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La Unidad de La Fe y El Pluralismo Teológico
La Unidad de La Fe y El Pluralismo Teológico
La Unidad de La Fe y El Pluralismo Teológico
El tema del pluralismo se agitaba entonces un poco por doquier en la Iglesia católica. Sin duda,
el Concilio Vaticano II no había hablado del pluralismo en la Iglesia. Se había contentado de
utilizar la expresión hablando de las sociedades civiles y de los Estados, cuyos ciudadanos
participan de diversas ideologías y religiones(26). Pero había dado un gran espacio a la idea de
variedad y de diversidad. El Papa Pablo VI, de modo resuelto, en los primeros años que
siguieron al Concilio, aplicó la idea de pluralismo a la Iglesia misma, ciertamente con
precisiones y restricciones que no cesó de repetir sobre todo después de 1970, cuando a un
pluralismo de cohesión sucedieron reivindicaciones de un pluralismo de heretogeneidad y de
dislocación(27).
El profesor Ratzinger redactó, de este modo, las ocho primeras tesis de la síntesis definitiva.
Añadió después otra tesis sobre el aspecto misionero, compuesta por el P. P. Nemeshegyi, tres
tesis sobre las fórmulas dogmáticas redactadas especialmente por el P. L. Bouyer a petición de
Secretaría de Estado, y finalmente otras tres que se referían al aspecto moral del pluralismo de
las que fue autor Mons. Delhaye.
Las revistas que publicaron las tesis sobre la unidad de la fe y el pluralismo teológico, les
añadieron breves comentarios debidos a miembros de la Comisión teológica internacional. En
este volumen reproducimos los del P. M.-J. Le Guillou y de Mons. J. Medina; el lector de hoy
encontrará en ellos huellas de las dificultades y polémicas de la época. Mucho más
importantes son para el teólogo y el historiador de las ideas las diversas ediciones de estas
tesis acompañadas por comentarios oficiales y estudios de especialistas. H.U. von Balthasar se
asoció a Ratzinger para publicar muy rápidamente un volumen que añadía a las tesis mismas y
a los comentarios oficiales una buena parte de los estudios preparatorios(28). A este volumen
habrá que recurrir para tener una visión completa de las posiciones que los miembros de la
Comisión teológica internacional defendieron sobre esta materia en 1972.
Para hacer una hermenéutica correcta de estos diversas exposiciones, hay que prestar una
atención especial a las observaciones que el Prof. Ratzinger hacía sobre el grado de
compromiso de la Comisión teológica internacional. La cuestión se ponía de una manera
particularmente aguda para los trabajos de 1972, pero, de hecho, se replantea cada año a
propósito de las precisiones que la Secretaría procura aportar en las introducciones a los
textos. He aquí las observaciones de Ratzinger:
«La tesis [...] fueron aprobadas por mayoría (en parte por unanimidad) por la Comisión en
pleno en su sesión del 5 al 11 de octubre de 1972, y representan, por lo mismo, un texto de la
Comisión como tal. El comentario fue reelaborado por una subcomisión formada por L.
Bouyer, W.J. Burhardt, A.H. Malta, P. Nemeshegyi, J. Ratzinger y T.J. agi-Buni_. En su
asesoramiento intervinieron también H.U. von Balthasar, J. Medina y el secretario de la
Comisión Ph. Delhaye. De los miembros de la Comisión presentaron, asímismo, por escrito
enmiendas G. Philips (+), Y. Congar y B. Lonergan»(29).
3.2. Texto de las proposiciones aprobadas «in forma specifica» por la Comisión teológica
internacional(30)
4. La verdad de la fe está ligada a su caminar histórico a partir de Abraham hasta Cristo y desde
Cristo hasta la Parusía. Por consiguiente, la ortodoxia no es asentimiento a un sistema, sino
participación en el caminar de la fe y, de esta manera, participación en el yo de la Iglesia, que
subsiste a través del tiempo y que es el verdadero sujeto del Credo.
