de diseños en nudo
presentes en teselados orientales de los siglos X y XI, prevalentemente persas (Jablan,
Radović, Sazdanović y Zeković 2012: 305). Muchos estudiosos consideran que el ori-
gen del knotwork se encuentra en las curvas en espejo; la historia del estilo fue descripta
elocuentemente hace ya bastante por John Romilly Allen en Celtic Art in Pagan and
Christian times (1904); el método de construcción de nudos a partir de curvas en espejo
fue sistematizado casi un siglo después por Paulus Gerdes (1999; 2006), quien será pro-
tagonista central de la próxima sección de este libro.
Retornando a los motivos geométricos islámicos que están en el centro de este capítulo,
debo decir que mientras en esta monografía se ha procurado dejar al margen las mani-
festaciones procedentes de las llamadas Altas Culturas, con las representaciones en es-
trella elaboradas en diversas sociedades islámicas haremos una necesaria excepción. Por
empezar, existe una necesidad técnica de hacerlo así, pues sólo una vez en el arte islá-
mico y en muy pocas otras instancias se presentan todas las simetrías posibles en el
plano, lo cual permite establecer el ámbito total y el límite de las opciones disponibles a
las demás sociedades. Aunque en un tiempo hubo discusiones en torno de la existencia
de las 17 simetrías cristalográficas del plano en la Alhambra hoy ese problema parece
definitivamente dirimido; por más que le pese a los refutadores de leyendas (y aunque el
hecho, a pesar de lo que piense un Branko Grünbaum ocasionalmente sardónico, no
guarda relación con el “conocimiento intuitivo de la teoría de grupos” por parte de egip-
cios y moros como “explicación” del fenómeno), la verdad es que todas las simetrías
efectivamente están allí (Fejes Tóth 1964: 38, 39, 43; Pérez-Gómez 1986; Blanco Blan-
co y Nogueira de Camargo 2011; Bodner 2013; Penrose en Bonner 2017: vii; Bonner
2017: 4 versus Grünbaum 1984; Grünbaum, Grünbaum y Shepherd 1986). Las cuatro
isometrías antes faltantes en la Alhambra fueron las denominadas p2, pg, pgg y p3m1
(cf. Grünbaum, Grünbaum y Shepherd 1986; Pérez-Gómez 1986). Si bien las 17 sime-
trías están presentes en el mundo islámico, de acuerdo con Abas y Salman (2007
[1995]) las p6m y p4m son las más ampliamente distribuidas; las cmm, pmm y p6 están
muy bien representadas, las p4, p31m, pm y p3m1 no lo están tanto y las p4g, p3, cm,
p2, pgg, pmg, p1 y pg lo están bastante menos.

174
Figura 5.10b – Una de las teselaciones zelij [‫ ]ال زل يج‬de la Alhambra que atrajo la atención de Escher
“por su gran complejidad y su arte geométrico” (Bool y otros 1992: 24, 41).
Fotografía del autor en la Alhambra de Granada, 1995.
Ver reproducción autógrafa de Escher en Broug (2013).

En su trilogía sobre simetrías africanas “African Art” que abarca más de once años de
investigación, el matemático Donald Warren Crowe ha encontrado las 7 simetrías de
frisos y 12 de las 17 simetrías del plano entre los Bakuba y en los patrones de Benin
mientras que en Begho en Ghana los patrones en friso tienen la misma variedad pero
hay sólo 7 de las 17 simetrías, siendo pmm y p4m las más comunes (Crowe 1971; 1975;
1981). Sería un gran logro para la arqueo- y la etnogeometría si dispusiéramos de esta
clase de cómputos de presencia/ausencia para las isometrías de América Latina en lugar
de las usuales especulaciones sobre significados que pendulan entre lo obvio, lo pre-
sunto y lo improbable.77

77
Decía Branko Grünbaum en un antiguo y provocador artículo: “The four groups which have not been
found in the Alhambra (pg, p2, pgg, p3m1) do not appear to be represented in other Moorish artifacts
either (though naturally, a really systematic examination of the enormous volume of extant materials may
turn up some or all of them). It is of interest to note that two of these four groups have been located in
Toledo (Spain) in buildings approximately contemporaneous with some of those in the Alhambra. One
(p2 […]) in a church, and the other (p3m1 […]) in a synagogue. On the other hand, it seems that the
groups pg and pgg fail to be represented not only in Moorish decorations, but in Islamic ornaments in
general” (Grünbaum, Grünbaum y Shepherd 1986: 642).Véanse figuras 5.13, 5.14 y 5.14b y planilla de
clasificación de isometrías del plano en este vínculo.
175
Figura 5.10b’ – Kilims – Basado en Peter F. Stone (2013).
Patrones de diseño más comunes en diversos contextos culturales. En las filas, versiones de los mismos
6 motivos de las tribus Afşar [grupo Oġuz, Turquía], Bakhtiari [‫ب خ ت ياري‬, Irán], Khamseh [‫خم س ه ال تیا‬,
‫ه‬
Irán], Kurd [antes llamados Medos, Irán-Siria-Iraq-Turquía], Lur [‫لرُا‬, Irán] y Qashqa’i [‫یق ش قا‬, Irán].
En las columnas: Motivos Boteh [‫]هته‬, patrones Herati, cruces Memling gul, Mina khani,
medallones Qashqa'i y ornitomorfos.

En segundo lugar, tampoco cabe duda de que las artes de las teselaciones simétricas de
la alta cultura musulmana se originan en tiempos pre-islámicos y en un contexto cultural
cuyo estudio sigue incompleto el día de hoy (Grabar 1978; Bowersock, Brown y Grabar
1999; 2001; Ettinghausen, Grabar y Jenkins-Madina 2002; Bier 2009; Puerta Vilchez
2017). No parece fácil demostrar que todas las posibilidades de los grupos de simetría y
de la periodicidad de los embaldosados se encuentren en contextos nómades y pre-is-
lámicos, pero lo seguro, apuesto, es que unas cuantas de ellas se originan allí. El proble-
ma con los estudios de contextos pre-islámicos es que la investigación actual se res-
tringe al ámbito de otras altas tradiciones (babilónicas, sasánidas, egipcias, seléucidas,
timúridas) sin que se llegue nunca a documentar la participación de las sociedades tri-
bales mayormente nómades en la gestación de los estilos, como ha sido el caso ( excep-
cionalmente) con los kilims de Persia y Anatolia (Turco = kilim; persa = ‫ میگ ل‬gelīm; a-
176
zerbaijani = ‫ – میلیک‬cf. fig. 5.10b’). Este es un campo de estudios mal conocido, cuya
bibliografía es más amplia de lo que se cree pero que no está todavía integrada al con-
cierto académico (cf. Serjeant 1942; 1972; Balpınar y Hirsch 1982; Stone 2013; Denny
1972; 1973; 1979; 1982; Krody 2017; Schulz 2017; Krody, Atlıhan y otr @s 2018).
Relegados al cajón de las artes y oficios menores (y hasta utilizados en ocasiones como
material de embalaje de piezas más dignas) los kilims han sido objeto de escarnio du-
rante demasiado tiempo. Tras el descubrimiento en 1947 de la alfombra Pazyryk (un
ejemplar urartiano con toques escitas que se remonta al siglo III o IV aC y que hoy se
exhibe en el Museo Hermitage de San Petersburgo) el arte de las “alfombras de nudos”
del kilim ha ganado la fama y el prestigio que hasta ahora le habían sido esquivos
(Schurmann 1982).

Figura 5.10c – Izq.: Las 17 isometrías del plano según George Pólya (1924).
Der.: Elaboración de Escher sobre las isometrías de Pólya según Schattschneider (1987).
Sobre las equivalencias notacionales véase la tabla de Schattschneider (1978).

En tercer lugar, algunos estudios de las simetrías en estrella han sido instrumentales pa-
ra la recuperación y la puesta en valor de artes cuyas metodologías generativas se ha-
bían perdido en los laberintos de la historia y a las cuales una observacion participante
bien articulada (lejos de ser “nuestra principal fuente de mala fe” como alucinaba
Clifford Geertz) nos ha permitido recuperar con más acuidad y belleza que la de cual-
quier especulación sobre las bondades de la hermenéutica o del pensamiento complejo
(cf. Kaplan 2002; Bonner 2017). La historia de las teselaciones se remonta a orígenes
tan confusos y equívocos como la trayectoria del arte celta. Los antiguos romanos le pu-
177
sieron nombre a la técnica y dejaron algunos embaldosados comparativamente simples
que las sucesivas culturas fueron complejizando.
Fue Johannes Kepler [1571-1630] quien las sistematizó tempranamente en el libro II de
Harmonices Mundi (1619); un siglo antes Albrecht Dürer [1471-1528] se había ocupa-
do de la construcción de poliedros regulares con regla y compás en el libro IV de The
Painter’s Manual (1525),78 el cual sirvió desde entonces como materia prima de las ela-
boraciones geométricas europeas aunque los teóricos de la época no le prestaron mayor
atención y sigue siendo, hoy, un documento elusivo (ver Cardona Suárez y otr@s 2006).
En 1891 el cristalógrafo ruso Evgraf Stepanovich Fedorov [1853-1919] en Simetría en
el plano [Симметрія правильныхъ системъ фигуръ] probó que cada embaldosado del
plano se construye de acuerdo con uno de los 17 grupos de isometrías que aquí revisa-
mos. Su texto es hoy reconocido como el comienzo de la teoría matemática de los em-
baldosados; ha sido traducido al inglés pero no al castellano, y en todas las lenguas a las
que se tradujo es extraordinariamente difícil de conseguir en formato digital (Fedorov
1891). Hay quien dice que la clasificación de las isometrías en el plano no fue más que
un ejercicio de precalentamiento para lo que realmente le interesaba a Fedorov y que era
la clasificación de las figuras y enrejados tridimensionales de lo que hoy se llaman gru-
pos espaciales [Кристаллографическая группа – space groups]. Los 230 grupos que
encontró son hoy la columna vertebral de la cristalografía y juegan un rol fundamental
en todos los aspectos de la físico-química (Fré 2018: 61).

Figura 5.a – Los cinco cuerpos platónicos.


Obsérvese que el tetrahedro aparece dos veces como su propio dual.
Basado en György Darvas (2007: 139).

78
Edición y traducción a cargo de Walter L. Strauss de Vnderweysung der Messung: mit dem Zirkel vn[d]
Richtscheyt in Linien, Ebnen vnnd gantzen Corporen , titulado De la Medida en castellano. El primer libro
de la obra está dedicado a las líneas, el segundo a las superficies y los dos restantes a los volúmenes. Los
cinco sólidos platónicos y los siete sólidos arquimedeanos semi-regulares han sido modelados en términos
de redes de plegamiento de polígonos (Dürer 1525: 139-152). En 1543 estas construcciones fueron llama-
das “redes” por primera vez por el matemático, artista y cartógrafo alemán Augustin Hirschvogel [1503-
1553]. Michael Friedman (de la Humboldt-Universität en Berlín) advierte que estas operaciones de fol-
ding y unfolding de poliedros o politopos no fueron desarrolladas como modelos matemáticos hasta la
segunda mitad del siglo XIX (Friedman 2018: 8, 30-82).
178
Hoy se conocen las estructuras cristalinas de todos los grupos espaciales que existen en
la naturaleza. El cuadro de todas las estructuras (que puede visualizarse en este vínculo)
tiene una extraña e inexplicada similitud con los diccionarios de àdìǹkrá que se exami-
narán en el capítulo 9 ( pág. 289 y ss.) cuya variedad alcanza, según cómputos concu-
rrentes, exactamente la misma cifra. En lo personal, confieso no encontrar demasiada
diferencia entre las formas de los àdìǹkrá más comunes y los motivos de los kilim, visi-
blemente pre-islámicos (cf. fig. 5.10b’), cuyos patrones no son por completo disimilares
de los de algunos diseños Yekuana del sur de Venezuela (cf. Denny 1973; Guss 1994
[1989]: 138, 142, 147, 235); son muchas las simetrías del mundo, de hecho, que presen-
tan motivos que a cierto nivel de análisis precisamente ejemplificables y para nada
triviales se muestran geométricamente parecidos.
Aunque no se conocen equivalentes culturales para todos los grupos, el arte de Occiden-
te tampoco ha sido ajeno a esta clase de innovaciones. La contribución del pintor de es-
cenas y cosas paradójicas Maurits Cornelis Escher, figura de culto en varias de nuestras
tribus intelectuales, es más reconocida en la actualidad que la de Fedorov aunque no ha-
ya un modelo geométrico explícito y original que proporcione sustento y englobe la to-
talidad de sus extrañas experiencias (Coxeter 1969: 57-59, 63; Penrose 1996 [1989]: 10,
13, 191-192, 385; Kaplan 2002: 116-181; Schattschneider y Emmer 2003; Hart 2017;
Schattschneider 2010; Hoffmann 2020).
Mientras una multitud de artistas y científicos celebra la imaginación matemática de
Escher y elogia sobre todo el uso de figuras o “motivos” (como él llamaba a sus dise-
ños) Doris Schattschneider prefería poner el acento en su geometría incluso en los mo-
mentos más agudamente figurativos:
Escher used geometry masterfully in his works. His early scenes of Italian villages clinging
to steep mountainsides with valleys sweeping out below seem carefully sculpted from geo-
metric forms. His later works celebrate polyhedra, spheres, knots, and Möbius bands. Geo-
metry works magic in his prints – classical Euclidean geometry, spherical geometry, projec-
tive geometry, transformation geometry, hyperbolic geometry, and self-similarity all are
skillfully employed to achieve intricate and surprising visual effects. Not only was he a
master of the craft of graphic art, he was also (despite his denials) an original researcher in
the realm of science and mathematics (Schattschneider y Emmer 2003: vi).

La relación entre las simetrías embaldosadas de Escher con el arte islámico es un hecho
reconocido (Schattschneider 1990; Kaplan y Salesin 2000; Kaplan 2002: 116-181; Abas
2003; du Sautoy 2009: 62-87; Broug 2013; Piller 2013; ver fig. 5.10b). Los geómetras y
matemáticos de primera línea que ejercieron infuencia sobre Escher (Pólya, Coxeter,
Haag, Penrose) admiraban el arte geométrico del Islām no menos que él (Schattschnei-
der 1987). En su primera visita a la Alhambra en 1922 Escher no conocía aun la obra de
estos autores. Dos años más tarde George Pólya publicó Sobre la Analogía de la Sime-
tría Cristalográfica en el Plano (1924), un artículo sucinto en el que clasificó los 17
grupos que habían sido descriptos por Fedorov (1891), incluyendo una ilustración de
una página que incluye algunos ejemplos clásicos al lado de otros inventados (ver fig.
5.10c izq.). Escher estudió minuciosamente cada una de las simetrías de Pólya, copián-
179
dolas en su libro de notas en tamaño ampliado, a razón de dos ejemplares por página.
Luego tomó algunas de esas piezas, combinándolas y convirtiendo las formas geométri-
cas en estilizaciones teriomórficas (fig. 5.10c, derecha). Aunque Escher reconocía no
entender suficientemente los aspectos técnicos de los grupos de transformación, él mis-
mo operó transformaciones inéditas y hasta elaboró una sistematización del uso de colo-
res contrastantes en las simetrías del plano que todavía estaba faltando en la literatura
científica y que hoy se sigue usando sin mencionar su apellido (Schattschneider 1986).
El aspecto más importante que hace que nos refiramos a este artista en el contexto de
este libro tiene que ver con la presencia de una técnica compleja de escherización (diría-
mos, siguiendo a Craig Kaplan) en el arte de los quillangos del sur de la Patagonia y
Tierra del Fuego que hemos analizado a partir de la figura 2.3 más arriba. El momento
de inicio de la plenitud artística de Escher coincide con su segunda visita a la Alhambra
de Granada en 1936, una visita mucho más breve (tres días) de lo que reza la leyenda.
Allí tuvo oportunidad de estudiar en cierto detalle las teselaciones islámicas, a las que
dedicó muchos de sus bocetos y anotaciones.
Los Moros eran maestros en llenar la superficie con figuras congruentes sin huecos entre
ellas. En la Alhambra, en España, especialmente, ellos decoraron las paredes colocando
juntas piezas congruentes de mayólica sin dejar ningún intersticio (Ernst 1976: 37).

En las anotaciones a su pequeño libro Regular Divisions of the Plane (Regelmatige


Vlakverdeling, 1957), el cual contiene la colección de imágenes que he puesto en este
vínculo anota Escher:
I have often wondered why, in their decorative zeal, the designers of patterns such as these
never, as far as I know, went beyond abstract motifs to recognizable representation. This
does not detract from the beauty and ingenuity of their creations, in which more and less
complicated systems can already be distinguished. […] As it is precisely this crossing of
the divide between abstract and concrete representations, between ‘mute’ and ‘speaking’
figures, which leads to the heart of what fascinates me above all in the regular division of
the plane, it is important to discover whether there are actually reasons why figurative re-
presentations are not found anywhere (Escher en Bool y otr@s 1992: 162).

Recién en el presente siglo se están revisando a fondo los estereotipos que describían las
artes ajenas por la negativa: artes sin figuración, sin perspectiva, sin significado, sin e-
nunciación asociada, sin subjetividad, sin sentimiento orgánico, sin evolución, sin his-
toria, sin pensamiento estético (cf. Vílchez 2017: 1-28). Recién el año pasado la profe-
sora de Historia del Arte de las Culturas Islámicas de la Freie Universität de Berlín
Wendy M. K. Shaw (2019) reveló hasta qué punto el Islām, por poner un caso, se en-
cuentra históricamente en la raíz de los más preciados conceptos y preceptos que hacen
a nuestros estilos artísticos y a nuestras visiones filosóficas más acendradamente racio-
nalistas, modernas y occidentales, incluyendo aspectos esenciales de nuestras ciencias
básicas. Recuperando una bibliografía a la que en Occidente no se ha prestado atención
e incorporando elementos de juicio que vienen de las márgenes, Shaw ha sabido rede-
finir ricamente el tejido relacional entre la geometría, la poesía, la caligrafía y la sime-

180
tría en la literatura islámica de un modo que deja en claro el simplismo en que incurri-
mos al contraponer como opuestos binarios representación realista y geometría, iconis-
mo e iconoclastia o concreto y abstracto (İpşiroğlu 1971; El-Said y Parman 1976; Lind-
berg 1976; George 2003; Alhazén [Ḥasan Ibn al-Haytham] en Smith 2008; Kheirandish
2017; Puerta Vilchez 2017; Akkach 2018; Fishkopf y Spinetti 2018).
Fundamental en esta bibliografía es la obra del peripatético árabe Abu Yūsuf Yaʻqūb
ibn ʼIsḥāq aṣ-Ṣabbāḥ al-Kindī [‫يقل ّلإح ّبصلا قا سإ ب جزقعي ف جز وبأ‬, ca. 801-873], intro-
ductor de los numerales indios en el Islām junto con el persa Muḥammad ibn Mūsā
[780-850] trecientos años ante que Fibonacci hiciera lo propio en Europa. Según Roger
Bacon [Doctor Mirabilis, ca. 1219-ca. 1292], al-Kindī fue el primer óptico importante
de la historia y uno de los más brillantes geómetras de todos los tiempos. También esen-
cial es el trabajo del también árabe Abū ʿAlī al-Ḥasan ibn al-Ḥasan ibn al-Haytham [‫واي‬
569 .ac ,‫ جز سا ق ا جز سا ق ا جز ه ل ثم‬،‫ع لي‬- ca. 1040] (latinizado como Alhazén) titu-
lado Kitāb al-Manāẓir (‫رظجنملج اجتك‬, "Libro de Óptica") en el que se demuestra que la
visión ocurre en el cerebro (y no en los ojos) y en el que se establece que una hipótesis
debe ser confirmada mediante experimentos basados en procedimientos confirmables o
en evidencia matemática. No está de más recordar que Al-Haytham proponía esos prin-
cipios 500 años antes que los científicos del Renacimiento adoptaran ese temperamento.
Comparables a los aportes de al-Kindī, al-Khwārizmī y al-Haytham han sido las contri-
buciones de Al-Ṣābiʾ Ṭābit ibn Qurrah al-Ḥarrānī (alias Ṭābit) y las de Abū l-Ḥafṣ
ʿUmar b. Ibrāhīm al-Khaiyāmī (alias Omar Khayyam) de quienes me ocuparé más ade-
lante a propósito de las disecciones y del muy mal llamado triángulo fractal de Pas-
cal/Sierpiński (pág. 200 y 316).
Ante la importancia de estos hechos es explicable que en los mejores estudios etnogeo-
métricos de la actualidad se manifieste una apertura que no puede ser sino multicultural.
En su brillante disertación de doctorado Computer graphics and geometric ornamental
design Craig Kaplan comienza recordándonos los fundamentos euclideanos básicos de
los embaldosados regulares y uniformes, lo que muchas culturas situadas mundos aparte
de Grecia y Roma tomaron como premisa fundante de sus emprendimientos en ese te-
rreno. Pensándolo un poco, nos daremos cuenta que en el plano euclideano hay sólo tres
y nada más que tres formas de diseñar embaldosados regulares homogéneos usando (1)
cuadrados, (2) triángulos regulares y (3) hexágonos. En principio se puede describir un
embaldosado usando un símbolo de vértice el cual es una secuencia p1 , p2 , …, pn que
enumera, en orden, los polígonos regulares que se encuentran alrededor de cada vértice.
Los embaldosados que se pueden enumerar de este modo se llaman embaldosados regu-
lares. En el plano euclideano el resultado de esta enumeración es un conjunto de 11 em-
baldosados conocidos como los embaldosados arquimedeanos (fig. 5.7 izq.).
Nombramos esos embaldosados colocando sus símbolos de vértice entre paréntesis. En-
tre los embaldosados uniformes los que llamamos regulares son aquellos cuyos símbo-
los de vértice son de la forma pq: (44 ) para los cuadrados, (36 ) para los triángulos equi-
láteros y (63 ) para los hexágonos regulares (fig. 5.7 izq., 3 primeros embaldosados).
181
Tengamos en cuenta que en un símbolo de vértice abreviamos los bloques de valores
repetidos usando exponenciación. La figura 5.7 muestra los únicos embaldosados arqui-
medianos posibles en el plano de referencia.
Cada embaldosado uniforme posee un dual geométrico bien definido, el cual se obtiene
remplazando cada uno de n lados por un vértice n-valente y viceversa. Estos embaldo-
sados duales son monohédricos y poseen la característica de que cada vértice es regular,
lo cual quiere decir que las líneas que parten del vértice están regularmente espaciadas
alrededor de él. En el espacio euclideano los duales se llaman embaldosados de Laves y
cada uno de ellos tiene el mismo nombre que su dual arquimediano. Se ilustran en la
figura 5.7 (derecha) y se exponen aquí sólo porque en algunas construcciones usando el
software Taprats u otras herramientas se usan para generar formas más complejas de las
que se alcanzan con los arquimedianos.
Un embaldosado periódico es un embaldosado del plano euclideano que exhibe simetría
periódica, lo que no es sino una simetría en la que existen dos direcciones linearmente
independientes de simetría traslacional. Estos embaldosados son más simples que los
aperiódicos, cuyos ejemplares más reconocidos son los embaldosados de Roger Penrose
(1974). Debe tenerse cuidado de no confundir los embaldosados aperiódicos con los no-
periódicos. Los primeros son una clase especial de estos últimos, una clase que ha reci-
bido mucha mayor atención que muchas otras clases de embaldosados. Hay innumera-
bles herramientas para generarlos, entre ellas una basada en Sistemas de Lindenmayer
que se puede utilizar en el popular programa Visions of Chaos como se muestra en la
figura 5.8. También generan excelentes teselados de Penrose programas como Fractal
Grower. Las teselaciones de Penrose no tienen necesariamente que ver con los diseños
teselados en estrella pero sin duda fueron funcionales a una mejor comprensión de los
embaldosados no periódicos en general.
En cuanto a los diseños islámicos en estrella, ellos se definían en tiempos de la tesis de
Kaplan como una disposición periódica de motivos, definición que después de los even-
tos que hoy son de dominio público en torno de los cuasi-cristales ya no se puede sos-
tener pero que alcanza para comenzar con la descripción de los ejemplares más comu-
nes. Lo que estos diseños tenían en común es que con unas pocas excepciones (tal como
algunos indicios sueltos en el pergamino de Topkapı) el método de construcción se ha-
bía perdido hacía siglos. Usando como base la convicción de que los artistas musulma-
nes estaban bien versados en la geometría griega clásica, Kaplan intentó reconstruir los
métodos generativos de no todos pero sí de unos cuantos patrones en estrella.
Más allá de la disertación de Kaplan, que versa más bien sobre los aspectos constructi-
vos, los textos escritos sobre los patrones de diseño islámicos en estrella son ya incon-
tables. Hay que tener en cuenta que en un alto porcentaje están escritos en ruso, árabe,
turco y uzbeko y son por ello difíciles de localizar ya sea en bibliotecas o en la Web. En
la porción restante hay sin embargo abundancia de estudios que valen la pena, aunque
hay también propensión orientalista a considerar esas artes como “ornamentales”, cali-
ficativo desafortunado si los hay. Es importante también considerar la bella y sistemá-
182
ticamente ordenada colección de imágenes de Daud Sutton (2007) y las láminas de lí-
neas puras, sin comentario alguno, compiladas por Jules Bourgoin (1973).
Dado que vamos mediando este capítulo que también ocupa el centro del libro, es más
que oportuno referir un testimonio de la persistente minorización de las geometrías de
las otras culturas. En un apasionante libro sobre los cuasi-cristales y la geometría, Mar-
jorie Senechal (profesora de Matemáticas del Smith College en Northampton, Massa-
chusetts) analiza la evolución de las teselaciones diciéndonos que
Desde la más remota antigüedad, los diseñadores de patrones en mosaico han sabido que el
plano puede pavimentarse con cuadrados, triángulos equiláteros y hexágonos regulares, y
alguna combinaciones de ellos con otros polígonos, pero hasta donde conozco [Johannes]
Kepler [1571-1630] fue el primero en estudiar el problema de manera sistemática (Senechal
1995: 13).

Tras esa anotación la autora reproduce una lámina con los experimentos de Kepler con
el empaquetado de polígonos (fig. 5.10) y subraya la similitud entre la primera colec-
ción de embaldosados aperiódicos de Penrose y el mosaico Aa de Kepler, celebrando la
idea de extender la construcción de Kepler hasta cubrir todo el plano mediante el
método de sustitución, poniendo de manifiesto que el orden geométrico no es necesa-
riamente periódico y estableciendo vínculos con otras estructuras aperiódicas, los frac-
tales y las series de Fibonacci, identificadas estas últimas por Eglash en África y bien
conocidas por Paulus Gerdes y hasta por nuestro Gregory Bateson (1981 [1979: 12]),
quien nunca mencionó la idea de fractal. Senechal no presta atención al hecho de que
los constructores de los embaldosados antiguos de Irán habían no descubierto en la na-
turaleza sino inventado en la práctica cultural éstas y otras aperiodicidades, tal como lo
hemos corroborado ya sobradamente. La autora conocía por cierto los anuncios de
Shechtman pero pasó por alto que este autor (al igual que Lu y que Steinhardt) sabía de
la existencia de las aperiodicidades en las artes antiguas de aquellas regiones lejanas del
mundo. En los últimos años, no obstante, Senechal limó sus aristas y puso al día su
perspectiva (cf. Senechal 2013). Apenas encabezado un capítulo de un Handbook de
excelencia en el que participó ella acometió el tema un cuarto de siglo más tarde escri-
biendo:
¿Están buscando un capítulo sobre ‘Cristales y cuasicristales’? No busquen más: lo han
encontrado. Hoy en día la palabra ‘cristal’ cubre tanto los periódicos como los no perió-
dicos. Así como en el siglo XIX ‘seudogeometría’ pronto devino ‘geometría no eucli-
deana’, hoy hablamos de cristales aperiódicos (Senechal 2018: 1695).

Volveremos al tema de los embaldosados aperiódicos más adelante, pasando ahora de


las teselaciones en dos dimensiones a los embaldosados en tres. Ambas transiciones de
fase, como se verá, tienen sus bemoles.


183
Figura 5.b – Conjunto completo de los “cuerpos platónicos neolíticos” encontrado en Escocia.
Basado en Jay Kappraff 1991: 35, fig. 1; basado a su vez en Keith Critchlow (1982).
Redibujado por Bruce Brattstrom a partir de una foto de Graham Challifour.
Reproducido en Sacred Geometry de Robert Lawlor (1982: 96)

Mientras vamos haciéndonos a la idea de que la (pre)historia de la etnogeometría mere-


cería re-escribirse, cada día que pasa se acumulan observaciones y elementos de juicio
que van poniendo en crisis las más acendradas leyendas urbanas de la especialidad aun-
que construyendo en ocasiones nuevas mitologías de recambio. Ilustrar cada caso perti-
nente insumiría un volumen mayor que el que ya va tomando este libro, pero al menos
un acontecimiento que despertó un eco desproporcionado merece mención. El ejemplo
que primero viene a la memoria es el que sigue.
En un tiempo pareció que estaba tomando estado público la noción de que los cuerpos
platónicos, gloria de la geometría volumétrica griega (fig. 5.a), ni siquiera eran griegos
de origen.79 Hubo autores afirmaron que hacía tiempo se habían descubierto piezas que
conformaban el conjunto completo de cuerpos equivalentes a los sólidos platónicos en
sitios neolíticos de Escocia (fig. 5.b y 5.c) procedentes de una época situada por lo me-
nos mil años antes de Platón.

Figura 5.c – Las 5 piedras auténticas del Ashmolean Museum, sin icosaedros
y sin rastros de caras planas – Según John Baez (2009).

De acuerdo con la descripción de Kappraff en el libro de Hargittai sobre la simetría


quíntuple, estos cuerpos se mencionaron por primera vez en un texto de Keith Critchlow
[1933-2020] que ha sido un renombrado best-seller de la geometría sagrada (Critchlow

79
Platón nombra los cinco sólidos en su diálogo Timeo [Τίμαιος, ca. 360 aC], atribuyéndolos a su cola-
borador Teeteto [Θεαίτητος]. Los sólidos son el tetraedro, el hexaedro o cubo, el octaedro, el dodecaedro
y el icosaedro.
184
1982). Tanto Kappraff como en apariencia Hargittai, así como los prestigiosos Paul Sut-
cliffe y el británico-libanés [Sir] Michael Francis Atiyah [1929-2019] (“el más grande
geómetra inglés después de Newton”), la disertante Gloria Judith Florez de mi apreciada
Universidad Nacional de Colombia y el brillante Eric Weisstein de Wolfram Math-
World, han considerado que los objetos, procedentes de yacimientos escoceses casi
siempre innombrados y de los que se dice que están expuestos o depositados en el Ash-
molean Museum de Oxford, son por completo auténticos e insospechables (cf. Atiyah y
Sutcliffe 2003: 3; Florez 2011: 1-2; Weisstein 2019).

Figura 5.d – Petrosfera de Towie en Aberdeenshire, fechada entre 3200 y 2500 aC.
Expuesta en el National Museum of Scotland, Edinburgh.
Basada en Sir John Evans (1897: 421) – Imagen en el dominio público.

Invito sin embargo a que se examine cuidadosamente la figura 5.b. De izquierda a dere-
cha los modelos de las bolas de piedra corresponden al cubo, al tetrahedro, al dodecae-
dro, al icosaedro y al octaedro tal que los bultos corresponden a “caras” de los cinco
poliedros regulares. El primer problema que se encuentra es que alguien agregó cintas
uniendo los centros de las protuberancias de las bolas de piedra, tal que las caras resul-
tan multiplicadas por 2. También sucede que ninguna de las cinco piedras del Ashmo-
lean Museum posee exactamente las 12 caras que un volumen requiere para ser un do-
decaedro; ninguna de ellas coincide tampoco con alguna de las piedras de la fotografía

185
del libro de Critchlow (fig. 5.c), un autor cuyo genio celebrara nadie menos que Buck-
minster Fuller, quien lo reconoció como uno de los estudiosos más inspiradores que
tuvo el privilegio de conocer (cf. Critchlow 2000 [1969]). Tampoco es el caso que todas
las figuras de cualquiera de las fotos de conjuntos “platónicos” procedan con certeza del
mismo contexto; hasta donde se puede comprobar todos los conjuntos han sido armados
acomodando piezas dispersas originadas en sitios innombrados.
Hizo falta que los arqueólogos hipercríticos de Neverendingbooks y en particular Lie-
ven R. T. K. Le Bruyn, matemático de la Universidad de Amberes, demostraran con
amplia documentación que todo el ruido en torno de los sólidos escoceses era nada más
que un artifake montado por alguien con aceptables conocimientos de geometría de
sólidos pero sin idea de la arqueología del neolítico tardío. El propio Critchlow, con el
tiempo, reconoció que en los materiales que él trató no había ningún icosaedro, con lo
cual buena parte del relato megalítico estalló en pedazos mientras que un pequeño grupo
de expertos que se excedieron en su ingenuidad (Atiyah, Sutcliffe, posiblemente Har-
gittai y con seguridad Kappraff) quedó expuesto a la condena pública, debiendo dar la
cara por información que ellos no originaron, que se difundió más de lo prudente y que
ninguna de esas autoridades en la materia quedó en condiciones de avalar (cf. Baez
2009).

Figura 5.11 – Primera teselación aperiódica de Penrose. Nótese que los prototiles (es decir, los
componentes) tienen 4 formas distintas: estrellas, medias estrellas, pentágonos y rombos.
Compárese con los de la figura 5.8.
Ninguno de esos motivos es arquimedeano – Según Marjorie Senechal (1995: 171).

El caso de Jay Kappraff (un investigador veterano todavía activo) es particularmente


delicado y hasta yo diría doloroso. Las causas a las que adhería Kappraff han sido siem-
pre nobles, pero su credulidad se pasó de la raya y embarró las fundaciones y proyectos
editoriales para los que trabajaba, llegando a agradecer en un mismo párrafo a cien-

186
tíficos inobjetables (como el geómetra Harold Coxeter) al lado de figuras que se saben
oscurantistas, como el neopitagórico Ernest G. McClain (Kappraff 1991; 1992; 2002:
253-254). Respecto del fiasco de los sólidos platónicos del neolítico escocés no he sa-
bido que Kappraff se haya sumado al mea culpa rubricado por el propio responsable de
la engañifa. Kappraff escribe brillantemente y admiro varios de sus trabajos pero dadas
las circunstancias ahora acostumbro verificar todo lo que dice.antes de poner las manos
en el fuego.
El asunto reviste cierta gravedad. Ceteris paribus, que falte un icosaedro de piedra en la
Escocia neolítica equivale a que falten tres o cuatro de las 17 isometrías del plano en la
Alhambra, no sé si me explico. El caso escocés, para hacerlo breve, configura uno de
los escándalos magnos que jalonan esta región de la vida académica en la que gracias a
contingencias como éstas podemos encontrar cualquier cosa excepto aburrimiento. Si
hay por aquí algo así como un fraude es en todo caso una bribonada exquisita, envidia-
ble, un timo para entendidos que trasunta alguna clase de raro talento: ¿a qué genio
ignorado de la arqueogeometría se le ocurre falsificar un icosaedro?
La información errónea sobre este caso se propagó incluso a la versión castellana del
excelente artículo sobre sólidos platónicos en Wikipedia, al cual he optado por dejarlo
sin retoques en su formato digital, pero no sin copiar y pegar el párrafo incriminatorio
como pieza de evidencia antes que a alguien con un obsceno sentido de la justicia se le
ocurra corregirlo. En la fecha indicada ese párrafo decía:
Con exactitud, no se sabe en qué momento llegaron a conocerse los poliedros en la antigüe-
dad. Los arqueólogos han hallado unas bolas labradas en piedra en Escocia (2000 a. C.) con
formas de cubo, dodecaedro, icosaedro, tetraedro y octaedro […], al igual se ha hallado en
Pádova (Italia 500 a. C.), un dodecaedro etrusco que probablemente era usado como jugue-
te o decoración [...] [Flórez 2011: 9]. Los sólidos regulares neolíticos se encuentran en
Ashmolean Museum de Oxford y fueron datados como de un período ubicado 2.000 años
antes de nuestra era (Wikipedia, “Sólidos Platónicos”, versión al 17/12/2019).

Como consecuencia de la visceral repugnancia de los arqueólogos profesionales hacia la


popular numerología neolítica y megalítica de Gran Bretaña, el tratamiento de los sóli-
dos platónicos escoceses en la literatura seria del Reino Unido fue siempre lacónico,
disperso e insuficiente. Notables aportes sobre el tema (pero que no van al meollo de la
polémica ni se complican con los sólidos del Ashmolean), son los recientes artículos del
arqueólogo Andrew Meirion Jones (2018; 2020 a; 2020b) de la Universidad de South-
ampton, quien propone una arqueología del arte que procura ir más allá del punto en el
que la había dejado Alfred Gell, desarrollando algunos modelos generativos interesantes
en la línea hilomórfica de Tim Ingold (2013), pero incurriendo aquí y allá en algunos
desconcertantes deleuzianismos. La crítica definitiva de la hipótesis de los sólidos pla-
tónicos de la edad de piedra es la que articuló el arqueólogo David Robert Lloyd (2012),
profesor emérito del Trinity College de Dublin. Ella es irónica y vivificante, por cierto,
pero no me ha hecho reir tanto como el bribón que (una noche, apostaría) pegó las ban-
das blancas en cinco piedras pulidas de Escocia, les tomó una foto y la publicó en un

187
libro que comenzó a venderse como pan caliente, transformando un asunto de por sí
letárgico en un trend topic de antología.
Acordemos que, cualquiera haya sido el lío que se armó en torno suyo, las verdaderas
piedras pulidas británicas son objetos geométricos notables y muchas veces extraordina-
rios (cf. fig. 5.d), aunque su uso y significado sólo pueda ser objeto de conjetura; pero
me consta que hay artefactos redondeados de piedra pulida por todas partes, en Tierra
del Fuego sin ir más lejos, a los que es muy difícil o imposible organizar en series, con-
juntos o sistemas ordenados con un mínimo de congruencia (cf. Mansur-Franchomme,
Orquera y Piana 1988). Estas idas, vueltas y falsificaciones hacen que complejidades de
las auténticas etnogeometrías tanto o más creativas que la representación de sólidos
deban ser vistas de ahora en más con una desconfianza que no merecen. Por algo es que
en los primeros capítulos de este libro ( p. 39 y ss.) tomé la decisión de dejar al margen
las peregrinas hipótesis emanadas de la tradición de la Geometría Sagrada y de otros
vuelos parecidos de la imaginación. No cumplí, por cierto, pero estuve cerca.


Figura 5.12 – Muqarna de Qubba Imam al -Dawr en Iraq, destruido por ISIS en 2014.
Imágenes publicadas por ArchNet (https://archnet.org/sites/3838).

Ninguna descripción de los métodos matemáticos de las formas más complejas del arte
musulmán quedaría completa sin considerar la enigmática historia de los muqarnas y
del enorme proyecto editorial dedicado a esas y otras geometrías islámicas (van den
Hoeven y van der Veen 2010; Harmsen 2006; Necipoğlu y Bailey 2005, etc. [35 volú-
menes a la fecha]; Takahashi 1973; Krömker 2007; Post, Keene y van der Veen 2009).
Los muqarnas fueron introducidos a la bibliografía de Occidente (con el nombre hoy dé-
modé de “arcos de estalactitas”) por el arquitecto Owen Jones [1809-1874], célebre au-
tor del soberbio The grammar of ornament (2016 [1856]), en una saga de trabajos publi-
cados en la vorágine del deslumbramiento de los ingleses por el arte islámico de la Al-
hambra y de otros monumentos descriptos por los viajeros en los años tempranos de la
era victoriana (Goury, Jones y de Garangos 1842-1845; Johnson 2016; Varela Braga
2017).

188
Figura 5.13 – Simetrías en los patrones islámicos (I de 3).
Según Jay Bonner (2017: fig. 54).

Podría decirse que los muqarnas son a los volúmenes colgantes de arcos, arquitrabes y
cúpulas lo que los embaldosados islámicos estándar son a las paredes y a los pisos deco-
rados con simetrías. Geométricamente, los muqarnas son una clase entre muchas otras
de simetrías tridimensionales. Su combinatoria crece correlativamente a su dimensiona-
lidad. La simetría se caracteriza por periodicidad en tres dimensiones. Lo que era el
número siete para la repetición en una dirección y el 17 para la repetición en dos dimen-
siones, eso es 230 para la repetición en tres. Esto significa que hay 230 posibilidades
distintas (no más, pero tampoco menos) para construir una estructura tridimensional que
sea periódica en las tres direcciones del espacio (Hahn 2002).
Todavía no hay un inventario, empero, sobre la abundancia y localización relativa (en
tiempo y espacio) de teselaciones periódicas y aperiódicas, pero la cifra que se ha en-
contrado en cristalografía es exactamente la misma que se ha hallado para el número de
àdìǹkrá entre los Ashanti de Ghana y para los diseños de los tokapus incaicos (fig. 7.6,
7.7 y 9.10, 9.11 y 9.11b).80 No estoy sugiriendo que esto sea obra de una conexión ocul-
ta o se deba a la actuación de un arquetipo jungiano, pero no estaría de más preguntarse
por qué es que la combinatoria implicada en fenómenos tan diversos de dimensionali-
dades diferentes ronda en las proximidades de un mismo orden de magnitud, un orden
que bien podría descubrirse un día de estos como un emergente necesario (a un cierto

80
Los tokapus se investigarán en el capítulo §7, los àdìǹkrá de la cultura Ashanti y de la teoría de cuerdas
en el capítulo §9.
189
nivel de análisis) de algún espacio de fases de los códigos o de la geometría de cristales,
signaturas y muqarnas, entre otros sistemas sígnicos de la etno- y la arqueogeometría.

Figura 5.14 – Simetrías en los patrones islámicos (II de 3).


La isometría pgg, de cierto aire svástiko, fue una de las dos que demoraron
en aparecer en la Alhambra – Basado en Bonner (2017: fig. 55).

Los muqarnas también se han definido como una articulación rítmica del espacio. A las
simetrías del plano los geómetras islámicos agregaron una dimensión adicional, llevan-
do las artes geométricas a un grado de complejidad tal que en Occidente no hay todavía
quien haya sistematizado sus matemáticas. Muerto John Horton Conway con la pande-
mia de coronavirus, no ha nacido aun en esta parte del mundo (y es improbable que naz-
ca en el corto plazo) un Roger Penrose de los muqarnas tridimensionales o de las pie-
dras pulidas del neolítico escocés que sea capaz de operar su magia sin recurrir a instru-
mentos digitales. Ahora que Coxeter y Mandelbrot son nombres del pasado y Penrose se
dedica a otra cosa, los geómetras ya no son en este lado del mundo lo aventurados que
eran en la época de Euclides, de Arquímedes o de Kepler. En Occidente los operadores
que más se aproximan a tales artífices son autómatas generadores de Mandelboxes
190
hipercomplejos que solamente viven y son posibles en el mundo virtual; o bien son pie-
zas de software de diseño asistido en las que, muy lejos de la dinámica del modelado
puro, los elementos se construyen manualmente pieza por pieza, empleando el método
de ensayo y error que nuestro antropólogo materialista de cabecera Marvin Harris
[1927-2001] llamaba con una frase expresiva: “tíralo contra la pared para ver si se
pega”.

Figura 5.14b – Simetrías en los patrones islámicos (III de 3).


La isometría pg, también con svástikas escondidas, fue la última en
demostrarse existente en Al -Andalus. Según Bonner (2017: fig. 56)

Lo que Jones llama “estalactitas” en árabe y en persa se llaman muqarnas (‫مقرنص‬‎ y ‫مقرنس‬‎
respectivamente), en Irán Ahoopāy (persa= ‫آهوپای‬‎) y en España mucárabe. Se estima que
el estilo puede rastrearse hasta mediados del siglo décimo tanto en el noreste de Irán
como en el centro del Maghreb, así como en regiones de la Mesopotamia. Los orígenes
exactos de los muqarnas se ignoran, pero se supone que las peregrinaciones, el comercio
y las conquistas jugaron su parte en el fermento transcultural que condujo a ellos.
El primer ejemplo concreto de un domo en estilo de muqarna pasa por ser Qubba Imam
al-Dawr en Iraq, completado en el año 1090. Infortunadamente, el templo shiíta, uno de
los últimos seis existentes, fue reportado como destruido por ISIS en octubre de 2014;

191
aunque los muqarnas son relativamente frágiles, el templo duró prácticamente mil años
con sus ornamentos intactos sin ningún protocolo de mantenimiento.
Algunas imágenes de muqarnas geométricos de dicho templo son reminiscentes de frac-
tales y atractores extraños (cf. fig. 5.12). A pesar de estas pérdidas y de muchas otras
carentes de sentido (ya que no hay representaciones humanas en esas artes, tan sólo
imágenes geométricas) hoy se conservan miles de construcciones que incluyen un
número crecido de muqarnas en todo el mundo. A pesar de su notable resiliencia, algu-
nas de ellas se encuentran en estado crítico y requieren operaciones de restauración o de
conservación preventiva que están impulsando la creación de tecnologías específicas,
comenzando por su registro fotográfico en 3D, una prestación que también merecerían
las más complejas y delicadas de entre las cerámicas andinas.
A fines del siglo XI los muqarnas se habían expandido por todo el mundo islámico des-
de España hasta la India, en donde la arquitectura musulmana se fusionó con los estilos
moghules, hindúes, buddhistas y jainas. A pesar de la reconocida fractalidad de este
rasgo estilístico, ni Ron Eglash ni Kirti Trivedi se han ocupado de los muqarnas en Áfri-
ca Occidental. Según las prolijas bases de datos de Shiro Takahashi, en esas regiones
sobresalen los muqarnas de la mezquita de Larabanga en Ghana y de Dalaba Fougoum-
ba en Guinea, así como los de las mezquitas moghules de Agra, Delhi, Lucknow y Ma-
dhya Pradesh. De todas maneras, los análisis de dimensión fractal en la arquitectura is-
lámica en general y en los muqarnas en particular eran hasta hace poco sumamente es-
casos. Escribiendo una versión anterior de este documento –hace un par de años– yo
conocía uno solo (Abdelsalam e Ibrahim 2019); con el tiempo se fueron agregando otros
más; hoy existe una respetable colección de estudios sobre los fractales islámicos en ge-
neral y los muqarnas fractales en particular (Pudine 2015; Mostagni y Alimoradi 2016;
Mofrad 2017; Elgohary 2019; Ferrer-Pérez-Blanco, Gámiz-Gordo y Reynoso-Gordo
2019; Attia 2020; Sarghi, Azizmoghadam y Gandomani 2020; Rezazade 2021).
Es no obstante curioso que ni Trivedi ni los miembros de su escuela utilicen esa catego-
ría descriptiva en su análisis de ostensibles muqarnas visiblemente fractales existentes
en la India y Pakistán y relevados en la base de datos de Takahashi, hoy con un front-
end tecnológicamente añoso, casi retro, pero con un back-end todavía funcional. Al
contrario de eso, los análisis de dimension fractal del perfil de los templos indios han
sido nutridos, aunque prevalece una metodología ad hoc que mezcla iteraciones a esca-
las cambiantes con estimaciones de segmentos áureos en series casi invariablemente
breves, de tres o cuatro términos cuando mucho. Igual que ha sucedido tantas veces en
otros campos, en la academia sigue sin haber criterios homogéneos sobre lo que puede y
lo que no puede ser tipificado como fractal (Rian, Park y Ahn 2007; Ostwald y Tucker
2017a; 2017b; Dutta y Adane 2018). Aunque la galería de imágenes que se está reu-
niendo constituye uno de los repositorios visualmente más impactantes de la etnogeo-
metría, este espacio de las prácticas culturales todavía no ha inspirado investigaciones
centradas en la algorítmica y en las técnicas de medición que operen con el rigor que el
asunto demanda.
192

Algunos textos más o menos recientes en el estudio de las teselaciones islámicas han
acometido un esfuerzo de sistematización importante vinculando, por ejemplo, dichos
embaldosados con los tipos de simetrías en las guardas, los planos y las rosetas, abar-
cando incluso la noción kleiniana de grupo (Abas y Salman 2007; Mumford, Series y
Wright 2002). En este último estudio se encuentra además una clasificación represen-
tativa de los grupos de simetría correspondientes un gran número de ejemplares, aunque
el trabajo sigue siendo incompleto en muchos sentidos. Abas y Salman no suministran
indicaciones sobre el origen y la cronología de cada uno de los ejemplares clasificados,
entresacados de colecciones dispares. Tampoco proporcionan mucha información sobre
la presencia de los grupos simétricos a través del tiempo o en determinados lugares y
períodos de la historia. Unos pocos ejemplares relevados puede que procedan de mu-
qarnas, pero este último estilo (igual que el mocárabe) no ha sido en su libro objeto de
distinción.
No se mencionan los muqarnas en otra publicación importante en el género, como lo es
Geometric symmetry in patterns and tilings de Clare E. Horne (2002), un libro de The
Textile Institute de la Universidad de Leeds, en el cual se logra vincular la problemática
de las isometrías simétricas con los embaldosados, la teoría de grupos, la teoría textil y
la cristalografía con una orientación sobre todo práctica. Tampoco hay referencias al
Islām o a la Alhambra. Hay en el texto, eso sí, amplísima provisión de tablas, cuadros y
diagramas de flujo para ayudar en la clasificación y un enfoque conceptualmente dis-
tinto que lo destaca como una herramienta pedagógica de enfoque peculiar.
Tampoco se mencionan los muqarnas en el excelente Islamic geometric patterns de Jay
Bonner (2017). El libro cuenta además con un brillante prólogo del ahora Sir Roger
Penrose y con la colaboración general de Craig Kaplan en la realización del modelado.
Las ilustraciones en color permiten demás una esclarecedora y compacta muestra de los
grupos de simetría tal como se manifestaron en el Islām. Único de este libro es el trata-
miento de las particularidades estilísticas de las dinastías islámicas, una por una, com-
prendiendo Omeyas (642-750), Abásidas (750-1258), Tulúnidas (868-905), Omeyas de
al-Andalus (756-929), Samánidas (819-999), Búyidas (945-1055), Ghaznávidas (863-
1187), Karkhánidas (840-1212), Grandes Seléucidas (1038-1194), Ghuridas (1148-
1215), Ildégidas (1136-1225), Artúquidas (1102-1409), Zángidas (1127-1250), Fatími-
das (909-1171), Ayyúbidas (1171-1260), Jorésmitas (1077-1307) y Mamelucos de
Egipto (1250-1517), detallando además el devenir estilístico de los musulmanes en las
regiones occidentales y en la región mongol y la adopción de patrones geométricos islá-
micos por parte de culturas no-musulmanas.
Es apenas fragmentario y ocasional el tratamiento de los estilos geométricos islámicos
en el imperio Otomano, o entre los Safávidas de Persia, los Moghules de India y los mu-
sulmanes de Indonesia, archipiélago en el que hay más musulmanes que los que jamás
hubo en cualquier otra nación o confederación del mundo pero que ni siquiera figura en
los nutridos índices del libro. No obstante el predicamento que tienen en Occidente,
193
Bonner considera que las variedades Otomanas, Safávidas y Moghules son crepuscu-
lares y derivativas, habiendo experimentado un giro desde la geometría pura y abstracta
hacia la ornamentación floral o hacia algo que acaso sea más deplorable que eso. Se
diría que en esos contextos se ha perdido la creatividad geométrica, reducida allí a la
copia mecánica del registro ornamental. Es nefando notificarse que según expertos cali-
ficados muchas de las geometrías florales del Taj Mahal, que los Occidentales en plan
trotamundos habríamos creído que rayan entre las más sublimes de cuantas han habido,
se encuentran en esa categoría.

Figura 5.15 – Cuasicristal de Penrose. Según Matin Arik (2015).

Hoy en día, sin embargo, se están revisando constantemente los valores asignados a to-
das y a cada una de esas y otras manifestaciones artísticas. En contra de la corriente ge-
neral, opiniones reactivas un tanto veleidosas sobre el arte islámico que antes eran
moneda corriente, tales como las de Clifford Geertz (1968: 11), las de Ira Lapidus (2002
[1988]: 216) o la del mismo Jay Bonner que lo reputaban meramente degenerativo,
parasitario o a duras penas sincrético, están siendo objeto de amplia revisión (Tajudin
2017: 999). Muchas de estas opiniones se visten de palabras fuertes, en verdad. Pero
sucede que excederse es fácil y aun en artes tan abstractas como la geometría hay un
momento es que un pre-rafaelista exquisito deviene un Alma-Tadema ornamental o de-
genera en un actante decididamente degradado, en alguien que acaso no sea más que el
gestor de un entartete Kunst que dista de ser lo que parece. No es fácil señalar estas ins-
tancias con el dedo y establecer algún criterio sano de demarcación.
El elemento de juicio revelador a nuestros fines tiene que ver con el hecho de que en
muy distintos contextos históricos es perfectamente posible que un estilo geométrico
experimente una regresión o una parálisis conservadora y que no avance un solo paso en
la dirección esperada, que nuestros saberes más convencionales siempre quieren que sea
la que va desde lo más simple a lo más complejo, de lo más lejano a lo más próximo, de
194
la carencia formativa a la plenitud. Después de cien años de antropología y arqueología
del arte, caemos en la cuenta de que de la dinámica no lineal de las formas y de la repre-
sentación no hemos aprendido prácticamente nada. Hay veces en que el arte se torna
excesivo y no siempre es sencillo aprender a distinguir cuándo es que eso sucede. A lo
que voy es a que las variedades más intensas de entre los muqarnas, concretamente, no
están siempre exentas de cierta sobreabundancia kitsch (o tal vez camp ¿quién sabe?),
una situación que los entendidos suelen admitir off the record agriándonos el goce de un
estilo que aun teniendo consciencia de este peligro nunca deja de encandilarnos.
A lo que voy es a que algunas piezas, algunos estilos, algunos períodos de la antro-
pología del arte llegan a ser como demasiado. Por eso ocurre que el error de diagnóstico
más común de las manifestaciones geométricas más inquietantes e inclasificables de la
alteridad (como ya nos ha pasado con las esculturas afro para turistas, con las artesanías
shamrock y leprechaun seudo-celtas, con el Celtic kitsch de Stephanie Rains [2004],
con el caldero de Gundestrup, con los sólidos pre-platónicos escoceses, con las cancio-
nes tejidas de los Shipibo presentadas en Manhattan, con el embaldosado cuasicristalino
de Penrose o con los más deslumbrantes entre los muqarnas) se manifiesta cuando otor-
gamos valores salidos de quicio a algo que quizá no cotice gran cosa, cuando dejamos
de ser sensibles a la información que cuenta o (como decía Gregory Bateson) cuando
tras cincuenta años de antropología exotista hemos perdido noción exacta de cuáles son
las diferencias que realmente podrían hacer una diferencia.

195
6 – Hitos de la etnogeometría (4): Paulus Gerdes, la política de la
representación geométrica, las disecciones, la pintura mural litema y
la concepción geométrica de la música

The use of images in mathematics certainly stands


completely against the ideology of the 1960s and
'70s, when the sciences were sharply classified
according to whether images are or are not impor-
tant. A German-born friend of mine, a great biolo-
gist and philosopher, went so far as to theorise that
progress in science consists in eliminating pictures
as much as possible. Mathematics was perfect be-
cause it had completely banished pictures… even
from elementary textbooks. I put the pictures back.
This was received in a very hos tile fashion by most
of my colleagues. Since then, the opposition to pic-
tures has weakened, simply because they have been
so extraordinarily fruitful and because humans are
continually changing.
Benoît Mandelbrot en entrevista con
Hans Ulrich Obrist (2008).

Es importante recuperar el fondo del registro histórico en el que el matemático y edu-


cador holandés Paulus [Pierre Joseph] Gerdes [1952-2014] inició su trayectoria como
uno de los etnogeómetras más destacados de todos los tiempos abrazando un enfoque
más pedagógico que antropológico y más orientado a la instrucción de los oprimidos y a
sus vías de emancipación que hacia el mero registro documental de la minucia plástica o
del detalle etnográfico (Gerdes 2014 [1983]; 1985). Gerdes nunca renegó de la batalla
política. En sus últimos años seguía firmando su correspondencia con la frase “¡A luta
continua!”, inspirada en el programa del Frente de Liberación de Mozambique [FRE-
LIMO] en el que también participó el ya mencionado materialista cultural Marvin Ha-
rris, con quien Gerdes alcanzó a cruzarse unas cuantas veces y a quien mencionó en
alguna que otra ocasión (Gerdes 1994b: 20; Powell 2015).81 Una mención del trabajo de
Gerdes por parte de Harris reza así:
Parte de la novedad del trabajo de Paulus Gerdes en Mozambique [Gerdes 1986] es que
ofrece "problemas no estándar", fácilmente resueltos por muchos artesanos mozambiqueños
analfabetos, a miembros de la comunidad internacional de educación matemática, quienes
no pueden (al principio) resolverlos. Tienen problemas para construir ángulos de 90, 60 y
45 grados y hexágonos regulares de tiras de papel, problemas que no representan ningún in-
cordio para quienes el arte intelectual y práctico del tejido es una parte necesaria de la vida
(Harris 1987: 26).

81
Sobre las relaciones entre el FRELIM O y Marvin Harris (un aceptable geómetra) véase Lorenzo Ma-
cagno (1999; 2016), Livio Sansone (2013) y Antonio de Figueiredo (2003). En este último ensayo se
afirma, sin más, que el materialismo cultural como orientación teórica y crítica nació en Mozambique.
196
Harris comenta que muchos de los maestros varones que él conoce están tan poco fami-
liarizados con la construcción e incluso con la forma y el tamaño de sus propias prendas
de vestir que al principio no pueden percibir que todo lo que se necesita para hacer un
suéter (aparte de la tecnología y las herramientas) es una comprensión de las proporcio-
nes, y que lo que se requiere para hacer una camisa es comprender las líneas en ángulo
recto y las paralelas, la idea de área, algo de simetría, un poco de optimización y la ca-
pacidad de pasar de los planos en dos dimensiones a las formas tridimensionales. Prosi-
gue Harris:
A lo largo de la historia occidental –como muestra [Margaret] Alic (1986)– el trabajo de
mujeres matemáticas y científicas ha sido "ignorado, despojado de su crédito y olvidado".
Mejor que se queden en casa y hagan sus labores, una actividad inofensiva, práctica y no
intelectual. Muchas mujeres hacen labores de costura en fábricas; de hecho, en la industria
textil, una de las industrias más globalizadas, las mujeres están en la "vanguardia" (Chapkis
y Enloe 1983). Aquí su bajo estatus es racionalizado por todos los cuentos habituales: "se
dice que tienen paciencia, tolerancia a la monotonía, dedos ágiles, atención al detalle, poca
fuerza física, ninguna aptitud mecánica", y así sucesivamente. En un mundo donde hay po-
ca predisposición a tomar en serio el trabajo intelectual de las mujeres, el potencial de dar-
les crédito para pensar en su trabajo práctico, en el hogar o en la fábrica es muy limitado
(Harris 1987: 27).

Margaret Alic cita indirectamente una frase atribuida a Kant quien, ignorando el caso de
Hypatia de Alejandría (colaboradora, según las evidencias, de la revisión de Theon de
los Elementos de Euclides), argumenta que todo conocimiento abstracto, todo conoci-
miento seco, debe dejarse a la mente laboriosa y sólida del hombre. “La mujer, por tan-
to, no debe aprender ninguna geometría; del principio de razón suficiente o de las móna-
das sólo sabrá lo indispensable para entender el chiste en las poesías humorísticas con
que las han satirizado los superficiales sutilizadores de nuestro sexo” (Kant 2011
[1764]: § 2.230, p. 37) No es esto desde ya, lo que se sostiene en el presente ensayo, en
el de Harris o sobre todo en el de Gerdes, quien elaboró el estudio de la mujer y las geo-
metrías culturales como preocupación constitutiva de su larga militancia.
En la misma línea política que el artículo de Harris se encuentra el trabajo de Gerdes
que trata de los manuscritos filosóficos de Karl Marx sobre el cálculo diferencial (Ger-
des 2014 [1983]). Se considera un texto esencial para comprender la estructura algo-
rítmica de la dialéctica y la negación de la negación, así como conceptos de la dinámica
y de lo infinitesimal. En los prolegómenos de la segunda edición Gerdes se pregunta si
realmente existe alguna relación entre el pensamiento de Marx y la etnomatemática.
Buscando la respuesta a esa pregunta, encuentra que el libro de Arthur Powell y Marilyn
Frankenstein Ethnomathematics: Challenging Ethnocentrism in Mathematical Educa-
tion (1997) es particularmente orientador. En la sección de ese libro sobre las interrela-
ciones entre la cultura y el conocimiento matemático esos autores incluyen el artículo
del longevo holandés-americano Dirk Jan Struik [1894-2000] titulado “Marx and Ma-
thematics”, cuyo original se escribió cuatro años antes que Gerdes naciera (Struik 1948;

197
1997).82 En su introducción a la segunda edición del paper de Struik (profesor emérito
del MIT por aquel entonces) los editores dicen que Marx trató de comprender el cálculo
diferencial en el marco de una praxis cultural, como descripción conceptual y matemá-
tica de la dinámica, el movimiento y el cambio, en el marco de otra construcción cultu-
ral (la dialéctica) que a su vez era parte componente de la perspectiva filosófica e ideo-
lógica de un grupo cultural identificable en una época que ha sido combativa como
pocas (Powell & Frankenstein 1997: 124). Es el mismo Dirk Struik treinta años más
tarde y con 104 años a cuestas quien atribuye a Gerdes haber merecido por parte del ma-
temático Donald Warren Crowe la primera mención de la palabra etno-geometría, entro-
nizándolo así como el fundador de ese espacio. Gerdes titula su nuevo libro echando
mano a esa denominación (Gerdes 2013 [2003]). El volumen consiste en una selección
de artículos tempranos sobre el tema, sometidos a una minuciosa lectura crítica.

Figura 6.1 – Movimiento de un animal -Lunda pentominó según una serie de Fibonacci
[1 – 2 – 3 – 5 – …].
Basado en Paulus Gerdes (2007 d : 105).

Si bien Gerdes moderó el caudal de su verba izquierdista con el correr de los años,
nunca se vio que traicionara los ideales que había abrazado en su juventud, ni que adop-
tara otro principio que el de la más estricta igualdad intelectual a través de las culturas,
ni que se dejara tentar por la parálisis que se ha impuesto, por ejemplo, en el ala que ha
sido más complaciente frente a la new age del pos-estructuralismo o en el seno de las
retóricas desempoderadoras que se afianzaron, una tras otras, en las modas que atrave-
saron la antropología de Brasil, el lugar, al lado de África, donde más habríamos nece-

82
Arthur Powell, editor senior del libro en que se publicó el artículo de Struik escrito medio siglo antes
fue, incidentalmente, el sensitivo autor del obituario de Paulus Gerdes (Powell 2015). Aunque Gerdes aun
no ha merecido hasta hoy [setiembre de 2021] su página en Wikipedia en otra lengua fuera del alemán es
notorio su impacto en un conjunto de estudiosos de la etnogeometría mundial.
198
sitado disponer de una antropología imbuida de ánimo combativo, integridad intelectual
y pasión científica como la que él dispensó hasta el prematuro fin de su vida.
Las contribuciones de Gerdes a la etnogeometría son innumerables, mucho más nume-
rosas que las de cualquier otro autor del género; son también de una calidad pareja y una
originalidad constante. Nadie sacó tanto jugo como él de lo que hasta entonces había
sido un juego matemático como esos que Martin Gardner desarrollaba en su sección
epónima de Scientific American (lo que en el mundo hispanohablante fue Investigación
y Ciencia). Me refiero a los poliominós, “inventados” en la década de 1980 por el mate-
mático Solomon Gollomb [1932-2016] autor del alguna vez afamado Polyominoes:
Puzzles, Patterns, Problems, and Packings (1994 [1965]). Ese acto de invención se re-
montaría según el propio Gollomb a una charla que él impartió en el Harvard Mathe-
matics Club en 1953.
Este es el momento en que el autor del presente ensayo se siente impelido a intervenir,
pues nadie que haya estado leyendo el presente libro desde el principio y que tenga al-
guna idea de las historias transculturales de los juegos de tablero (como la que organizó
el educador británico Harold James Ruthven Murray en 1952) puede creer que una cria-
tura geométrica semejante pudo haber sido engendrada ex nihilo por un norteamericano
del siglo XX, uno de los infinitos patentadores compulsivos que poblaban esa región del
mundo en esa época. Por tal razón nos es preciso ahora seguir el rastro sinuoso de los
poliominós más allá de lo que estuvo dispuesto a hacerlo Gerdes.
Con el paso de los años Solomon se enteró que los pentominós ya existían (aunque con
otros nombres) antes de su iluminación de 1953; averiguó también que, para colmo, ni
siquiera eran objetos geométrricos de origen norteamericano. Un juego basado en pento-
minós había sido publicado en 1907 en los Canterbury Puzzles por el célebre inventor
de juegos de ingenio Henry Ernest Dudeney [1857-1930], reconocido como el creador
de muchos de los más ingeniosos juegos matemáticos de Inglaterra (Dudeney 1958
[1907]: 119-121). La observación de que con los cinco cuadrados de los pentominós só-
lo se pueden armar 12 combinaciones distintivas en el juego japonés del Go se atribuye
también a un antiguo maestro de ese juego que Golomb se abstiene de nombrar (cf. fig.
6.2). Una revista británica de juegos, Fairy Chess Review, había publicado una extensa
literatura sobre el asunto en los años 1930s y 1940s bajo el rótulo no de poliominós sino
de “problemas de disección” o “disecciones con bisagras” [hinged dissections]. Aquí es
donde el rastro se pone sugerente, por lo que es una pena que Gerdes no siguiera las
pistas que en este siglo se han ido multiplicando y que ahora seguiremos hasta el Islām,
continuando luego por Euclides, Platón, Pitágoras, los Papiros de Kahun (descubiertos
por el arqueólogo inglés [Sir] William Matthew Flinders Petrie [1853-1942] en 1889 y
disponibles en el University College de Londres), el Śulba Sūtra de Āpastamba de algún
momento entre 510 y 240 aC (Bürk 1847) y acaso más allá.

199
Figura 6.2 – Los 12 pentominós pueden formar 18 configuraciones, 6 de ellas (los pentominós quirales)
en espejamiento. Imagen creada por R. A. Nonemacher y puesta en el dominio público.

Figura 6.2b – Arte mural Ndebele de Transvaal, Sudáfrica.


Basado en Elizabeth Ann Schneider (1985: 63).

En geometría un problema de disección consiste en particionar una figura geométrica


(un politopo o una pelota, por ejemplo) en piezas más pequeñas que pueden ser reaco-
modadas para formar otra figura, como es el caso del famoso Haberdasher’s Puzzle. La
bibliografía sobre disección es amplia y diversa, pero se echa de menos un tratamiento
comparativo que consigne ejemplos en etnogeometría como los que seguramente deben
abundar si se los busca un poco. El matemático Greg N. Frederickson, de la Universidad
Purdue, por lo pronto, consigna su existencia entre los antiguos griegos y en la cultura
islámica, y en particular en la obra del matemático musulmán Ṭābit ibn Qurrah (Al-
Ṣābiʾ Ṭābit ibn Qurrah al-Ḥarrānī) [‫ث ق ت ق ا ق رة ق ا مروجن‬, 826-901] quien vivió en
Bagdad, entonces ciudad del Califato Abbásida, y que fue quien tradujo o hizo traducir
del griego al árabe las obras de Euclides, Arquímedes y Ptolomeo (que luego se retra-
dujeron del árabe al latín) y quien más de seis siglos antes de Copérnico midió el tiempo
del giro de la Tierra alrededor del sol con dos segundos de diferencia respecto del cóm-
200
puto moderno (Grünbaum y Shepard 1987, secc. 2.6; Hilbert 1999 [1902]: cap. §iv; Fre-
derickson 2002: 1, 5; 2005). Hay quien dice que Ṭābit sentó las bases para la definición
de los números reales, para el descubrimiento ulterior del cálculo integral y para el desa-
rrollo de algunos aspectos de la geometría no euclideana. Las disecciones más famosas
de Ṭābit se encuentran en su Kitāb Risālaliatihi fī al-ḥuğğa al mansûba ilā Suqrāṭ fī l-
murabba' wa quṭrihī [Tratado sobre la prueba atribuida a Sócrates sobre el cuadrado
y sus diagonales] (Frederickson 1997: 28-30; van Bladel 2009: 78, n66; Rashed 2009;
Sidoli e Isahaya 2018).
La más renombrada de todas las disecciones clásicas proporciona una realización grá-
fica de una prueba del teorema de Pitágoras que se describe sin atribución de nombre en
la Proposición 47 del Libro I de los Elementos de Geometría y que reza así:
En triángulos rectángulos el cuadrado del lado opuesto al ángulo recto es igual a los
cuadrados de los lados que contienen el ángulo recto (Euclides 1908: 349-368).

En Mathesis Enucleata: or, The Elements of Mathematicks el filósofo alemán Johann


Chistoph Sturm [1635-1703], uno de los primeros físicos experimentales, produjo una
ilustración bien conocida por los aficionados a las disecciones y los juegos geométricos
que replica una idea del holandés Frans van Schooten [1615-1660], el matemático de
Leyden que tradujo al latín la Géometrie de Descartes y fue así responsable de la di-
seminación de la geometría analítica basada en sistemas de coordenadas por toda Euro-
pa (Sturm 1700; Frederickson 2006: 91).83
Pero la genealogía de estos poliominós no se remonta a los siglos XVII ó XVIII, ni al
Bagdad abbásida, ni a la época de Euclides. Incluso los euclideanistas más conservado-
res y los matemáticos e historiadores más rigurosos como Albert Bürk, Heinrich Vogt y
Moritz Cantor (1905), aunque las fuentes son incompletas y ocasionales, reconocían los
antecedentes egipcios, babilónicos e indios y admitían el origen pre-euclideano y extra-
europeo de esta geometría perdurable. Los ricamente articulados patrones de las artes
murales ndebele de la provincia de Free State en Sudáfrica y en particular el litema
[plur.=‘ditema’] de las mujeres Basotho del reino de Lesotho (ex-Basutoland) sugieren
que estas geometrías pueden haber tenido mayor dispersión, profundidad cronológica e
impacto en las prácticas actuales de lo que sospechábamos, llegando al sur de África no
desde la península arábiga sino desde la cuenca del Congo (Courtney-Clark 1986;
Matschall 2002; Gerdes 2008).

83
La suya fue la edición de la obra cartesiana que conocieron tanto Isaac Newton [1642-1727] como
Gottfried Leibniz [1646-1716].
201
Figura 6.2c – Modelo constructivo de Litema BaSoto de Lesotho.
Basado en Paulus Gerdes (1996, 1998b, 2000 fig. 9.13 y 9.8)

Aunque la pintura en acrílico no llegó allí hasta después de 1945 (introducida por los
franceses), la tradición de arte mural en el sur de África que hoy desborda la Web no es
una manifestación reciente. En muchas aldeas se utilizan todavía pigmentos naturales
ocres, marrones, negros y blancos de pizarra dispuestos en figuras que poseen simetrías
y geometrías que nadie se ha ocupado de sistematizar (cf. Hoard 2000). Las excavacio-
nes en los sitios arqueológicos de Sotho-Tswana (en Botswana, Sudáfrica y Lesotho)
conservan pisos de viviendas de más de 1500 años y los primeros restos de arte mural
que se conocen datan de unos cinco siglos. El educador y maestro de arquitectura verná-
cula James Walton [1911-1999] afirma que una de las primeras decoraciones murales,
rudimentaria a su juicio, se encontró en refugios rocosos ocupados por la etnia Sotho en
la montaña Ntlo-kholo de la vieja Basutolandia británica (el actual Lesotho) (Walton
1951: 84; 1956: 34, 35). Las excavaciones en uno de estos refugios revelaron un patrón
de chevron colocado sobre la entrada de una cabaña circular. Los refugios erosionados
de la cueva en un barranco detrás de Moeseling (en el distrito de Berea de Lesotho)
proporcionan más evidencia de paredes que antes estaban cubiertas de decoraciones
pintadas. El tiempo de ocupación de estas cabañas se estimó entre 1700 y 1740 dC
(Walton 1956: 36; 1951).
En la literatura hay a este respecto referencias descriptivas bastante tempranas, tales co-
mo las de John Campbell (1820: 268-269, 1822: 149, 1840: 97), Eugene Casallis (1861)
202
y James Walton (1948), uniformemente concisas y carentes de análisis. El geólogo y
etnógrafo sudafricano George William Stow [1822-1881] registró en 1887 ocho diseños
murales en el asentamiento del kraal de Rama-roke y en Genadeberg, en Basutoland bri-
tánica, que están entre los primeros registros que se conocen y que George McCall
Theal editó póstumamente en el libro de Stow (1905: 434; reproducidos en Riep 2011:
510, fig. 449 y en van Wyk 1998: 89; disponibles en este vínculo). La bibliografía ulte-
rior es abundante aunque de foco disperso y calidad despareja (Rohrmann 1974; Walton
1977: 117-126; Matthews 1977; Schneider 1984; 1985; Changuion 1989; Levy 1990;
Grant y Grant 1995: 45; Molife 1998; van Wyk 1998: 88; Beyer 2014; Boyd 2017). La
obra más temprana de esta colección fue investigada alguna vez por Paulus Gerdes
(1998b; 1999a; fig. 6.2c), que era sobre quien estábamos escribiendo.
La bibliografía mencionada aporta datos contextuales que nos hablan de la importancia
cultural y política de estas artes alternativamente impulsadas, desvalorizadas y destrui-
das por el apartheid. La relevancia de esta información es incuestionable pero las geo-
metrías implicadas no han sido foco de la atención de los geómetras. Amén de mencio-
nar un documento del National Teacher Training College de Lesotho (1976) que com-
pila un catálogo de los patrones geométricos utilizados, incluso Gerdes fue muy escueto
en su tratamiento de las geometrías correspondientes. Este análisis sigue siendo una
deuda pendiente de la etnogeometría; apenas hay indicio de ella en un breve articulo de
Thomas Matthews (1977); una descripción algo más completa se encuentra en la di-
sertación de maestría de Carina Mylene Beyer (2014) con generosas referencias a la
obra de Gerdes, pero eso es lo más sustancial que se consigue.

Figura 6.3 – Cestería Bora de Perú. Ejemplar y esquema geométrico.


Según Paulus Gerdes (2013 [2007]: 51-52).

La descripción más completa de la articulación del estilo en términos de geometría es


de todos modos la que el propio Gerdes escribió para el libro de Helaine Selin:
La simetría es una característica básica de los patrones litema. La Fig. 1 presenta parte de
un patrón de tema. Como suele ser el caso, este patrón se construye a partir de un cuadrado
básico que constituye la celda (unidad) del patrón. La Fig. 2 muestra la celda para el tema
203
en la Fig. 1. Las mujeres Sotho diseñan una red de cuadrados y luego reproducen el diseño
básico en cada cuadrado. El número o las repeticiones de las celdas de la unidad dependen,
en la práctica, del espacio disponible en la pared para decorar. Como en la Fig. 1, se cons-
truye un patrón completo a partir de repeticiones de un cuadrado de 2 x 2, en el que la celda
unitaria aparece en cuatro posiciones, obtenida por reflexión horizontal y vertical sobre los
ejes del cuadrado de 2 x 2. Las simetrías de un patrón completo dependen de las simetrías
de la celda unitaria. La celda unitaria en la Fig. 2 tiene dos ejes diagonales de simetría. La
celda unitaria del patrón litema en la Fig. 3 no tiene simetría axial; Sin embargo, es invaria-
ble en menos de media vuelta. La celda unitaria del patrón litema en la Fig. 4 tiene un eje
de simetría (Gerdes 2000: 329 – Ver figura 6.2c).

Los patrones litema de Lesotho, por otra parte, han sido reformulados como un posible
sistema logográfico similar al de los símbolos Àdìǹkrá que revisaremos de aquí a tres
capítulos (ver pág. 289 y ss.); esta idea, que podría arrojar luz sobre los patrones geo-
métricos que en África se remontan hasta el temprano arte rupestre, dista de ser una
fantasía africanista. Si alguien alberga dudas a este respecto, le recomiendo dedicar unos
minutos a la consulta de vínculos como el que apunta al sistema de escritura ditema tsa
dinoko (o ishibeqe sohlamvu en Zulu), en que se puede constatar los silabarios, las re-
producciones murales, las páginas cubiertas de escritura, los fonts y hasta los teclados
de computadoras y máquinas de escribir que testimonian la vigencia creciente de este
versátil artefacto etnogeométrico, uno de los más articulados que se documentan en el
importante Atlas of Endangered Alphabets. Las versiones más recientes del alfabeto
fueron creadas entre 2010 y 2015 para proporcionar escritura a idiomas tales como el
IsiZulu, el Xhosa, el XiTsonga, el SeSotho, el SiSwati y el SeTswana bajo una ortogra-
fía consistente y sistemática fruto de una cuidadosa investigación etno-gramatológica.
Con el nombre de Luṱhofunḓeraru lwa Mibvumo también se usa para escribir en Tshi-
Venḓa.

