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21 de agosto de 2011
De: J. Bermúdez, jefe del
Servicio de Enfermedades
Infecciosas. ISCIII
A: C. Martínez, director
general de Salud Pública
Asunto: Militares
Querido Carlos, te escribo
apresuradamente para informarte
de lo que está pasando en el
Instituto. Hace un par de horas se
ha presentado en el laboratorio un
grupo militares armados al mando
de un coronel de Ejército llamado
Benavides, acompañado por otro
militar que se identificó como juez.
El que se identificó como juez nos
pidió ver al paciente Cero, a pesar
de que le explicamos
reiteradamente que se encontraba
confinado en una sala de
aislamiento de máxima seguridad.
Después de comprobar la
monitorización que mostraba que
carecía de pulso y respiración
sacó un impreso y certificó que el
paciente "había fallecido", a pesar
de que éste continuaba en el
estado agresivo que ya te describí.
Nos exigió que extrajéramos su
cerebro. Nos opusimos alegando
que continuaba vivo. "Aquí dice
que está muerto", nos dijo
agitando el certificado de
defunción. Nos negamos pero los
acompañantes nos amenazaron
con las armas. Un patólogo y yo
entramos en la sala con los trajes
de protección biológica y nos
vimos obligados a practicar la
extracción del cerebro. Ha sido
espantoso porque el paciente no
dejó de moverse ni de gritar hasta
que terminamos. Los militares
introdujeron el cerebro en un
contenedor y después de hacerme
firmar un papel que no pude leer
nos ordenaron destruir el cadáver
en la incineradora y se marcharon
llevándose la muestra a un
laboratorio de las Fuerzas
Armadas, según me dijeron.
Mientras extraía el cerebro corté
un pequeño fragmento de tejido
que oculté a los militares y he
podido examinarlo. Hay una fuerte
presencia del virus, a tal punto
que da la sensación de que forma
parte del propio tejido cerebral.
Desde el punto de vista
científico,es fascinante, aunque me
temo que no voy a poder avanzar
mucho: durante el transcurso de la
extracción el sujeto me mordió en
un brazo perforando el traje de
aislamiento. Empiezo a sentir los
mismo síntomas que han
desarrollado los dos técnicos que
también fueron mordidos por el
paciente Cero. Tengo una fiebre
muy alta y apenas si puedo
escribir. Estoy muy asustado: creo
que me queda poco tiempo de vida.
No sé cómo acabará todo esto. No
he conseguido hablar con mi
familia. Te pido que lo intentes tú
y les expliques lo que ha pasado.
Pídeles, por favor, que intenten
marcharse de Madrid a nuestra
casa de campo y diles que les
quiero.
Un abrazo
Juan Bermúdez
Hugo levantó la mirada y se
encontró con los ojos cansados de
su jefe. Un rictus de amargura en su
boca dejó escapar un suspiro.
– He hablado con su familia y
he llamado después al director
general de la Policía para que
mandaran una patrulla al Carlos III.
No había ninguna UVI móvil
disponible porque todas están
desplazadas a Cuatro Vientos. Los
policías han tenido que repeler el
ataque de decenas de empleados
del laboratorio que mostraban un
comportamiento similar al del
paciente Cero. Ha habido muertos y
han evacuado a varios heridos por
mordiscos a diversos hospitales de
Madrid y de Toledo porque los del
Sur y Este están desbordados. No
sabemos si Bermúdez está entre los
heridos o los muertos porque el
caos es total.
Hugo permaneció en silencio.
Recordaba a Bermúdez, con el que
solía charlar durante la copa de
Navidad que se celebraba en el
ministerio todos los años. Era uno
de los científicos mejor
considerados en su campo y había
compañero de facultad del director
general. Regresó a su despacho y
preparó la versión en español de
las instrucciones para la
supervivencia que había publicado
la web del CDC de Atlanta. Eran
consejos muy básicos a los que
muchos norteamericanos estaban
acostumbrados, sobre todo los que
vivían en zonas donde los
huracanes y los tornados eran
habituales. Hugo tenía dudas de que
en España la gente siguiera esas
recomendaciones al pie de la letra,
aunque eran básicas y simples.
Colgó el texto en la web del
ministerio y añadió el link de la
página del CDC de Atlanta al final.