10. Las fórmulas dogmáticas deben ser consideradas como respuestas a problemas precisos y,
en esta perspectiva, permanecen siempre verdaderas.
11. Las definiciones dogmáticas usan ordinariamente el vocabulario común, e incluso cuando
dichas definiciones emplean términos aparentemente filosóficos, no comprometen a la Iglesia
con una filosofía particular, sino que tienen por objetivo las realidades subyacentes a la
experiencia humana común, que los términos referidos han permitido distinguir.
12. Estas definiciones no deben ser jamás consideradas aparte de la expresión particularmente
auténtica de la Palabra divina en las Sagradas Escrituras, ni separadas del conjunto del anuncio
evangélico en cada época. Por lo demás, las definiciones proporcionan a dicho anuncio las
normas para una interpretación siempre más adaptada de la revelación. Sin embargo, la
revelación permanece siempre la misma, no sólo en su sustancia, sino también en sus
enunciados fundamentales.
13. El pluralismo en materia de moral aparece ante todo en la aplicación de los principios
generales a circunstancias concretas. Y se amplifica al producirse contactos entre culturas que
se ignoraban o en el curso de mutaciones rápidas en el seno de la sociedad.
Sin embargo, una unidad básica se manifiesta a través de la común estimación de la dignidad
humana, lo que implica imperativos para la conducción de la vida.
La conciencia de todo hombre expresa un cierto número de exigencias fundamentales (cf. Rom
2, 14), que han sido reconocidas en nuestra época en afirmaciones públicas sobre los derechos
esenciales del hombre.
14. La unidad de la moral cristiana se funda sobre principios constantes, contenidos en las
Escrituras, iluminados por la Tradición y presentados a cada generación por el Magisterio.
Recordemos como principales líneas de fuerza: las enseñanzas y los ejemplos del Hijo de Dios
que revela el corazón de su Padre, la conformación con su muerte y con su resurrección, la
vida según el Espíritu en el seno de su Iglesia, en la fe, la esperanza y la caridad a fin de
renovarnos según la imagen de Dios.
La libertad del cristiano (cf. Gál 5, 1. 13), lejos de implicar un pluralismo sin límites, exige un
esfuerzo hacia la verdad objetiva total, no menos que la paciencia con las conciencias débiles
(cf. Rom 14; 15; 1 Cor 8).
Es necesario, ante todo, recordar el tema preciso tratado por la Comisión: «La unidad de la fe y
el pluralismo teológico». La Iglesia ha conocido y conoce una gama bastante amplia de
diversidad: en la organización de sus estructuras, en la liturgia, en la pastoral etc. Es evidente
que todas estas diversidades tienen una cierta relación con lo que se denomina «pluralismo
teológico». Pero la Comisión juzgó que no podía abordar todos esos aspectos y se limitó
conscientemente al tema ya indicado, sin desconocer por ello las dimensiones que se acaban
de recordar.
Alguien se preguntará tal ver sobre el porqué del empleo de las palabras «pluralismo» y
«pluralidad». En rigor podría tomárselas como sinónimas o equivalentes, y tal es el caso con
mucha frecuencia. Sin embargo, hay matices que deben ser considerados. La palabra
«pluralismo» subraya más bien, por lo menos en ciertas lenguas, un aspecto de principio: la
legitimidad de las diversidades, mientras que la palabra «pluralidad» marca el acento sobre la
situación de hecho: la existencia de las diversidades. La cuestión de la legitimidad abarca
ambos sentidos.
Aún una precisión necesaria. Hay que distinguir la unidad de la fe, de la posibilidad de
diferentes expresiones de la fe. Es necesario distinguir, por una parte, la unidad de la fe, y a
veces de sus expresiones, y, por otra, la diversidad de las teologías. Parece posible, pues,
establecer tres planos: unidad de la fe; unidad-pluralidad de las expresiones de la misma fe;
pluralidad de las teologías. Sin embargo, estos planos no pueden ser objeto de una separación
rigurosa y cuasi-material: no puede concebirse la fe sin ninguna expresión, y estas expresiones
pueden tener una relación más o menos estrecha con una teología determinada.