.Figura 6.4 – Decoración simétrica de la casa de un jefe Bamileke en Camerún.


Basado en Gerdes (2007c: 11) – Basado a su vez en Enrico Guidoni (1987: 127).
Compárese con cestería yekuana (David Guss 1994: lám. 1-50).

Retornando a los poliominós sin bisagras, diremos que ellos vienen en distintas cardi-
nalidades. Como era previsible, los conjuntos de una sola pieza se llaman monominós;
los de dos, dominós; los de tres, trominós; los de cuatro, tetraminós, los de 5, pentomi-
nós, los de 6, hexominós y así sucesivamente; ellos soportan 1, 1, 2, 5, 12 y 35 combi-

204
naciones posibles, respectivamente. Once de los plegamientos bidimensionales posibles
de un cubo o hexahedro aparecen entre los foldings descriptos por Albrecht Dürer en
1525 en un libro que hoy se considera la piedra fundamental del origami y del que ya
hemos tratado más arriba (Friedman 2018: 24; ver pág. 178; Demaine y O’Rourke
2007; Hatori 2011). Gerdes abordó las conexiones entre las combinatorias de diversos
poliominós muchas veces en su vida, desarrollando más ampliamente el tema en el libro
Lunda Geometry: Mirror curves, designs, knots, polyominoes, patterns, symmetries
(Gerdes 2007d [1996]). El libro (que he consultado en su segunda edición) es esporádi-
camente agudo pero un tanto desorientador por su omisión de imágenes fotográficas de
los objetos geométricos en su contexto y por la sobreabundancia de dibujos del propio
Gerdes de los que no queda claro si son diagramas Chokwe o Lunda reales o exten-
siones personales de la geometría nativa. Tampoco se sabe si los animales Lunda que él
reporta y que veremos de aquí a poco están sacados de la iconografía Chokwe o si son
criaturas diseñadas en la alta civilización como las tortugas del Logo de Seymour Pa-
pert. Por lo demás, el vínculo que Gerdes construye entre las figuras Lunda, los morfis-
mos simétricos, los nudos y la fractalidad son verdaderos chispazos de genio analítico.
Estilos que parecen totalmente disímiles terminan siendo resultados de unas pocas trans-
formaciones de los mismos elementos básicos (Jablan y otr@s 2012).
La noticia que no parece muy difundida y que no ha recibido amplio tratamiento en la
obra de Gerdes es la que nos dice que Leonardo de Pisa, “Fibonacci” [1170-1250] fue
no sólo el creador de la serie epónima y el autor del primer libro de propósito general
sobre aritmética (el Liber abaci), ahora disponible en múltiples traducciones directas,
sino el principal introductor en Europa de la numeración arábiga (o india, más bien) en
detrimento de los números romanos. Como hemos visto (pág. 181), los números indios
habían sido introducidos al mundo islámico trecientos años antes por al-Khwārizmī y
al-Kindī. Fibonacci conoció la nueva numeración en su prolongada estancia en el puerto
de Bugia (hoy Béjaïa en Kabylia, Argelia) cerca del año 1185. Escribía Fibonacci:
Cvm genitor meus a patria publicus scriba in duana bugee pro pisanis mercatoribus ad eam
confluentibus constitutus preesset, me in pueritia mea ad se uenire faciens, inspecta utilitate
et commoditate future, ibi me studio abbaci per aliquot dies stare uoluit et doceri. Vbi ex
mirabili magisterio in arte per nouem figuras indorum introductus, scientia artis in tantum
mihi pre certeris placuit (Liber abaci, 1.24–31; Siegler 2002: 15).84

Fibonacci conoció la literatura matemática griega a través de traducciones al árabe, len-


gua que leía fluidamente (Hughes 2007: xvii-xxvi). Tras su aporte, los partidarios de los
números romanos ofrecieron resistencia contra la notación india-árabe durante siglos,
recurriendo al amparo de decretos reales, bulas, agresiones y hasta linchamientos según
una historia que Gheverghese Joseph ha contado como nadie lo hizo antes o después,
84
Mi traducción: “Mi padre era notario de comerciantes de mi patria que hacían negocios con la oficina
de aduanas de Bugia. [Él] envió por mí cuando [yo] era joven, con la vista puesta en que le sería útil
ahora y en el futuro. Me inscribió en una escuela de ábaco durante algún tiempo donde me enseñaron a
calcular. Un maestro maravilloso me enseñó el arte de los nueve dígitos indios. Yo estaba tan encantado
con este conocimiento que lo preferí a todas las demás materias ”.
205
aunque recientemente le ha surgido una enconada oposición de sello anti-etno montada,
tal parece, con recursos de fundamentalistas europeos de Canadá que se autodefinen
como pos-multiculturalistas y blanden consignas tales como “Mathematics is essentially
a European accomplishment” (Joseph 2011: 466-467; Devlin 2011; 2017 versus Raju
2007; Duchesne 2017; véase más adelante pág. 360), ni duda cabe que la geometría que
hemos abordado en este trabajo sugiere un caso muy distinto.
En la obra de Gerdes la cestería ocupa un lugar descollante: el autor aporta, por empe-
zar, una nomenclatura para los tejidos básicos que habría que aplicar de aquí en más a
los ejemplares de todas partes del mundo. Nos ocuparemos de ella en futuras ediciones
en línea de este mismo libro por cuanto su apreciación requiere un aprendizaje que nos
demandará unos cuantos años más. Aparte de eso merecen mención los estudios adecua-
damente contextualizados sobre los Bora de la Amazonia peruana por su presentación
sistemática de las técnicas de construcción geométrica (Gerdes 2003-2004; 2013
[2007]). En el primero de esos estudios Gerdes analiza las técnicas peculiares de un
estilo de cestas de borde circular y fondo entrecruzado con variaciones que presentan
cuadrados concéntricos dentados y establece un rico tejido comparativo con estudios de
otros estilos en otras culturas.

Algunos críticos africanos cuestionaron aspectos de la aproximación de Gerdes, más in-


clinado hacia las ciencias de la educación que hacia la antropología. En su escritura se
encuentran, ciertamente, unos cuantos errores antropológicos que habrían podido evitar-
se de mediar una mínima consultoría. La artista y curadora Pippa Skotnes, de la Univer-
sidad de Ciudad del Cabo, le espeta a propósito de Women, Art and Geometry in Sout-
hern Africa (Gerdes 1998b):
Si bien el uso del diseño indígena para ilustrar los principios matemáticos es una forma po-
tencialmente enriquecedora y creativa de avanzar en la educación matemática en el sur de
África, el libro es menos convincente para demostrar el vínculo entre el pensamiento mate-
mático y la creación de los diseños en primer lugar. De hecho, al menos para este revisor, la
ausencia de información sobre el uso y el significado junto con las amplias generalizaciones
sobre los "pueblos africanos" proporcionó un contexto insatisfactorio para apreciar los pa-
trones y diseños o su importancia cultural o local. No está claro, por ejemplo, por qué el au-
tor elige describir a los San como las "personas sobrevivientes más antiguas del sur de Áfri-
ca" (p. 79) o si esto tiene algo que ver con la naturaleza de sus cuentas. Del mismo modo,
las declaraciones sin referencia como "entre los Ndebele, Xhosa y Zulu en Sudáfrica los
adornos de cuentas jugaron una parte importante en marcar cambios en la vida" (p. 62) hace
muy poco para ampliar nuestra comprensión de la práctica cultural o los estragos del colo-
nialismo y el apartheid que han diezmado las identidades y tradiciones culturales. También
hay muy poco en este libro sobre cómo pueden haberse originado los diseños, cómo se inte-
gran a las prácticas culturales y qué cambios pueden haber sufrido en los últimos tiempos
(Skotnes 2001: 715).

Con sus logros y sus deméritos, Gerdes no era de los que reclamaban falsas preceden-
cias históricas. Él consideraba que los primeros estudios de Brasil en los que se anali-
zaban las posibles razones de la aparición de esos cuadrados concéntricos en la cestería
206
probablemente hayan sido los de Max Schmidt [1874-1950], que son aquellos en los
que se definió el concepto de cuadrilátero de entrecruzamiento [Geflechtsviereck].
Quien consulte hoy la obra de Schmidt, disponible en su mayor parte, comprobará que
también se trató en ella de las propiedades matemáticas de esas morfologías, analizán-
dose la trasposición de patrones de entrecruzamiento a otros contextos de ornamenta-
ción (cf. Schmidt 1904: 1926; 1905: 327, 330-406). Autor bastante olvidado hoy en día
fuera del Paraguay, Schmidt fue a juicio de Gerdes un importante precursor de la etno-
matemática con una honda experiencia de trabajo de campo y una aguda intuición de los
problemas de la geometría. Su contribución –pensaba Gerdes– debería ser mejor cono-
cida. Por mi parte he localizado sus libros esenciales en los archivos de la Web y con-
signado los datos en la bibliografía de este documento. Hasta el año pasado no guardaba
mayores esperanzas de que sus aportes a la etnogeometría fueran recuperados alguna
vez, pero recientemente los argentinos Diego Villar y Federico Bossert (del CONICET)
han incluido esta referencia al trabajo de Schmidt (1926: 195) en su documentada bio-
grafía en línea:
[Karl von den] Steinen [1855-1929] había realizado un notable trabajo comparativo sobre
los diseños ornamentales recogidos en el alto Xingu, en el cual la repetición de patrones
gráficos sugería una codificación figurativa de objetos naturales. Schmidt iba a relativizar
esta idea en su estudio sobre las técnicas de trenzado: sería la propia técnica, y no plantas o
animales esquemáticos, lo que figuraban los ornamentos xinguanos (Schmidt 1942; Scha-
den 1955: 1161-1162). En efecto, al analizar conjuntamente las técnicas de cestería, hilado
y grabado documentadas por Steinen y [Theodor] Koch-Grünberg [1872-1924], postulaba
que motivos gráficos como el zigzag, el rombo o el escalonamiento se deben fundamental-
mente a los condicionamientos técnicos, que luego, en una segunda instancia, impactan en
la vida mental de la gente: “Los patrones geométricos de algunas formas de cestería –los es-
calonamientos, las líneas de zigzag, el rombo con un punto o una pequeña cruz o diamante
en el centro– se deben enteramente al método de manufactura; son solamente un resultado
de la manera en la cual se trenza” (Villar y Bossert 2019: 17/51).

Dado que la cita pone en foco un tema esencial de la cestería, el grabado y el hilado en
todo el mundo etnográfico (tal como es la similitud de los patrones geométricos en gran
número de sociedades), es lamentable que Villar y Bossert desmerezcan la elaboración
de Schmidt con estos comentarios particularistas convencionales en el último párrafo de
esta cita:
En su análisis del grafismo xinguano [Schmidt] agrega: “Hasta relativamente poco tiempo
atrás la mayoría de los etnólogos creía que los patrones geométricos eran dibujos figurati-
vos decorados y retocados, que los rombos representaban peces (peces mereschu en el alto
Xingu), y que los triángulos representaban murciélagos pendientes, o bien los pequeños
triángulos de fibra usados por las mujeres (llamados uluri) del alto Xingu. Para apoyar esta
idea se desplegaban series que pretendían demostrar el orden de desarrollo, y se creía en-
contrar una corroboración adicional en los nombres dados por los nativos a la ornamenta-
ción geométrica. Ya hemos visto que no pueden deducirse semejantes inferencias de series
tan arbitrariamente seleccionadas; y el hecho de que las formas más comunes de los patro-
nes geométricos en cuestión se encuentran distribuidas en casi todo el mundo prueba que
los nombres nativos nada tienen que ver con el origen de las mismas” (Schmidt 1926: 196).
Fuera de la hipótesis de que estas representaciones no son signo de un sentido artístico
naïve sino una suerte de proto-escritura pictográfica (Schmidt 1926: 155), resulta llamativo
207
que aquí se desmerezcan las interpretaciones nativas en detrimento de argumentos compa-
rativos formales y abstractos como los difusionistas, que tanto había fustigado (Villar y
Bossert, loc. cit.: 47/51, n76).

Vale la pena señalar que los argumentos de Schmidt nada tienen que ver con la difusión
histórico-cultural de los estilos de representación sino que se refieren a la uniformidad
de las técnicas de cestería y trenzado a través de las culturas y de las ontologías de re-
presentación, hecho que sería especioso negar. Unos cuantos pueblos (los Yamana, oca-
sionalmente) han desarrollado técnicas de cestería o de trenzado distintivas que no se
encuentran en otros contextos, lo cual sólo se puede establecer mediante “argumentos
comparativos formales y abstractos”. Hans-Georg Gadamer (1999 [1975]: vol. 1, 646)
sostenía que forma parte de la estructura especial del enderezamiento de una idea tor-
cida el que se la tenga que torcer en dirección contraria. El argumento de Schmidt en
contra de la supremacía de los significados particulares es sin duda un acto de vigoroso
enderezamiento en el sentido de establecer por primera vez (cuarenta años antes que
Gerdes) que no es en el plano semántico local donde radica la precondición de la téc-
nica, sino que es la técnica geométrica la que impone globalmente por lo menos algunas
posibilidades articulatorias precisas y algunos constreñimientos materiales bien defini-
dos a las formas de expresión, explicando además la similitud de muchas de las formas
“en casi todo el mundo”. La geometría no había merecido atención antes de Schmidt
más que como detalle supletorio de las propiedades de las cosas; después de Schmidt
dejar la geometría al margen seguramente costará un poco más.
Si de cestería se trata, la obra maestra de Gerdes en ese registro acaso es Fazer Cestos e
Geometria na Cultura Makhuwa do Nordeste de Moçambique (Gerdes 2007a) donde el
autor proporciona una efectiva visión de conjunto de las técnicas globulares. El estudio
también investiga la relación entre los objetos construidos con esa tecnología y las pro-
piedades estructurales de ciertos materiales, en particular aleaciones de metales y deri-
vados del carbono, detalle de tremendas consecuencias que examinaremos después (cf.
también Gerdes 1999b).
En sus obras más tardías Gerdes (2007) utiliza criterios de simetría para poner en claro
el interplay entre las pautas culturales y las posibilidades técnicas y matemáticas en la
cestería en general y en las cesterías africanas en particular. Otra contribución estimu-
lante es la noción de “música” (más exactamente, de “ritmo”) que se presenta en diver-
sas técnicas de entretejido que surgen cuando se practica una cestería de twilling en la
que las fibras que van en una dirección pasan por debajo o por encima de otras fibras
que van en otro sentido. Para señalar el twilling se emplea una notación tal que 2/2 indi-
ca un tejido “sobre dos, bajo dos”, 3/3 denota “sobre tres, bajo tres”, etc. Dice Gerdes
que entre las cesteras Tonga en Izambene, Mozambique, la música o canción [ndzimo]
surge cuando el patrón en zigzag cambia de dirección. Algunas de estas ideas llegan
hasta un punto que parece albergar ricas consecuencias; es lamentable, de todos modos,
que Gerdes no haya seguido esta línea de razonamiento analógico, topológico y sines-
tésico hasta las últimas consecuencias completando la idea y consignando los datos

208
faltantes. Como ya hemos entrevisto en el capítulo anterior, tocará a otros autores
desarrollar estos asuntos varios años más tarde, trocando la cestería por el tejido, una
tecnología de la cual Gerdes sólo se ocupó tangencialmenbte (Arnold 2014 a).
Las contribuciones de Gerdes a la comprensión de las simetrías en diversos contextos
son comparables a las que se hicieron desde los estudios de las teselaciones o embaldo-
sados, acaso las únicas estructuras simétricas recurrentes de la etnogeometría que Ger-
des nunca abordó de lleno. Con las simetrías Gerdes estaba en su medio; no diré que fue
él quien las puso en valor, pues los valores estéticos de unas cuantas de las simetrías del
mundo no requieren de la conmiseración de ningún influencer occidental para estable-
cerse. No pocas obras elaboradas en esas geometrías son de un efecto estremecedor aun
cuando no tengan ningún contenido semántico que comunicar: véase por ejemplo la vi-
brante simetría de la figura 6.4, que Gerdes mostró en su arrolladora y vertiginosa
compilación de cestería africana sin necesidad de agregar ningún comentario.
Esta es una ocasión adecuada para examinar morfismos entre distintos regímenes de re-
presentación, tal como sucedió en la India tamil cuando Gift Siromoney [1932-1988]
estableció un vínculo entre las gramáticas chomskyanas y las imágenes dibujadas por
las mujeres en las puertas de sus casas, o cuando Przemysław Prusinkiewicz y Jim Ha-
nan (1986; 1998) encontraron que existía un posible isomorfismo entre la configuración
de los kolaṁ y la de la música de rāga practicada en la misma región del sur de la India,
tal como podremos comprobar un par de capítulos más adelante (cf. Reynoso 2006;
2008a; véase más abajo cap. § 8).
Una solución probable a los problemas que plantean estas analogías tal vez provenga de
la teoría de grupos que algunos han encontrado concomitante al círculo de quintas en la
teoría armónica de la música de Occidente. En esta coyuntura es verdaderamente signi-
ficativo que el compositor y teórico de la música norteamericano Dmitry Tymoczko, el
musicólogo que ha reintroducido la investigación modélica de avanzada en la analítica
musical (y el primero en 130 años en colar un artículo de musicología en la revista
Sience), haya reconocido que un estudio de Paulus Gerdes sobre variantes estratégicas
en la confección de cestería en Mozambique le inspiró ideas sobre la aplicabilidad de la
teoría de grupos y la noción de orbifolds a la armonía y al contrapunto, las cuales pu-
dieron de ese modo inspeccionarse simultáneamente por primera vez en la musicología
contemporánea en la reinvención de una geometría de la música de incuestionable ro-
bustez (Gerdes 2004; Tymoczko 2006; 2007; 2011a; 2012).85 Reintegrando las teorías
etic con las prácticas emic como Eglash, Gerdes o Lévi-Strauss no habían sabido hacer-
lo y modulando su modelo geométrico de conocimiento implícito casi como si fuera una
paráfrasis consonante con la postura del libro que se está leyendo expresa Tymoczko:

85
Dmitri es hijo del A. Thomas Tymoczko [1943-1996], filósofo de Harvard especializado en lógica y
matemáticas, alumno de Hao Wang y Hilary Putnam y autor de un destacado paper sobre “The four-color
problem and its philosophical significance” en el cual argumenta, plausiblemente, que la disponibilidad
de métodos computacionales está cambiando la naturaleza de la prueba matemática.
209
I believe that geometrical models of voice leading can help us systematize the implicit con-
trapuntal knowledge of previous composers, formed during thousands of hours of impro-
visation, yet conceptualized only crudely by contemporary theoretical standards. Like the
basketweaver’s implicit knowledge of symmetry groups, this is genuine, embodied know-
ledge, even if it may have been articulated in an unfamiliar and occasionally untheoretical
way (Tymoczko 2012: 153).

Figura 6.5 – Crochet sobre el plano hiperbólico según Daina Taimiņa (2009).

Con recursos conceptuales de este carácter (y con los avances tecnológicos que están
hoy al alcance de la mano) es posible que se comiencen a estudiar de una vez por todas
y sin dogmatismos ni excesos metafóricos los isomorfismos entre variados regímenes
visuales, sonoros, arquitectónicos y lingüísticos de la representación. Si el lector exami-
na las referencias con los recursos digitales de hoy en día, comprobará que la concep-
ción geométrica de la música se remota a un cuarto de milenio, derivándose del concep-
to de Tonnetz, imaginado por Leonhard Euler [1707-1783] cuando se encontraba en San
Petersburgo articulando nada menos que la teoría de grafos, otra concepción eminente-
mente gráfica y visual. El Tonnetz apareció originalmente en Tentamen novae theoriae
musicae ex certissismis harmoniae principiis dilucide expositae de Euler (1739: 147),
disponible en línea. El ensayo se publicó entre las fechas de composición del primero
(1722) y del segundo (1744) volumen de El clave bien temperado de J. S. Bach.
El Tonnetz de Euler, representado en la imagen que se muestra en este vínculo (y que
ahora se representa más bien de este modo, a la manera neo-riemanniana) muestra las
relaciones triádicas de la quinta perfecta y la tercera mayor: en la parte superior de la
imagen está la nota FA , y a la izquierda debajo está DO (una quinta perfecta por encima
de FA ), y a la derecha está LA (una tercera mayor por encima de FA ). La virtud del
Tonnetz es que permite expresar espacialmente las distancias y las relaciones tonales.
Después de Euler el Tonnetz fue ampiamente usado por el musicólogo Hugo Riemann
210
[1849-1919] para ilustrar el movimiento armónico entre acordes y la modulación entre
tonalidades (Gollin y Rehding 2012). Las ideas de contemporáneos nuestros como Gue-
rino Mazzola y Dmitri Tymoczko son tributarias de esas visualizaciones geométricas
barrocas, clásicas y románticas. Las geometrizaciones actuales del Tonnetz, adaptado a
otras modalidades escalares, van desde las representaciones toroidales hasta los modelos
tetradimensionales que lo muestran embebido en una hiperesfera. Todavía resta saberse
como se comportan y qué otras geometrías no euclideanas, geometrías diferenciales y
topologías nos deparan esas y otras representaciones frente al análisis de otras músicas
modales, tonales o no exactamente modales o tonales, como los maqām [‫ ]م ص م‬arábigos,
los dastgâh [‫ ]د إ تگ‬persas, el muğam [‫ ]م ص م‬de Azerbaijan, los pathet [฀฀฀฀] de Java
(slendro, pélog) o los raga [राग] de la India. Hoy conocemos algunas geometrizaciones
específicas de algunos sistemas tonales, algunas de ellas de altísima dificultad; pero está
faltando una visión comparativa en el espíritu de las “Conversaciones matemusicales”
sostenidas en el 2015 entre Dmitri Tymoczko, Richard Cohn y Jean-Louis Giavitto. Ig-
noramos, de cabo a rabo, cómo se sitúa cada una de las músicas étnicas en este con-
texto.

Figura 6.5 b – Ciudad de tiendas de Minā, Arabia Saudita.


Antes de la pandemia del COVID-19 La ciudad albergaba entre 1,5 y 2,6 millones de peregrinos.
Según Mark García (2007a: 5) – Ver archivo gráfico en este vínculo.

Hoy en día se ha consolidado una geometría de la música que raya como uno de los
modelos más incisivos que ha habido en décadas en el campo de la antropología y la so-
ciología musical, articulado conforme a la inspiración que Tymoczko encuentra en la
descripción estructurada de la variedad de técnicas de pescadores africanos. Hace ape-
nas un par de años que se han comenzado a investigar seriamente las conexiones entre
211
la arquitectura, el arte y la música en el Islām (Akkach 2018; Frishkopf y Spinetti
2018). Todavía no he explorado a fondo esas y otras geometrías aunque su potencia-
lidad me resulta algo más que promisoria (Tymoczko 2006; 2010; 2011a; 2011b; 2012;
2013; Taimiņa 2009; Toussaint 2005; 2013; Mazzola 2017a; 2017b; 2017c; Mazola y
otr@s 2017d). Aunque resta mucho por explorar en esa tesitura se ha tornado evidente
que una geometría es una idea demasiado valiosa como para agotarse en el dibujo silen-
cioso de imágenes quietas y acabar muriendo allí.
Es significativo que Tymoczko, siguiendo a Gerdes, hable de “tejedor@s de cestas” en
su referencia a la cestería de las culturas otras. Paralelamente, Kenneth Snelson, uno de
los promotores de la “tensión flotante” y eterno rival del arquitecto Richard Buckmins-
ter Fuller [1895-1983], ha establecido relaciones semejantes entre todas esas técnicas,
definiendo al tejido como “la madre de la tensegridad”, concepto del que hablaremos de
aquí a un par de capítulos (págs. 289 y ss.). Como cereza de la torta, la matemática li-
tuana Daina Taimiņa (2009), hoy radicada en Cornell (universidad de la lovecraftiana
Ivy League en Ithaca, Nueva York), ha escrito una penetrante apología de la técnica del
crochet en la cual vincula ingeniosamente esa técnica de tejido con la geometría no
euclideana, el plano hiperbólico, la teoría de grupos, la simetría, la fractalidad y los em-
baldosados islámicos.
Muchas de las retrospectivas que se han publicado sobre el crochet remontan su origen
hasta un número de la revista holandesa Penélopé de 1923. Una vez más la historia está
equivocada y una vez más es la antropología del arte la que debería justificar su desga-
nada injerencia en la construcción de esa narrativa. Algunas otras versiones están pro-
bablemente más cerca de la verdad. Según la dinamarquesa Lis Paludan el crochet sur-
gió en Arabia, difundiéndose hacia Oriente hasta por lo menos Tibet y hacia Occidente
hasta llegar a España (Kiewe 1967; Konior 1987; Paludan 1995 [1986]; Marks 1997).
Existe desde temprano en Turquía, Siria y norte de África. De hecho, los crochets afga-
nos y tunecinos son bien conocidos entre los artesanos contemporáneos. Otras fuentes
sitúan el origen del crochet y otras técnicas parecidas en el trabajo chino con aguja.
Según The Archaeology Newsroom (2012) las piezas que durante un tiempo se conside-
raron las más antiguas tejidas en crochet son unos calcetines de Egipto que se han
fechado entre los siglos XI y XIV. Otros ejemplares tejidos con una sola aguja y hechos
en superficie curva discontinua para usar con sandalias se remontan a los siglos III a VI
de nuestra era, se exhiben hoy en el Victoria and Albert Museum donde hasta yo los he
visto, luciendo como se muestra en este vínculo. Los primeros tejidos europeos datan de
la corte real española donde trabajaban empleados musulmanes. En su libro Heritage
crochet Mary Konior (1987) cita la afirmación del promotor de la antropología del
diseño textil Heinz Edgar Kiewe [1907-1986] respecto de que la más antigua mención
del crochet puede datarse entre los años 50 y 137 dC, pero no parecen existir docu-
mentos que avalen el dato. En todo caso, la historia del crochet se confunde con la del
tejido con dos agujas (knitting) y con la de una diversidad de otras tecnologías que
aguardan una descripción geométrica que se anticipa estimulante pero compleja; sin

212
ánimo de ser exhaustivo, menciono las más conspicuas entre esas descripciones, invi-
tando a recorrer vínculos en un laberinto que cambia a cada minuto: looped needle-
netting, knotless netting, single-needle knitting, needle-coiling, cross-knit looping, adatu
pinuma, nålebinding, kinnasompelun, knudeløst, sprang, vatsöm, tkanie igłą, вязание
одной иглой (Caulfeild y Saward 1885; Burnham 1970; Barber 1994; Gillow y Sen-
tance 1999; Beaudry 2007; Leslie 2007; Belcastro y Yackel 2008; Taimiņa 2009: 63;
Kirkinen, Arponen y Vanden Berghe 2019).
En América Latina las técnicas de tejido se remontan a tiempos precolombinos y han
sido y siguen siendo innumerablemente variadas. Kristina Bühler (1948) ha descripto
técnicas de crochet y knitting entre los Warrau, Warao o Guaraúnos del delta del Ori-
noco en Venezuela que son radicalmente distintas a cualesquiera otras y parecen tener
origen local. En su lugar de origen las aplican aparentemente al tejido de chinchorros de
fibras de la palmera moriche (Mauritia flexuosa). Fuera de la referencia de Bühler, la
etnografía ha puesto el acento en otros aspectos de la cultura Warao (primordialmente la
lengua y la música), minimizando las visiones de esta tecnología fuera de destacar la
extraordinaria calidad de su ejecución (Kemys 1596; Kirchhoff 1948: 873; Vaquero
Rojo 2000: 114-116, 134-135).
Escribir sobre tejido desde América Latina es como escribir sobre alfombras en Irán o
sobre kilims en Turquía. Solamente en la región andina de Sudamérica existe mayor di-
versidad de técnicas de tejido que en el resto del mundo en su conjunto. El tema clara-
mente excede mi competencia. Los especialistas dominan un vocabulario de amplitud
intimidante que jamás ha sido objeto de articulación taxonómica o de unificación con-
sensuada, aunque hay algunos hitos que es preciso dominar antes de involucrarse en la
rearticulación geométrica del campo (Nisbet 1919; Desrosiers 1992; Emery 2009
[1966]; Rowe 1984; 2004; Gunzburger 2005; Hoces de la Guardia y Brugnoli 2006;
Alvarez 2017). Este es uno de esos nudos neurálgicos en los que la especialización con-
tra la que protesta característicamente Edgar Morin se revela como la simpleza que
siempre ha sido, toda vez que podemos intuir con certidumbre que a menos que conte-
mos con una colaboración interdisciplinaria bien articulada, en el tiempo de vida que
nos resta (y por más alarde de transdisciplinariedad que nos empeñemos en proclamar)
nunca llegaremos a comprender el problema con la debida amplitud y profundidad. Si
bien las técnicas de tejido y sus derivaciones en cestería, por ejemplo, han sido masiva y
más que competentemente estudiadas, se echa de menos un análisis geométrico de las
mismas. En la actual coyuntura tecnológica, eso sigue llevando tiempo y esfuerzo
Cuando en la inmensa literatura disponible se habla de geometría es común que sea para
hacer referencia a motivos ornamentales y no para describir, clasificar y sistematizar las
geometrías inherentes a las técnicas textiles en sí en términos de topología, teoría de
nudos, homologías de Floer, splines, formlines, isometrías, espacios hiperbólicos, mani-
folds riemannianos, construcciones polihédricas y otros formalismos en los que predo-
mina la topología de baja dimensionalidad y la geometría compleja (d’Harcourt 1962;

213
Brommer y otr@s 1994; Lehman 2005). En tal coyuntura, imagino que podría ganarse
una mejor comprensión del problema examinando un poco mejor lo que se lleva hecho.
En los años recientes, la apoteosis del modelado textil se manifiesta en el trabajo del
arquitecto Alexander Gabriel Worden (2011) sobre modelado analógico y digital basado
en las geometrías profundas del crochet, en el cual se recuperan y materializan ideas del
legendario Gottfried Semper, participante activo de la Revolución de 1848, diseñador de
la Ópera de Dresden, inspirador del edificio que alberga al Festspielhaus wagneriano de
Bayreuth y autor de The four elements of architecture (1989 [1851]). Esas ideas han
confluido con las revolucionarias técnicas del modelo del crochet hiperbólico de Daina
Taimiņa (2009) ilustradas aquí en la figura 6.5 más arriba. Al igual que ha sido el caso
con cada una de las prácticas etno- y arqueogeométricas tratadas en este libro, el punto
de partida es el objeto geométrico empírico. Worden lo expone de este modo:
El crochet se presta a esta investigación porque es un proceso de fabricación en serie que
permite la introducción de modificaciones no lineales específicas. Las formas emergentes
resultantes producidas por este modo de trabajo pueden describirse con precisión mediante
técnicas de modelado digital. Estos modelos de ganchillo analógico se traducen a digital
mediante el uso de herramientas avanzadas de modelado informático. Esta traducción per-
mite la visualización, desarrollo, prueba y ejecución de un espacio, una forma y una estruc-
tura arquitectónica (Worden 2011: iii).

La precondición es dominar las artes prácticas como punto de partida, consumando el


ideal de Semper, quien lo expresa de maneras que hoy diríamos antropológicamente in-
correctas y positivistas –conforme lo sostenía Riegl– pero con notable nitidez concep-
tual: Semper, de hecho, confiere precedencia al arte y a la práctica por encima de la teo-
ría y la especificación formal. Más de un siglo y medio atrás escribía Semper:
Se debería poder mostrar que todos los medios técnicos, mecánicos y económicos que he-
mos inventado y que nos proporcionan una ventaja respecto del pasado nos llevarán a la
barbarie en vez de indicarnos el progreso del verdadero arte industrial o civilización, en la
medida en que no tengamos éxito en dominar esos medios artísticamente (Semper 2004
[1860]: 228; el subrayado es mío).

Bajo estas premisas y ya llegados al siglo XXI, lo digital se redefine como una ayuda
para el desarrollo, visualización, fabricación y ejecución del concepto. Junto a otros ar-
quitectos innovadores, Worden examina varios ejemplos materiales de formas geométri-
cas desde las splines de Antoni Gaudí [1852-1926], el agua y el jabón de Frei Otto
[1925-2015] y los techos paraboloides y hypars brutalistas de Félix Candela [1910-
1997], los cuales tienen en común su curvatura, rasgo riemanniano infaltable en las
etno- y las arqueogeometrías (cf. Emmer 2015; Zayas-San Miguel 2016).86 En algún
86
Otto ha sido uno de los arquitectos contemporáneos que más profundamente exploró la tecnología
transcultural de las tiendas, así como sus implicancias logísticas y económicas. Fue uno de los primeros
en examinar el nexo entre la forma y la estructura de las tiendas, (re)descubriendo la significación de la
superficie mínima autoformante para el diseño de nuevas configuraciones o para la comprensión de for-
mas preexistentes. También experimentó construcciones basadas en redes de sogas que están sujetas a las
mismas leyes que las construcciones de tiendas de membranas pero que pueden cubrir superficies más
amplias. Uno de los ejemplos más bellos de membranas hechas de estructuras de cables con mosaicos de
214
momento Semper había puesto el foco en los textiles y esteras colgantes como los pri-
meros divisores del espacio. En las etapas iniciales de su trayectoria la pared se cons-
truía con ramas y fibras, entretejidas en una superficie sostenida mediante soportes in-
ternos. Aunque muchas culturas cubrían esta superficie tejida con arcilla o barro hasta
casi hacerla desaparecer, para Semper el textil seguía siendo la esencia misma de la pa-
red. Estas técnicas permitieron articular el espacio a través de la superficie utilizada para
contenerlo. La pared textil devino registro: patrones e imágenes se plasmaron como teji-
dos en telas y superficies, narrando importantes episodios de su historia. Semper redefi-
nió entonces la pared como un recinto espacial, o “vara”, en lugar de como un miembro
tectónico estructural y crítico [mauer]. Se refirió a la envoltura o revoque de un edificio
como un ejemplo de “ropaje” y encontró una raíz etimológica común a las palabras ale-
manas para “vestido” [Gewand] y “pared” [der Wandung] en una época en que la etimo-
logía apuntaba como una ciencia más calificada y operativa de lo que hoy es el caso.
Suscitando más tarde las diatribas del formalista Aloïs Riegl (1980 [1893]: 2, 12-15),
Semper sostenía que las formas tectónicas, los motivos geométricos y los patrones li-
neales se originaban en la integración de la técnica de hebras entretejidas. Lo expresa en
una frase potente que debería ser mejor conocida por los arqueogeómetras:
[T]extiles should undoubtedly take precedence because they can be seen, as it were, as the
primeval art from which all other arts —not excepting ceramics— borrowed their types and
symbols (Semper 2004 [1860]: 113).

Al comparar los textiles con las superficies construidas, Semper describió a ambos co-
mo tipos de “velado”. Para él, fueron las alfombras colgadas y su condición de divisores
espaciales no estructurales lo que las convirtió en “las verdaderas paredes, los límites vi-
sibles del espacio”, anticipando los razonamientos de la fenomenal escuela de tejido de
la Bauhaus (Anni Albers, Gunta Stözl, Otti Berger) y de la arquitectura posmoderna y
pos-estructuralista (Adamson 2007; Smith 2014: 41-78; García 2007b; Siebenbrodt y
Schöbe 2009: 136-147) y tocando los límites de la tensegridad arquitectónica que el ar-
quitecto heterodoxo Richard Buckminster Fuller concibió en la escuela interdiscipli-
naria de Black Mountains en Asheville, Carolina del Norte (Albers 1979: contratapa;
Díaz 2014: 15-52, 101-148; cf. pág. 302 más abajo).

policarbonato transparente (armado en colaboración con Gunther Behnisch) es el techo del Estadio Olím-
pico de Munich.
215
Todavía es una asignatura pendiente de la etno- y la arqueogeometría el inventario de
las sorprendentes tecnologías ínsitas en la variedad de tiendas, sus variaciones y sus
constantes en el mundo arqueológico y a través de las culturas, entre las que se cuentan
el chum de los Evenki, el gåhte o el låvdagoahte de los Sami, el tipi de los indios de las
praderas, el tupiq de los Inuit, el wigwam algonquino y la yurta de Mongolia, cada cual
con sus prestaciones y sus planes geométricos específicos. El excepcional pensador y
diseñador que ha sido Bernard Rudofsky ha escrito en su Arquitectura sin Arquitectos:
“[las] tiendas de campaña y pabellones, "magníficas esculturas que han sido orgullo de
los monarcas del oeste asiático durante miles de años, de inmensas dimensiones, costo-
sas y además no permanentes, a menudo de belleza extraordinaria", nunca fueron con-
sideradas seriamente como arquitectura por los historiadores del arte, se lamenta el his-
toriador Arthur Upham Pope” (Rudofsky 1976 [1964]: fig. 44 de ese texto; sobre Ru-
dofsky véase Scott 2000a; 2000b; Clúa 2015; DeVos 2016; Rossi 2016; Linares García
y Gallego Fernández 2018).

Figura 6.5c – Cerámicas en la Alhambra de Granada, incluyendo algunas del Palacio Nazrid.
Muchos de los patrones son comunes con los del arte textil.

El modelo más acabado de la combinación entre elementos textiles y estructuras arqui-


tectónicas acaso sea la ciudad de tiendas Minā [‫]موِم‬
َ en Arabia Saudita, planificada y
ejecutada por el arquitecto Mahmoud Bodo Rasch (2000) en su Sl Rasch gmbh Special
and Lightweight Structures. Rasch combina los principios de construcción ligera de Frei
216
Otto con observación de casos naturales, tecnología de punta, modelado de ambulación
peatonal masiva y tácticas de gestión de crisis, adoptando un cierto minimalismo delibe-
rado en materia teórica. Antes de la pandemia en Minā había no menos de doce tipos de
tiendas de materiales no inflamables para la peregrinación anual [Ḥaǧǧ – ‫ ;]ّ َحج‬las tiendas
se basan en configuraciones tradicionales pero incluyen sistemas de climatización y una
complicada gestión de servicios de ritual, mantenimiento y seguridad (cf. Owaidah y
otr@s 2019). Se pueden combinar para formar unidades mayores, o dividir interiormen-
te utilizando paneles textiles (Otto y Rasch 1995; Songel 2010; Imam y Alamoudi 2013;
Lee S/f).
En el contexto más amplio de las artes o de los oficios textiles, las técnicas seriales co-
mo el tejido de ganchillo proporcionan una solución algorítmica capaz de generar obje-
tos tridimensionales o de topología compleja (desde botellas de Klein o atractores de
Lorenz hasta las piezas de ñandutí de ganchillo, las redes de pesca de Madagascar o las
bolsas de caraguatá de los Qom) a partir de un elemento material de una sola dimensión
y que en definitiva no es sino una línea que se despliega de formas parecidas en los me-
dios culturales más diversos (Osinga y Krauskopf 2004; Ingold 2007; Belcastro y
Jackel 2008; Cardini 2012; Küçükoğlu y Çolakoğlu 2011; Baurmann y Taimiņa 2012).
Hoy existe también un territorio híbrido en el que una arquitectura redefinida se combi-
na con una concepción extrema de las técnicas y los productos textiles (ver fig. 6.5b). El
autodenominado autor y periodista Bradley Quinn (2007: 25; 2003) vincula este nuevo
modelo de actividad creativa con el concepto lévistraussiano de bricolage y no le falta
razón (Lévi-Strauss 1964 [1962]: 36). Otros lo hemos encontrado afín a ideas desarro-
lladas a propósito de la ciudad suspendida de Frei Otto, de las ciudades espaciales de
Yona Friedman [1923-2020], de las arquitecturas aéreas y oceánicas de los Metabolistas
japoneses, de las arquitecturas del aire de Yves Klein [1928-1962] y del proyecto New
Harlem de Buckminster Fuller, quien nos dará que hablar de aquí a tres capítulos (Fisch
2007; Bessa 2014; Gómez 2014: 100-101; González 2014: 120).
En Architextiles, un número especial de Architectural Design que es semperiano por los
cuatro costados escribe Mark García:
Significant, recently built examples of this include projects such as Murphy Jahn’s Bang-
kok International Airport (2006), Nicholas Grimshaw’s Space Centre Rocket Tower in Lei-
cester (2001) and Richard Rogers’ Millennium Dome, London (1999). In addition, the po-
pularity and appearance in quick succession of books like Bradley Quinn’s The Fashion of
Architecture (2003) and Marie O’Mahony and Sarah Braddock Clarke’s Techno Textiles
(2008 [2005]) and exhibitions such as ‘Extreme Textiles’ at the Cooper-Hewitt, New York
(2005) and ‘Skin and Bones’ at the Museum of Contemporary Art, Los Angeles (2006-07),
are symptomatic of the growing importance of what Lars Spuybroek has described as a
‘textile way of thinking’ in architecture. This way of thinking and making has a long and
winding, but largely neglected history that has only recently witnessed a significant rise in
interest from theorists, architects, engineers, textile designers, materials scientists and ar-
tists. Its history is sewn into our everyday language (García 2007; las vínculos y los encor-
chetados son míos).

217
La influencia de la arquitectura en el arte textil y la influencia del tejido sobre elementos
de la arquitectura se manifestaron en ambos sentidos, tal como se demuestra en la ima-
gen de la figura 6.5c (v. gr. Gillow y Sentance 2000).
Ya hemos visto (pág. 212 y ss.) que Daina Taimiņa desarrolló el modelado de espacios
hiperbólicos mediante técnicas de crochet, destilando de su experiencia un algoritmo de
crocheting para sustentar una nueva arquitectura, paralela al intento de Mark García en
el contexto de los Arquitextiles (Baurmann y Taimiņa 2012). Hoy en día el crochet hi-
perbólico y basado en geometrías no euclideanas constituye un campo de modelado es-
tablecido y hasta cierto punto popular. Margaret y Christine Wertheim del Institute for
Figuring utilizaron los métodos de Taimiņa para construir un modelo abierto y partici-
pativo de la barrera de coral mientras Susan Huxley (2011) elaboró una exposición con
el significativo nombre de “Sticks, Hooks, and the Möbius: Knit and Crochet Go Cere-
bral”. En la inmensa literatura sobre la artesanía de ganchillo abundan las afirmaciones
en el sentido de que ella se remonta a algún momento que nunca va más allá de princi-
pios del siglo XIX. Conviene recordar, no obstante, que tanto la técnica de crochet
como el tejido de objetos inscriptos en superficies curvas son de probado origen extra-
europeo y de innegable antigüedad.

Figura 6.6 – Chilkats – Fotos antiguas de postes totémicos y túnica.


Cheryl Samuel, promotora del ravenstail, sostiene que las túnicas son skeuomorfos de los postes.
Basado en Samuel (1982) según Emily L. Moore (2007).

Testimonio de esto último son los afamados tejidos chilkat o naxīn propios de los Tlin-
git, Haida y Tsimshian de la costa noroeste de los Estados Unidos y Sudeste de Canadá.
El nombre se deriva de la tribu epónima de la costa del río Chilkat en Klukuan, Alaska.
La técnica del chilkat, junto a la de su predecesor, el tejido ravenstail (o “cola de cuer-

218
vo”) se reconoce como una de las formas de tejido más complejas y refinadas que exis-
ten, soportando comparación con las mejores del mundo (Emmons 1907). Es evidente a
partir de las pocas piezas disponibles antes de su revival en los años 80 que el ravenstail
se deriva de las técnicas de cestería. El chilkat, que sustituyó al ravenstail desde fines
del siglo XVIII, se confecciona en telares verticales con lana de cabra y fibra de corteza
de cedro amarillo. Uno de los desafíos más significantes en el tejido chilkat es dominar
el uso de formas curvas que se encuentran en el diseño, una técnica reconocidamente
complicada y difícil de ejecutar (Brown Ehlers 2017). El artista puede crear tejidos cur-
vilíneos que se adaptan a distintas formas volumétricas (Kissell 1910; Shearar 2000). El
rasgo en que radica la verdadera esencia de estas tecnologías es lo que Bill Holm llama
formline, la cual se articula conforme a un sistema formal análogo a un “alfabeto” o a
una “gramática” visual, lo que es decir una geometría y en particular una geometría de
las superficies curvas, no euclideanas por definición. Las formlines (nunca nombradas
por Lévi-Strauss) son líneas curvas continuas que fluyen y giran, se engrosan y dismi-
nuyen de maneras prestablecidas. Se utilizan para definir los bordes de las figuras, sus
elementos internos de diseño y las composiciones abstractas. Holm las describe así, in-
goldianamente:
One of the most characteristic features of Northwest Coast art is the use of the formline. To
call it line only would be to minimize its importance as a formal element. The constantly
varying width of the formline gives the design a calligraphic character, and one is tempted
to assume that this was achieved by varying the direction of the brush as a modern sign
writer manipulates his one-stroke brush. A careful examination of Indian paintings reveals,
however, that the formlines have been outlined and filled in, a method consistent with the
well-known use of bark templates and corroborated by Mungo Martin [Kwakwa̱ka̱ʼwakw=
Naka ṕankam] in conversation with the writer. [...] Formlines swell and diminish, rarely
retaining the same width for any distance. Generally they swell in the center of a given de-
sign unit and diminish at the ends. The width of a formline usually changes with a major
change of direction. These changes of width are governed by the specific design unit for-
med and its relation to adjacent units.

Formlines are essentially curvilinear. The curves are gentle and sweeping, breaking sudden-
ly into sharper semiangular curves and, immediately upon completing the necessary direc-
tion change (usually around 90 degrees), straightening to a gentle curve again (Holm 2015
[1965]: 35; las elipsis y referencias son mías).

Se dice que los verdaderos maestros de este arte adhieren a “reglas” al mismo tiempo
que ejecutan infinitas variaciones e innovaciones sorprendentes. El artista Haida Robert
Davidson [llamado en Haida Guud San Glans] ha desarrollado su propia forma de des-
cribir la gramática visual de su arte.
Él ve las formas ovoides y en forma de U como los componentes de un alfabeto que se pue-
den estirar, tirar, representar como positivos o negativos, y manipular de otro modo con in-
finitas posibilidades, dentro de un marco específico de comprensión. Davidson ve la línea
de la forma como el esqueleto de la composición, dentro del cual se pueden dirigir los cam-
pos de energía creando y equilibrando espacios positivos y negativos. La conciencia del es-
pacio de Davidson, ya sea definida dentro de una forma o circunscribiéndola, se extiende
más allá de las preocupaciones puramente formales al espacio cultural y ceremonial dentro

219
del cual la composición tiene significado. Porque aunque hoy dependemos de palabras es-
critas para definir los componentes de esta tradición artística, no se ha encontrado una pala-
bra histórica para "arte" o "formline" en el idioma Haida. Dentro de esta sociedad oral, los
artistas compusieron imágenes e ideas comunicadas: el arte se ejecutó (Haida art portal).

Al lado del chilkat, del ravenstail y de otras variantes que implementan gramáticas de
formline hay un gran número de técnicas textiles premodernas, modernas y posmoder-
nas de tejido, bordado y confección que todavía aguardan un tratamiento sistemático de
sus geometrías y una adecuada puesta en sus contextos y en sus momentos de la historia
(Caulfeild y Saward 1885; Gillow y Sentance 1999; Emmons 1907; Spencer 2001;
Leslie 2007).


Los caminos de Paulus Gerdes se cruzaron algunas veces con los andares de Carlo Se-
veri. Este último autor utilizó textos de Gerdes sobre el diseño africano en arena para su
trabajo sobre juego de cuerdas presentado en la jornada de estudio Arts de mémoire et
pratiques à caractère mathématique que tuvo lugar en diciembre de 2012. Gerdes,
correlativamente, y con buen tino, supo prescindir de las ideas sobre la imagen elabora-
das por Severi.

Figura 6.7 - Reproducciones sucesivas del dibujo de un "mulak" egipcio,


dibujo convencional de un búho (y base de la forma de la letra 'M'),
convirtiéndose conforme la memoria se debilita en el esquema de un gato.
Según Frederick Bartlett (1995 [1932]: 180).

En cierto sentido Severi puede caracterizarse mejor como la contrafigura de Paulus Ger-
des en el plano de la comprensión de ésas y otras imágenes; en ese terreno –y en un in-
tento de fundación de una ambiciosa antropología de la memoria y de una antropología
del pensamiento todavía más abarcadora– Severi pretendió hacer con las imágenes figu-

220
rativas lo que Gerdes había logrado hacer con las formas geométricas. Pero mientras
que Gerdes se destacó por su uso refinado y fructífero de las fuentes bibliográficas, la
interpretación que aplica Severi a las ideas ajenas es caprichosa y sistemáticamente ana-
crónica en un grado que ha devenido sintomático y característico de los hábitos de lectu-
ra imperantes en el pos-estructuralismo epigonal del nuevo milenio.87
Lo dicho se aplica a las distorsiones que él practica en su recensión de la obra de buen
número de autores, empezando por las observaciones de Erland Nordensköld y otr @s
sobre la pictografía de los Cuna o Guna de Panamá (que Severi pretende hacer pasar co-
mo propias) y continuando con las anotaciones de Gottfried Semper sobre la transfe-
rencia de motivos de un soporte material a otro, ante las cuales Severi trasunta, por aña-
didura, una ignorancia capital del concepto de skeuomorfismo acuñado en los inicios de
la antropología del arte y que en este campo opera como una afilada navaja de Okham
(Severi 1997; 2006; 2010 versus Haddon 1895: 74-199; Nordenskiöld y otr@s 1938;
Semper 1989 [1851; 2004[1860]]). La misma falla afecta a su lectura del concepto de
schema del teórico de la memoria social Frederic Bartlett 1932). Respecto de las ideas
de éste escribe Severi:
Je voudrais montrer ici qu’une anthropologie de la mémoire, fondée sur l’étude empirique
de ces pratiques, pourrait renouveler ce champ d’études, un des moyens les plus puissants
impliqué par ces pratiques étant l’image. Or, comment penser ce rapport de l’image avec la
mémoire? Comment concevoir une tradition iconographique? Toute une série d’études, de
Bartlett (1932) à nos jours, a lié le concept de mémorisation à celui de narration (Severi
2003: 78).

Resulta embarazoso que Severi y los severianos que en contra del registro histórico le
tienen por pionero de los estudios de imagen y memoria (como César Carrillo Trueba,
Carlos Fausto, Bruna Franchetto, Tommaso Montagnani, María Alba Bovisio, Timothy
Carroll) silencien toda mención de los trabajos de Elizabeth Harwood (1976), Ulric
Neisser (1976: 137), Pierre Nora (1989), Frances Yates (1999 [1966]) y hasta por mo-
mentos la temprana Sussane Küchler (1987: 248-249), quienes desde diversas discipli-
nas, la antropología entre ellas, exploraron las relaciones entre imaginería, ritual, arte,
mitología, historia y memorización, con énfasis en el “método de lugares” y en los lieux
de mémoire, décadas antes que Severi (o que incluso Pierre Nora) se ufanara de estar
inaugurando un espacio que ha sido desde siempre parte integral de la ciencia cognitiva,
de la sociología y de la antropología del conocimiento (cf. Bernbeck 2017).
Ha habido y sigue habiendo, en efecto, una extensa y ramificada antropología de la me-
moria al lado de una floreciente arqueología de la memoria, ambas por completo inde-
pendientes del pensamiento de Severi (cf. Connerton 1989; Rappaport 1990: esp. cap

87
Y que alcanza un grado de extrema anomalía en las aseveraciones que la severiana Susanne Küchler
(como si estuviera perpetrando un enculage deleuziano) pone en boca de Franz Boas, de Gregory Bateson
y de Claude Lévi-Strauss, re-semantizando y arrastrando consigo categorías de por sí tan tortuosas como
la fórmula canónica del mito y la ciencia de lo concreto, confundida ésta como una alternativa meto doló-
gica recomendable antes que como un atributo conferido por Lévi-Strauss a la pensée sauvage (cf.
Küchler y Carroll 2021: 2-3; cf. Deleuze 1990: 6, 26, 29-30 versus Lévi-Strauss 1964 [1962]: 11-59).
221
§ 8; Halbwachs 1992 [1968]; Zerubavel 1996; Schudson 1997; Bloch 1998; Climo y
Cattell 2002; Shackel y Chambers 2004; Jones 2007; Boyer y Wertsch 2009: esp. cap.
§ 11; French 2012; Linke 2015). En lo personal me incomoda también que Severi (2003:
78) pretenda (como especulando que ninguno de nuestros profesionales advertiría el
yerro) que la investigación clásica de Frederic Bartlett (1995 [1932]) sobre los esque-
mas culturales de la memoria se hallaba restringida al concepto de narración. Contra-
riamente a eso, en las páginas de Remembering (un volumen que hoy pertenece al domi-
nio público y que invito a leer aquí y ahora) sólo el experimento sobre “La Guerra de
los Fantasmas” utiliza de manera antológica un relato Kathlamet proporcionado por
Franz Boas como material mnemónico propuesto como alternativa a los conjuntos de sí-
labas sin sentido que se usaban entonces en la experimentación (cf. Boas 1901: cuento
#1891, pp. 182-186); como es público y notorio en el ámbito de las ciencias cognitivas,
el grueso de las pruebas desarrolladas por Bartlett gira más bien en torno de la memo-
rización de materiales icónicos más o menos figurativos (cf. fig. 6.7).
Las distorsiones a las que Severi somete a las teorías antropológicas de Aby Warburg
(en una lectura que elude los textos originales en alemán y se restringe a sus pocas y
deficientes traducciones al inglés y al francés) son todavía más groseras. Analizando la
concepción del arte de este autor escribe Severi:
Warburg encontraba en ese episodio [una serpiente atravesando el cielo, dibujado por un
grupo de niños Hopi] una confirmación elocuente de las ideas de un estudioso alemán que
había conocido poco tiempo antes, y que dominaba entonces toda la antropología america-
na: Franz Boas. El estudioso (con quien Warburg permanecerá en contacto toda la vida) ha-
bía extraído como conclusiones de sus investigaciones entre los indígenas de Norteamérica,
que mucho más allá de la oposición entre “realismo” y “decoración”, se pueden distinguir
dos modos visuales de representar el espacio. Uno se refiere directamente a la visión y re-
presenta un objeto, imitando al ojo, en una perpectiva unifocal. El otro elige representar los
objetos no como se presentan a la visión, sino más bien como se encuentran representados
en la mente. El arte primitivo, que escoge esta segunda vía, no es, por lo tanto, ni ingenuo
ni rudimental. Por el contrario, resulta de la ilusión de construir la complejidad allí donde
nuestra mirada desde tiempos inmemorables eligió simplificar (Severi 2010: 56).

Si el lector busca en el libro de Boas al que se refiere Severi (Primitive Art, hoy también
en el dominio público) no encontrará ninguna idea que se parezca a las que éste le en-
dosa. Si bien Boas distingue entre arte realista y arte decorativo la división principal que
escinde las formas contrapuestas de concebir las artes no pasa por esa dicotomización.
Boas había escrito más bien:
La ruptura entre la representación simbólica y el realismo puede ocurrir de dos maneras. El
artista puede tratar de representar la forma del objeto a representar en un esquema contun-
dente y subordinar toda consideración de detalle bajo el concepto de la masa como un todo.
Incluso puede descartar todos los detalles y cubrir la forma con una decoración más o me-
nos fantasiosa sin perder el efecto del realismo del contorno general y de la distribución de
las superficies y de las masas. Por otro lado, puede tratar de dar una representación realista
de los detalles; su trabajo puede consistir en un conjunto de éstos, con poca consideración a
la forma como un todo (Boas 1955 [1927]: 69).

222
Tampoco habla Boas, ni una sola vez, de la “representación del espacio”, de “construc-
ciones de la complejidad” o de “representaciones” que estén “en la mente” de los suje-
tos, en la cabeza colectiva de los pueblos o en la locación física o conceptual que fuere.
Esa clase de nociones no son propias ni de la escritura boasiana ni de la antropología o
la psicología de su época. Mientras que Severi (salteándose el episodio de las ulteriores
polémicas en la ciencia cognitiva sobre las formas de representación mental)88 se refiere
a representaciones que estarían habitando en la mente y la memoria, Boas excluye la
posibilidad de que haya imágenes en ellas. No hay negociación posible en este renglón:
“They are not memory images, as [Wilhelm] Wundt claims, except in so far as the sym-
bols are remembered and reminders” (1955 [1927]: 74). Fuera de esta observación sin
medias tintas, Boas nunca volvió a hablar de la memoria como concepto central.
Quienquiera que haya leído el texto boasiano (al cual Severi menciona una sola vez a
propósito del vínculo entre Boas y Warburg) encontrará que la paráfrasis severiana es
por completo ajena a su estilo de argumentación. Tampoco es verdad que Boas y War-
burg hayan permanecido en contacto “toda la vida” y que ese contacto haya sido fruc-
tuoso para las dos disciplinas. Ambos mantuvieron, eso sí, un modesto intercambio e-
pistolar consistente en 18 brevísimas piezas de correspondencia de los años 1895, 1896,
1924, 1925, 1927 y 1928 que hoy pueden consultarse una por una y que forman una
serie en la que el fastidio de Boas tangiblemente va in crescendo. Esenciales en el inter-
cambio fueron dos cartas de Boas fechadas en 1924 y 1925 (hoy conservadas en el War-
burg Archive) en las que el acercamiento entre el estudio cultural [Kulturwissenschaft]
de Warburg y la antropología cultural de Boas que Warburg buscaba promover se vio
tronchado por el acerbo escepticismo de Boas hacia las interpretaciones de aquél, inter-
pretaciones que luego reproducirá –una vez más distorsionadas– el propio Severi.89 Es-
cribe en efecto Boas a Warburg el 14 de enero de 1925:
I will answer today a few of your questions. An identification of Quetzalcoat[l] and Koolo-
wisi [¿Kolowisi?] was made I think by [Jesse Walter] Fewkes [1850-1930] in one of his
papers on Arizona. It is, of course, true that the idea of the horned or feathered serpent is
very general in America. It is by no means confined to Central America and the Southwest
but occurs also in the Northeast and on the Northwest Coast, and I am inclined to think that

88
Me he referido con amplitud a esas polémicas fundantes (ostensiblemente ignoradas por Severi) en De
Edipo a la Máquina Cognitiva, a cuya lectura remito (Reynoso 1993: cap. §11.5). En esa contienda, Coo-
per, Shepard, Kosslyn, Pomeranz, Paivio y Changeux, partidarios de la codificación espacial y analógica
de las imágenes, batallaron contra Anderson, Bower, Chase, Clark, Pylyshyn y Reed, proponentes de una
codificación de primitivas de tipo proposicional y abstracto (cf. Pylyshyn 1983; Anderson 1983; Denis
1984). No encuentro razonable filosofar sobre las “imágenes en la mente” y presumir de haber fundado el
espacio sin tomar esa disputa antológica en consideración. Véase aquí una excelente puesta al día escrita
por Nigel J. T. Thomas para el Archivo de la Stanford Encyclopedia of Philosophy en la que por cierto se
incluyen los aportes de Frances Yates (del Warburg Institute) pero no los de Warburg o los de Severi
(2018), los cuales (parafraseando a Winston Churchill) son interesantes y originales, pero nunca simultá-
neamente. Thomas –circunstancialmente– adopta una postura equidistante entre los figurativos y los pro -
posicionalistas, aportando una interesante alternativa de práctica y corporalidad.
89
Cf. Franz Boas Papers: Inventory [W-Z], Mss.B.B61.inventory14. Biblioteca de la American Philoso-
phical Society. https://search.amphilsoc.org/collections/view?docId=ead/Mss.B.B61.inventory14-
ead.xml.
223
a general diffusion of the idea has occurred at any early time. This, however, would not jus-
tify us in identifying the specific forms that the idea has taken in different cultural provin-
ces. For instance there is certainly nothing to indicate that the double-headed feathered ser-
pent of the Northwest Coast has any psychological or cultural connection with the feathered
serpent of Mexico (cf. Franz Boas en Cestelli Guidi 2007: 229; las aclaraciones entre cor-
chetes son mías).

El meollo de la confrontación metodológica entre ambos autores finca en la noción war-


burgiana de Nachleben, la ‘supervivencia en el tiempo’ de ciertas formas de arte, una
concepción propuesta por el padre de la antropología científica, el inglés Edward B.
Tylor [1832-1917], a la que Boas rechazaba en comunidad con autores que también
contemplaban con desconfianza la aplicación de conceptos evolucionistas a los fenóme-
nos de la cultura (Raulff en Warburg 2004; 1988; Freedberg 2004; 2013; Hodgen 1931).
Técnica y metodológicamente hablando, es mucho lo que unos cuantos entre los pocos
antropólogos que han leído a Warburg encontramos cuestionable en sus lecturas antro-
pológicas, comenzando por su acrítica aceptación del etnocentrismo de Lucien Lévy-
Bruhl [1857-1939] y de las románticas intuiciones del historiador de la religión y nietz-
scheano part-time Hermann Usener [1834-1905]. También encontramos envejecida la
inclinación de Warburg hacia el evolucionismo tortuoso de las Elementargedanken y las
representaciones colectivas del polímata alemán Adolf Bastian [1826-1905], así como
su aceptación de las hipótesis especulativas y de la igualación de primitivos y neuróticos
alentadas por Freud en Tótem y Tabú, incluyendo el tratamiento de la imagen como sín-
toma. Al final del día es manifiesta la irrelevancia del trabajo de Warburg frente al pro-
yecto de una etnogeometría en el sentido de Paulus Gerdes o de una antropología de la
imagen como la que aquí estamos procurando mapear (cf. Didi-Huberman 2016: 24,
280, 282-23; Kani 2004; cf. Reynoso 1993: 130). No soy sólo yo quien lo dice. El pro-
fesor de Historia del Arte David Freedberg (durante un tiempo director del Warburg
Institute en la Universidad de Londres) resume adecuadamente un estado de cosas que
Severi entiende de muy otra manera:
[E]l júbilo con el que se describe la aproximación antropológica de Warburg entre los histo-
riadores del arte contrasta con la nula presencia de sus trabajos en el campo de los antropó-
logos. Ningún trabajo antropológico cita su conferencia sobre el ritual de la serpiente a pe-
sar de que en su viaje mantuviera contactos con antropólogos como Franz Boas, Cyrus A-
dler, los hermanos [Richard, John y Al] Weterhill o Jesse Walker Fewkes (quién fotografió
la danza y registró, por primera vez en discos de cera, los cánticos de la tribu), visitase la
Smithsonian Institution o proyectase la organización del XXV Congreso de Antropología
Americana poco antes de fallecer en 1929. El interés que puso Warburg en la antropología
es un amor no correspondido y un síntoma de que su viaje no fue todo lo antropológico que
debiera haber sido. Esto es evidente si se tiene en cuenta que las aportaciones que Warburg
plantea en el texto de su conferencia no son relevantes para la antropología. Sus preguntas
no son las que se plantearía un antropólogo. De hecho [Warburg] ni siquiera convivió con
los indios (Freedberg 2013: 16 versus Bovisio 2019).

En cuanto a su relación con Boas, éste volvió a escribirle a Warburg una sola vez el 11
de mayo de 1927 dedicándole media página de expresiones cordiales pero sin incluir ni
una sola frase que pudiera ser de interés académico. Benedetta Cestelli Guidi, editora y
224
comentarista de esas piezas epistolares, afirma que el silencio de Boas ante las posturas
del método de Hamburgo en su correspondencia ulterior y en su libro de 1927 testimo-
nia su desacuerdo con él; ella conjetura que, por otra parte, Warburg nunca llegó a leer
el texto magistral de Boas (Cestelli Guidi 2007: 223). Ante su sesgada y devocional
actitud frente a los excesos y las menguas de la obra de Warburg y el maltrato de las an-
tropologías implicadas me arriesgo a asegurar que Severi tampoco lo leyó y que tam-
poco les interesó hacerlo a los numerosos severianos que hoy proliferan en la academia,
llevando adelante no pocas iniciativas en antropología del arte que –de haberse adminis-
trado con otros rigores– podrían haber engendrado algo más que unas pocas ideas gas-
tadas por el tiempo.

225
7 – Hitos de la etnogeometría (5): Nitüs, nudos, laberintos, figuras de
hilo, tokapus, grafos lineales y motivos gramatológicos

I read […] that geometry is the art of making no


mistakes in long calculations. I think that this is an
underestimation of geometry. Our brain has two
halves: one is responsible for the multiplication of
polynomials and languages, and the other half is
responsible for orientation of figures in space and
all the things important in real life. Mathematics is
geometry when you have to use both halves.
Vladimir Arnol'd según Shiu Hong Lui (1997: 438)

Un des principaux délassements d'Euler était la


musique, et en la cultivant il y apporta tout son es -
prit géométrique; […] il accordait à ses recherches
profondes, il composa son Essai d'une nouvelle
théorie de la musique, publié en 1739; ouvrage rem-
pli d'idées neuves ou présentées sous un nouveau
point de vue, mais qui n’eut pas un grand succès,
apparemment par la seule raison qu’il renferme trop
de géométrie pour le musicien et trop de musique
pour le géomètre.
Nicolas Fuss (1783)

Cuando Marcia Ascher [1935-2013] dió el puntapié inicial al análisis de grafos de líneas
continuas y de grafos regulares en sus variedades culturales consideró que lo suyo era
una contribución a las etnomatemáticas, perdiendo la oportunidad de hablar con mayor
precisión de etno-geometría o más exactamente de etno-topología, ocurrencia esta últi-
ma que había estado a punto de proponer medio siglo atrás el viejo pope de la antropo-
logía inglesa Edmund Leach [1910-1989] despertando entonces más admiración por la
originalidad de la ocurrencia que réplicas motivadas por su fecundidad. Etnógrafo
sobresaliente, de enfoque original y de prosa vibrante cuando joven pero teórico al que
nunca le dio la talla en su largo crepúsculo en tiempos de descolonización, Leach ela-
boró el punto de un modo expresivo pero cien por ciento verbal y analógico, sin hacer
uso de diagramas o de grafos topológicos o geométricos, mezclando algunas de las me-
jores y de las peores ideas que le vinieron a la cabeza, sin hablar de ello nunca antes o
después en su vida y sin tener (apuesto) nociones demasiado claras y comprobadamente
productivas a esos respectos (Leach 1971 [1961]: 7, 8, 12, 18-19, 23, 26; Ascher 1988a:
201-225). De todas formas se apropió de la idea a su manera, como siempre se hacía en
aquel entonces, cuando valía más exhibir una idiosincracia inconfundible que aferrarse a
un método útil pero impersonal. Avanzando un paso hacia la formalización para luego
retroceder dos y con palpable temor de que lo acusaran de algún inmencionable propó-
sito cuantitativo había escrito Leach:

226
All propositions in topology can also be expressed as propositions in symbolic logic […]
and it was probably a consideration of this fact which led [Siegfried] Nadel to introduce
symbolic logic into his last book (Nadel [1957]). My own view is that while the considera-
tion of mathematical and logical models may help the anthropologist to order his theoretical
arguments in an intelligent way, his actual procedure should be non-mathematical (Leach
1971 [1961]: 8).

De todas maneras, y al igual que Leach no había reconocido la entonces popular psico-
logía topológica de Kurt Lewin (1936) como una de sus fuentes de inspiración, Ascher
(una matemática americana casada con un antropólogo) tampoco se preocupó por nom-
brar a Leach (un antropólogo inglés sin formación matemática formal), con lo cual tanto
la topología antropológica como la etno-matemática quedaron formalmente instituidas
pero desenraizadas, inconexas y fragmentarias desde el vamos. Más aun, Ascher nunca
mencionó la palabra topología, aunque su tratamiento de los grafos engrana de lleno con
lo que hoy se denomina teoría topológica de grafos, más comúnmente asociada a la
teoría de grafos a secas que con la topología de superficies de goma y formas
paradojales en el sentido de Leach (Gross y Tucker 1987; Bonnington y Little 1995;
Beineke y Wilson 2009).
La inspiración inicial le había venido a Ascher de los escritos del francés André Sainte-
Laguë [1882-1950], un héroe de la Resistencia y un matemático interesante pero deri-
vativo consagrado a husmear por entre los conceptos del creador de la teoría de grafos
en Occidente, Leonhard Euler, cuyo texto fundacional –incidentalmente– Ascher tam-
poco menciona en sus bibliografías y al que estoy persuadido que ella no había consul-
tado con suficiente detenimiento en el contexto de aquellos trabajos seminales (cf. Sain-
te-Laguë 1926). Esas ideas de Sainte-Laguë, de Ascher y sobre todo de Euler merecen
empero un tratamiento detallado, para el cual viene bien recuperar fragmentos de mi es-
tudio de tesis doctoral sobre el análisis de redes sociales, una práctica derivada del álge-
bra de matrices que vertebra y subyace a la teoría de grafos y que se elaboró originaria-
mente en la antropología social inglesa.90 Hace más de diez años expresaba yo en esa
disertación:
Pasando por algunos hitos preliminares de fuerte impacto, como el famoso “problema de
los cuatro colores” propuesto por Francis Guthrie [1831-1899] en 1852, la historia de la
teoría de las redes sociales se remonta a los orígenes de la teoría de grafos en matemáticas,
creada hacia 1736 por el suizo Leonhard Euler [1707-1783]. Este matemático prodigioso,

90
Cada tanto me invade la sens ación de que Paulus Gerdes tampoco estuvo familiarizado con la obra de
Euler o, para el caso, con la literatura técnica básica sobre teoría de grafos. Él dice que “ O conceito de
‘monolinearidade’ não é o mesmo que o conceito de ‘tracejabilidade’ ou o de ‘grafo de Euler’, utilizado
na Teoría de Grafos. Ao tracejar um grafo permite-se que dois segmentos da linha se toquem. Em contra-
partida, ao desenhar um lusona dois segmentos não são permitidos a se tocarem mas eles podem inter-
sectar-se” (Gerdes 2012 [2008]: 32 n. 1). Ignoro cómo es que Gerdes llegó a semejante conclusión; las
definiciones que la pueblan, de hecho, están equivocadas: un grafo en el que las aristas no se cruzan no es
un grafo euleriano sino un grafo planar. No todos los grafos planares poseen paths eulerianos (o hamilto-
nianos); no todos los grafos con ciclos o circuitos eulerianos han de ser necesariamente planares. Algunos
grafos de apariencia no planar son susceptibles de planarizarse. Euler fue el creador reconocido de la teo-
ría de grafos, pero hasta donde sé nunca empleó dicha terminología. Mejores definiciones de grafos eule-
rianos se encuentran en MathWorld.
227
uno de los escritores más prolíficos de la historia, inventó de la noche a la mañana la teoría
de grafos al resolver el famoso problema de los siete puentes sobre el río Pregel en Königs-
berg, una ciudad […] que en algún momento se renombró Kaliningrado.

El problema consistía en averiguar si se puede pasar por los siete puentes sin cruzar más de
una vez por cada uno de ellos. Lo que hizo Euler en su planteamiento fue como lo que acos-
tumbraba hacer el antropólogo Clifford Geertz sólo que al revés: en lugar de ahondar el
problema en sus más ínfimos matices de significado (como imponen los modelos de la des-
cripción densa y del conocimiento local) lo despojó de todo cuanto fuese inesencial al razo-
namiento ulterior; en vez de subrayar su peculiaridad, lo vació de lo contingentemente es-
pecífico y lo generalizó. Para ello eliminó de cuajo toda información irrelevante al cálculo
de la solución, dejando sólo las masas de tierra representadas por un punto, vértice o nodo,
y los puentes mismos concebidos como líneas, aristas, bordes o vínculos. La orientación y
longitud de los trazos tampoco fueron tomados en consideración. Integrando a un razona-
miento casi algebraico nada más que la paridad o imparidad de los grados, ni siquiera el
número de nodos o de conexiones formó parte del planteo [porque el tamaño y la compleji-
dad del grafo, créase o no, es irrelevante]. El grafo abstraído por él es lo que hoy se conoce
como un multigrafo, un grafo que admite más de una arista por vértice. […]

Aunque no utilizó esas palabras precisas, Euler advirtió que la solución del problema debe-
ría considerar la paridad o imparidad del grado de los nodos, esto es, del número de aristas
que inciden en ellos. Así como se llama grafo euleriano a secas a un ciclo que atraviesa ca-
da línea del grafo exactamente una vez, se llama grafo hamiltoniano a un ciclo que pasa
exactamente una vez por cada punto. […]. Algunos especialistas en etnomatemática afir-
man haber encontrado grafos eulerianos (a veces más específicamente grafos planares gaus-
sianos 4-regulares) en los diseños sona de los Chokwe de Angola o en los dibujos en arena
Malekula de la isla de Vanuatu, pero no han ahondado en los detalles de los mecanismos
cognitivos involucrados (Ascher 1988; Gerdes 2006; Demaine y otr@s 2007 según Reyno-
so 2011a: 28).

Figura 7.1 – Grafos Malekula según Haddon y Deacon (1934).


Los números indican el orden de flujo del camino por el grafo.

228
Euler encontró que la pregunta formulada en el problema de los puentes de Königsberg
debía responderse por la negativa. Sin mencionar la palabra grafo (que se acuñaría un
siglo más tarde) definió para ello dos conceptos:
(1) Se dice que un grafo tiene un camino de Euler si se pueden trazar arcos sin levantar la
pluma y sin dibujar más de una vez cada arco.

(2) Un circuito de Euler obedece a la misma prescripción, con la exigencia agregada de


finalizar en el mismo nodo en que se comenzó.

Euler estableció que:


(1) Un grafo con todos los vértices pares contiene un circuito de Euler, sea cual fuere su
topología.

(2) Un grafo con dos vértices impares y algunos otros pares contiene un camino de Euler.

Cualquier grafo que no satisfaga esas premisas no puede recorrerse como se pretende.
Conviene retener estas definiciones por cuanto los grafos eulerianos de Malekula reapa-
recerán (por mediación del arqueólogo Carl Schuster) como el fundamento de la semán-
tica y la funcionalidad impuestas con evidencia apenas indiciaria a los diseños laberín-
ticos precolombinos (Aschero 1973; Schuster 1988; cf. pág. 241 más adelante).
No hay en este libro espacio para tratar las grandes estructuraciones geométricas y topo-
lógicas del espacio geográfico en términos de redes y grafos, una práctica cuyo epicen-
tro se encuentra en Melanesia, siendo el circuito del Kula su manifestación más caracte-
rística. Los textos de referencia a este respecto son los del antropólogo Per Hage y el
matemático Frank Harary (Hage y Harary 1984; 2007; Hage, Harary y James 1986).
Aunque discrepo con esos autores en numerosos respectos, en futuras ediciones de este
libro procuraré darle a esta temática la extensión que merece; aquí sólo cabe lamentar
que la antropología, entretenida en las promesas mucho más suntuosas del proyecto her-
menéutico, no le haya dado continuidad al proyecto de la topología de grafos de los
años 80 (cf. Reynoso 2011a).
En cuanto a la versión leachiana de la topología, adormecida durante el medio siglo de
furor interpretativo, ella devino en los tiempos que corren (con sus promesas de elastici-
dad conceptual y su apretada y estimulante provisión de paradojas) un recurso retórico
favorito de los pos-estructuralistas en general y de los deleuzianos en particular, cultiva-
dores de un simulacro de fundamentación matemática que suplanta a la formalización
genuina, una tramoya teatral que todavía se mantiene activa y a la que cada día me in-
comoda más prestarle referencia (cf. Nogués Pedregal 2007; Collier 2009; Lury, Parisi y
Terranova 2012; Harvey 2012; Lash 2012; Cobos Arco 2018 versus Reynoso 2019b).
En la misma tesitura que estamos poniendo en cuestión, el antropólogo social Stéphane
Gros del Centre Nationale de la Recherche Scientifique, estudiando el tatuaje como una
operación que involucra una interface entre un interior y un exterior (y no tanto la mar-
cación de una superficie), expresa esa topología social a través de imágenes que vuelven
a replicar las correspondencias más obvias entre macro y microcosmos, propia de anti-
229
guas epistemes que Michel Foucault, muerto hace cuarenta años, supo hacernos imagi-
nar mejor (v. gr. Robinson 1995). En palabras con las que es posible estar de acuerdo
pero con las que no se puede hacer mucho escribe Gros:
En tanto objetos de indagación antropológica, un cuerpo, una casa y un territorio postulan
cada uno un conjunto similar de preguntas en relación a nociones de interioridad/ exterio-
ridad, identidad/alteridad, límite o delimitación y contenimiento. El cuerpo, la casa y el te-
rritorio “localizan” estas preguntas en diferentes escalas (Gros 2018).

