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Enrique y Tuti

Cuando mi mamá falleció, mi hija Irene le explicó a Tuti que su abuela se había convertido en una
estrellita y ambas la identificaron en el cielo de la noche. Cuando hablé con ella para decirle que
Enrique se había ido para siempre, no tuve que terminar de decírselo.

Carolina Jaimes Branger @cjaimesb

16 Ene, 2023 | Enrique Berrizbeitia el arquitecto, el mejor escenógrafo del país, el hombre de la
ópera, el ballet y la zarzuela, el mejor amigo del Teresa Carreño, el profesor de apreciación
musical, fundador de la Compañía Nacional de Ópera, entre tantas cosas maravillosas que hizo,
era amigo de mi hija Tuti, una joven con discapacidad.

Fue aproximadamente a principios del milenio cuando Tuti, quien contaba veinte años entonces,
conoció a Enrique. Mi mamá asistía a las óperas que él presentaba los martes en el Trasnocho.
Nosotros vivíamos en Maracay y en unas vacaciones mi mamá la llevó con ella. En mi casa siempre
hemos sido melómanos y la ópera no le era extraña a Tuti, pero aquello de verla representada
para ella fue un evento sublime. Se quedó todas las vacaciones con su abuela para “ir a la ópera”.
Llegaba emocionada, contando la belleza de aquellas voces y tarareando las arias que la habían
conmovido. Y, por supuesto, ponía enorme atención en todo lo que decía Enrique. Puedo decir
que fue el comienzo de una bellísima amistad que Tuti atesorará por el resto de su vida. Porque
Tuti y Enrique fueron amigos de verdad.

Tuti tiene una colección de óperas maravillosa que él le regaló. Nunca permitió que se las
pagáramos. “Esa carita de felicidad no tiene precio”, me decía cuando yo le insistía en pagárselas.
Cuando mi mamá ya no pudo ir a la ópera, su papá la llevaba. Ya vivíamos de nuevo en Caracas y
puedo asegurar que lo mejor que le pasaba a Tuti durante la semana era ir “a la ópera de
Enrique”. Se convirtió en una especie de mascota del grupo de aficionados que religiosamente
asistían. Se conocían todos y a ella la aceptaron como una más del grupo. No sé si están
conscientes del estímulo que han sido para ella a través de los años.

No hubo viaje que Enrique hiciera de donde no regresara con un regalo para Tuti. “Eres mi novia”,
le decía. Y ella se moría de risa y me decía “¡Qué loco Enrique, que dice que yo soy su novia!”.
Todas las veces que nos encontramos con él fuera de la ópera era un regocijo total por parte de
los dos. Enrique tenía una enorme sensibilidad y en su trato con Tuti, esta simplemente se
desbordó.

Enrique no se recuperó del Covid que le dio. Las veces que lo vimos después lo encontrábamos
cada vez más delgado y, sobre todo, muy quebrantado. Tuti le mandaba mensajes diciéndole que
“tenía que comer”. Estaba realmente preocupada por él. Cuando mi querida Karen Bradley,
también muy cercana a Enrique, me avisó que había fallecido, empecé a pensar cómo se lo iba a
decir a Tuti. No estoy segura de cuánto entiende ella el concepto de muerte, pero sí sabe lo
definitiva que es. Esa noche le dije que Enrique estaba muy malito. “Yo no quiero que se muera”,
me contestó de inmediato. Tragué grueso. “Vamos a rezar para que se cure”, me dijo. Mientras
rezábamos, le dije que le pidiera a Dios que, si Enrique iba a seguir mal, que mejor se lo llevara
rápido. “¿Y Dios no lo puede curar?”, me preguntó. Yo no tenía respuesta para esa pregunta.
Cuando mi mamá falleció, mi hija Irene le explicó a Tuti que su abuela se había convertido en una
estrellita y ambas la identificaron en el cielo de la noche. Cuando hablé con ella para decirle que
Enrique se había ido para siempre, no tuve que terminar de decírselo. Apenas musité “tengo que
darte una noticia muy triste”, de inmediato me respondió “se murió Enrique”. Veníamos en el
carro y nos tomamos de las manos. Cuando llegamos a la casa se sentó en una poltrona en mi
cuarto. “¿Qué quieres hacer?”, le pregunté. “Quiero quedarme aquí callada, un rato”. Me tragué
las lágrimas para no añadirle más dolor a su dolor.

Ciertamente, para Tuti la muerte de Enrique ha sido una gran pérdida, porque él siempre la trató
con inmenso amor. Hace un rato salimos a la terraza y Tuti buscó en el cielo su estrella. “Aquélla”,
me dijo señalando una. “Ahí está Enrique” y le lanzó un beso con la mano. Escribo estas líneas con
el corazón encurrujado, mientras mis lágrimas corren a borbotones. El consuelo que me queda es
que él siempre supo lo especial que era para ella. Soy una mamá agradecida por el amor que
recibió mi hija. Te lloro, querido Enrique. Gracias por tanto.

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