Era una enumeración de
productos de primera necesidad, un
kit de emergencia, para resistir unos
días en caso de una pandemia hasta
que las autoridades pudieran tomar
el control de la situación:
Agua: cuatro litros por persona
y día
Alimentos: suficientes
alimentos no perecederos que
suelas comer regularmente
Medicamentos básicos
Herramientas: cinta adhesiva
resistente, cuchillo, una radio de
pilas
Higiene: lejía, jabón, toallas,
etc.
Una muda de ropa limpia por
persona.
Mantas.
Documentos: permiso de
conducir, pasaporte, certificado de
nacimiento
Un botiquín de primeros
auxilios.
Plan de emergencia: buscar un
refugio, tener listo un plan de
evacuación y un listado de números
de teléfono de socorro (policía,
protección civil, emergencias).
Más información:
http://blogs.cdc.gov/publichealthm
101-zombie-apocalypse/
Después apagó el ordenador y
se marchó a casa. Estaba agotado y
necesitaba dormir para afrontar el
previsible infierno de trabajo al que
se enfrentaría al día siguiente.
Valladolid. Lunes 22 de agosto de
2011. 00:35 horas
Después de desayunar un
colacao con galletas y mermelada
decidió subir al tejado para
comprobar el nivel del agua del
depósito. Comprobó con alivio que
el agua estaba más o menos al
mismo nivel. Cerró la tapa del
depósito y se asomó a patio.
Entonces se sorprendió al ver que
la nota que había pegado en la
puerta ya no estaba. Bajó corriendo
al consultorio y saltó por la ventana
al patio. Se acercó al portón y
examinó el suelo por si la nota se
hubiera despegado por la noche.
No. Era obvio que alguien había
salido al patio durante la noche o al
amanecer y había despegado la
hoja. Sólo le quedaba esperar.
Al anochecer, más o
menos a la misma hora a la había
visto a la monja salir a rezar al
jardín interior, Hugo se situó ante la
ventana del consultorio. Tenía
pensado darse a conocer en cuanto
la monja apareciera. Esperó al
principio con nerviosismo, después
con una cierta inquietud, pero según
transcurrían las horas comprendió
con desánimo que nadie iba a salir
aquella noche. Con una cierta
irritación saltó al patio, se acercó
al portón y golpeó con los nudillos
sobre la madera. Toc, toc, toc.
Nada. Volvió a intentarlo. En la
tercera ocasión golpeó con la palma
de la mano durante varios segundos.
"Es imposible que no me oigan",
pensó.
Retrocedió hasta la
ventana de la consulta y saltó al
interior. Se sentó en la silla
pensando cuál sería su siguiente
paso. Esperó durante horas sin que
nadie apareciera. Sacó el paquete
de cigarrillos y se encendió uno.
Cuando se acabara no volvería a
fumar, se consoló. Cuando no pudo
más cerró la ventana y subió a la
oficina.
Pasó el resto del día
escribiendo en el ordenador,
recordando anécdotas de su
infancia y jugando al solitario. Al
anochecer subió al depósito, que
seguía marcando el mismo nivel.
Los días siguientes
transcurrieron monótonos. Por la
mañana bajaba al consultorio y se
asomaba al patio. Por la
noche subía al tejado y comprobaba
el depósito, que apenas disminuía.
Parecía que las monjas habían
dejado de beber... De vez en
cuando echaba una ojeada por el
buzón, pero siempre veía a los
mismos zombis recorriendo la calle
de un extremo a otro. Había uno que
se detenía frente al portón y
permanecía largo rato inmóvil en
medio de la calle, como si esperara
oír algo. A través de la ranura
estrecha del buzón sólo veía parte
de su cuerpo: unos pantalones
bermudas de color grisáceo y una
camiseta negra con manchas
oscuras que parecían de sangre
seca. En una ocasión se dio un susto
de muerte al mirar por el buzón: el
zombi estaba detenido frente a la
puerta a menos de un metro de
distancia. Si hubiera sacado la
mano por la ranura del buzón habría
podido tocarle. Bajó muy despacio
el cartón que tapaba la ranura,
retrocedió lentamente hasta la
escalera y subió tan
silenciosamente como pudo. Aquel
ser debía notar que había alguien en
las cercanías.