A partir de principios como éstos, aduce Gros, la investigación se plantea en base a lo


que Henri Lefebvre (1991: 86) concebía como el examen de las maneras en que los es-
pacios se interpenetran mutuamente: una expresión de resonancias ingoldianas que luce
rica y prometedora y que invoca un apellido de máxima respetabilidad pero cuyo costa-
do metodológico dista de haberse trabajado con algún viso de solidez en el curso del
trasplante del concepto desde la geografía humana a la topología cultural. En otra de sus
presentaciones Gros adorna un blog titulado “Topology as Method” con el dibujo eule-
riano de los puentes de Königsberg, asegurando que la topología está fuertemente im-
plicada en la investigación social, lo cual es una verdad a medias porque no queda claro
de qué noción de topología, de qué modelo de las matemáticas y de qué fragmento de
las ciencias sociales se está tratando, desde qué perspectivas, con qué objetivos y con
qué nivel de calidad dicha topología se implementa y qué resultados arroja tal imple-
mentación que arroje consecuencias para otros casos fuera del que se está tratando. Lo
concreto es que hasta la fecha la literatura de las ciencias sociales no ha pasado de usar
a la topología más que como una figura del lenguaje y no como un instrumento capaz de
subsumir un caso particular en un principio general como logró hacerlo Euler en San
Petersburgo (Gros, Russell y Stafford 2018; Mol y Law 1994; Harvey 2012; Lury, Pa-
risi y Terranova 2012; Lash 2012; Phillips 2013 versus Francis 2006; Azarenko 2012;
Naimzada, Stefani y Torriero 2009; véase sección de Antropología y Topología en
nuestro índice de portales al final del libro).
Amén de su perdurabilidad en las ciencias duras y en las matemáticas, en territorios
enteros de la actividad intelectual (y no sólo en la antropología) la topología disfruta una
segunda o tercera vida cobijada en (y confundida con) toda clase de credos pos-funda-
cionales y ahora también –arrogantemente– pos-matemáticos. Pensando en la geometría
del poder (un campo sobre el que casualmente escribí un largo ensayo crítico no hace
tanto tiempo) y en su nuevo romance con la topología escribía hace unos años el pro-
fesor de geografía económica John Allen de The Open University:
Un nuevo alivio encontrado de las trampas espaciales más fijas de la geometría euclidiana
forma claramente parte del atractivo [que brinda la topología] [...]. Sin embargo, tal alivio
es más bien de corta duración cuando el uso metafórico de palabras familiares en contextos
desconocidos –los 'giros' en las disposiciones espaciales de la autoridad política o el 'plega-
miento' de lo global en lo local– sólo sirven para confundir más que para iluminar (Allen
2010: 283; cf. Reynoso 2019a).

230
El problema que encuentro en la oratoria topológica de las ciencias (pos-)humanas, a-
dornada con referencias inevitables a bandas de Möbius, a figuras toroidales, a las mul-
tívocas botellas de Klein y al estiramiento de piezas de caucho, salpimentando todo esto
con las traídas y llevadas paradojas de Epiménides, con lecturas aligeradas de la prueba
de Gödel91 y con un puñado de fórmulas favoritas del pensamiento débil, es que la topo-
logía en sentido estricto (malgrado las referencias a Derrida, a Heidegger o a Lacan) se
ha ido esfumando en beneficio de una oposicionalidad que no puede escapar de la jaula
del estructuralismo más estrecho, esta vez al servicio de una investigación preñada de
analogías para la cual el enemigo acaba identificándose en materia teórica con lo cien-
tífico, en filosofía con lo dialéctico y en arqueología con lo procesual. Este posiciona-
miento doctrinario es en el fondo lo que cuenta, pues por algo es que este framework
(que sólo nominalmente es matemático y que es por completo ajeno a otras concepcio-
nes más austeras y fértiles de la topología como la de Wacław Sierpiński [1934] o la del
Analysis situs de Henri Poincaré [1895; 2010]) ha abrazado sin una sola excepción una
modalidad de filosofía pos- al extremo que lo que hace las veces de metodología presu-
pone un espacio que acabará definiéndose militantemente pos-político, pos-humano y
pos-social (cf. Reynoso 2019b; 2022). Algunas disciplinas prácticas (la arquitectura, me
consta) han sacado de la topología un provecho enorme; algunos creadores, como el
semperiano argentino Lucas Períes (2020) han derivado una heurística innovadora del
concepto topológico de estereotomía; el español José Calvo López (2020) ha estudiado
la estereotomía en la construcción en piedra y en la geometría arquitectónica entre la
edad media y la época actual y el resultado es luminoso. En el extremo opuesto, algunos
de los militantes de la variante más retórica ya están reclamando la des-matematización
definitiva de la topología a fin de hacerla más adecuada para su uso por parte de un pos-
estructuralismo que se presume eterno (v. gr. Rosen 2006; Martin y Secor 2013).
Por éstas y por otras razones es que ha habido, esporádicamente, una literatura crítica
sensible a las distorsiones y los abusos de la topología en ciencias humanas, usos que
son prevalentes en las apropiaciones sociológicas de la teoría de catástrofes de René
Thom (un determinista de todos modos admirable) y en la ya nombrada psicología topo-
lógica y vectorial de Kurt Lewin, pero que no terminan allí (v. gr. Gardner 1978; Sokal

91
A todo esto nadie se pregunta por qué el problema de Gödel no parece afectar la decidibilidad, con -
gruencia y tratabilidad de los sistemas informáticos conexionistas o de la programación lógica, como sí lo
hacen otros aspectos de la tecnología tales como los tiempos requeridos por la clase de complejidad, un
asunto ligado no tanto a Gödel como a Tarski (cf. Rey noso 2011a: 5). La respuesta es sencilla: tal como el
propio Gödel lo implica, hay aritméticas (como la de Mojżesz Presburger [1904-1943] o la de Julius
Büchi [1924-1984]) que –a diferencia de la teoría de conjuntos de Peano– son plenamente decidibles
aunque su tiempo de resolución sea doblemente exponencial (Presbuger y Jaquette 1991; Gödel 2006
[1981: esp. 186-188]). Los primeros procesadores de computación simplemente no estaban construidos
sobre la aritmética de Peano y por tal razón el problema de Gödel no les resultó problemático. Gödel mis -
mo demostró la completitud del cálculo de predicados de primer orden (Gödel 1929; 1930). En la comple-
jidad computacional hay complicaciones matemáticas y metamatemáticas de tratabilidad más inquietantes
que las que impone el célebre pero mal comprendido problema. Los irracionalistas de la línea pos- y los
complejólogos de la línea moriniana, empero, no parecen interesados en averiguar de qué se tratan (cf.
Bouveresse 2000; Franzén 2005; Fujita 2006).
231
y Bricmont 1998; Reynoso 2006: cap. § 2.6.2; Allen 2010; Marres 2012; J. Phillips
2013). Es de hacer notar (y es importantísimo que se lo tenga en cuenta) que los malos
usos de la topología, de la notación y de las matemáticas en general no son privativos de
las ciencias sociales (cf. MathVault 2021). La topología de Ascher, al contrario de todo
esto (y aunque su antropología parezca en ocasiones un tanto desenfocada), se encuentra
próxima a una más sana concepción matemática de la idea, órdenes de magnitud más
radical y productiva de lo que se sospecha aunque también fragmentaria, inacabada y
por momentos epidérmica.

Figura 7.1b – Mito de creación de los Chokwe de Angola. El curso del sol (‘ o’, izquierda), la luna (´’,
derecha), el hombre (abajo) y Dios (arriba) – Excepto estos símbolos, la figura
se ha realizado en un solo trazo. Según Claudia Zaslavsky (1979: 109)

Tornando entonces de lleno a Marcia Ascher, quien fue la primera en desarrollar el cos-
tado etno- de la problemática, ella reconoce (sin decirlo abiertamente) que Sainte-Laguë
implicó que la noción del trazado de ciclos y circuitos eulerianos con una sola línea con-
tinua no sólo ha sido un dominio conceptual característico de las matemáticas de Occi-
dente sino que podría existir o haber existido en la cultura folk y en sociedades no occi-
dentales formalizando una instancia particular de la idea de trayectoria, circuito o reco-
rrido sujeto a condiciones (Sainte-Laguë 1926: 12). En rigor, Sainte-Laguë (famoso en
su momento de gloria por la demostración formal –equivocadísima– de que las abejas
eran incapaces de volar) no pasa de una referencia a las volutas caligráficas de la firma
de Mahoma (trazada con su cimitarra, especifica él), sin llegar a una generalización que
involucre a la cultura folk o a la totalidad de las culturas otras (cf. McMasters 1989).
La primera parte del ensayo de Ascher sobre los grafos en la cultura –la más jugosa– se
ocupa de los grafos lineales de los Malekula, quienes viven en Oceanía en las islas que
contituyen el archipiélago que integra la República de Vanuatu. En su descripción de la
práctica (que se realizó sin el apoyo de trabajo de campo específico) Ascher no mencio-
na a los nudos ni a los laberintos, aunque se basa en un libro de Layard que trata antoló-
gicamente de estos últimos (Layard 1942: 22, 340, 649-652). Los datos descriptivos de
Ascher son de primera calidad pero de segunda mano. Los grafos oceánicos habían sido
estudiados por el mismísimo Alfred Cort Haddon (1936) –miembro de la expedición de
la Universidad de Cambridge al Estrecho de Torres– y más en profundidad por Arthur
Bernard Deacon [1890-1977], uno de esos antropólogos ( junto a Alfred Gell, Rudi Co-
232
lloredo-Mansfeld e –inesperadamente– Michael Taussig) infrecuentemente diestros en
el dibujo y la diagramación y en la lectura de dibujos y diagramas (cf. Deacon 1934;
Nissen 1988; Gell 2006 [1999]; Colloredo-Mansfeld 2011; Geismar 2006; 2017). Lo
extraordinario del caso es que los Malekula se imponían lograr lo mismo con esos
grafos que lo que los habitantes de Königsberg procuraban llevar a cabo, esto es, deter-
minar si había o no inscripto en sus recorridos un ciclo o un circuito euleriano:
Está, sin embargo, la cuestión de llegar a la Tierra de los Muertos. De acuerdo con los Ma-
lekula, cuando un hombre muere, para llegar a la Tierra de los Muertos el fantasma debe
pasar por donde un ogro parecido a una araña le traza una figura en la arena. Él debe trazar
toda la figura sin levantar su dedo y sin ir para atrás y, si es posible, terminar en el punto en
que empezó. Si no puede superar el desafío, no puede seguir camino a la Tierra de los
Muertos (Ascher 1988: 207).

De acuerdo con las anotaciones de Deacon, cada diseño se considera un laberinto único
que los nativos deben recorrer con el dedo fluídamente, sin cometer ningún error y ate-
niéndose a un orden prescripto. Las figuras sobre las que se hacen los trazos son efíme-
ras, dibujadas en la arena, y no se les atribuye valor estético alguno: son geométricas
pero no son arte ni oficio ni pretenden serlo. Ciertos diseños (todos los cuales tienen
nombre) se derivan de la religión o la mitología del lugar; otros son diseños puramente
seculares y recreativos. La mayoría representa instancias de lo que nosotros llamamos
pájaros, animales, plantas o lugares pero sin diferencias contrastantes entre unas clases
de cosas y otras. Las literaturas extranjeras sobre estas artes sólo fugazmente tangibles y
más silenciosas que orales se muestran a veces preocupadas de que las obras sean piso-
teadas apenas acabadas de trazar. ¿Qué clase de arte es el que se resigna a un modo de
existencia tan efímero?
Se nos dice que los malekulenses más viejos podían dibujar 30 ó 40 dibujos consecuti-
vos sin titubear; muchos de los dibujos eran extraordinariamente difíciles y requerían un
pasmoso dominio de la simetría y un pulso infalible, como el de un cazador. No había
casi improvisación en el dibujo, tal parece. Los diseños se llaman nitüs o nitüs na-ana
en Seniang, rolu en Lavarat y sandroing [sand drawing] en lengua Bislama; han sido
reconocidos por la UNESCO en el año 2003 (y reinscriptos en 2008) como Obra Maes-
tra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad, aunque me suenan más visuales o
corporales que orales y aunque se me hace que por un instante al menos –mientras no se
los pisotea– su tangibilidad es perceptible. Recientemente los mexicanos Rosario Moc-
tezuma y Jorge González-Gutiérrez (2019) –con vistosa edición gráfica pero citando bi-
bliografía analítica devastadoramente desacreditada– han afirmado que los dibujos en
arena de Vanuatu exhiben una consistente dimensión multifractal, un hecho que no he
podido reproducir y que tampoco me resulta persuasivamente establecido aunque algu-
nas de las figuras se encuentran entre las más complejas que me ha sido dado conocer
(cf. Reynoso 2019d: cap. 9).
Nitüs deriva del verbo tüs, que significa “él dibuja” o “él pinta”, el mismo que los na-
tivos misionalizados usan (aclaro yo) para designar la escritura de los europeos según lo

233
subrayaba Jacques Derrida. Éste se habría hecho un festín por esta equivalencia, aunque
sus corolarios –conjeturo– lo habrían descolocado un poco. El hecho es que esta “escri-
tura” nativa tiene menos que ver con la notación del lenguaje hablado que con una rara
analogía geométrica en la que a Derrida, pese a haber nacido en el Maghreb de Fibo-
nacci y a su vocación catacrética, nunca se le ocurrió pensar (Derrida 1971 [1967]: esp.
160-161). Queda en el terreno de lo contrafáctico pensar lo que podría haber sido el em-
prendimiento pos-estructuralista si Derrida hubiera elegido esta región de la etno- o de
la arqueogeometría como alternativa contra el logos estructuralista en vez de aferrarse a
una metáfora que se refiere no ya a una práctica como la escritura en arena o a las gra-
fías trazadas en el cuerpo sino a la gramatología, una ciencia o un discurso sobre la es-
critura (más que una práctica): un logos más, a fin de cuentas, como la palabra clara-
mente lo indica. Si la batalla era efectivamente contra el logos, no debería haber habido
ninguna excepción interesada. Nunca sabré por qué los que pretender deconstruir el
logos (Edgar Morin es un caso a punto) siempre quedan atrapados en el pequeño espa-
cio de ideas patéticamente carácterísticas de lo que pasa por ser el positivismo, la cien-
cia o el pensamiento occidental. Lo que le faltó a Derrida para dar un salto abductivo
más radical ha sido (como hubiese dicho Hilbert) no tanto rigor lógico como imagina-
ción en el sentido geométrico de la idea, así como le faltó atreverse a pensar que una
práctica de la forma material podría ser igual de poderosa –por lo menos– que una teoría
axiomática del concepto, que es lo que en este libro hemos estado comprobando todo el
tiempo.
Derrida sostenía que la escritura ha sido universal y que es lógica y ontológicamente an-
terior al lenguaje, y en base a ello se jugó por entero apostándolo todo a una hipótesis de
tono involuntariamente fundacional tan imposible de demostrar que ni siquiera se entre-
tuvo en intentar su puesta a prueba. Amén de ser filosóficamente ingenua, de fundarse
en una nomenclatura deliberadamente equívoca y de no revisar el estado de avance del
asunto en las disciplinas que se ocupan de él, la falla precipita todo su discurso en una
cadena de errores de tipificación. Lo concreto es que: (1) nadie ha registrado jamás un
grupo humano carente de lenguaje, o que hable una lengua rudimentaria, y que al mis-
mo tiempo esté en posesión de una gramatografía documentable, sea ésta completa o
fragmentaria, oral, escrita o de alguna otra naturaleza; (2) tampoco hay forma de pensar
en una demostración de estos menesteres que no se hunda en el terreno de la conjetura o
que disponga de alguna documentación etnológica creíble; y (3) si los ejemplos que De-
rrida proporciona sobre la universalidad de la escritura son ya dudosos y circunstancia-
les, la universalidad de la gramatología en el sentido de una grafemática (que es lo que
debería demostrarse) no cuenta con una sola prueba testimonial en su haber, sea en la
obra de Derrida o en alguna otra bibliografía pos-estructural concebible (cf. Ballhorn
2013 [1861]).

234
Figura 7.2 – Grafos lineales simétricos egipcios según W. M. Flinders Petrie (1930).
Basado en Paulus Gerdes (Geometría Sona, vol. 3).

Los africanos, mientras tanto, han llamado la atención por sus geometrías fractales por
más que en África haya otras muchas geometrías tanto o más sorprendentes. En su ina-
preciable texto fundacional intencionadamente titulado Africa counts (1991 [1979])
Claudia Zaslavsky reproduce un dibujo lineal de los Chokwe de Angola que representa
el mito cosmogónico de Jokwe. Es lamentable que Zaslavsky se distraiga en la repro-
ducción del mito y en la semblanza interpretativa de los signos y que no subraye el he-
cho de que el diseño lineal (fig. 7.1b) ha sido dibujado sin interrumpir el trazo comen-
zando por la flecha arriba a la derecha, lo cual es, por lo menos, un logro técnico tan
notable como el de las grecas y guardas inconsútiles de Perú pintadas sin la menor vaci-
lación, error o estiramiento (y sin recursos computacionales) en bordes y en superficies
curvas de infinidad de tiestos. Dado que grafos similares a los oceánicos, a los indios y
a los angoleños se presentan en lugares del mundo no conectados entre sí ni con factores
sociales o culturales específicos en común, es probable que (aunque la data etnográfica
sea inapreciable) la explicación “cultural” no resulte en este caso la más acertada. Los
detalles mitográficos específicos y divergentes bien podrían constituir una distracción
que algunos encontrarán interesante pero que nos aleja del prodigio de la amplia dis-
tribución de estas rarezas geométricas, de la altísima complejidad de sus diseños labe-
rínticos y de la tremenda solvencia artística e intelectual implicada en sus flujos reticu-
lares (cf. Siegeltuch s/f; Ingold 2007).
Una de las mejores sistematizaciones de los grafos en arena y sus análogos es un breve
y tardío artículo de Erik Demaine, Martin Demaine, Perouz Taslakian y el geómetra del
ritmo Godfried Toussaint titulado “Dibujos en arena y grafos Gaussianos” (2007). Una
de las manifestaciones de esta modalidad geométrica consistente en trazar líneas en
torno a puntos es el pulli kolaṁ del sur de la India, descripto suscintamente por Demai-
ne y otr@s. He tratado largamente sobre las geometrías de kolaṁ, pulli kolaṁ, rangoli y
otros grafismos en un número de trabajos. Hay un largo capítulo sobre kolaṁ y gramá-
ticas recursivas en mi libro sobre Complejidad y Caos: Una exploración antropológica
(2006: cap. §5.2.5), ampliado por otro referido al Diseño y análisis de la ciudad com-
pleja (2010d: cap. §4); hay también una presentación con múltiples estudios de casos y
archivos anexos en los cursos sobre algoritmos de complejidad en la cultura que se en-
cuentran en este vínculo de mis páginas académicas; está disponible, por último, una
monografía específica en el artículo sobre Diseño artístico y arquitectónico con gramá-
ticas complejas (Reynoso 2008a), en el que se estudia también la síntesis de músicas y
235
motivos rítmicos basada en sistemas de Lindenmayer con aplicación a los kolaṁ de la
región Karnática que se analizarán desde otros ángulos en el capítulo siguiente.

Figura 7.3 – Construcción de laberinto en moneda cretense de Knossos (ca. 400 aC).
(a): Laberinto original; (b) y (c): Método de rotación de secciones diagonales.
Según Fenyvesi, Jablan y Radović (2013: 364).

Quien más trabajó los grafos eulerianos y euclideanos derivados de la etnografía de


Deacon, Haddon y Layard y de la etnomatemática de Ascher fue, por lejos, Paulus Ger-
des, quien los abordó en un número significativo de publicaciones en términos mucho
más geométricos y simétricos que combinatorios o topológicos, que era como Ascher
los contemplaba primariamente. En el tercer volumen de su estudio sobre la geometría
de los Sona Gerdes (2014d) ilustra su argumento usando unos grafos lineales simétricos
egipcios que son prácticamente iguales a los diseños que él había encontrado en Angola
y que no difieren tampoco de los grafos Malekula ilustrados por Ascher. Gerdes (pp.
114-115) atribuye erróneamente a Dirk Struik (1948) precedencia en el estudio geomé-
trico de los diseños Malekula aunque él sabe perfectamente que los primeros trabajos en
ese terreno habían sido realizados por Deacon (1936) doce años antes. Lo más impor-
tante de la participación de Gerdes en este campo es el señalamiento de que los algo-
ritmos que generan las figuras laberínticas de Vanuatu son los mismos que los que ca-
racterizan los diseños Sona de Angola. No me queda claro, sin embargo, cuáles son las
figuras del estudio de Deacon que Gerdes toma como punto de partida de la compara-
ción algorítmica pero debo conceder que entre todos estos estilos rige algo más que un
tenue aire de familia y que sus similitudes son también algo más que una tentadora hi-
pótesis de trabajo (cf. Gerdes 2012 [2008]: 183-184 fig. 288 versus Deacon 1934: 138).
Algunos de los dibujos reproducidos por Gerdes proceden de ejemplares de las antiguas
colecciones del egiptólogo W. M. Flinders Petrie (inventor del método de seriación ma-
tricial y pionero ignorado del análisis espectral de redes sociales) cuya extensa biblio-
grafía el musicólogo Gerhard Kubik parecía conocer al dedillo (fig. 7.2; Reynoso
2019d: cap. § 4). Escriben Demaine y otr@s:
Paulus Gerdes ha desarrollado varios algoritmos geométricos para construir algunas fami-
lias de dibujos Sona. Uno de esos algoritmos utiliza el algoritmo de Euclides para computar
el máximo común divisor de dos números naturales. Resulta interesante que el algoritmo
euclideano no sólo genera dibujos tradicionales en el arte visual, sino también ritmos tradi-
cionales en la música (Demaine y otr@s 2007[; Kubik 2006: 6, 306-307; Gerdes 2014d :
126; 1999a; Toussaint 2005]).
236
Hay un área inmensa que la etnogeometría comparte con la etnotopología y que se re-
fiere a grafos y dibujos sona, kolaṁ o afines de variados tipos descriptos en distintas
épocas por una variedad de autores (Petrie, Haddon, Deacon, Ascher, Gerdes, Huyle-
brouck) y que tuvo que esperar que los topólogos matemáticos elaboraran las nomencla-
turas y la tipología de la teoría de nudos, una rama de la topología de baja dimensionali-
dad que hoy es una disciplina reconocida con sus congresos, asociaciones, surveys y
grupos de investigación especializados (Bozhüyük 1993; Adams 1994; Murasagi 1996;
Manturov 2004; Menasco y Thistletwaite 2004; Adams y otr@s 2016). Los nudos de la
topología formal toman su inspiración de viejas técnicas estilizadas de anudamiento pre-
sentes como arte o como técnica en una multitud de culturas desde tiempos prehistóri-
cos. Aunque el registro arqueológico es incompleto debido al carácter perecedero de los
materiales, hay referencias escritas a nudos en China, en Tibet y en Japón desde muy
antiguo, amén de un repositorio sobredimensionado referido al knotwork de celtas y
otros pueblos que ya hemos entrevisto brevemente (pág. 170 más arriba). La historia
oficial nos dice que tras algunos esfuerzos pioneros en el siglo XVIII, la teoría de nudos
arranca en Occidente en el siglo XIX con Carl Friedrich Gauss [1777-1855]; con no
pocos altibajos y tras una larga pausa, la teoría renace con ímpetu a comienzos del siglo
XXI y ejerce alto impacto en la topología aplicada en ámbitos tan disímiles como el
electromagnetismo, la mecánica cuántica y el estudio del DNA superenrollado. No hay
referencia explícita a la teoría de nudos, a la topología de baja dimensionalidad o a la
topología geométrica en la topología antropológica de Leach o en los textos etnomate-
máticos de Ascher. Nuestra disciplina recién comenzaría a asomarse a la teoría de nudos
hacia finales del siglo XX –una generación después de Rethinking Anthropology– con
resultados fortuitos pero todavía perfectibles.
Aunque se sabe que las más antiguas formas culturales hacían uso de complejísimos y
variados métodos de atadura, que en las bases de datos de la HRAF contienen 1900 refe-
rencias etnográficas a nudos presentes en 298 unidades culturales y que incluso anima-
les situados en modestas posiciones de la jerarquía zoológica poseen notorias habilida-
des nodales, en historia y en antropología la teoría de nudos ha sido abordada de manera
geométrica o topológica sólo esporádica y muy tardíamente (MacKenzie 1991; van der
Kleij 1998; J. C. Turner 1998 [1996]; J. C. Turner y van de Griend 1998 [1996]; Warner
y Bednarick 1998 [1996]; van de Griend 1998 [1996]; Küchler 1999; 2001; 2003). Las
historias oficiales de la teoría de nudos suelen hacer mención de esos antecedentes leja-
nos, pero acostumbran olvidar la extraordinaria experiencia con nudos de Leonardo da
Vinci, así como las seis reproducciones que de ellos hiciera Albrecht Dürer (Coomaras-
wamy 1999 [1944]: figs. 1 & 2; Scherer 1907: 223-225; Costello 2005; Kurth 2013;
Cocciardi 2019; véase este vínculo).92 En la literatura referida a estos ejemplares es

92
El penúltimo suceso mediático en torno de los nudos en la cultura tuvo lugar cuando Caroline Cocciardi
(matemática de la Universidad de California en Santa Barbara) publicó Leonardo’s knots (2019), en
donde ilustraba magistralmente el tema de referencia. En enero de 2020 Cocciardi volvió a cobrar no to-
riedad cuando desestimó la autenticidad de una versión temprana de la Mona Lisa porque el nudo in-
cluido en la pintura no poseía el sello de Leonardo: “Quien haya sido el que pintó el nudo de la Mona
237
señalable el trabajo del notable erudito ceilandés Ananda Kentish Muthu Coomaras-
wamy [1877-1947], ferviente partidario del método comparativo e introductor del arte
indio en Europa, quien supo vincular tempranamente las geometrías de los nudos, los la-
berintos, los dédalos, los maṇḍalas, los diseños unilineales de los Malekula, el bordado
y las figuras de cuerda; sólo se le pasaron por alto, extrañamente, los diseños de umbral
que trazaban en las calles las mujeres del sur del que fuera su país adoptivo. En sus mo-
mentos más inspirados Coomaraswamy se muestra como continuador de las mejores in-
tuiciones de Gottfried Semper y como un claro anticipador de las linearidades de Tim
Ingold. De su obra yo solamente rebanaría unos pocos, comprensibles pero innecesarios
párrafos en que le da por atribuir a México los registros de eventos mediante cuerdas
anudadas que llamamos khipus o por revivir ideas del oscurantista René Guénon.
Tanto o más que la historia del arte occidental, la antropología fue unánime en su desa-
tención a la historia de los nudos y sus teorías hasta tiempos recientes. En un momento
libre del espeso lastre que le acarrea su credulidad sistemática hacia la obra de autores
que han demostrado no ser dignos de crédito 93 y en un peculiar estilo idiomático escribe
la antropóloga alemana Susanne Küchler sobre la pérdida y recuperación del nudo como
objeto de la etnografía:
Los nudos pueden parecerles a muchos un dominio de una antropología que pertenece a
otra época, cuando los bocetos eran una parte esencial de las notas de campo y la recupera-
ción del testimonio material ocupaba un primer plano en el rescate de culturas. Mundana,
funcional y, sin embargo, sorprendentemente compleja, la etnografía del nudo ha sido olvi-
dada durante mucho tiempo por una antropología para la que lo artefactual era poco más
que restos de un pensamiento simbólico. [...] La investigación antropológica del nudo se ha
visto obstaculizada, en lugar de favorecida, por su aparente presencia ubicua como modo de
atar. Una antropología del nudo se hizo posible sólo recientemente con las publicaciones
del estudio de [Maureeen Ann] MacKenzie sobre las bolsas de red en Papua Nueva Guinea
(1991), en el que analizó el nudo a través de la lente del lazo, una técnica variante de unión
que produce la característica de malla abierta expansible e indestructible para bolsas de red.
Implícito en su estudio de las bolsas de red en bucle hay una historia de tecnologías de co-
nocimiento contrastantes, una que amplifica una línea continua, la otra una superficie plana,
[geometrías] que separan efectivamente las culturas de habla no austronesia de la parte con-
tinental de Nueva Guinea de las culturas de habla austronesia de Melanesia y Polinesia (cf.
Hauser-Schäublin 1996) (Küchler 2003: 206).

Y luego:

Lisa Temprana fue en el mejor de los casos un jornalero sin conocimiento de matemáticas” (Cocciardi
2020). Ochenta años después de Coomaraswamy, Cocciardi, singularmente, llama maṇḍalas a los seis
nudos presentes en los “carteles” de la Accademia Vinciana, mientras Eileen E. Costello subraya la idea
de William M. Ivins, Jr. [1881-1961] de la estructuración geométrica y del origen islámico de todo este
género de ornamentos (Hoy y Millett 2014; Ivins según Byrne 1981: 11; Costello 2005: 26),
93
Me refiero a Bruno Latour, Marilyn Strathern, Alfred Gell, Carlo Severi, Roy Wagner, Jadran Mimica,
Gilles Deleuze & Felix Guattari. He cuestionado los usos de estos autores en antropología (así como sus
fallas de origen en el uso de herramientas formales) en mi Árboles y redes: Crítica del pensamiento rizo-
mático (Reynoso 2013) y en (Re)lectura crítica de la antropología perspectivista y de los giros onto-
lógicos en la ciencia pos-social (Viveiros de Castro – Philippe Descola – Bruno Latour), textos todos
disponibles en línea (Reynoso 2019b).
238
El peligro del movimiento hacia el texto, como el movimiento hacia la significación, es que
la relacionalidad inmanente del objeto –y sus imágenes concomitantes– se deja de lado en
favor del referente al que se supone que apunta. El supuesto de la relación entre imagen y
objeto, y el sesgo hacia la interpretación, tienen ramificaciones importantes en la forma en
que las diferentes disciplinas han respondido al desafío planteado por la "supervivencia de
la imagen" (Küchler y Carroll 2021: 4).

Es una pena que Küchler sacrifique la lucidez que alcanza en ciertos momentos promi-
sorios de su despliegue crítico precipitándose sin solución de continuidad en una prosa
preñada de una extraña verba pos-estructuralista en la que no logran asomar la geome-
tría, la reflexividad enunciativa y (sobre todo) la expresión diagramática que el asunto
está pidiendo a gritos. Por eso es que todo acaba en la hermenéutica de siempre, incapaz
de salirse del círculo de los significados, abismada en la exageración de las diferencias
hasta el límite del exotismo e imposibilitada de reconocer el punto exacto en el que la
metodología más básica se ha ido de las manos (cf. Küchler 1987; 1999; 2001; 2003;
2008; 2018 [2011]; Küchler y Were 2005; Küchler y Eimke 2005; Drazin y Küchler
2015).
En cuanto al nudo como objeto de estudio muchas de las aplicaciones en ciencias socia-
les utilizan como punto de partida las colecciones relativamente exhaustivas reunidas
por Clifford Warren Ashley (1993 [1944]) para el afamado Ashley Knot Book; una
buena alternativa ha sido el manual de Colin Adams, The knot book (1996), cincuenta
años posterior. Algunas investigaciones ulteriores han implementando técnicas refina-
das, tales como random walk (Hirsch y otr@s 2014) o autómatas finitos (Scanlon 2016),
pero se está muy lejos de haber homologado en el ámbito de los nudos una notación y
una nomenclatura sistemática comparable a la que hoy rige en torno de las isometrías o
un método generativo gramatical equiparable a los que se usan para producir grafos de
umbral como los que examinaremos en el capítulo siguiente. Existe un puñado notacio-
nes, naturalmente, como el código de Gauss y el código de Gauss extendido, la notación
de Dowker–Thistlethwaite (1983), la de Alexander-Briggs (1927) y la de John Horton
Conway (1967) para enumerar nudos primos de hasta once cruzamientos, pero no sé de
ningún científico social que haya podido penetrar en esos arcanos notacionales con
alguna ganancia. No siendo especialista, en realidad ignoro si el tedio de aprender seme-
jantes formalismos tiene o no justificación científica, aunque alguna vez habría que ha-
cer la prueba. Amén de eso, casi nadie en este rincón de la ciencia ha utilizado teoría de
nudos en sentido estricto para abordar estudios de interés cultural con alguna precisión
enunciativa (cf. Turner 1998 [1996]). Una vez más, la teoría se muestra difícil de cons-
truir y queda siempre rezagada en el proceso de dar cuenta de las prácticas hápticas,
gestuales y corporales, como ya lo admitía en Remarques sur des problèmes de situa-
tion (1771) uno de sus codificadores tempranos, el primer autor en mencionar nudos
como problema y como concepto técnico, Alexandre-Théophile Vandermonde [1735-
1796]. Anunciando la imperiosidad de una topología visualizable en sus análisis del
problème du cavalier escribía Vandermonde:

239
Cualesquiera sean los giros y vueltas de un sistema de hilos en el espacio, siempre se puede
obtener una expresión para el cálculo de sus dimensiones, pero esta expresión será de poca
utilidad en la práctica. El artesano que confecciona una trenza, una red o algunos nudos se
preocupará no por cuestiones de medida, sino por las de posición: lo que ve allí es la forma
en que se entrelazan los hilos (Vandermonde 1771: 566).94

En la gestación de la teoría de nudos como parte de una topología (y no de una aritmé-


tica) vale la pena echar un vistazo de la exploración de Józef Przytycki (1998) sobre las
raíces clásicas de esa teoría, incluyendo las elaboraciones de Leibniz, Euler, Vander-
monde y Gauss, entre otros. Lástima grande, Przytycki no incluye entre las antici-
paciones del tratamiento topológico los precedentes hindúes del famoso tour del jinete,
el cual puede considerarse una instancia del problema más general de las rutas o los ci-
clos hamiltonianos (ya definidos más arriba en la pág. 228; cf. Przytycki 2007). Al
menos un autor, Nigel Pennick (1987) se atrevió a vincular las movidas de un precursor
del ajedrez originario de India (el caturaṅga [ चतु रङ्ग ]) con los laberintos y embaldosa-
dos llegados de Grecia.
La referencia más temprana al problema del también llamado knight’s tour se remonta a
fines del siglo IX y se encuentra en el Kāvyālaṅkāra [काव्यालङ्कार, “Los ornamentos de
de la poesía”, 5.15] del poeta y estudioso literario kashmirí Rudraṭa [रुद्रट, fl. ca. 884-
910], un volumen conocido por los ajedrecistas por contener una de las primeras men-
ciones del ajedrez en India (Chaudhari 1965; Murray 1913: 54). En ese libro el patrón
de un ciclo hamiltoniano se presenta mediante una ingeniosa forma poética llamada
citra-alaṅkāra a propósito del turagapadapātha o “arreglo sobre los pasos de un ca-
ballo”. En otro libro sánskrito sobre ritual, leyes y política 600 años posterior al Kavya-
lankara (el Bhagavantabhāskara [ भग वन्त भा स्कर ] de Bhaṭṭa Nīlakaṇṭha) se describen
criben tres tours del jinete que son no sólo re-entrantes sino también simétricos. Aunque
relativamente tardío para los cánones de la literatura ajedrecística de la India, el texto,
de deslumbrante virtuosismo topológico, es unos 60 años anterior a los estudios de
Euler de 1759 (cf. Murray 1913: 62; Jelliss 2020).
Es bien entrado el siglo que corre que la teoría topológica de nudos se instala en la etno-
geometría por obra de autores heterodoxos como Slavik Jablan, Jay Kappraff, Louis
Kauffman y Ljiljana Radović (Jablan y Sazdanović 2007; Jablan, Radović, Sazdanović
y Zeković 2012; Kappraff, Radović y Jablan 2016).95 Lugar especial merece el empeño
de l@s millennials finlandes@s Kristóf Fenyvesi y Tuuli Lähdesmäki (2013) por vincu-
lar las teorías de nudos con las teorías del laberinto y con los meandros, los frisos de la
simetría y la matemática visual. Especialistas de ese grupo han aportado sin hacer gran

94
“Quelles de soient des circonvolutions d'un ou de plusieurs fils dans l'espace, on peut toujours en avoir
une expression par le calcul des grandeurs; mais cette expression ne seroit d'aucun usage dans les arts.
L'ouvrier qui fait une treffe, un réfeau, des noeuds, ne les conçoit par per les rapports de grandeur, mais
par ces de situation; ce quíl y voit, c’est l'ordre dans lequel sont entrelacés les fils ”.
95
Sobre la obra y la vida de Slavik Jablan [1952-2015], promotor de la geometría y la matematica visual
y programador del software LinKnot (Jablan y Sazdanović 2007), recomiendo leer el sentido obituario
escrito y suscripto por sus muchos y notables colegas.
240
alharaca una de las pocas demostraciones existentes del método de construcción de un
laberinto mediante un procedimiento de selección de áreas cuadrangulares en diagonal
bien conocido por los profesionales contemporáneos, quienes durante un tiempo creye-
ron honestamente –bajo la influencia del celebérrimo y muy soviético Vladimir Arnol’d
[1937-2010]– que ellos, los más destacados entre los topólogos contemporáneos, habían
inventado a lo largo del siglo XX ésas y otras técnicas parecidas de permutación y enu-
meración (Arnol’d 1988; Phillips 1992; Siegeltuch 2018; ver fig. 7.3). Parecido tempe-
ramento al que prevalece en las escuelas de Serbia y Finlandia se percibe en los comen-
tarios de Jessica Hoy y Kenneth C. Millett (2014) a la obra de Caroline Cocciardi, uno
de los textos que yo recomendaría a quien esté buscando una nomenclatura y una intro-
ducción amigable a este rincón de la teoría, la cual suele ponerse imposiblemente difícil
a poco de empezar.
El hecho más impactante que ha revelado el estudio matemático de laberintos arqueo-
lógicos e históricos dispersos por el mundo es que el número de laberintos unicursales
simétricos y bien diseñados (al igual que las isometrías del plano) admite un número in-
esperadamente bajo de soluciones posibles. Tal parece que ningún topólogo actual pue-
de descubrir opciones importantes que no hayan sido encontradas antes en algún otro
lugar. Analizando el caso romano escribe Anthony Phillips del Departamento de Mate-
máticas de la Universidad Stony Brooks en Nueva York:
Diseñar un laberinto unicursal para llenar un área de una manera interesante y simétrica es
un problema topológico, así como un problema estético. Dadas las limitaciones de tamaño
y organización general, solo hay un pequeño número de soluciones topológicamente distin-
tas; esto ha permitido nuestra lectura matemática de los laberintos de mosaicos romanos,
cuyo análisis probablemente podría extenderse al rico corpus de laberintos en manuscritos,
arquitectura y obras de arte medievales. Cada una de las soluciones que ocurren fue descu-
bierta por primera vez por alguien, en algún lugar; un elemento fascinante del estudio de
laberintos antiguos es el contacto con estos topólogos ingeniosos y desconocidos del pasado
(Phillips 1992: 329).

En América Latina hay una literatura de modesta extensión y menguada continuidad


sobre los motivos arqueológicos de laberinto, ligados desde el principio tanto a los
meandros cretenses como a los diseños de Malekula que hemos mencionado unas pági-
nas atrás (cf. pág. 232; Schuster 1956-1958; 1988; Menghin 1969; Carden 2007; 2009;
Aschero 1973: 273-274 con referencias a Deacon 1934 y Layard 1938: 1942: 222, 340,
651-652). Si se lo piensa un poco, se verá que estos diseños oceánicos del centro de la
Melanesia son los únicos del género para los cuales se dispone de material etnográfico
que se viene trabajando desde los inicios de la antropología científica; son también de
los pocos bienes patrimoniales sobre los cuales existen nutridos relevamientos etnogeo-
métricos llevados a cabo por etnomatemáticos de primera línea, incluyendo exploracio-
nes tempranas y de primera mano de sus relaciones con la música y la coreografía ritual
(Layard 1936; Ascher 1988a; 1988b; 1991: 45-61).96 No han habido hasta hoy, sin em-

96
Una excepción importante (escrita desde una perspectiva innecesariamente relativista en la línea de
Stephen Levinson y Lera Boroditsky) es el estudio del canto tyepety asociado a los diseños en arena de
241
bargo, estudios sistemáticos de las geometrías laberínticas o de los procesos construc-
tivos de los materiales arqueológicos del continente americano capaces de determinar el
número de clases realmente contrastantes que existen por detrás de un revoltijo desor-
denado de similitudes y diferencias más o menos fehacientes con unos u otros diseños
del resto del mundo y de épocas muy distintas.
Esta situación dificulta la taxonomía y la comparación por cuanto no se sabe a ciencia
cierta cuándo es que dos motivos pertenecen a clases separadas y cuándo es que consti-
tuyen alomorfos de una misma configuración geométrica, esto es, cuándo son (o no)
instancias más o menos dispares de un mismo estilo. No se sabe, a decir verdad, si esa
diferenciación es correlativa a una distribución específica en el plano sociocultural. No
es infrecuente tampoco que la morfología de los laberintos se confunda con la de dise-
ños antropomorfos, con motivos de huellas de caballos sin herraduras (probablemente
americanos) y hasta con representaciones de vulvas estilizadas como las que había re-
portado André Leroi-Gourhan en el arte parietal paleolítico. Como sea, a nivel global
las clasificaciones de este conjunto politético se mantienen poco variables desde los
tiempos del filólogo rumano-húngaro Karóly Kerényi [1897-1973], quien incluía entre
los laberintos clásicos a los diseños de tipo Mogor-Knossos (“monedas”, cf. fig. 7.3)
pero también a los espirales, a los meandros, a los laberintos intestinales, a las dobles
espirales y a las svastikas, todos los cuales son “variantes de un mismo tema” que (in-
goldianamente, se diría) no es otro que el de “un reflejo lineal de una idea mitológica”:
una expresión intencionada, evocativa y poderosa como las hay pocas pero algo menos
precisa de lo que hoy lo requieren las reglas del método (Kerényi 2006 [1950]: 51, 75).
Si tuviera que decidir a cuáles de entre todos los tipos de laberinto se asemejan más los
motivos laberínticos patagónicos, se me hace que, a juzgar por los datos y las pautas
relacionales que brindan los servicios de búsqueda de imágenes actualmente disponibles
(Google, DuckDuckGo, Shutterstock y sobre todo bing, los más parecidos a los motivos
de Patagonia son los diseños antiguos europeos y los de la India, Nepal y Pakistán; los
motivos laberínticos oceánicos son geométricamente más variados y complejos, com-
partiendo una misma simetría rotacional y una misma textura recursiva con los diseños
de umbral de Tamil Nadu (v. gr. Aschero, fig. II.A, II.B, II.F; Lorenzo-Ruza 1951: lám
IV.2; Kraft 2005: 58; Brooke 2016: 463 versus Deacon 1932: 145, 146, 148-175; La-
yard 1936; 1938; Ascher 1988: figs. 4-6 y capítulo siguiente). Tan es así que una bús-
queda gráfica de una imagen de Malekula como la de la figura 7.1 (izq.) realizada en el
buscador bing de Microsoft, por ejemplo, resulta en una respuesta compuesta por imá-
genes de maṇḍalas y kolaṁs y no por diseños en laberinto, tal como el lector puede
comprobar picando algunos vínculos señalados en estos párrafos y ensayando otras bús-
quedas anidadas y extendidas.

los australianos Arandic (Green 2014). Sobre (o más bien contra) las teorías y las ideologías del rela ti-
vismo lingüístico en éste y otros campos véase Reynoso (2014).
242
De más está decir que los servicios de búsqueda de imágenes en la Web, sumados al
carácter público de sus interfaces de programación (las otrora ubicuas API) involucran
un giro cualitativo en el desarrollo de las técnicas geométricas. Este cambio paradigmá-
tico no sólo sirve al efecto de delimitar mejor el campo de los diseños laberínticos sino
que permite intervenir en muchas de las problemáticas etno- y arqueogeométricas en los
que se necesita deslindar similitudes y diferencias reduciendo la arbitrariedad de la des-
cripción. Muchos de los servicios e interfaces de búsqueda, búsqueda reversa y bús-
queda parcial actualmente en uso se introdujeron recién a fines de la segunda década de
este siglo, con pico en el año 2019; algunos servicios vienen como parte de las presta-
ciones de las aplicaciones de Google o de bing (los mejores buscadores por lejos); otros
son complementos o aplicaciones de terceras partes como TinEye (un reverse image
search engine), NooBox, Yandex o Yahoo Image Search.97 Dependiendo de las pregun-
tas que se formulen algunas respuestas puede que hayan considerado cientos de millo-
nes de imágenes digitalizadas en un par de segundos, muchas más que las que el mejor
de los especialistas podría haber analizado en binario o en soporte de papel en toda una
vida de investigación.
La tecnología de codificación y búsqueda, muchas veces basada en reconocimiento de
patrones mediante redes neuronales y en aprendizaje de máquinas derivado del conduc-
tismo más viejo y más cerril, está cambiando aceleradamente mientras esto se escribe.
Para quienes nos hemos especializado en métodos conexionistas de aprendizaje resulta
bastante obvio que en diversos enclaves de este programa se han cometido algunos
errores de codificación que afean la perspectiva, pero lo concreto es que hoy pueden
emprenderse operaciones de consulta con las que hace una década no se habría podido
ni siquiera soñar y puede darse razón de cada resultado en tiempo real, ilustrándolo
gráficamente si hace falta.
Hasta donde pude ver en los registros bibliográficos y virtuales a los que he tenido
acceso no han habido ni hay en Malekula laberintos clásicos y canónicos como los de la
moneda de Knossos, lo que pone en duda los argumentos de Kerényi y Schuster sobre el
significado y el uso de los motivos laberínticos en América del Norte, entre los Caduveo
y en Patagonia en tanto que de acuerdo con las premisas de la escuela difusionista el
pasaje de los motivos desde Asia debió ser a través de Melanesia (y luego Polinesia) y
no por el Atlántico o por el estrecho de Bering. El rastro dejado en el proceso de difu-

97
La tecnología de búsqueda por imágenes se conoce oficialmente como Content-Based Image Retrieval
(CBIR). Los algoritmos más utilizados son scale-invariant feature transform (SIFT), maximally stable
extremal regions (MSER) y un par de variantes del bag-of-words model (BoW), todos ellos bien conoci-
dos en el campo de la visión de computadoras. Hay una lista aceptablemente completa de los dis positivos
de CBIR en este vínculo, activamente intervenida por quien esto escribe. Algunos de ellos han sido sido
utilizados esporádicamente en diversas dis ciplinas científicas, pero las breves referencias del libro que se
está leyendo son las primeras que conozco en antropología y arqueología del arte o en las aplicaciones a
las humanidades de las ciencias de la complejidad. De todas maneras (y como ya ha sucedido tantas
veces), las investigaciones sobre seriación de materiales egipcios del arqueólogo William Matthew
Flinders Petrie (1930), realizadas a mano, anticipan en casi un siglo ideas implementadas en estas tecno-
logías y las llevan a su consumación operando manualmente y dibujando con regla y compás.
243
sión en longitudes geográficas que van desde Galicia, Gran Bretaña y Escandinavia
hacia el este y hasta la frontera entre Mato Grosso del Sur y Paraguay y hasta las cuevas
de Hualichu en Santa Cruz, Argentina (y hasta muy pocos otros lugares en América), y
a lo largo de tiempos que van desde el holoceno hasta la posconquista es cualquier cosa
excepto una dispersión congruente de un rasgo cultural. No es razonable que los moti-
vos laberínticos de la vieja Europa se mantuvieran tal cual en la India y en Indonesia,
perdieran todo rastro de su naturaleza geométrica al pasar por las antiguas Nuevas Hé-
bridas y luego, en América del Norte, Brasil y Patagonia volvieran a ser lo que habían
sido. Nadie podría afirmar tampoco que un diseño tal como el de las configuraciones
complejas de Malekula (sólo comparable al nudo unilineal de Leonardo o de Albrecht
Dürer) merece seguir llamándose un simple motivo. Quizá convendría interpretar estas
imposibilidades y líneas de quiebre como una buena oportunidad para dejar de lado de
una buena vez especulaciones histórico-culturales que han superado ya el término de su
vida útil y para abrazarnos a las posibilidades que nos abre la tecnología de búsqueda
por imágenes y los avances de la (etno)geometría en general como recursos para atenuar
este impasse y neutralizar las contradicciones que nos han inmovilizado.
Si releemos cuidadosamente el artículo de Aschero (que pronto cumplirá cincuenta
años), notaremos que al vaivén de la escasez y selectividad de la bibliografía que acom-
paña a ese texto –y a despecho de un amplio fragmento de descripciones geométricas–
cada variedad laberíntica ha resultado descripta en un vocabulario geométrico diferente.
Se llega así con frecuencia a complicaciones discursivas que están al filo de lo incom-
prensible por la mera pretensión de describir figuras de cierto grado de complejidad sin
un apoyo gráfico de suficiente entidad, sin una notación descriptiva sistemática, sin un
vocabulario geométrico adecuado, sin una prueba formal de que las descripciones ver-
bales sean capaces de generar (algorítmicamente) las imágenes que corresponden según
la perspectiva del actor (esto es, sin que se pueda aspirar a lo que Chomsky llamaba
adecuación descriptiva) y sin una firme voluntad taxonómica de ordenamiento de la di-
versidad (v. gr. Aschero 1973: 261-264 versus Chomsky 1969 [1965]). La bibliografía
utilizada por ese autor, por otra parte, revela el paso del tiempo en su dependencia de
autoridades que en su época fueron emblemáticas pero que hoy lucen exhaustas, presas
de una hermenéutica de vida, muerte y viajes al otro mundo que no se sabe si viene cier-
tamente al caso o si se trajo a colación para insuflar un poco de trascendencia y conte-
nidos a un asunto que, al buscar su instrumental metodológico en el arcón de los saberes
tradicionales antes que en técnicas experimentales de más alto riesgo, no supo motivar
la inquietud de los investigadores más jóvenes y menos dogmáticos y permaneció por
ello medio siglo en las sombras. Nada de esto es atribuible a Aschero en particular o al
artículo de referencia; en aquella época la mayoría de nosotros aceptaba que se trabajase
de ese modo.
En la confusión generada por una larga cadena de intermediadores a la que recurrió As-
chero, por añadidura, algunos apellidos resultan cambiados, como el del bien conocido
arqueólogo gallego Ramón Sobrino Lorenzo-Ruza [1915-1959] –una fuente esencial– a

244
quien Aschero rebautiza como R. L. R. Sobrino o Sobrino a secas. La trayectoria, el
sesgo y el posicionamiento teórico de este autor (de quien proviene buena parte de los
datos y de las ilustraciones de Aschero y también de Menghin y de Schuster) quedan
invisibilizados a los efectos prácticos (cf. Núñez Sobrino 2012; 2015). También es dele-
téreo el efecto de las traducciones encadenadas a varios grados de separación, ocasio-
nando que el bien conocido laberinto Trojaborg de Visby en Gotland se redefina como
“el laberinto de Wibsy, isla Gothland”, siendo que en ese lugar de nombre mal traslite-
rado existen docenas de laberintos de distinto tipo a los que fotografié (desprolijamente)
en ocasión de alguna visita y a los que a todo el mundo se le da por documentar (cf. As-
chero 1973: 270, fig. IIA). Los datos sobre el laberinto de Visby, tomados precisamente
de los artículos de Lorenzo Ruza (1951: estampa I, fig. 7 de ese texto) con interpre-
tación y todo, provienen a su vez de los estudios de un tal Aspelin a quien ninguno de
los autores identifica, pero que es sin duda Johannes Reinhold Aspelin [1848-1915], pri-
mer arqueólogo del estado y primer profesor de arqueología en Finlandia, cuyas teorías
de origen y trasmisión cultural fueron defenestradas por Aarne Michaël Tallgren [1885-
1945], por Vilhelm Thomsen [1842-1927] y por otros arqueólogos fineses y escandi-
navos de la generación subsiguiente que influyeron en la redefinición de la prehistoria
de la Edad de Bronce en Europa, lo cual debió haber impactado una vez más en las refe-
rencias de Lorenzo Ruza, Schuster, Menghin y por supuesto Aschero (cf. Salminen
2017: Gordon Childe 1996 [1925]: 146, 148, 163, 221, 225, 303; 1926: 183, 194, 196,
198-199, 203, 207). Todos los autores de los que depende el arqueólogo argentino, ade-
más, comparten la idea evolucionista respecto de que los laberintos más complejos de-
bieron ser los más tardíos y el prejuicio de que los laberintos precolombinos de América
se originaron en otro lugar y que ese lugar ha sido en última instancia la Grecia arcaica
o sus inmediaciones, en especial Creta un poco antes o Sicilia algo después.
Algunos momentos de esta dialéctica son todavía más disonantes. El esteticismo locuaz
pero científicamente mudo de la literatura de referencia hace estallido en el prefacio que
el filólogo boloñés y warburgiano Corrado Bologna ha escrito sobre las ideas más jun-
gianas de Károly Kerényi (2006 [1950]: 9-36), un escritor al que ningún arqueólogo
más o menos inclinado a la hermenéutica o a la escuela histórico-cultural deja de nom-
brar cuando de laberintos se trata por cuanto sigue siendo un especialista en diseños
laberínticos menos conflictivo que otros estudiosos de la época, como Lucien Lévy
Bruhl, René Guenon, Giuseppe Tucci e incluso Carl Jung. Kerényi ha sido un personaje
no tan calamitoso que encarnó un papel todavía apreciado en el mundo intelectual pero
que dista de ser el referente confiable y preciso que hoy se necesita en una de las infle-
xiones más delicadas de la etnogeometría. Pauta de ello lo da la apología que Bologna
escribe a guisa de prólogo de la traducción castellana del libro magno sobre los labe-
rintos, en donde pone a Kerényi por las nubes incluso en relación a algunos de sus jui-
cios que han devenido imposibles de sostener.
Como consecuencia de nuestras tendencias abandónicas, otros autores en otros espacios
disciplinares han debido elaborar las geometrías laberínticas que la antropología y la ar-

245
queología del arte dejaron técnicamente al margen, conformándose (en su apego por una
filosofía altisonante e invariablemente germánica) con la rutina de seguir escenificando
especulaciones conjeturales e indecidibles como era habitual hacerlo hasta hace unas
décadas, poniendo al límite una paciencia que los lectores de la era digital hace mucho
han perdido. Consecuencia de esa dislocación es que actualmente hay dos estilos lite-
rarios en el planteamiento de esas problemáticas, una intensamente estetizante y la otra
más secamente discursiva, pero todavía convencional (Bologna en Kerényi 2006
[1950]; Lorenzo Ruza 1951; 1953 versus Reed Doob 1992; Santarcangeli 2000; Sarullo
2017); ninguna de las dos articula una terminología geométricamente estricta; ninguna
está tampoco en condiciones de influir aunque sea un poco en el ánimo de los investiga-
dores jóvenes que en esta época de tecnología abierta pronto dejarán de creer en los
dogmas que los de mi generación tratamos de insuflarles y terminarán, me temo, enca-
minándose a rumbos que no adivino cuáles puedan ser.
Más allá de una nomenclatura mínima e intraducible que distingue dificultosamente en-
tre mazes con recorridos alternativos y labyrinths unicursales y dejando de lado la con-
vicción mayoritaria (sólo disputada por unos pocos) de que los laberintos se originaron
en Grecia y de allí se difundieron a la India con el ejército de Alejandro Magno para
más tarde llegar al sudeste asiático e Indonesia primero, a las Nuevas Hébridas después
y a América mucho más tarde, aparte de lo que ya hemos revisado en este espacio hay
poco más que mencionar (Kern 2000: 285-303; Sarullo 2017: 84-85 versus Zanettin
1983: 437). Hay una aguda discrepancia y un par de miles de años de diferencia entre la
cronología hoy aceptada mayoritariamente y la establecida por Aschero (1973: 261, ba-
sada en Menghin y sobre todo en Schuster 1957: 6-10). Este último hablaba de contac-
tos transpacíficos que habrían tenido lugar entre 1.000 y 3.000 años antes de la era cris-
tiana, resaltando en algunas de sus interpretaciones la honda influencia de la cultura
hindú en América en aquel entonces, un tema sobre el que no pude encontrar evidencia
palpable y para el que en apariencia sólo él y Edmund Carpenter (con una superabun-
dancia de materiales sin precedentes en esa época pero atrapados en una folie à deux
vertiginosa que nunca se desanudó) sentían poseer los elementos de juicio un tanto des-
cabellados que necesitaban para satisfacer sus propias profecías (cf. Prins 1998; Naef
2011; Siegeltuch 2018).
En la más oficial de todas las historias es de suponer que el motivo laberíntico llegó a la
India junto con los rasgos escultóricos helenísticos que originaron el arte greco-buddhis-
ta de Gandhara con sus estatuas características: el pañal y el fino manto de tela de hilo
adherido al cuerpo del Buddha con pliegues como los de la Victoria de Samotracia, el
rodete de Apolo incrustado en la coronilla, un friso de rizos pegados a la frente, un rizo
central más grueso en el que se cree que anidaba el tercer ojo, el perfil geometrizado de
la nariz de Sakyamuni o del Boddhisattva que sigue siendo recto y griego incluso en
China. En el subcontinente, como bien se sabe y aunque cueste creerlo a la luz del Shiva
Naṭarāja, de Khajuraho y de las estatuas de Buddha o de los tīrthaṅkaras, no había es-
cultura antropomórfica con anterioridad a la llegada de los generales de Alejandro (Fou-

246
cher 1917: 111-138; 1922; Behrendt 2007; Stoye 2008; Rienjang y Stewart 2019; 2020).
Pero datos más recientes indican que los laberintos de Goa en India son consistentemen-
te más antiguos que los del período helénico, remontándose a por lo menos 2.500 aC y
quizá hasta 8.500 aC (Brooke 1953; Shirodkar 1998; Kraft 2005). Ni siquiera el labe-
rinto de Polifemo en Sicilia es tan antiguo. De todas maneras, la cronología laberíntica
está revuelta como casi ninguna otra, pues no hay forma de que converjan las fechas
históricas del helenismo con las escalas temporales de las culturas megalíticas o de la
civilización minoica o de la Edad del Bronce que los laberintos reclaman como sus
contextos naturales. No he podido encontrar tampoco ninguna mención y ninguna figura
del laberinto de Knossos o de otros similares en toda la bibliografía antigua y moderna
sobre el arte de Gandhara o en toda la etnografía de Malekula.
Otras discusiones que campean en este espacio han ganado cierta popularidad, tales co-
mo (1) la certeza de que los laberintos curvilíneos son más antiguos que los rectilíneos
(Lorenzo Ruza 1953: 60-61), contraria a la tesis de que los laberintos más arcaicos que
se registran (como el de una tableta babilónica de arcilla) son rectilíneos; (2) la idea de
que los laberintos clásicos suelen exhibir una cruz central, condición –según Emmanuel
Anati– para que no se los clasifique como una “imagen vulvar” propia del arte rupestre
más antiguo, afirmación rechazada por algunos especialistas; (3) la creencia debida a
Marija Gimbutas de que el laberinto es junto al meandro y al espiral un símbolo feme-
nino (una idea que armoniza con el arte de umbral de los pulli kolaṁ pero que es contra-
dictoria con los datos de Malekula proporcionados por Deacon [1934: 132]) y (4) la
afirmación que establece que el laberinto más antiguo del mundo podría ser el de la
Gruta de Polifemo en Trapani, Sicilia, datado hacia 5 ka, lo que fija un terminus post
quem que impone preemptivamente la fecha más antigua posible para los motivos labe-
rínticos en América pero que –como acabamos de ver– ya ha sido impugnada por los
datos masivos de variada credibilidad procedentes de la India en general y de Goa en
particular si hemos de creer en el linaje alejandrino de los tempranos laberintos de la
India (Anati 1994: 76; Rigoglioso 1998 versus Shirodkar 1998; Kraft 2005).
Por añadidura, en 1993 el indólogo y arqueólogo Prakāścandra Pāṇḍuraṅga Śiroḍakara,
uno de los freedom fighters más prominentes de Goa, descubrió grabados de arte rupes-
tre en plataformas lateríticas y rocas de granito de Usgalimal en las orillas del río Ku-
shavati, arrojando luz sobre la prehistoria de Goa y sobre la existencia de humanos en la
región durante el Paleolítico y Mesolítico. Desde entonces y junto a muchos más ele-
mentos de juicio se ha tomado conciencia de que las relaciones entre las artes paleo-
líticas indias y europeas –laberintos incluidos– necesitan ser urgentemente recalibradas
(Chakravarty y Bednarik 1997: 34; Neumayer 1993; Bednarik 2012). Lo que tenemos
hasta aquí es un nudo harto más ominoso y enredado que el nudo gordiano.
Aun cuando dentro y fuera de la escuela finlandesa se han alcanzado algunos éxitos en
la interface entre topología y cultura en el campo de los nudos, los meandros y los labe-
rintos, unas cuantas instancias claves que hacen a las reglas subyacentes a la práctica
permanecen reacias a la operacionalización (cf. Luri, Parisi y Terranova 2012). En ma-
247
teria de modelado informático, de todas maneras, han habido notables avances en cien-
cia computacional, aunque la información para llegar a ellos se encuentra algo desor-
denada puesto que en informática nada es menos prioritario que la disponibilidad del
código y la retrocompatibilidad con la versión anterior. Una pieza importante en estas
herramientas, aunque necesitada de desciframiento especializado, es el conjunto de fonts
creados por el genial Donald Knuth, padre del análisis algorítmico y creador del progra-
ma TeX, bien conocido éste como herramienta de escritura científica entre los académi-
cos de tesitura nerd. Además de TeX Knuth desarrolló un puñado de ingeniosos fonts
para ese programa que se pueden bajar desde su página en la Universidad de Stanford a
fin de dibujar construcciones laberínticas que nunca podrán ser excesivamente compli-
cadas para los aficionados al modo texto de Linux o Unix o para ganadores del Premio
Turing que cultivan el arte de hacer las cosas de la manera más difícil.
La contribución potencial de Knuth a los estudios laberínticos es su elaboración de la
geometría de metafonts, basado en la estrategia del eje medial, la cual permite diseñar
cualquier forma de letra, glifo, signo o motivo basado en el cambio de unos pocos pará-
metros (Knuth 1977; 1999; Ghosh y Bigelow 1983: cap. § 2). Como siempre sucede en
estas prácticas, el modelo de Knuth había sido esbozado 450 años atrás por la especifi-
cación geométrica sobre la forma de dibujar el conjunto de letras del alfabeto romano
realizada por Albrecht Dürer en el tercer libro de su Vnderweysung der Messung: mit
dem Zirkel vn[d] Richtscheyt in Linien, Ebnen vnnd gantzen Corpore (Instrucción de la
medida: con el compás y la regla en líneas, niveles y cuerpos enteros, 1525; Cardona
Suárez y otr@s 2006). Malgrado las diferencias de objeto, los textos indicados en este
párrafo contituyen otras tantas alternativas disponibles para los equipos de investigación
sobre diversas maneras históricas de describir adjetival y paramétricamente casi cual-
quier diseño o conjunto bidimensional de diseños.
Otra contribución importante es la monografía de Michel Lacroix en torno de una apro-
ximación a una teoría enumerativa de los meandros que suministra un robusto marco de
referencia y una nomenclatura sólida que todavía estoy en proceso de asimilar y que, tal
como la veo, podría presentar dificultades serias para el lector de las ciencias sociales
(Lacroix 2003). Para asistir en la clasificación de laberintos hay también una suculenta
página en Think Labyrint que se ramifica hasta el máximo nivel de detalle y una biblio-
grafía laberíntica experiencial más extensa de lo concebible (y, según sospecho) de lo
necesario (Rhodes y Rudebok 2017).
Últimamente han surgido algunas iniciativas que parecerían situar por primera vez el
estudio geométrico y topológico de los laberintos al alcance de los académicos. Aparte
de los trabajos de la escuela finlandesa y de las contribuciones de Knuth que alguien
explotará alguna vez, hoy se puede consultar la amplia bibliografía y los recursos dispo-
nibles en el portal de Labyrinthos.net), incluyendo la revista Caerdroia, publicada por
Jeff y Kimberley Saward desde 1980, llamada con el nombre galés del séptuple laberin-
to cretense y disponible para quienes dominan los laberintos de la Web y la tecnología
de proxys y direcciones sustitutas en los lindes de la ilegalidad.
248
No todas son buenas noticias, empero. Además de un tono impregnado de espiritualis-
mo y del perfil profesional incierto de unos cuantos promotores de la iniciática The La-
byrinth Society, es particularmente decepcionante la sección del portal en la que consta
la bibliografía sobre laberintos en América del Sur, en la que sólo se mencionan unas
pocas páginas de un artículo del ya mencionado Jeff Saward (2003) y un libro de Carl
Schuster y Edmund Carpenter (1988) inconseguible en la red y deficientemente refe-
renciado a lo largo de todo el portal. Los trabajos aceptablemente afilados de Carlos As-
chero, de Natalia Carden y de otros arqueólogos argentinos y chilenos que recogían y
subsumían una tradición que se remontaba a la obra de Menghin, Kerényi, Lorenzo-
Ruza, Casamiquela, Schobinger y el mencionado Schuster no son ni siquiera tenidos en
cuenta en estos repositorios virtuales. Hay quien piensa –y me cuento entre ellos– que
los motivos laberínticos de América y las tradiciones locales de su estudio merecen ser
puestos en el mapa global como bien ha sucedido en el caso de la India, Nepal, Pakistán
y de Sudáfrica (a juzgar por los datos de Labyrinthos y otras fuentes ecuménicas) inde-
pendientemente de que alguna vez se llegue a despejar su origen. Mientras que en la li-
teratura especializada en laberintos podría pensarse que todo viene de perillas, los mo-
tivos están desapareciendo como temática viva en la gran escena científica (v. gr.
McDonald y Veth 2012; Malotki y Dissanayake 2018). El campo está prácticamente
vacante, la demanda es palpable y los recursos técnicos desbordan pero sin duda es
mucho y muy complicado el trabajo que resta por hacer.
En definitiva, la situación en el campo de los estudios laberínticos es altamente irregular
y no condice con el avance tecnológico que está a la vista de todos y que podría ser uti-
lizado con mucho más provecho de lo que ha sido el caso, tal como hemos visto al aso-
marnos a la tecnología de búsqueda de imágenes accesible hoy mediante robustas aun-
que un poco escondidas interfaces de programación. Sin que importen mucho los avan-
ces tecnológicos, con los laberintos está sucediendo hoy lo que hace un siglo sucedía
con los maṇḍalas, sin que falten siquiera colecciones de laberintos para colorear al lado
de una miríadas de páginas y sitios orientados (como éstos) al uso de laberintos para do-
minar la angustia y demás empeños de anger management, reducción de estrés y exalta-
ción del ego en la era posmoderna. La incoherencia es la norma y lo más vanguardista
de la tecnología convive con lo más retrógrado del movimiento esotérico y con los más
viles propósitos de lucro. Muchas veces la tecnología incurre en un exceso inmotivado.
Allí fuera, en el campo virtual, prospera por ejemplo una infinita galería de laberintos
fractales pendientes todavía de una buena sistematización que permita determinar, entre
otras cosas, si ese fenomenal despliegue de figuras situadas a mitad de camino entre la
belleza más estremecedora y el kitsch más trillado puede (científicamente) servir para
algo más allá de la ornamentación pura.
En cuanto a los nexos entre las técnicas laberínticas y los significados culturales todo
está más o menos en vías de hacerse. Vale la pena asomarse una vez más a un par de
observaciones de Tim Ingold referidas a los aspectos de la reproducción cultural de los
nudos, un tema sin duda conexo con el de los laberintos:

249
Las mujeres telefol, según [Maureen Ann] MacKenzie, valoran mucho la estandarización
de sus técnicas de looping, ya que es una forma de confirmar la identidad tribal […]. Pero
yo diría que esta estandarización no se produce, como afirma MacKenzie, por la
conformidad con las reglas. De hecho, no parece haber reglas, más allá de las exhortaciones
generales del tipo que la madre le da a su hija en el caso descrito anteriormente, o "reglas
empíricas" vagas que ayuden a preparar al practicante para su actividad inminente pero que
de ninguna manera determinen su curso. […]. Como la mayoría de las habilidades prácticas
comunes, como atarse los cordones de los zapatos en la sociedad occidental, el bucle se
resiste a la codificación en forma de reglas generativas o algoritmos. […] De ello se deduce
que la reproducción de patrones de movimiento es una función no de la fidelidad con la que
la información que especifica estos patrones se copia de una generación a la siguiente, sino
de la coordinación de percepción y acción que se encuentra en el corazón de la mimesis
práctica (Ingold 2000b: 357-359).

El caso de los nudos en la sociedad Telefol de Papua Nueva Guinea se presenta como
un buen análogo del conjunto de instrucciones –la mímesis práctica– mediante el cual
las mujeres de Tamil Nadu enseñan a sus hijas las artes del kolaṁ. En ninguno de estos
casos se ha deslindado del todo la algorítmica que rige los procesos, la estructura del
aprendizaje, el sistema de enculturación o como se lo quiera llamar, pero ya se va te-
niendo cierta idea sobre “la coordinación de percepciones y acciones” y las pautas co-
rrectivas de constreñimiento y desaprendizaje que podrían ser las que modelen las prác-
ticas.


Ningún texto sobre las etnogeometrías puede dejar al margen las figuras de cuerdas que
se componen digitalmente (esto es, con los dedos) en sociedades de todo género disper-
sas en los continentes habitados. Un buen número de entre los antropólogos más tem-
pranos se ocupó de describir los juegos de cuerdas conocidos en distintas sociedades, un
rasgo cultural que posee una distribución amplísima y que podría haber inspirado un de-
sarrollo metodológico imponente tanto en la descripción como en el plano comparativo.
Los más perseverantes entre los antropólogos que han trabajado con figuras de cuerdas
han sido Franz Boas (1888), Alfred Cort Haddon y W. H. R. Rivers (1902), Julia Pav-
lovna Petrova-Averkieva [1907-1980] (1992), Caroline Augusta Furness Jayne [1873-
1909] (1906), Kathleen Haddon (1912), Raúl Martínez-Crovetto (1970), Honor Maude
(1971), Philip D. Noble (1980), Ana Guevara (2011), Judy McKinty (2011), José
Braunstein (2017a; 2017b; 2017c), Eric Vandendriessche (2007; 2014a; 2014b; 2015) y
Rodrigo Montani (2018), entre muchos otros. Entre estos trabajos se encuentran –sobre
todo al comienzo de la serie– un puñado de obras maestras de la etnografía al lado de
trabajos que preferiríamos olvidar. Hace poco he dado con un raro ensayo del reverendo
Jonathan Barlow Gee (2014) albergado en un sitio de Web aun más estrambótico llama-
do the Pythagorean Order of Death (dedicado a restaurar la democracia Atlante [sic])
en el que se postula una relación no del todo descabellada (geométricamente hablando)
entre los juegos de cuerdas simétricos, los símbolos adinkra de la teoría de supercuerdas
y los àdìǹkrá de los Ashanti de Ghana que nos tocará revisar en el capítulo § 9.

250
Hay muchos textos más sobre el tema, por supuesto, redondeando el millar. La biblio-
grafía técnica que se encuentra en el portal de pgadey.com (y que es copia de otra que
realizó Tom Storer) incluye una amplia sección de unos cien trabajos sobre figuras de
hilo “de interés matemático” entre los que destacan los del recordado matemático iraní
Alí Reza Amir-Moez [1917-2007] (1965; 1968; 1979; 1984; Amir-Moez y Hamilton
1974; 1975-1976). La bibliografía originaria que preparó Storer para el ISFA y replicó
en un sitio inestable se encuentra actualizada hasta el 2017. En ella se identifican unos
cuantos estudios de interés entre los cuales se destaca uno del bien conocido investiga-
dor independiente Martin Probert (2014) titulado “String figures are not Knots” el cual
estoy procurando conseguir a la fecha (setiembre de 2021) porque la frase es promisoria
de más de una idea original. Existe otro gran repositorio que cubre de 1978 hasta 1993
en la página del Bulletin of the String Figures Association. Seguramente hay más mate-
riales en lugares que se me escapan, o los habrá pronto, o se han perdido para siempre, o
los podrá descubrir usted sin hacer caso de lo que yo diga.
La bibliografía sobre las figuras de cuerdas es inmensurable y está parejamente distri-
buida a través de todo el mundo etnográfico (cf. Richard Ratajczak, Mike Garofalo). El
acopio de información contextual es por cierto impresionante y en Argentina ha habido
por lo menos un especialista (José Braunstein) que se ha convertido en referente global
hasta el día de la fecha, aunque por comprensibles razones de militancia institucional
cuestionada, conservadurismo teorético y marginalidad concomitante no ha compartido
un solo documento en línea (mucho menos su tesis), lo cual en estos tiempos pinta casi
como una extravagancia. Algo pudo haberse perdido en este trámite y en algunos otros
casos similares afectados por los cambiantes valores políticos, pero el valor real de las
densas investigaciones de Braunstein se me escapa, aunque recuerdo vívidamente que
su propio director de tesis (Edgardo Cordeu [comunicación personal]) no las considera-
ba muy sustanciosas y las desvalorizaba con una sonrisa cómplice. No obstante la abun-
dancia en el dominio global, el uso de la herramienta geométrica y topológica capaz de
convertir la descripción etnográfica en una comparación de las etnogeometrías implica-
das en los juegos de hilo está recién en sus preliminares y se encuentra apenas esbozado
en un manual reciente del antropólogo especializado en cultura material de la Université
Paris Diderot (o París 7) Eric Vandendriessche (2015) quien, en apariencia, desconocía
en ese momento las objeciones de Martin Probert a la formalización de las figuras de
cuerdas por la vía de la teoría de nudos. Escribe Vandendriessche:
With the concept of heart-sequence and its formalization, we have seen that analysing
string figures corpora through an accurate mathematical observer’s tool helps to raise hypo-
theses about how the actors created string figure algorithms. These algorithms are mathe-
matically difficult both to describe and to characterize. Further research will be necessary to
get a fully satisfactory formalization. Storer introduced other formal approaches that would
be worth developing: the regular projections and linear-sequences, in particular. The latter
approaches were inspired by Knot Theory (Murasugi 1996; Livingston 1993). In mathema-
tics, a “knot” is defined as a closed curve (without crossing-points) in 3-dimensional space.
And indeed, at first glance, a knot does seem to be a mathematical object with a close rela-
tion to string figures. For more than a century, mathematicians have tried to find mathema-

251
tical tools to characterize “knots”. The point is to search what they have called “invariants”
(polynomials, matrices, …), that can be calculated for each knot, aiming to differentiate
them—i.e. to be able to determine whether or not two given knots can be obtained from one
another by continuous deformation of the curve (isotopic knots). No ideal invariant of knots
has been found so far, and this issue remains open (Vandendriessche 2015: 355).

Aun cuando existen homologías obvias entre los laberintos malekula, los mapas sona,
los pulli kolaṁ, los dibujos en arena, los laberintos y las figuras de cuerdas del mundo
etnográfico, más allá de (por ejemplo) los fonts de Donald Knuth o de los algoritmos in-
ductivos de la búsqueda inversa por imágenes no se han desarrollado teorías o algorit-
mos coordinados capaces de sistematizar las metodologías, unificar las nomenclaturas y
esmerilar la descripción a través de los casos como comienza a ser el caso de (por ejem-
plo) la geometría fractal o las isometrías del plano. Tampoco hay una identificación cla-
ra de las prácticas de las figuras de hilo con la antropología del arte o con la elicitación
de materiales etnográficos para la antropología en general. Incluso en las asociaciones
que se dedican de lleno a ellas (y por más que las contribuciones académicas sean allí a-
preciadas) éstas se vinculan más bien a juegos o al uso identitario del cuerpo; lo que
más abunda en el mercado es por ende la literatura lúdica y de autoayuda de tipo do it
yourself y una colección de piezas del género pasatista, destino que también afectó a la
coloración de maṇḍalas (pág. 145 y ss.) y a las geometrías de poliominós, disecciones y
origamis que hemos revisado más arriba ( pág. 199 y ss.). Lo que parece haber sucedido
es que han habido demasiadas distracciones semánticas para que aflore un orden sintác-
tico y demasiadas complicaciones formales para que una notación o una nomenclatura
orgánica sean posibles.

Figura 7.4 – Tokapu – Imagen de Wikimedia Commons en el dominio público.


Contrástese con lámina de àdìǹkrá de Ghana en el British Museum, pág. 290 más abajo.

