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El Ajiaco Perfecto de Dios

Por Juan Guillermo Isaza

En una carrera todavía por definir, Religión y Ciencia se adelantan la una a la otra por
dar una explicación a las grandes preguntas de la existencia.

Hay una historia que podría parecer de ciencia ficción: un investigador acaba de recibir
una donación de tres millones de dólares para, en un período de tres años, construir vida
artificial. Para que se pueda considerar que ha cumplido esta meta, dicho investigador debe,
a partir de compuestos químicos fundamentales, obtener una estructura capaz de realizar
una copia exacta de si misma utilizando materiales de su medio ambiente circundante.
Dicho investigador propone sintetizar el genoma de un microorganismo extremadamente
simple, el Mycoplasma genitalium, una bacteria presente en la orina, enrollarlo hasta
conformar un cromosoma artificial, colocarlo dentro de una cubierta proteínica y ... presto!
Tenemos vida creada en el laboratorio. Podría parecer ciencia ficción si no fuera porque el
investigador se llama J. Craig Venter, los tres millones los puso el Departamento de
Energía de los Estados Unidos y el Micoplasma, fuera de causar infecciones uretrales se
convertiría en un arma biológica.
Más allá de la clonación de un ser humano, que al parecer está a punto de ser llevada a cabo
con éxito a comienzos del 2003, la síntesis de vida artificial es el verdadero punto de
inflexión a partir del cual se podría decir que el hombre está ocupando el lugar de Dios
como creador, momento en el cual podemos detenernos, tomar aliento, y preguntarnos cuál
será el destino de este viejo y entrañable Patrimonio de la especie humana y cuáles sus
relaciones con la Ciencia, su antigua y pertinaz enemiga.
A finales del siglo XIX, una serie de descubrimientos científicos y técnicos empezaron a
golpear los cimientos del pensamiento religioso, hasta dejar el concepto de un ser creador
tendido en la lona, a tal punto que Friedrich Nietchze pudo exclamar, de manera
completamente honesta “Dios ha muerto”. Las grandes verdades de las religiones
monoteístas (cristianismo, judaísmo e islamismo) pasaron a ser explicadas o puestas en tela
de juicio por la ciencia. Veamos el caso del origen del hombre. Cuando Charles Darwin
publicó su libro On the Origin of Species by Means of Natural Selection (El origen de las
especies en términos de selección natural), el escándalo fue mayúsculo, ya que el obispo
James Usher de Armagh, Irlanda, estudiando cuidadosamente la Biblia, había calculado la
fecha de creación del mundo para el domingo 24 de octubre de 4004 antes de Cristo. La
idea de evolución era blasfema. Según Usher, Dios había creado el mundo con todo
incorporado: Plantas, animales, ríos, volcanes e incluso fósiles de dinosaurios como
argumentaron posteriormente algunos teólogos recalcitrantes. Pero el golpe mortal vino de
manos de un monje católico ruso, George Mendel, quien cruzando fríjoles descubrió las
leyes de la genética y afianzó desde esta disciplina la teoría propuesta por Darwin para
explicar el origen del hombre. En la actualidad, casi nadie pone en duda esta teoría. El mito
de Dios creando al hombre de la arcilla ha quedado reducido a eso: Un mito.
Un científico, como el genetista Emilio Yunis, lo explica de la siguiente manera. “El origen
de la vida y el universo, tanto desde el punto de vista de la ciencia, como desde el punto de
vista de la religión, son como dos “cuentos” bonitos, sin que eso afecte tanto al uno como a
la otra. La diferencia es que en el “cuento” de la ciencia van quedando eslabones vacíos y la
ciencia, incansablemente, va llenando estos eslabones. Para los científicos estos eslabones
deben encajar dentro de la estructura de la ciencia, dentro de los esquemas de pensamiento
de la ciencia, y en muchos de los casos dentro de los cuadros de resultados que la ciencia ha
ido obteniendo. Por esa razón la ciencia acoge “cuentos” que tienen una naturaleza
diferente a aquellos que no tienen una base científica.”