Cuanto queda dicho permite colegir suficientemente el alcance ecuménico del tema.
Se pueden buscar los orígenes de esta cuestión en sus fuentes teológicas o en las socio-
culturales. Una separación rígida sería tan artificial como falsa, porque daría la impresión de
desconocer los vínculos necesarios entre la creación y la Revelación. A pesar de esto, una
distinción es posible y útil. La Comisión escogió, como punto de partida, las fuentes teológicas:
el misterio inagotable de Cristo es lo que fundamenta, desde este punto de vista, la posibilidad
y la legitimidad del pluralismo o, más bien, de la pluralidad. Ninguna expresión humana podrá
jamás agotar lo inagotable ni expresarlo de manera exhaustiva (cf. Proposición, 1). Esto sugiere
el lugar privilegiado de la contemplación cristiana. Pero la diversidad de las culturas
proporciona también un punto de partida para considerar el pluralismo y, aunque esta
comprobación puede llamarse «sociológica», es preciso reconocerle un interés teológico. Esto
es tanto más claro cuanto que la dimensión misionera es esencial a la Iglesia y a la fe cristiana
(cf. Proposición, 9).
No se trata, pues, de excluir una u otra de estas raíces; sin embargo, pareció necesario
reconocer a la primera una prioridad, dado que ella proporciona los criterios definitivos para el
discernimiento (cf. Proposición, 7).
3. Pluralidad e historicidad
La Revelación cristiana no sólo tiene una historia, sino que se ha realizado históricamente:
consta de hecho y palabras que mutuamente se iluminan. Sería demasiado simple poner en
relación hechos y palabras contemporáneos: los acontecimientos de una época determinada
se esclarecen por medio de palabras bien posteriores, y viceversa. De aquí el gran problema de
la relación entre los dos Testamentos (cf. Proposición, 2). Quien conozca la carta de Clemente
de Roma a los corintios, no puede negarse a ver hasta qué punto esta cuestión estuvo
presente a la conciencia cristiana ya desde las primeras generaciones. Ahora bien, Cristo es el
punto de referencia de toda esta historia (cf. Proposición, 4). En Él se resume la
discontinuidad-continuidad de las dos Alianzas: Él es, al mismo tiempo, cumplimiento,
proyección y ruptura.
El elemento histórico aporta aún otro dato importante: la relación de la praxis con la fe (cf.
Proposición, 5). Es innegable que la fe regula la praxis, pero es preciso tener también en
cuenta la relación inversa: la praxis constituye, por su parte, una cierta explicitación de la fe.
Esto debe precisarse. Si se comprendiera esta afirmación como si el criterio definitivo pudiera
sacarse de los datos estadísticos, se habría establecido un falso principio, capaz de trastornar
las consecuencias morales de la fe. Por otra parte, hay que reconocer que el Espíritu Santo,
que conduce al conjunto de la Iglesia, le enseña, sobre todo a través de los hombres
espirituales y de los carismas proféticos (cf. Proposición, 15), comportamientos nuevos que
son, en alguna forma, explicitaciones de la fe.
Esto es verdad, en primer lugar, con respecto a las teologías del Nuevo Testamento. Se puede
hablar de una teología lucana, como puede reconocerse también una teología particular en la
carta a los Hebreos. Lejos de oponerlas o de querer discernir un «canon dentro del canon» de
las Sagradas Escrituras, es en el sujeto-Iglesia donde se da su unidad (cf. Proposición, 6). Se
dice «donde se da», porque no se trata, en modo alguno, de un resultado artificioso, sino del
sujeto englobante y ya existente, al cual han sido dadas las Escrituras. Esto vale, con mayor
razón, de la unidad de los dogmas a través de la historia (cf. Proposición, 6), como ve en el
ejemplo típico de los Concilios de Éfeso y Calcedonia con respecto a las definiciones que se
refieren al misterio de la Encarnación.