252
El abrumador volumen de información contextual relativa ya sea a cada una de las so-
ciedades en que aparece la práctica (o a cada una de las ontologías en la que las socieda-
des se inscriben) plantea como problema y deja sin explicar la palpable universalidad y
la virtual similitud de las geometrías de las figuras de nudos a través de las culturas. No
es inocente, en esta tesitura, que las prácticas geométricas hayan acabado describién-
dose como juegos o adoptándose como tales en la sociedad contemporánea. A pesar de
las transformaciones revolucionarias que ha sufrido la idea de juego en la era digital, el
campo está minado con las viejas teorías del Homo ludens de Johann Huizinga (1980
[1944]), conducentes a la ludo-lógica de Roger Caillois (2001 [1961]: 59), así como con
otras teorías consagradas al empequeñecimiento de lo exótico y a la exotización de lo
banal. Estas teorías establecen, una y otra vez (como rezaba una nota periodística de
Joyce Cohen [2000] publicada en el New York Times), que los juegos de cuerdas son
“algo más que juegos de niños”, que los juegos de niños contemporáneos, los rituales
serios y las etnogeometrías de la edad de piedra (o de los “contemporáneos primitivos”)
son prácticamente instancias de una misma clase de prácticas y que las geometrías del
juego (y por ende las geometrías latu sensu) son incluso “anteriores a la cultura”, tanto
más cuanto más insólitas se presenten: la misma clase de argumentos cripto- o seudo-
evolucionarios cuya puesta en abismo he procurado escenificar en este libro.
La razón para arremeter contra esa especie discursiva ha sido simplemente porque sus
argumentos pertenecen a una modalidad hermenéutica que bien puede haber puesto so-
bre el tapete o viralizado información cualitativa sustancial, pero que no ha logrado
avanzar un ápice en explicarnos cómo es que culturas que cultivan semánticas tan diver-
gentes y peculiares coinciden en unas pocas formes fixes de sintaxis geométrica, cuya
combinatoria (en tanto grupo de transformación de las formas) es descriptible (como en
una gramática) mediante en un número todavía más pequeño de factores, operaciones
elementales, isometrías y criterios de gramaticalidad que gozan de muy pocos grados de
libertad por infinita que parezca ser la productividad de sus regímenes generativos y por
inquietante que luzca su diversidad.
Ejemplo de ello es la “sucesión de operaciones” y gestos procedimentales que definen el
kaninikula en Trobriand y que no es otra cosa que una serie o secuencia lineal o ramifi-
cada de algoritmos, traducible de un sistema a otro y codificada décadas o siglos antes
que en Occidente comenzáramos a pensar en grupos de transformación (cf. Vanden-
driessche 2014b). La observación de Vandendriessche (2015: 48) respecto de que “un
estudio etnolingüístico comparativo de los términos técnicos relativos a la práctica de
las figuras de cuerda en diferentes sociedades podría ser entonces una vía promisoria de
identificar y analizar los distintos modos de la conceptualización vernácula de estas
prácticas” nos deja con la sensación de que sesenta años después del surgimiento del
análisis componencial la organización comparativa de las reglas del juego sigue siendo
una tarea pendiente de la etnogeometría cognitiva.
Tal vez sea un golpe de suerte que la etnografía haya optado por describir estas prácti-
cas como juegos, dado que el factor definitorio de los juegos (mal que le pese a Ludwig
253
Wittgenstein y contrariando un poco a Tim Ingold) es que están sujetos a reglas explí-
citas o implícitas, fijas o cambiantes, rigurosas o aproximativas, públicas o privadas
pero reglas al fin. Me tienta decir, llegado a este punto, que no estaría mal redefinir una
etnogeometría como el conjunto politético de las reglas del juego que definen las prác-
ticas de la producción imaginaria en una cultura en un momento histórico, en una epis-
teme y en un orden social determinado o (dependiendo del nivel de análisis) que las de-
finen ecuménicamente.
Un fragmento singular de la bibliografía sobre los juegos de hilo relaciona a éstos con
una especie de cognición situada, como si las geometrías fuesen una especie de reposi-
torio dinámico de la memoria cultural. Ana Guevara (2011) de la EHESS lo ha trabajado
en estos términos, hondamente, en el entorno mapuche; el antropólogo italiano Carlo
Severi ha desarrollado el tema desde un punto de vista que muestra afinidades con el
proyecto del perspectivismo amazónico (Severi 2006; 2009; 2012; 2014; Severi y Garou
2013). Severi toma como precedente estudios referidos a los sistemas de khipus en el
Perú y otros trabajos más geométricos en su empeño, como los de Tom Cummins
(1994) referidos al tokapu. Aquél es tributario de los densos análisis etnomatemáticos
de Ascher y Ascher (1981); éste se encuentra inserto en un desafiante libro imbuido del
ethos justiciero de movimiento decolonialista sobre formas geométricas de “escritura” o
“heráldica” precolombina (Hill Boone y Mignolo 1994). Por desdicha, en su tratamiento
en manos de Severi el sistema de khipus pierde todo carácter sistemático y lo que podría
ser su geometría se diluye en un aluvión de retórica bienpensante emparentada con los
conceptos menos felices de Alfred Gell, un autor al que muchos recurren cuando se en-
cuentran escasos de ideas y necesitan un marco de posicionamiento lo más neutro y
anodino posible pero que brinde una intensa sensación de contemporaneidad.
A la hora de las definiciones un tokapu, tokapo o t’oqapu es un conjunto de cuadrados
con decoración geométrica polícroma que aparece en textiles bordados o en tejidos y
también pintados en vasijas, mayormente en keros ceremoniales de la época Inka y en
piezas llamadas llautos, chumpis y uncus de cumbi. No sorprende demasiado que no
sean poc@s l@s investigador@s que aseguran que se trata de un sistema de escritura;
entre ell@s se encuentran Victoria de la Jara [1917-2000], Thomas Barthel [1923-1997],
William Burns Glynn [1923-2014], Jaime Salcedo Salcedo, Mariusz Ziółkowski, Mary
Frame, Gail Silverman, Margarita Gentile y Antonio Huillca Huallpa, quienes han iden-
tificado los signos o glifos alternativamente con palabras en quichua o en otra lengua o
con logogramas independientes de lenguaje, nombres propios, nombres+números, tex-
tos complejos, personajes, dígitos de un sistema decimal, términos de parentesco, sím-
bolos heráldicos de prestigio o unidades de sentido ideogramáticas. Como se ve, no ha
quedado casi clase sígnica o actancial sin postular.
Salvo por su intenso colorido, el eventual enmarcado y la cuadratura geométrica de los
tokapu, los signos que integran el conjunto tienen un cierto aire de familia con los curvi-
líneos àdìǹkrá de los Ashanti de Ghana que hemos de tratar un par de capítulos más
adelante. Dado el fracaso de los desciframientos divergentes de los tokapu y dado tam-
254
bién el vacío metodológico y la falta de resultados tangibles que han aportado las alter-
nativas semiológicas del decolonialismo en la tesitura de Elizabeth Hill Boone y Walter
Mignolo (1994: 199, 203-204, 208, 215 n35, 216 n48) o de Heather Allen y Andrew
Reynolds (2018) de una punta a la otra del último cuarto de siglo, intuyo que las formas
más adecuadas de interrogar el modo de significación propio de este género geométrico
debería inspirarse precisamente en las teorías emic multivocales, mnemotécnicas y me-
tafóricas que están operativas en los àdìǹkrá de Ghana y en sus sucesores los adinkra de
la teoría supersimétrica de nuestra vanguardia científica (cf. Ascher y Ascher 1981; Zui-
dema 1991; Arthur 1999-2001; Gates 2008; 2009; 2012; Danzy 2009; Marfo, Opoku-
Agyeman y Nsiah 2011 Rimpsey 2013; Osuwu 2019; ver pág. 290 y ss.).
En este ámbito proliferan cuantiosas interpretaciones variopintas de la geometría de los
tokapu, muchas de ellas arrogándose la hazaña de su desciframiento y deslizándose con-
secuentemente (igual que sucede en la vasta literatura sobre los khipus) más hacia lo
criptográfico, lo analógico y lo especulativo que hacia lo geométrico, lo abstracto y lo
sistemático. La bibliografía compilada en sitios consagrados específicamente a esa geo-
metría enigmática (en tocapu.org, por ejemplo) se aproxima ya a los varios centenares
de textos, incluyendo fuentes monumentales y epigráficas. No obstante, y debido sin
duda al oligopolio que los enfoques pos-estructurales y deconstruccionistas han instau-
rado en este espacio (y con una sola excepción), todavía está faltando una descripción
sistemática de sus geometrías y de los grupos de transformación que en ellas se mani-
fiestan (cf. Arellano 1999; Urton 2003; Eeckhout y Danis 2004; Martínez Armijo 2005;
Rojas Silva 2008; Gentile 2010; Cummins 2011; Pasztory 2005; Silverman 2011; 2015;
2017: 228, 231, 232, 235-237). La mayoría de los tokapu a los que he tenido acceso se
atiene al llamado teorema de los cuatro colores, al cual describiré más adelante en rela-
ción con otras clases de figuras, que una vez más han de ser los àdìǹkrá (aunque los más
de ellos son monocromáticos). Esto significa que en el proceso de asignar colores a los
elementos que componen un tokapu (o más todavía a un conjunto de tokapus continuos
en un dibujo) nunca se verá que dos áreas contiguas sean del mismo color, alcanzando
por ello cuatro colores para la totalidad del diseño (excluyendo eventualmente los
bordes), sea éste de la complejidad que fuere. Que se haya logrado esto sin apoyo de
herramientas computacionales constituye, a mi juicio, un logro intelectual señalable (ver
fig. 7.6 más abajo).
La única indagación estrictamente geométrica de los tokapu que conozco es la de Mary
Frame (2007) titulada “Lo que Guaman Poma nos muestra, pero no nos dice sobre Tu-
kapu”, que acaso sea la más atinada interpelación de objetos etnogeométricos desde el
punto de las geometrías del plano en el sentido de Washburn y Crowe y, al mismo tiem-
po, la más fina exégesis de la obra de Guaman Poma de Ayala [1535-1616] (cf. Poma
de Ayala 1980 [1615]; ver también Frame 1984; 1994; 2006). Próxima a este espíritu se
encuentra la obra de Esther Pasztory, húngara aclimatada en la Universidad de Colum-
bia, quien ha trabajado como pocos (bajo la inspiración del pintor argentino César Pater-
nosto) el tema de la geometría abstracta (2010; Finegold, Hoobler y Pasztory 2017). En

255
su Inka Cubism. Reflections on Andean Art (2010), Pasztory concuerda con Paternosto
en el sentido de que el arte abstracto andino precolombino es una especie de raíz ances-
tral y fuente última de toda la abstracción. Para Paternosto el lenguaje geométrico es un
paso previo a lo que él llama “formas puramente espirituales”; escribía él recientemente:
En los 70 viajé a Perú y encontré rocas talladas en forma geométrica. Fue una epifanía: en
medio de los Andes di con esculturas extrañas incluso para la tradición precolombina. Me
conmovió ver un arte abstracto anterior al de Occidente en el cual me había criado y del que
casi no había referencias, porque el antropólogo, el arqueólogo, confrontado con un objeto
antiguo, si no ve la representación de una figura reconocible no ve arte, le falta la educación
de una evolución abstracta, cree que el arte termina en la representación realista y naturalis-
ta. Terminé escribiendo el libro Piedra abstracta [1989] que interpreta el arte precolombino
incorporando el modelo abstracción: la piedra le daba un sentido metafísico a la vida andina
y esas modificaciones que le hacían rescataban su materia sacra en lugar de representar (Pa-
ternosto 2019).

Un cuarto de siglo antes de su plena consagración artística Paternosto había publicado


en el Fondo de Cultura Económica Piedra abstracta (1989) sobre la escultura Inca, lue-
go traducido más expresivamente aun como The stone and the thread: Andean roots of
abstract art (1996) (cf. Roque 2017; Urton 2017 [con referencia a Ingold 2007]; Dra-
gosky y Kusch 2016; Arnold 2018).
Algo que suele ignorarse u olvidarse en la historia del arte occidental es que la palabra
“cubismo” fue en su origen (inexplicablemente) “cubismo peruano”, mote peyorativo
seguido de manera más enigmática todavía por “cubistas peruanos” [cubistes péru-
viens], un epíteto del cual su creador nunca se dignó a dar la menor explicación. Fue a
partir de la expresión “cubo” de Henri Matisse, en efecto, que el renombrado crítico de
arte Louis Vauxcelles [1870-1943] utilizó esos conceptos en tono despectivo en un artí-
culo de 1909 referido a la 25me Exposition 1909 de la Société des Artistes Indépendants,
en conexión con dos pinturas de Georges Braque, que resultaron ser una naturaleza
muerta y un paisaje titulado Petit port en Normandie (Paysage, N° 215, hoy en Chica-
go) que recibió lo más fuerte del ataque (Vauxcelles 19009; Torres García 1944; Brow-
ning Chipp y Selz 1968: 250; Bayón 1993). Vauxcelles también acuñó el nomenclador
“fauvisme”, el cual paulatinamente entró en desuso. Con el tiempo el adjetivo “perua-
no” desapareció del registro y de la memoria cultural hasta que Esther Pasztory lo recor-
dó y lo vinculó con las ideas de Paternosto.
Como hemos visto y seguiremos viendo a lo largo de este libro, no es inusual verificar
que en materia de ideas artísticas las culturas tradicionales o las artes heterodoxas anti-
cipen prácticas contemporáneas recientes de las geometrías, y no sólo de las geometrías
no euclideanas y de las fractales. Recientemente ha salido a la luz la hipótesis de que las
arquitecturas de grandes bloques “cubistas” de Tiahuanaco y otros sitios de Bolivia po-
drían haber sido posibles tornando líquidas o fluidas las rocas volcánicas utilizando quí-
micos naturales relativamente fáciles de encontrar. De allí a moldear los bloques como
si de una arquitectura de cemento se tratase dándoles la forma que sea menester hay un
solo paso. El autor que está al frente de estos estudios es el polémico científico de mate-
256
riales Joseph Davidovits, el inventor de la química de geopolímeros, a la cual aplicó
polémicamente a hipótesis relativas a la construcción de las pirámides egipcias en los
años 80 y 90; durante la pandemia Davidovits se concentró en el caso boliviano (Davi-
dovits 2019; Davidovits, Huaman y Davidovits 2019a; 2019b versus Jana 2007). Las
teorías detrás de las ideas de Davidovits distan de ser aceptadas por la comunidad aca-
démica. Si bien hay narrativas indígenas en Perú y Bolivia que se refieren a la liqui-
dación de materiales pétreos, y si bien la Estela de la Hambruna de la época tolemaica
egipcia describe (según Davidovits) la tecnología de aglomeración de piedra,98 él nos
está debiendo todavía precisiones acerca de la literatura tradicional andina que avala
tales ideas, así como la realización de una prueba de concepto fabricando aunque sea un
ladrillo de geopolímero que acepte comparación con la piedra de Tiahuanaco. Aunque
el asunto sea de innegable interés no es esencial para las hipótesis implicadas en el pre-
sente libro que tales ideas sean rechazadas o se comprueben verdaderas algún día. En el
mundo andino se trabajó con grandes bloques cúbicos de un modo o de otro; ése, y no
otro, es el argumento (por lo demás innegable) que sostiene la idea del cubismo andino.
Apéndice necesario de este capítulo sobre grafos, nudos, líneas y formas intersticiales
de la etnogeometría es la reproducción de una sola página al azar del texto clásico de W.
M. Flinders Petrie Decorative patterns of the Ancient World (1930), un tratado que de-
bería servirnos (1) como recordatorio de la inabarcable y desordenada multiplicidad de
los patrones y motivos geométricos del mundo antiguo, (2) como testimonio de una no-
menclatura analítica decimonónica que se despilfarra (igual que en los usos antropoló-
gicos de hoy en día) en una secuencia amorfa de etiquetas características o reminiscen-
tes de las que se estilaban en tiempos del coleccionismo victoriano y (3) como adverten-
cia precautoria que (visto el poco progreso que ha habido en un siglo que llega hasta
hoy y que ya pinta demasiado largo) nos proporcione a los que procuramos leer entre
líneas un indicador mínimo del trabajo de taxonomía, análisis, comparación y sistema-
tización que todavía nos queda por emprender. Admito que es relativamente injusto
acentuar los rasgos arcaicos de la sistematización de Flinders Petrie olvidando que él ha
sido quien mejor anticipó mediante conmutaciones operadas sobre láminas dibujadas a
mano las mejores técnicas de seriación de la arqueología, los algoritmos de búsqueda re-
versa de imágenes y el análisis espectral del álgebra de matrices que hoy se usan con
amplio soporte informático en el análisis avanzado de redes sociales y en la tecnología
de punta de Big Data (cf. Reynoso 2019d: fig. 4.1.1).
Es así, sin embargo, como se presentan las cosas: autores que han sido inspiradores de
las más eficientes heurísticas científicas se manifiestan pedestres cuando les toca afron-
tar búsquedas que se dirían parecidas. Multiplicando perspectivas y ejemplos, la repro-
ducción de las viñetas de Flinders Petrie ha sido complementada aquí, en las páginas
que siguen, por una de las muchas láminas existentes en torno de los tokapus pertene-

98
Según la traducción inglesa que conozco y que pongo a disposición del lector, la Estela de la Hambruna
que describe siete años de hambre en el antiguo Egipto no describe en absoluto ni sugiere tampoco una
tecnología semejante (cf. no obstante Davidovits 1988, en línea).
257
ciente a la afamada colección de Dumbarton Oaks y por una genuina tabla periódica del
sistema de tokapus según Peter Eeckhout y Nathalie Danis (2004) (figs. 7.5 a 7.7). La
enumeración en que incurre Petrie reproduce el sino de otros conjuntos tipológicos si-
milares, como bien podrían ser los motivos básicos del arte rupestre: la tabla periódica
de ese repertorio, que ni siquiera es estrictamente periódica. Vale la pena posar la mira-
da en ese conjunto para apreciar su falta de sistematización. Cito textualmente: Arabes-
cos, Rosetones, Radiados, Manchas, Puntos, Giros, Skirls (?), Bolas, Cruces, Surcos,
Pasos, Geometrías, Laberintos, Ondas, Festones, Líneas y Puntos celtas, Trenza angular,
Grecas, Meandros. Con sus términos operando a diferentes niveles de inclusión (‘Ara-
bescos’ y ‘Geometrías’ son los más comprometidos), la enumeración suena como un
despropósito, pero ¿cuántas veces nos hemos topado con listas de este tipo en estudios
cien o ciento cincuenta años más recientes?
Tenemos aquí un zoológico de formas, cabalmente, que se anticipa una vez más a la
clasificación de Jorge Luis Borges que antes comenté (pág. 106). Esto es así porque
incluso en el campo del arte rupestre, donde las formas y las organizaciones elementales
son recurrentes en el tiempo y en el espacio, sigue sin haber una taxonomía claramente
organizada de los elementos y de las geometrías. Aunque se han hecho algunos avances
en materia de articulación tipológica y jerárquica de las formas, la nomenclatura está
alborotada y todavía predominan las enumeraciones que en la edad de oro del análisis
componencial (en la década de 1960) los críticos ya tildaban como listas de lavandería.
Los trabajos más abarcativos en ese espacio han sido probablemente la disertación de
doctorado elaborada en 1982 por Karen Nissen [1947-2013] y el análisis reticular sobre
arte rupestre, trasmisión cultural e información mutua treinta años ulterior de Inés Ca-
ridi y Vivian Scheinsohn (2016: 165-171; Scheinsohn y otras 2009; 2015). El primero
es un consumado “diccionario” de elementos de diseño presentes en el arte rupestre que
se puede aplicar a otros soportes físicos y a otras ontologías culturales. El segundo es un
riguroso ensayo de aplicación de “motivos” mayormente geométricos que utiliza no-
menclaturas descriptivas que Branko Grünbaum llamaría “convencionales” y que no
procura ordenar los signos según la magnitud de sus proximidades y distancias sino que
por una vez recurre a un intento de codificación morfológica más o menos “razonable”,
de sentido común si se quiere, optando, eso sí, por prescindir de los significados y por
acotar el vuelo de la especulación.
El trabajo de ordenamiento de motivos geométricos más elaborado que estuvo a mi al-
cance (y que se encuentra en un nivel parecido al del cuadro de Meg Conkey 1978 b;
1989 fig. 9.3 de ese texto, fig. 11.4b más abajo) es, precisamente, el que emprendieron
Caridi y Scheinsohn (2016) en un ensayo titulado “Mind the Network: Rock Art, Cul-
tural Transmission, and Mutual Information” incluido en Cultural Phylogenetics. Con-
cepts and applications in archaeology, cuarto volumen de la colección Interdisciplinary
Evolution Research editado por la mexicana Larissa Mendoza Staffron (2014), destaca-
da cronista de los empeños evolucionarios en la comprensión del arte visual. El artículo
puede que responda una multitud de preguntas sobre transmisión cultural en el arte ru-

258
pestre patagónico, tema sobre el que no reclamo competencia y en el que no me corres-
ponde intervenir. Estimo, eso sí, que en materia geométrica la indagación podría afi-
narse considerablemente trabajando sobre dos líneas algorítmicas que contemplen (a) el
ordenamiento generativo de los motivos, sus leyes de composición, isometrías y morfis-
mos topológicos y la coordinación con otras nomenclaturas de motivos y patrones aná-
logas a las que se mencionan en otras partes de este libro (von Petzinger, Malotki/Dissa-
nayake, Nissen, Déléage, Polo Müller, etc.) y (b) la ponderación de las similitudes y las
diferencias que median entre ellos en base a medidas de proximidad y distancia. Ambas
tareas podrían llevarse a cabo empleando respectivamente técnicas continuas de mor-
phing o transformación discreta de grafos y tecnologías reticulares conocidas como
graph edition que he descripto pormenorizadamente en mi Dilemas de la similitud, la
diferencia y la comparación (Reynoso 2019d: cap. § 4.3). El tratamiento reticular de los
materiales podría ahondarse consultando literatura técnica de redes espaciales complejas
(p. ej. Reggiani y Nijkamp 2009; Yang y otr@s 2010) en vez de reposar en textos más
genéricos como el de Mark Granovetter sobre la fuerza de los lazos débiles, un ensayo
clásico y siempre motivador pero a este respecto irrelevante de cabo a rabo. Las agrupa-
ciones de conjuntos en sitios podrían haber explotado algunas herramientas formales di-
señadas para ese propósito, las escalas de Guttman u otros recursos de impacto visual
comparable en primerísimo lugar (Guttman 1941: 1944; Carneiro 1970; Reynoso
2019d).
Una elaboración comparable es la que emprendieron un par de años atrás en base a ma-
teriales andinos de mucha mayor complejidad los arqueólogos norteamericanos William
H. Isbell, Anne Tiballi y Edward P. Zegarra y el chileno Mauricio I. Uribe en Images in
action. The Southern Andean Iconographic Series (Isbell y otr@s 2018; Torres 2004:
esp. Fig.1, pág. 57; Torres 2008; 2018; Cordy-Collins 1977). Asociado a ese emprendi-
miento, reconocido como SAIS (http://dig.ucla.edu/images-in-action-visual-database),
se ha implementado una base de datos iconográfica on line de los elementos compositi-
vos que es de lo más refinado en términos de imaginación geométrica que hoy se puede
pedir, aunque a la hora de los textos todavía se halla en pugna para escapar de los viejos
analogismos de la parafernalia shamánica-alucinógena y de sus autores característicos
(Wassén, Cordy-Collins, Agüero, Berenguer, Furst, Ott, Harner, Reichel-Dolmatoff,
ahora Castaño-Uribe) a los que se estaba nombrando cada vez menos a medida que el
nuevo siglo avanzaba y bajo nuevas tecnologías de representación la imagen se iba im-
poniendo a la palabra. La situación ha cambiado drásticamente en la última década y
algunos de los arqueólogos, antropólogos, shamanistas e historiadores del arte colom-
bianos son los que hoy mantienen una parte importante de las iniciativas. 99

99
En la primera década del siglo estalló el caso mediáticamente conocido como “la Capilla Sixtina del
Amazonas” centrado en el sorprendente arte rupestre de Chiribiquete en Colombia, descubierto a prin -
cipios de los años 90, fechado hasta 19.500 años aP y plasmado en 70.500 representaciones, el cual nos
presenta un estilo shamánico de manual que reimpulsó las ideas de Gerardo Reichel-Dolmatoff [1912-
1994] justo antes que estallara el intento de cancelación de éste en el Congreso Americanista de 2012 (cf.
Castaño-Uribe 2020: 28, 86, 98-109; Muñoz Castiblanco 2020; véanse las imágenes en los portales referi-
259
En el plano internacional, unos pocos estudios recientes encaran las geometrías cultu-
rales con cierto ingenio. Tomando nota de las investigaciones de otros autores (Peter
Roe, Dominique Gallois, Lux Boelitz Vidal) Pierre Déléage ha realizado un genuino
modelo generativo de composición y descomposición de motivos tomando como base
las operaciones de reflejo, traslación y rotación definidas por Dorothy Washburn y Do-
nald Crowe (1988), desarrollando la métodología de lo que deberían haber sido los es-
tudios geométricos de los diseños en la cultura, terminología emic inclusive:
La première transparaît dans la manière dont certains peuples ont décidé de nommer ces
motifs de base: il s’agit alors de noms techniques qui correspondent sémantiquement à des
mots tels que «ligne», «croix», «angle», etc. Ainsi, selon Peter Roe (1980: 52), les Shipibo
disposent de termes spécifiques pour se référer aux motifs de base de leurs dessins
(quënëa). Le «carré» est nommé toro, la «croix» ashta et le «zigzag» tsiton. Les motifs qui
entrent dans la composition des dessins, mais auxquels ils ne se réduisent pas, sont donc ici,
contrairement au cas sharanahua, nommés explicitement. De même, selon Dominique
Gallois (2002: 14), les Wajãpi utilisent quatre termes pour se référer aux composants des
motifs du répertoire: wiriwiri signifie «pointillés», kã’gwer «lignes parallèles», rykyry
«croix» et moj (ou moju) «zigzag». Comme chez les Shipibo, ces motifs de base ne sont
que des composants: leur assemblage permet d’engendrer l’intégralité du répertoire de
motifs des Wajãpi (Déléage 2007; compárese con Gebhart-Sayer 1985; Belaúde 2016).

Un estudio de potencial compositivo semejante es el propuesto por Regina Aparecida


Polo Müller (1992), incluido en el libro compilado por Lux Boelix Vidal sobre la no-
ción de representación en el arte gráfico Asurini del Xingu en el que también se encuen-
tra el estudio de Dominique Tilkin Gallois (1992) sobre arte iconográfico Waiãpi. Los
estudios de Müller, de Déléage, de sus predecesores y de sus contemporáneos en el estu-
dio del arte geométrico amazónico (acompañados de una potente iconografía analítica
que llama a la comparación) son como los que la iconología unilateralmente semanti-
zada de Reichel Dolmatoff pudo, quiso o debió haber sido pero nunca fue. No entiendo
bien la razón por la cual estos estudios etnográficos y otros en la misma línea método-
lógica no han tenido casi impacto en la arqueogeometría.
En arte amazónico y en el caso patagónico estimo que el trabajo de las arqueólogas y el
de los otros especialistas se encuentra productivamente encaminado pero no está en
modo alguno resuelto. Falta sistematizar imaginativamente el espacio de fases de su
combinatoria y escoger las herramientas de visualización adecuadas para dar cumpli-
miento a la premisa metodológica más básica en este campo, que no puede ser otra que
la que reza que los objetos y los procesos del dominio de la imagen no figurativa se be-
nefician de métodos de modelado inherentemente geométricos, tales como las secuen-
ciaciones tipológicas de los últimos estudios mencionados o los algoritmos de búsqueda

dos en la bibliografía [pág. 526 más abajo] y en los innumerables reportes en la Web). Incluso el perspec-
tivismo de Viveiros de Castro (2004), “antropólogo brasileño de la escuela estructuralista” tuvo su cabida
en la edición magna del reporte (Castaño-Uribe 2020: 164, 177). Parte de esto fue relativizado por Fer-
nando Urbina Rangel (2013) en una esclarecedora entrevista. La mayoría de los casos de grandes paneles
sixtinescos son palimpsestos; las fechas suficientemenbte seguras no son tantas, no hay seriaciones bien
establecidas y el hecho ahora bien documentado es que se sigu en pintando motivos parecidos hasta el día
de hoy (cf. Rostain y Betancourt 2017: 161, 168, 171, 186; Lara Galicia 2021: 22).
260
reversa SIFT, MSER y BoW a los que ya vimos en acción en la pág. 243. Sin ellos (re-
cordemos los trabajos en la línea de Aschero, de Natalia Carden o de Lorenzo-Ruza) se
torna un poco más difícil concebir una descripción inteligible, una dinámica relacional
ordenada o, in limine, una base confiable para la comparación productiva.

261
Figura 7.5 – Patrones de Diseños geométricos de las clases de Formas de T, Recíprocos y Laberintos.
Basado en William Matthews Flinders Petrie (1930: lám. lxxv).
Se destacan los laberintos de Pompeya, Egipto y Knossos.
Compárese con patrones de laberinto en Shutterstock.

262
Figura 7.6 – Tokapu – Materiales de Tocapu.org.
Robert Woods Bliss Collection, Dumbarton Oaks Research Library and Collection
(Washington DC, USA) - Number: B-518.
Contrástense los patrones en ‘X’ y las figuras con un rombo central con motivos de la figura 1.8b.

263
Figura 7.7 – Tokapu según Peter Eeckhout y Nathalie Danis (2004).
Túnica #11. Museum of Fine Arts, Boston (Stone-Miller 1992: 181).
Los motivos registrados por Guamán Poma son unos 36 en contraste
con unos 230 reconocidos por estos autores en muestras más exhaustivas (cf. Danis 2001).

264
8 – Hitos de la etnogeometría (6): Geometrías recursivas – Revisitando
los sistemas de Lindenmayer

In philosophizing the Greeks made as much use as


possible of mathematics. The Indians, curiously, fai-
led to do this, curiously because they were good ma-
thematicians. Instead, they made as much use as
possible of grammatical theory and argument.
Daniel H. Ingalls (1954: 4)

El diagrama puede traspasar un gesto, ponerlo en re-


poso, mucho antes de que se convierta en un signo,
razón por la cual a los geómetras y cosmólogos mo-
dernos les gustan los diagramas con su poder peren-
torio de evocación. Capturan gestos en pleno vuelo;
para los capaces de atención, son momentos en que
el ser se vislumbra sonriendo. Los diagramas son en
cierto grado cómplices de la metáfora poética.
Gilles Châtelet (2000: 10)

A lo largo de los años y desde diferentes enfoques me he ocupado de una rara geometría
recursiva que cuando se la mira desde cierto ángulo se revela como la forma de modela-
do más inherentemente multicultural y de trayectoria más dilatada que ha existido a tra-
vés del registro ecuménico. Me refiero en concreto a los llamados sistemas-L o sistemas
de [Aristide] Lindenmayer [1925-1989], los cuales fueron en su origen una contribución
insólita al modelado de las formas (geométricas) de las plantas mediante gramáticas re-
cursivas derivadas de la lingüística chomskyana en general y en particular de la “jerar-
quía de la complejidad” que Chomsky presentó al mundo aquel 11 de setiembre de 1956
en el que un puñado de jóvenes talentos (Chomsky, George Miller, Herbert Simon)
decidieron inaugurar en una conferencia histórica en el MIT nada menos que la ciencia
cognitiva, los fundamentos de la programación de computadoras y (por el lado de
Simon) el programa canónico de la Inteligencia Artificial.
Para nosotros el nudo de la cuestión radica en que una misma gramática puede compo-
ner no sólo frases de una lengua (frases de cualesquiera lenguas, de hecho, o de lenguas
nuevas, y últimamente hasta textos literarios, ensayos y poemas)100 sino que es capaz de
generar también formas representativas de plantas, lo cual implica además que un len-
guaje recursivo ideado por un botánico como herramienta geométrica para dibujar vege-

100
Hace un tiempo yo suponía, de acuerdo con el sentir general de lingüistas, semiólogos e informáticos,
que no era posible generar textos mediante autómatas de almacén y, por ende, reglas generativas como las
que describo en la pág. 256 (cf. Nicolás Kicillof, comunicación personal). Los casos incluidos en mi
página sobre retóricas y modelos literarios y enunciativos sin excesivas reglas de continuidad narrativa
(disponibles en este vínculo) prueban que ése no es el caso para géneros tales como literatura “experimen-
tal” moderna o posmoderna y –sorprendentemente– para ensayos científicos. La coherencia argumenta-
tiva y el mantenimiento de los valores de verdad son, por supuesto, harina de otro costal.
265
tales (o de hecho cualquier picture language) puede ser adaptado para el diseño de vir-
tualmente cualquier forma compleja uni-, bi-, tri- o tetra-dimensional de la naturaleza o
de la cultura, así como de estructuras geométricas iterativas que se manifiestan no sólo
en el espacio sino también en el tiempo, tales como ritmos, danzas, desarrollos arquitec-
tónicos, modelos de evolución urbana, heterotopías, heterocronías, cronotopos, estructu-
ras ritmanalíticas e incluso músicas del mundo (cf. Prusinkiewicz, Krithivasan y Vijaya-
narayana 1989; Shea 1989; Prusinkiewicz y Lindenmayer 1990; Rozenberg y Salomaa
1992; Reynoso 2019a: cap. §5.3; Kandorp y Kubler 2001; Meinhardt 2009).101
Este nudo creativo esconde sin embargo una faceta oscura: los etnomatemáticos y los
arquitectos que utilizan herramientas digitales de avanzada han comprobado que pue-
blos antiguos de la región tamil, del sudeste asiático y de otros lugares mal conocidos y
alejados de Occidente dominaban geometrías de extraordinaria complejidad que por los
caminos más indirectos (pero de un modo concluyente) han impactado y siguen impac-
tando no sólo en las matemáticas sino sobre todo en la computación contemporánea, so-
porte dinámico y dispositivo esencial de esa “oralidad secundaria” de la que hablaba el
hoy polémico investigador jesuita Walter Ong (2012: xii, 3, 11, 120, 133, 135, 168). Lo
que se ignora todavía (más allá de ciertas intuiciones que apuntan para el lado de las
geometrías sinestésicas de la música y el ritmo, y más allá también de los significados
rituales y simbólicos que se reportan rutinariamente en las etnografías) es de qué mane-
ra –cognitiva y geométricamente hablando– se conceptualizan, se aprenden, se reprodu-
cen y se enseñan esas prácticas en las culturas, sean éstas ágrafas, letradas o informáti-
cas. Algo, sin embargo, hemos logrado averiguar. Lo más significativo de todo ello es
que la trayectoria de los sistemas-L y de los modelos geométricos conexos configura
una trayectoria de raíces, enlaces, ramificaciones y recursividades genealógicas y cogni-
tivas que el pos-estructuralismo en general y el deleuzianismo en particular han decidi-
do excluir de su órbita de atención en una filosofía que se ha quedado por ello deli-
beradamente sin historia, sin memoria y sin cognición (Reynoso 2013, en línea).
He perdido la cuenta de la cantidad de veces en las que me he ocupado de formalismos
análogos a los sistemas-L en distintas inflexiones de mi vida académica. La primera vez
fue en Complejidad y Caos: Una exploración antropológica (2015 [2006]), un libro en
el que puse el acento en la naturaleza recursiva y fractal de dichos sistemas; la siguiente
vez fue en un paper distribuido en mis seminarios de posgrado en Colombia, México,
Perú, España, Chile y Argentina y titulado Diseño artístico y arquitectónico con gra-
máticas complejas (2008); en la tercera oportunidad, en el libro Análisis y Diseño de la
Ciudad Compleja: Perspectivas desde la Antropología Urbana (2010c), desarrollé una
de las coberturas más amplias sobre el tema entre las que hoy se consiguen en lengua

101
Sobre los modelos gramaticales, generativos y trans formacionales de la música y sus implicancias
“visuales” y “geométricas” la obra de referencia sigue siendo A generative Theory of Tonal Music de Fred
Lerdahl y Ray Jackendoff (1983: esp. 13, 36, 39-43, 58-59, 116, 189, 219, 239, 302, 303, 302-307, 338).
Sobre las relaciones entre el arte del kolaṁ y el ritmanálisis de Henri Lefebvre (2004 [1992]) véase Laine
(2009; 2013), un texto que abre un espacio singular y al cual volveremos hacia el final de este mismo
capítulo. Sobre gramáticas generativas de la música cf. Otto Laske (1973).
266
castellana. En Árboles y redes: Crítica del pensamiento rizomático (2013: cap. §2), una
cuarta vuelta de tuerca, me concentré en refutar todos y cada uno de los estereotipos
deleuzianos sobre los modelos lingüísticos de Chomsky, demostrando yo que todas las
geometrías imaginables y otras más que nos cuesta imaginar pueden ser construidas
tanto de maneras “rizomáticas” como en base a algoritmos recursivos, arbolados y gra-
maticales, poniendo en claro que los modelos arbóreos no son lo mismo que las “lógicas
binarias” y aclarando que ni éstas ni aquéllos han sido urdid@s sólo en Occidente ni son
criaturas exclusivas de la modernidad cientificista o del positivismo. Por el otro lado, ni
Occidente ni la modernidad (recordémoslo una vez más) han sido descollantes en las
prácticas más creativas de la geometría compleja como las que aquí están en juego.
En el estudio que se está leyendo no me he ocupado ni me ocuparé de los desarrollos
teóricos aplicados al objeto lingüístico o de la adecuación de los instrumentos recursi-
vos para dar cuenta del lenguaje natural aunque sí echaré una mirada sobre un par de
elementos de juicio que no son explicativos pero sí estructurantes y que lo siguen siendo
aun cuando Chomsky ha dejado muy atrás la idea de gramática, la que en sus propios
modelos hoy juega un papel de herramienta taxonómica circunstancial. El hecho es que
en la década de 1950 Chomsky introdujo cuatro tipos de lenguajes formales clasificados
según las formas de producción permitidas por sus gramáticas (Chomsky 1956; 1959).
Su taxonomía, que jugó un rol esencial en la gestación de la ciencia cognitiva y en la
clarificación del campo de los lenguajes de programación de computadoras, se ha ins-
talado en la historia como la Jerarquía Chomskyana de la Complejidad o Jerarquía de
Chomsky-Schützenberger.
Tanto en computación como en lingüística suele ignorarse que el desarrollo de los len-
guajes formales, la teoría de autómatas, los compiladores, los intérpretes y los ensam-
bladores de lenguajes de programación han dependido sobremanera de las elaboraciones
de Chomsky, más allá del carácter polémico que podrían tener otras ideas del mismo
autor en el terreno de la lengua, tales como el postulado de la naturaleza innata de la
competencia lingüística, la afirmacion de que el lenguaje cambia pero no evoluciona, su
agnosticismo en materia de teoría semántica, su rechazo taxativo de todo lo actuado por
el conductismo, el carácter ad hoc e innumerable de las reglas transformacionales y el
abandono de la idea de gramática en los modelos minimalistas elaborados a partir de los
años 80. Igual que sucedió en biología molecular a partir de la importación desde la
lingüística del concepto de código genético, el influjo de una ciencia humana y semi-
blanda sobre otras más duras y formales ha catalizado un conocimiento de alta originali-
dad y fuerte impacto en una cantidad de disciplinas. El mismo patrón de relaciones
disciplinares se ha manifestado en otras oportunidades: por más que el pasaje de la
metáfora al modelo sea un valor que aprecio particularmente, a quien mencione un
modelo importante de las ciencias formales del último medio siglo aplicable a las
ciencias sociales será fácil replicarle indicándole cuál ha sido la metáfora de las huma-
nidades que formuló con anterioridad las preguntas que lo gestaron, que es conceptual-
mente análoga al modelo formal o que permite comprenderlo e instrumentarlo mejor.

267
En cuanto a la jerarquía en tanto tal, Chomsky no inventó los elementos que la confor-
man, pero sí los articuló muy claramente en un conjunto sistemático, redefiniendo el
contexto y los alcances de la lingüística computacional y de los modelos gramaticales
latu sensu. La teoría matemática de autómatas había sido creada más bien por Alan Tu-
ring [1912-1954] veinte años antes de la irrupción de Chomsky al analizar formalmente
el problema de la no-detención [Entscheidungsproblem], el cual es siempre digno de
tenerse en cuenta en la elaboración de un modelo pero al cual no es imperioso tratar
aquí (Turing 1936).
Esta es una de esas ocasiones en las que insto a que se lea el original del texto choms-
kyano que todos conocemos como “los tres modelos del lenguaje”, modelos que, como
hemos visto, acaban mutando en los cuatro autómatas de la teoría clásica que devino la
base de la cual se deriva la idea de programar dispositivos tales como computadoras de
propósito general no mediante tornillos, cables, circuitos, resortes, palancas y engrana-
jes sino mediante lenguajes formales, esto es decir: no como incumbencia del cálculo
numérico y la ingeniería, sino como parte del amplio muestrario de problemas que la
lingüística (en su vertiente “computacional”) se empeñó en plantear, resolver y probar
algorítmicamente (Chomsky 1956).
Como quiera que sea, he procurado compendiar la jerarquía chomskyana en una lista
que ocupa los cuatro párrafos siguientes. En esa lista las letras mayúsculas representan
símbolos no terminales que pueden ser expandidos, las minúsculas son símbolos termi-
nales y las letras griegas son signos arbitrarios que pueden ser terminales o no. Cada
nivel de la jerarquía comprende a los niveles anteriores, si los hay. La jerarquía está
entonces compuesta por:
1) Gramáticas regulares o lineales a derecha (Tipo 3). Incluyen sólo reglas de estruc-
tura de frase o de re-escritura de tipo Ab, o AbC. Corresponden a los lenguajes
y conjuntos que pueden ser tratados por autómatas de estado finito. Estos autómatas
no tienen memoria. Reconocen o generan lenguajes regulares que asumen la forma
de reglas de transición entre estados. Fueron concebidos a principios de la década de
1950 en parte por finalidades prácticas (el diseño de circuitos lógicos secuenciales)
y en parte por razones especulativas (modelar la circuitería de la actividad neuronal
humana). La equivalencia entre los autómatas finitos y los lenguajes regulares fue
establecida por Stephen Kleene (1956). La expresión “lenguaje regular” se reconoce
imprecisa y tiempo atrás se trató de sustituirla por otras (“lenguaje reconocible”,
“lenguaje racional”), pero la idea no prosperó. Es común distinguir entre autómatas
finitos deterministas y no deterministas; los primeros sólo pueden transicionar hacia
uno y sólo un estado; los segundos pueden transicionar hacia más de uno. Los de la
variedad no determinista no tratan ningún lenguaje que no sea tratable por los deter-
ministas, pero son susceptibles de “programarse” en un lenguaje de más alto nivel.
Para describir lenguajes regulares se suele emplear una rigurosa notación algebraica,
las expresiones regulares (Hopcroft, Motwani y Ullman 2001: 37-123). Lenguajes y
expresiones regulares se asemejan a (y pueden ejemplificarse mediante) los lengua-
jes de comando de computadora como (por ejemplo) el DOS. Una forma gráfica de
representar las gramáticas regulares es mediante diagramas de estado o de transición
que Chomsky tomó de la teoría matemática de la información (Chomsky 2002
268
[1965]: 19, basado en Shannon y Weaver [1949: 15 y ss.]). Cada celda de un autó-
mata celular es un autómata finito. En Reynoso (2013: 44) documenté que en Mil
Mesetas Gilles Deleuze y Félix Guattari (2006 [1980]: 22) definen el rizoma como
una red de autómatas finitos, aunque también demostré que la definición es parcial-
mente aceptable en principio pero a nivel de detalle es formalmente insostenible.
2) Gramáticas independientes de contexto (Tipo 2). Poseen reglas de tipo A , y por
lo tanto no tienen restricción en cuanto a la forma que pueden tomar las reglas de
producción de la derecha. Corresponden a los lenguajes y conjuntos que pueden ser
tratados por autómatas no deterministas de almacén o de pushdown (PDA). La for-
ma de las reglas se conoce como la forma normal de Chomsky o CNF. Estos autó-
matas tienen una memoria limitada y pueden, por ejemplo, llevar a cabo una compa-
ración. Reconocen o generan lenguajes independientes del contexto (IC). En estos
lenguajes las reglas de producción se establecen en función de los símbolos indivi-
duales, sin tener en cuenta cuáles son los símbolos vecinos o el contexto en el que se
encuentra. Las reglas de producción consisten en: (1) una cabeza, que vendría a ser
la variable que se define en cada producción; (2) un símbolo de producción, usual-
mente ‘’; y (3) un cuerpo de cero o más terminales y variables. A la izquierda del
símbolo de producción puede haber solamente una cabeza. Los lenguajes IC poseen
una notación recursiva característica; un ejemplo de ellos es la notación de DTD del
lenguaje XML o las reglas de los sistemas-L de tipo D0L. Los autómatas de alma-
cén que pueden procesar estos lenguajes son una extensión de los autómatas finitos
no deterministas a los cuales se les ha agregado una pila o stack que se puede leer,
“empujar” o manipular solamente desde el tope de la pila, en modo last-in-first-out
[LIFO], lo cual implica que el último en llegar es el primero en salir. También se
puede expresar lo mismo como first-in-last-out [FILO] dependiendo de la operación
en el stack; la cabeza del stack ejecuta de hecho dos clases de operaciones: push
(agregar un símbolo arriba de la pila) y pop (leer y remover el primer símbolo de la
pila). La pila opera como una especie de memoria de tamaño indefinido, pero limi-
tada en cada operación al último símbolo que se trató. Una vez más, hay PDA deter-
ministas y no deterministas. Esta es la clase de reglas que un Edgar Morin parecería
tener en mente cuando se refiere a su modelo de bucle, el mismo al que Gilles
Deleuze y Felix Guattari ilustran como el modelo del árbol jerárquico (Reynoso
2009; 2013). Las gramáticas correspondientes a los lenguajes IC se pueden
especificar mediante un diagrama arbolado, árbol de derivación o árbol de barrido
[ parse tree].

269
Figura 8.1 – Autómata/gramática de almacén y lenguaje independiente de contexto.
Corresponde a las reglas de re-escritura o sustitución de tipo O→SN+SV; SN→D+N; SV→V+SN.
Una versión recursiva de la misma frase agregaría O->O+Nx+O,
siendo Nx un nexo y pudiendo Nx y O ser conjuntos vacíos.
Diseñado por el autor con el programa TreeForm.

3) Gramáticas sensibles al contexto (Tipo 1). Pueden tener reglas de forma  A,
donde  no es un elemento vacío. Corresponden a los lenguajes y conjuntos que
pueden ser tratados por autómatas ligados linealmente. Poseen una memoria auxiliar
semi-infinita, limitada a la longitud de la cadena de entrada. Reconocen o generan
lenguajes sensibles al contexto. En estos lenguajes una regla de producción se aplica
a un símbolo sólo si el símbolo tiene ciertos símbolos vecinos. Los autómatas liga-
dos linealmente son por definición no deterministas (Linz 2001: 292).
4) Gramáticas irrestrictas (Tipo 0). Son idénticas a las anteriores, excepto por el hecho
que  puede ser nulo. Corresponden a los lenguajes y conjuntos susceptibles de ser
tratados por máquinas de Turing. Éstas poseen memoria irrestricta y pueden efectuar
cualquier computación. Reconocen o generan lenguajes recursivamente enumera-
bles, también llamados parcialmente decidibles por razones más complicadas que lo
que es menester explicar ahora. Aunque a los lingüistas y psicolingüistas les intere-
san más bien los dispositivos de capacidad más limitada, hablar de máquinas de Tu-
ring involucra un asunto mucho más complejo que el que atañe a las otras clases de
autómatas. Concebir esta clase de máquinas implica preguntar qué lenguajes pueden
ser definidos por y para una computadora, lo cual equivale a establecer qué es lo que
las computadoras (o los modelos computacionales de la mente) pueden hacer en
absoluto: como se verá en seguida, reconocer las cadenas que constituyen un len-
guaje en tanto tales es una forma de expresar la resolución de problemas; la expre-
sión “resolver un problema” es, por ende, un sustituto razonable de la descripción de
las capacidades de las computadoras (Hopcroft, Motwani y Ullman 2001: 307;
Levelt 2008: 95).
Del modelo de Noam Chomsky es importante explorar tanto las ideas que le precedie-
ron como las que surgieron después como consecuencia del peso de uno de los autores
más influyentes y citados del siglo XX y de lo que va de este milenio. Lo que le prece-
dió fue una gramática articulada en locaciones exóticas que en Occidente se mantuvo en
un segundo plano desde antes de la era cristiana hasta que resurgió vigorosamente ya en
la segunda década del siglo XXI con los multitudinarios congresos International Sym-
posia of Sanskrit Computational Linguistics dedicados a perspectivas computacionales
270
derivadas de la lingüística modelada hace 2500 años por el indio Dakṣiputra Pāṇini,
congresos cuyos Proceedings han sido editados por Springer Verlag desde 2007 hasta la
fecha (Huet, Kulkarni y Sharf 2009; Kulkarni y Huet 2009; Goyal 2019; Huet 2020). En
la conferencia inaugural del primero de esos congresos (que tuvo lugar en octubre de
2007) el matemático y lingüista francés Gérard Huet expresó que por la estructura alta-
mente formal del texto madre de la lingüística sánskrita Pāṇini debía ser considerado el
padre de la informática.
Pāṇini [ पाणिणि ] fue, en efecto, el autor de un tratado articulado en formato de sūtra
[सू त्र], una especie de colección de cláusulas o aforismos inenarrablemente compactos
que conforman un texto que se pensó cinco o seis siglos antes de Cristo y casi veintiseis
o veintisiete siglos antes de Chomsky (Pāṇini 1962; cf. Cardona y otr@s 2009). En la
India siempre ha habido muchedumbre de hipótesis fantásticas, pero no hay ninguna
forma seria de trivializar ese logro. Pāṇini encapsuló sus aforismos en un libro titulado
Aṣṭādhyāyī [अष्टाध्यायी = “Los Ocho Miembros”], el cual pasa por ser el texto de lingüís-
güística más antiguo que existe aunque su autor, quien quiera que haya sido, se refiere a
lingüistas anteriores que el tiempo se encargó de borrar de la memoria científica hasta
que Saussure, Bloomfield y Chomsky (tras las huellas de Wilhelm von Humboldt, Franz
Bopp, Theodor Goldstucker, Friedrich Max Müller, William D. Whitney, Franz Kiel-
horn y tantos otros) lo fueron recuperando. Lo que vino después de la jerarquía de
Chomsky ha sido por un lado la sistematización de Aristide Lindenmayer y por el otro
el eureka etnogeométrico del matemático tamil Gift Siromoney (cf. pág. 209 más arri-
ba), desarrollos que al principio se ignoraron entre sí y que resultaron en los sistemas-L
y en la formalización gramatical de los kolaṁ, respectivamente. El nudo de aconteci-
mientos y relaciones interteoréticas que se estuvo armando en todos estos siglos y en las
últimas décadas es tan complejo y asimétrico que nos veremos en la necesidad de avan-
zar por partes.

Figura 8.2 – Kolaṁs de la provincia de Madras según H. Gnana Durai (1929: 78, lám. E)

271
La primera y única mención escrita de Chomsky a las reglas generativas de Pāṇini (ca-
rente de la menor referencia bibliográfica) se encuentra en sus Aspectos de la Teoría de
la Sintaxis y reza así:
The idea that a language is based on a system of rules determining the interpretation of its
infinitely many sentences is by no means novel. Well over a century ago, it was expressed
with reasonable clarity by Wilhelm von Humboldt in his famous but rarely studied intro-
duction to general linguistics […]. His view that a language "makes infinite use of finite
means" and that its grammar must describe the processes that make this possible is, further-
more, an outgrowth of a persistent concern within rationalistic philosophy of language and
mind, with this "creative" aspect of language use […]. What is more, it seems that even Pā-
ṇini's grammar can be interpreted as a fragment of such a "generative grammar", in essen-
tially the contemporary sense of this term (Chomsky 1969 [1965]: v).

Aunque eso es todo lo que escribió al respecto, antes y después de Chomsky Pāṇini e-
jerció una poderosa aunque soterrada influencia en la lingüística científica de las co-
rrientes dominantes de Occidente.102 Ferdinand de Saussure [1857-1913], fundador in-
discutido de la lingüística científica y él mismo destacado sanskritista en su juventud,
conocía al dedillo la obra de Pāṇini, a la que leyó con sobrada suficiencia en su idioma
original. En su extenso ensayo sobre De l'emploi du génitif absolu en sanscrit (que fue
su tesis de doctorado presentada a la Facultad de Filosofia de la Universidad de Leipzig)
Saussure (1881: 4, 5, 7, 12, 14, 27-28, 58, 60, 78) la cita como una influencia vital en su
marco de referencia. Para quienes son aficionados al despedazamiento de hipótesis
conspirativas, a la deconstrucción de fake news y a las refutaciones de leyendas, sin
embargo, hay que decir que recientemente por lo menos un lingüista destacado se atre-
vió a afirmar sobre evidencia firme que la influencia de Pāṇini sobre la lingüística y
sobre Saussure ha sido monstruosamente exagerada y que la lectura en clave pāṇiniana
de la obra de este último es particularmente dudosa (Cardona 2000: 465). Lo notable del
caso es que George Cardona (1997), si le he entendido bien, asevera que la lingüística
pāṇiniana ha ido más lejos, ha procedido más sistemáticamente y ha calado más hondo
que la de sus epígonos, Chomsky incluido. No estoy lejos de prestar acuerdo a estas
ideas siempre que se cuide de no arrojar el niño con el agua del baño.
Quien ha ido más lejos en cuanto a explorar los aspectos formales de la lingüística de
Pāṇini ha sido el eterno rival de George Cardona, el admirado pero controvertido sans-
kritista de la Universidad de California en Berkeley Johan Frederik "Frits" Staal [1930-
2012]. Un intelectual inspirado que rehúye de las retóricas huecas que abarataron mu-
chas veces el abordaje científico de las filosofías y religiones de la India, Staal (1965)
ha sido taxativo y elocuente en su convicción de que la moderna lingüística computa-
cional –de Chomsky en adelante– es tributaria de la lingüística de Pāṇini. Más concre-
tamente Staal (y John Kadvany detrás de él) percibieron que el método de Pāṇini reposa

102
Chomsky volvió a hablar de su deuda con Pāṇini en varias conferencias, entre ellas una charla célebre
que tuvo lugar en la Asiatic Society of India en Kolkata (antes llamada Calcutta) el 22 de noviembre de
2001, disertación en la que insistió en que “la primera gramática generativa en el sentido moderno fue la
de Pāṇini” (Chatopadhyay y Chaudhuri 2001).
272
en los marcadores auxiliares [anubandha] (que no son otra cosa que los símbolos no ter-
minales que mencioné unas páginas atrás [págs. 268 y ss.]) como heurística primaria
para expresar reglas formales mediante un metalenguaje semi-formal. Estos marcadores
operan bajo la forma de fonemas. Hoy prevalece la idea de que el método básico de
Pāṇini en el despliegue de tales marcadores fue redescubierto en la década de 1920 y
1930 por el polaco-norteamericano Emil Post [1897-1954], quien desarrolló las reglas
de producción y de re-escritura que componen a su vez la base de la gramática gene-
rativa que Chomsky desarrolló una generación más tarde. Post, sin embargo, no mencio-
na ni considera relevante el precedente hindú (Staal 1965 a; 1965b; 1988; 2006; Post
1943; Pullum 2007).

Figura 8.2b – Correspondencia entre clases chomskyanas y cl ases de sistemas-L.


Según Przemysław Prusinkiewicz y Aristide Lindenmayer (2004: 3, fig. 1,2).

Opiniones parecidas (aunque usando palabras distintas) han manifestado el lingüista


computacional del Instituto de Tecnología de Jodhpur Anand Mishra (2020) y el cogni-
tivista lakatosiano John Kadvany, autor este último de textos esclarecedores como muy
pocos otros sobre la relación entre la dialéctica y la geometría de la diagonalización
(1991), sobre el vínculo entre el valor posicional y la recursión lingüística (2007), sobre
la computación como recurso indistinguible de la magia (2010) y sobre las correspon-
dencias entre los enunciados científicos y la pragmática que rige las reglas del ritual
(2016). Todas estas discusiones que se multiplican en lo que va de las últimas décadas
del último siglo (y en particular las que mantuvieron Cardona y Staal) dirimen cuestio-
nes cruciales para comprender las similitudes y las diferencias entre nuestras ideas y las
ajenas y el papel de la geometría como interface entre el cuerpo y el lenguaje. El último
estudio de Frits Staal, en el cual se traza un brillante paralelismo entre la lingüística y la
geometría (¿qué más se puede pedir?) acaba llamando a Pāṇini “el Euclides indio”
(Staal 1965a), idea plasmada algún tiempo antes de que Gérard Huet proclamara a aquél
como “el padre de la informática”. Hay quien piensa (yo entre ellos), que ambos epíte-
tos son no solamente moralmente justos sino formalmente intercambiables.
En lo que hace al norteamericano Leonard Bloomfield [1887-1949], el patriarca de la
lingüística conductista, éste describió la obra de Pāṇini como “uno de los grandes mo-

273
numentos de la inteligencia humana” (Bloomfield 1929: 274; citado por Staal 1965: 72;
Rogers 1987). Es manifiesta la influencia del lingüista indio sobre Language, la obra
mayor de Bloomfield (1933); téngase en cuenta además que Bloomfield escogió un mé-
todo casi axiomático para la escritura de ese libro, perteneciente a un género argumenta-
tivo minimalista que no es del todo ajeno a la idea de sūtra. Staal (1965) dedicó un ar-
tículo entero a examinar el impacto de las reglas sensibles al contexto en el tratado de
Pāṇini, una forma regular que es central en las reglas de los sistemas-L y que en el otro
lado del mundo se operaba (y se opera todavía) en las geometrías prácticas hápticas y
manuales de las mujeres tamiles, un sistema que se exploraba en las obras teóricas sáns-
kritas y tamiles un par de milenios antes que los intelectuales y los cientificos de Occi-
dente comenzáramos a ocuparnos de esas algorítmicas todavía insuperadas.
La especificación está tan clara que Peter Zilahy Ingerman (1967), especialista técnico
de la RCA, propuso que se reconociera a Pāṇini como el inventor de la forma normal de
Backus-Naur (BNF), a la que propuso llamar en adelante Pāṇini-Backus Form (Rao y
Kak 2016). El BNF, incidentalmente, no es sino la notación más rica y precisa que se ha
consensuado para la descripción de lenguajes de programación mediante una gramática
independiente de contexto como la que prevalece en el Aṣṭādhyāyī. Przemysław Prusin-
kiewicz y Jim Hanan (1998: 4, fig. 1.2 de ese texto) describieron la adecuación de
cláusulas pāṇinianas para la especificación de estas reglas en base a sistemas-L.
La relación última de la lingüística chomskyana contemporánea con algo tan peculiar
como la más antigua lingüística del sánskrito bien conservada no deja de ser polémica.
En esta coyuntura es de gran interés el reciente artículo del brasilero (radicado en Praga)
Leonardo Valverde (2015), quien compara la configuración de las reglas de Chomsky
con la estructura de los sūtra de Pāṇini, concluyendo que las mayores similitudes se pre-
sentan no tanto en relación a las ideas vertidas en Aspectos de la Teoría de la Sintaxis
sino con referencia a las categorías desarrolladas en el programa minimalista choms-
kyano de Principios y Parámetros. En un inmenso libro editado por Joachim Jacobs,
Arnim von Stechow, Wolfgang Sternefeld y Theo Vennemann, Noam Chomsky y Ho-
ward Lansky (1993) detallan de la manera más comprensible para el lego no sólo la
complicada teoría en cuestión sino su relación con el marco chomskyano de Régimen y
Ligadura. Valverde concluye acertadamente (aunque en un inglés un poco raro) que
[w]hat Chomsky calls Principles and Parameters model is exactly what Pāṇini calls Sāmā-
nya (general) and Viśeṣa (particular) and all his grammar is delineated with them. If
Chomsky had studied the Aṣṭādhyāyī in 1965, maybe he could advance his theory and
avoid some mistakes the theory has (loc. cit.).

Los “errores” chomskyanos están claramente identificados en las referencias que pro-
porciona Valverde y que giran en torno de la idea de que el modelo de Pāṇini es mucho
más que una gramática generativa de reglas de sustitución correspondiente a una lengua
en particular.

274
No he encontrado testimonio creíble, por mi parte (y dudo que pueda comprobarlo al-
gún día), de que Chomsky haya leído verdaderamente y de manera exhaustiva el texto
de Pāṇini, aunque para la fecha en que pudo haberlo hecho ya existía una adecuada tra-
ducción del clásico comentario Kāśikāvṛtti de Jayāditya y Vāmana que algunos conside-
ran “una cuarta gramática” independiente y que por su entidad como modelo científico
por derecho propio he puesto a disposición del lector en la bibliografía como si fuera la
fuente primordial. Al lado de este excelente comentario he agregado una edición casi
definitiva de la obra de Pāṇini propiamente dicha (cf. Pāṇini 1962; Sharma 2002a;
2002b; 2002c; 2002d; 2002e; 2002f ).
Lo notable del caso (y lo que mejor rima en el contexto de la influencia de las geome-
trías étnicas sobre los saberes científicos de última generación que estamos explorando
en este trabajo) es que la afinidad no se limita a la relación entre dos gramáticas forma-
les distanciadas en el tiempo, sino a la constatación (establecida por el talento geomé-
trico de Siromoney) de que en la India del sur mujeres tamiles iletradas se ponían de
acuerdo en ejecutar con sus manos los pasos de un algoritmo recursivo capaz de trazar
las figuras de un objeto fractal autoafín de altísima complejidad. Para tener sentido y
con arreglo a las hipótesis que vertebran el libro que se está leyendo, la historia com-
pleta debe contemplar no sólo el camino que va de Pāṇini a Chomsky y luego el que va
de Chomsky a Lindenmayer o a Siromoney, sino el que se inicia como una práctica
etnogeométrica inmemorial (el kolaṁ o el algoritmo gráfico puro o templado que ver-
tebre las prácticas) y que desemboca en los modelos computacionales de los dos últimos
siglos. Todo lo demás es episodio colateral, epifenómeno, ramificación, comentario (v.
gr. Selvamony 2006). En este contexto lo primero que debe quedar claro para el cientí-
fico social es que un algoritmo es simplemente un conjunto de pasos, operaciones o ins-
trucciones (no necesariamente matemáticas o escritas) que van definiendo una progre-
sión iterativa o eventualmente recursiva de operaciones.
Aunque se trate de una técnica que probablemente se originara en tiempos muy anti-
guos, los kolaṁ aparecen descriptos en la literatura occidental bastante tarde, en el co-
mentario de un investigador de incierto título académico pero de amplia experiencia
vinculado a un recóndito Departamento de Arqueología de alguna ciudad de la India. La
primera referencia moderna que conozco sobre ellos se encuentra, en efecto, en L'Alpo-
na ou les décorations rituelles au Bengale, una pequeña publicación del bengalí Aba-
nindranath Tagore [অবনীন্দ্রনাথ ঠাকুর, 1871-1951] –sobrino de Rabindranath– escrita
en 1916 y traducida el francés en 1921. La segunda mención de estas artes se origina en
un libro sobre costumbres del sur de la India escrito hace poco menos de cien años por
P. V. Jagadīsa Ayyar (1925: 69-73, 82-88). El libro no brinda de hecho ninguna infor-
mación sobre sus geometrías. La tercera reseña procede de un artículo del también des-
conocido H. Gnana Durai (1929) quien noventa años atrás los describía así:
On October 19th , 1927, Dr. [Alfred Cort] Haddon read a paper before the Cambridge An-
thropological Club on the late Mr. A[rthur] B[ernard] Deacon's investigations in Malekula,

275
in which he referred to and showed examples of the geometrical diagrams which Mr. Dea-
con had discovered in that island.103 This at once recalled to my mind that analogous dia-
grams are constructed every day among the Hindus of the Madras Presidency. I have no
knowledge on this subject regarding the other parts of India. I propose on my return to
India to investigate the subject in as great detail as possible and find out the real significan-
ce of these patterns, of which I give a few illustrations.

Very early in the morning Hindu women and girls are busy sweeping the ground in front of
their houses, sprinkling water, or cowdung and water, to lay the dust. Then they proceed to
make patterns over the prepared ground, stooping down as they trace the designs with a
white powder (flour or ground quartz), which they take between the thumb and first finger.

Hay una rica colección de antiguas y modernas referencias al alpona de Bengala en los
laberínticos e infinitos portales de la artista, viajera y escritora Chantal Jumel.
Un texto significativo dentro de la literatura creciente sobre las artes de umbral es “Se-
quential Encoding of Tamil Kolam Patterns”, del economista de la Universidad de
Maine Timothy M. Waring (2012). Amén de iniciarme en un principio distinto y un
tanto ingoldiano de hilación lineal, a través de este artículo tomé conocimiento de que
Paulus Gerdes había analizado la práctica del kolaṁ en dos ocasiones (Gerdes 1989b;
1990). Como de costumbre el análisis de Gerdes no decepciona. Tras describir el arduo
proceso constructivo de varios complicados pulli kolaṁ Gerdes escribe:
Los diseños que analizamos, formados por una pluralidad de curvas "interminables", son
versiones "degradadas" de patrones de línea cerrada originalmente única. Estos patrones no
"cayeron del cielo"; no fueron descubiertos "ocasionalmente". Por el contrario. El análisis
sistemático condujo a su invención. Se habían descubierto reglas de transformación y algo-
ritmos geométricos. Las nociones de simetría bilateral y rotacional quedaron bien ancladas.
Sus inventores desarrollaron (o eliminaron) ideas claras de extensión y generalización.
Construyeron diseños que debían satisfacer ciertos criterios elegidos como "unicidad", con-
tinuidad, suavidad y simetría (1989b: 812-813).

De antigüedad discutida, los kolaṁ [ರಂಗೋಲಿ] de Tamil Nadu se conocen con el


nombre sánskrito de chowkpurana [छोवकपु रािा] en Uttar Pradesh, aripana [आररपिा] en
Bihar, alpana o alpona [আলপনা] en Bengala, mandana [मााँडिा] en Rajasthan, muggu o
muggulu [telugu = ముగ్గు] en Andhra Pradesh, likhnu o lipana en Himachal Pradesh,
chok, chauk o chowkpurana en Madhya pradesh, poovidal o pookalam [malayalam =
കോലം] en Kerala, rangavalli en Karnataka y rangoli [ರಂಗೋಲಿ] en Gujarat,
Kannada y Maharashtra. Tal como lo percibió Durai, el arte del kolaṁ guarda no pocas
afinidades con la pintura africana en arena (sona) estudiada por Paulus Gerdes en Ango-
la y con el nitüs de Vanuatu, los diseños en nudo de los celtas, el mizuhiki [水引] y el
takara-musubi [菱 結び 紋 ] de Japón, el maedeub [매듭] de Corea, el panchang-jie [ 盤
長] de China, el ulzii-hee de Mongolia, etcétera. El nombre tamil significa tanto “belle-
za” como “forma” y “juego” (Nagarajan 2001: 161). Especialistas en grafos eulerianos
y afines los han encontrado análogos a los diagramas que ilustran el famoso problema
del vendedor viajero [TSP] (Demaine y otros 2007; Das 2011; Nagata 2015). El lector

103
Ya revisamos los aportes de Haddon y Deacon más arriba, en la pág. 220.
276
ganará una rica comprensión de estas etnogeometrías simplemente recorriendo digital-
mente (por así decirlo) el itinerario dibujado por esos punteros.

104
Figura 8.3 – Kolaṁ “Las Tobilleras de Kṛṣṇa” dibujado en el estilo redondeado de Madras.
Según Marcia Ascher (2002: 61).

Marcia Ascher dedica un capítulo entero de su Mathematics Elsewhere a esta clase de


figuras y considera que la mejor referencia histórica es la del indólogo suizo Ralph M.
Steinmann (1989; Ascher 2002: 161-190). El propio Siromoney fue un historiador oca-
sional del kolaṁ. Afirmaba que las fuentes más antiguas sobre la práctica se remontan a
los siglos XVI (Madurai Meenakshiammai Kuram) y XVII (Thiru Kutraala Kuravanji).
Estas fuentes literarias incluyen detalles sobre la preparación del terreno para la cons-
trucción de un kolaṁ y (a escala de lo que hoy demandaríamos) muy poco más que eso.
Lo que aclaran en materia de geometría propiamente dicha es prácticamente nada. En la
traducción del primero de esos textos (cuyo puntero he puesto a disposición del lector)
llama la atención la referencia a una mujer gitana que lee la suerte en las palmas de las
manos presentándola como la autora del diseño. En Euroamérica se dice desde siempre
que los gitanos “vienen de la India”, pero no es común por cierto verlos tan al sur del
subcontinente y ligados a una práctica que no condice con su nomadismo. El segundo
texto es un poema de Thirigudarasapa Kavirayar escrito en el siglo XVII.
En otros artículos Siromoney (1978) comentaba que –contrariamente a lo que se cree–
los kolaṁ no son muy antiguos, remontándose como mucho a unos 600 años, una fecha
reciente para sus estándares; unos pocos de entre los diseños del kolaṁ proceden de

104
La ciudad que hasta 1996 se llamaba Madras [மெட்ராஸ் = Meṭrās] ha recuperado hoy el nombre
de Chennai [சென்ன ை]. El estado de Madras fue rebautizado como Tamil Nadu [தமிழ் நாடு] en
1969. La lengua dominante en el estado de Tamil Nadu es el tamil, perteneciente al tronco drávida.
277
templos jainas y buddhistas. Algunos ejemplares incluyen motivos y yantras de diseños
tántricos mucho más antiguos que eso. La escritora y activista Pupul Jayakar [1915-
1997] y más recientemente la profesora de arte de la Open University Renate Dohmen
(2004: 8; 2017) sitúan el kolaṁ en continuidad con el arte rupestre megalítico o con los
sellos de las antiguas ciudades de Mohenjo-Daro y Harappa (Jayakar 1980: 121). El an-
tropólogo inglés John Willoughby Layard [1891-1974], el primero en hablar de labe-
rintos en este contexto, intuía que tanto el kolaṁ como los dibujos en arena de los Ma-
lekula se originaban en alguna antigua civilización megalítica alguna vez asentada en el
oriente o el sud-oriente asiático (1937: 18). No han faltado arqueólogos que vincularan
los laberintos de Malekula con los de América precolombina, como hemos visto en el
capítulo anterior. Otros especialistas son más conservadores o no se arriesgan a especi-
ficar fechas u orígenes y prefieren la reserva, tal como ha preferido hacerlo el antropó-
logo Lance Nelson de la SUNY en su disertación doctoral (1998).

Figura 8.4 – Izq.: Kolaṁ de las Tobilleras de Kṛṣṇa.


Diseñado por el autor como sistema-L mediante el programa Lyndyhop.
La semilla es –X—X y la regla de sustitución es XXFX—XFX.
Der.: Kolaṁ y rangoli diversos de Tamil Nadu con marcadores de puntos pulli.

Las relaciones entre las formulaciones lingüísticas expresadas en sūtra o en expresiones


formales y los sistemas regulares y prácticas del arte y la imaginería han sido estudiadas
en una colección de libros muy especiales que se planificó en el Indira Gandhi National
Centre for the Arts y se fue publicando con el título de Kalātattvakośa: A Lexicon of
Fundamental Concepts of the Indian Arts, una obra compilada por Kapila Vatsyayan y
Bettina Sharada Bäumer (1988: 137; 2003 [1992]: 1, 2, 277; 1996: 8-10; 2002: 71, 182,
247, 352; Baumer 2013). La serie se complementó con otras que se encuentran en curso
de publicación y que se denominan Kalāmūlaśāstra (algo así como “Textos Fundamen-
tales en las Artes”) y Kalāsamālocana. Hay otros estudios que abarcan todo el rango en-
tre las especulaciones y las hipótesis de trabajo en el tratamiento de esa relación (v. gr.
Staal 1965; 1988; Seidenberg 1983; Briggs 1985; Kak 1987; Bhate y Kak 1993; Fillio-
zat 1995; Bronkhorst 2001; Timalsina 2013) pero todavía no se ha publicado el docu-

278
mento definitivo, aunque la magnífica tesis de doctorado de Anand Mishra (2019), aca-
bada de escribir y disponible en línea, está muy cerca de encarnar ese ideal.

Figura 8.5 – Cruces etíopes según Ron Eglash modeladas con sistemas-L.
Ron no suministra el código en notación de Lindenmayer o en movimientos de tortuga.

El problema que encuentro con la masiva bibliografía del Centro Indira Gandhi, con la
tradición derivada de Pāṇini y con la impresionante serie de Simposios Internacionales
de Lingüística Computacional del Sánskrito mencionados más arriba es que todo este
movimiento se centra en la India hindustánica, brahmánica, logocéntrica, apolínea, dis-
cursiva, patriarcal e indoeuropea del norte del subcontinente antes que en la India kar-
nática, tántrica, sensorial, voluptuosa, geométrica, matriarcal y dravidiana del sur, que
es donde se han manifestado con más fuerza las artes y las prácticas del kolaṁ y los es-
tilos afines que hemos estado entreviendo. Aunque hay algunas similitudes notorias en-
tre ambas tradiciones (ambas son, desde la raíz, ejecutadas por mujeres o más raramente
por travestis y ambas comparten un conjunto de símbolos parecidos) la tradición del
norte difiere de la del sur tanto en la manera como en la frecuencia con la que se eje-
cuta. Las del sur suelen hacerse con polvo de arroz blanco o polvo de tiza, las del norte
con polvos de colores; aquéllas son casi siempre geométricas o floro-geométricas, éstas
por lo común son figurativas u ornamentales; las primeras se redibujan todos los días,
las segundas sólo en ocasiones festivas (Kilambi 1985: 71).
El momento culminante en el que las ideas de Pāṇini y las de Chomsky se cruzan con
las intuiciones geométricas apenas desarrolladas de la antropología del arte es cuando el
ya mencionado Gift Siromoney descubre que los diseños de kolaṁ y de figuras afines
del sur de la India responden a las expresiones regulares y a las reglas generativas de la
gramática de estructura de frase. Créase o no, Siromoney nunca se refiere a Pāṇini, co-
mo si a él, tamil y meridional, las lingüísticas computacionales del MIT le resultaran
más familiares y próximas que las formalizaciones lingüísticas del sánskrito brahmánico
septentrional. Insólitamente, Siromoney y su equipo aislaron tres tipos distintos de ko-
laṁ susceptibles de engendrarse mediante otros tantos formalismos, a los que llamaron
‘kolaṁ de matriz finita’, ‘kolaṁ de matriz regular’ y ‘kolaṁ de arreglo regular indepen-
279
diente del contexto’ (Siromoney, Siromoney y Krithivasan 1974). Las nomenclaturas le
vienen a Siromoney directamente de la jerarquía de la complejidad de Chomsky que
hemos revisado al comienzo de este capítulo (pág. 270 y ss.). No es accidental que Siro-
money haya planteado sus shape grammars y array grammars en una década en que
estos formalismos estaban siendo investigados en Oriente y Occidente, donde él mismo
fue desde el principio una figura de referencia (v. gr. Stiny y Gips 1971; Gips 1975: 59,
236; Stiny 1975; Rosenfeld 1979: 221).
Es importante señalar que en el momento en que elaboró su taxonomía Siromoney no
sabía de la existencia de la geometría fractal, ni de los sistemas-L, ni de las etnomate-
máticas. Con el tiempo, Marcia Ascher (2002) escribió un artículo titulado “The Kolaṁ
Tradition: A tradition of figure-drawing in Southern India expresses mathematical ideas
and has attracted the attention of computer science” en el que agradece a Rani Siromo-
ney y a Kamala Krithivasan y en el que cita obras importantes de Gift, fallecido catorce
años antes, mencionando también la publicación pionera del mencionado H. Gnana Du-
rai (1929) con la que los kolaṁ ingresan en la literatura científica. Ascher se refiere por
último al aporte fundamental de Lindenmayer y Smith, quienes hicieron posible la
visualización de los objetos generados por los sistemas-L mediante gráficos de tortuga.
Ha sido también Ascher quien subrayó la especificidad de las modalidades gráficas de
la escuela de Madras en contraste con los abruptos giros de tortuga a que fueron afectos
los botánicos. El grupo de Madras definió así siete movimientos de kolaṁ basados en la
descripción de sus movimientos que hacían las mujeres tamil. Algunos kolaṁ destaca-
dos en el repertorio (como el llamado “Las Tobilleras de Kṛṣṇa”) requieren sólo tres cla-
ses de movimientos de kolaṁ:
F: Avanzar mientras se dibuja una linea.
Ra: Avanzar mientras se hace un medio giro a la derecha.
R2: Avanzar mientras se hace un bucle entero a la derecha.