Un plano del siglo XVIII y una
bendición
Gonzalo se apoyó en la
barandilla de la terraza. Desde el
piso duodécimo del enorme edificio
de apartamentos donde vivía tenía
una excelente panorámica del Paseo
de la Castellana y del Santiago
Bernabéu, un cementerio bañado
por la luz crepuscular del otoño
madrileño. Los supervivientes
habían levantado, durante los
primeros días de la llegada de los
zombis, barricadas, ahora rotas, que
iban desde las torres del estadio
hasta los edificios de las esquinas,
cerrando las calles Concha Espina
y Rafael Salgado. Otras barricadas
cerraban las bocacalles de Doctor
Fleming y Padre Damián. En los
primeros días Gonzalo había hecho
señales con una sábana desde la
terraza a las las figuras que veía
vigilar la ancha avenida desde las
torres del Bernabéu, pero no obtuvo
respuesta. Entre su edificio y las
barricadas del Bernabéu miles de
muertos vivientes andaban
lentamente de un lado a otro o
permanecían paralizados hasta que
algo les sacaba de su estupor y
como un ejército se ponían en
marcha hacia algún punto concreto.
A lo largo de los días se habían
concentrado decenas de miles de
zombis alrededor del campo de
fútbol. Cada vez más inquietos los
muertos vivientes buscaban una
fisura en las defensas. Gonzalo
asistía desde su terraza a la
evolución de los acontecimientos.
Al principio estaba seguro de que
los resistentes aguantarían aquella
marea que les rodeaba pero según
iban pasando los días y los
sitiadores aumentaban de número se
daba cuenta de que aquel bastión
acabaría por caer.
Los resistentes, que
debían de ser bastante numerosos y
contaban con armas de fuego,
reforzaban cada vez más las
defensas en las esquinas del
estadio. Habían arrancado asientos
de las gradas y planchas metálicas
que reforzaban constantemente. De
vez en cuando desde las dos torres
que daban al Paseo de la Castellana
disparaban contra la masa de
muertos vivientes derribando a
aquellos que descollaban entre la
multitud que se agolpaba contra las
barreras y amenazaban con
sobrepasarlas, pero era como
intentar vaciar el agua del mar que
la marea empujaba contra un
castillo de arena. Al momento
siguiente otro zombi ocupaba el
espacio dejado por el caído.
Gonzalo había tenido la esperanza
de que aguantaran lo suficiente
como para que algún día, quizás,
llegaran refuerzos. Sabía, aunque no
quería reconocerlo, que aquella
batalla estaba perdida.
Una mañana, tres
semanas antes, había despertado
por el sonido de disparos y gritos.
Se lanzó a la terraza para ver cómo
la fortaleza caía. Centenares, miles
de zombis, estaban acometiendo
contra una de las barricadas y
subiendo unos encima de otros,
como una ola de cuerpos empujada
por una marea, la estaban
sobrepasando. Gonzalo fue testigo
de la caída del único punto seguro
de la ciudad. Los disparos acabaron
pronto. Como un torrente imparable
miles de muertos vivientes
anegaron el estadio y acabaron con
los desdichados ciudadanos que se
habían refugiado allí. Después el
silencio se apoderó de la ciudad.
Gonzalo cerró la terraza y se sentó
en el sofá mirando la pared durante
horas sabiendo que el próximo en
morir sería él. No tenía ya dónde ir.
Ahora, tres semanas
después acababa de comer su
última lata de atún. Rebañó con el
dedo las migajas pegadas en el
interior de la lata y chupó con la
lengua las gotas de aceite que
quedaban en el fondo. Encendió su
último cigarrillo, que había
reservado para ese momento,
mientras oía el rugido de sus tripas.
Llevaba días dando vueltas
obsesivamente a las escasas
opciones que tenía para prolongar
su vida. Y el retraso en decidirse a
llevar a cabo esas opciones le
estaba llevando a la inanición, así
que tenía que actuar. La primera
opción era aventurarse en otras
plantas del edificio para buscar
comida. La segunda opción, que iba
cobrando fuerza conforme la
desesperación le embargaba, era
rendirse y acabar con todo: podía
salir al balcón y arrojarse al vacío
o pegarse un tiro en la cabeza. Sin
embargo no se rendiría hasta que
las circunstancias le obligaran.