Se afirma un primer límite, negativo: no puede aceptarse una pluralidad cuya justificación
quisiera encontrarse en el hecho de una incomunicabilidad radical de la verdad. Esto
equivaldría prácticamente a negar la comunión en la fe. La Revelación nos ha sido dada
precisamente con el fin de crear esta comunión. De aquí el rechazo de una concepción del
cristianismo que no sería más que pura cooperación pragmática (cf. Proposición, 8).
Así se llega a una afirmación que se refiere a los conflictos extremos: la Iglesia tiene la
posibilidad real de juzgar de las ambigüedades de las presentaciones de la fe y de discernir el
error, y tiene el deber de rechazarlo. Su competencia llega incluso a declarar la herejía, es
decir, hasta reconocer que se ha producido una quiebra en la comunión de la fe (cf.
Proposición, 8). Pero aun sin llegar al empleo de este recurso extremo, existe la posibilidad de
usar otras medidas que pueden a veces ser suficientes y eficaces. En todo este asunto no se
trata de intenciones personales, sino del contenido objetivo de las formulaciones, y no sólo
bajo el aspecto de negaciones abiertas, sino también en el de los silencios sistemáticos.
El problema no es nuevo. Incluso en épocas en que una unidad de tipo uniforme parecía en
tranquila posesión en el seno de la Iglesia occidental en materia dogmática, la pluralidad moral
o, si se prefiere, la pluralidad de soluciones morales, era por demás evidente. Los textos de la
Comisión comprueban el hecho, descubren algunas de sus raíces y muestran cómo existe, a
pesar de todo, en este campo, una unidad profunda basada en la dignidad humana y en la
conciencia (cf. Proposición, 13). Esto no significa que esta unidad no tenga su origen en Dios:
recordemos aquí lo que se dijo al principio de este breve comentario (n. 2) sobre las relaciones
entre lo que el hombre descubre en sí mismo y lo que le es dado por la Revelación.
Una proposición especial trata de las principales líneas de fuerza que permiten asegurar el
discernimiento de la unidad de la moral cristiana (cf. Proposición, 14). Se encuentra allí, una
vez más, la tríada Escritura-Tradición-Magisterio, en la perspectiva de nuestra renovación
según la imagen de Dios. Es evidente que los calificativos aplicados a los tres miembros de la
tríada no pretenden resolver el problema de las mutuas relaciones: su finalidad no es otra que
la de hacer ver algunos aspectos de dichas relaciones, útiles para la finalidad de la proposición.
Sería una gran lástima, sin embargo, comprender lo anterior de modo que ya no se diera lugar
a la vocación personal de cada uno, como si esta vocación no tuviera su fuente en los dones de
Dios (cf. Proposición, 15).
Por otra parte, al reconocer la libertad del cristiano, no hay que derivar hacia una concepción
de la libertad que equivaldría a afirmar el valor puramente subjetivo del juicio moral, o sea una
especie de agnosticismo intelectual. Esta necesaria firmeza nada tiene que ver con posiciones
de dureza frente a las personas, originadas por no considerar la maduración de cada cual ni su
descubrimiento y maduración progresivos, y a veces regresivos, de las exigencias del Reino (cf.
Proposición, 15).
Conclusión
Estas breves y rápidas observaciones, que pretenden ser fieles a las intenciones de la Comisión
teológica internacional, no pueden aspirar a decirlo todo y a no olvidar nada. Quisieran
mostrar el sentido general del texto de las proposiciones. Por lo demás, no son sino un mero
subsidio a una primera lectura y no puede proporcionar todos los elementos de juicio que
aporta el comentario completo de la subcomisión. La lectura de las proposiciones de la
Comisión debe hacerse considerándolas como un conjunto, evitando aislar ideas o expresiones
que son complementarias unas de otras.