La ciencia, por supuesto, no se quedó en el problema del origen del hombre y empezó a
explicar la constitución misma de la vida desde sus bases moleculares y atómicas, hasta el
punto de que a comienzos del siglo veinte el científico ruso Oparin pudo proponer una
teoría que explicaba el origen de la vida en la tierra sin necesidad de recurrir a la acción
divina, a partir de elementos fundamentales como nitrógeno, carbono y oxígeno, sometidos
a ciertos tipos de energía presentes en la atmosfera de la tierra primitiva. Por último, los
descubrimientos del ADN en los años sesenta abrieron el camino para la explicación
exhaustiva del mecanismo de la vida. ¿Había llegado el momento de perder la fé?
La reacción de la iglesia católica, que aunque a veces no lo parezca siempre ha sido muy
flexible a los cambios externos, fue replegar la frontera de la fe para dar cabida a los nuevos
descubrimientos científicos. Los relatos bíblicos fueron puestos en una perspectiva
filosófica y antropológica como una manera de un pueblo en especial (el hebreo)
experimentar la presencia de Dios desde la eternidad y el dogma se contrajo hasta exigir
casi exclusivamente un Acto Creador. De allí en adelante, todo fue dejado en manos de la
ciencia, asimilando las leyes de la naturaleza de cierta manera a las leyes de Dios.
Hasta aquí, todo muy bien. Los científicos siguieron investigando las grandes preguntas
que la religión había declinado responder y continuaron con paso lento pero seguro
encontrando las leyes fundamentales que rigen la materia. Pero en cierto momento, durante
la primera mitad del siglo XX las cosas empezaron a cambiar, al dirigir la ciencia la mirada
hacia dos extremos opuestos de la creación: lo infinitamente grande y lo infinitamente
pequeño: el universo y las partículas subatómicas.
Hasta el siglo XIX, al estudiar los compuestos químicos y descubrir la estructura del átomo
todo parecía marchar muy bien: los elementos se comportaban de una manera lógica y
ordenada, encajando unos con otros en elegantes fórmulas químicas, con enlaces y
valencias que se igualaban a ambos lados de las ecuaciones científicas, pero al descender
por debajo del nivel atómico y aparecer partículas como los quarks, los mesones o los
muones, las cosas se ponen a otro precio. En primer lugar el concepto de materia tal como
lo conocemos deja de ser consistente. Si el núcleo del hidrógeno por ejemplo fuera del
tamaño de una pelota de tenis, el electrón que lo circunda, de un tamaño menor al de una
bolita de cristal, tendría una órbita del tamaño de un estadio. O lo que es peor: no podemos
saber donde está un electrón en un momento determinado, solo lo podemos tratar como un
evento estadístico. En este extraño mundo, las cosas existen dependiendo de si uno las está
mirando o no, como queda ilustrado en un famoso ejemplo conocido como la paradoja del
gato de Schrodinger. Supongamos que tenemos un gato en una caja con dos rotos. Frente a
uno de ellos hay un frasco de veneno. Disparamos un electrón hacia la caja. Si entra por el
roto del veneno, el gato muere, si entra por el otro vive. Destapamos la caja y encontramos,
por ejemplo que el gato está muerto. Pero mientras no miremos, el gato podría estar vivo.
En opinión de Atanasio Roldán, Físico teórico e investigador de la Universidad Nacional de
Medellín “Prácticamente, la mecánica cuántica recupera el lema del filósofo idealista
Berkeley ‘esse est percipi’, ‘ser es ser percibido’”.
Y que sucede cuando miramos hacia el otro lado, es decir hacia el universo en su totalidad?
De inmediato surge la Gran Pregunta sobre el Origen. En 1927 un abad y astrónomo
católico teorizó sobre la posibilidad de que toda la materia del universo proviniera de un
huevo cósmico. Su teoría fue ridiculizada durante un tiempo, hasta que Edwin Hubble
constató el corrimiento hacia el rojo de las galaxias, es decir el hecho de que todas ellas se
están alejando unas de otras en el espacio. Al echar hacia atrás la película en el tiempo se
llega inmediatamente a la conclusión de que debió haber un momento en que todas
debieron estar extraordinariamente cercanas. El astrónomo Fred Hoyle, detractor de esta
teoría, llamó despectivamente este momento como Big Bang o Gran Explosión.