Una frase en un lenguaje que produzca las Tobilleras de Kṛṣṇa al modo de Madras co-
mienza con la cadena R1 FR2 FR2 FR2 FR1 a partir de la cual se aplican las siguientes re-
glas de re-escritura: R1R1 FR2 FR2 y R2R1 FR2 FR2 FR2 FR1 (fig. 8.3) Esta secuencia al-
gorítmica se puede contrastar con las reglas de re-escritura del mismo kolaṁ que desa-
rrollé en modo de sistema-L angular laboriosamente, en un trabajo que consiste en dos
cortas líneas de código pero que me insumió una jornada completa de pensamiento
orientado a la puesta en programación de movimientos corporales y al efecto de eureka
(fig. 8.4, izq.). En cuanto a las “Tobilleras…” hay que decir que no todos los kolaṁ o
muggu poseen nombre; el más conocido de los muggu es pulligoru-muggu, pero hay
muchas formas populares que no tienen nombres asociados (Das 2011: 190). En lo to-
cante a las clases de patrones desde el punto de vista emic, en Andhra Pradesh se admi-
ten cuatro tipos de muggu:

280
Profundidad Cadena resultante
0 X
1 F[-X]+X
2 FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X
3 FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X
4 FFFFFFFF[-FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FFFF[-FF[-
F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X
5 FFFFFFFFFFFFFFFF[-FFFFFFFF[-FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-
X]+X]+F[-X]+X]+FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-
X]+X]+FFFFFFFF[-FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-
X]+X]+FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X
6 FFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFFF[-FFFFFFFFFFFFFFFF[-FFFFFFFF[-
FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FFFF[-FF[-F[-
X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FFFFFFFF[-FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-
X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-
X]+X]+F[-X]+X]+FFFFFFFFFFFFFFFF[-FFFFFFFF[-FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-
X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-
X]+X]+F[-X]+X]+FFFFFFFF[-FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-
X]+X]+FFFF[-FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X]+FF[-F[-X]+X]+F[-X]+X

Tabla 8.1 – Generación de una imagen de sistemas-L.

1) Sankranti muggulu (como categoría separada)


2) Geetalu muggulu (muggus de línea)
3) Chukkalu muggulu (muggus de punto y línea)
4) Kotta muggulu (nuevos muggus)

A veces los dibujos expuestos en la literatura difieren un poco. Así como hay escuelas
que alientan o reflejan el desarrollo de métodos de dibujo curvilíneos y que están con-
frontadas con otras corrientes que se ciñen a geometrías rectilíneas, así también hay ás-
peras discusiones en lo que respecta a las diversas tecnologías computacionales en ten-
sión recíproca. Motivados por la necesidad de desarrollar métodos sintácticos de reco-
nocimiento de patrones y generación de formas los especialistas han creado lenguajes de
imágenes generados por gramáticas de vectores [array grammars] o aceptados por autó-
matas de vectores o de arreglos [array automaton] utilizando extensiones basadas en
esos formalismos para superar ciertas limitaciones encontradas en las gramáticas inde-
pendientes de contexto y los correspondientes autómatas de almacén chomskyanos co-
mo los que describí en la página 270 (Siromoney, Siromoney y Krithivasan 1974).
Las referencias que procuran acceder al “punto de vista del actor” en la literatura de la
escuela de Madras, en cambio, son en extremo esquemáticas y sumarias. Si ha habido o
no un proceso de elicitación, entrevistas dialógicas con los actores y, en suma, la clase
de operaciones que se desenvuelven en los escenarios que los antropólogos denomina-
mos trabajo de campo, en la tradición tamil abordada por esta escuela todo ello queda
sin documentar. Es común encontrar alusiones de terceras partes que rezan como sigue:
Experiments were conducted by Siromoney to find out how the kolaṁ practitioners store
such complicated patterns in their memory and retrieve them with ease while drawing the
kolaṁ. In the course of the study, it was found that kolaṁ practitioners remember, describe
and draw the designs in terms of "moves" such as "going forward", "taking a right turn",
"taking a u-turn to the right and so on reminiscent of the "interpretations" which are used in
281
computer graphics as sequences of commands which control a "turtle" (Nagata y Thambu-
raj 2006: 355).

La gramática, evidentemente, es decididamente corporal mientras que la localización


del actante en el espacio no es absoluta sino egocéntrica. Anil Menon, un autor indio de
ficción especulativa con un PhD de la Syracuse University en ciencias de la computa-
ción ha expresado estas ideas de manera más lejana pero más poética. Dibujar un kolaṁ
es “pronunciar” una frase en un picture language, dice Menon. Cada kolaṁ es, corres-
pondientemente, una frase en un lenguaje gráfico. Según esta visión el más ilustre ar-
tista del kolaṁ de Occidente ha sido, probablemente, Jackson Pollock [1912-1956],
quien nunca mencionó la tradición del kolaṁ pero reconoció la influencia de la pintura
en arena de los Navajo, de la que ya hablamos en relación con la geometría de los
maṇḍala (Menon 2005). El más egregio gurú informático de Oriente que se ocupó del
kolaṁ sido, seguramente, Gift Siromoney.

Comando Acción
F Dibujar hacia adelante un número determinado de
posiciones
G Mover la tortuga hacia atrás un número de posi cio-
nes, sin dibujar
+ Girar la tortuga hacia la derecha un ángulo deter-
minado. Si se especifica un número entero antes
del signo, la tortuga realiza el giro esa cantidad de
veces.
– Idem, hacia la izquierda
[ Guardar la posición y ángulo actual para uso ulte-
rior en una pila de estados guardados
] Eliminar el último estado guardado en la pila y res -
taurar la última posición y ángulo guardados
| Mover la tortuga hacia adelante una longitud com-
putada, dibujando una línea desde la posición ante-
rior hasta la nueva – En algunas aplicaciones, girar
90° o 180°

Tabla 8.2 – Instrucciones para el gráfico de tortuga.

El primer problema que encuentro en los relevamientos de Siromoney y de la escuela de


Madras que le sucedió (aparte del empecinamiento en seguir usando el topónimo de
‘Madras’ en vez del de ‘Tamil Nadu’ o ‘Chennai’ y en estar más pendiente de las pa-
labras de Chomsky que de la escritura de Pāṇini) es que la descripción de las movidas
no contempla el contexto recursivo en el que se aplica la regla, ni el número de recur-
siones que debe realizarse, ni el momento en el que el ciclo debe detenerse; el segundo
problema, muy distinto y mucho más grave, es la falta de una instancia de trabajo de
campo y de investigación antropológica en la que se documente el punto de vista del
actor. La escuela de Madras ni siquiera se plantea que esta clase de indagaciones debe-
ría ser necesariamente multi-, trans- o interdisciplinaria. Los sucesores de Siromoney,
como anticipé, llevarían el formalismo al límite, con la consecuencia de que la dimen-

282
sión práctica, personal, mnemónica y corporal de las geometrías recursivas ha quedado
sin investigar.
Aunque los antropólogos del arte angloparlantes que se ocuparon del arte de la India son
probablemente legión, no ha cuajado una literatura científica sobre las artes del kolaṁ,
del rangoli, del muggu y afines que logre unir todos los cabos sueltos. El diseño basado
en sistemas-L ha merecido un rico tratamiento en el libro clásico de Ron Eglash, apli-
cándose al análisis y diseño de peinados africanos y de cruces etíopes, acaso la apli-
cación fractal más convincente de toda la etnogeometría africanista (fig. 8.5). Sobre el
kolaṁ o el rangoli, mientras tanto, Eglash no dice una palabra..
En Occidente, el hito que marca el salto de la gramática a la geometría es la invención
de los sistemas-L por el botánico Aristide Lindenmayer (1968) unos diez años antes que
Siromoney publicara en la India del sur sus primeros estudios (1978). Un sistema-L
consiste de una célula originaria, apropiadamente llamada “semilla” (seed), y una des-
cripción para generar formas a partir de ella. Actuando como mecanismo generativo, la
semilla se redefine entonces como un axioma, y las instrucciones devienen reglas de
producción. Por ejemplo:
Axioma: X
Reglas: X  F[-X]+X
F  FF
A partir de esas reglas irán generándose cadenas como las de la tabla 8.1. Los sistemas-
L originales de Lindenmayer no generan ninguna figura por sí mismos, sino sólo esas
cadenas. Cuando se inventó el formalismo aún no existían los monitores gráficos que
hoy son comunes. Unos quince años más tarde Alvy Ray Smith (1984) les aplicó una
interpretación computacional implícitamente basada en comandos de gráfico de tortuga,
un formalismo gráfico que había sido desarrollado por el sudafricano Seymour Papert
[1918-2016], uno de los creadores del lenguaje Lisp, co-autor de Perceptrons y cola-
borador de Jean Piaget en Ginebra, a quien por cierto Smith se abstiene de mencionar
(Papert 1981: 55-94). Se trataba de un modelo muy simple, como que fue desarrollado
para que los niños aprendieran a pensar las categorías geométricas; ese artefacto, que
acompañó la existencia de muchos de nosotros, no era otro que el módulo de dibujo del
lenguaje LOGO, todavía de moda en la pedagogía de aquellos tiempos. Eran otras épo-
cas por cierto; a veces cuesta hacerse a la idea de que Lindenmayer (o para el caso, Siro-
money) sólo en sus últimos años alcanzaron a ver el espectáculo de sus sistemas-L o
sus gramáticas de la imagen desplegándose en una pantalla de genuina alta resolución.
En un trabajo de Shogiro Nagata y Robinson Thamburaj (2006: 335-336) que pasó inad-
vertido en su momento se indaga la analogía existente entre dibujar un kolaṁ basado en
un principio de navegación egocéntrica y operar con gráficos de tortuga como los que
permiten articular los dibujos virtuales en el Logo de los sistemas-L. El volumen en el
que se publicó el trabajo de Nagata y Thamburaj se editó en homenaje al 75° aniversario
de Gift Siromoney, por entonces profesor emérito del Madras Christian College y con-

283
tiene artículos de un tono demasiado místico para nuestros parámetros evaluativos. La
elaboración, sin embargo, orientada a personas con discapacidades visuales, invita a
considerar una secuencia de movimientos subjetiva o egocéntricamente concebidos co-
mo cambio de coordenadas en un espacio de trayectorias táctiles o como una dinámica
de posiciones cambiantes proyectadas en un tablero reticular en el que se dibujan arcos
y nodos:
Treating each kind of a move as a terminal sign, each Kambi kolaṁ represented a picture
cycle. A Kambi kolaṁ is a closed curve with or without loops represented in the form of
cycle, which is a string, joined at two ends. Each element of the string belongs to the set K
= {F, R(l), R(2), R(3), L(l), L(2), L(3)} where F stands for "move forward one unit", R(l)
represents a "half turn to the right", R(2) a "U-turn to the right," R(3) a "complete loop to
the right" and similarly L(l), L(2), and L(3) for turns to the left. These picture cycle langua-
ges can be viewed and generated in several ways — (i) some of them may be regarded as
cycles in the graph theoretic sense — as a sequence of nodes and arcs, or (ii) they may be
converted into strings and generated by string grammars either Chomskyan or Lindenmayer
type, or (iii) as necklaces of terminal symbols. The terminal symbols may be of different
types — each symbol may have a graphic interpretation or represent simpler turtle moves
or chain code alphabet with coordinates specified or not or "kolaṁ moves" (Nagata y
Thamburaj 2006: 356).

Figura 8.6 – Triángulo fractal de Sierpiński.


Izquierda: Autómata celular aplicando la regla 90 de Stephen Wolfram [01011010]
Derecha: Sistema-L con 7 iteraciones. Semilla: FXF++FF++FF;
Regla 1: F  FF; Regla 2: X  ++FXF--FXF--FXF++; ángulo de 60°.
Realizados por el autor en TestNKS y LSVG respectivamente

El elemento de juicio que resulta clave en esta concepción, a mi entender, es que existen
muchas vías alternativas de representar una misma serie de movimientos de acuerdo con
el sistema de coordenadas al que se otorgue prioridad y con la tecnología de represen-
tación que se escoja (sistemas-L, sistemas de funciones iteradas, autómatas celulares,
redes booleanas, lenguajes de gráficos de tortuga, etc.). Como ejercicio para demostrar
la multiplicidad de soluciones posibles para un problema cualquiera, la equivalencia
funcional de todos los algoritmos con capacidad de computación suficiente y las precau-
ciones que deben guardarse antes de afirmar que ciertas tácticas no pueden ejecutar cier-
tos procedimientos (o asomarse a comprender ciertos conceptos, que formalmente es lo
284
mismo), he incluido una figura en que se representa un triángulo binomial de Sierpiński
dibujado primero mediante un autómata celular unidimensional y luego mediante axio-
mas y reglas de un sistema-L (fig. 8.6).
En el ejemplo de la figura el sistema-L que estamos interrogando construye su multipli-
cidad de 24.057 segmentos mediante siete iteraciones recursivas mientras que el autó-
mata celular completa el diseño aplicando la regla de transición una línea del tablero ce-
lular a la vez. Dado que todos los problemas de interés para las ciencias humanas son
problemas inversos que admiten infinidad de soluciones, nuestro triángulo puede gene-
rarse asimismo de muchas otras maneras. En la definición de la idea de “problema” que
prefiero por encima de todas, Hopcroft decía que un problema consiste en determinar si
una expresión pertenece a un lenguaje (Hopcroft, Motwani y Ullman 2001: 33). La ex-
presión vendría a ser aquí la figura concreta; el lenguaje (en este caso una gramática)
está constituido por la forma compacta de las instrucciones que la generan. La gramática
de los sistemas-L demuestra, formalmente, que un sistema de reglas está lejos de ser
una normativa que impone una única solución. La misma figura puede generarse tam-
bién (1) con axioma F–F–F y una regla FF–F+F+F–F; (2) con axioma F y reglas
FFXF y X+FXF –FXF–FXF+; (3) con axioma FXF––FF––FF y reglas FFF y
X–FXF++FXF++ FXF––; (4) con axioma F–F–F y regla FF[–F], todos estos con
ángulo de giro de 120°; (5) con axioma FXF–FF–FF y reglas FFF y X–FXF++
FXF++FXF– con ángulo de 60°; y por último (6) con axioma F y reglas FX–F–X y
XF+X+F y ángulo de 90°. En esta sintaxis, el elemento ’X’ no corresponde a ninguna
de la instrucciones indicadas en la tabla 8.2 sino que es un elemento a sustituir por la
regla correspondiente. Seguramente hay varias otras maneras de resolver el problema o
de describir el procedimiento, pues de eso se trata. El lector puede reproducir el caso
utilizando un programa adecuado, como por ejemplo LSGV.
Algo parecido a estas reglas fractales de los sistemas-L se ha intentado ya al menos una
vez en arqueología. Con un cuarto de siglo de demora, el arqueólogo norteamericano
Robert W. Preucel (2006: 109-112) ha ofrecido un apto resumen de los desarrollos pro-
puestos por el arqueólogo pos-procesual Ian Hodder (1982) en una especie de gramática
generativa elaborada para dar cuenta de diseños en estrella muy comunes en Sudán,
Etiopía y norte de Africa. Las reglas gramaticales de Hodder expresadas en seudocódigo
son análogas al dibujo de tortugas de LOGO y por ende a las gramáticas Chomskyanas
de sustitución y a las reglas de ‘kolaṁ de arreglo regular independiente del contexto’
(Siromoney, Siromoney y Krithi-vasan 1974).
La contribución académica más potente a las hipótesis que motivan este libro y la que
mejor habla del férreo vínculo entre las etnogeometrías y la ciencia contemporánea aca-
so haya sido un artículo aparentemente modesto de la antropóloga Anna Laine (2013)
de la Universidad de Dalarna en Suecia sobre la relación entre las gramáticas recursivas
de los kolaṁ y el ritmanálisis de Henri Lefebvre (2004 [1992]), una técnica que describí
con cierto detalle en mi libro reciente sobre las geometrías del poder y que se ha conver-
tido en una de las herramientas de elección para distintas geometrías temporales (Rey-
285
noso 2019a; cf. Charalampides 2017; Brighenti y Kärrhom 2018; Fuentes 2019). Laine
entiende que los patrones del kolaṁ son materializaciones y corporizaciones del ritmo,
concepción que cuadra con mi propia definición de la etnogeometría como práctica re-
gida por algoritmos culturalmente engranados en el cuerpo antes que codificados en un
modelo axiomático necesariamente escrito. Partiendo de esa misma concepción Laine
ha sido capaz de penetrar, creo yo, en la esencia de las lógicas generativas del kolaṁ,
del rangoli y de otras prácticas de generación de imágenes mediante la más límpida
observación participante y el más intenso compromiso con una perspectiva de género,
alcanzando (a pesar de sus aristas confictivas) una hondura que Alfred Gell y Tim
Ingold o que incluso Gift y Rani Siromoney (a quienes Laine nombra pero no oficializa
en su bibliografía) no fueron capaces de alumbrar. Correlato de esa contribución es una
galería de imágenes, videos e intervenciones que Laine ha puesto primorosamente en
línea junto con su sustanciosa disertación de doctorado (Laine 2009). Sobre la escuela
de la dinastía Siromoney escribe Anna Laine:
A group of scientists based in Chennai and led by Gift Siromoney, have during the last
three decades used the designs to develop picture languages able to identify certain families
of kolaṁ images (As[c]her 2002: 58). The initial use of formal language theory developed
into a particular matrix grammar. Based on the grammatical rules and mathematical proper-
ties of the tradition, Siromoney’s group has constructed computer software which mechani-
cally reproduces kolaṁ designs (Narasimhan 2004: 88). Even if the categorisation of types
according to algorithmic counting does not have relevance in daily kolaṁ performances,
people are proud over the interest shown by natural scientists. In a less praising manner, the
computer scientist [Rangaswamy] Narasimhan argues that: “The kolaṁ practitioners them-
selves do not seem to be adept at innovating or even motivated to innovate new patterns”
(Narasimhan 2004: 98) (Laine 2009: 198).

El párrafo merece que se haga constar un par de observaciones. En primer lugar el mul-
tipremiado Rangaswamy Narasimhan [1926-2007], uno los mayores exponentes de la
inteligencia artificial en India y en el mundo, describió con minuciosidad el proceso de
modelado desarrollado por la escuela de Siromoney pero se opuso a la idea de que el
diseño de kolaṁ aliente la diversidad y la innovación, pues “cada vez que se dibuja una
imagen, ella es recreada de la misma manera en que se la memorizó” (2004: 86-99).
Laine piensa, en cambio, que el aprendizaje de la confección de kolaṁ no es una servil
imitación y que hay algunas mujeres que ponen en tensión los límites, mientras que hay
otras que se conforman a las reglas establecidas.
Learning to make kolams can also be described as a rhythmical mode of becoming a femi-
nine being. Through the repetitive movements women learn, and come to embody, the flow
which is their morally correct way to interact with the rhythms of seasons and lives. The
difference generated through repetition is both conscious and unconscious in the practice.
Every time a woman repeats the performance, she tries to make the design different. But the
overall daily practice appears similar from last time. New rhythms are incorporated through
the different qualities of the new materials, without causing complete disruption. However,
some kolam makers seek to diversify the established social rhythms, and have to be cau-
tious of not becoming defined as disruptive (Laine 2009: 331).

286
En segundo lugar (y aunque la declaración de principios metodológicos por su parte es
mortecina y discreta) es evidente que Laine no considera importante el punto de vista de
los matemáticos y expertos en computación, a quienes considera “científicos de la natu-
raleza”; ella, sin embargo, presta particular atención a un conjunto de investigadores
multidisciplinarios que han abordado las prácticas del kolaṁ como realización infográfi-
ca o como práctica de género (Laine 2009: 8-9; Nagarajan 1998; 2001; 2007; 2019;
Abraham y Chacko 2017).
Otra disertación de doctorado que se refiere a las artes de umbral, concretamente al
muggu y al rangavalli de Andhra Pradesh en la India del Sur, es la de Aurogeeta Das
(2011) quien (al igual que Anna Laine) no parece comprender los modelos aritméticos-
computacionales de los Siromoney aunque por su parte dice respetarlos. Es uno de los
trabajos con más amplias referencias bibliográficas, comprendiendo los estudios de
Jyotsna Kilambi (1986), Ralph Steinmann (1989), Molly Kaushal (2007) y otros autores
indios y occidentales equilibradamente comentados y cruzados entre sí, al lado de una
descripción de estilos basada en interacción con actores de regiones de la India no cu-
biertas habitualmente por la literatura. Más importantemente, Das considera de manera
reflexiva que su propio enfoque presta atención a lo performativo, tratando el trazado
del muggu como una práctica inmanente al cuerpo [embodied practice] y no tanto como
una rutina regida por una lógica verbal. A este respecto Das menciona la contribución
del antropólogo e historiador del arte del UCL Christopher Pinney (2001: 158; 2004: 6,
9), quien desarrolló el concepto de corpotética [corpothetics, estética incorporada al
cuerpo], argumentando que no prestar atención a algunos aspectos de la cultura visual
de la India en tanto embodied practice ocasiona que se cerebralice y se sobre-textualice
todo cuanto concierne a la imagen: Escribe Pinney: “By corpothetics I mean the sensory
embrace of images, the bodily engagement that most people (except Kantians and mo-
dernists) have with artworks”.105 Vijaya Rettakudi Nagarajan (1998b: 42-43), por su
parte, estudiosa de los kolaṁ de la Universidad de San Francisco, asevera que el kolaṁ
“es conformado y ejecutado por el cuerpo humano” y que sólo recientemente el cuerpo
comenzó a ser considerado como lugar de producción de conocimiento; Nagarajan pien-
sa que debió ser por esta demora (y por sus sesgos de género, o por ser expresión de la
India más extraña, ignorada y oscura) que el arte de umbral permaneció durante tanto
tiempo marginado de la academia (cf. Nagarajan 1998a; 2001; 2007; 2015; 2019).
Dos de las aplicaciones más impresionantes de los sistemas-L a la etno- y a la arqueoar-
quitectura, finalmente, son la reconstrucción virtual de los edificios puuc mayas alta-
mente ornamentados localizados en Xkipché, Yucatán (Müller y otros 2006) presentada
en el Séptimo Simposio Internacional de Realidad Virtual, Arqueología y Patrimonio
Cultural y las reconstrucciones de Pompeya desarrolladas por el equipo de CityEngine

105
Similares argumentos se encuentran en el corpus representativo de los teóricos contemporáneos de la
cognición situada en relación específica con el arte y sus constreñimientos geométricos (Gärdenfors 2000;
2014; Krois, Rosengren, Steidele y Wes terkamp 2007; Sonesson 1988; 1989; 1992; 1994; 2007; 2010;
Rosengren 2012).
287
en el ETH de Zürich antes que el producto fuera vendido a ESRI y perdido su estatuto
como tecnología alternativa públicamente disponible. Han habido otras simulaciones de
mayor impacto en el público mediático, tales como el modelo de Nueva York de 2259
armado para la película El Quinto Elemento de Luc Besson o la escenografía de la ciu-
dad eterna para la miniserie Rome de la BBC propalada entre 2005 y 2007 (Rome Re-
born 2.0, implementada por los nerds del ETH en poco más que una noche de insomnio)
y de la cual mentan las leyendas urbanas que quiso salir al cruce y que logró desmentir,
insolentemente, la frase que establece que “Roma no se hizo en un día”. 106 En la actuali-
dad el modelado de arquitecturas arqueológicas y vernáculas utilizando esta metodolo-
gía (que yo proponía sin demasiado eco en tempranas ediciones de Computer Applica-
tions in Archaeology y en reuniones de la Comisión IV de la UISPP ) ha sido adoptada
por un segmento significativo de la comunidad arqueológica y –más lucrativamente–
por la industria de efectos especiales de la cinematografía del primer mundo (Reynoso
2008 versus Piccoli 2018a; 2018b). Aunque no se han divulgado mucho los detalles del
truco, casi todas las ciudades fantásticas, antiguas, futuras o imaginarias de Game of
Thrones, Altered Carbon, The Witcher, Zootopia, Big Hero 6, Blade Runner 2049, In-
dependence Day: Resurgence y otros filmes y miniseries producidas en un milenio ya
no tan nuevo suelen modelarse con estas u otras prestaciones basadas en gramáticas re-
cursivas (ver además pág. 549).
Aun cuando subsisten numerosos problemas abiertos pero no resueltos, tanto los siste-
mas de visualización basados en sistemas de Lindenmayer como las aplicaciones de rit-
manálisis constituyen óptimas referencias para cerrar el círculo del impacto de los for-
malismos derivados de la gramática de Pāṇini y de las técnicas recursivas del kolaṁ de
los pueblos tamiles del sur de la India sobre unas cuantas epistemologías analíticas más
productivas de las ciencias sociales y sobre algunas de las tecnologías de diseño arqueo-
geométrico y artístico más innovadoras de este siglo.

106
Originariamente Rome ne fu pas faite toute en un jour, frase que se remonta a un poema medieval
francés de la colección Li Proverbe au Vilain fechado en 1190.
288
9 – Hitos de la etnogeometría (7): Etnocomputación en el límite –
Àdìǹkrá, fullerenos, igluit, valaris & arquitectura vernácula

Las matemáticas proporcionan un medio para que


las personas expliquen y controlen situaciones com-
plejas del entorno natural y artificial y se comuni-
quen sobre esas situaciones. Por otro lado, las mate-
máticas son un sistema de conceptos, algoritmos y
reglas, encarnados en nosotros, en nuestro pensar y
hacer. Estamos sujetos a este sistema, el cual deter-
mina partes de nuestra identidad.
Ronald Fischer (1993)

Figura 9.1 – Clasificación de los adinkra en física – Basado en Sylvia Naples (2009: 61-62).

Si usted busca información en la Web (en Wikipedia, pongamos, o en Wolfram Library


Archive) sobre una clase particular de glifos llamados ‘grafos àdìǹkrá’ los servicios de
desambiguación podrían indicarle que el término se refiere a dos sistemas conceptuales
diferentes. Por un lado están los símbolos àdìǹkrá107 desarrollados por los Ashanti de
Ghana y fluctuantemente redescubiertos y reolvidados por viajeros, exploradores, antro-

107
Los diacríticos en la palabra Akan àdìǹkrá constituyen marcas tonales. Akan o Twi/Fante es un grupo
de lenguas africanas bitonales, denotando dà un acento grave y dá un acento agudo. Aquí sigo la notación
propuesta por Marfo, Opoku-Agyeman y Nsiah (2011). Cuando se use el término para ambas clases de
àdìǹkrá se escogerá la grafía Akan, dado que el lexema africano tiene precedencia sobre la de nominación
occidental. Las lenguas Akan comprenden los idiomas hablados por varios sub -grupos étnicos, inclu-
yendo los Agona, Akuapem, Akwamu, Akyem, Ashanti, Bono, Fante, Kwahu, Sefwi y Wassa. La etno-
grafía clásica y aun insuperada sobre los Ashanti es la de Robert Sutherland Rattray [1881-1938].
289
pólogos y turistas desde por lo menos 1817 (Bowdich 1819; 1821: lám. e/38-39 ;
Rattray 1969 [1923]; 1927: 264-266; figs. 9.2, 9.10 y 9.11 más abajo); por el otro se en-
contrarán los símbolos adinkra utilizados como forma de representación de algunos de
los conceptos más difíciles de entender en las nuevas teorías avanzadas de la supersime-
tría –la supergravedad– y que son prerrequisitos para comprender la teoría de cuerdas, el
intento más poderoso de unificar la gravedad einsteiniana con la mecánica cuántica a
través de una igualmente compleja teoría de la representación supersimétrica imaginada
no antes de la segunda década del siglo XXI (Fig. 9.1 y Naples 2009).

Figura 9.2 - Àdìǹkrá de Ghana según Thomas Edward Bowdich [1791-1824] – British Museum,
Af1818,1114.23. Nótese que en esta pieza antigua falta el importante símbolo Sankɔfa. En su lugar se
encuentran otros 15, incluyendo Nsoromma (estrellas) y Dono Ntoasuo (tambores dono dobles) al lado
de diversas cruces. Contrástese con panel textil de Tokapu peruano, pág. 252 más adelante.

Tanto en los àdìǹkrá folk como en los científicos lo primero que salta a la vista son sen-
dos conjuntos de elementos y de relaciones entre ellos, aplicaciones ambas de la ubicua
teoría de grafos utilizada ahora en funciones tanto representacionales como gramatográ-
ficas, comportándose en ambos casos, visiblemente, como grupos de transformación. En
este contexto, un grupo no es tanto un conjunto de elementos como un conjunto de
“operadores”. La noción de un grupo de esta clase ya se usaba a principios de la década
de 1830 en los trabajos de Évariste Galois, el precoz fundador de la teoría de grupos

290
propiamente dicha,108 pero recién en 1840 el matemático británico Arthur Cayley [1821-
1895] proporcionará una definición instrumental: un grupo (dice Cayley) se define me-
diante la ley de composición de sus miembros, un elemento de juicio que creo haber
aclarado e ilustrado antropológicamente en mi añosa crítica del abuso del concepto de
grupo de transformación en el análisis de los mitos propuesto por Claude Lévi-Strauss,
crítica de la cual (exceptuando a Leopoldo Bartolomé, a Roberto Abinzano y a unos
pocos más) no muchos colegas acusaron recibo cuando la formulé pero a la que el
tiempo le ha dado razón y conferido transparencia (cf. Reynoso 1990).
Aclaremos el punto para que la idea no se siga desgastando: dada la innumerabilidad de
los elementos semánticos básicos y la indeterminación de las relaciones mutuas, y dada
además la inexistencia de criterios formales para asignar un elemento o mitema a una
clase en lugar de a otra, no hay posibilidad material de aplicar la teoría de grupos al
análisis estructural del mito en los términos en que esa analítica se plasmó en las Mito-
lógicas;109 dado el carácter finito y sistemático de las operaciones sintácticas fundamen-
tales, no hay mucho más que teoría de grupos en nuestra captación etic de las estruc-
turas simétricas de la virtual totalidad de las culturas otras (cf. Horne 2002). Nada de
esto implica, desde ya, que los Otros apliquen principios teoréticos de grupos en sus
prácticas, un requisito de “realidad psicológica” que el estructuralismo se encuentra em-
pujado a implicar. A diferencia de lo que se atreve a afirmar un Michael Leyton (2001b;
2012), asimismo, la teoría de grupos no se presta a actuar como la macroentidad que
ahora llamaríamos una teoría del todo. Al problema de la asignación de elementos
mitológicos a clases se suma la impropiedad formal de las operaciones conducentes a
determinar los grupos de transformación en el método lévistraussiano. Vale la pena en
este punto reproducir tres párrafos de uno de mis primeros artículos de crítica antropo-
lógica escrito en 1986:
Para Lévi-Strauss los mitos, las variantes de los mitos, y en rigor toda la mitología que lo
ocupa, conforman lo que en matemática se denomina un "grupo de transformación". Ciertos
conjuntos míticos dentro suyo, además, se ordenan como si se tratara de un tipo específico
de grupos llamados "grupos de Klein", incluyendo un tema, el contrario del tema y sus in-
versa (1983: 586-587). En esta referencia a la alta matemática y en su apertura hacia térmi-
nos tales como "operadores" y "jerarquías" encuentra Lévi-Strauss el fundamento totaliza-
dor y vertebrante de todo su análisis y el pretexto para presentar su estructuralismo como
mediador entre una antropología hasta allí disciplicente y el futuro modo de certidumbres
de la ciencia.

108
Sobre quien ya he tratado más arriba a propósito de esta misma teoría (ver pág. 116).
109
La metodología del análisis estructural del mito, en síntesis, no implica mucho más que la asignación
de mitemas sintagmáticos a clases paradigmáticas para luego hacer con ello lo que se pueda. Lo malo con
esta asignación es que el hecho de que haya “muchas más clases de cosas que cosas, aun cuando las cosas
sean infinitas”, involucra un impedimento para cualquier axiomática desde Georg Cantor [1845-1918] en
más. Dado un mitema en el plano sintagmático, entonces, no hay modo de asignarlo unívocamente a una
sola clase paradigmática en un único dominio semántico. El sintagma ‘carne’ no puede ser en tonces
imputado émica o éticamente al paradigma ‘naturaleza’, ni ‘atuendo’ clasificado de manera automática
como ‘cultura’. El mismo Lévi-Strauss (como lo ha señalado Dan Sperber [1987: 67]) ha asignado, en
distintas circunstancias, un mismo mitema a una colección incoordinada de clases distintas.
291
Ninguna de estas metáforas, por desdicha, puede sostenerse en pie, ni aun suponiendo que
las categorías lévi-straussianas cuyo desmontaje lógico hemos cumplimentado sean lo que
en realidad deberían ser. Veamos, por empezar, como se define, elementalmente, un grupo.
Un grupo puede ser finito o infinito: el sistema de los números enteros constituye el caso
más nítido de un grupo infinito. Para que un sistema sea grupo, debe definirse un conjunto
de elementos con una operación, de manera tal que al efectuar una operación entre los ele-
mentos, el resultado constituya un elemento del mismo grupo. La matemática de los grupos
exige el mantenimiento de tres reglas. En primer lugar, el conjunto debe contener un "ele-
mento neutro", de modo tal que al efectuar una operación entre éste y cualquier otro ele-
mento, el resultado sea igual a dicho elemento. Para el conjunto de los números enteros y la
operación de suma, el elemento neutro es, naturalmente, el cero; para ese mismo conjunto y
la multiplicación, en cambio, el elemento neutro es el [número] "1". La segunda regIa exige
que para cada elemento del conjunto tiene que existir en el conjunto su inverso respectivo,
tal que la operación de un elemento por su inverso y luego la conmutación de ésta sean
iguales. Finalmente, la operación establecida debe ser asociativa.

Figura 9.3 – Àdìǹkrá Nkɔnsɔnkɔnsɔ espejado y rotado.


Basado en Nigel Langdon (1989: 178).

Desde todo punta de vista, los mitos no forman un grupo de transformación, y ello por tres
motivos. En primer lugar, porque la obsesión opositiva de Lévi-Strauss no he previsto la
existencia de un elemento neutro, ni se puede imaginar uno. En segundo, porque la doble
oposición binaria, al no operar sobre un eje invariable, no restablece indefectiblemente un
elemento igual al originario. Y en tercer lugar (y esto es lo más definitorio) porque los mi-
tos, en tanto elementos de un grupo, no se constituyen solo mediante sucesivas oposiciones
binarias, sino que también y primordialmente se construyen sobre un eje sintagmático, co-
mo secuencias lineales, mediante un conjunto de operaciones no declaradas en la definición
del grupo (Reynoso 1986).110

110
Estas objeciones al tratamiento estructural del mito no deben verse como una crítica a la obra entera de
Lévi-Strauss o a la poderosa lógica del estructuralismo, puesta de manifiesto (por irritantes que sean las
referencias lévistraussianas a lo “primitivo”) en las observaciones del bourbakiano André Weil [1906-
1998] al final de Las estructuras elementales del parentesco, en el esforzado intento de Franklin Tjon Sie
Fat, François Lorrain y Paul Ballonoff sobre la lógica de las analogías y en el posible uso de la teoría de
292
Mientras que con anterioridad un grupo finito se entendía como un grupo de permuta-
ciones, Arthur Cayley probó que podía entenderse como un conjunto asociado a una
operación binaria que satisface ciertas reglas, prueba a partir de la cual se gestó la teoría
de las representaciones, lo que permite tomar cualquier elemento del álgebra abstracta y
mapearla sobre una estructura similar más familiar o mejor conocida. Un vistazo a la
figura 9.2 complementada con una experiencia de modelado en el Adinka Grapher de
Ron Eglash, en Adinkramat de Gregory Landweber y en nLab Adinkra de la Universi-
dad Carnegie Mellon de Pittsburgh alcanza para comprender la análoga composiciona-
lidad de ambos grupos y el poder clarificador de los homorfismos entre ellos (cf. Carter
2009: 159-192; Landweber 2010; cf. fig. 9.3b más abajo).
Lejos de mí pretender que a los etnogeómetras y a los antropólogos con inclinación cog-
nitiva les resulte sencillo de ahora en más incorporar el concepto de grupos de trans-
formación más allá de las simetrías que revisaremos en el capítulo § 4 ( pág. 117 y ss).
Quien se deje llevar por las sonoridades didácticas embusteras y transgresoras de los
“cuadrados mágicos”, los “dessins d’enfants” (= dibujos infantiles), las cosmologías
multifractales del “queso suizo empaquetado” o las “curvas de Origami” que orbitan en
torno a esos conceptos sígnicos pronto se verá decepcionado. Pese a estos artificios de
denominación amigable y falsa impresión de simplicidad, estas álgebras pueden llegar a
ser (doy fe de ello) casi impenetrables para el no iniciado; tal como yo lo he sufrido y lo
sigo experimentando, su curva de aprendizaje se encuentra entre las más empinadas de
todas las matemáticas (cf. Mureika y Dyer 2005 versus Marcolli 2017: esp. cap.
§ 1.3.9).111

Lo que sí cabe recuperar de ambos conjuntos de ideas es el uso de grafos como herra-
mientas relacionales y la captación de importantes analogías entre ambos sistemas de
àdìǹkrá como primer paso para complementar nuestro entendimiento de los grupos de
transformación y para comprender cuan lejos estábamos de dominar estos conceptos
algebraicos cuando Lévi-Strauss (apañado por André Weil, Jean Petitot y otros bourba-
kianos que simpatizaban con los matematismos cuasi lacanianos del proyecto estructu-
ralista) fingía aplicarlos para la descripción, comprensión y explicación de la estructura
de los mitos. Los àdìǹkrá se han revelado sustanciales en los niveles más encumbrados
y en las inflexiones más críticas de ambas ciencias, pero eso no significa que las ideas
vayan a resultar más transparentes de aquí en más para cualquiera que pase por ahí
llevado por una lectura casual; por el contrario, estimo que el entrecruzamiento de am-

grupos en el análisis estructural (Weyl 1952; Lévi-Strauss 1969 [1949]; Lorrain 1974; Ballonoff 1976;
Tjon Sie Fat 1980; 1990; 1997).
111
Esta circunstancia involucra un factor de complejidad que algunos marcos teóricos (el pensa miento
complejo moriniano, por ejemplo) minimizaron abiertamente y que no es otro que la dific ultad manifiesta
en sus disciplinas de origen. Mientras que en muchos respectos Morin acierta a describir algunas formas
de complejidad como edificadas en base a primitivas extremadamente simples, algunas otras formas (co -
mo el modelo adinkraico de la física) son de una dificultad prohibitiva y requiere de una intensa espe -
cialización (cf. Reynoso 2007).
293
bos sistemas adinkraicos nos servirá para ponderar el tejido relacional que atraviesa el
conjunto de las tranformaciones estructurales y que hace que todo conjunto de símbolos,
todo “alfabeto”, por facilitador que aparente ser, configure efectivamente un sistema en
algún respecto no trivial.

Figura 9.3 b – Adinkra N=16 con 128 bosones y 128 fermiones.


Dibujado por Gregory Landweber (2010) con el programa Adinkramat.

Propio de la representación cromática de los àdìǹkrá etnográficos es que todas las figu-
ras se atienen al teorema de los cuatro colores, principio fundamental de la teoría de los
grafos planares que establece que “todo grafo planar es colorizable por cuatro colores”,
peculiaridad que es aplicable a una variedad inmensa de problemas de clasificación, de
combinatoria, de gestión de recursos, de heráldica, de análisis de relaciones de parentes-
co, de diseño de mapas y hasta de disponibilidad de pigmentos (Reynoso 2011a: 41-44;
Fritsch y Fritsch 1998; McMullen 2020).112 El teorema expresa que cualquiera sea la
complejidad de una configuración de figuras primitivas y su disposición en unidades,
alcanzan cuatro colores para completar su coloración, de modo que no existan dos uni-
dades contiguas del mismo color; todas las líneas o aristas del grafo que unen espacios
vecinos de la figura, en suma, siempre unen puntos, nodos o espacios de distinto color.
Este es un rasgo que también comparten otras especies de representación geométrica,
tales como los tokapus incas o las pinturas fractales de František Kupka; nunca antes
que este libro se escribiera se había señalado esta particularidad en el análisis de las
artes complejas (ver figs. 1.6, 7.6, 7.7 y 9.10, 9.11 y 9.11b). En teoría de grafos, el teo-

112
En cuanto a los grafos que representan adinkra en la teoría física, aunque en ellos las aristas discurren
entre nodos de distintos colores, ellos deben s er testeados para determinar su planaridad. No tengo clara la
aplicabilidad de esta clase de problemas y soluciones combinatorias en los grafos de este tipo en física.
Respecto de los àdìǹkrá etnográficos casi todos ellos son monocromos en la práctica text il, pero en los
últimos años han surgido docenas de libros populares de àdìǹkrá para colorear en Ghana o en su diáspora
(Fritz 2015; Phatt 2019; Manu 2020).
294
rema en cuestión se mantuvo durante siglos como conjetura hasta su resolución como
teorema por parte de Kenneth Apel y Wolfgang Haken en 1976: una resolución anóma-
la, por cierto, que se extiende a lo largo de unas 1500 páginas de código de computadora
que revolucionó la metodología de lo que se entiende formalmente como prueba mate-
mática y que debería ayudarnos a recordar que el hecho de que un procedimiento o
algoritmo funcione no implica que sea trivialmente fácil probarlo matemáticamente.
Sumidos en el olvido los reportes de aventureros y traficantes victorianos y almacena-
dos en las reservas técnicas las piezas de museo, hubo un momento en la antropología,
en la etnoeducación y en la etnogeometría en general en el que los àdìǹkrá africanos de-
saparecieron de la escena académica y se redescubrieron como objeto de estudio recién
un siglo más tarde. En African fractals, por ejemplo, Ron Eglash (1999) se ocupa por-
menorizadamente de las telas kente pero no trata en absoluto de los àdìǹkrá de los mis-
mos Akan de Ghana y de los Gyamen de Costa de Marfil excepto en lo que se refiere a
las curvas y espirales logarítmicas que se encontraban en las representaciones pre-colo-
niales y coloniales que simbolizaban el crecimiento orgánico y que se conocían desde
los compendios enciclopedistas de Sir Theodore Andrea Cook (1903; 1914; cf. fig. 1.4
más arriba). Un libro bellísimo y detallado sobre textiles africanos de los Ashanti y los
Ewe trata de docenas de telas de la región pero calla toda mención de los àdìǹkrá, pro-
bablemente porque un estampado hecho con sellos en el grado cero de la artesanía (casi
como una tipografía gutenberguiana monocromática) no puede aspirar a la calidad ar-
tística de un bordado o de un tejido multicolor (cf. Adler y Barnard 1992).
Cinco años después del intento de Eglash, en Ethnomathematics and education in Afri-
ca, Paulus Gerdes (2014b) se refiere a los àdìǹkrá tangencialmente, llamándolos por su
nombre pero en tres únicas ocasiones, comentando trabajos previos de Daud Sutton
(1986: 240), de Labelle Prusin (1986) y de Nigel Langdon (1989: 178). En este último
trabajo Langdon había documentado que la División de Educación de Maestros del
Servicio de Educación de Ghana (Módulo 23) utiliza àdìǹkrá bien conocidos (como el
Nkɔnsɔnkɔnsɔ) para ilustrar nociones de simetría y rotación, una intuición que ilumina
tanto las operaciones básicas de los isomorfismos de la simetría en la cultura como los
usos conceptuales de los adinkra en la física.
En su referencia circunstancial al trabajo de Prussin (una autora muy discutida, inciden-
talmente, por su asertividad y por su caprichosa gestión de una evidencia plagada de
sobreentendidos para adeptos) Gerdes solamente asienta que los motivos de los estam-
pados àdìǹkrá, “asociados con el Islām”, se utilizan tanto en las telas como en la arqui-
tectura, insinuando un caso de skeuomorfismo que por desdicha no llegó a elaborar
(Gerdes 2014b: 196; Prussin 1986: 240; Bourdier 2009). En las varias ediciones de
Africa counts (1991 [1979]) de Claudia Zaslavsky, Donald W. Crowe menciona al pasar
a los ‘adinkira’ de los Ashanti (un grupo Akan del sur de Ghana, dice) equiparándolos a
los bokolanfini o bògòlanfini de los Bamana o Bambara de Mali pero sin agregar mucho

295
detalle al respecto.113 Es extraño que Ron Eglash (1997b; 1999) se expanda sobre el arte
adivinatorio de los Bamana pero no mencione esa clase de telas, algunos de cuyos ejem-
plares son manifiestamente fractales, o por lo menos de fractalidad más marcada que la
de los kente o la de los akunintam. Ni Gerdes ni Prussin ni Eglash ni nadie cuyos tra-
bajos yo haya leído ha siquiera identificado o descripto los sistemas glíficos islámicos
(o pre-islámicos) que estarían en la raíz de los àdìǹkrá africanos o de sus mani-
festaciones afines. Nadie se ha ocupado tampoco (hasta el propio día de hoy) de inven-
tariar la creciente diversidad de telas africanas con diseños geométricos.
Sin ánimo de ser exhaustivo y a riesgo de incurrir en errores de género gramatical (el
juego de palabras es involuntario) sugiero comparar las telas àdinkrá, akunintam, bògò-
lanfini, kente y kuba ya mencionadas con los tejidos, telas y diseños kabyle de Argelia,
tuareg del Sahara, samakaka de Angola, toghu de Camerún, kyekye de Costa de Marfil,
akwete y ukara de los Igbo, aso oke, adire y okene de los Yoruba y los Dogon, khasa de
los Fulani, nsaduaso y akyempim de los Ashanti de Ghana, kanga y kitenge de Tanza-
nia, shema de Etiopía, alindi de Somalia, kikoi de Kenya, chitenge de Zambia, shwe-
shwe de República Sudafricana, leteisi de Botswana, lamba mena de Madagascar y los
genéricos boubou y ankara de África Occidental, entre otr@s (cf. además Boser-Sariva-
xévanis 1972; Baer y otr@s 1979; Adler y Barnard 1992; Green 2005; Ross 2005 a;
2005b; Wolff 2005; LaGamma y Giuntini 2008; Magnavita 2008; cf. el excelente aun-
que incompleto mapa de Opera News). En este punto, habiendo tanto material para
tratar se echa de menos un amplio inventario del campo de posibilidades de articulación
geométrica y de su variación en distintos medios materiales. Igual observación cabría
hacer respecto de la geometría de los tejidos en lana de camélido de América Latina y
de la región andina en particular, un tema especializado cuya amplitud, complejidad y
diversidad me desbordan y cuyas geometrías serían merecedoras de un estudio compa-
rativo específico que sólo estudiosos de consumada experiencia de la línea de Denise Y.
Arnold están hoy en condiciones de emprender.
En antropología y en las ciencias sociales los àdìǹkrá recién recibirían tratamiento (es-
pectacularmente, por cierto) en el provocativo artículo de William Babbit, Michael
Lachney, Enoch Bulley y Ron Eglash (2015) en el cual, curiosamente, los autores no
toman nota de la existencia de los glifos adinkraicos de la teoría física ni tampoco de los
sistemas o “alfabetos” de símbolos descriptos por los antiguos exploradores europeos y
almacenados en los museos coloniales, en el British Museum más protagónicamente
que en cualquier otro, aunque no no todos los cuales califican como àdìǹkrá.
Esenciales respecto de los adinkra de la física son los textos de Babbitt, Eglash & al.
(2015), el de Erik Seeman (2010), el de Sylvester James Gates, Marcus T. Grisaro, Mar-
tin Roček y Warren Siegel (2001 [1983]) y los de Doran, Gates y otros (2008; 2018)

113
Sobre esta tela de ornamentación geométrica que hoy se produce industrialmente véanse los estudios
de Pascal Imperato y Marli Shamir (1970), J. B. Donne (1973), Victoria L. Rovine (1997), Elsjie Toerien
(2003) y Sam Hilu & Erwin Hershey (2005).
296
junto a por lo menos dos páginas que he editado profusamente en Wikipedia, en la se-
gunda de las cuales hasta los científicos más adustos reconocen sumariamente la prece-
dencia etnográfica de la idea, haciendo reaparecer las mismas formas de representación
que hemos visto en otros estudios a propósito de los mapas cognitivos y los sistemas de
posicionamiento y navegación que dieron lugar a los modernos GPS y que aquí revisa-
remos en el capítulo que precede a las conclusiones (cf. Reynoso 2010 a y pág. 329 y ss.
más abajo).
Sumando algunas referencias sustanciales de la física de vanguardia que a veces pare-
cerían situarse al borde de una abducción incontrolada –parecida a la que animó mis pa-
ralelismos juveniles entre Buddhismo Tántrico y Psicoanálisis Reichiano (Reynoso
1981)– vale la pena interpelar los isomorfismos emergentes entre los grafos que juegan
un papel tan esencial en la vida cultural de las nombradas sociedades africanas y los
grafos científicos homónimos sin los cuales las dinámicas implicadas en la teoría de la
supergravedad a duras penas podrían ser objeto de discusión. Ambos grafismos son fun-
damentales por cuanto proporcionan una comprensión de los códigos de información y
del cuadro de sus similitudes, contrastes y grados de libertad que no sería accesible por
medios no visuales. Es justicia recordar que fueron los físicos de avanzada (y no una
gavilla de antropólogos excedidos en imaginación) los primeros en desvelar los isomor-
fismos entre uno y otro conjunto de àdìǹkrá. Debe señalarse que S. James Gates (él
mismo afroamericano) no ha sido un divulgador enrolado en teorías de matriz irraciona-
lista como la sincronicidad jungiana, el simbolismo iniciático de René Guénon, la sime-
tría dinámica de Matila Ghyka o la tensegridad de Carlos Castaneda sino que tiene en su
haber un nutrido currículum de excelencia poco inclinado a dejar que el pensamiento se
salga de cauce, como sí ha sucedido, característicamente, en la ambiciosa teoría genera-
tiva de la forma geométrica del polémico Michael Leyton (1992; 2001 a; 2001b; 2002;
2006; 2011 versus Hendrickx y Wagemans 1999), profesor de psicología en la Universi-
dad Rutgers que probablemente sea el personaje más controvertido de la historia aca-
démica norteamericana. Como reza la hoja de vida virtual de Gates en la División de In-
vestigación de la Universidad de Maryland desde donde se accede a su Website perso-
nal y a su CV:
S. James Gates is Toll Professor of Physics and Director of the Center for String and Parti-
cle Theory at the University of Maryland in College Park. He serves on President Obama's
Council of Advisors on Science and Technology.

La especialización más reciente de este estricto contemporáneo mío se concentra en los


símbolos àdìǹkrá como representaciones razonablemente adecuadas de álgebras supersi-
métricas, en el pleno sentido teorético de la idea de “representación” que veremos ex-
presada cuando hagamos referencia a la concepción de Richard C. Powell poco más
adelante (pág. 305). Aunque Gates procuraba hasta hace poco no verse atrapado en la
tentación especulativa de imaginar isomorfismos ocultos, el hecho es que ha llegado a
plantear lo siguiente:

297
La palabra ‘adinkra’ es de etimología Africana occidental, y originariamente se refería a
símbolos visuales creados por el pueblo Akan de Ghana y por los Gyamen de Costa de
Marfil para representar conceptos o aforismos. Sin embargo, los adinkra matemáticos que
estudiamos sólo se vinculan a esos símbolos africanos por su nombre. Aun así, debe reco-
nocerse que, al igual que sus antecesores, los adinkra matemáticos también representan
conceptos que son difíciles de expresar en palabras. Más enigmáticamente, puede que ellos
contengan incluso la intuición de algo más profundo, incluyendo la idea de que nuestro
universo podría ser una simulación de computadora [o un código fundante del campo de la
información], como en los films de Matrix (Gates 2010).

Llama la atención la cantidad de veces en que Gates (2008; 2009; 2010; 2012) establece
las relaciones entre los àdìǹkrá etnográficos y los supersimétricos desde los mismos ti-
tulos de sus ensayos. Al final del día los àdìǹkrá permiten transformar las álgebras com-
plejas en una especie de “juego” topológico comparable a los juegos de cuerdas, al cubo
de Rubik o a cualquier otro juego que se le haya podido ocurrir a gente tan lúcida como
Ludwig Wittgenstein, quien examinó como pocos de nosotros lo hemos hecho las clases
de juegos que podrían existir.
Antes del 2005 las álgebras supersimétricas por supuesto ya existían, pero las formas de
representar los conceptos, sus relaciones y sus transformaciones recíprocas no habían
cuajado aun en una formulación aceptada, o por lo menos útil a los fines de la comuni-
cación interdisciplinaria. A fines del siglo pasado e incluso a mediados de la primera
década de este siglo, los códigos de representación existentes, en otras palabras, no eran
los que se estaban necesitando. El estado de avance de esta región de la ciencia dejaba
mucho que desear. De este lado de la divisoria, nuestras disciplinas aburrían a las demás
dando por cerrado uno de los problemas capitales sin intentar resolverlo y repitiendo la
consigna de que estábamos experimentando nada menos que la crisis de la representa-
ción, un lugar común al cual ya hemos intentado poner en su lugar (cf. pág. 15), una ex-
presión que se repite como un mantra por poco que haya una laguna en el flujo de la ins-
piración pero de la cual nadie de cuatro décadas a esta parte ha sabido precisar en qué
pérdidas consiste, a qué causas se debe, cuáles son sus consecuencias a largo plazo, de
qué manera se podría revertir o atenuar y quiénes se llevan el mérito o tienen la culpa de
que acontezca (cf. Girshick 2008: 220).
La ciencia clásica, cerrada sobre sí misma en ese entonces, no estaba ayudando dema-
siado. A principios de este siglo no había por ejemplo mención de los àdìǹkrá etnográ-
ficos (ni tampoco de los físico-teoréticos) en el espléndido Superspace (Gates y otros
2001). Apenas una década más tarde la situación es otra (v.gr. Gates 2008; 2009; 2012;
Mukhopadhay y Roth 2012); de todos modos, el ensayo que se está leyendo (y que
estoy escribiendo desde octubre de 2017) es el primero en todo el campo de la etnogeo-
metría en que se hace hincapié en las correspondencias entre ambos sistemas de repre-
sentación geométrica desde la perspectiva de las ciencias sociales. Mi idea es que si han
sido los científicos duros los que debieron acercarse a objetos trabajados en las ciencias
blandas como única opción a la mano, es posible que todavía tengamos algo valioso que
aportar sobre sistemas cognitivos representacionales construidos en base a operaciones

298
y operadores característicos de los grupos de transformación y sobre objetos de estudio
constitutivamente geométricos o topológicos a los que no hemos concedido todo el es-
fuerzo que su elucidación merece. Antes había pasado exactamente lo mismo con nues-
tro concepto de redes sociales; tuvo que ser gente de la estirpe del matemático Albert-
László Barabási (2003) quienes nos revelaran, ante el fenómeno de la World Wide Web,
que la vieja intuición que habíamos tenido medio siglo atrás (inseparable de una conste-
lación de otros conceptos que también pertenecieron a la antropología y a las ciencias
sociales desde el principio)114 había sido una ocurrencia superlativa y que de ningún
modo era (como pretendió Bruce Kapferer un día nefasto) una imaginería obsoleta, una
cabriola positivista o (literalmente) “un caballo muerto” (Smedal 2000).
Los adinkra de la física de cuerdas distan de ser la única expresión de los modelos dia-
gramáticos en la ciencia reciente. El propio Gates (2012) estima que sus adinkra son afi-
nes a los octetos de Murray Gell-Mann, al super-espacio del pakistaní Adbus Salam y
más todavía a los diagramas de Richard Feynman de 1949, anticipados por el suizo
Ernst Stueckelberg en 1942. Los diagramas de Feynman son series de dibujos de líneas
que describen cálculos en electrodinámica cuántica con extrema precisión (Veltman
1994). A diferencia de los adinkra de Gates los diagramas de Feynman no se inspiran en
formas de diagramación propias de otras culturas o en las lógicas emic o etic que se les
refieren. A pesar de ello han concitado admiración entre los más inclinados a la nota-
ción diagramática de la filosofía francesa en las puertas del pos-estructuralismo. El pro-
blema que atraviesa el campo, tal como yo lo veo, es que los autores representativos de
este movimiento no han sabido abrevar en la etnogeometría, en la etnomatemática o en
la antropología del conocimiento, reposando más en una nomadología deleuziana de pú-
blica y notoria inconsistencia que en una etnografía de primera mano. Liderados por el
lamentado pos-estructuralista y contradictoriamente dialéctico Gilles Châtelet [1944-
1999], los miembros de esta ruidosa clique no han atinado a expresarse tampoco en un
lenguaje gráfico, háptico o gestual, argumentando sus razones sin el menor despliegue
diagramático, en el mismo lenguaje alfabético-textual-iconofóbico que desde siempre
acompaña a las ciencias convencionales duras y blandas, positivismo incluido (Rotman
2008: 40; 2000; 2012; Châtelet 2000; Kaiser 2005; Dupuis 2012; Woodward 2019).
Aunque esta verbosa iconofilia alérgica a las geometrías parece abrir un camino promi-
sorio, todo está más o menos en vías de hacer.
Todavía está por elaborarse el tratamiento geométrico estricto del llamado alfabeto de
àdìǹkrá africano (figs. 9.10 y 9.11) en tanto sistema de transformaciones y contrastes
entre sus elementos más allá de las resonancias analógicas de su semántica y de sus
constreñimientos iconológicos. Imagino (aunque esto no es más que una hipótesis de
trabajo débil y provisoria) que entre los elementos del conjunto median relaciones que

114
El efecto de los mundos pequeños o los “seis grados de separación”, el efecto San Mateo o crecimiento
exponencial de la desigualdad, la es quismogénesis (recién más tarde llamada feedback en cibernética o
bucle en el campo del pensamiento complejo), el attachment preferencial, el efecto de las alas de maripo-
sa y las distribuciones de Pareto, Zipf, Richardson y Piketty, entre otros muchos (cf Reynoso 2011 a).
299
maximizan sus diferencias preservando la simplicidad componencial y la pregnancia y
adecuación mnemónica de las figuras individuales y sobre todo denotando, connotando
o sugiriendo formas comunes en la percepción de la vida cotidiana y en la conceptua-
lización –no necesariamente verbal– anidada en (o inherente a) las prácticas sociales.
Un conjunto de raros pensadores evolucionarios y neurocientíficos de Caltech en Cali-
fornia y Kanagawa en Japón con los que he dado hace ya algún tiempo (Mark Changizi,
Qiong Zhang, Hao Ye y Shinsuke Shimojo) ha alentado la aplicación de estas pautas a
la comprensión de alfabetos, repertorios glíficos y gramatológicos y colecciones de di-
seños de funciones semiológicas equivalentes en una línea parecida a la que practicaron
los multipremiados Donald Knuth (1979; 1999) y Douglas Hofstadter (1982). La de
aquéll@s es una conjetura adaptativa que ordena un poco el zoológico de los diseños
geométricos posibles y que (considerando el tiempo que los antropólogos de la vanguar-
dia humanista y pos-humanista han perdido con la autopoiesis, las estructuras disipati-
vas, la genidentidad y la ecuación de Kurt Lewin, la fórmula canónica del mito, el seg-
mento áureo, la fractalidad y la geometría no-euclideana mal entendidas, el pensamiento
complejo moriniano, las lecturas disparatadas de la teoría de catástrofes y otros espejis-
mos proto- o seudoformales que por suerte están esfumándose del cuadro de las modas
contemporáneas) demanda investigarse hasta que venga otro modelo mejor que lo su-
plante, lo cual ocurrirá seguramente pronto (cf. Changizi y Shimojo 2005; Changizi y
otros 2006; Reynoso 2010b versus Moqaddam 2012). El razonamiento fundamental en
las exploraciones emprendidas por el equipo de investigación de Changizi, tal como lo
veo, es que el diseño de los elementos que conforman un sistema gramatológico (sea
éste alfabético, silábico o pictográfico) es incumbencia de una geometría cognitiva que
ha avanzado más en la última década que en todo el siglo precedente pero a la que to-
davía le falta mucho para ponerse a la altura de la idea.115
En una línea de investigaciones semejante a la de Changizi y sus colegas, la Fundación
Bradshaw está impulsando a la fecha una serie de estudios sistemáticos concentrados en
la transición entre las más antiguas marcas geométricas del llamado arte paleolítico y
los primeros sistemas de escritura que he traído a colación en el capítulo introductorio
(cf. Moqaddam 2012; von Petzinger 2011; cf. pág. 55 más arriba). Muchos estudiosos,
como nunca antes, están embarcados en la búsqueda de nuevos alfabetos y de nuevas
claves. El problema con este quest es que a veces a los científicos les tientan los pla-
ceres de la presunción de bajo riesgo pero de alta resonancia, por lo que han dejado sin

115
Una vez más, hay abundantes reflexiones sobre la construcción de alfabetos y sistemas de signos en la
tradición antigua y moderna de la India, con énfasis en la definición de sistemas de grillas y diseño de
páginas (Vatsyayan 1983; Trivedi 1990; Bokil y Ranade 2011). Escribe la Dra. Dimple Dahl, especialista
en moda, textiles y demás geometrías del diseño: “Si uno mirara la filosofía del diseño de la cultura india,
las grillas son evidentes casi universalmente. Sea el simbolismo de la esvástica; o el Ja nampatri [o carta
natal] que se cree mapea el progreso de nuestras vidas a través de la alineación y el movimiento de los
planetas; o el Yagna con su Yagnakund y las marcas asociadas con esta forma particular de oración, las
rejillas juegan un papel importante en la construcción y significado de estos diversos subconjuntos de l
vasto patrimonio de la India” (Bahl 2017: 37-38).
300
desarrollar (por ejemplo) la síntesis del estado de avance del problema en estos tiempos
de disponibilidad masiva de información no procesada.

Figura 9.5 – Izq.: Carbono fullereno C 60 – Modelo ejecutado por el autor en Group Explorer 2.2.
Der.: Pelota de sépak takráw de Malasia según Gerdes (2011 b : 60). Leonardo da Vinci dibujó figuras
iguales a las de este modelo (cf. R. A. Taylor 1928; Darvas 2007: 379, fig. 14.2 de ese texto).

Aunque es habitual contraponer modelos y metáforas como si éstas se descarrilaran


mucho más frecuentemente que aquéllos (como confieso haberlo hecho alguna vez), no
todas las metáforas que desde nuestras disciplinas apuntan a ciencias durísimas como
ésas que estuve revisando en los capítulos precedentes están destinadas a dejarnos en
ridículo en el mediano y largo plazo. Aun cuando la literatura sobre los àdìǹkrá, la
tensegridad arquitectónica, los signos pre-gramatológicos o los fullerenos puede en oca-
siones salirse de control, no caben dudas de la solidez de los fundamentos geométricos
de la práctica ni del linaje transparentemente emic de sus mejores momentos. En un
artículo titulado “Adinkra symbols” y sin haber leído todavía a Gates escribe nadie
menos que Ron Eglash:
Uno de los aspectos más interesantes del diseño de Adinkra es cómo los símbolos incorpo-
ran elementos de geometría. Los estudiantes pueden disfrutar aprendiendo cómo pronunciar
las palabras Twi que representan cuatro posibles transformaciones geométricas: adane (ah-
DAWN-eh) significa "imagen invertida" o reflexión; ketowa ( KET-wah) y keseye (ke-SEE-
yah) significan "más pequeño" y "más grande" y se relacionan con la dilatación, que puede
ser un cambio de tamaño en cualquier dirección; ntwaho (en-TWA -hoe) es la palabra para
"girar" o rotación; y twe (TWEE) es la palabra para "tirar de un objeto" que se relaciona con
la traslación (Eglash 2014).

Saber que los hablantes de Twi/Fante (o sea Akan) han asimilado la nomenclatura exac-
ta que sirve de base al análisis de simetrías basado en transformaciones isométricas es
una noticia importante, aunque deja a Ron Eglash descolocado en su oposición al enfo-
que etic que él (equivocadamente) cree proveniente de una cristalografía que siempre

301
dependió en realidad de insumos multidisciplinarios, sin excluir a los que se originan en
ciencias parecidas a las nuestras (cf. Eglash 2001; 2006: 349 versus Fré 2018: 87-88).
El artículo de Eglash integra un proyecto colectivo titulado Math is a verb y viene
acompañado de una fina pieza de software (el Adinkra Grapher) para modelar grafos
àdìǹkrá que admite comparación con los diseñadores científicos de grafos adinkraicos
como nLab (iniciado en febrero de 2017). Eglash había nombrado los àdìǹkrá culturales
algunos años antes pero demoró hasta el 2014 para componer una pieza de software, ig-
norando (hasta hoy, según creo) que hay otros àdìǹkrá aparte de los que ocasionalmente
menciona la etnografía o la antropología del turismo (cf. Eglash 2010). Lo importante
es que el sistema de àdìǹkrá (aunque sus signos superan el máximo de tres trazos por
unidad establecido por Mark Changizi) se comporta como un grupo de tranformación
que está más al borde de constituir una escritura cabal que otros repertorios de símbolos
geométricos conocidos como los glifos de la cultura del Indo en Harappa y Mohenjo
Daro, los signos rupestres de von Petzinger, los cientos de scripts y sistemas de picture
writing indígenas de los Estados Unidos recopilados por Garrick Mallery, los símbolos
neolíticos banpo, la proto-escritura prehistórica jiahu, la alguna vez famosa “escritura”
kohau rongorongo de la Isla de Pascua (y los enigmáticos scripts ta’u y mama) y un am-
plio etcétera, incluyendo los alfabetos todavía vivos y con potencial de uso pero que a-
frontan serio riesgo de extinción (cf. Mallery 1888-1889; Mato 1987; Dzobo 1992: 89-
94; Daniels y Bright 1996; Willis 1998; Fianu 2007; Danzy 2009; Eglash 2010; 2014;
Boateng 2011; 2014; Frimpong, Asinyo y Amankwaah 2013; Rimpsey 2013; Aboagye-
waa Ntiri y Mintah 2016; Adom 2016; Adom, Asante y Kquofi 2016; Kuwornu-Adja-
ottor, Appiah y Nartey 2016; Aboagyewaa Ntiri y Kemevor 2018; Horley, Davletshin y
Wieczorek 2018; Owusu 2019; Mobley S/f; Moqaddam S/f; Endangered Alphabets
2020).116
Lejos de ser una herencia intangible ya difunta (y al igual que sucede con el arte Nde-
bele de mostacillas y pintura mural en Sudáfrica), el sistema de àdìǹkrá en Ghana está
siempre generando símbolos nuevos para los artefactos de la tecnología y las innovacio-
nes del ambiente construido. Los diseñadores de la generación Y han agregado símbolos
para Volkswagen (# 738-739), Toyota (#742-743), la televisión, el puente Senchi/Ado-
mi y la Mercedes-Benz (# 740-741) (cf. Hoard 2000). Estos signos suelen ser más meta-
fóricos que icónicos, más figurados que literales. Una vez que se integra al sistema de
àdìǹkrá, el símbolo de la Mercedes-Benz, por ejemplo, y que es el mismo que cono-
cemos todos, pasa a significar más bien ‘poder’ y ‘prestigio’ (cf. numeración de G. F.
116
El estudio de las similitudes y diferencias entre diversos sistemas de símbolos y grafemas se sabe pro-
blemático. Guillaume de Hevesy (1938), por ejemplo, ha encontrado similitudes todavía impactantes en-
tre la presunta "escritura" de Harappa y Mohenjo Daro y el rongorongo de la Isla de Pascua; unos cuantos
autores, entre ellos José Imbelloni (1935), le prestaron crédito como manifestaciones escriturarias . Más
recientemente, Sergei Rjabchkikov (1997), editor en jefe de Polynesia Newsletter y descifrador serial, ha
planteado paralelismos entre el rongorongo, el poco conocido arte rupestre pascuense y el kai-kai, las
figuras de hilo de Rapa Nui. La distancia entre los términos de la comparación en el tiempo y en el
espacio hace que la aceptación de los desciframientos y de las similitudes entre rasgos de las culturas del
Indo y de Polinesia, por plausibles que parezcan, genere más problemas que los que resuelve.
302
Kojo Arthur 1991-2001: s/n°). También es incluido en el repertorio ampliado de los
àdìǹkrá el símbolo de la paz (generalmente dibujado en Unicode como ☮) que presume
de antiguo y arquitípico y que conoció otras varias manifestaciones pero que no se re-
monta más allá de 1958, cuando el diseñador británico Gerald Holtom [1914-1985] lo
propuso como símbolo del desarme nuclear (Haralambous 2007; Moeschberger y De-
Zalia 2014). Desde hace varios años está en marcha un conjunto de proyectos tendientes
a integrar el alfabeto de àdìǹkrá en el repertorio de glifos Unicode, tomando como pará-
metros los repertorios de Omniglot para las lenguas Akan, Ewe, Dagomba y Ga (Koran-
kye 2020).117
Los símbolos àdìǹkrá también se han extendido desde la década de 1960 a los cultos ca-
tólicos, pentecostales o metodistas de Ghana y de otros países como consecuencia de
sus incuestionables potenciales comunicativos. Se han documentado docenas de igle-
sias, templos y hasta catedrales africanas que exhiben àdìǹkrá en su arquitectura; unos
cuantos símbolos ( gye nyame, fihankra, mmusuyide, nyame biribi wᴐ soro, funtumfu-
nafu, dεnkyεmfunafu) han sido incorporados recurrentemente al culto y a la arquitectura
cristiana en Ghana desde hace ya medio siglo (Quarcoo 1968; Niedźwiedź 2012; Os-
som-Bata y Apaah 2018). También están comenzando a estudiarse las simetrías inheren-
tes y los modelos matemáticos característicos de estos sistemas simbólicos. Un artículo
escrito por (aparentemente) Abibitumi Kasa suministra la clasificación de todos los gru-
pos de simetrías rotacionales a los que pertenece el repertorio del libro de A. F. Kojo
Arthur Cloth as Metaphor, un texto particularmente difícil de conseguir que incluye el
detalle de nada menos que 719 simbolos àdìǹkrá, muchos de los cuales son variantes o
manifolds de otros, como bien cuadra a los miembros de grupos de transformación
(Rattray 1927: 264-266; Arthur 1999-2001; Kasa 2010; Kissi, Fening y Asante 2019).
Tras un impecable análisis en base al grupo dihedral de rotaciones y reflexiones, Kasa
sostiene, en consonancia con no pocas teorías de geometrías sagradas y utilizando un
péndulo de amatista, que al menos algunos de los patrones àdìǹkrá codifican patrones
de energía vibracional que son también comunes a dibujos nativos en arena, yantras y
maṇḍalas como los que hemos explorado en el capítulo § 4. La anotación de Kasa, de
resonancias jungianas, podría sonar como característica de esas ciencias esotéricas que
habíamos propuesto excluir del análisis de no ser porque (como veremos de aquí a un
par de párrafos) las ciencias duras de vanguardia (a propósito de su sistema de adinkra)
han ido en cierta forma mucho más lejos que eso en el campo de las especulaciones.
Es mi conjetura que si alguno de los científicos hoy involucrados en la supersimetría, la
teoría de cuerdas y áreas conexas recibiera el Premio Nóbel (lo cual dista de ser impro-
bable), el nuevo insight que se ganaría sobre lo que Dan Sperber llamaba el simbolismo

117
Técnicamente son posibles 17×216 – 2048 – 66 =1.111.998 caracteres en el alfabeto Unicode. La actual
versión de Unicode 13, mantenido por el Unicode Consortium, incluye sólo 143.859, de modo que hay
lugar para muchos más. Este número abarca 154 scripts históricos y modernos, emojis, símbolos varios,
etc. Unicode 14 está ahora en beta testing y cubrirá 144.697 caracteres. El alfabeto de àdìǹkrá se man-
tiene en una red social que ha certificado más de 200 mil seguidores.
303
en general y sobre los àdìǹkrá etnográficos según Abibitumi Kasa alcanzaría finalmente
estado público en los suplementos periodísticos de divulgación científica. Ya se están
avanzando pasos en esta dirección, instalando el tema de los adinkra en física al filo de
lo que parece degenerar en una nueva polémica indecidible, si es que no en una forma
nueva de charlatanería. Es notable que esto suceda en el lado “duro” de la división entre
las ciencias, aunque esto no es más que lo que cabría esperar.

Figura 9.6 – Buckminster Fuller enseñando en el Black Mountain College, Carolina del Norte.
El domo que se muestra en la foto alterna patrones teselados con elementos penta y hexagonales, igual
que las teselaciones de Kaplan (2002; 2009) o l as cestas de Gerdes (2011 b : 60 y ss.).
Basado en René Motro (2012: loc.cit.).
Euclideanos, terraplanistas y aplanadores (como Gerardus Mercator y Vicente Fiadone) abstenerse:
esta alternancia sólo es posible en superficies o espacios de curvatura positiva.

De unos pocos años a esta parte, en efecto, corre el rumor de que el propio Sylvester
James Gates Jr ha encontrado código de computación de corrección de errores en el se-
no de la teoría de las supercuerdas, como si un universo ahora definitivamente holográ-
fico y virtual obedeciera a un diseño inteligente que incluye sofisticados módulos adap-
tativos de auto-control y auto-organización compleja. No hace falta más que un leve
empujón para que algún antropólogo exaltado añada a este rumor (que Gates mismo no
se ha esforzado en refutar y que hermanaría a los Ashanti con los Dogon) elementos que
alimenten la hipótesis casi griauliana de que a través de su sistema de àdìǹkrá los
Ashanti poseían o todavía poseen en alguna medida las claves profundas de la teoría del
todo contemporánea, biología molecular y genómica incluidas. 118

118
Esta no es una idea dicha al pasar. Ha habido un tropel de proyectos de investigac ión y una gigantesca
colección de videos amañados cuadro a cuadro por científicos de la primera línea que abonan hipótesis
parecidas a éstas en https://www.youtube.com/playlist?list=PLJ0S88eyUTlY2ETqJpQfCFPy xC4BF-uba.
304
De una manera u otra, cabe recuperar la idea de que los diseños operados por actores
que alguna vez soportaron ser llamados primitivos o salvajes por una antropología que
se creía particularmente avispada inspiraron numerosas ideas de la ciencia y la tecnolo-
gía occidental; esto es sin duda preferible a que nos aferremos a la doctrina inversa.
Después de todo, fue muy temprano en su trayectoria de investigación que Paulus Ger-
des se decidió a conectar (a) la geometría de una técnica peculiarmente africana usada
en el tejido de cestas con orificios pentagonales y hexagonales con (b) la geometría cris-
talizada de la molécula de carbono fullereno C60 y en su forma más abundante en la na-
turaleza, el buckminsterfullereno de 20 hexágonos y 12 pentágonos (Gerdes 1999a: 110-
125; 1999b; 2007: 70-76; fig. 9.5; Ladd 2014: 113). Ésta es precisamente la estructura
de una nueva forma estable del carbono descubierta en Occidente tan tarde como en
1985 por Robert F. Curl, Harold W. Koto y Richard E. Smalley, autores laureados con
el premio Nóbel de Física de 1996 por obra de este descubrimiento (Powell 2015: 31).
En su artículo de referencia y en otras publicaciones próximas, los mencionados Curl,
Koto y Smalley observaron que el C 60 , visible en los espectrómetros de masa, tendría la
estructura molecular transductiva de un icosaedro truncado, oficiando como una especie
de artefacto de Kekulé que permitía pensar las ideas así representadas de una manera
clara y (relativamente) simple (cf. Rocke 2010: 324-340). El icosaedro es una figura
volumétrica que posee 60 simetrías rotacionales. La posibilidad de existencia de tales
moléculas estructuradas había sido predicha por el químico computacional japonés Eiji
Osawa (1970) en un apreciado artículo sobre superaromaticidad que después de casi
medio siglo todavía circula entre los conocedores; pero fueron aquellos tres los autores
que confirmaron la conjetura y se llevaron el mérito. Antes del fullereno, las dos únicas
moléculas estables y cristalinas de carbono eran el grafito y el diamante; después de él
se han encontrado o sintetizado muchas más, cada cual con su conjunto de propiedades
físicas antes impensadas y veces contrapuestas: el diamante, por ejemplo, es virtualmen-
te indestructible mientras el grafito se deshace laminarmente cuando se deja correr un
lápiz sobre un papel.
En este contexto llama la atención que en las ciencias de prestigio más empinado se
haya precisado el concepto de representación que entre nosotros bien puede permanecer
indefinido. Escribe el cristalógrafo Richard C. Powell: “Cuando la descripción matemá-
tica de las propiedades físicas de un sistema se transforma de la misma manera que un
grupo de simetría, se dice que dichas propiedades constituyen una representación de ese
grupo. Los elementos de simetría actúan como operadores lineales para producir trans-
formaciones en una representación específica del grupo. Un grupo tendrá varios tipos
diferentes de representaciones asociadas con diferentes propiedades físicas” (Powell
2010: 28). Es desdichado que contando con objetos de estudio inherentemente metó-
dicos no hayamos prestado debida atención a los criterios concretos que hacen a su sis-
tematicidad.
Una vez más, las relaciones entre la simetría de volúmenes, el diseño en cestería de
diversas partes del mundo, la arquitectura de los domos geodésicos y la representación
305
en química son tan concretas que los paralelismos, isomorfismos, correspondencias y
metaheurísticas latentes producen vértigo. Una vez más fue también Paulus Gerdes, en
un olvidadísimo artículo temprano, quien descubrió una valiosa pauta que conecta y
quien nos proporcionó las referencias primarias para un conjunto de hallazgos de los
que todavía no he podido tocar el fondo y que ahora paso a referir.
Gerdes destaca, adecuadamente, que el fullereno C 60 posee el nombre que lo identifica
por referencia al ya nombrado Richard Buckminster Fuller, el inventor del nombrado
domo geodésico o (al menos) el re-descubridor del principio que lo hace posible, ya que
ha habido domos desde los albores de la historia. Por más que Buckminster Fuller (con
su comitiva de hagiógrafos fervientes y adversarios hostiles) parezca un personaje clo-
nado del genoma de sabios como Lanza del Vasto, Gandalf o Rabindranath Tagore, no
hay que llamarse a engaño por las resonancias hippies, yuppies, góticas o new age de
ciertas ideas suyas o de sus desarrollos en torno de la sinergética. Si vemos que por mo-
mentos sus razonamientos le llevan a hablar de entidades tales como (digamos) la ten-
segridad, recordemos que son las suyas (y no las del antropólogo Carlos Castaneda) las
ideas originales y que desde el inicio esas ideas se sustentan en un cálculo ingenieril y
en logros arquitectónicos de primera agua, de intrincados paralelismos con estructuras
presentes en el mundo etnográfico y de profunda influencia en la mejor arquitectura
adaptativa del siglo XXI (Eglash 1999: 113, 115, 218-219 [ejemplos de triángulo de
Sierpiński]; Motro 2003; 2012; Skelton y Oliveira 2009; Zhang y Ohsaki 2015; Keats
2016). El especialista en matemáticas del diseño Jay Kappraff y otros en su misma línea
consideran que Fuller ha sido el fundador de la Ciencia del Diseño (Loeb 2003;
Kappraff en Fenyvesi y Lähdesmäki 2017: vii). Excluyendo la contribución de Gerdes
desde la etnomatemática, no conozco ningún autor encuadrado explícitamente en la an-
tropología o en la arqueología del arte que se haya ocupado de su obra alguna vez.
En una de las muchas anotaciones biográficas sobre Fuller que escribieran ya sea su
hija, la etnógrafa de la danza Allegra Fuller Snyder, o su yerno, Robert Snyder, se apre-
cian fotografías en la que no faltan modelos geodésicos como los que adornan las pági-
nas de los artículos de Gerdes sobre cestería e incluso una pelota del popular deporte del
sépak raga malayo o el sépak takráw del sudeste asiático similar a la que se muestra
más arriba en la figura 9.5. Esa figura pertenece a un tipo que Buckminster parece haber
usado como fuente de inspiración para su domo y para las pelotas de fútbol o de entre-
tenimiento que desde entonces se llaman bucky balls cuya estructura se ha reproducido
en los medios científicos en el orden de los trillones de réplicas (Fuller y Applewhite
1975; Fuller 1981: 13; Edmonson 1987: 233; Di Carlo 2008; Motro 2012: fig. 4; Gerdes
1998; 2015 y figuras 9.5 y 9.6). Los domos geodésicos de Fuller lucen similares a la
estructura del C60 , lo cual no deja de ser geométricamente un poco confuso. Lo que su-
cede es que los domos se construyen dividiendo los pentágonos y hexágonos en trián-
gulos y deformándolos un poco moviendo los vértices radialmente para coincidir con la
superficie de una esfera, como bien puede apreciarse en este notable portal.