El título, por sí solo, delimita con precisión el tema. No fue la intención de los redactores tratar
de todos los pluralismos: litúrgicos, pastorales, organizativos, sino únicamente del pluralismo
teológico, sin desconocer, naturalmente, los otros pluralismos.
Sin embargo, se planteó una cuestión: ¿hay que hablar de pluralismo o de pluralidad? (hay que
advertir que el texto habla unas veces de pluralismo y otras de pluralidad). Resulta difícil
decidir, porque ambos términos son con frecuencia sinónimos, aunque si uno insiste
preferentemente sobre el hecho de las diferencias o diversidades, el otro insiste en la
legitimidad de esas diferencias. Pero es evidente que el texto excluye un pluralismo que
admitiese la coexistencia de contradicciones: equivaldría a negar lo que es esencial, la unidad
de la fe.
Es importante, en fin, distinguir, pero no separar, porque los lazos son profundos: la unidad de
la fe, la unidad-pluralidad de las expresiones de la fe, la pluralidad de las teologías. En realidad
se trata de niveles diferentes, aunque coordinados. Y lo que es, ante todo, primario es la
unidad de la verdad.
La fe es, en primer lugar y ante todo, la adhesión a la Persona del Verbo Encarnado, muerto y
resucitado, y la confesión de esta Persona en el poder del Espíritu; es irreductible a una
construcción intelectual, a un «sistema». Sin embargo, implica, por su misma naturaleza, la
aceptación de fórmulas dogmáticas, cuyo valor está subrayado por las Proposiciones, 7, 10, 11
y 12.
Resumiendo digamos que la ortodoxia de la fe está en creer con toda la Iglesia en marcha, en
acoger su «ayer», lo anteriormente adquirido y permanecer abiertos a su «mañana», en la
obediencia al Espíritu que enseña lo que todavía no se podía entender (cf. Jn 16, 12-13).
El criterio de discernimiento del pluralismo -de su verdad o de su falsedad- aparece con toda
claridad: es la fe de la Iglesia, expresada en el conjunto orgánico de sus enunciados
normativos. El criterio es, pues, la Escritura en su relación con la Iglesia creyente y orante, es
decir, en su relación con la tradición viviente de la Iglesia, que incluye el Magisterio. Escritura,
Tradición y Magisterio están orgánicamente ensamblados en un solo conjunto. Queda, por lo
tanto, excluida toda pluralidad, que se fundase en la incomunicabilidad radical de la verdad o
se fundase en una cooperación puramente pragmática. Esto equivaldría a negar la misma
estructura de la fe. Es esto algo que es singularmente urgente recordar en nuestros días.
4. El dinamismo misional de la fe
La fe debe dar razón de sí misma a nivel racional: sin ser una filosofía, imprime
indudablemente una dirección al pensamiento. La fe subraya claramente que Jesús y el
Creador no son más que una sola cosa, que a Jesús le pertenece el ser y no solamente la
historia. La fe debe inscribirse en las diferentes culturas, en un pluralismo necesario, pero este
esfuerzo debe hacerse en comunión con la Iglesia universal del pasado y del presente.
Debe advertirse la necesidad de poner siempre las fórmulas dogmaticas en relación con la
Escritura y el mensaje evangélico que hay que proclamar al mundo.
El acento puesto en los primeros Concilios no es, de ningún modo, una relativización de los
Concilios posteriores: se intenta solamente subrayar la importancia de su objeto y temas (la
Trinidad, la cristología...).
Advirtamos todavía -pero hay que leer todo el texto- que la libertad del cristiano no se funda
en la subjetividad, sino que supone un esfuerzo constante hacia la objetividad total.
Conclusión
Estas notas no son más que una glosa rápida y no un comentario detallado de estas
proposiciones como el publicado bajo la responsabilidad directa de la subcomisión que
preparó el texto y que estuvo presidida por el profesor J. Ratzinger(34).