Curiosamente, este nombre fue el que perduró.
Casi de inmediato, el Vaticano advirtió el enorme atractivo teológico de esta teoría. En
efecto, ella sugiere que toda la materia del universo estaba reunida en un punto tan pequeño
que carecía de dimensiones físicas. Esto, en plata blanca equivale a decir que el universo
había surgido de la nada, como había aseverado el físico Heinz Pagels. Pongamos el dedo
de Dios allí y ¿qué tenemos? “Hagase la luz”!
Pero un momento. Algunos científicos de reconocido talante materialista como Stephen
Hawking han acudido con presteza a poner el dedo en la fisura de la singularidad (el hecho
de que toda la materia del universo esté reunida en un solo punto en el espacio – tiempo)
para evitar que se desbordara la presa de la metafísica. Lo hizo suponiendo que la historia
del universo es como un cono, con el extremo ancho en el momento actual. El extremo
agudo sería el Big Bang. Pero Hawkings sugiere que el cono no se estrecha hasta llegar a
un punto geométrico sino que poco antes se achata como si lo aplastaramos contra el piso.
En cualquiera de los varios puntos de esta punta roma, al azar podría estar el origen del
universo. De tal manera que Dios no podría poner su dedo en ninguno de ellos.
Ahora bien, aún suponiendo que, como sugiere el mismo Hawkings, la materia hubiera
existido desde siempre, aún confinada dentro de la singularidad inicial, surge otra pregunta
que inquieta por igual a los físicos y los teólogos: la de la tersura del universo. Dicho en
otras palabras, las leyes que gobiernan el universo conducen necesariamente a la armonía y
el equilibrio. Si la fuerza de la gravedad no disminuyera en razón inversa del cuadrado de la
distancia, todo el universo hubiera colapsado poco después del Big Bang. Si las fuerzas
electromagnéticas fueran tan sólo un uno por ciento más débiles de lo que son, no se
habrían aglutinado los elementos y mucho menos las galaxias y el universo sería una sopa
indeterminada de protones. Por qué entonces el universo salió del Big Bang de una manera
tan ordenada y lo que es más, tan favorable a la vida? Esta pregunta es conocida como el
argumento antrópico y es una puerta más por la que Dios se cuela dentro de la astrofísica.
¿Fue él quien añadió la cantidad exacta de sal a la sopa cuántica de la que estamos
compuestos para permitirnos llegar a tener inteligencia y consciencia para adorarlos?
La discusión está lejos de haberse terminado. Ante el argumento antrópico surge la teoría
de los universos múltiples, según la cual el universo que conocemos es tan sólo uno de
muchos universos posibles y acaso paralelos, con leyes físicas radicalmente diferentes al
nuestro. La única pega es que estos universos no pueden ser detectados a partir del nuestro
por ser precisamente tan radicalmente diferente. Creer en esta teoría es casi como creer en
Dios. Otra teoria sugiere que el universo se crea y se destruye en ciclos sucesivos de Big
Bangs, seguidos de Big Crunchs (“grandes estrujones”). Esta teoría tiene un curioso eco en
ciertas cosmogonías hindúes, como la vedántica, que asegura que este universo no es más
que una respiración de Brama. Desafortunadamente para Brama, las últimas investigaciones
de la física demuestran que el universo, en lugar de desacelerar su expansión y dirigirse a
un Big Crunch, está acelarándose cada vez más. En cualquier caso, es claro que la ciencia
es un sistema abierto, donde cada nuevo descubrimiento y cada nueva teoría introducen
nuevas preguntas, que dan lugar a nuevas teorias y nuevos descubrimientos. Y como diría
Jorge Luis Borges “en las grietas está Dios, que acecha”.

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