306
Huelga decir que la pelota usada en el sepak –un deporte hoy masivo e integrado a las
olimpíadas regionales, pan-asiáticas e internacionales– es de una antigüedad considera-
ble aunque hoy por hoy difícil de calcular; se lo ha documentado en el Sultanato de Ma-
lacca en el siglo XV según el Sejaraj Melayu [ jawi=‫ سجاره حمالي و‬, “Memoria del Mun-
do”], un raro texto enciclopédico oriental disponible en el dominio público que es Patri-
monio de la UNESCO en oriente y occidente. Según Fuller esta clase de pelota se re-
monta a tiempos precolombinos, aunque la documentación que él aporta es insuficiente
para probar el punto. Como sucede con tantos otros skeuomorfos, su origen segura-
mente se encuentra en técnicas textiles y de cestería propias de contextos “tribales” que
quizá no sean tan arcaicos, adánicos y primordiales como Fuller pretende, pero que son
muy anteriores a la actual industria en la cual estos artefactos han ganado reconocimien-
to mediático.
De hecho las cestas origámicas de este tipo abundan en culturas dispersas en todas par-
tes del mundo. Con su acostumbrada erudición Gerdes lo documenta así:
The same hexagonal basket-weaving technique has been used in several other regions of
Africa and the world […]. In Madagascar fish traps and transport baskets are made using it.
In Kenya it is used for making cooking plates, and among the Pygmies (Zaire) for carrying
baskets, as well as among various Amerindian peoples in Brazil (Ticuna, Omagua, [Pukó-
bye], etc.), Ecuador (Huarani), and Guyana (Yekuana). The Micmac-Algonkin Indians of
Canada use it for their large eastern snowshoes, as do Eskimos in Alaska. In Asia the use of
the hexagonal basket-weaving technique is well spread, from the Munda in India, the Kha-
Ko in Laos, to Malayasia, Indonesia, China, Japan, and the Philippines.

Artisans all over the world discovered that if they use this open hexagonal weave to produ-
ce a basket, they have to "curve" the faces at the basket's "corners." They found that this
can only be done by reducing the number of strands at the corners, and so they weave
corners with pentagonal holes […]. Figure 4 displays such a pentagonal hole surrounded by
five hexagonal holes. The extreme situation would be a "basket" consisting of pentagonal
holes only. This happens with the Malaysian "sepak raga" ball, which has twelve penta-
gonal holes (Gerdes 2003).

Hay muchas otras referencias en Gerdes (1997: 52-53; 2003: 22-23; 2010) y, natural-
mente, en la rica bibliografía que él recupera, a la que pocos de nosotros conocíamos y a
la que deberíamos darle una segunda oportunidad y consultarla de una buena vez (cf.
Faublée 1946: 28, 38; Grottanelli 1965: 8; Dunsmore 1983; Lane 1986; Ranjan, Iyer y
Pandya 1986; Turnbaugh y Turnbaugh 1986: 17, 19; Somje 1993: 96; Meurant y
Thompson 1995: 162).
Entre los muchos textos antropológicos que le suministraron ideas Gerdes también men-
ciona uno del antropólogo alemán-colombiano Gerardo Reichel Dolmatoff (o más exac-
tamente Erasmus Reichel, un autor que algunos considerarán tristemente célebre y que
volvió a la memoria colectiva hace unos pocos años cuando en 2012 se reveló su filia-
ción nazi y más en concreto su militancia en las funestas SS (cf. Reynoso 2019 b: Ap.
§1). El ensayo etnográfico de Reichel es el titulado Basketry as Metaphor. Arts and
Crafts of the Desana Indians of the Northwest Amazon, en el cual no he sido capaz de

307
percibir ninguno de los mensajes henchidos de conjeturas que a veces se esconden entre
las líneas de los estudios proclives a un simbolismo casi oscurantista y sobresaturado de
significación esotérica, una inclinación que impregna no pocos de los escritos de Rei-
chel y de la orientación shamánica de la etnografía y la arqueología pero de la que la
obra de Gerdes está por completo exenta (Reichel Dolmatoff 1985: esp. 77 versus Cas-
taño-Uribe 2020).

Figura 9.7 – Construcción iterativa de un iglú según Graham Rowley (1938: 111).
Las piezas son trapezoidales y se van acumulando en forma de espiral as cendente
en giro contrario a las agujas del reloj sacando bloques del interior de la vivienda.

Muy al contrario, las referencias formales administradas por Gerdes para este asunto en
particular son de un rigor desusado en la profesión. En materia de estructura la pelota
nombrada antes del último comentario político es, como se ha señalado, un fullereno en
plenitud. Como todo fullereno, la configuración de la pelota comprende un número de
agujeros pentagonales o más raramente hexagonales, o con más exactitud un número de
orificios pentagonales cada uno de cuyos bordes es un lado de un hexágono (fig. 9.5,
izq.). Como consecuencia del teorema de Leonhard Euler sobre las relaciones entre el
número de vértices (V ), el número de aristas (A) y el número de caras (C) en un polie-
dro convexo [V–A+C = 2], el número total de anillos pentagonales en un fullereno (in-
cluyendo las trampas para peces litenga de los artesanos Makhuwa de Mozambique)
debe ser siempre 12 (ver Malkevitch 2019).119
El refinamiento formal de Gerdes sólo hace justicia a los rigores de las culturas. Éstas,
por salvajes que se las repute, se atienen a leyes, heurísticas y principios rectores de la
forma geométrica de las que apenas comenzamos a tener conciencia y que hacen tanto
al efecto estético como a la robustez y sostenibilidad física de los artefactos que ellas
manejan. Lejos de constituir estructuras disipativas como se pretendió alguna vez sin
que nadie pudiera probarlo,120 algunas especies vivientes y unas cuantas de las culturas

119
Recomiendo leer el artículo de Joe Malkevitch (2019) que hace referencia a éste, uno de mis teo remas
favoritos, conocido como “la fórmula de Euler” y vinculado en muchos sentidos al ulterio r teorema de los
cuatro colores para grafos planares.
120
Cf. Richard Newbold Adams (1978; 1983 [1975]; 2001) versus Reynoso (2006: cap. §2.5.1 y §2.5.2).
Sobre (y también contra) la idea prigoginiana de las estructuras disipativas y otros conceptos comunes a
la Nueva Alianza son inestimables los estudios de la argentina Olimpia Lombardi (1998a; 1998b; 1999;
2000a; 2000b; 2004; 2012; Lombardi y Pérez Ransanz 2011; Martínez González y Lombardi 2018). Mi
artículo favorito entre los suyos es “What is information?” (Lombardi 2004), en el que la autora corrige
con agudo sentido epis temológico el rumbo fallido al que parecían ligadas las concepciones morinianas
308
estudiadas por la etnogeometría contemporánea y referidas en este libro puede que se
atengan a leyes vinculadas a la geometría fractal y a la (bio)mecánica de la tensegridad
(o a ambas a la vez) que a primera vista parecen violar los principios cardinales de la
mecánica, tales como la ley de Hooke, la ley del cuadrado-cubo de Galileo y la pro-
porción de Poisson que nombro aquí desafiando al lector a que investigue los alcances,
usos y contraindicaciones de cada una de ellas. En un deslumbrante artículo sobre la
nueva (bio)mecánica, Stephen Levin (2006) demuestra espectacularmente que muchos
seres vivientes violan tales leyes de manera flagrante, manifestando capacidades extra-
ordinarias de resiliencia, auto-organización y sostenibilidad. En el curso de este libro
hemos observado una y otra vez que las culturas, incluso y sobre todo las de tecnología
más engañosamente modesta, llevan esa tenacidad a un plano mucho más hondo y a una
distancia incomparablemente más lejana. Un capítulo entero de las ciencias y algoritmos
de la complejidad que estoy estudiando y llevando a la práctica desde hace 30 años (el
algoritmo genético y otras metaheurísticas “inspiradas en la naturaleza”) se sirven ca-
racterísticamente de la no-linealidad y de las propiedades de optimización de diversos
procesos adaptativos naturales y culturales para los más diversos fines, geometrías vi-
suales y musicales incluidas (cf. Reynoso 1991: 510-512; 2006; 2008b).
Por eso es que la presencia de los mismos patrones estables hexagonales ha sido regis-
trada en innumerables contextos y existen desde mucho antes de que el genio absoluto
de Euler descubriera por qué tenía que ser así. Escribe Gerdes:
Old cultural elements with a hexagonal form are found in geographical regions of the world
situated far from each other. For example, the Huarani (Ecuador), the Yekuana (Guyana),
and the Ticuna and Omagua Indians in northwestern Brazil make big carrying baskets with
hexagonal holes. The Pukóbye Indians in the northeast of Brazil interlace their headbands
hexagonally, just as the Micmac-Algonkin Indians of eastern Canada do with their snow-
shoes. In the northern coastal zones of Mozambique, one weaves hexagonally the fish trap
called lema and the carrying basket litenga. Cooking plates with hexagonal holes are plaited
in Kenya, as are ladles used in boiling fruits among the Desana Indians of the northwest
Amazon (see Somjee 1993: 96; Reichel-Dolmatoff 1985: 77).

In Madagascar, fish traps and transport baskets are woven hexagonally, just as the Mbuti
(Congo) plait their carrying baskets (see Faublée 1946: 28, 38; Meurant and Thompson
1995: 162). Hexagonally plaited baskets are also found among the Kha-ko in Laos (see
photo in Grottanelli 1965: 8), as well as in China, India, Japan, Malaysia, and the Philippi-
nes. On the island of Borneo (Indonesia), one meets hexagonally woven railings; and
among the Munda, in India, a bird trap is interlaced in the same way. Can we, perhaps, dis-
cover in the making of these woven objects one possible germ of the idea of a regular
hexagon? (Gerdes 2003: 23-24).

Igual que le sucedió en otras ocasiones, Gerdes se desmadra algo más que un poco
cuando inserta una insinuación etiológica evolucionaria que no estaba haciendo falta.
Los Occidentales, de hecho, dispusimos de la noción de hexágono regular durante dos

sobre las teorías de Shannon y Weaver y las aplicaciones de la teoría de la información en las ciencias
sociales (cf. Reynoso 2009).
309
mil quinientos años sin que eso haya impactado en nuestras tecnologías para atrapar pe-
ces, hervir frutas, cazar ratas, diseñar raquetas o acarrear artefactos. De todas maneras,
la inteligencia geométrica de las otras culturas queda en perfecta evidencia, sin que los
gaps lexicográficos de sus lenguas o la falta de herramientas formales en sus fondos de
conocimiento explícito hayan implicado algún detrimento.
No he sido capaz de encontrar muchas referencias equiparables a las suministradas por
Gerdes sobre la cestería precolombina de Argentina y Chile, pero dado que la técnica se
prolonga hasta el sur de Tierra del Fuego seguramente los materiales emergerán por po-
co que se los busque, que es lo que aquí me limito a instar a que se haga. Sólo plantean-
do la pregunta adecuada (expresaba, según recuerdo, Hans-Georg Gadamer) se encon-
trarán en los textos que se lean (o sobre todo en los datos disponibles allá afuera) las
respuestas que están haciendo falta.

Figura 9.8 – Aerodinámica compleja del campo de proximidad de un boomerang volvedor


mostrando el plano ILE, el plano ITE y cinco planos verticales J a cada lado –
Basado en John C. Vassberg (2012: fig. 17, p. 30).

Lo que está faltando en las elaboraciones científicas en torno de los fullerenos en parti-
cular y de las técnicas de cestería más o menos globulares es una concepción que lleve
las cartulinas con las que ilustraba sus casos Paulus Gerdes o el software ilustrador de
310
àdìǹkrá de Ron Eglash a una realización etnocomputacional más plena, como la que el
lector puede experimentar al jugar con grafos de Cayley y conjuntos algebraicos ya sea
con Jenn3D o con Group Explorer, en el camino a comprender mejor las representacio-
nes geométricas, los modelos y las metáforas, el nexo entre las propiedades, las funcio-
nes, los métodos constructivos, las formas y las dinámicas recursivas en las que las di-
versas geometrías están envueltas.
Otras estructuras geométricas que se encuentran en sociedades sin escritura y sin méto-
dos de cálculo explícitos son igual de sorprendentes. Un iglú, por ejemplo, es un com-
plejo domo teselado construido sin cálculos observables mediante bloques trapezoidales
irregulares que permanece en pie, contra toda probabilidad, porque sus fuerzas internas
están en equilibrio con sus cargas externas por más que la nieve que cae encima llegue a
sumar un peso mayúsculo. Para lograr ese equilibrio la forma del iglú es semi-parabó-
lica (no semi-circular como se cree) porque de ser otro el caso (y de no contar con re-
fuerzos especiales) la estructura colapsaría. Algunos sostienen que se trata más exacta-
mente de una forma catenoide parabólica de revolución con una relación óptima altura-
diámetro. Un profesional de la mecánica que entiende que el iglú es una forma suprema
de ingeniería geométrica lo explica de este modo:
The catenary, from the Latin [catena] for chain, is the shape assumed by a chain held only
at the ends. A modern example of a catenary in compression is the St. Louis Arch, Missou-
ri, USA. The equation for a catenary is derived in textbooks in engineering mechanics, and
may be written y = a (cosh x/a- 1) where y is the height to any point in the surface, x is the
horizontal distance to the same point, and a is a constant. The stresses in an inverted para-
boloid or catenoid are exclusively compressive; the latter has the additional advantage of
zero bending moment everywhere within the shell. Thus as the snow in a catenoid igloo
ages and undergoes compressive creep, the sides should not buckle (Handy 1973: 277).

Figura 9.8a – Mausoleo de Hassanein Bey y Salah Salem - Diseñado por Hassan Fathy.
Obsérvense los arcos con ventanas de Sierpi ński.
Cairo Scene, https://cairoscene.com/ArtsAndCulture/35-Spectacular-Structures-by-Egypt-s-
Architectural-Legend-Hassan-Fathy.

311
Figura 9.9b - Arquitectura vernácula y control térmico.
Usos adaptativos de la configuración geométrica.
Basado en Hassan Fathy (1986).

Dado que los antropólogos de la arquitectura y los geómetras de la academia no se han


ocupado mucho del asunto, debieron ser gente tan prosaica como los ingenieros los que
documentaran la dificultad del problema y se asombraran por la rareza, la no-linealidad
y el genio práctico manifiesto en su resolución. Si se hubiera escogido otra forma de
cúpula (esférica, por ejemplo, o hiperbólica) el iglú sería algo más inestable; con la op-
ción elegida, en cambio, se mantiene sólidamente en pie durante todo el proceso de
construcción, descargando toda la carga en el piso. La mala noticia empero es que el es-
tudioso que mejor lo describió pensara que los Inuit habían llegado a semejante hazaña
ingenieril “por ensayo y error”, que es más o menos igual que decir que dado que no
tenían mucho talento “encontraron” el resultado por un golpe de suerte después que un

312
número desproporcionado de iglús cayeran sobre sus cabezas. 121 Como quiera que sea, y
sin conocer íntimamente lo que pasaba en las cabezas de los Inuit, yo diría que el “en-
sayo y error” no es una buena heurística cuando la dinámica que está en juego es no
lineal y cuando el espacio de fases es de dimensiones ultra-astronómicas como es aquí
sin duda el caso.
No cabe duda que unas cuantas de las prácticas geométricas tradicionales (“igualadas
pero no superadas” por la ingeniería científica) merecen una explicación mejor. Acaso
debamos reformular qué queremos decir cuando declaramos que tal o cual pueblo posee
una geometría que agota su potencialidad en una tecnología rudimentaria o que su geo-
metría empírica es un arte que carece del fundamento conceptual explícito requerido pa-
ra llevar un vago propósito a su plena realización. Los antropólogos intuimos que esto
no es de ninguna manera así pero muchos de nosotros (o acaso todos nosotros juntos) no
estamos en capacidad de revertir la idea. Las inclinaciones teóricas que hemos adoptado
en las últimas décadas no nos han dejado en posición de enseñar a quienes trabajan en
otras especialidades nada que se refiera de manera productiva a la gestión del conoci-
miento en la cultura. La mayor parte del trabajo antropólogico sobre cultura material de
un siglo para acá se ha evaporado a los efectos prácticos y simplemente se ignora hasta
qué punto hay otros casos comparables al de los igluit de los que se podría sacar algún
provecho en la práctica ingenieril de todos los días en estos tiempos de cambio climá-
tico, desequilibrio ecológico y calentamiento global.
Tan sorprendentes como los iglulik son otros artefactos etnográficos y prehistóricos de
diversas regiones de la ecumene cuyas representaciones geométricas distan de haber
sido tecnológicamente bien estudiadas, aunque ya hay una bibliografía considerable so-
bre todo en la vieja museografía evolucionista, en la resucitada arqueología experimen-
tal, en el infinito Bulletin of Primitive Technology y en el modelado informático de pun-
ta. Me refiero a instrumentos tales como los boomerangs, rabbitsticks, lil-lils, lughkana
y throwing sticks de Australia, Tasmania, Oceanía, Egipto, América indígena, Asia y
Europa y los valari [Tamil= வளரி] de los Kallar y Maravar de la región tamil, todos
ellos de un extraordinario refinamiento de diseño geométrico y de una antigüedad y dis-
persión mucho mayores que lo que nos inclinamos a pensar (Ferguson 1843; Pitt-Rivers
1883; 1915; Noetling 1911; Davidson 1935; 1936; Hess 1968; 1975; Callahan 1992;
1999; Jones 1996; Thomas 2000; Bordes 2011; 2014; 2019; Baydas, Karakas y Almali
2012; Castaño-Uribe 2020: 264-265; Petch S/f). Igual que en el caso de los iglús, más
de un especialista ha aventurado que las prestaciones extraordinarias de los returning
boomerangs y demás proyectiles de caza también se obtuvieron sin querer, por obra de
la casualidad.

121
“The Eskimo igloo thus embraces a structural perfection arrived at by trial and error, without benefit
or prejudice from mathematical theory. The design process constitutes an evolutionary optimization for
design of domed masonry structures, matched but hardly surpassed by modern scientific engineering ”
(Handy 1973: 280; el subrayado es mío). Entre paréntesis, los igluit no son genéricamente Inuit sino que
sólo fueron construidos por esquimales del centro de Canadá (al este del Mackenzie) y de la región de
Thule en Groenlandia. La enorme mayoría de los esquimales nunca ha construido ni visto un iglú.
313
Recurriendo al mismo esquema etiológico de Richard L. Handy escribe Michael James
Hanson: “Nobody knows how the Aborigines invented the returning boomerang, but it
was probably developed from a non-returning type that curved in flight because it was
unintentionally twisted ” (Hanson 1974; el subrayado es mío). Hasta donde conozco,
desde que James Cook llegó a Botany Bay en abril de 1770 y Sir Joseph Banks (1896)
escribiera el reporte del viaje del Endeavour ningún aficionado, historiador del arte o
antropólogo preguntó a ningún aborigen australiano sobre los métodos de construcción
y ajuste de los boomerangs de caza o de juego ni describió en detalle su representación
en el arte rupestre o su peculiar estilo de ornamentación geométrica (cf. Finley 1999: 10,
45; Morwood 2002: xii, 17, 20, 50, 51, 159, 162-166, 183, 184, 221, 237, 245, 248).

Figura 9.8 b – Triángulo de Sierpiński Mod 2 en una casa de piedra en Mauritania (foto: Institute
Fondamental d’Afrique Noire, Dakar), triángulo de Yang Hui y detalle de la torre Eiffel.
Basado en Ron Eglash (1999: 115) y en dos imágenes del Dominio Púb lico.
La casa de Mauritania exhibe paneles que bien podrían ser diseños de Hassan Fathy.
Compárese con imágenes de Fabien Venna en este vínculo.

Ante estos desafíos resulta inconcebible que en los manuales de usuario de la arqueo-
logía experimental y en los estudios de casos (con muy pocas excepciones) se trabaje
una multitud de problemas y se estén promoviendo modelos sin casi mencionar la idea
de geometría, a pesar que los planteamientos descriptivos, interpretativos y explicativos
imaginables admiten, sugieren o reclaman una aproximación topológica, morfológica o
geométrica desde el vamos (v. gr. Coles 1979; Outram 2008; Wescott 2001: 312; Mill-
son 2010; Busuttil 2010; 2013 versus Bordes 2012). En el caso específico de los muy
precisos boomerangs australianos de caza o de la pequeñísima proporción de boome-
rangs capaces de retornar al punto de lanzamiento, el modelado contemporáneo in-
volucra considerar cosas tales como las ecuaciones de movimiento angular definidas por

314
William E. Wiesel (2010 [1989]: 107, 121-122, 126, 130, 138, 164, 297) y basadas a su
vez en las ecuaciones diferenciales no lineales de la dinámica geométrica de cuerpos
rígidos propuestas (una vez más) por Leonhard Euler hará pronto tres siglos.
Hoy en día, en suma, necesitaríamos una elaborada rocket science de orden complejo
para comprender y modelar capacidades que los cazadores aborígenes despliegan con
sus brazos, sus manos y (en primera instancia) su inteligencia desde ~10.200 a ~8.990
años aP en Wyrie Swamp (Australia) y no menos de ~20.300 aP en la cueva de Obłazo-
wa en la cala del río Białka en el sur de Polonia (M. J. Hanson 1974; Luebbers 1975;
Valde-Nowak, Nadachowski y Wolsan 1987; Mauro 1989; Bahn 1995; 2003; Beppu y
otros 2004; Lorenz 2006: 239-268; Vassberg 2012: 17; Ontañin y Utrilla 2015; ver fig.
9.8). Se sabe de ello desde por lo menos la década de 1980, pero nuestras etnociencias
siguen cautivas de otras hermenéuticas y ontologías. Excepto en el círculo estrecho de
los arqueólogos experimentales que acompañan a Luc Bordes (de la Universidad austra-
liana de Wollongong) y a otros de su misma línea, la arqueo- y la etnogeometría no han
tomado mayor conciencia de esta situación (Bordes 2011; 2012; 2013; 2014; 2019).
Amén de ello, en la corriente principal de nuestras disciplinas tanto las técnicas com-
parativas como el proyecto mayor de una antropología aplicada se han deslizado fuera
del currículum profesional y, más gravemente aun, lejos de toda elaboración geométrica
o topológica.
En los últimos tiempos ha surgido una iniciativa multidisciplinaria denominada arqui-
tectura vernácula cuyo foro se estableció tan temprano como en 1979 pero que recién
está asomándose a la arqueo- y la etnogeometría sin muchas garantías de que vaya a
perpetuarse en ese preciso enclave. En los tiempos que corren se está sacando bastante
jugo a las tradiciones vernáculas basada en construcciones en adobe, lo que parece ser el
tema convocante. Quince años antes de la inauguración oficial de este espacio Bernard
Rudofsky (1976 [1964]: 1, 2, 74) había publicado Arquitectura sin arquitectos, explíci-
tamente definido como texto de la especialidad. Pero si bien ya se han acumulado lenta
y capilarmente unos cuantos miles de contribuciones en proceedings de congresos, enci-
clopedias y atlas que cubren buena parte del mundo todavía no se ha avanzado mucho
en el plano geométrico comparativo (Samson 1990; Oliver 1997; Blier 2006; Vellinga
2011; Buchli 2013; Weber y Yannas 2013; Jasper 2016; Halperin y Schwartz 2016;
Prista 2017; Ara y Rashid 2017; Cristini y otr@s 2017; Roesler 2017; Lowish 2018:
131; Pradines 2018).122 Cabe asignar al crédito de la subdisciplina de la arquitectura
vernácula el haber reconocido esporádicamente el papel de los pioneros provenientes
del antes llamado Tercer Mundo, como el egipcio Hassan Fathy [1900-1989], figura
hoy bien conocida en todo el espectro de las arquitecturas del mundo (Fathy 1966;

122
En los últimos años se está manifestando una transformación debida al impacto de las energías sos te-
nibles en condiciones de calentamiento global y cambio climático y a la influencia creciente de la ar-
quitectura islámica en los congresos de las especializaciones concomitantes (Cf. Sayigh 2019: 31, 51-52,
69, 73, 75, 95, 120, 123, 125, 129, 169-173, 175, 180, 364, 379).
315
1973; 1986; Mahgoub 1999: 13, 40, 196, 238-239; Serageldin 2007; Abdel Tawab
2018). Hacia 1969 escribía Fathy en su Arquitectura para pobres:
La tradición no es necesariamente pasada de moda, ni es sinónimo de inmovilismo. De he-
cho, no tiene que ser viejo, sino que puede ser algo que se construyó recientemente. [...]
[E]s posible que algunas soluciones sólo se sintonicen perfectamente después de varias ge-
neraciones, y es aquí donde la tradición tiene que desempeñar un papel de creación, ya que
es sólo con la tradición, respetando y dando continuidad al trabajo de las generaciones an-
teriores, que la nueva generación realmente puede progresar y resolver el problema. Cuan-
do una tradición ha resuelto un problema y ha dejado de desarrollarse, podemos decir que
su ciclo se ha completado (Fathy 1973 [1969]: 24).

Aunque hay excepciones recientes, no todos los handbooks y enciclopedias de arqui-


tectura vernácula reconocen la calidad de la obra de Fathy ni enfatizan suficientemente
el carácter transhistórico, participativo y multicultural de su práctica y su contribución
al desarrollo de aspectos geométricos de la arquitectura tradicional islámica que son
funcionales a la regulación y control de la temperatura en condiciones extremas de
calentamiento (cf. Correia, Carlos y Rocha 2013: 22, 105, 272-273, 652, 791; González
2006; El-Shorbagy 2010; figura 9.9b; véanse ejemplos en este vínculo) El principal ar-
gumento de Fathy ha girado en torno de la necesidad de llevar adelante una arquitectura
adecuada a las condiciones materiales de la vida en el lugar, restableciendo para ello las
tecnologías tradicionales en oposición a los diseños arquitectónicos y a los materiales
propios de la práctica occidental (Fathy 1986). Un reciente artículo del Cairo Observer
señala que es difícil comprender completamente por qué Hassan Fathy ha empujado a
las sombras a contemporáneos suyos como Ali Labib Gabr [1898-1966], Antoine Selim
Nahas [1901-1966] o Mahmoud Riad [1917-1992], quienes desarrollaron prácticas exi-
tosas, construyeron muchedumbre de edificios y participaron en hondos cambios en la
vida cultural egipcia. Fathy también ha eclipsado a su colega Ramses Wissa Wassef
[1911-1974] quien, al igual que él, se comprometió con el programa de la arquitectura
vernácula y tuvo quizás más éxito en equilibrar la practicidad moderna con la identidad
local sin caer en la trampa del esencialismo (Archidatum 2016).
Entre las formas tradicionales islámicas que hoy se reconocen como tales (cualesquiera
sean los arquitectos de referencia) se cuentan las torres en forma de barriles concéntri-
cos o en una variedad de geometrías (prevalentemente en Irán) usadas para la cría de pa-
lomas a fin de obtener cantidades ingentes de guano fertilizante; las “torres para atrapar
el viento” [windcatcher, persa=‫حبادگیر‬, bâgdir, mulqaf ] usadas para enfriar y canalizar el
viento de distintas maneras; el trazado de calles estrechas adecuadamente orientadas pa-
ra maximizar las sombras; el uso de ventanas salientes mashrabiya [árabe= ‫]م شرق لة‬
con enrejados para garantizar el flujo de aire desde tres direcciones; y las edificaciones
específicamente construidas desde tiempos antiguos para producir y almacenar hielo en
climas tórridos. Donald R. Hill, conocedor de los aspectos científicos y tecnológicos de
la arquitectura islámica medieval nos dice que en ella “uno de los términos para el ar-
quitecto / ingeniero era muhandis [‫ ]مه وبس‬que también es la palabra para ingeniero en
árabe moderno. Se deriva del sustantivo [al]handasa = ‫]ع لم جز ه وب إة‬, que puede signifi-
316
car ingeniería o geometría [o conocimiento geométrico]. Esto indica sin sombra de duda
que la ciencia más importante utilizada por los arquitectos islámicos fue la geometría.”
(Hill 2005 [2003]: 47).123
Aunque el nombre de Fathy (igual que el de Frank Lloyd Wright) era tabú en algunas
universidades egipcias y árabes, otro hoy célebre arquitecto egipcio, Abdel-Wahed El-
Wakil [‫ ]ععب جزلجحب جزلدلل‬abandonó la enseñanza en su departamento de Arquitectura para
aprender con él. Con el tiempo El-Wakil devino uno de los profesionales más prestigio-
sos de la región, siendo responsable por la construcción de quince de las más impor-
tantes mezquitas en el mundo árabe y del Oxford Centre for Islamic Studies en Oxford.
Nezar AlSayyad y Elena Tomlinson (2011), no obstante, han cuestionado las estrategias
de Fathy desde las enciclopedias de la UNESCO considerándolas (por referencia a Eric
Hobsbawm) una “tradición inventada”.
Tras la muerte de Fathy, por añadidura, en el siglo XXI sus teorías sufrieron una fuerte
distorsión siendo refraseadas en términos posmodernos y pos-estructuralistas (más espe-
cíficamente baudrillardianos y foucaultianos), experimentando los efectos de un estillo
de lectura sesgada y superficial explícitamente alentado por la preceptiva metodológica
del movimiento filosófico (cf. Deleuze 1990: 6; Sinnerbrink 2006: 62). Este estilo ha
devenido endémico y característico de las tácticas discursivas de algunas corrientes in-
ternas de la arquitectura vernácula, un hecho complicado por discusiones que se saben
inconcluyentes sobre autenticidad, identidad, tradición, tecno-políticas y patrimonio (v.
gr. Mitchell 2002: 184–95, 196, 200, 346 n. 20, 347 n. 46; Adham 2008). Fuera de los
textos especializados en las prácticas del Islām, de unas cuantas observaciones de Timo-
thy Mitchell de la Universidad de Columbia sobre la prevalencia del domo y el motivo
de barril en los diseños de Fathy y del reciente Handbook de Giuseppe Amoruso (2016)
del Politécnico de Milán sobre computación visual y herramientas geométricas emer-
gentes, una vez más sucede también que (fractalidad al margen) la antropología compa-
rativa de la arquitectura y la arquitectura vernácula casi nunca se desarrollaron en base a
la (etno)geometría (cf. Funes 2016; Occhinegro 2016; Reza y Dinçyürek 2016; Trujillo
2017).
Excepción a esta regla es el estudio sobre el domo del antropólogo de Princeton Earl
Baldwin-Smith [1888-1956], publicado póstumamente con dos décadas de demora a
fines de los setenta pero que había sido escrito hacia 1949, el año en que yo nací. Bal-
dwin-Smith, figura pionera de la antropología de la arquitectura, consideraba que el
domo propiamente dicho era una criatura del diseño formal separada y discreta que apa-
reció muy temprano en la historia pero que requería planificación experta, codificación
notacional, cálculo cuantitativo y trabajo escrito. Él reconocía que las geometrías pre-
cursoras del domo (y en particular las que sustentaban las técnicas constructivas de las

123
Sobre estas y otras técnicas geométricas adaptativas en la tradición arquitectónica musulmana véase
Fathy (1986), Beazley (2005 [2003]), Roaf (2005 [2003]), Izadpanahi y otros (2010) y Abdelsalam
(2014). Sobre la presencia del bâgdir en la obra bioclimática de Fathy véase este vínculo; sobre la
mashrabiyya véase la selección indicada en el vínculo.
317
tiendas tradicionales de los pueblos nómades) no habían sido objeto de tratamiento deta-
llado. Escribía Baldwin-Smith:
What is revealing in this derivation is that even in English the idea of a "dome" began as a
house concept, just as in ancient Italy, Syria, India and Islam words for house, tent, or pri-
mitive shelter, such as tegurium, kalubé, vihāra, and kubba, came to designate a dome or
domical structure. It is impossible within the limits of a study of the domical tradition in
Syria and Palestine to trace all the beginnings of domical shapes and domical ideas in the
different countries of antiquity and to note their parallels in the retarded primitive cultures
of Africa, Asia and the Americas. Instead, a series of already carefully investigated postula-
tes, which can at least be checked against the evidence for the origin of the domical ideas of
Syria, is advanced (Baldwin-Smith 1978: 5-6)

Amén de referirse insistentemente a las “culturas primitivas retardadas” de Africa, Asia


y América y a sus “crudos fetiches” (Op. cit.: vii, 6, 8, 62, 73) (y amén de hablar de
domos sin mencionar la geometría dómica quintaesencial de Hassan Fathy) el libro de
Baldwin fue elaborado antes que Buckminster Fuller con sus domos geodésicos y sus
pelotas compuestas por pentágonos y hexágonos ganara presencia en el imaginario de la
profesión (v. gr. Baldwin-Smith 1978).
Estructuras similares a las implicadas en la tensegridad, hoy llamadas sinergéticas o re-
cíprocas por arquitectos y artistas de las corrientes new age dominantes en revistas tales
como Leonardo, Hyperseeing, Nexus y (últimamente) Architectural Design, puntúan el
camino atiborrado de isomofismos definiendo pautas que conectan los hexágonos con
figuras tales como las catenarias parabólicas y el triángulo de Wacław Sierpiński [1882-
1969]. Esta última es una figura omnipresente en la arquitectura y en la ergología afri-
cana, una forma reconocible por sus extraordinarias propiedades físicas, ejemplificadas
recurrentemente señalando la similitud entre la estructura de la torre Eiffel y la del trián-
gulo de referencia (cf. además Qi y otros 2014). Esta figura, dicho sea de paso, no es o-
tra cosa que una instancia geométrica del triángulo de Yang Hui [楊輝, 1238-1298],
ilustrada por Zhu Shijie [朱世傑 ,1260-1320] fechada en el año 1303 y bien conocida por
el filósofo Blaise Pascal [1623-1662] (cf. Pascal 1665).

Figura 9.9 –– Izq.: Foto de László Moholy-Nagy de la Exposición OBMOJU (1921), incluyendo
construcciones espaciales de Kārlis Johansons –
Der.: SuperBall Tensegrity Robot de la NASA. Basado en Ken Grix (2015).
318
La historia del triángulo se remonta en rigor a los tiempos del lingüista Acharya Piṅgala
(1931), el inventor indio del sistema binario del siglo III aC de quien me he ocupado ya
en otros estudios por otros motivos. Otro especialista indio, Halayudha [हलायु ध], escribió
en el siglo X dC un comentario al Chandaḥśāstra de Piṅgala, el Mṛtasañjīvanī, con os-
curas alusiones al Meru Prastaara (la escalera del mítico Monte Meru) en el que aparece
la primera representación de la combinatoria en forma de triángulo, mil años antes de
Sierpiński (1915; cf. Barrow 2009 [2008]: 269-274; Rao y Kak 2016). En los tiempos
de Halayudha floreció en Baghdad el matemático e ingeniero Abū Bakr Muḥammad ibn
al Ḥasan al-Karajī [persa = ‫اب و حب کر حمّمد حب ن حال ّ سن حال کرجی‬, ca. 953-ca. 1029], quien por
un lado se esforzó en separar el álgebra de la geometría euclideana pero por el otro pro-
porcionó el primer ejemplar de los coeficientes binomiales y el primer esbozo del trián-
gulo de Pascal dos siglos antes que Yang Hui, proeza repetida luego por el astrónomo,
matemático e (improbable) poeta persa Abū l-Ḥafṣ ʿUmar b. Ibrāhīm al-Khaiyāmī, lla-
mado entre nosotros Omar Khayyam [‫حعمر خیّام‬, 1048-1131], quien fue hecho famoso gra-
cias a la traducción de Edward FitzGerald [1809-1883] de un libro poético precursor del
orientalismo (el Rubāʿiyāt) al cual Omar concluyentemente no escribió pero cuya enig-
mática traducción a lenguas europeas inició una moda de lectura masiva comparable a
la que acompañó a El Profeta de Jibrān Khalīl Jibrān [1883-1931] un siglo más tarde
(Rashed 1994 [1984]; De Blois 2004: 299-319).
Las propiedades de estas clases de figuras complejas son bien conocidas desde muy
temprano. Nadie menos que Benoît Mandelbrot, el forjador de la geometría fractal, vin-
cula los elementos triangulares antedichos con las estructuras de Buckminster Fuller in-
cluyendo mención a tecnologías varios siglos anteriores, tanto más tenaces e imaginati-
vas cuanto más lejanas en el tiempo:
My claim is that (well before Koch, Peano, and Sierpiński), the tower that Gustave Eiffel
built in Paris deliberately incorporates the idea of a fractal curve full of branch points.
However, the A's and the tower are not made up of solid beams, but of colossal trusses. A
truss is a rigid assemblage of interconnected submembers, which one cannot deform with-
out deforming at least one submember. Trusses can be made enormously lighter than cylin-
drical beams of identical strength. And Eiffel knew that trusses whose 'members' are them-
selves subtrusses are even lighter. See the right picture below [figura 9.8b , arriba a la dere-
cha]. The fact that the key to strength lies in branch points, popularized by Buckminster
Fuller, was already known to the sophisticated designers of Gothic cathedrals. The farther
we go in applying this principle, the closer we get to a Sierpiński ideal! (Mandelbrot 1982
[1977]: 131-132).

“The farther we go…” expresaba Mandelbrot, invitando a una exploración comparativa


y transdisciplinaria que es como si replicara la heurística madre del libro que se está
leyendo. La frase no está muy lejos de la que Bhartṛhari anotara en su Vākyapadīya:
anupasitravrddhanam vidya natiprasidati, decía él, o en otras palabras, “la ciencia no
sonríe a aquellos que niegan a los antiguos”, uno de los epígrafes favoritos del inquieto
lingüista pāṇiniano Johan Frederik “Frits” Staal (2006: 89).

319
Como siempre pasa con las ideas revolucionarias y a pesar de los altibajos en el favor
profesional, la paternidad de la noción de tensegridad estará en discusión hasta el fin de
los tiempos. Hoy se acepta casi sin discusión que en el plano científico el principio de
integridad tensional se le ocurrió antes que a nadie al arquitecto e ingeniero francés Da-
vid Georges Emmerich [1925-1996], un poco más tarde a Buckminster Fuller y final-
mente al escultor Kenneth Snelson [1927-2016]. Emmerich (1967) fue el primero en
presentarlo con el nombre poco glamoroso de systèmes autotendants y en dependencia
del concepto muy francés de morphogenèse en los años de gloria de René Thom y su ya
difunta teoría de catástrofes. Emmerich, Fuller y Snelson habían estado experimentando
con ideas parecidas, dicen, en la década de 1950.
Algunos años más tarde Fuller puso nombre a la invención y Snelson construyó las pri-
meras estructuras basadas en ese principio. La postura de este último en las querellas
subsiguientes ha sido en extremo beligerante, negando, por ejemplo, que la célebre es-
tructura del domo geodésico en la Feria de Montréal de 1967, la mítica “Biosfera” de
Fuller, fuera auténticamente un diseño de tensegridad. No había suficiente capacidad in-
genieril e informática en esa época, asegura. Aunque se ha conservado al menos un pun-
tilloso reporte de las discusiones, de las batallas de los egos y de los registros de pa-
tentes anotado por el español Valentín Gómez Jáuregui (1999), visiblemente sesgado en
favor de Snelson, la historia de los orígenes de la idea ha sido muy distinta a como la
cuentan actores miembros de las congregaciones científicas y seudocientíficas en con-
frontación mutua. Por más que Snelson lo haya negado hasta el día de su muerte y que
Gómez Jáuregui lo respalde, entiendo que la historia ha sido más bien como se narra en
el párrafo siguiente.
Este capítulo estaría incompleto si no hiciéramos referencia a la obra mayormente des-
conocida del constructivista lituano Kārlis Johansons [1890-1929], alias Karl Ioganson,
miembro de la agrupación artística “Flor Verde” [Zaļā puķe] e inventor hacia 1921 de
las construcciones autotensiles que preceden por más de tres décadas a las obras inspira-
das en el movimiento de la tensegridad de Fuller, Snelson y Emmerich (Emmerich
1995; Gough 1998; 2005; Motro 2003: 7 y ss.; Bing 2004; da Sousa Cruz 2013). No
pocas de las obras del primer período de Johansons son reminiscentes de (y contempo-
ráneas a) las pinturas fractales de František Kupka que examinamos en el primer capí-
tulo (fig. 1.1 y 1.6). Las estructuras tensoriales de Johansons, por su parte, han inspirado
la construcción del publicitado Superball Tensegrity Robot de la N ASA, un aparato ex-
plorador con sorprendente resistencia al impacto, locomoción adaptativa, integridad
resiliente y amplia capacidad exploratoria en terrenos accidentados (fig. 9.9, derecha).
La sección izquierda de esa figura muestra una foto tomada por el húngaro László Mo-
holy-Nagy [1895-1946] en la Exposición del Colectivo O BMOJU en Moscú en 1921 en
la que Johansons y otros artistas exhibieron obras e instalaciones constructivistas bas-
tante antes que el género de la instalación ganara reconocimiento.124 Moholy-Nagy fue

124
Sobre OBM OJU (ОБМ ОХУ , Общество Молодых Художников = “Sociedad de Jóvenes Artistas”) el
mejor material es el artículo de Aleksandra Shats kikh “A Brief History of Obmokhu” en The Great Uto-
320
un personaje instrumental en la transición entre el constructivismo ruso y la escuela
Bauhaus (fundada por Walter Gropius en 1919) en la cual han convergido además otras
corrientes y de la cual se derivan no pocas ideas de Frei Otto y de Bodo Rasch, teóricos
de las geometrías y arquitecturas ligeras de las que ya tratamos (ver pág. 216). La icó-
nica fotografía que tomó Moholy-Nagy es uno de los pocos testimonios que quedan de
las obras artísticas de Johansons, un siglo anteriores a los aparatos tensoriales de los que
ellas son excelsas precuelas (Moholy-Nagy 1968 [1929]: 132). Tarea pendiente de la
etno- y la arqueogeometría es trazar la relación de todas esas estructuras con los mode-
los tensoriales del mundo etnográfico y del registro prehistórico.
Aunque por lo común se la piensa desde otros ángulos, la escuela Bauhaus de diseño,
arte y arquitectura (cuya valoración pública sube y baja al compás de los cambios ideo-
lógicos) ha sido desde la república de Weimar hasta hoy intrínsecamente geométrica, tal
como se explica en The ABCs of , la nueva edición de los ensayos originalmente
publicados por Ellen Lupton y J. Abbott Miller en 1991, ahora titulados en expresa deri-
vación del pensamiento de Wassily Kandinsky [1866-1944] (cf. Kandinsky 2008
[1911]; 2012 [1926]). El último ensayo del libro de Lupton y Miller es, en efecto, “Be-
yond Triangle Square Circle: Fractal geometry”, escrito por el popular físico teórico y
caminador sobre el fuego Fred Alan Wolf, conocido también como Dr. Quantum, explo-
rador de las relaciones entre la física cuántica y la conciencia. En el libro se explica bas-
tante imaginativamente de qué manera a la escuela Bauhaus le faltó muy poco para
encontrar las claves de la misma geometría que medio siglo más tarde redescubrió Be-
noît Mandelbrot (cf. Lupton y Miller 2019 [1991]; Dillon 2019; Ahmed y Suman 2015).
Otras corrientes artísticas europeas siguieron derroteros parecidos. Antes de Kārlis Jo-
hansons dos artistas rusos, Lazar Markovich Lizzitsky, (a) El Lizzitsky [1890-1941] y
Naum Gabo [1890-1977], vinculado éste al constructivismo y volcado luego al arte ci-
nético, tomaron inspiración de las ciencias y de las matemáticas para llevar adelante una
obra encuadrada más tarde en el lenguaje temporal del suprematismo de su compatriota
Kazimir Malévich [1879-1935], identificado a su vez con formas geométricas reputadas
“puras” que irían desde Euclides a la pintura rusa de iconos, la geometría diferencial de
Bernhard Riemann y la pangeometría hiperbólica de Nikolai Lobachevsky [1792-1856],
conocido como “el Copérnico de la geometría” (cf. Lobachevsky 1837; 2010 [1855];
Kiaer 2005).
Manuel Corrada, licenciado en Matemáticas de la Universidad de Chile, ha investigado
en profundidad los vínculos insospechados entre las geometrías no euclideanas y el arte
de la vanguardia rusa, que parecen haber sido vínculos de ida y de vuelta (Corrada
1992; Dukhan 2007; Souter 2012). Corrada define la geometría (como al pasar) dicien-
do que consiste en el desarrollo paralelo del arte y de la ciencia, una de las definiciones

pia: The Russian and Soviet Avant-Garde, 1915-1932 (Guggenheim Museum 1992: 257-265). Obras
mostradas en la foto de Moholy-Nagy fueron reconstruidas por el neo-constructivista Vycheslav Kolei-
chuk [1941-2018] para la exhibición Great Utopia de 1992-93 en el Museo Guggenheim de Nueva York.
321
más filosas y acertadas que conozco. Siempre valdrá la pena tener en cuenta esa reali-
mentación entre el arte y la ciencia: un feedback dialéctico, en verdad, por mal que le
caiga un calificativo como este a un antidialéctico compulsivo como lo ha sido siempre
Gilles Deleuze. Más adelante (pág. 366 y ss.) volveré a tratar otros aspectos de éstas y
otras corrientes geométricas de la vanguardia rusa y soviética.
No es por nada que uno de los momentos que más admiro de la obra de Claude Lévi-
Strauss es aquel en la página más febril, bella y acerada de Tristes trópicos en el que él,
contrariando a medio mundo intelectual (y aunque él mismo no fuera consecuente con
la idea), concede primacía a la ciencia por encima de la filosofía (Lévi-Strauss 1988
[1955]: 62).125 Pero si la disputa es entre los valores respectivos del arte y de la ciencia,
en materia geométrica he encontrado que lo más justo y sensato es que sea el arte la ins-
tancia a la que se adjudique precedencia. Igual que ha sido el caso con otras geometrías
exploradas en este libro, en un número crecido de inflexiones prácticas el arte y las
técnicas de los pueblos y las heterodoxias estéticas siempre han anticipado (y en ocasio-
nes han inspirado explícitamente, como hemos visto a lo largo de este capítulo) los lo-
gros más destacados de la innovación científica y de la tecnología, incluyendo aquellos
que se han hecho en nombre de los más plausibles reclamos de la modernidad.

125
Escribía Lévi-Strauss: “En cuanto a la corriente de pensamiento que iba a expandirse con el exis ten-
cialismo, me parecía lo contrario de una reflexión válida por la complacencia que manifiesta para las ilu -
siones de la subjetividad. Esta promoción de las preocupaciones personales a la dignidad de problemas
filosóficos corre demasiado riesgo de llegar a una suerte de metafísica para modistillas, aceptable como
procedimiento didáctico, pero muy peligrosa si interfiere con esa misión que se asigna a la filosofía hasta
que la ciencia sea lo suficientemente fuerte para reemplazarla, que consiste en comprender al ser no en
relación a mí, sino en relación a sí mismo. En lugar de terminar con la metafísica, la fenomenología y el
existencialismo introducían dos métodos para proporcionarle coartadas” [Traducción de Noelia Bastard,
revisión técnica de Eliseo Verón].
322
Figura 9.10 – Alfabeto de Àdìǹkrá (I):

Figura 9.11 – Alfabeto de Àdìǹkrá (II).


Compárese con la lista siguiente de los 230 cristales simétricos.
Cada uno de los 230 elementos canónicos del catálogo de Àdìǹkrá
posee un homólogo en la lista del grupo de transformación.

323
Figura 9.11b – Lista de la estructura del grupo de los 230 cristales.
Ver original en este vínculo– Dibujado con VESTA. Compárese con los 230 diseños canónicos de tokapu
de las figs 7.4, 7.6 y 7.7. y con esquemas de parfleches de la fig. 1.8 b.

324
Figura 9.10 - Templo de Surya en Modhera, 1026-1027 dC.
Estilo Maru-Gurhara - Construido por Bhindev I, atacado por Mahmud de Ghazna.
Ubicado en Modhera, Gujarat, India. Véase galería en este vínculo.

®
Figura 9.11 – Mandelbox fractal – Generado en Ultrafractal

325
Figura 9.12 – The Mandelbox Temple – Disponible en http://digitalfreepen.com/mandelbox370/

326
Figura 9-13 – Mezquita de Niono, Mali (1957).
Aga Khan Collections – Mimar Gallery: Magnificent mud – Mosques in Mali.
Los palos de la torre (toron), de palma o de acacia, alguna vez sirvieron para facilitar
el mantenimiento, pero con el tiempo se usaron como efecto decorativo
en la arquitectura de África occi dental.

327
10 – Hitos de la etno-geometría: (8) Virtualizaciones: Sistemas de
navegación, Tube maps Inuit y skeuomorfismos varios

Las ciencias no tratan de explicar; a duras penas


procuran interpretar. Fundamentalmente, hacen mo-
delos. Por modelo se quiere decir una construcción
matemática que, con el agregado de ciertas interpre-
taciones verbales, describen los fenómenos observa-
dos. La justificación de tal construcción matemática
es sola y precisamente que se espera que funcione,
esto es, que describa correctamente fenómenos de
un área razonablemente amplia. Además, debe satis-
facer ciertos criterios estéticos – esto es, en relación
con cuánto es lo que describe, ello ha de ser más
bien simple.
John von Neumann (1995 [1955]: 628)

No debería sorprender que las habilidades prácticas de la alteridad no vengan acom-


pañadas de metalenguajes emic que estén disponibles como datos observables o elicita-
bles y que las describan o las expliquen a nuestra entera satisfacción. Después de todo,
nadie que no haya sido entrenado en esos menesteres es capaz de dar cuenta verbalmen-
te o por escrito de la estructura de la lengua que un@ mism@ habla, o del lenguaje en el
más amplio sentido, o del sistema de signos del cual la lengua propia es una instancia
entre otras. Que en un pueblo ágrafo no se haya consumado una racionalización discur-
siva no implica que no pueda haber en él una práctica sistemática. En Grecia, nada me-
nos, ha habido un refinado arte de estilo geométrico apenas posterior al período oscuro
de la edad de hierro [1100-900 aC] pero anterior a Homero y al período Arcaico, lo cual
implica que precedió por medio milenio a la escritura, a Euclides y a la misma Geome-
tría euclideana que continúa identificándose con los orígenes de la geometría universal
(cf. Derrida 1989 [1962]: Husserl 1983 [1886-1901]; Monteiro França 2016; Cold-
stream 2003 [1977]; 2008 [1968]; Langdon 1984; 2008). Grecia he dicho, y está mal: ni
lengua griega ni país griego había en ese entonces. Habida cuenta de esto, la mejor he-
rramienta que se me ocurre desplegar para describir la capacidad empírica de la geome-
tría en contraste con las metodologías regidas por la razón pura de las lógicas inma-
teriales, del logocentrismo estructuralista y de la teorización simbólica no es otra que la
geometría práctica y aplicada subyacente a los sistemas micronesios de navegación en
general y al sistema de la cultura Puluwat en particular.
He descripto uno de esos sistemas una generación atrás en mi primer trabajo sobre an-
tropología psicológica, De Edipo a la Máquina Cognitiva (Reynoso 1993: cap. § 11.4,
247-251). Volví sobre el tema en la presentación más solicitada de mis cursos sobre ma-
pas cognitivos y luego, más recientemente, en un análisis preparado para el doctorado
en Estudios Territoriales de la Universidad de Caldas en Manizales, Colombia, sobre el
estado de avance de la cognición espacial en el siglo XXI.126 El libro que fue instrumen-
126
Las presentaciones están disponibles en Ciencia cognitiva y antropología del Conocimiento:
Cognicion espacial (2008-2021) y en Estado de arte en los estudios de espacio y memoria en Ciencia
Cognitiva (2018).
328
tal en mi descripción del sistema etak de los Puluwat es East is a big bird: Navigation &
logic in Puluwat Atoll, la única obra globalmente conocida del antropólogo norteame-
ricano Thomas Gladwin (1970), autor de inmerecido bajo perfil que carece al día de hoy
de una página decente que trate de él en Wikipedia y que también se ha volatilizado de
la memoria episódica de la antropología de la corriente principal, subsistiendo en espa-
cios altamente especializados (cf. Holton, Hachibmai, Haleyalur, Lipka y Rubinstein
2015). Tanto o más útil (y con mucho más amplia bibliografía y contexto oceánico) me
resultaron We, the Navigators de David H. Lewis (1994 [1972]), The Vaeakau-Taumako
wind compass: A cognitive construct for navigation in the Pacific de Cathleen Conboy
Pyrek (2011), así como los trabajos de William Davenport (1960; 1964; 2017 [1997])
sobre los mapas de varillas de las islas Marshall como modelos de y modelos para la
navegación entre atolones apenas visibles desde el mar.

Figura 10.1 – Izq.: Sistema Te Nohoanga de Polinesia (según Marianne George 2013: fig. 6 del original).
Der.: Compás de estrellas micronesio (según Goodenough 1953, reprod. Gladwin 1970: 149).
127
El primero se basa en 32 divisiones equidistantes, el segundo en 36 divisiones más exactas.

Me dispenso de describir el etak porque ya lo he hecho en varias ocasiones y porque co-


rrería de nuevo el riesgo de que la lectura de mi resumen sustituya la consulta de las
fuentes y del libro de Gladwin en particular. Sólo diré que la descripción de Gladwin,
tan modesta y lánguida como por momentos luce, es la base innegable de la tecnología
de GPS y de los los actualísimos paradigmas de la Graph-Based Navigation y de la Spa-
tial Network Approach que han revitalizado la tecnología de punta de los sistemas de
información geográfica [GIS] del tercer milenio (Gladwin 1970; Edward 2015; Finney

127
Para una estimulante interpretación de estas “rosas de los vientos” que se presentan en regiones aparta-
das del mundo con casi exactamente las mismas 16, 32 ó 36 divisiones del compás véase el artículo del
antropólogo Charles Frake (1995) en el que se incluye una referencia a un po co conocido trabajo de
publicación póstuma del todavía más des conocido Léopold de Saussure [1866-1925], sinólogo que fuera
hermano menor de nuestro Ferdinand (cf. L. de Saussure 1928).
329
1976; 1986; 1998; Ascher 1995; Hage y Harary 2007; Maloney 2018). El fundamento
del etak es una geometrización del espacio utilizando una isla de referencia (que bien
podría ser un punto imaginario, o incluso ser eventualmente un destino) combinando esa
geometrización con una marcación de puntos del horizonte de los que salen y en los que
se ponen estrellas, con una orientación egocéntrica (en vez de absoluta) y desarrollando
una ingeniosa técnica de dead reckoning capaz de convertir la ecuación de |tiempo x ve-
locidad| en simplemente |distancia|, tal como aprendimos a hacerlo en la escuela cuando
éramos niños sin reflexionar sobre cuáles serían las operaciones y los métodos correc-
tivos que nos permitirían resolver (universalmente, tal parece, sin casi conceptos lexica-
lizados para los términos en juego, sin un sistema de nomenclatura aritmética y con
independencia de la lengua que hablemos) el cálculo que estábamos necesitando.
El impacto de la tecnología nativa oceánica sobre nuestra tecnología actual de posicio-
namiento permaneció desconocido durante décadas pero ya no es un asunto opinable. El
primer GPS que se fabricó en California fue desarrollado hacia 1983 por típicos progra-
madores de garaje que no obstante su bohemia existencial, su locación hippie y su mili-
tancia en un modelo de vida nerd tuvieron la precaución de patentarlo, just in case. Su
marca de fábrica fue, precisamente, Etak®. El fundador de la empresa Etak Inc. de
Sunnyvale, California, en el corazón de Silicon Valley, fue Stanley K. Honey, ingeniero
y navegante todavía activo, quien (característicamente y como aplicando el principio de
res nullius o res derelictae que habilitó la ocupación de tierras “desiertas” y la apropia-
ción de territorios e ideas no reclamadas) se declaró inventor del algoritmo “tradicional”
[sic] que regulaba el comportamiento del aparato. El largo documento de Benj Edwards
(2015) que celebraba la hazaña de su invención nos quiso hacer creer que “[e]verything
about Etak’s Navigator had to be conceived from scratch” por los miembros de la pe-
queña empresa. Todavía se conserva un vídeo de presentación del aparato californiano
filmado en 1991 y subido a Youtube.
El video de referencia, o el folleto en el que Honey narra su experiencia (así como la
página dedicada al dispositivo Etak® en Wikipedia, o la misma crónica de Edwards) no
menciona a los Puluwat, ni a las islas Carolinas, ni a Micronesia, ni a sistemas compa-
rables al etak como el kavenga de Tikopia, el avei’a de Tahiti o el Te Nohoanga de Po-
linesia ni –mucho menos– a Thomas Gladwin o a su contribución maestra a la antropo-
logía del conocimiento (cf. Honey y Zavoli 1985; Lewis 1994 [1972]: 72). Eso sí, los
organismos colegiados de la Asociación Americana de Antropología ni siquiera planta-
ron querella ante este atropello jurídico que habilitaba a que se tratara a los antropólogos
de todo el mundo y sobre todo a los nativos de la ecumene como si literalmente no fue-
ran nadie en materia de derechos de propiedad intelectual y como si no hubieran desen-
trañado y articulado hasta la última tilde, siglos antes, un valiosísimo sistema cultural
sin el cual nadie podría manejarse hoy día en sus desplazamientos urbanos e interur-
banos.
Mientras tanto, la página de Wikipedia referida a Stan Honey, verdadera celebridad me-
diática y personaje proto-yuppie de la navegación deportiva, sitúa el origen del etak en
330
Polinesia y no en Micronesia como es realmente el caso. No me consta tampoco que
Honey haya hecho trabajo de campo en Puluwat o viajado allí más tarde para repartir
sus regalías. Aunque él se precia de haber inventado el algoritmo básico, su descripción
del cálculo de dead reckoning es idéntica a la que se describe en el caso del etak o del
sistema pan-polinesio te nohoanga (cf. Gladwin 1970: 144-145, 147; George 2013;
Edwards 2015 versus Honey y Zavolia 1985: 5-6). También se origina en el texto de
Gladwin la descripción del rasgo clave de la estrategia del etak después de la geome-
trización dinámica del espacio y del dead reckoning y que no es otra que la que los rela-
tivistas lingüísticos mejor posicionados institucionalente desacreditan calificándolo co-
mo sistema de referencia relativa o como modelo autocentrado o egocéntrico de posicio-
namiento:128
The Navigator has a graphic display which continuously shows a vehicle's position on a
map of the surrounding area […]. An arrowhead symbol in the center of the display repre-
sents the position of the vehicle and points up towards the top of the map, indicating the
direction the vehicle is heading. As the vehicle is driven, the map rotates and shifts about
the arrowhead accordingly (Honey 1985).

Esto es: en el espacio bidimensional contraintuitivo, ptolemaico, pre-copernicano y anó-


malo al que se refiere el sistema Puluwat cuando se lo describe a la manera piagetiana,
el navegante permanece quieto y es el mundo entero el que se mueve en bloque, avan-
zando o girando en torno, mucho más inelásticamente que en los gráficos de tortuga de
Seymour Papert o que en los modelos recursivos de Aristide Lindenmayer que hemos
visto más arriba. Sumando eso a las técnicas preindustriales de fabricación de canoas, a
la carencia de registros cartográficos y a la total talta de instrumentos tales como brúju-
las y sextantes no es de extrañar que unos cuantos autores gastaran tiempo y recursos en
negar el carácter sistemático y la alta eficiencia de los modelos oceánicos de navegación
(v. gr. Andrew Sharp 1957; 1969; Hilder 1959: 91; 1962; Jack Golson 1963; Kjell
Åkerblom 1968 versus Richey 1974).
El sistema micronesio es triplemente egocéntrico: la tierra está en el centro del universo,
las estrellas salen por un lado y se ponen por el otro trazando franjas disciplinadamente
paralelas, y aun cuando se mueve el navegante siempre permanece en el centro de un es-
pacio que representa un mundo aplanado, inelástico y sin curvaturas. En universos así
no hay (o no son relevantes) los puntos cardinales, salvo como curiosidad añadida tras
el contacto cultural: sólo hay adelante, atrás, derecha e izquierda y todos los ángulos in-
termedios, todo eso relativo a un centro inmóvil pero que en el fuero íntimo sabemos
que se mueve, pues esa es la idea primordial. Aquí sólo se navega hacia adelante o hacia
arriba (que es más o menos lo mismo) en un mundo plano de pura geometría proyectiva

128
Tal parece que “dead reckoning” (un término que carece de una razo nable traducción al castellano) no
se deriva de “estimación muerta”, ni de “reconocimiento deducido”, ni de ningún descriptor concreto por
el estilo. Hay una interesante discusión en The Straight Dope. Allí se dice que la expresión figura en dic-
cionarios del siglo XVII pero que su primer uso técnico se remonta (con su etimología usual) a Avigation
de Bradley Jones (1939 [1931]: 366) un libro clásico sobre las geometrías de la navegación aérea que se
mantiene en línea y en formato digital hasta el día de hoy.
331
en el que las categorías piagetianas que diacronizan la sucesión de topología, geometría
proyectiva y geometría euclideana no se sostienen (cf. Ochaíta Alderete 1983). Por poco
que giremos el modelo resetea y circunstancializa, por así decirlo, lo que Einstein llama-
ría el sistema de coordenadas de referencia. Según la totalidad de las descripciones de la
navegación oceánica y los esquemas que los informantes dibujan en papel o trazan en la
arena, ésa es la imagen que se hacen los navegantes sin haber visto jamás la pantalla de
un sistema de posicionamiento digital. Nuestro sentido común nos dice que un modelo
basado en principios tan equivocados y en una experiencia tan incompleta no puede
funcionar, igual que no podrían volar las abejas según Sainte-Laguë (o según Ludwig
Prandtl, Antoine Magnan, Jacob Ackeret o el político trumpiano Mike Huckabee); y sin
embargo la idea funciona más allá de toda duda razonable.

Figura 10.2 – Los 3 tipos de mapas de varillas de las islas Marshall:


(1) Mattang – (2) Redo – (3) Rebbelib.
Según Henry Lyons (1928). Imágenes en el dominio público.

Lo notable del caso es que el sistema incluye una genuina “rosa de los vientos” que dis-
tingue 32 posiciones en el compás, el mismo número que se encuentra en la antigua for-
mulación árabe de la que se derivó nada menos que la brújula y que está en el mismo
orden de magnitud de la lógica geométrica propia de las cartas portolanas del siglo XII
(fig. 10.1; Corney 1903-1919; L. de Saussure 1928; Lewis 1994 [1972]: 77; Halpern
1986; Nicolai 2016). Recordemos que la brújula china dividía el compás en 24 direccio-
nes; en fecha incierta, pero durante la Edad Media, fue que los 32 “puntos cardinales” se
adoptaron en Occidente. En el medio de ambos sistemas se sitúa el modelo árabe, que
comparte 9 estrellas y 18 azimuths con el de las islas Carolinas, cuasi-coincidencia que
ha desatado unas cuantas especulaciones históricas (Halpern 1986). Todos esos números
levemente distintos dibujan, en su conjunto, los lindes de un orden de magnitud cohe-
rente y acotado.
Aunque poco se sabe de sus pormenores históricos (y habida cuenta de lo que hoy se
conoce sobre el poblamiento de las islas del Pacífico), es seguro que el sistema etak
estableció sus instrumentos de resolución suficientemente alta siglos antes que las cartas

332
náuticas se conocieran en Europa o que las brújulas magnéticas llegaran a Puluwat. Un
número como 32 es fácilmente explicable, dado que todo sistema simétrico de subdivi-
sión del horizonte a partir de cuatro puntos cardinales debe progresar siguiendo una se-
cuencia de 8, luego 16 y luego 32. Este es el número en que se divide el horizonte en la
llamada “brújula de los vientos” de los isleños de Cook, ligados política y lingüística-
mente a los Māori (Gill 1876b: 320). La “brújula del sol y el viento” de Tahiti lo divide
en 16 (Corney 1913: vol. 2, pp. 384-385; Lewis 1972: 63). William H. Alkire (1970:
52n) sugiere que la disposición circular de la rosa de los vientos de Puluwat se debe
probablemente a la influencia occidental, afirmación de la que no estoy muy conven-
cido.
Dicho esto, diré que encuentro lamentable que tanto la etología como la psicología evo-
lutiva hayan creído durante tanto tiempo y continúen sosteniendo hasta hoy que el dead
reckoning y las coordenadas egocéntricas de localización son características de las
formas más embrionarias, pre-humanas y pre-corticales de percepción y motricidad para
operar las cuales alcanza y sobra con un hipocampo como el de las aves, con un sistema
límbico como el de cualquier mamífero o con un no-cerebro pre-nervioso como el de los
insectos. Premisas como ésas han permitido que Ariane S. Etienne y otr@s (1998) se
concentraran en el estudio del dead reckoning en una enciclopedia colectiva dedicada al
estado de arte de la representación espacial en los animales peor situados en la jerarquía,
mientras que Steven R. Fry y Rüdiger Wehner (2002) aseguraban que las abejas alma-
cenan hitos (landmarks) en un marco de referencia egocéntrico perteneciente a la espe-
cie de orientación espacial peor calificada de todas las que existen.

Figura 10.2b – Mapa “esquimal” y mapa “moderno” según Christopher Hallpike (1986 [1976]: 291).
Compárese con las distorsiones creativas del Tube Map londinense.

Es verdad que los autores enrolados en las confesiones doctrinarias más diversas cum-
plen con el ritual de reconocer que tanto el sistema de orientación absoluto como el ego-
céntrico resultan por igual eficaces. El problema empieza empero cuando los psicólogos
y antropólogos de adscripción piagetiana (en la línea de Christopher Hallpike) desme-
recen los logros conceptuales de las otras culturas por encontrar que están articulados en
torno a prestaciones naturales y ontogenéticamente primitivas a las que los occidentales
mayores de edad se las ingeniaron para mantener a distancia. No es una hazaña intelec-
333
tual notable –sostienen estos personajes– meramente re-producir lo que la naturaleza
humana (o la humanidad en estado de naturaleza) podría hacer por sí misma, como si la
cultura no aportara ningún valor agregado o diferencial a lo que los meros instintos na-
turales pre-cableados e innatos permiten lograr (v. gr. Pinker 2002). Los nativos del Pa-
cífico –concluyen– se encuentran más cerca de la naturaleza que nosotros y es por ello
que conservan y mantienen vivas habilidades propias de gaviotas, pardelas y albatros
gestionadas a puro hipocampo que los occidentales hemos sabido olvidar en buena hora
para ocuparnos de cosas más importantes.
Comparto no pocas ideas con la psicología y la antropología evolucionaria de afinidades
darwinianas, empezando por su cataclísmica impugnación de cualquier forma de relati-
vismo. Pero fue por prejuicios irreflexivos como aquéllos (que animalizaban al “hombre
primitivo” o no escolarizado) que la tecnología occidental demoró la invención de los
sistemas de posicionamiento hasta casi acabado el siglo XX; y fue por la propia inani-
dad de esta forma de actuar que dicha “invención” no ha sido, ni de lejos, el milagro
etiológico, el despertar o el acto de creación conceptual que sostiene la nueva mayoría
moral del cientificismo conservador, el cual sigue pretendiendo que esa tecnología la
inventó tal o cual programador californiano en los años ochenta en el corazón de
Occidente.
La falta de comprensión de las variedades étnicas e históricas de cartografía y de las
más variadas tecnologías del uso del espacio y la navegación por parte de casi todas las
escuelas teóricas de la psicología raya en lo involuntariamente cómico. El mencionado
Hallpike solía contrastar los mapas esquimales (vale decir, Inuit) con los mapas “moder-
nos” (como si los Inuit contemporáneos fueran “antiguos”), destacando que los mapas
nativos presentan distorsiones debidas a la mayor o menor importancia de las regiones y
cambios angulares que simplifican la distribución poniendo el oeste “alejado del cuerpo
y el norte hacia la mano derecha” (Hallpike 1986 [1976]: 289, fig. 10.2 b, izq.). A pesar
de haber logrado una cierta precisión, dice Hallpike, los esquimales se ven expuestos a
dos errores importantes. Y luego cita fuera de contexto a un autor de excelencia (el for-
midable Therkel Matthiassen [1892-1967], pionero de la arqueología ártica), poniendo
en su boca ideas que éste nunca habría podido refrendar:
De inmediato se captarán los dos defectos más notorios en los mapas de los esquimales: no
es posible confiar en las distancias ni en las direcciones. Cuando se trata de una región im-
portante para el dibujante, una que conoce bien y donde ha vivido largo tiempo, involunta-
riamente la dibuja más grande y con mayor detalle que otras vistas en visitas pasajeras (Ma-
thiassen 1928; 99 citado por Hallpike 1986 [1976]: 290).129

129
Christopher Robert Hallpike [1938-], todavía activo a la fecha en que este libro se escribe, es un an -
tropólogo inglés-canadiense que en las últimas décadas presume haber sido el crítico más radical en
contra de la psicología piagetiana de la que fue sin duda cultor pero que ahora impugna en nombre de una
antropología sui generis de corte más bien clásico. El lector puede apreciar su giro camaleónico compa-
rando The Foundations of Primitive Thought (1979, ahora en el dominio público) con sus textos sólo
aparentemente anti-evolucionarios publicados en este siglo (Hallpike 2011a; 2011b; 2016; 2018). Me
334
Los “errores importantes” o “defectos más notorios” indicados por Hallpike pertenecen
a la misma familia de atributos que articulan el planisferio en la familiar proyección de
Mercator (en el que Groenlandia resulta ser más grande que África o que América del
Sur, el oeste queda siempre a la izquierda y los puntos polares son del mismo largo que
la línea del Ecuador). Quien esté familiarizado con las colosales distorsiones perpetra-
das por la proyección de Mercator a las más altas latitudes sabrá que durante décadas la
cartografía occidental de los territorios árticos fueron totalmente inutilizables, debiéndo-
se recurrir a cartógrafos nativos para subsanar el inconveniente (cf. Reynoso 2019 a: cap.
7.3).
Si se lo piensa bien, por otra parte, se verá que los presuntos errores perpetrados por los
Inuit pertenecen a la misma clase de distorsiones topológicas intencionales que animan
el multipremiado e innovador mapa del metro de Londres, basado en principios hoy
adoptados en todo el mundo, incluyendo Buenos Aires. En estos mapas posmodernos el
espaciamiento de las estaciones se encuentra deliberadamente fuera de escala, homoge-
neizado, privilegiándose la legibilidad por encima de la exactitud de la correspondencia
con lo real; los únicos ángulos admitidos son además los de 90 y 45 grados. No veo ra-
zones para que las estilizaciones cartográficas del metro inglés sean consideradas un
triunfo del arte del diseño mientras que los mapas Inuit (en cuyas distancias “no es po-
sible confiar”) ni siquiera se piensen como obras de arte.
Mención aparte merecen los mapas Inuit celebrados por National Geographic e inclui-
dos en el Atlas Decolonial, construidos en pequeñas piezas de madera que se pueden
leer al tacto incluso a oscuras y que reproducen islas y segmentos de costa de regiones
de interés conforme al mismo patrón (cf. Bagrow 1948; L. B. 1948; Sølver 1954; Mac-
Eachren 1986; Bravo 1996).130 Los geógrafos especializados en la región, por su parte,
saben bien que los Inuit eran sobresalientes en el trazado cartográfico del territorio árti-
co según el criterio que se les solicitara, al punto que si no se hubiera contado con su ca-
pacidad para trazar mapas exactos en tiempo real la exploración y el estudio etnográfico
(en palabras propias) habrían sufrido duros impedimentos (cf. Rundstrom 1990; 2006;
Spink y Moodie 1972; Bravo 1996; Lucchesi 2018).131

consta que Hallpike ha tenido acceso al presente libro en setiembre de 2021; les haré saber si responde a
mi cuestionamiento.
130
Véase la sección sobre Mapas Inuit en el listado de portales. No hay muchos de estos mapas en exis -
tencia. Los pocos mapas existentes provienen de los Inuit de la isla de Ammassalik en el este de
Groenlandia [Kalaallit Nunaat] y están albergados en el Museo Nacional de Copen hagen.
131
A principios del siglo XIX William Parry (1824: 197-199, 276, 277, 489, 513) se expidió repetida-
mente sobre la asombrosa calidad de los mapas Inuit. Lo mismo expresaban numerosos exploradores de
la época y hasta el propio Franz Boas (1885: 42, 43, 49, 67; 1888: 234-239; lam. iv, p. 643). Los reportes
de la famosa Quinta Expedición de Thule que duró de 1921 a 1924 capitalizaron la habilidad de cartó -
grafos Netsilingmiut, Iglulingmiut y Caribou (todos ellos iletrados y monolingües) a lo largo de los diez
volúmenes de la serie (Rasmussen 1930a; 1930b: 26, 31; 1930c: 89; 1931a; 1931b; 1999 [1927]: 10-11,
67, 177, 221). Algunos de los cartógrafos Inuit (Itu, Powon, Sunapignan, Angutuqdjuaq) han pasado
merecidamente a la historia grande de la cartografía.
335
Sólo muy ocasionalmente la antropología y la psicología han sabido tratar formas alter-
nativas de representación gráfica de espacios y procesos, explorando características en
común entre patrones y motivos presentres en la cerámica, la cestería, los tejidos, las
artesanías actuales, las figuras de hilo y las figuras trazadas en la tierra e imaginando
nuevos criterios descriptivos y comparativos más allá de las burdas imputaciones de
mayor o menor exactitud a las que no han acostumbrado. Los estudios imaginativos en
este renglón existen pero son muy pocos y esporádicos; en lo personal, considero que
todavía me falta bastante reflexión y conocimiento de casos como para integrarlos a mi
perspectiva haciéndoles justicia (v. gr. Wright 1996; Wright y Penhos 2010). Por el mo-
mento, percibo que existen palpables analogías entre las representaciones espaciales de
tipo cartográfico de la cultura Powhatan y el Mapa de Ecatepec-Huitziltepec (del Códice
Quetzalecatzin) incluidas en mi estudio sobre las geometrías del poder y los planos de
Tacaaglé del qom Ángel PitaGat (o Angel Achilai) (Waselkov 2006 [1989]; Lucchesi
2018; Wright 1996: 142-143, fig. 16 y 17; Wright y Penhos 2010: 110, fig. 4 versus
Reynoso 2019a: 211 y carátula). En el caso del mapa qom habría sido interesante que se
ponderara la experiencia de Ángel con mapas topográficos occidentales de escala pare-
cida y que se indicaran los criterios que orientaron la selección de pocos rasgos espa-
ciales incluidos. Como sea, habla muy mal de las aventuras antropológicas de la psico-
logía evolutiva de cuño piagetiano expedirse despreciativamente sobre las deficiencias
de una cartografía cultural sin haber tomado contacto con esta literatura específica y
esencial; y habla todavía peor de la antropología del arte y del conocimiento no haber
salido al cruce (salvo excepciones) de semejantes extremos de etnocentrismo, mala fe y
mediocridad metodológica como los que Hallpike viene prodigando desde hace décadas
(cf. Reynoso 1993: cap. § 8).
Todavía está por escribirse el estudio de los sistemas oceánicos de navegación en base a
sus poderosas geometrías y cartografías inherentes. Pese a que el etak es claramente un
modelo heteróclito de geometría proyectiva y de organización geométrica del espacio, la
palabra ‘geometría’ no parece ni una sola vez en el libro de Gladwin. Aunque la
bibliografía contemporánea de temas náuticos alcanza la cifra de los cientos o miles de
monografías, disertaciones y ponencias, en ella se ha concedido muy poco espacio a las
descripciones de otros sistemas e instrumentos de navegación, tales como las de los ma-
pas de varillas y conchas de las islas Marianas, la del sistema polinesio Te Nohanga Te
Matangi (George 2013), la del modelo Vaeakau-Taumako en las islas Salomon o los
poco conocidos sistemas de Anuta y Tikopia entrevistos por el navegante David Henry
Lewis (1994 [1972]) y apenas nombrados por Raymond Firth. La bibliografía antropo-
lógica sobre las cabales geo-metrías de los sistemas oceánicos de navegación es extensa
pero en su mayor parte se encuentra tan abandonada en el laberinto de la disciplina
como el libro de Gladwin lo estuvo hasta hoy en la periferia de la antropología cognitiva
(cf. Sarfert 1911; Damm y Sarfert 1935; Hornell 1936; Burrows y Spiro 1957 [1953]:
502-533; Davenport 1960; 2008; Golson 1963; Lewis 1964; Alkire 1965; 1970; Gunn
1970; Riesenberg 1972; Freedman 1980; Goodenough y Thomas 1986; Turnbull 1993;
2003; Frake 1995; Pyrek 2011).
336
Aunque nadie parece haberlo pensado en estos términos, la mera existencia de los sis-
temas oceánicos de navegación y sobre todo el hecho de la apropiación universal de sus
lógicas por la tecnología de todo el mundo constituye un mentís rotundo a la hipótesis
del relativismo lingüístico encarnada en la influyente obra de Stephen C. Levinson,
lingüista afincado en el prestigioso Instituto Max Planck en Nijmegen, Holanda (1996a;
1996b; 1998; 2003; Levinson y otras 2002; Levinson y Wilkins 2006). El argumento
capital de Levinson es que los marcos de orientación espacial están determinados por el
uso de diferentes modelos del lenguaje, los cuales pueden ser de tres categorías contra-
puestas y excluyentes: los sistemas absolutos (como el de los Guugu-Yimithir de Aus-
tralia o los Tenejapa de México), los modelos intrínsecos (usados en todas partes pero
no muy bien definidos) y los modelos egocéntricos (como el que prevalece en el idioma
holandés). Los sistemas absolutos, alocéntricos o abstractos utilizan referencias estables
y eventualmente locaciones y puntos cardinales; los sistemas egocéntricos, antropomór-
ficos o relativos se sirven de referencias personales, tales como ‘adelante’, ‘atrás’, ‘de-
recha’ e ‘izquierda’(Levinson y Wilkins 2006: 15-22). Los modelos intrínsecos encajan
muy malamente en el conjunto, que hace agua por donde se lo mire.
Por eso es que Levinson lleva adelante su cometido demostrativo modulando ostensible-
mente la información lingüística y etnográfica, silenciando los textos que no convienen
a sus intereses o simplificando los hechos, como en su afirmación respecto de que las
lenguas al uso en Occidente utilizan mayoritariamente una nomenclatura espacial de ti-
po relativo. Las pocas y esporádicas referencias a los sistemas oceánicos de navegación
se refieren a asuntos de interés anecdótico. Los Puluwat, los mapas de los marqueses y
los nombres del sistema etak o Te Nohoanga son omitidos del registro de casos. El tras-
paso de modelos geométricos de unas a otras lenguas y sociedades (y el cambio cultural
concomitante) ni siquiera es mencionado como elemento de juicio esencial aun cuando
Levinson, en sus primeros estudios, había manifestado su interés por las pragmáticas.
Atento a esta situación, en mi Lenguaje y pensamiento: Tácticas y estrategias del relati-
vismo lingüístico (Reynoso 2014: cap. § 13) he desmentido con toda la amplitud necesa-
ria este género teorético, carente del más mínimo respaldo en las prácticas de la navega-
ción micronesia. Tal como se aprendió tras el sonoro fracaso del análisis componencial,
y al igual que sucede con todas y cada una de las geometrías musicales africanas o con
los fenómenos analizados en este libro, lo concreto es que ninguna de las prácticas
geométricas del mundo fuera de la tradición académica occidental se encuentra acom-
pañada o precedida por un metasistema de cobertura verbal o por un dominio semántico
articulado que alcance a explicar o que al menos acompañe sus manifestaciones en el
plano pragmático.
En cuanto a la navegación basada en grafos, ella remite incuestionablemente a las prác-
ticas de movimiento a través de grafos eulerianos descriptos en nuestro capítulo sobre
nitus y otro grafos lineales (cf. págs. 226 y ss. más arriba). No es casual que la docu-
mentación originaria sobre estos grafos como recursos etno-geométricos o etno-topo-
lógicos, el libro magno de Marcia Ascher (1988), se refiera a una cultura insular (los

337
Malekula) cuya forma más saliente de transporte (y cuya escena más recurrente en la
mitología y la narrativa oral) es la navegación a través de los océanos. Ascher volvió a
tratar el tema de las cartas de varillas específicas de las islas Marshall en un trabajo ulte-
rior en el que no menciona los conceptos de grafo o de flujos en grafos, concentrándose
más bien en la geometría esquemática, abstracta y simétrica de los mapas de tipo mat-
tang y en los criterios representacionales de las cartas meddo y rebbelith. Éstas se refie-
ren a áreas concretas más pequeñas o más grandes, respectivamente; encarnan espacios
análogos a los espacios de la navegación real, aunque cuando se navega las cartas de va-
rillas (arquetipo de cognición situada) ya han sido memorizadas y asimiladas por el
cuerpo –se diría– y no es por tanto necesario cargarlas a bordo (Hines 1952; Ascher
1995; Davenport 1960; 1964; 2017 [1997]; fig. 10.2). Es importante tener en cuenta que
los mapas marqueses se consideran émicamente modelos, en el sentido exacto en que se
define este concepto en la concepción científica que se inició con John von Neumann y
que es la que consta en el epígrafe de este capítulo ( pág. 328):
The charts are classified by navigators into three types: mattang, a model illustrating gene-
ral concepts of refraction; meddo ("sea"), a model including the relative locations of several
specific islands and some wave data and sometimes other hydrographie information; rebbe-
lith, like the meddo, but including all or most of the islands of the group. Sometimes shells
are used to indicate the islands on these latter two types. While the mattang are used only to
illustrate the difficult concepts of wave and island relationships, the meddo and rebbelith
are really general sailing directions (Davenport 1960: 22).

La concepción descripta por Davenport se ha visto reflejada en la reciente filosofía de la


ciencia aplicada a la educación, en donde se ha reciclado la vieja distinción de la tem-
prana ciencia cognitiva (llegada a la antropología por la vía de Clifford Geertz) entre los
“modelos de” y los “modelos para” (Craik 1943; Geertz 1986 [1973]: 91-92; Gouvea y
Passmore 2017). Mientras el mattang es un modelo de que ilustra los difíciles conceptos
que relacionan las olas y las islas, el meddo y el rebbelith constituyen –expresa Daven-
port– orientaciones prácticas para la navegación. La misma clase de distinciones modé-
licas, como hemos visto, se hacen presentes (según Rundstrom [1990; 2006]) en los di-
ferentes modelos cartográficos de los Inuit de y para la navegación siempre desde la
perspectiva desde el mar hacia la costa. Particularmente atinada me resulta la observa-
ción de Davenport sobre la presencia de licencias estéticas de las que se decantan patro-
nes demasiado simétricos para ser verdad. Estas libertades creativas –escribe– no deben
atribuirse a la ingenuidad científica propia de la gente tribal: “El científico entrenado
que construye la bola de color y los modelos alámbricos del átomo a fin de ilustrar prin-
cipios de la física nuclear también parece sacrificar un poco de exactitud científica en
beneficio del atractivo visual” (Davenport 1964: 12). Así sin duda ha sido el caso, y así
me habría gustado haberlo expresado yo.
Dado que tampoco es casual que la consulta de cualesquiera datos en la red de redes se
lleve a cabo mediante browsers de los que se piensa que son herramientas de navega-
ción, no estaría de más detenerse unos minutos más en esta temática. Podría decirse, en
puridad, que la virtualidad en la que moran esos artefactos es líquida y navegable, a tal
338
extremo que Graph-Based Navigation es el nombre contemporáneo que desde la segun-
da década de este siglo joven reciben estas técnicas situadas en la vanguardia de la tec-
nología pero que capitaliza saberes ancestrales respecto de flujos, corrientes, circulacio-
nes y trayectorias que en algunos contextos han sido modelados utilizando avatares de
nitus, mapas de conchas y varillas, diagramas en la arena u otros artefactos culturales de
cognición situada (cf. Rodríguez y Godoy 2006; Hage, Harary y James 1986). Es sólo a
la luz de las tecnologías computacionales avanzadas que se puede comenzar a compren-
der el potencial de los mapas de varillas y otras formas análogas –lineales o reticulares–
de representación geométrica de desplazamientos por el espacio físico e incluso por el
espacio genealógico (Spennemann 2005; Romm 2015; Kaeppler 2008).
La tecnología de G-BN se combina con otra similar cuyo nombre provisorio es el de
Spatial Network Approach. Ambas variantes son reputadas en las multitudinarias con-
ferencias GIScience que se vienen reproduciendo desde 2001 y que ya van por su déci-
ma edición en una seguidilla publicada indefectiblemente por Springer en la serie Lec-
ture Notes on Computer Science, la que en estos días está completando sus primeros
cinco mil volúmenes. Es en estas series editoriales de autoría científica colectiva (y no
en las de Routledge, atascadas en una pequeña y recurrente literatura antifundacional de
los noventa consagradas al culto a personalidades intelectuales que han sido partícipes
necesarios de un vaciamiento metodológico que sus desabridas alusiones a fractales, es-
pacios hiperbólicos, gramatologías y multiplicidades no alcanzan a disimular) donde el
lector con necesidades de apertura transdisciplinaria y actualización científica debería
empezar a buscar.
A fin de complementar esta sección del capítulo con la misma secuencia de incompren-
sión doméstica inicial y epifanía transdisciplinaria subsiguiente que ha ritmado la narra-
tiva de cada uno de los hitos ya revisados se me ocurre oportuno citar las conclusiones
de mi admirado Edwin Hutchins (él mismo –igual que Gladwin– un exiliado de la dis-
ciplina tardíamente reconocido) en su apología de la navegación micronesia como uno
de los mayores logros sistemáticos de la etnogeometría. Oponiéndose a un estudio de
Kjell Åkerblom de rigor aparente pero basado por completo en información de segunda
mano escribe Hutchins:
Failure to take the utility of alien mental models seriously cheats us out of important in-
sights. Åkerblom (1968) ends his discussion of Polynesian and Micronesian navigation
with the following passage:

Polynesians and Micronesians accomplished their voyages, not thanks to, but in
spite of their navigational methods. We must admire them for their daring, their
enterprise and their first rate seamanship [p. 156].

I hope this chapter succeeds in laying such notions as Åkerblom’s to rest. In fact, it seems
more likely to me that we who have studied Pacific navigation have accomplished what
understanding we have, not thanks to, but in spite of our own cultural belief systems (1983:
224).

339
Habiéndonos acercado a la comprensión de los modelos oceánicos gracias al trabajo de
una antropología operando en las márgenes, en estado de gracia y en su mejor momento
ahora sabemos que los micronesios, en fin, no necesitaron un Euclides que formulara
los teoremas de la navegación sin instrumentos, o que escribiera el catecismo de su es-
trategia de redes espaciales en base a una ostentosa notación simbólica a imagen y se-
mejanza de la que se despliega en las paráfrasis académicas de los pocas veces bien
entendidos Elementos de Euclides. A excepción de Gladwin y otros pocos como él, la
antropología no supo hacer justicia a las culturas que le tocaron en el reparto. De alguna
manera, sin embargo, los navegantes occidentales advirtieron la eficacia práctica del
etak y llamaron con ese nombre al primer aparato moderno de geoposicionamiento sin
presuponer que no iba a funcionar porque la cultura Puluwat se inscribía en una esfera
ontológica distinta, que era lo que podría augurar que sucedería la geometría depen-
diente de una perspectiva como la que podría proponer (pongamos) un antropólogo rela-
tivista y desigualador innato como Philippe Descola (cf. Reynoso 2019b).

Figura 10.3 – Contraste entre un grafo parental etic y un grafo Núer.


Jok, Thiang y Kun (der.) son fundadores de los linajes máximos Gaajak, Gaawang y Gaawong (izq.).
El linaje de Gying no pertenece al Gaatgankiir, pero se encuentra junto a Kun por la proximidad de sus
respectivas secciones. Nyang figura con una línea corta junto a Jok porque vive en la tribu Gaawang
junto con un linaje descendiente de Jok – Basado en Evans-Pritchard (1992 [1940]: 216 y 221).

Queda claro entonces que llamar etak a ese aparato revolucionario fue exactamente lo
mismo que denominar adinkra a los alfabetos simbólicos de la supergravedad o que
buscar cuasicristales o anillos de carbono nuevos en base a las geometrías de los grupos
aperiódicos de los embaldosados islámicos. Si algo hemos aprendido en este proceso
fue que en virtud de sus etnometodologías complejas y de sus bricolajes adaptativos los
etnogeómetras del resto del mundo pudieron lograr lo que lograron independientemente

340
y/o mucho antes que nosotros, y que en la adopción intercultural de las geometrías artís-
ticas, científicas o espaciales una misma lógica y una misma estructura narrativa en el
contexto de justificación atraviesan el campo de principio a fin y asoman en cada uno de
los casos que jalonan el registro.
Si algo nos ha enseñado la experiencia de los sistemas de posicionamiento basados en la
geometrización del espacio es que la minorización de los logros de la alteridad ya no se
sostiene y que en caso que la comparación sea inevitable, urge establecerla en igualdad
de planos y expurgada de juicios de valor. Lejos del bien intencionado, respetuoso y
atendible postulado de David Turnbull (1993; 1997) de que toda ciencia es conocimien-
to local, entiendo que lo que hay más bien es una sola ciencia global híbrida, politética y
convergente susceptible de desarrollarse de muy diversas maneras, por poco que enten-
damos que el criterio maestro de calidad científica es la realización práctica sostenible, a
la cual sería sano situar de una vez por todas al lado, al margen o por encima de los re-
quisitos convencionales, pre-gödelianos, adventicios y abstractos de consistencia lógica,
completitud y valor de verdad (cf. Serres 2017 [1995]: x).
En este sentido, encuentro que la postura alentada en este libro se encuentra más próxi-
ma a las ideas trabajadas por Alcida Rita Ramos en su reciente crítica a la razón antro-
pológica a la que ella percibe (desde hace años) palpablemente aletargada. La levísima
diferencia entre su visión y la mía, estimo, finca en que Ramos postula un encuentro
dialéctico y una interpelación entre los intelectuales indígenas y los nuestros, mientras
que aquí, sin excluir esa opción, he invitado más bien a una reflexión dialógica sobre las
prácticas heterónomas congruentes con (equiparables a, o anticipatorias de) nuestro pen-
samiento complejo, exista o no una racionalización occidental o una teorización indíge-
na sobre las mismas, tal que los otros, como pares y en estricta igualdad, “ejerzan sobre
nosotros una advertencia permanente para mantener encendida nuestra conciencia crí-
tica” (cf. Ramos 2018; Wagensberg 2007).
Contrariando primordialmente los mandatos al mismo tiempo uniformizadores y rela-
tivistas del perspectivismo y del giro ontológico, Ramos (2017) afirma que "es necesa-
rio derribar al parroquialismo resultante de la inflexible insistencia de marcar la incon-
mensurabilidad y la alteridad radical como condiciones sine qua non del quehacer antro-
pológico. En la búsqueda de alternativas viables, Ramos trae a cuento una luminosa idea
de nadie menos que Paul Feyerabend [1924-1994], el filósofo de la ciencia heterodoxo
al que la tríada Popper-Kuhn-Feyerabend en la que fuimos educados en materia de epis-
temología pretendía que lo pensáramos maldito. Entre los pensamientos que (en la
huella de Ramos) encontré en la autobiografía de Feyerabend se encuentran sorpren-
dentementte éstos que ella también cita y que bien podrían haber sido inspiradores de
las premisas que orientaron una parte importante del libro que se está leyendo:
Considerando cuánto han aprendido unas culturas de otras y con qué ingenio han transfor-
mado los materiales reunidos de ese modo, he llegado a la conclusión de que cada cultura
es en potencia todas las culturas, y que las características culturales especiales son mani-
festaciones intercambiables de una sola naturaleza humana. [...] En cualquier caso, el obje-

341
tivismo y el relativismo no son sólo insostenibles como filosofías, sino que también son
malas guías para una colaboración cultural fructífera (Feyerabend 1994: 257; énfasis en el
original).

Procediendo de tal manera (concluye Ramos) tal vez podamos contribuir para que la
ciencia normal antropológica deje de ser tan normal y tan aburrida.
En cuanto a la geometrización del espacio social y genealógico en diversas culturas hay
varios indicios interesantes que sugieren la misma dialéctica creativa entre similitud y
diferencia. El antropólogo Thomas Crump (1979) –autor del exitoso The Anthropoloy of
Numbers– aplicó teoría de grafos y en particular árboles y estrellas (ubicuos en los
estudios de análisis de grupos de la época) para dramatizar la centralización del poder
basada en la ocupación de oficinas político-religiosas en dos grupos del sur de México.
De todo el estudio resulta de interés la observación de la correspondencia entre los mo-
delos folk y los del antropólogo. “En gran medida –aduce Crump– mi propia razón para
ver estas estructuras como puntos y líneas de un grafo es que ésta es sustancialmente la
forma en que los informantes las han analizado para mí, a menudo de manera sumamen-
te explícita” (1979: 27). No será la última vez que se diga que los grafos y las redes que
traza el estudioso exhiben algunos puntos de coincidencia con la perspectiva del actor.
Pero la verdad es que también hay información contraria al paradigma egocéntrico que
echa sombras de duda sobre la realidad psicológica de las abstracciones antropológicas
en general y de los fundamentos cognitivos de la llamada “teoría del linaje” en particu-
lar. ¿Se parecen en algo –cabe preguntar– los grafos que nos vienen a la cabeza cuando
pensamos en cosas y relaciones entre ellas con los que el nativo imagina al pensar más o
menos en lo mismo? ¿Coinciden o no los grafos parentales que representan relaciones
de filiación, alianza y consanguinidad con las geometrías o topologías que se imaginan
en otras sociedades?
Cuando el antropólogo social inglés Edward Evan Evans-Pritchard [1902-1973] intentó
elicitar un diagrama Núer de las relaciones de “clan” o de “linaje”, el dibujo que le en-
tregaron los informantes no se pareció en nada a la imaginería de árboles y ramas que él
esperaba encontrar (fig. 10.3). Contrariamente a eso, los Núer dibujaron algo así como
un foco del cual emanaban rayos que denotaban relaciones diferentes a las consideradas
por el estudioso. Evans-Pritchard lo racionalizó de este modo:
Esa representación y los comentarios Núer sobre ella muestran varios hechos importantes
sobre la forma como los Núer ven el sistema. Lo ven primariamente como relaciones efec-
tivas entre los grupos de parentesco dentro de comunidades locales más que como un árbol
de filiación, pues las personas que dan su nombre a los linajes no proceden todas ellas de un
único individuo (1940: 202-203 [1992: 220-221]).

Hay más isomorfismo entre el árbol etic de Evans-Pritchard y el grafo Núer de lo que el
etnógrafo sospecha, sin embargo; aunque en el segundo falte un tronco, denotativo de la
idea genealógica de pedigree, las ramas divergen desde un mismo vértice. Careciendo
de ciclos ambos grafos son, técnicamente, árboles, sólo que la representación ocurre a
una escala distinta. Además de sus usuales funciones topológicas, el árbol Núer tiene
342
una pincelada de geometría, dado que la longitud de las aristas y su orientación son
también significativas; pero ésa es su mayor diferencia sustancial. En mi tesis doctoral
sobre Redes Sociales y Complejidad (2011a), de donde he tomado estos ejemplos,
desarrollo estos hallazgos con más detenimiento. De todas maneras, antes de decidir si
las formas geométricas de representación de relaciones emic y etic difieren o si son más
o menos equivalentes, hace falta reunir una cantidad de información caso por caso que
hasta ahora nadie se decidió a recolectar.
Al lado del etak y de los grafos parentales una tercera instancia brinda testimonio de la
anticipación de una tecnología contemporánea de diseño por parte de una práctica ar-
queo- y etnogeométrica de considerable antigüedad y de presencia casi ecuménica, su-
cedida por un concepto que se origina en los más tempranos estudios antropológicos del
último cuarto del siglo XIX. Me refiero a la categoría de skeuomorfismo, una noción
que al principio de este trabajo hemos visto acuñada por el médico y folklorólogo Henry
Colley March (1889: 166-172; 1893: 307-308, 327), sustanciada universalmente por el
antropólogo inglés Alfred Cort Haddon (1895: 74-199) y vuelta a usar por el galés Ro-
derick Urwick Sayce (1933: ix, 82) y por el australiano Vere Gordon Childe (1956: 13)
sesenta años más tarde, con atribución de éste al arqueólogo [Sir] John Linton Myres
[1869-1954].
Con pocas excepciones (Basalla 1989: 107-109) la noción fue olvidada durante unas
décadas hasta que resultó cooptada por un puñado de arqueólogos que han montado sus
carreras profesionales sobre este recurso tecnológico sin necesariamente mentar los
nombres de Haddon, de March o de Myres (1914: 16; cf. Frieman 2009; 2010; 2013;
Blitz 2015; Vickers 2007). Excepción a esta regla de silencio es el trabajo un tanto
errático de Dan O’Hara (2012), el único en el que se reconoce la existencia del concepto
antropológico como predecesor del término que hoy es trending topic en la jerga infor-
mática (cf. Oswald y Kolb 2014). El libro Artful Crafts de Michael Vickers y David Gill
(1994: esp. 106-108), un texto de excepcional aparato erudito, es, por su parte, una de
las pocas teorizaciones antropológicas del concepto, aplicada en el caso de las ánforas
griegas a imitaciones en cerámica de la geometría de piezas metálicas enteras (Vickers
1985; 1989). Esta elaboración no deja de tener un lado oscuro, debido a que la técnica
geométrica se remonta a la “revolucionaria teoría de las proporciones” encarnada en la
simetría dinámica de Jay Hambidge [1867-1924], la cual fue aplicada clásicamente por
su discípulo, el arqueólogo de la antigüedad clásica Lacey Davis Caskey [1880-1944]
(Caskey 1922: 160; Hambidge 1920). Es lamentable que esa teoría haya sido más apa-
ratosa que convincente y que se haya mantenido durante tanto tiempo. 132

132
Ese sistema utiliza los llamados rectángulos dinámicos, incluyendo rectángulos raíces basados en pro-
porciones tales como √2, √3, √5, la proporción áurea (φ = 1.618...), su raíz cuadrada (√φ = 1.272...), su
cuadrado (φ 2 = 2.618....), y el número plateado [silver ratio] (δ s = 2.414) (cf. Hambidge 1920: 19-29;
Ghyka 1977 [1946]: 126-127). En esta línea de investigación, las piezas metálicas originales y sus répli-
cas skeuomorfas preservan (según los acólitos de la simetría dinámica) las mismas proporciones geomé -
tricas. Aunque las bases numerológicas de la simetría dinámica han sido y siguen siendo polémicas, un
alto número de artistas plásticos y gráficos de Canadá, Estados Unidos, América Latina y Europa (in-
343
El skeuomorfismo (que en su encarnación contemporánea en informática ha perdido el
rastro de sus fundamentos geométricos ocasionalmente fractales) ha sido definido como
la transferencia de un rasgo morfológico de un material a otro en el que no es funcional-
mente necesario, o como un diseño ornamental que resulta de la naturaleza del material
o de la forma de trabajarlo. En aquella transferencia la geometría del rasgo es lo que
permanece invariante; en la definición alternativa lo común es que el diseño sea geomé-
trico. En la última década del siglo pasado y en la primera del presente siglo la mera
aplicación de este rasgo descriptivo operó como factor explicativo suficiente para des-
cartar la hipótesis del origen transpacífico de la cerámica Valdivia de Ecuador sostenida
por la arqueóloga Betty Meggers [1921-2012], vocera de lo que hoy luce como el más
extremo determinismo ambiental. Sobre esa hipótesis escribe James J. Zeidler de la
Colorado State University:
Although Meggers has maintained a vigorous defense of the [Kyushu] Jomon-Valdivia hy-
pothesis for the origins of New World ceramics over the years (see Meggers 1987, 1992,
1997, 2005[: 25]), her arguments remain at odds with current archaeological knowledge of
Valdivia society as well as early South American ceramic complexes. Most Valdivia scho-
lars would argue for an autochthonous development of early Valdivia ceramics using sim-
ple “skeuomorph” vessel forms and decorative motifs derived from gourd vessels and wo-
ven basketry (Álvarez et al. 1995; Marcos 2003[: 21], 2005). In this scenario, the early tra-
de and dispersal of useful domesticated plants […] may have spread the idea of pottery ma-
king from antecedent ceramic complexes in the Amazon Basin […]. In short, technological
convergence or parallelism would seem to be a more parsimonious explanation for the be-
ginnings of Valdivia pottery than trans-Pacific diffusion from the Jomon culture (Zeidler
2008: 462; los agregados de paginación son míos).

Se conoce asimismo que en los años 70s el americano Donald Ward Lathrap [1927-
1990], uno de los contados arqueólogos siempre prestos a pensar en términos geomé-
tricos, se destacaba por demostrar en sus clases y conferencias que casi cualquier forma
cerámica podía derivarse del acto de cortar una calabaza con una u otra inclinación de
plano (Lathrap 1974: 123, 135). Treinta años más tarde, en la década de redescubri-
miento del concepto, los mesoamericanistas utilizaron la misma argumentación skeuo-
mórfica, aunque sin emplear todavía dicha denominación (Flannery y Marcus 1994:
figs. 7.2 a 7.4, pp. 107, 243-244 de ese texto; Weinstein 1999: 284).
Notablemente, la idea de diseño skeuomorfo en la cultura de medios reapareció más o
menos por los mismos años 90s por iniciativa de Steve Jobs [1955-2011] –sin nombre
explícito y sin prueba autógrafa– como componente esencial de las interfaces gráficas
“amigables” de Apple Inc., en las cuales un calendario informático en pantalla remitía a

cluyendo a George Bellows, Maxfield Parrish, Helen Hokinson, Al Nestler, Kathleen Munn, Robert
McCloskey, Henri Cartier-Bresson, Annie Leibovitz [de Vanity Fair], José Clemente Orozco, Pablo
Picasso y Le Corbusier en su Modulor [vía Matila Ghyka] trabajaron en base a reglas de composición de
esta naturaleza. Una parte importante de la crítica provino de la arqueología (cf. Carpenter 1921). Pero
aunque su período de es plendor pasó hace ya algunas décadas y el escrutinio crítico del que fue objeto ha
sido aplastante, la simetría dinámica sigue siendo parte esencial de las prác ticas de composición en el
dominio virtual (McWhinnie 1989; Orozco 2002 [1940]: 102-106; Le Corbusier 1962; 1963 [1951];
Glover 2019 versus Blake 1921; Bennett 1922; Salingaros y Mehaffy 2006; Wilson 2019).
344
una representación análoga a la de una agenda en papel, una calculadora poseía la apa-
riencia de una máquina con botones para cada dígito y cada operación y un software de
edición de sonido se veía como una consola de edición con sus bujes, leds e interrup-
tores. La contrapartida minimalista de esta estrategia de diseño impuso más tarde una
estética enjuta, plana, despojada, à la Bauhaus o à la Walter Gropius. Los sucesores de
Jobs en Apple que respondían al gusto del influyentísimo [Sir] Jonathan Ive (Jony Ive
para los conocedores) demoraron el lanzamiento de iOS7 a fin de eliminar todo rastro
de lo que coincidieron en llamar, despectivamente, skeuomorfismo (Hein 2013; Mou-
zon 2013; Pogue 2013). La posteridad coronó a Jobs como el impenitente fan de una
estética conservadora y al borde del kitsch, cristalizada en representaciones de artefactos
de época que los millennials nunca llegaron a utilizar; hecho esto, entronizó a Jony Ive
como paladín supremo de una nueva y triunfante ola de skeuomorfobia (Panarino 2013).
Nadie se molestó en explicar, a todo esto, en qué contexto intelectual y en qué momento
de la historia se habían originado estos términos. Como quiera que hayan sido los he-
chos la historia se reescribió sin que nadie lo advirtiera, gestándose dos series de regis-
tros en una de las bifurcaciones más taxativas que ha habido en las tecnologías de dise-
ño. Si el lector busca comprobar esta disyunción le sugiero buscar en un navegador de
Internet sucesivamente, en modo de imagen y sin comillas “skeuomorphism pottery” y
“skeuomorphism design”. En el primer intento obtendrá imágenes provenientes de la li-
teratura arqueogeométrica con alguna intromisión muy esporádica de diseños tecnoló-
gicos; en la segunda consulta se desplegará un muestrario de casos de diseño informá-
tico sin un solo ejemplar de vasijas o artefactos skeuomorfos del registro arqueológico.
Esta es una demostración visualizable del escamoteo de un concepto disciplinar del que
los antropólogos, apuesto, apenas han llevado registro y que se suma a otras expropia-
ciones de la era virtual como la de los sistemas de posicionamiento geográfico, los dise-
ños biomorfos y las redes sociales.

345
11 – Tareas pendientes en etno- y arqueogeometría: A modo de
conclusión

Confrontation:
You are mathematics educators, are you not? So let
us see if you are good at mathematics.
– Do you know how to construct a circle given its
circumference? – Do you know how to construct
angles that measure 90°, 60° or 45°, using only the
strips of paper I have distributed to you? – What is
the minimum number of strips of paper you need in
order to be able to plait a broader strip? – Can you
fold an equilateral triangle out of a square of paper?
– Do you know how to construct a regular hexagon
out of paper strips?
I gave you five minutes. Who solved all the pro-
blems? Nobody? How is that possible? Who solved
four problems? Nobody? Three of them? You
failed? Do you not have the necessary mathematical
abilities? No, that is not the reason; you need more
time, don't you? But you are mathematicians, are
you not?
You need more time to analyze these non-standard
problems. All right. But let me say to you that many
of our (illiterate) mozambican artisans know how to
solve these problems – (obviously "formulated" in
another way).
Paulus Gerdes (1986: 10)

Oigo y olvido. Veo y recuerdo. Hago y comprendo.


Atribuido a Confucio [ 孔子, 555-479 aC]

Sucede con frecuencia que el hábito académico de circunscribir la capacidad geométrica


al ámbito del conocimiento puramente teórico, discursivo, escrito, formal o axiomático
impide a los especialistas de las ciencias empíricas conocer en profundidad el objeto
material que tienen entre manos y obstaculiza el acceso a los procesos inherentes a las
prácticas y a los modelos o esquemas culturales que les dan impulso. Todo ello restrin-
ge, consecuentemente, el armado de herramientas pedagógicas aptas para enseñar a ter-
ceras partes lo que los actores de las culturas otras conocen conceptual, material, sen-
sorial, ecológica, háptica, corporal o corpotéticamente sobre las formas posibles de ha-
cer las cosas en materia de geometría. Esto sucede tanto en el plano de la construcción
geométrica como en el uso de los objetos geométricos como instrumentos de cognición
pública, distribuida y situada que permiten operar sobre factores, fenómenos, memorias,
agencias, acontecimientos y universos de sentido que no se circunscriben necesariamen-
te a la esfera de la geometría y que van más allá de la portación de significado y de la
función simbólica o social que cada uno de tales objetos se supone que pone en acto.

346
En este terreno, el epígrafe de Paulus Gerdes reproducido en el encabezamiento de este
capítulo conclusivo corona el torbellino de las disyunciones entre la teoría y la práctica,
o entre lo local y lo global, o entre lo abstracto y lo concreto, lógicas o dialógicas cuyo
desentrañamiento bien podría constituir el núcleo de una renovada antropología etno- o
arqueo-geométrica. Tal como se ha venido dando históricamente, la etno- y la arqueo-
geometría han cedido demasiado a menudo a la tentación de utilizar lo que se creía
saber sobre espacios culturales específicos (las cuevas de Altamira, Cosquer, Lascaux o
Chauvet, la Grecia clásica), o lo que se ha averiguado a través de frameworks circuns-
tanciales (el modelo linneano y arbóreo de clasificación, la geometría de Euclides, la si-
metría dinámica) o lo que sugieren análisis expeditivos de manifestaciones particulares
y fragmentarias del arte (la pintura figurativa, la perspectiva desde Alberti hasta Mon-
ge,133 el primitivismo en perspectiva occidental,134 la simetría como desdoblamiento de
la representación) como vía regia para llegar al plano de un esprit humain sin marca
cultural o con demarcaciones culturales arbitrarias (como las “culturas de máscaras” que
proponía Lévi-Strauss) o, en el otro extremo, para llegar al yo pasando por el desvío del
otro (proyecto que Clifford Geertz [1981: 101-106] endilgaba a los posmodernos). En-
trampados tanto los partidarios como los contendientes de cada paradigma que se pro-
pone en lecturas prisioneras del malentendido y en metodologías aficionadas a muy di-
versos grados y estilos de prevaricación y a retorsiones lógicas que se creían superadas
después de (pongamos) Gregory Bateson, no hay manera de que en las formas clásicas,
lineales y endogámicas de la disciplina se logren encontrar respuestas aceptables a las
mejores preguntas que se formulan o a los problemas que en rigor corresponde plantear.
La salida del atolladero de este universalismo bipolar y polimorfo no puede ser sin em-
bargo la diferenciación igualmente coercitiva a la que son afines las estrategias mon-
tadas en las excusas de la diversidad semántica, del relativismo cultural, de la multipli-
cidad de las perspectivas, de la especificidad de los contextos o de la inconmensurabili-
dad de las ontologías, marcos de referencia que una vez más no son sino manifolds cam-
biantes de una misma idea inmutable que torna ilusorio todo conato de comparación y

133
Incluso el desarrollo de un tópico tan ligado a la historia del arte como la perspectiva lineal debería ser
revisado a través de lo hoy se sabe sobre los estudios técnicos de la óptica y la percepción en Oriente y en
el Islām (cf. Andersen 2006; Raynaud 2009; Frantz y Crannell 2011). Al día de hoy sólo Hans Belting
(2012 [2008]), se ha atrevido a vincular la perspectiva en la pintura occidental con la obra de los cien tí-
ficos islámicos y más precisamente con Alhazén, de quien ya tratamos en la pág. 171 (cf. Onians 2008:
38-42).
134
Hace poco más de cinco años el relato oficial sobre el primitivismo –oscilando entre París y Nueva
York– se vió otra vez bruscamente alterado por la publicación del libro de Jeremy Howard, Irēna Bužins-
ka y Zoë S. Strother Vladimir Markov and Russian Primitivism: A Charter for the Avant -garde (2015).
Vladimir Markov (nombre literario de Voldemārs Matvejs) fue un artista y teórico del arte letón de vida
muy breve que tipificó tempranamente el primitivismo y sus raíces africanas, publicando una obra todavía
legible comparable a la del judío alemán Carl Einstein [1885-1940] (cf. Markov 1968; 2009 [1919]; 2014
[1914]; ver más adelante pág. 351). Además de un artista por derecho propio e inspirador de sucesivas
vanguardias, Markov fue pionero absoluto en el estudio de las cualidades materiales de la obra artística
con énfasis de la faktura, las relaciones constructivas y la estética transracional. El concepto de faktura,
junto con la construcción y la tectónica (de afinidades semperianas) es también uno de los principios
estipulados por Aleksei Gan [1897-1962] en su Konstruktivizm (1922) (cf. Walworth 2017: 35).
347
todo intento de capitalizar las prácticas y los métodos en otros escenarios que no sean
aquellos para los que fueron diseñados. La via diferenciadora ya se intentó bajo diez o
veinte retóricas distintas de maneras que sólo resultaban aceptables para acólitos que
compartían los mismos supuestos y el mismo objetivo de demostrar una y otra vez que
la cultura que a un@ le tocó en el reparto académico supera en singularidad y rareza a
cualquier otra susceptible de estudiarse y que las regularidades que podamos encontrar a
través de las culturas nada importan (cf. Reynoso 1991b; 2014; 2019b; 2019d ). Si el pro-
blema a afrontar es geométrico (y de ello aquí se trata) la única alternativa sensata es
alinear como mejor se pueda nuestros modelos geométricos con cada práctica geométri-
ca que se afronte, teniendo siempre en cuenta que en cada caso la algorítmica que ges-
tiona el actor puede que sea otra y la que nosotros manejamos también. Los modelos, a
fin de cuentas, son ellos mismos variables sustituibles; de ningún modo deben actuar
como normativas a acatar necesariamente o como herramientas merced a las cuales de-
venimos capaces de desvelar “cómo es que los ‘nativos’ realmente piensan” (como le
gustaba decir a Marshall Sahlins [1995: 60]), un objetivo para el que después de un
siglo y medio de antropología no parece posible diseñar un modelo constructivo satis-
factorio o un protocolo de prueba eficiente. Al contrario de todo eso, el objetivo que
aquí nos anima ha sido el de describir como mejor se pueda lo que los otros hacen (y, si
es posible, documentar cómo es que lo hacen), y no el de ganar acceso a lo que ellos o
terceros en discordia nos dicen que ellos piensan a efectos de desenvolver sus prácticas,
lo cual en sus formas más puras es, convenientemente, más o menos lo mismo que lo
que nuestras epistemologías convencionales llamaban una explicación.
De más está decir que las prácticas de diseño han planteado una ingente cantidad de
problemas epistemológicos frente a los cuales la antropología del arte, la etno- y la ar-
queogeometría aportaron pocas respuestas capaces de soportar la prueba del tiempo y de
permanecer como piezas útiles en el instrumental científico. Más de unas cuantas ideas
fallidas, como dije, puntuaron el camino. Cuando en El pensamiento salvaje Claude
Lévi-Strauss (1964 [1962]) postuló la idea de la lógica de lo concreto no consideró esa
lógica como el aparato perceptual, corporal y heurístico inherente a una manifestación
práctica (esto es, como el modelo para una forma de hacer), sino como una manera de
pensar propia de una razón o sinrazón alternativa que implicaba la sustitución de la abo-
rrecible concepción de Lucien Lévy-Bruhl [1857-1939] por una mirada construida sobre
fundamentos más sanos, sí, pero sumamente difusa, basada en artefactos enunciativos
displicentemente definidos y (una vez más) durísima de probar en el sentido lógico, ar-
gumentativo y geométrico de la palabra.135 Lejos de constituir una aproximación rigu-
rosa a las capacidades del otro,

135
Sobre la belleza, la dimensión estética, el sentido de descubrimiento, las epifanías, las retóricas, las
tácticas, las estrategias, las políticas y los efectos de eureka de la prueba matemática y geométrica a través
de las llamadas altas culturas de Oriente y Occidente invito a leer los trabajos de Fetison (1978), Dragalin
(1988), de Villiers (1997), Benson (1999), Polster (2004), Hersh (2006), Raju (2007), Gold & Simons
(2008), Havil (2010), Chemla (2012) y Alexander (2019b). Aunque muchas de sus manifestaciones hayan
sido y sigan siendo difíciles de entender para los profanos de otras disciplinas (y aunque en la práctica de
348
[l]a propia caracterización de la actividad intelectual indígena como “ciencia de lo con-
creto” ya es suficiente para rebajar el pensamiento indígena a un nivel sub-científico. En
última instancia, Lévi-Strauss se distanció poco de Lévy-Bruhl, a quien él condenó tan
duramente por las mismas razones. Tanto en Lévy-Bruhl como en Lévi-Strauss el conoci-
miento nativo que este último rotuló como “ciencia de lo concreto” remite al lector distraí-
do a un mundo fantástico de correlaciones “místicas”, privilegiando lo exótico sobre lo em-
pírico. En suma, la “ciencia de lo concreto” tiene muy poco de concreto y aún menos de
ciencia (Ramos 2010).

Tan imprecisa, tramposa y tornadiza es la especificación de las características del pensa-


miento salvaje por parte de Lévi-Strauss que Susanne Küchler y Timothy Carroll (2021:
3, 15, 122), en lo que podría ser la tergiversación más flagrante e involuntariamente có-
mica de la antropología reciente (después de las “multiplicidades” riemannianas de Vi-
veiros de Castro),136 la interpretaron ya no como una descripción de la lógica alternativa
que rige ese pensamiento sino como un dispositivo metodológico a ser instrumentado
por nosotros en el cual la fórmula canónica del mito (definida por Lévi-Strauss en otros
textos y para otros propósitos) vendría a ser, asombrosamente, un utensilio de modelado
“geométrico” en un discurso nudoteorético (por así decirlo) en el que las geometrías
quedan sin especificar (contrástese Kühler y Carroll loc. cit. con Lévi-Strauss 1964
[1962]; 1983 [1971]: 486; 1986 [1985]: cap. 4, 9, 11 y 12; 1987: 114; 1992 [1991]: 145-
151, 153, 183, 190, 206; Sperber 1987: 65; Reynoso 2019b: 295-298). Obsérvese, en
todo caso, que en la definición lévi-straussiana del pensamiento primitivo, de la lógica
de lo concreto o de la ciencia salvaje no se habla ni del desdoblamiento de la represen-
tación ni de la fórmula canónica del mito como método para abordar una geometría. Son
los prosélitos de Lévi-Strauss de tiempo parcial y a muchos grados de separación del
maestro quienes acabaron mezclándolo todo.
Excepto gente como yo en sus raptos de nostalgia por el cientificismo naïf y softcore de
los años ‘60, nadie llora hoy al estructuralismo en antropología del arte o a sus teorías
epigonales en arqueología. Éstas por cierto todavía se mantienen vivas y motivadas aun-
que se expresan en formatos cada vez más híbridos y se encuentran fragmentadas, ale-
jadas de las contiendas que verdaderamente importan, adoptando expresiones cada vez
más proclives a retroceder frente a la menor contrariedad, a resignarse con el consuelo
del eclecticismo o el vacío teorético y a negociar con formulaciones teóricas e ideoló-
gicas que hasta hace poco se tenían por inadmisibles (v. gr. Moro Abadía y Palacio-
Pérez 2015; Tilley 1990; 2015 [1991]).

la investigación en la etno- y la arqueogeométrica tradicional no exista nada que se le asemeje), la prueba


geométrica y matemática es, a mi entender, uno de los aspectos más ricos y creativos de las ciencias for-
males precisamente por su carácter escéptico y autocrítico y por su consagración al desmontaje. Fren te a
estos desarrollos sorprende que sean las ciencias sociales en general y la antropología en particular las
que se precian de disolventes, autocríticas y reflexivas.
136
He dedicado varias páginas al desmontaje de la fórmula canónica en Reynoso (2013; 2019b: 294-299;
en el segundo de estos textos se encontrará también una crítica análoga del malentendido deleu ziano/vi-
veiriano en torno de la multiplicidad (2019b: 252-285).
349
No se trata sólo del estructuralismo. Veinte años después que yo me viera empujado a
hacerlo en otros campos de la antropología sociocultural, hay arqueólogos que comien-
zan a admitir que sus teorías de la representación figurativa se han vuelto estériles, que
los espacios extradisciplinarios desde los que se importan teorías y algoritmos se han
tornado opacos, insípidos o inentendibles o que la discusión interteórica verdadera y ho-
nesta ha devenido una especie en riesgo de extinción (Reynoso 1992; 2022; Bintliff y
Pearce 2011). No hay que hacerse ilusiones entonces: el precipitoso agotamiento del
núcleo duro de aquel (penúltimo) gran proyecto científico (el estructuralismo) se ha de-
bido más a sus propias cortedades, a las veleidades protagónicas de sus gestores, a su
floja comprensión de las herramientas duras y al surgimiento de metodologías operati-
vas no lineales y recursivas duras de entender que a la obra de un pos-estructuralismo de
la rive-gauche o del quartier intelectual capaz de plantear una alternativa empoderadora
que valiese la pena.
No se trata sólo de las fallas del estructuralismo, insisto, o de las limitaciones de la ar-
queología procesual. A la luz de las arqueo- y las etnogeometrías entrevistas en este li-
bro también costará mantener el crédito abierto a las narrativas antropológicas sobre los
drásticos giros implicados (y las abismales diferencias establecidas) por la invención de
la escritura, acontecimiento que se infló como si se tratase de la invención del pensa-
miento, del lenguaje o del ejercicio definitorio de la humanidad misma. Pienso en par-
ticular en posturas como las de [Sir] John Rankine Goody (a. k. a. Jack Goody [1919-
2015]) en La domesticación del pensamiento salvaje (2008 [1977]), las que si bien bus-
can evitar los contrasentidos del pensamiento prelógico y de la desvalorización intelec-
tual de las culturas ágrafas sólo logran ampliar o incluso exagerar los méritos cognitivos
basados en las “técnicas gráficas” de la escritura barriendo bajo la alfombra o minimi-
zando las capacidades geométricas, topológicas, algorítmicas, algebraicas y matemáti-
cas de las tradiciones orales –mayormente mudas– de los pueblos otros (v. gr. Goody
1987; 2000; Goody y Watt 1963). Operando de manera más argumentativa que ana-
lítica, y tras las huellas del filósofo jesuita Walter Ong [1912-2003], de Charles Fre-
derick ("Carl") Voegelin [1906-1986] y de Florence Marie Voegelin [1927-1989], Goo-
dy tampoco llegó a investigar en profundidad las geometrías inherentes a los diversos
sistemas presentes en el registro histórico o etnográfico, o las prácticas geométricas que
se pierden, olvidan o colapsan cuando sobreviene una escritura generalmente exógena e
impuesta desde arriba que toma su lugar (Ong 2012; Voegelin y Voegelin 1961; 1963;
Bensa 2016 versus Changizi y Shimojo 2005; Changizi y otros 2006).
Así estamos, pues. Por las limitaciones y blanduras que señalé una y otra vez en el curso
de este libro y por las pretensiones de universalidad salidas de quicio del estructuralis-
mo y de los positivismos y etnocentrismos circundantes es que, sintomáticamente, per-
cibimos ahora que los autores que participaron de ese abanico de metodologías (inclu-
yendo próceres como André Leroi-Gourhan, Annette Laming-Emperaire, Margaret
Conkey, Max Raphaël, Merlin Donald y tantos otros) aportaron un caudal de ideas que
fueron enriquecedoras en su tiempo pero que a la hora del ejercicio de la implemen-

350
tación metodológica no lograron siquiera resolver los planteos que los propios autores
formulaban, dejando a nuestras disciplinas y especializaciones el lastre de una infinidad
de cabos sueltos, de una actitud indiciaria que pasa por ser abductiva y de una hipoteca
conceptual que todavía nos cuesta saldar. Todavía no hay, a todo esto, un marco teórico
integral que sustituya al que alguna vez pareció que existía, un marco que realmente
ponga al descubierto los sistemas y sus propiedades sistemáticas más allá del registro y
catalogación de sus elementos; un esquema pragmático y no tanto sintático o semántico,
en fin, que se imponga situar en el plano instrumental que les corresponde las sucesivas
geometrías que se vayan (re)descubriendo como forma de pasar de las metáforas a los
modelos, como cuando se pasó del discurso sobre el eterno y grácil bucle de Douglas
Hofstadter a la algorítmica de la geometría fractal de Benoît Mandelbrot y a la dinámica
no lineal concomitante (Conkey 1989; 2001; Watson y Fotiadis 1990; Moro Abadía y
Palacio-Pérez 2015; Hofstadter 1992 [1979]; Mandelbrot 1975; 1982 [1977]).
En el presente libro, por contraste, intenté redefinir esa lógica disyuntiva como una
pragmática del saber hacer, como una práctica sustentada en un logos necesariamente
tácito o silente, corporal, corpotético y performático (algorítmico, en una palabra) que
admite ser explorado desde diversas perspectivas (cognitivas, materialistas y estéticas
inclusive) y que debería tolerar también que deje unos cuantos aspectos en las sombras
o que su plena elucidación quede a veces en suspenso, dependiendo de las condiciones
de cada caso, cediendo segmentos del problema a otras alternativas metodológicas que
pueden resolverlos mejor y atendiendo al principio del no free lunch theorem (Wolpert
y Macready 1997) que nos ha ayudado a prescindir de los dogmas del día en todas las
disciplinas en las que algunos de nosotros hemos necesitado trabajar.
A fin de cuentas (y tal como le sucedió a Alan Turing con el Entscheidungsproblem)
demostrar que un problema inverso es indecidible, intratable o imposible de resolver en
tiempo polinómico es una bella y necesaria experiencia de demostración, mil veces pre-
ferible a una resolución ilusoria como las que estuvimos practicando todo el tiempo en
ciencias que de cara a la galería se pretenden débiles, pero que en el fondo actúan como
si las amparara una dureza y una positividad mayores a la que en efecto poseen. Pido
disculpas de antemano por un razonamiento doblemente incrustado y recursivo que pa-
rece salido del manual de estilo de Pierre Bourdieu, pero lo cierto es que no me parece
razonable que las ciencias formales se reconozcan plagadas de dilemas de intratabilidad,
inconsistencia e incompletitud y necesitadas de una multitud de métodos de prueba
mientras las sucesivas corrientes teóricas de nuestras ciencias del espíritu (operando en
la burbuja de una epistemología infalible a fuerza de haberse aclimatado a la futilidad de
un método no metódico que se cree privilegio de unas humanidades separadas de la
ciencia en general) se comportan como si fueran aproblemáticas o susceptibles de resol-
verse sin esfuerzo y de manera instantánea, cualquiera sea la dificultad del problema
que le corresponda afrontar y la adecuación de las teorías de las que dispone.
Quisiera creer que en el siglo XXI se ha tornado un poco más difícil sostener semejante
género de ideas. Ahora que la información está realmente en la punta de los dedos los
351
disimulos, las gratuidades, las piruetas retóricas y los abracadabras sofísticos no siempre
pasan inadvertidos o quedan impunes. Como alguna vez ironizó un Lévi-Strauss cir-
cunstancialmente luminoso a propósito de un psicoanálisis que unos cuantos pretendían
que fuera la clave para despejar todas las incógnitas, “una dialéctica que gana a todo
trance siempre encuentra el modo de llegar a la significancia” (1995 [1955]: 130). Él
mismo incurre sin embargo en una trampa análoga a la que está cuestionando cuando
resuelve una inconveniencia circunstancial razonando de este modo: “No es que en la
región de las Cascadas y en la costa atlántica los mitos se parezcan; en lo más mínimo –
o, mejor dicho, se asemejan por diferir en varias maneras, y son tales maneras de diferir
las que se parecen” (Lévi-Strauss 1983 [1971]: 188). Cualquiera sea la asertividad con
que se las exprese, ya nadie puede confiar ni en una dialéctica que se cree tan infalible
ni en una crítica que se enreda tan patéticamente en una astucia tan vana.
Más importante que todo esto es que, al cabo de una inspección como la que aquí se ha
desarrollado, la lógica profundamente algorítmica del saber hacer se revela semejante a
la lógica del homomorfismo que obligó a que los modelos proposicionales más tortuo-
sos y las nociones más abstractas de las teorías más hiperdifíciles elaboradas por la es-
pecie humana en Occidente tuvieran que reformularse no ya en base a una escritura sim-
bólica axiomática (que en trámites como éstos siempre revela sus cortapisas, sus sesgos
y su impenetrable dificultad) sino en términos del entramado visual, corporal y material
que estudiosos de las más variadas confesiones entrevieron (en un arrebato de ejemplar
abducción batesoniana) en los modos de simbolización alternativos y en las pautas que
conectan nuestros adinkra con los àdìǹkrá de las culturas Ashanti de Ghana y de los
tokapus y khipus de Perú; en la topología de los dispositivos reticulares de pesca de Mo-
zambique y de los métodos constructivos nodales de los laberintos más antiguos; en los
grafos heurísticos eulerianos de los Chowke, los Sona, los Bora y los isleños de Male-
kula; en la geometría también euleriana de las pelotas malayas documentada en el
Sejaraj Melayu desde el siglo XV cuyas estructuras penta- y hexagonales aparecerían en
el fullereno y en otras moléculas cinco siglos más tarde; en las propiedades físicas de
los triángulos de Sierpiński del sur del Sahara y del Egipto de Hassan Fathy; en las
series de Fibonacci de las más diversas geometrías del ritmo y de las más enrevesadas
simetrías teselares; en las cestas globulares casi geodésicas de la América precolom-
bina; en la tensegridad de las tiendas de casi todos los pueblos nómades del viejo mundo
que revivieron en la arquitectura vernácula de Minā; en los nudos topológicos de los
celtas; en las máscaras cuasi-simétricas de los fueguinos y en la terminación perfecta de
bandas isométricas que rodean piezas cerámicas como plasmaciones avant la lettre de
conceptos y métodos de la geometría asintótica y cuasi-conformal que recién hoy permi-
tirían una descripción y un modelado aceptables; en los paralelismos de contundencia
casi causal entre el cubisme péruvien precolombino y la abstracción geométrica del arte
de vanguardia europeo y latinoamericano; en las curvas fractales de Gosper, de Peano,
de Moore, de Jordan, de Lebesgue, de Morton, de Sierpiński-Knopp, de Schoenberg o
de Hilbert que reptan en las cerámicas y en los tejidos shamánicos del Ucayali; en las
curvaturas y catenarias de los igluit de Thule y del Mackenzie; en la imaginería postu-
352
lada como herramienta metodológica por la antropóloga Rhoda Métraux décadas antes
que científicos como Dennis Kneale, David Gooding o Alan Rocke comenzaran a aso-
marse a la imaginería científica y geométrica como dispositivo de una image-ination lla-
mada a mediar entre la percepción y el pensamiento analítico; en los tejidos, tatuajes,
esculturas, edificios y peinados de África cuya configuración fractal se encuentra hoy en
más lugares de los que podemos nombrar debido a razones muy otras que su mera preg-
nancia o su belleza; en la fractalidad tridimensional y auto-organizante de la arquitectu-
ra del período gótico, del Islām y de los templos jainas e hindúes de Monte Abu, Mo-
dhera y Khajuraho; en la experiencia manual y muscular que impulsa y modula el di-
seño geométrico de proyectiles y artefactos aerodinámicos que en nuestra cultura sólo
seríamos capaces de construir a costos muy elevados echando mano de ecuaciones dife-
renciales no lineales y modelos informáticos de simulación; en las tecnologías de siste-
mas globales de posicionamiento (GPS), spatial network approach (SNA) y graph-ba-
sed navigation (G-BN) anticipadas por las geometrías de los sistemas de navegación de
las culturas de Micronesia y parte de la Polinesia; en los diseños en roseta simétrica de
los maṇḍala cuya imaginería cíclica y cuya ideología heterodoxa todavía acompañan y
sustentan la realización de rituales (y hay quien dice que también la realización misma)
en la mística y en la vida cotidiana de una parte importante del mundo; en la cadena de
innovaciones que ha ido sin eslabones perdidos desde los tejidos neolíticos hasta las tar-
jetas perforadas de Jacquard y hasta la raíz y el corazón de la representación de datos en
computación científica; en los patrones complejos de los embaldosados, las disecciones
y los empaquetados que darían fundamento y marcarían el camino de técnicas espacia-
les de usos múltiples como las teselaciones de Voronoï o Dirichlet, los triángulos de De-
launay y los polígonos de Thiessen;137 en las prácticas geométricas de la arquitectura
vernácula del Islām para el enfriamiento eólico, la obtención y almacenamiento de hielo
y el acopio masivo de estiércol fertilizante que preceden en el orden de un milenio a las
tecnologías contemporáneas activadas por el cambio climático y el calentamiento glo-
bal; en el cumplimiento estricto de los constreñimientos impuestos por el teorema de los
cuatro colores en el dibujo de los tokapus, los maṇḍalas y los àdìǹkrá científicos y
etnográficos; en las simetrías y composicionalidades minimalistas de trazos en los hue-
vos de avestruz de Diepkloof que anticipan la lógicas constitutivas y las propiedades
mnemónicas de los sistemas de escrituras entrevistos por Mark Changizi; en los mapas

137
En mi libro sobre los dilemas de la similitud, la diferencia y la comparación he desarrollado variados
puntos referidos a la geometrización del espacio. Allí expreso que en este renglón han resultado ejem-
plares los estudios de Geoffrey Edwards (antes en la Université Laval, Sainte Foi, Canadá, y más tarde en
el CIRRIS) comenzando por “The Voronoï Models and cultural space: Applications to the social s ciences
and humanities”, presentado en la edición de 1993 de las conferencias COSIT (hoy por su 15ª serie), don-
de se encuentran carradas de documentos de tesitura parecida que los antropólogos se han obstinado en
desconocer pero que es timo provechoso examinar. No menos importantes son otros trabajos de Edwards
como “A Voronoï based pivot representation of spatial concepts and its application to route des criptions
expressed in natural language” y “Towards the simulation of spatial mental images using the Vo ronoï
model” (cf. Edwards 1993; Edwards y otr@s 1996; Reynoso 2019d: cap. §7). Llamo la atención sobre el
hecho de que (aparte de la disyunción mayor entre arqueología y antropología) la antropología visual y la
antropología del arte han seguido caminos separados en este terreno.
353
selectivos, deformados y “topológicos” de los Inuit que presagian los Tube Maps de las
ciudades posmodernas en tiempos del turismo global; en los seis cakra, maṇḍala o
kendra articulados con las siete regiones por las que asciende (desde el pubis hasta la
coronilla) el poder de la Kuṇḍalinī tántrica según el Ṣaṭcakra Nirūpaṇa, análogos a la
secuencia vertical de escudos o corazas del modelo orgásmico de Wilhelm Reich redes-
cubiertas o reimaginadas cinco siglos más tarde; en los modelos de y los modelos para
de la ciencia y la hermenéutica encarnados (según los informantes de Davenport) en las
diversas clases de mapas de varillas de las islas Marshall; en las 17 isometrías del plano
embaldosadas en la Alhambra 800 años antes de los rayos X, de la teoría cristalográfica
de grupos y de la nanotecnología; en los cuasicristales aperiódicos de los muqarnas de
Irán, Uzbekistán y Turquía; en los juegos de tablero milenarios de África y de India, en
los circuitos en grafos de arena de Malekula y en los nudos que vienen desde el paleo-
lítico que realizan lo que después intentarán teorizar after the fact los matemáticos del
analysis situs, la topología de baja dimensionalidad y la teoría de nudos; en la arquitec-
tura pos-fulleriana y cripto-fractal de Fabien Vienne; en los biomorfos culturales des-
criptos con ese nombre en los textos tempranos de iconografía arqueológica y etnográ-
fica y en las figuras biomorfas del arte textil mexicano que prefiguran las criaturas de
Haeckel, los biomorfos lineales de Richard Dawkins y Desmond Morris y los strand-
beesten de Theo Jansen; en los desarrollos indios sobre grillas y módulos en la escritura
devanāgarī y en otras especies gramatológicas que devinieron milenios más tarde en las
instrucciones geométricas para dibujar glifos de Albrecht Dürer, en los metafonts de
Donald Knuth y Douglas Hofstadter y en los grid systems de Josef Müller-Brockmann;
en las reglas recursivas de Pāṇini que impactan en el modelado de arquitecturas verná-
culas del programa CityEngine y de otros instrumentos de diseño virtual en estado de
arte; en la idea de skeuomorfismo que pasó solapadamente de la arqueo- y la etnogeo-
metría más temprana al diseño de interfaces visuales de la marca más reputada de la in-
dustria de computación y la telefonía celular del nuevo siglo; o en la mayor complejidad
atribuida ahora a los exogramas geométricos por encima de las representaciones figura-
tivas y en las prácticas recursivas del kolaṁ de la India drávida y aborigen que materia-
lizan formas de pensar, codificar y ejecutar que se saben comparables (como lo aseveran
pensadores de punta en las ciencias duras) a las que son inherentes a las técnicas de grá-
ficos de tortuga y a las arquitecturas de representación de un fragmento crítico de la
física teórica, la lingüística computacional y la programación extrema, para no hablar de
su uso en la imaginación y creación de escenarios urbanos complejos para los centros de
interpretación de monumentos arqueológicos, para la comprensión de prestaciones difí-
ciles de entender de la arquitectura vernácula y para la locación cinematográfica digital
(cf. Knuth 1979; 1999; Vatsyayan 1983; Müller-Brockmann 1981; Trivedi 1990; Okabe
y otros 2000 [1992]; Faux y Gates 2005; Buyalo y Schroeder 2007; Gates 2008; 2009;
2010; 2012; Doran y otros 2008; 2018; Bokil y Ranade 2011; Bahl 2013; 2017).
No cabe asegurar que el catálogo politético precedente comprenda la mayor parte o la
porción más importante de la ciencia y de la tecnología que nos involucran; es induda-
ble, sin embargo, que los elementos originados en la etnogeometría cubren e impregnan
354
una buena proporción de ellas, incluyendo uno de los fragmentos mayores y más esen-
ciales que la antropología haya tenido entre manos junto con el que representan las re-
des sociales, concepto de amplísimo desarrollo matemático y tecnológico en las acade-
mias y laboratorios de Occidente pero que también se origina en la vertiente sociocul-
tural de las ciencias (cf. Reynoso 2011a). Hoy existen algunas explicaciones geométri-
cas nuevas y desafiantes que dan cuenta de la razón de ser de algunos de esos morfis-
mos (Bolender 2007; 2008; 2010; Washburn 2018); lo esencial no radica en que esas
explicaciones lleguen a cuajar o que en tal circunstancia redefinan nada menos que lo
que las explicaciones sean o deban ser de aquí en más; lo esencial es que los morfismos
se hayan comprobado suficientemente y que se sigan comprobando día a día en el domi-
nio de las prácticas que nos ocupan.

Figura 11.1 – Diseños geométricos de fachada de casa ceremonial korombo - Cultura Abelam, aldea
Apangai, Sepik Oriental, Nueva Guinea.
Fotografía de Diane Losche – Reproducido en Jakub Stejskal (2016-2017)
Comparar con figura 1.3 más arriba.

A nuestros efectos, bastaría enumerar sólo ésas entre otras tantas manifestaciones cuyas
correlaciones y consecuencias en las ciencias duras propios y extraños juzgaron alguna
vez fantasiosas, imposibles o indigestadas de indigenismo militante o de voluntarismo
esotérico, y a las que solamente cabía oponer una misma clase de resistencia preventiva
salpicada de un rico repertorio de fraudes y escamoteos (no siempre emergentes de en-

355
foques etic o positivistas)138 , afectada por una misma proclividad al exceso (no siempre
equilibrado con sustancia empírica) e impregnada de un estilo uniforme de suspicacia,
apatía y sarcasmo (no siempre en manos de la anticiencia o de la derecha política).
Recordemos, por si hace falta, a John Bohannon y a su lata de gusanos, o a Linus Pau-
ling y a sus cuasi-científicos, a Branko Grünbaum y el nuevo traje del Emperador, a
Christopher Hallpike y su pobre valoración de las cartografías ágrafas pre-conceptuales,
a C. Loring Brace y la “ciencia pop” de los exogramas geométricos de Merlin Donald, a
los editores de Science descalificando las teselaciones aperiódicas en la cultura, a los
que se han empeñado en afirmar en tiempos antiguos y (pos)modernos la arianidad casi
vikinga de los pueblos de Oceanía y a Richard Handy y las catenarias parabólicas Inuit
a las que este último reconocía como una idea genial pero las juzgaba encontradas por
pura casualidad. Ante tantas abundancias conceptuales como las que hemos revisado no
podemos seguir sosteniendo, entonces (como nos impulsan a hacer no pocos hermeneu-
tas, posmodernos, perspectivistas, decolonialistas, deconstruccionistas y deleuzianos),
que para asomarnos a la compresión de los otros –a los cuales se ha querido imaginar
simples, prelógicos, deficitarios, infantiles y emocionales– se requiere que renunciemos
a la analiticidad y a la precisión conceptual que sólo son trabajosamente posibles ante
objetos sistemáticos y que aprendamos, encima, a pensar más pequeño, más lento, más
vago y más débil.139
No podemos seguir aceptando tampoco que en uno de los manifiestos más vigorosos de
lo que fue el movimiento interpretativo del siglo pasado se nos haya objetado a quienes
integramos la comunidad antropológica que no sólo no hemos podido imaginar ninguna
solución a ningún problema sustantivo de la cultura sino que todavía no sabemos –y que
quizá no lleguemos a saber nunca– cómo es que los símbolos simbolizan, sea porque no
hemos sabido determinar cuál es el orden que los rige o porque uno de los personajes
que detentaron el mayor poder académico haya decretado irresponsablemente, intoxica-
do de poder y de recursos financieros y sin sopesar la fuerza inercial de su influencia,
que toda generalización es banal, que no hay ningún orden allí afuera que valga la pena
interrogar y que lo que estuvo haciendo todo el tiempo gente más valiosa que él o que

138
Canciones tejidas del Ucayali, geometrías sagradas de India, China, Tibet y el pueblo Navajo, artes
figurativas y capacidades simbólicas nacidas en la prehistoria europea y llevadas de allí al mundo, grafos
megalíticos, fractales holográficos, àdìǹkrá atlantes, simetrías dinámicas, icosaedros neolíticos, etc.
139
He escrito en mi (Re)lectura crítica de la antropología perspectivista : “Lo más lamentable [...] es que
mientras Viveiros [de Castro] y Marcio Goldman (2008 -2009: 24) (tras los pasos de Marilyn Strathern)
nos invitan a "dejar de pensar" y a adoptar […] un régimen de "infinita lentitud del proceso analítico"
para comprender mejor el pensar de los Otros, Marisol de la Cadena (2010: 334, 336) ha pro movido
también, siguiendo a [Isabelle] Stengers (2005: 994) que se disminuya la velocidad del razonamiento para
poder dar cuenta, noblemente, de las sombras de aquello que no tiene una voz po lítica, que no la puede
tener o no quiere tenerla. Stengers no es antropóloga, visiblemente; pero de la Cadena sí. Mi pregunt a es
si resulta inevitable que cuando se habla de la hermenéutica de la alteridad se lo haga siempre en términos
de disminución, de aminoramiento, acaso de retardo, de sombras en vez de luz, y de un no-poder del que
a nadie le motiva mucho averiguar quiénes lo imponen y a quiénes conviene mantenerlo como tal” (Rey-
noso 2019b: 5-6).
356
nosotros nunca podrá calificar como ciencia en el pleno sentido de la palabra (cf. Geertz
1973: 208).
Como escribió otra vez un Geertz crepuscular en Available Light (2000: 135): “If you
want a good rule-of-thumb generalization from anthropology, I would suggest the fo-
llowing: Any sentence that begins «All societies have…» is either baseless or banal”.
Frente a manifestaciones de este talante y ante un objeto de tan amplias, múltiples y vi-
sibles regularidades como el que aquí se examinó, yo me inclinaría a pensar que si lo
que el investigador encuentra son universales banales o infundados lo primero a poner
en tela de juicio es la aptitud del marco conceptual del cual parte, la adecuación del ins-
trumento metodológico que despliega y la orientación de la ideología a la que presta
servicio. Si tuviera que escoger una frase que compendie el punto de vista aquí adop-
tado, escogería una tanto o más general que la del segundo epígrafe que encabeza este
capítulo y que durante más de un milenio hemos atribuido a Confucio pero que parece
ser de Xun Kuang [荀況, 310 aC-235 aC] o de algún otro filósofo más de dos milenios
anterior al pensamiento materialista y ecológico de James Gibson, Tim Ingold o Wilbur
Hutchins. Se trate de arte, de filosofía, de tecnología o de ciencia, creo que es hora de
conferir prioridad a la práctica por encima de la teoría y al conocimiento colectivo, dis-
tribuido y situado por encima de los escondites íntimos y de las estratagemas gastadas
de la sabiduría individual y la subjetividad.
Si alguna postura debería caer por tierra a raíz de lo que hemos entrevisto en este libro
esa es aquella que sostiene que no han habido “estructuras”, “patrones” o “sistemas” a
lo largo y a lo ancho de las culturas, una idea que hemos visto pronunciada por Geertz
en el año 2000 y –más sorprendentemente– rubricada por su colega Roy D’Andrade en
su crónica del desarrollo de la antropología cognitiva, un texto en el que hormiguean
menciones a trabajos de Thomas Gladwin, Scott Attran, Maurice Bloch, Edwin Hut-
chins y a otros excelsos exploradores de sistemas culturales imaginativos y complejos
que han desmentido cada una de las ideas a las que D’Andrade pudo haber suscripto en
esa tesitura. Escribía D’Andrade:
One of the things that both structuralism and symbolic/interpretive anthropology had as a
basic assumption was the idea that culture is a structure, or system – some kind of unified
thing. Geertz’s defense of this during the Culture Theory conference in 1980 was quite
passionate, although the printed text does not convey this very well. [...]. The various defi-
nitions of culture across the last hundred years have often stressed that culture is "a com-
plex whole", "integrated", "structured", "patterned", etc. This is an article of faith, since no
one ever offered an empirical demonstration of any culture’s structure. What could be de-
monstrated was that any one piece of culture was very likely to be connected in some way
to some other piece. But a world in which everything is somehow related to something else
does not make a structure, or even a system, and certainly not "one ungainly whole" (D'An-
drade 1995: 249; el subrayado es mío).

Tampoco podemos continuar insistiendo en que el problema finca en que los geómetras
de Oceanía, del Islām o de Amazonia (por carecer de escritura, básicamente) no poseían
acceso a su propia racionalidad, a las reglas que rigen sus lógicas concretas o a sus pro-
pios metalenguajes de cobertura, pues tantos casos como los que hemos documentado
357
garantizan que a los efectos de la práctica tal acceso no estuvo en realidad haciendo mu-
cha falta.140 Hemos sido nosotros más bien quienes necesitábamos algo que sustituyera
a esa fundamentación para persuadir a terceros que comenzábamos a entender resortes
capitales de las prácticas del otro al extremo de poder replicarlas. Tal como hemos com-
probado en cada uno de los capítulos precedentes y tal como llegó a intuirlo otra vez
Lévi-Strauss (aunque de maneras imprecisas), el abordaje de una porción importante de
las etnogeometrías se ilumina considerablemente cuando se realiza en base a lo que
sabemos de la aritmética modular, del álgebra abstracta, de la fractalidad, del análisis
espectral, de los grupos de isometría, de la gramática generativa-transformacional, de
las geometrías asintóticas, de la topología, de la teoría de nudos y –ahora también– de la
teoría de cuerdas (cf. Lévi-Strauss 1994 [1993]: 60-62; Getz 1999; Kappraff en Fenyve-
si y Lähdesmäki 2017: x). Son nuestros modelos cuando por fin se consuman, se modu-
lan y se calibran, pasando de la conjetura a la prueba (y aun cuando nunca se llegue a
ella), los que demuestran persuasivamente la sistematicidad de las prácticas culturales
que (en otros formatos y en otras lecturas) un segmento importante de nuestras ciencias
duras y blandas terminan adoptando eventualmente como una metodología sustentable
entre otras posibles.
En la actualidad estamos en condiciones de sintetizar en contados minutos algo que se
parece en múltiples respectos al objeto geométrico que necesitemos analizar, describir o
replicar, independientemente de que en su cultura de origen se lo haya construido de ésa
o de otras formas o se lo haya conceptualizado de maneras que nuestras metodologías
hasta hace poco no habían osado poner en acción, no pueden activar todavía o –in extre-
mis– no podrán desenvolver jamás. La clave (si es que de ello se trata) no radica tanto
en el análisis que descompone el fenómeno, en el discurso que nos habla de él, en los
conceptos que permiten pensarlo, en la agencia homuncular que se nos ocurra infundir a
las personas o a las cosas o en el inconsciente libidinal, irracional y prelógico que com-
partimos con el Otro, sino en los procesos de síntesis capaces de generar, de materializar
o de re-producir objetos, conductas e ideas presentes en muy distintos ámbitos empíri-
cos pero que poseen contexturas geométricas afines y escalas de complejidad semejan-
tes. La clave depende, en otras palabras, de los modelos que re-producen (de múltiples
maneras inevitablemente algorítmicas) las geometrías de las diversas prácticas cultura-
les observables.
Éstas deberían tener precedencia frente a las teorías, pues antes de que hubiera sistemas
conceptuales (euclideanos o no) había un conjunto de hechos y objetos geométricos ma-
teriales de los que esos sistemas y otros constructos científicos alternativos habrían po-
dido o debido dar cuenta. Hay, por supuesto, prácticas de las que resultan productos que
no se presentan como objetos geométricos o que ni siquiera son de carácter visual, o que

140
En el revelador artículo de R. Thomas Rosin (1984) se muestran las sofisticadas técnicas de los
“iletrados” puestas de manifiesto en cálculos que se pensaba que eran sólo rea lizables para personas que
habían recibido educación escolar específica o que contaban con dispositivos mecánicos auxiliares. Hacen
falta muchas más investigaciones sobre este género de premisas.
358
no se avienen a representaciones espaciales, diagramáticas, reticulares, iconográficas o
topológicas como las que aquí consideramos. No imagino fácilmente cuáles podrían ser
esos espacios y procesos tan elusivos e irrepresentables; pero, en el peor de los casos,
habrá que tomarse el trabajo de imaginar respecto de ellos cuáles podrían ser los mode-
los generativos y las metaheurísticas adecuadas que se les podrían aplicar. Antes de
hablar de la crisis de la representación o de pretender que ya hemos superado la etapa
representacional deberíamos admitir que hay inmensidad de aspectos representacionales
que todavía no comprendemos bien. Hay muchas otras ciencias por ahí, no hay mucho
tiempo que perder y, como decían Wolpert y Macready (1997), no hay almuerzo gratis:
aferrarnos durante décadas a nuestra vieja y buena teoría favorita no es la estrategia más
sensata a la que podríamos aferrarnos.
Para comprender las prácticas inherentes a las geometrías de los otros pueblos (tanto
ágrafos como alfabetizados) así como de los artistas marginales de nuestra propia so-
ciedad, quizá convenga abandonar la idea de que las prácticas rigurosas requieren una
formulación discursiva previa que esos Otros no han podido o no han querido lexicali-
zar e instituir como las normativas a las que obedecen, las teorías a las que prestan
adhesión, las nomenclaturas a las que se resignan o las doctrinas a las que rinden culto.
Hemos comprobado aquí que sea cual fuere el mecanismo que gobierna las prácticas (el
cerebro, éste o aquél lóbulo, área o hemisferio de la masa encefálica, el sistema límbico,
el hipocampo, la amígdala, la memoria cultural, el aprendizaje, el cuerpo, la cognición
situada o distribuida, la inteligencia emocional, la agencia, los engramas o exogramas
neuronales, las neuronas-espejo, la intuición femenina, la interacción social, los sche-
mata) poner en marcha esos dispositivos y mantenerlos bajo control en el ejercicio de
una práctica dada no requiere invariablemente de un discurso preceptivo, de un modelo
formal, de una escritura simbólica, de una guía para el usuario o de un lenguaje procedi-
mental explícito. Es bastante grave no saber (como ya habíamos dicho) de qué manera
es que los símbolos simbolizan o los significados llegan a significar en nuestros propios
espacios semiológicos; pero mucho más grave es que se escoja como estrategia de in-
vestigación resignarse a ignorar cómo es que las prácticas logran realizar lo que realizan
o partir de la premisa de que en una ciencia que se quiere blanda (asociada a un pensa-
miento que se pretende débil) nunca podremos observar, describir, pensar, decir o actuar
sistemáticamente.
Si al filo de la finalización de uno de los trabajos más laboriosos que he emprendido se
me permitiera expresar una petición, pediría que entre los que estamos eternamente en
contienda recíproca (que somos casi todos) podamos encontrar alguna vez algún punto
decisivo de consenso entre las muchas desavenencias formal o ideológicamente indeci-
dibles que siguen agitando el aire de las ciencias. Las refriegas más sustanciales y ur-
gentes que se han desarrollado en el seno de la etnogeometría no han presenciado mu-
chos casos en los que tal género de acuerdos tuvieran lugar. En espacios disciplinarios
no muy lejanos no han faltado autores (v. gr. Bourdieu 1988: 180-186; Harloe 2013: 23;
Becher y Trowler 2001: 126-127) que argumentaran que el estado de crisis y la polémi-

359
ca virulenta son indicadores de la salud y la relevancia intelectual de una disciplina,
pero a mí se me ocurre que estas circunstancias consumen energías no renovables e im-
piden fijarse objetivos más urgentes que infligirle a algún rival odioso una buena paliza.
Intuyo que la solución a este dilema no radica en intentar un enésimo corte del nudo
gordiano, ni en aplicar una táctica escéptica de tierra arrasada, ni en evitar tratar asuntos
impúdicos, ni en adoptar terceras posiciones a negociar entre posturas distanciadas por
fuertes asimetrías de poder, sino en prestar una atención renovada y reflexiva hacia el
valor, la arquitectura conceptual y la sistematicidad de las prácticas, tal que las mani-
festaciones teóricas a propósito de éstas que fiscalicemos más duramente sean prime-
ramente aquéllas que nos seducen más, que nos resultan más cómodas, que manejamos
desde hace más tiempo o que primero nos vienen a la mente. No es éste, empero, el tem-
peramento que prevalece en el mercado teórico.
La literatura etno- y arqueogeométrica no ha sido, en efecto, de las más armónicas. La
conflictividad sigue siendo el ethos dominante, por ejemplo, en la disputa de Ron
Eglash contra el cientificismo y la extradisciplinariedad de la cristalografía, o en la que-
rella entre los que piensan que no hay fractales fuera de África y los que sostienen lo
contrario, o en la pelea nunca resuelta entre el bando de Emil Makovicky y el de Lu y
Steinhardt (que acaba siendo también el bando de Sir Roger Penrose) a propósito de si
existe o no verdadera aperiodicidad en el embaldosado islámico, o en la discusión sobre
si la décimo-séptima isometría de la Alhambra está ahí o todavía falta, o en la imputa-
ción que realizan Diego Villar y Federico Bossert acusando a Max Schmidt de desme-
recer la visión de los nativos para concentrarse en una geometría solamente formal, o en
la prédica de Howard Morphy, Morgan Perkins, Jane Schneider y Herschel Chipp
contra el geometrismo descontextualizado de Franz Boas, o entre los que alegan (como
Imre Tóth) que la geometría más antigua de Grecia era no-euclideana y los que aseguran
(como Sabbetai Unguru) que no hay rastro de no-euclideanismo en esas fuentes prísti-
nas, en la legendaria desconfianza alentada por Andrew Sharp sobre la eficacia de las
técnicas micronesias y polinesias de navegación, o en la disputa entre los que alegan
(como C. R. Hallpike, Edward R. Tregear, Abraham Fornander, Augustus H. Keane y el
supremacista blanco portorriqueño con infatuaciones de canadiense Ricardo Duchesne)
que las altas geometrías que posibilitaron la navegación oceánica son prerrogativa de los
dolicocéfalos rubios y quienes sabemos que la historia es muy otra,141 o en la guerra
cultural que según James D. Hunter y Eric Adler se desató entre los promotores de la

141
Sobre las hipótesis que aseveran que los polinesios, los micronesios y los maoríes son pueblos pertene-
cientes a la raza “aria” y que la ciencia ha sido y sigue siendo, consecuentemente, una empresa puramente
“europea” véanse Fornander (1880), Tregear (1885), Keane (1896) y Duchesne (2017) posicionados a fa-
vor versus Hutchins (1983), Herman (2014) y yo mismo en minoría pero rabiosamente en contra. En la
tabla periódica de aquel género alguna vez tan popular y revivido ahora por los más vehementes de los
supremacistas blancos sólo estaría faltando una tesis que se atreviera a identificar a los melanesios como
pueblos “arios”. Creo no obstante que si no se ha pro puesto una idea encuadrada en semejante oxímoron
no ha sido por su ostensible contrasentido, sino porque no se ha sabido encontrar en los saberes prácticos
melanesios nada que a juicio de los estudiosos implicados en esa clase de ideas ha ya valido la pena al
extremo de obligarlos a pensar en su posible arianidad.
360
africanía de las matemáticas y quienes insistían en postular sus orígenes griegos, o entre
la visión del kolaṁ como expresión política y corpotética de Anna Laine y Anil Menon
en disputa con el formalismo gramatical de Gift y Rani Siromoney, o en el ritual de evi-
tación que Genevieve von Petzinger ejecuta contra la analogía gramatológica de Chris-
topher Tilley o contra la geometría sígnica de Garrick Mallery, Richard Daly, Robert
Bednarik o Herbert Kuhn, o entre los aficionados a las disecciones y los geómetras del
folding y los origamis que mantienen ciencias separadas y rinden culto a pioneros dis-
tintos para asuntos que son prácticamente la misma cosa; o entre los que creen que las
canciones tejidas de los Shipibo son el sonido que emana de sus geometrías tortuosa-
mente simétricas cuando se alcanza un estado alterado de conciencia (ayahuasca me-
diante) y los que piensan que todo es un engaño para bobos, un buen negocio para un
conciliábulo de oportunistas instalados en la consola de mandos de la industria cultural
o un metarrelato psicodélico demasiado fluorescente para ser auténtico. Aunque no es
muy probable ni será nada fácil que éstos y otros conflictos se resuelvan o atenúen sí es
posible que las discordancias se redefinan por poco que se profundice –tecnología me-
diante– en la inmensidad de los datos recabados, en la puesta a prueba radical de las hi-
pótesis en discordia y en un ejercicio que no sea tanto de deconstrucción del pensa-
miento del colega de la oficina de al lado como de genuina autocrítica de los propios
preconceptos.

Figura 11.2 – Pintura corporal en ceremonia de iniciación Selk’nam.


Foto de Martin Gusinde, ca. 1923, s/referencia.
Compárese con figuras 2.1 y 11.3.

En lo que a América Latina respecta, y aparte de la eterna brega entre los humanistas
simbólicos y los científicos evolucionarios y del trabajo inmenso que resta hacer en ma-
teria de sistematización y armado de los datos de referencia, la etno- y la arqueogeome-

361
tría mantienen una cifra desmesurada de deudas pendientes. Entre las más importantes
de ellas se cuentan:
(1) la plena adopción de protocolos nomenclatorios y descriptores geométricos ade-
cuados para la clasificación de las simetrías precolombinas, históricas y contemporáneas
de todo el continente como primer paso para articular una geometría descriptivamente
rigurosa y auténticamente comparativa, utilizando como aparato nomenclador primario
la clasificación de Christopher Tyler (2002), seguido de la nomenclatura de Washburn y
Crowe (1988) y complementado con las sugerencias más puntuales de Emil Makovicki
(1986);
(2) la incorporación de herramientas de modelado que resultan indispensables habida
cuenta del estancamiento de las viejas retóricas de siempre en el ámbito de los pompo-
samente llamados métodos cualitativos y que permiten transicionar de las explicaciones
etiológicas a las tecnologías dinámicas e interactivas de simulación de las prácticas. De-
bería haber, por ejemplo, programas que desarrollen para la comprensión estructural de
la cerámica Shipibo o de las escherizaciones de los quillangos patagónicos (fig. 11.3) la
clase de permutaciones que es posible modelar en Taprats para los embaldosados islá-
micos o en Kali para las isometrías del plano;

Figura 11.3 – Izq.: Colocación de cueros de chulengos para armar un Kai – Según Echeverría Baleta
(1991, Lám. 2) – Basado en Lothrop (1929: fig.6, pág. 15). – Repr. Siegeltuch (2018: 5)
Der.: Escher, “Symmetry Work 67”. Galería de M. C. Escher.
Ambas imágenes de escherización ilustran casos de simetría planar de tipo p2 [Coxeter-Moses p211].
Vainshtein (1994 [1981]: 158) asigna la figura al grupo de anti-simetría pg’.
La elaboración geométrica de los chulengos es comarable a la de los chilkats de los
Tlingit, Haida y Tsimshian del noroeste de Estados Unidos (ver pág. 218 más arriba)

(3) la complementación de los metarrelatos relativistas y perspectivistas engranados en


el giro-ontológico que acentúan la diferenciación cultural a caballo de las últimas modas
neo-shamánicas (v. gr. González 2016) por descripciones de orden geométrico que no
silencien las similitudes que se encuentren y que no repriman la posibilidad de univer-
sales o cuasi-universales del conocimiento y de la geometría misma;

362
(4) el tratamiento cabalmente geométrico de las técnicas de cestería en general y las de
la cestería amazónica y fueguina en particular (o de las geometrías textiles en general y
de las andino-amazónicas en especial) como otros tantos espacios y contextos en los que
América Latina llegue a estar en condiciones (como el Islām lo ha estado y África lo si-
gue estando) de plantar sus artes geométricas en los primeros planos del mapa del
mundo;
(5) el estudio, demorado desde los primeros contactos científicos en el siglo XIX, de
los ostensibles patrones geométricos presentes en la pintura corporal del extremo sur del
continente americano, en los que se manifiesta la actuación de un código conmutativo
minimalista: pocos “motivos”, pocas variables de orientación, pocas opciones de escala,
pocos colores, pero un potencial combinatorio prácticamente infinito (cf. figs. 2.1, 10.1
y 11.2).
(6) la búsqueda y negociación de estrategias de salida de la situación de “artes para
turistas” y de invenciones culturales sub-valoradas, abaratadas e indulgentes en que se
encuentran de manera creciente muchas de las prácticas geométricas en el mercado
artístico y artesanal de la globalización;
(7) el vínculo entre la etno-geometría con las teorías de estado de arte que se encuentran
abocadas al estudio de la geometría del pensamiento, a la cognición situada y a la bús-
queda de las primitivas geométricas de la percepción, la lógica, la escritura, el ritmo, el
lenguaje y el dominio (neuro)cognitivo que cuadre, ligando lo particular y lo general de
maneras más estimulantes y abiertas a la comparación que las que hemos estado ensa-
yando hasta ahora, nosotros mismos incluidos (cf. Evans y Chilton 2010; Mix, Smith y
Gasser 2010; de Hevia, Girelli y Cassia 2012; Tenbrink y otros 2013; Chilton 2014;
Hohol 2020).

Figura 11.3b – Escherizaciones de Angeles y Diablos de Escher.


Versiones plana, hiperbólica y esférica.
(a) Regular division drawing n° 45 - Angeles y diablos en el plano, 1940. Acuarela.
(b) Circle Limit IV (Heaven and Hell) – Angeles y demonios en el pano hiberbólico. Woodcut.
(c) Esfera basada en Angeles y diablos, julio de 1960. Visiblemente inspirado en Escher.

363
También hay una amplia colección de estudios de casos con otras aspiraciones en mente
que han resultado reveladores y que ofrecen un sinnúmero de probables hipótesis de
trabajo. Al lado del caso fueguino o latinoamericano el caso de Nueva Guinea debería
ser mejor conocido, aunque no sea más que por la injusticia de su postergación. Actual-
mente se cree que Melanesia se pobló hace por lo menos 35.000 ó 40.000 años mientras
que los micronesios y polinesios cruzaron raudamente Melanesia procedentes del sud-
este asiático, de la costa de China y de Taiwán (con consecuencias mayormente biológi-
cas) hace sólo unos 5.000 años, asentándose más tarde en sus territorios actuales (Hau-
ser-Schäublin 1996; Kayser y otros 2000; Friedlaender 2007; Wu 2016).

Por tales motivos, ediciones futuras de este libro incluirán referencias a las notables an-
tropogeometrías simétricas y fractales de Trobriand y Nueva Guinea que aquí sólo he
podido muestrear sumariamente y de las que sólo diré que de haber sido conocidas en
Europa hacia 1905 podrían haber cumplido el mismo papel frente al arte que el que ju-
garon las máscaras Fang descubiertas por Henri Matisse, André Derain y Maurice de
Vlaminck y que meses después (reza la leyenda) inspiraron el período primitivista de
Picasso que derivó en la invención del cubismo y que definió de una vez y para siempre
nada menos que la esencia del arte moderno (Errington 1994; Cohen 2017; véase Forge
1979: 2006).
El mencionado cubismo arrancó –recordémoslo– como cubisme péruvien. En este punto
diré que no estoy de acuerdo con Fernando Giobellina Brumana (2008: 348) cuando
afirma saber que “hay muchos intelectuales africanos o antillanos que imaginan que sin
el arte africano jamás hubiese habido cubismo. Eso es completamente falso. El cubismo
se derivó esencialmente de Cézanne”, dice. Aunque admiro el trabajo crítico de Fernan-
do no me siento animado a seguirlo hasta ahí. Por un lado, en esos procesos artísticos
hay otras influencias intervinientes, amén de inspiraciones múltiples, equifinalidades y
multifinalidades diversas; por el otro, ni aun los argumentos contrafácticos admiten que
se les opongan razonamientos unilineales y deterministas de tan drástica simplicidad.
Por otra parte, leyendo textos como African influences in modern art (editado por De-
nise Murrell 2008), “African sculpture and cubism” o African art: The first form of cu-
bism (Sanmiguel 2020) resulta obvio que a pesar de las insistentes negativas Cézanne
mismo ha sido receptor de todo tipo de influencias, africanas antre ellas, y que en la ne-
gación de esos testimonios es donde debe caer el peso de la prueba (cf. Segy 1962;
Golding 1988 [1959]: 44-52, 61, 107, 129, 146, 148; Apollinaire, Elmert y Podoksik
2010: 47; Gerson, Blair y Umland 2010). Aunque sus ardientes negativas es lo que se ha
popularizado más de la cuenta, la documentación que testimonia la aceptación por parte
de Picasso de la influencia africana es también pública y notoria. El etnógrafo Michel

364
Leiris [1901-1990] recordaba que Picasso le había dicho “que él no habría podido hacer
su Guitarra si no hubiese tenido esa máscara [Grebo]”.142

11.3 – Pintura corporal Selk’nam para la ceremonia de iniciación Hain.


Armado con fotografías de Martin Gusinde, 1923. Basado en Marisol Palma Behnke ( 2010).
Comparar con figs. 2.1 y 11.2. Contrariando a Lévi -Strauss, resulta ser que hay
variedad de máscaras simétricas y cuasi-simétricas en una sociedad no jerárquica.

Comenzado a edificar tras medio siglo de inexplicable silencio desde sus primeras ma-
nifestaciones artísticas, el relato que sostuvo y todavía sostiene al primitivismo occiden-
tal se construyó escalonada y recurrentemente desde hace 70 años con las contribucio-
nes canónicas de Tristan Tzara (1951), Douglas Fraser (1957), Jean Laude (1968), Ser-
ge Guilbaut (1983), William Rubin (1984), Jacques Kerchache (1994), Sieglinde Lemke
(1998), Larry Shiner (2001: 269-274), Jean-Louis Paudrat (2004), Susan Vogel (2007),
Suzanne Preston Blier (2014) y Christian Weikop (2014), entre otr@s que están claman-
do por su relectura. Nótese que en esta narrativa la geometría no constituye una preo-
cupación primordial; tampoco es central la disyunción entre figuración y abstracción
geométrica. Aun entre los más entusiastas en favor del primitivismo, el género etnográ-
fico no ha calado como prestador de información contextual, ni siquiera en sus formas
radicales de los años 60s o en su variedad “experimental” posmoderna.
El nombre del (re)creador del concepto de primitivismo y primer director del largamen-
te difunto Museum of Primitive Art de Nueva York, Robert Goldwater [1907-1973], fue

142
“Picasso m'a dit qu'il avait un masque comme celui-la [Wobe/Grebo type] [...] Il est maintenant perdu
[sic]. Il m'a dit qu'il n'aurait jamais pu faire sa guitare en tôle s'il n'avait pas eu ce masque-là” (entrevista
con el autor, París, 15/5/1981)] (según Edward Fry 1988: 306 n24; Gerson y otros 2014: 15.26 n3).
365
asimismo olvidado o agraviado por los responsables de las principales crónicas primiti-
vistas de la historia del arte y de la antropología que fueron las que ganaron las primeras
planas en el círculo doméstico de la disciplina. 143 En un artículo sobre el primitivismo
que en nuestro espacio disciplinar pasa por ser definitivo, el antropólogo posmoderno
Fred Myers (2006: 280) equivocó la referencia al nombre de la primera edición del libro
de Goldwater y le atribuyó actitudes despectivas sobre el infantilismo como rasgo pro-
pio del arte primitivo que Goldwater se encontraba lejos de sostener en los términos que
se le adjudicaron (cf. Goldwater 1938). Myers también quiso hacer suya la idea gasta-
dísima de que las artes primitivas pasaron de los museos etnográficos a los museos de
arte, una fórmula probablemente cierta pero que hoy se repite paper de por medio como
si fuera la primera vez que se pronuncia y como si la antropología (posmoderna) hubiera
tenido que ver en ello; un cliché, además, del que media ecumene se arroga la pater-
nidad (Op. Cit.: 268). Otro antropólogo también posmoderno, James Clifford (1995
[1986]), cuya obra más tachonada por artículos sobre antropología del arte tuve oportu-
nidad de traducir hace ya un cuarto de siglo, apenas si menciona por referencia inter-
pósita el nombre de Goldwater, a quien se da el lujo de excluir de una bibliografía que
no habla sino de las ideas acerca del primitivismo que Goldwater había formulado déca-
das antes que cualquier otro especialista de los Estados Unidos (cf. Severi 2000).
Ninguna interpretación sobre la puerilidad, la infantilización, lo primitivo, lo ingenuo o
lo monstruoso en el arte puede prescindir de una lectura de Voiceless vanguard. The in-
fantilist aesthetic of the Russian Avant-Garde, de Sara Pankenier Weld (2014), profe-
sora de Literatura Comparativa de la Universidad de California en Santa Barbara. Ese
raro volumen trata sobre la influencia de los dibujos de niños en el arte neoprimitivista
del ruso Mikhail Lariónov [1881-1964], el rol del lenguaje infantil en la poética cubo-
futurista del inventor del zaum Aleksei Kruchenyj [1886-1968], el influjo de la perspec-
tiva naïf en la teoría formalista de Viktor Shklovsky [1893-1984] y el lugar de la lógica
y los saberes infantiles en los escritos deliberadamente extravagantes de Daniíl Iváno-
vich Jarms [=Дании́л Ива́нович Хармс, escrito también Kharms, Charms o Harms,
1905-1942], en el alogismo ruso y en la literatura del género OBERIU [ОБэРИу, Asocia-
ción por el Arte Real], junto en este caso con Alexander Ivanovich Vvedensky [1904-
1941] y Konstantin Konstantinovich Vaginov. En este género se destaca la obra escén-
ica Elizaveta Bam (1926) de Jarms, ostensible y lejana precursora del teatro del absurdo
euroamericano de los años 60 y 70 (Rowell y Zander Rudenstine 1981; Nakhimovsky
1992; Tumanov y Tumanov 1993; Roberts 1997; Wanner 2001; Kharms 2013; véanse

143
Goldwater es considerado el creador del concepto de primitivismo en los Estados Unidos con Primi-
tivism and Modern Painting (1938), pero el texto de plúmbea sintaxis que Arthur Oncken Lovejoy [1873-
1962] escribió con George Boas [1891-1980], filósofo de la Johns Hopkins (Primitivism and Related
Ideas in Antiquity [1935], al cual Goldwater no menciona) es tres años anterior al suyo. La práctica que se
dio en llamar primitivismo ruso, de todas maneras, se anticipa al menos en veinte años a la invención de
la idea de primitivismo en Europa o Estados Unidos. Ignorado por completo en Occidente, Neo-Primi-
tivizm [Неопримитивизм] de Aleksander Shevchenko (1913), precede a los textos mencionados por un
amplio margen (Shevchenko 1913; Markov 1968; Torres Cordeiro 2017). Analizaré estos movimientos en
los párrafos que siguen.
366
videos selectos en YouTube). El estudio interdisciplinario y transcultural de Pankenier
Weld no sólo ilumina un período rico y poco conocido en la cultura rusa, sino que tam-
bién ofrece implicaciones para el modernismo y la antropología del arte en un contexto
occidental más amplio toda vez que surja la tentación del imputar calificativos afines,
parecidos a los que alguna vez prevalecieron en la crítica burguesa para juzgar (negati-
vamente) las artes que se reputaban primitivas o primitivistas.144

Figura 11.4 – Izq.: Motivos incisos en huevos de avestruz, Diepkloof, Sudáfrica, 109 ka a 8 ka.
Patrones de líneas curvas (6), líneas paralelas (10), motivo de bandas cruzada s
ortogonales (1-3, 5-9, 11-15, 17-19, 21-23, 25-26) y oblicuas (4, 20, 24).
(Basado en Texier y otr@s (2013: 3411, fig. 7).
Der.: Motivos incisos en huevos de choique y ñandú de Patagonia, Argentina –
Fechados ca. 4 ka a 1 ka. - Según Fiore y Borella (2010: 280, Tabla 1).
Comparar con signos pre-escriturales de las figs. 2.4 y 2.5.

En Europa y en la lengua inglesa nadie ha presentado el arte primitivo como “arte sin
reglas, de libertad plástica infinita” o como manifestación que se presenta idénticamente
entre los niños, los artistas amateurs, los deficientes mentales, los campesinos, los po-
bres y los primitivos como lo ha hecho el inglés Roger Eliot Fry [1866-1934], de quien
el crítico más centrado y equilibrado ha sido acaso Larry Shiner, autor del posmoder-
nísimo, característico y constructivista The Invention of Art (Fry 1920; Shiner 2001).
Fry había sido pintor, crítico de arte y promotor de la teoría Haeckeliana de la recapitu-
lación de la filogenia por la ontogenia (Shiff 1998; Wittmann 2013). Fue, incidental-
mente, introductor del primitivismo a Gran Bretaña con una histórica exposición de
obras pos-impresionistas en 1910 que fue, a decir de Marianna Torgovnick (1990: 104),
“el debut inglés del primitivo en la alta cultura”. A mediados del siglo XIX la analogía
entre la infancia y la prehistoria humana temprana había recibido impulso de parte de la

144
Respecto del primitivismo en el ámbito Iberoamericano, véase Muñoz Torreblanca (2009).
367
llamada ley de Meckel-Serres, (formulada por el anatomista alemán Johann Friedrich
Meckel “el joven” [1781-1833] y el embriólogo francés Antoine Étienne Renaud Serres
[1786-1868]. También se benefició del momentum que alcanzó la teoría de la recapitu-
lación formulada por el biólogo alemán Friz Müller [1821-1919] y popularizada por la
ley biogenética de Ernst Haeckel, la cual suministró la ilusión de un marco teórico rigu-
roso a la ideología con talante de episteme foucaultiana que propiciaba ese género de
isomorfismos geométricos y topológicos.
En un intento por articular un ambicioso proyecto sobre “los paralelismos etnográficos
en el arte del niño” y recapitulando para ello el desarrollo prehistórico e histórico del
arte, Siegfried Levinstein (1905) sostenía que los dibujos infantiles partían de una pri-
mera etapa "simbólica" sin color, usaban luego el color como ornamento en una se-
gunda "etapa ornamental" e introducían la perspectiva lineal en la tercera "etapa típica
convencional". Según Stephen Jay Gould (1977: 115), fuera de la teoría de la selección
natural de Charles Darwin ninguna idea de la biología evolucionaria ejercería más in-
fluencia en el pensamiento del siglo XIX que la gráfica con la que Haeckel ilustró la
idea de la recapitulación, la cual se mantuvo vigente y dominante desde más o menos
1860 hasta la década de 1930, cuando cayó en crisis por motivos que se siguen discu-
tiendo (N. Rasmussen 1991: 51). No obstante ello, el mismo Gould tomó parte en en-
frentamientos que se conocen como “las guerras darwinianas”, cuyos ecos todavía re-
suenan y cuyas impugnaciones explosivas entre vertientes confrontadas del evolucio-
nismo se constituyeron en las fuentes de los argumentos favoritos de conservadores,
reaccionarios y hermeneutas aunados contra el pensamiento evolucionista en general
(cf. Brown 1999; Sterelny 2007). No sólo la vertiente del evolucionismo más dada a la
morfología y la representación gráfica resultó perjudicada. Aunque el tema tiene un
amplio y sostenido interés para la disciplina y dista de ser cosa del pasado remoto, la
antropología del arte (o la antropología en general, moderna o posmoderna) no ha tenido
participación central en estas contiendas, lo que explica la escasez de buenos modelos
evolucionarios en ese ámbito.
No todas las fuentes de inspiración de las literaturas infantilistas se atienen al registro de
la palabra escrita. Hace tiempo se ha establecido, por ejemplo, que el apartamiento de la
figuración por parte del suprematismo de Kazimir Malévich [1879-1935] se funda en la
geometría espiritualista de la pintura rusa de íconos y que las mini-historias y los poe-
mas mínimos de Jarms encuentran su anclaje en un minimalismo que comenzó siendo
un movimiento pictórico también geométrico (Wanner 2001: 451). Obras de otros pe-
ríodos y formas de la vanguardia rusa y su área de influencia (el futurismo, el primiti-
vismo del lituano Voldemārs Matvejs [alias Vladimir Markov, 1877-1914]), el cosmis-
mo científico, el constructivismo y el linearismo de Alexander Rodchenko [1891-
1956]145 , el neo-primitivismo y el rayonismo de Aleksandr Sevchenko, Natalia Goncha-
145
Mientras que para Manuel Corrada, como habíamos visto (pág. 306), la geometría “consiste en el
desarrollo paralelo del arte y la ciencia”, para Rodchenko, grandiosamente, “el arte [geométrico] es una
rama de las matemáticas, lo mismo que todas las ciencias” (Khan-Magomedov 1986: Report N° 1, 18 de
marzo de 1921 y lista de eslóganes en el “Programa del Grupo de Trabajo de Constructivistas en Inkhuk”,
368
rova y Mijail Larionov) exhiben asimismo –en épocas sorprendentemente tempranas–
vislumbres de geometrías otras, algunas de ellas reminscentes de diversas artes étnicas
aunque el costado etnográfico no haya sido dominante ni sistemáticamente elaborado
(Markov 1968: 110, 184, 244, 382; Bann 1974; Bowlt 1974; Lodder 1983; Khan-Mago-
medov 1986; Guggenheim Museum 1992; Ioffe y White 2012; Young 2012: 121; Ho-
ward, Bužinska y Strother 2015; 20, 69, 81, 103, 107, 118; Groys 2018). No me consta
que James Clifford, Fred Myers, Carlo Severi o alguna otra figura del posmodernismo
antropológico (que se precia de cosmopolita y connoisseur) haya dicho palabra sobre
esta vertiente particular del primitivismo artístico inspirada en los vientos de cambio
que venía ya africanizada mayormente de Francia, pero en la que convergen artes cam-
pesinas y tradiciones descentradas que el posmodernismo norteamericano de la guerra
fría conoció muy mal: la geometría de la pintura de iconos ortodoxos, los motivos del
voluptuoso arte escita, el arte infantil ruso, los estilos precedentes y las variedades ulte-
riores del lubok.
Fuera del infantilismo como táctica expresiva en la vanguardia rusa de principios del si-
glo XX, el arte infantil no ha tenido mayor cabida en la antropología del arte. La biblio-
grafía sobre el tema se cuenta con los dedos de una mano; en psicología evolutiva las
cosas anduvieron un poco mejor pero sin alcanzar un nivel de excelencia. A casi veinte
años de distancia la una de la otra Merle Flannery (1984) de la Universidad de Florida
en Gainesville y Claire Golomb (2002) del Departamento de Psicología de la Univer-
sidad de Masachussets en Boston se propusieron estudiar comparativamente el arte in-
fantil en contexto. El estudio de Flannery reposaba demasiado lánguidamente en enveje-
cidas presunciones de Jean Piaget como para resultar de utilidad el día de hoy; tomando
elementos de juicio de Husserl, Collingwood y Merleau-Ponty, Flannery se contentaba
con decir que el niño, el primitivo y el artista moderno (como se lo llamaba entonces)
compartían en su arte una misma teoría metafísica en la que el tiempo y el espacio son
elásticos. En otros ensayos, Flannery (1986) funda sus teorías en el principio de neo-
tenia, desarrollado como concepto científico por el antropólogo israelí-británico-nortea-
mericano y evolucionista heterodoxo Montague Francis Ashley-Montagu [=Israel Eh-
renberg, 1905-1999]. Las artes –pensaba– pueden promover la evolución psicológica de
los seres humanos llevándolos al estado estético, que se asemeja mucho al estado psico-
lógico del bebé humano en que es no especializado, no direccional, inquisitivo, imagi-
nativo, abierto y creativo. El fenómeno de heterocronía conocido como neotenia o pedo-
morfosis –la conservación de rasgos infantiles o juveniles en el organismo adulto– fue
una idea que tuvo pocos seguidores, algunos de ellos comprometidos de un modo o de
otro con diversas variantes del nazismo (Gould 1977: 132-135, 358-359; Shea 1989; so-
bre hetecronía y heterotopía véase Reynoso 2019a: cap. § 5.3).

pp. 289, 291). El pintor y arquitecto El Lissitzky [1890-1941], a su vez, asegura que “el constructivismo
ha probado que los límites entre las matemáticas y el arte, entre una obra de arte y una invención técnica
no han de ser límites fijos” (Lodder 1983: 81).
369
El ensayo de Golomb es algo más sustancial que el de Flannery y se nutre de una biblio-
grafía comparativa bastante más atinente. Más importante todavía es un artículo suyo
referido a los elementos locales y universales del dibujo infantil (Golomb 1984). El tra-
bajo de Brian Allison (1980) sobre las relaciones entre las artes de los niños y los am-
bientes culturales es inconcluyente y no ofrece más que lo que era de esperarse. Otros
estudios realizados desde la psicología, como el de Rocco Quaglia y otr@s (2015),
corrigen un poco los estereotipos piagetianos y occidentales que parten de la base de la
superioridad de los dibujos figurativos sobre los diseños abstractos pero que carecen de
una dimensión comparativa firme. A decir verdad, antropológicamente hablando no es
ésta la literatura más estimulante.
Lo más promisorio de esa línea de investigaciones son dos aportes del antrópologo Da-
vid F. Lancy (2008; 2015) de la Universidad del Estado de Utah. El primero de esos tra-
bajos es el primer texto surgido de lo que vendría a ser la base institucional de una an-
tropología de la infancia, el “American Anthropological Association Anthropology of
Children and Childhood Interest Group”, establecido tan tarde como en el año 2007.
Esta fecha tardía implica que hasta hace muy poco el estudio de los niños y la infancia
no existía como campo de interés en la disciplina. El estudio más reciente del mismo
autor (Dancy 2015) aborda el tema de los niños como ayudantes, artesanos y trabajado-
res concentrándose en este último tópico y sin aportar datos sobre las artes infantiles a
través de las culturas. Además de los trabajos de Dancy son esclarecedores y promiso-
rios los de la profesora alemana Barbara Wittmann (2013) a través de quien llegué a los
ensayos de Jonathan Fineberg (1998) sobre los nexos entre el genuino arte infantil y la
vanguardia en general. Las pocas imágenes que reproduce Barbara son útiles y de muy
buena calidad, sobresaliendo el calco de la polémica Dighton Rock, de Berkley, Massa-
chusetts, reminiscente de un cuadro de Miró que se diría pintado por un niño indígena
(Burke Delabarre 1928; Brecher 1958).
En torno de todo este campo sobrevuela un hallazgo universalmente compartido, una
inducción de amplias consecuencias teóricas y que concierne a la total ausencia de geo-
metría abstracta en el arte infantil de todas las latitudes y de todas las culturas (incluida
la Grecia antigua y contemporánea), un hecho que parecería ser inconsecuente pero que
socava las bases de las antiguas teorías arqueológicas sustentadas por personajes como
Alois Riegl (1980 [1893]: 10, 11) o incluso como Georges-Henri Luquet (1927; cf. asi-
mismo Levinstein 1905). Las primeras artes adultas bien podrían haber sido geométri-
cas, pero hay consenso en que los niños no recapitulan transculturalmente ese aconteci-
miento. Este es un hecho que, contrariamente a las presunciones de Clifford Geertz so-
bre las generalizaciones inductivas (y aunque nunca se haya interpelado la hipótesis a la
luz de un buen diseño de investigación) no parece ni infundado ni banal. Pero a pesar de
los avances metodológicos y de un cúmulo de observaciones empíricas de variada en-
vergadura, el arte infantil, y sobre todo sus peculiares geometrías y geometrizaciones, su
ausencia o sus presencias, siguen siendo un área de vacancia en la antropología transcul-
tural del arte.

370
Contrariamente a lo que se ha echado a rodar en la esfera doméstica de nuestra discipli-
na, la historia del arte no necesitó el auxilio de la antropología posmoderna para corregir
los sesgos racistas y discriminatorios de la crítica de arte moderna y de la antropología
colonial o para defenestrar la concepción anti-geométrica que consideraba al neolítico
como una degradación geométrica a partir de la Edad de Oro figurativa del Paleolítico.
Ya en la década de 1930 (tres décadas antes de los tiempos de Leroi-Gourhan) el men-
cionado Robert Goldwater, lejos de reputar infantil el arte primitivo, y en un libro que
suena contemporáneo (cuya lectura recomiendo contrastar con la de Clifford y Myers)
se había propuesto poner las cosas en su lugar. De alguna manera logró hacerlo (Daw-
kins 1880: 305 versus Goldwater 1938: 15-18, en línea).
Concomitantemente, la antropología del arte de las últimas décadas del siglo XX casi no
fue tenida en cuenta en la codificación del canon primitivista que armaron los críticos de
arte y que es el que hoy prevalece en el circuito intelectual de Occidente. Muchos de
quienes enseñan antropología creen que la obra de James Clifford ha sido seminal en es-
te momento de cambio cultural generalizado y que en el concierto académico tuvo que
ser nuestra disciplina la que pusiera los puntos sobre las íes (v. gr. Girshick 2008: 220);
fuera de ella, sin embargo, han sido pocos los influencers del mundillo intelectual que
han leído la obra cliffordiana (prolijamente escrita pero a la que encuentro epidérmica y
derivativa) o que han averiguado a través suyo (como se dice en el primer mundo) what
is anthropology all about.
Hay quienes entienden que el arte africano y el arte oceánico, aun cuando sean casi con-
temporáneos nuestros, son también de algún modo arquetipos de lo primitivo. Conviene
sin embargo estar alerta frente a la imprecisión terminológica, la vaguedad argumentati-
va y los errores de hecho que priman entre los intelectuales contemporáneos cuando de
antropología y arqueología se trata. Este síndrome afecta incluso a unos cuantos pensa-
dores de bien ganado prestigio que se han doctorado en antropología pero que han cur-
sado pregrado en otras disciplinas, tal como sucede típicamente en las academias de
Francia y de Brasil. Las mismas observaciones caben a la totalidad de los codificadores
del primitivismo en historia del arte a los que hicimos referencia un par de párrafos
atrás. Cuando entre estos intelectuales se habla de primitivismo oceánico no es inusual
que se piense más en pintura o en escultura naturalista que en todas las demás formas
del arte y más en Matisse, Gauguin y Tahiti que en el arte nativo de Melanesia o de
Nueva Guinea. Excepto en la Rockefeller Wing del Metropolitan Museum de Nueva
York (donde fue a parar la excepcional colección del antiguo New York Museum of
Primitive Art que había dirigido Goldwater), el “arte negro” de los conocedores y afi-
cionados cultos no incluye ni el arte de Nueva Guinea ni el de Melanesia, dos conjuntos
entre los que abundan desarrollos geométricos de excepción pero de los que nadie en
toda la antropología del arte (ni siquiera Gell) se ha ocupado todavía con el grado de
rigor requerido.
Nueva Guinea –sostendré en próximas ediciones de este volumen– posee entre trecien-
tas y quinientas artes comparables al de las máscaras Fang, además de una estética
371
explícita elaboradísima y una arquitectura monumental en madera que en África no se
ha conservado o se ha plasmado en piedra, barro, adobe, metal u otros soportes (Hauser-
Schäublin 1996). Ni hablar, por cierto, de los formidables y variados sistemas papuas de
numeración sostenidos en una geometrización del cuerpo, capaces de desmontar de un
solo golpe los embustes de los perspectivistas que han sostenido –sin tomar noticia de
las etnomatemáticas básicas– que “no hay sistemas de números discretos” en las ontolo-
gías de Amazonia o de Nueva Guinea, y que la numeración discreta (o el sistema bina-
rio, o el modus ponens) son peculiaridades exclusivas del Occidente moderno, o que hay
una congruencia relacional entre los sistemas de escritura, el pensamiento sistemático y
las grandes civilizaciones que las arqueo- y las etnogeometrías más modestas no se han
mostrado inclinadas a capitalizar.
Las geometrías de las que aquí nos hemos ocupado son también capaces de poner en
evidencia los juicios al borde del disparate de Clifford Geertz y de Roy D’Andrade que
ya conocemos sino que pueden servirnos para estimularnos a revisar las estrecheces
geométricas y epistemológicas que encierra la noción de “persona fractal” fraguada por
Roy Wagner, adoptada por Marilyn Strathern y aplaudida acríticamente por Viveiros de
Castro, Alfred Gell y Danièle Dehouve (ver fig. 11.1 más arriba y 3.15 más arriba toda-
vía; cf. Geertz 2002; Wagner 1991; Gell 1998; Dehouve 2015; 2017 versus Van Baaren
1968; Hutchins 1980; 1995; Smidt 1999; Layton 2003; Bowden 2004; Winter 2007;
Morphy 2009; Craig y otros 2010; Owens 2015; Owens y otr@s 2018: esp. 304-308;
Reynoso 2019b).
En el caso fueguino (y al igual que en otras ocasiones ha sucedido con tasmanios, aus-
tralianos, negritos, melanesios, pigmeos, pigmoides, bosquimanos, andamaneses y otras
de esas etnias a las que Ehrenreich o Grosse agrupaban entre los Urvölker [“pueblos pri-
mordiales”], a las que Murdock clasificaba como pertenecientes al grado cero de la civi-
lización y a las que a Deleuze o a Lévi-Strauss les motivaba situar literalmente entre los
salvajes por antonomasia) hemos tenido ocasión de poner en tela de juicio el hábito an-
tropológico –nunca abandonado por completo– de pretender que las geometrías refina-
das se corresponden con altos niveles de desarrollo y que a los pueblos que viven en la
simplicidad sólo les cuadran ejercicios a veces bellos a la vista, es cierto, pero incapaces
de inspirar ideas de gran calado que influyan en la ciencia o en la cultura contempo-
ránea.
Lo primero a cuestionar en esta tesitura sería, desde ya, la disyunción binaria de lo sim-
ple y lo complejo, aun cuando se refiera a cosas tan mensurables y observables como la
tecnología o la cultura material. En el caso fueguino y patagónico estas sociedades que
Charles Darwin (1909 [1839]: cap. §x) consideraba próximas a la animalidad exhiben
destrezas artísticas y potencialidades manuales o corporales de notable confección e in-
discutible excelencia sea cual fuere el criterio técnico, algorítmico o estético que el lec-
tor guste estipular. Artes que parecen estar constituidas por elementos simples (puntos y
manchas, líneas o franjas, y eso es todo) a nivel de conjunto revelan composiciones de
rica articulación y de combinatoria inagotable, tal como puede comprobarse en el estu-
372
dio de su pintura corporal, cuyos motivos aparecen replicados en pinturas rupestres des-
cubiertas apenas unos meses atrás (González Calderón y otr@s 2014; Muñoz y otr@s
2017). Otro caso a considerar son las geometrías de las cestas y de los quillangos en
Tierra del Fuego y un poco más al norte, respectivamente.

Figura 11.4 b – Cuadro de “motivos geométricos paleolíticos”.


Basado en el “análisis estructural” de Margaret Conkey (1989, fig. 9.3 de ese texto –
Originado en Conkey 1978b)

El caso de los quillangos [o kai ajnun, en Tehuelche] nos pone frente a una de las tecno-
logías de trabajo y diseño geométrico del cuero más elaboradas del mundo, comparables
a aquéllas que deslumbraban a Franz Boas (ver fig. 2.3). Los kai se confeccionaban con
pieles de chulengos o guanacos muy jóvenes sobados y cosidos con nervios de choique
o con la vena del cogote de un guanaco adulto. Tal parece que la calidad de la costura
era extraordinaria. Las mujeres ponían las mantas a contraluz para controlar que no que-
daran pequeños huecos entre las partes. Algunos ejemplares de costura muy precisa se
usaban para transportar agua.146 Una vez cosidos, los quillangos se pintaban con pig-
146
Alejandro Fiadone, comunicación personal (2020).
373
mentos diversos como se muestra en las imágenes, prevalentemente con diseños geomé-
tricos rectilíneos dispuestos en patrones que todavía resta clasificar y que son similares
a los que se encuentran en las pinturas rupestres de la región. Hay minuciosas descrip-
ciones de esta tecnología en la literatura con rica información contextual y con sólidas
aproximaciones a las técnicas de trabajo en cuero; pero no hay ni una sola elaboración
analítica de las simetrías implicadas utilizando nomenclaturas sistemáticas, de modo
que sólo citaré la bibliografía que incluya materiales gráficos para que el lector se haga
una idea de los patrones geométricos existentes, muchos de ellos englobados en lo que
Oswald Menghin llamó históricamente “estilo de grecas”, también llamado C GAT o
Complex Geometrical Abstract Trend (Lothrop 1931; 2001 [1929]: fig. 8, 9, 12, 14, 15,
Pl. lxv, lxvi; Menghin 1952; 1957; Gradin 1999; Echeverría Baleta 1991: lám. 8-43;
Fernández C. 1997: esp. Fig. 2, 6-10, 15-19, 22, 24, 26; Caviglia 2002: 59-63 y láms. i-
iv).147 Algunos patrones geométricos de extraordinaria concepción quedan escondidos
bajo la pintura, pero no por ello son menos notables; de la inmensa cantidad de ejempla-
res reproducidos en la literatura escogí el que he incluido en la figura 11.3, en la cual he
contrapuesto la imagen que muestra la colocación en embaldosado periódico de los
cueros de chulengo con una pintura apenas un poco más complicada del reconocida-
mente genial M. C. Escher. A lo largo de este libro he documentado tres casos de pin-
tura corporal entre los aborígenes de Tierra del Fuego que en oportunidad de su estudio
tampoco fueron, a mi juicio, objeto de tratamiento geométrico adecuado (cf. Gusinde
1920a; 1920b; 1922; 1924; 1951; 1982 [1931]; 1986 [1937]; Fiore 2001: 2005; 2009;
2014b; 2016; Palma Behnke 2010: cap. §iv).
Muchos de los diseños compuestos pertenecientes al “estilo de grecas” [ fret style] o
CGAT y a otros patrones identificados como “geométricos” pertenecen a algunas de las
siete simetrías de frisos reconocidas (p111 – p1a1 – p1m1 – pm11 – p112 – pma2 – pmm2)148 en
frecuencias y distibuciones que falta determinar. En lo que a Patagonia concierne las
isometrías del plano presentes en ejemplares que se dicen inscriptos en esos estilos están
también pendientes de clasificación. La discusión sobre estos estilos geométricos en
Patagonia es una de las más ricas, complejas e interesantes que atraviesan la arqueogeo-
metría y también una de las más carentes de foco y necesitadas de actualización. Con-
cedo a Jorge Fernández C. (1997: 245, fig. 26) del CONICET-INAPL haber descubierto
(antes que yo lo re-descubriera en este libro) que los cueros de quillangos se acomodan
según el mismo patrón que se presenta en algunos teselados de Escher. Fernández, no
obstante, no utiliza la nomenclatura de las isometrías del plano ni hace referencia a los
embaldosados islámicos, pre-islámicos o beduinos que inspiraron a Escher y le prece-
dieron por siglos (cf. Katsap y Silverman 2016). Fernández considera –y esto es más
grave– que estos motivos geométricos ornamentales son demasiado “evolucionados” y
“complejos” para un pueblo cazador-recolector, una expresión extraña en boca de un
antropólogo contemporáneo. Sin pretender intervenir en una polémica tan probable-

148
Se recomienda visualizar las simetrías almacenadas en OneDrive en modo mosaico.
374
mente estéril debo decir que la naturaleza exógena de los motivos escherianos en
Patagonia y el vehículo de transporte que llevó esos motivos a los quillangos (haya sido
textil, lítico o cerámico) no afecta a los argumentos desarrollados en este libro en tanto
esos motivos sean no sólo anteriores a los embaldosados de Escher sino también inde-
pendientes de las teselaciones islámicas, beduinas y arábigo-andaluzas.
Los autores implicados en la descripción de estas artes corporales a lo largo de un siglo
han proporcionado información contextual rica y sensitiva pero no han logrado precisar
y poner en foco la escala adecuada en la que se manifiestan las alternativas de composi-
ción. Esta combinatoria clama por un enfoque basado en grupos de transformación en el
interior de un sistema en el que la unidad no sea ya el “motivo” sino la totalidad de la
parte visible del cuerpo. Además de la distinción entre la cabeza (o la máscara) y el
grueso del cuerpo hasta las rodillas o los tobillos es perceptible la presencia de un eje
vertical de espejado, de conmutación o de negación actuante en diversos contextos.
Este patrimonio, al igual que tantos otros, clama, en síntesis, por una mejor articulación
descriptiva. A pesar de lo incompleto y contingente de la muestra, se percibe que en un
medio cultural puede haber varios sistemas diferenciados y posiblemente un macrosis-
tema global contrastante (o no) con otros sistemas en otras sociedades. En cada uno de
tales sistemas y supersistemas compuestos por conjuntos mínimamente redundantes (y a
menos que se favorezca una opción consistente en ejemplares exactamente iguales entre
sí), parecería no haber dos casos con la misma distribución de patrones sea por decisión
cultural, por insuficiencia de la muestra o por mera sobreabundancia de la combinatoria.
Cualquiera sea el motivo de esta organización de alternativas, un ejemplar no es inteli-
gible más que en el contraste de sus patrones con los patrones de todos los demás ejem-
plares “gramaticalmente correctos” de cada sistema o de cada unidad cultural (véanse
figs. 2.1, 11.2 y 11.3). Lo primero para definir cada sistema es por ende resignarse a
emprender un inventario visual lo más exhaustivo posible de conjuntos y super-
conjuntos estilísticos; este inventario nunca se ha llevado a cabo y es probable que ya
sea tarde para materializarlo de manera óptima, pero mientras más completo sea mejor
servirá al propósito heurístico de corregir los modelos de síntesis que seamos capaces de
elaborar y de hacer que la idea de contexto signifique algo.
A diferencia de lo que es el caso con los àdìǹkrá de Ghana, con los embaldosados islá-
micos, con los pentominós, con los grupos cristalográficos, con las 17 simetrías de Es-
cher o de la Alhambra o con la geometría de los acordes musicales (para sintetizar los
cuales contamos con el Adinkra Grapher de Ron Eglash, con dos versiones del Taprats
de Craig Kaplan, con el PentoPlus de Harmut Brown, con VESTA de Momia e Izumi,
con EscherWebSketch de EPFL o con ChordGeometries 1.1 de Dmitri Tymoczko) en el
estudio de la pintura corporal fueguina no contamos todavía con tales recursos de mode-
lado (cf. King y Schattschneider 1997). La arqueóloga argentina Dánae Fiore, en parti-
cular, ha practicado una descomposición parcial de los motivos presentes (puntos, círcu-
los, guiones, líneas, franjas) y de las combinaciones básicas de los motivos pero sin de-
finir patrones de más alto nivel de organización, sin identificar pautas o constreñimien-
375
tos combinatorios ni parámetros de orientación, sin establecer si algunos patrones o
motivos derivan transformacionalmente de otros o si son auténticas “primitivas” del
código, sin subrayar que las variantes de escala en el tamaño de los puntos y en el
grosor de las líneas parecen ser solamente dos y sin reconocer el eje vertical en formato
de línea o de franja que define ya sea un espejado total o parcial, una transformación
nula o una conmutación. Su trabajo de análisis es ciertamente raro y empeñoso, pero no
desemboca en un modelo exhaustivo que permita predecir qué patrones combinatorios
es posible que ocurran y cuáles otros estarían interdictos. Falta además la clase de aná-
lisis iconográfico de “sistemas pictóricos basados en categorías discontinuas” que aso-
ma en los laboriosos estudios del arte Warlpiri emprendidos por la recientemente falle-
cida Nancy D. Munn [1931-2020] o por el reputado antropólogo australiano Theodor
George Henry (“Ted”) Strehlow [1908-1978] (Munn 1962; 1966: 941; 1973; 1996;
Strehlow 1964). Mientras que en las investigaciones de la línea de Munn y Strehlow
probablemente se hace más en pro de una sistematización a toda costa de lo que resulta
prudente o legítimo, en el caso fueguino parecería que la búsqueda del plano sistemático
no llega a ser nunca una opción.
La mejor elaboración analítica que he podido encontrar sobre pintura corporal fueguina
es la que Fiore despliega en su disertación doctoral sobre el tema (Fiore 2001), pero la
versión disponible en University College London omite las fotografías, por lo que re-
sulta poco útil si es que el lector se propone emprender por su cuenta el trabajo rela-
cional y comparativo que está faltando. En último análisis, en éstos y en otro trabajos
que versan sobre la organización de los motivos geométricos nunca se llegan a superar
intentos añejos como el de la arqueóloga feminista Margaret Conkey (1989: 150, fig.
11.4b en estas páginas) referido a las geometrías paleolíticas y en concreto a los huesos
incisos magdalenienses de la costa norte de España. Intentos similares a éstos hay en la
obra del profesor de antropología de la NYU Randall White (2003), en el artículo de
Georges Sauvet y Andrzej Włodarczyk (1977) y en el de Georges Sauvet (2004: 265),
reproduciendo este último el cuadro de la infortunada “tipología semántica” de André
Léroi-Gourhan (1972). También hay abundancia de intentos de tipificación exhaustiva
en los infinitos estudios sobre arte aborigen australiano, como puede comprobarse en
este vínculo, pero todavía falta algo que se parezca a una meta- o macro-taxonomía de
la que las clasificaciones particulares constituyan los componentes puntuales.
Como consecuencia de una epistemología que continúa confiando en las virtudes de un
análisis de componentes disjuntos sin síntesis ulterior y sin modelado, en esta metodolo-
gía no se acierta a comprender la lógica de la relación entre estilos en el interior de la
cultura ni el potencial comparativo intra o intercultural que debe caracterizar una opera-
ción descriptiva en el campo de la geometría. Frente a esto el modelado podría llegar a
ser, en último análisis, bastante más que una vía de escape. En caso que se pueda articu-
lar un modelo se podría establecer de qué manera las transformaciones involucradas en
un estilo permiten identificar denominadores comunes o contrastes taxativos con otros
sistemas geométricos basados en grupos de transformación, tales como los àdìǹkrá de

376
Ghana, los tokapu del Perú, los embaldosados islámicos, los bordados beduinos del
Negev, los poliominós de Gerdes, las teselaciones escherizadas o las isometrías de
Washburn y Crowe. Tendríamos bastante más que la posibilidad trivial de comparar una
figura contra otra.
El hecho es que la metodología analítica desplegada por Fiore y otr @s autor@s de la
misma escuela opera en términos analógicos tradicionales y los resultados se resienten
por ello. Es así que la autora alega que ciertos patrones son marcadores de diferencia so-
cial, de función, de género o de contexto cultural pero no presta atención a otros iso-
morfismos y patterns más expresivos y menos dependientes de información elicitada se-
gún criterios cambiantes y ajenos al sistema. Cuando ella nos dice, por ejemplo, que los
colores usados en la pintura corporal son regularmente sólo tres (blanco, negro, rojo) no
acierta a investigar tampoco en cuáles y en cuántos otros casos se da la misma situación
y en qué medida esas opciones tienen que ver con los focos cromáticos definidos en las
lenguas Selk’nam, Yamana y Alakaluf, son cuasi-universales de la cultura material,
están motivados estructuralmente o son contingentes a los pigmentos disponibles en sus
respectivos territorios, en una determinada época o como resultado de un muestreo par-
ticular.149 No sabemos, en otras palabras, si esa elección cromática es fruto de una
estructura ecuménica o de una contingencia local. La descripción, en otras palabras, es
legible, interesante, fresca y colorida todo lo que se quiera, pero no está sistematizada
metodológicamente.
Situación parecida se da en el estudio de Fiore y Borella sobre las simetrías grabadas
sobre huevos de Rheidae [Rhea americana = ñandú y Pterocnemia pennata = choique]
recuperados de la costa norte del golfo de San Matías en Río Negro, estudio en el que la
noción de simetría tampoco se usa en el sentido técnico que hoy tiene en arqueogeome-
tría y en el que las nomenclaturas de las isometrías de frisos, planos y rosetas no se tie-
nen en cuenta (Fiore y Borella 2010 versus Washburn y Crowe 1988; 2004; fig. 11.4,
derecha). Tampoco hay referencias a trabajos similares realizados en Diepkloof (Wes-
tern Cape, Sudáfrica) por el equipo de Pierre-Jean Texier y otr@s (2010; 2013) sobre
huevos de avestruz que se remontan a fechas tan tempranas como 108 ka; en ellos se
han encontrado diseños geométricos incisos, más de la mitad de los cuales se asemejan
bastante o se atienen a configuraciones isométricas idénticas a las de Patagonia pero a
más de cinco mil kilómetros y 105 ka de distancia (d’Errico y otr@s 2005; Rigaud y
otr@s 2006; Henshilwood y d’Errico 2011: cap. §4; véase fig. 11.4, izquierda). No hay
al parecer triángulos o hileras de triángulos en los huevos africanos de Diepkloof; pero
tampoco los hay en la pintura corporal de Tierra del Fuego, donde la orientación de las
líneas y la escala del espesor de los elementos sólo exhiben dos grados de libertad. En

149
Como bien se sabe a partir de los trabajos de Brent Berlin y Paul Kay (1969: 52-63) cuando en un
inventario léxico hay tres términos para los colores básicos los colores preferidos a través de las culturas
son prevalentemente ésos (cf. MacLaury, Paramei y Dedrick 2007). Los mismos colores aparecen en
estilo patagónico de Rio Chico en la Patagonia chilena y argentina, basado en “motivos abstractos, formas
geométricas y trazos lineales ” (Bate 1970; 1971; Charlin y Borrero 2012: 384-385).
377
relación con el vínculo entre los motivos de las artes rupestres de Patagonia o de los Es-
tados Unidos o de la pintura corporal con los diseños característicos de las pre-escrituras
europeas cantábricas y del Danubio, llama la atención que en todos los casos se enume-
ren casi los mismos trazos elementales con casi las mismas nomenclaturas:
V, chevron, zigzag, M, meander, net, bi-line, triline, lozenge, circle, triangle, egg, checker-
board, spiral, hook, axe, comb, whirls, four-corner designs, life-column, hourglass shape,
bird’s claw, breast, vulva, uterus, phallus, ship, lunar shapes, flowers and other vegetable
shapes … (Bergen y Harrod 1996: 20; compárese con enumeración de Flinders Petrie, pág.
258 de este texto).

Una vez más, la enumeración de las clases (así como las de otras enumeraciones pare-
cidas) configura un retroceso respecto del intento de organización gráfica y geométrica
desarrollado por Margaret Conkey (1989) (fig. 11.4b más arriba), un modelo cuasi-ge-
nerativo parcialmente adecuado que hoy debería reformularse echando mano de una tec-
nología de modelado a la altura de los tiempos y con un ojo puesto en el registro am-
pliado que hoy se conoce. Mientras que la semiótica de la imagen figurativa y signifi-
cante en arqueología ya ha dado de sí todo lo que podía y ha ofrecido una multiplicidad
de datos nomenclatorios cuya acumulación escala muy mal y con los que nadie sabe
muy bien qué hacer, la semiótica geométrica ni siquiera ha echado a andar (v. gr. Con-
key 1989; 1990; 2001; Conkey y Hastorf 1990; Clottes 1993; Fiore y Podestá 2006;
Preucel 2006; Rocchietti 2004; 2009; Martel y Giraudo 2014).
En el estado en que se encuentra el campo, en fin, tampoco es posible interpelar la po-
sición relativa que el body painting geométrico en el extremo sur de la América indí-
gena ocupa en el conjunto de las artes del cuerpo que se trabajaron en los inicios biza-
rros de la antropología argentina y que setenta años después han resurgido con fuerza
inédita (y como marcas tribales metropolitanas) en la cultura urbana global, acompaña-
das de una literatura mayormente inscripta en (o favorablemente inclinada hacia) los es-
tudios culturales, un movimiento constitutivamente hostil a toda elaboración metodoló-
gica que hoy en día no convoca prácticamente a nadie, que ya nadie menciona en el
seno de las corrientes dignas de atención pero que todavía no se reconoce como la ano-
malía distractiva que siempre fue (cf. Dembo e Imbelloni 1938; Rudofsky 1964 [1947];
Vale y Juno 1989; Gell 1993; Camphausen 1997; Rosenblatt 1997; Atkinson y Young
2001; DeMello 2007; Fenske 2007, esp. cap. §iv; Mascia-Lees 2011; Sanders y Vail
2008; Tiesler 2014; Krutak y Deter-Wolf 2017 versus Reynoso 2009).
En la vida urbana y global contemporánea el tatuaje permanente es la alteración corpo-
ral más común. Tatuarse en estas décadas del nuevo milenio no es (valga la expresión)
una decisión cosmética o algo que sólo ocurre en otras latitudes o entre presos, sicarios,
cazadores de ballenas y miembros de las maras, la ‘ndragheta o la yakuza. Las personas
tatuadas suman hoy millones y exhiben un animoso sentido de pertenencia. Igual que
sucedía con los ejemplos africanistas que tratamos al principio de este libro, no es ca-
sual (aunque tampoco es imperativo) que este último fenómeno sea visto por partidarios
y detractores como una búsqueda identitaria, una “vuelta a la naturaleza”, un “retorno a
378
lo tribal” y una reivindicación ucrónica de “lo primitivo” en el seno de la sociedad
(pos)moderna. Cualquiera haya sido el motivo del impulso, apostaría que si el lector de
este libro nació en este siglo o muy pocos años antes que éste empezara es altamente
probable que alguna parte de su cuerpo esté tatuada con algún motivo o combinación de
motivos que tiene su historia y al que se adhiere alguna significación. Como quiera que
sea, no es casual tampoco que en el tratamiento libresco o periodístico de esta nueva
oleada de primitivización se deje la antropología de lado una vez más; después de todo,
la propia disciplina patrocinó históricamente alguno de los estereotipos menos creativos
a esos respectos apenas se le presentó la ocasión.
La perspectiva prevalente en la actualidad sobre las alteraciones de las geometrías del
cuerpo acarrea una inversión de las posturas dominantes en el origen de la literatura
comparativa en el siglo XVII, manifiestas en el mero título del libro del filósofo natural
baconiano John Bulwer [1606-1656], el cual es un programa moral en sí mismo: An-
thropometamorphosis: man transform'd: or, The artificiall changling, historically pre-
sented, in the mad and cruel gallantry, foolish bravery, ridiculous beauty, filthy fine-
nesse, and loathsome loveliness of most nations, fashioning and altering their bodies
from the mould intended by nature; with figures of those transformations. To which
artificial and affected deformations are added, all the native and national monstrosities
that have appeared to disfigure the humane fabrick. With a vindication of the regular
beauty and honesty of nature, and an Appendix of the Pedigree of the English Gallant
(Bulwer 1653 [1650]; cf. Montserrat 1998). Es dudoso que el rechazo de Bulwer hacia
la alteración cultural de los moldes geométricos “propios de la naturaleza” (una naturali-
zación explícita, claramente) convoque hoy gente dispuesta a embanderarse con él.
Pero tatuarse no es tampoco, en las actuales circunstancias, una cuestión zanjada. Indi-
ferentes ante la perspicua ligereza de su aparato analítico, desconocedores de los reposi-
torios antropológicos sobre las técnicas del cuerpo que nos vienen desde la fotografía
etnográfica victoriana o desde Marcel Mauss (1934), e inclinados hacia pragmáticas y
estéticas vinculadas al ya declinante movimiento de los estudios culturales de los años
noventa, no todos los exotismos promovidos por el movimiento neo-primitivista (vuel-
tos a impulsar por el decolonialismo de los millennials actuales) podrían soportar un
examen crítico de la autenticidad alcanzada por sus búsquedas o de la congruencia de
las posturas multiculturales adoptadas. Estas se encuentran más atareadas en reimaginar
estereotípicamente el pensamiento de unos Otros idealizados que en aprender de las
prácticas concretas, en comprenderlas de manera sistemática o en expandir el repertorio
de las formas de expresión disponibles.
En tales condiciones no se puede excluir que la adopción de un signo impropio dege-
nere en hipérbole, enaltezca creencias que valen poco, postergue u ofenda a otras de
más alto valor, incurra en actos de ultraje o sufra los efectos de la re-semantización, co-
mo sucedió con el otrora auspicioso àdìǹkrá de la svastika, incluido en alguna que otra
colección àdìǹkráica con el nombre de nkontim, también presente en el tapiz de Thomas
Bowdich en el Museo Británico y en la iglesia tallada en roca de Lalibela en Etiopía en
379
el siglo XII pero prolijamente censurada –comprensiblemente– en la mayoría de los do-
cumentos posteriores a la caída del Tercer Reich (cf. Polakoff 1980; véanse figs. 2.5
[pre-escritura de Vinča] y 9.2). Más gravemente, existen testimonios de información
cultural que los antropólogos han repartido a diestra y siniestra a pesar de que se sabe
que hay delicadísima información cultural que debe ser resguardada, como han sido los
casos de rituales, cantos e imágenes de la religión australiana revelados por un tropel de
especialistas, o de la más que dudosa información sobre el ethos violento de los Ya-
nomamö aportada por Napoleon Chagnon, o de la escabrosa descripción de la iniciación
Baruya amañada por Maurice Godelier. Como quiera que hayan sido antes las circuns-
tancias –y después de casos tales como el de los Yaqui de México y los Guayaqui de
Paraguay, o (como hemos visto aquí) el de los Dogon de Mali, los Pirahã de Brasil y los
Shipibo de Perú– ahora a la disciplina no le queda mucho margen para volver a meter la
pata.
Algo sin embargo puede hacerse. La antropología ha estudiado las más diversas facetas
del body art y de la modificación intencional del cuerpo humano desde sus primeros
días y aunque la escoria abunda es seguro que la disciplina tiene bastante que decir so-
bre el particular incluso en el terreno jurídico, en el cual ha sido esencial su contribución
tendiente a precisar el estatuto del arte corporal como manifestación cultural y estética-
mente significativa (cf. A. Dingwall 1931; Rubin 1988; Gell 1993; Atkinson 2001;
Hertz 2008; Tiesler 2014). La etnóloga Enid Schildkrout del Departamento de Antropo-
logía del Museo Americano de Ciencias Naturales ha realizado un trabajo particular-
mente refinado sobre el particular (Schildkrout 2001; 2002; 2004). Una elaboración
excepcional, encuadrada en la infrecuente sociología figuracional de Nobert Elias
[1897-1990], es la emprendida por el senior lecturer en Sociología en la Universidad de
Wolverhampton en Inglaterra Michael Rees (2022) en su Tattooing in contemporary
society: Identity and authenticity.
El repositorio acumulado en más de un siglo alcanza hoy proporciones gigantescas
aunque no siempre es fácil recorrer todos sus meandros o reconstruir todas sus dinámi-
cas. El hecho es que un alto porcentaje de los estilos de inscripción en el cuerpo estudia-
dos o elicitados por la antropología han resultado ser geométricos. Sus léxicos de cober-
tura también resultaron serlo, aunque en el tiempo transcurrido desde la época de Bul-
wer o de Dembo & Imbelloni la terminología haya ido cambiando; por empezar (y aun-
que hay abundante bibliografía que dista de haberse puesto al día)150 ya no se habla de
deformación sino de shaping, configuración, reconfiguración, alteración, modificación,
transformación. Lo familiar y lo diferente se distribuyen de modos que no coinciden con
las distancias culturales. Las formas extremas de la escarificación en nuestra sociedad se
han tornado de hecho tan radicales como las que pudieron haberse practicado en las ce-
remonias de iniciación en tiempos que se consideraban lejanos y en culturas que se
creían exóticas. En este sentido, el recientemente fallecido Fakir Musafar [1930-2018],

150
V. gr. Vélez y Bolla (2020).
380
gurú supremo del movimiento primitivista, ha ido tanto o más lejos que cualquier sha-
mán.
Los juicios de valor que antes prodigaban las ciencias sociales se han sometido a los
acontecimientos y a los poderes que ocasionan estas metamorfosis: lo que antes era con-
dena moral tiende hoy a ser encomio; lo que se reprobaba como native and national
monstrosity ahora (aunque a regañadientes y no sin resistencias) se tolera como costum-
bre local o habitus civilizatorio; lo que en otros tiempos se categorizaba como man
transform’d ha adquirido una pátina inclusiva de perspectiva de género que a los ojos de
algun@s le ha conferido un más saludable igualitarismo y una más plena legitimidad. El
desarrollo teórico y metodológico de la antropología, empero, no ha acompañado al refi-
namiento del debate étnico y político en la arena pública.
No obstante el cambio de óptica, muchos de los repositorios muestreados por la antro-
pología comprenden diseños que serían de un alto impacto pero que no fueron bien co-
municados y que duermen en bibliotecas virtuales tan efímeras como las de papel pero
que pretenden embolsar una exorbitancia por la compra de cada artículo sin que los
autores que escriben las reseñas o los pueblos originarios o los grupos sociales que sos-
tienen las prácticas vean un centavo. A la sombra de unos estudios culturales proverbial-
mente incapaces de producir alguna innovación metodológica o de entregar un mínimo
de capacidad operativa o de habilidad experimental, la elaboración teórica de la antro-
pología y sus ciencias tributarias en este espacio del conocimiento se está moviendo con
exasperante lentitud. La obra maestra en este rincón de la disciplina sigue siendo
Wrapping in Images: Tattooing in Polynesia de Alfred Gell (1993), un texto sobrevalo-
rado escrito como con culpa que habría ansiado apostar a la transgresión pero que en su
obediencia intelectualizada a la ortodoxia pos-estructuralista pocas veces levanta cabeza
por encima del más ordinario sentido común. Aun cuando la antropología se supone que
todavía ejerce un cierto magisterio en el concierto de las disciplinas, nadie ajeno a la
profesión parece haberse interesado en ese libro, como si fuera de nuestro territorio no
se necesitaran mediadores que vuelvan a repetir frases consabidas de Wilhelm Reich, de
Didier Anzieu y de Michel Foucault, o como si la contradicción de utilizar conceptos
pos-sociales de Marilyn Strathern (o de Bruno Latour) lado a lado con la idea de “lo
social” fuera suficientemente disuasiva.
Considerando la vaguedad de las descripciones, el oportunismo de los compromisos, la
dependencia de las modas teóricas de la década que va marcando los rumbos de la lite-
ratura explicativa y la inclinación de los investigadores de la vertiente técnica y tecno-
lógica a mantener escondidos sus materiales primarios, sus procedimientos de prueba y
el código fuente de sus herramientas, dado todo eso, decía, la realización del trabajo sis-
temático en nuestra disciplina en materia de las artes geométricas de las manos y el
cuerpo se presenta cada vez más inviable a menos que las reglas del juego estén dis-
puestas a cambiar.
De todas maneras, una vez que se atemperen las actuales tendencias a envolver esas ar-
tes en actitudes de espíritu de rebaño y moda conformista entre quienes las practican y
381
en mohínes posfundacionales e ínfulas pioneras entre quienes las investigan, visualizo
un tiempo en el que las geometrías fueguinas ejecutadas sobre el cuerpo se agreguen a
los diseños fractales, a los diseños mehndi en henna, a los tā moko māori o los pe’a de
Samoa, a los irezumi hiperreales y a los nudos pictos o celtas tatuados o pintados como
signos de unidad y diferencia y como invitación a no visualizar lo ajeno como diver-
gencia o residuo exótico de nuestro pasado distante, sino como modelo alternativo para
el presente o como anuncio inspirador de un futuro posible. Cualesquiera hayan sido los
retrocesos y las flaquezas de las teorías a las que nos hayamos apegado, hoy podemos
ver esos diseños como marcas de las tribus urbanas o territoriales que aspiran (como
decía Gilbert K. Chesterton)151 a un distinto uso de la diversidad y que al hacerlo nos
abren puertas a una apreciación más rica, completa, abierta y sistemática de sus mani-
festaciones: algo que ha sido desde siempre, con todas sus vicisitudes, uno de los pro-
yectos aplicativos capitales de la mejor etnogeometría.
Frente a aquellos prejuicios acendrados en plan de censura que continúan poniendo el
acento en la simpleza y baja numerosidad de los constituyentes observables en las artes
otras sin dedicar atención a la riqueza de las transformaciones geométricas y topológicas
experimentadas por el conjunto del registro a nivel sistemático, el objetivo primario del
libro que aquí transita sus últimas palabras ha sido establecer la idea de que poner en
duda la existencia de una geometría compleja, empoderadora e imaginativa en el seno
de culturas que albergan ontologías que se reputan inconmensurables, anidadas a su vez
en prácticas de las que se cree que nada pueden enseñarnos en el plano científico, en la
creación artística o en la reorientación creativa de la vida social es una línea de argu-
mentación a la que no deberíamos prestar más crédito en los años por venir.

151
Y como repetía Clifford Geertz sin tomar conciencia de que la fórmula, particularmente citable, había
sido utilizada antes por alguien más (véase Chesterton [1920] versus Geertz [1985]).
382
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152
Releo constantemente la mayor parte de los textos que siguen, los cuales constituyen una parte
sustancial de los que me sirven de fundamentación para mis propios trabajos. Aqu ellos que están marca-
dos en amarillo son los que me resta asimilar todavía con la debida profundidad, eventualmente en con -
sulta con sus autores, algunos de los cuales participan en mi mismo portal de intercambio académico
(https://uba.academia.edu/CarlosReynoso). Futuras versiones de este libro incluirán los resultados de este
diálogo.
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Tocapu – Artículo de Wikipedia intervenido por el autor (no existe versión en inglés):
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World Museum, Liverpool – Sección de máscaras y esculturas:
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sculpture/index.aspx.

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Software orientado a la etnogeometría:

Todos estos programas se pueden ejecutar interactivamente desde este mismo documen-
to y son multiplataforma. Algunas requieren una adecuada instalación de Java.

Adinkra Grapher (Ron Eglash): Geometry and Computational thinking from West Africa:
https://csdt.rpi.edu/culture/legacy/african/adinkra/index.html.
Adinkra Grapher en Adinkra Home:
https://www.kentecloth.net/kente-cloth-adinkra-symbols-meaning/.
Bob – Penrose tilings generator and explorer:
http://www.stephencollins.net/penrose/.
Carlos Reynoso – Planilla de descripción de software de complejidad:
https://www.academia.edu/61180510/Software_de_complejidad_Versi%C3%B3n_a_ab
ril_de_2022.
Celtic Knot Thingy – Douglas Zongker software – Requiere tcl/tk y ghost script:
https://isotropic.org/celticknot/howto/.
Craft Design Online – Penrose tiling:
https://craftdesignonline.com/penrose/
Culturally Situated Design Tools – Fractales africanos por Ron Eglash:
https://csdt.rpi.edu/ - Versión actual
https://csdt.rpi.edu/applications/9/run - Cornrow curves (peinados fractales)
https://csdt.rpi.edu/applications/29/run - Mangbetu
https://csdt.rpi.edu/culture/legacy/african/African_Fractals/culture11.html - Cruces
https://csdt.rpi.edu/culture/africanfractals/simulator.html - Fractales africanos diversos
https://csdt.rpi.edu/culture/africanfractals/architecture.html - Fractales en arquitectura
https://csdt.rpi.edu/culture/africanfractals/science.html - Fractales en ciencia
Escher Web Sketch:
https://www.epfl.ch/schools/sb/research/iphys/teaching/crystallography/escher-web-
sketch/#:~:text=Escher%20Web%20Sketch%20allows%20you,with%20the%20Modify
%20cell%20button.
Fractal Grower – Programa interactivo de Sistemas-L:
https://www.cs.unm.edu/~joel/PaperFoldingFractal/paper.html.
Fractal Science Kit:
http://www.fractalsciencekit.com/sitemap.htm.
http://www.fractalsciencekit.com/gallery/gallery.htm.
http://www.fractalsciencekit.com/tutorial/examples/symicon.htm.
Genetic Algorithm Viewer – Jean-Philippe Renard:
https://www.rennard.org/alife/english/gavgb.html.
Group Explorer 2.2:
http://groupexplorer.sourceforge.net/
Incendia Fractals:
https://www.incendia.net/downloads.php.
https://www.incendia.net/wiki/index.php?title=HexQuilts.
https://www.incendia.net/geometrica/gallery/index.html.

563
Jenn3D ©2008 Fritz Obermeyer – Grafos de Cayley dibujados con el algoritmo Todd-Coxeter:
http://jenn3d.org/
KnotsBag 2.1.0 – Para Mac, Linux y Windows (cuesta 28 U$S):
http://www.hypatiasoft.fr/Folder_KnotsBag/Pages_HTML/KnotsBag_A.html
Knotter – Interactive design of Celtic Knots:
https://sourceforge.net/projects/knotter/ - https://knotter.mattbas.org/Knotter
Kolam – A. K. Balamurugan:
https://download.cnet.com/Kolam/3000-2191_4-10914344.html.
LinKnot y otros programas basados en nudos:
https://www.mi.sanu.ac.rs/vismath/linknot/index.html.
https://www.swmath.org/software/18976
http://katlas.math.toronto.edu/wiki/Further_Knot_Theory_Software#KnotPlot
http://katlas.math.toronto.edu/wiki/The_Rolfsen_Knot_Table
LSVG – L-Systems 0.0.1.31:
https://freewareapp.com/lsvg_download/.
L-Systems Turtle Graphics:
http://www.kevs3d.co.uk/dev/lsystems/
Lyndyhop para Java:
https://sourceforge.net/projects/lyndyhop/.
nLab Adinkra – Software para diseñar representaciones adinkraicas:
https://ncatlab.org/nlab/show/adinkra
On-mouse Kolam creator – T. Yanagisawa, Meijo University:
http://q-labo.info/kolam_carpet_test/11/onmouse_change.html.
http://www.cityfujisawa.ne.jp/~intvsn/OnMouseKolam/OnMouseKOLAM.htm.
Penrose Tilings Online Generator:
https://misc.0o0o.org/penrose/.
https://misc.0o0o.org/penrose/gallery.html.
QuasiCrystal generator – QuasiG v. 1.04:
https://condellpark.com/kd/quasig.htm.
String Figure Analyzer Software:
http://www.isfa.org/software.htm
Taprats – Diseño de embaldosados en estrella de Craig Kaplan (mutiplataforma):
https://sourceforge.net/projects/taprats/ - http://taprats.sourceforge.net/
Tilemaker – Qatar Foundation International:
https://tilemaker.teachalmasdar.com/create/
https://tilemaker.teachalmasdar.com/learn/
https://tilemaker.teachalmasdar.com/gallery/
Tim Hutton – Embaldosados en el plano hiperbólico:
http://timhutton.github.io/hyperplay/index_sliders.html
Ultrafractal – Versión 6:
https://www.ultrafractal.com/.
VESTA – Visualization for Electronic and Structural Analysis, v. 3, enero 2020:
http://jp-minerals.org/vesta/en/
Visions of Chaos:
https://softology.com.au/voc.htm.
564
Watchmaker Suite (Richard Dawkins) y otras implementaciones de biomorfos:
https://sourceforge.net/projects/watchmakersuite/
http://www.emergentmind.com/biomorphs
https://cdmckay.org/biomorph/
https://cs.lmu.edu/~ray/notes/biomorphs/Biomorph Evolve (gatc.ca)

565

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