Debía vencer su temor y
aventurarse a recorrer otras plantas
del edificio.
Retrasaba su puesta en
práctica porque aún oía ruidos
procedentes de los apartamentos
superiores e inferiores. A lo largo
de estos dos meses había
sobrevivido con los alimentos y el
agua de las cisternas que había
podido recuperar en los
apartamentos de su planta, limpia
de muertos andantes. Había tenido
que arrojar varios cadáveres por
las terrazas: a su vecina del
apartamento de la derecha, una
prostituta de lujo, la encontró
descompuesta en la cama agarrada
aún a un bote de tranquilizantes.
Otro vecino se había volado la
cabeza con una pistola que ahora
Gonzalo llevaba siempre en el
bolsillo trasero de los vaqueros. En
el registro de ese piso encontró una
caja de balas y un surtido mueble-
bar con todo tipo de bebidas
alcohólicas que aún no se había
decidido a probar. Quizás esta
noche se diera un homenaje con
algún whisky de lujo. El resto de
apartamentos estaba vacío cuanto
empezó todo esto. Sus inquilinos se
habían marchado al comenzar el
verano cuando muchos contratos de
alquiler finalizaban, o se habían
largado cuando todavía era posible.
Probablemente abajo, en la calle,
alguno de ellos estuviera rondando
el edificio convertido en un muerto
vivientes.
La puerta metálica que
daba a la escalera le garantizaba un
sueño tranquilo después de instalar
un cerrojo de pasador que impedía
que los muertos se colaran en su
planta. La falta de electricidad
resolvió el problema de los
sobresaltos que le producía el
trepidar del ascensor, que en los
primeros días no paraba de subir y
bajar con algún muerto viviente
atrapado dentro que había acertado
a apretar los botones de algunos
pisos. Desde entonces, sólo oía
golpes rítmicos en el ascensor,
parado en algún piso por debajo del
suyo. Ya se había acostumbrado a
esos golpes y no prestaba
demasiada atención.
Si se decidía a
explorar el piso inferior debía de
prepararse concienzudamente para
evitar algún susto. Abrir la puerta
que daba a la escalera le parecía
arriesgado porque al salir tendría
que dejarla abierta hasta su regreso
y podría colarse algún muerto
viviente en su planta. La otra
opción era descolgarse desde su
terraza a la del piso inferior. Era un
alpinista experto desde hacía
muchos años. Había hecho la mili
en la Brigada de Alta Montaña de
Jaca. Allí se había aficionado a la
escalada y la travesía. Recordó con
una sonrisa cómo había maldecido
su suerte el día en que le
comunicaron que tenía que ir al
Pirineo. Una vez allí descubrió todo
un mundo y la gran afición de su
vida. Ahora aquel azar surgido de
un bombo cuando la mili era
obligatoria iba a ser el factor que le
salvara la vida.
Contaba con el equipo
necesario: entre otras cosas, un
descensor Petzl, cuerdas de 9 y 12
mm, pies de gato Scarpa y un par de
piolets Summit de aluminio. Para
subir tenía bloqueadores jumar y
escalas de aluminio. Aguardaría
hasta el amanecer para iniciar el
asalto a su propia supervivencia.
Después de una noche
en blanco acuciado por el hambre y
el mono de tabaco Gonzalo se
preparó. Salió a la terraza y miró
hacia el Bernabéu. Una leve
columna de humo se elevaba hacia
un cielo despejado desde más allá
del campo de fútbol. El silencio era
sobrecogedor.
Se sujetó la mochila en la
espalda. Fijó con un mosquetón un
bidón de agua de cinco litros vacío
al cinturón. Se sujetó la pequeña
linterna de diodos de espeleología
en la frente. Se colgó la pistola del
cuello con el cordón de una bota y
sujetó el segundo piolet en la
mochila.
Después de varios
lanzamientos logró fijar el piolet, al
que había enganchado las cuerdas,
en la barandilla de la terraza del
piso superior. Enganchó los jumar y
las escalas en la cuerda, se subió a
la barandilla e inició el ascenso.
Eran apenas cuatro metros de
subida. Cuando llegó a la terraza se
aferró a la barandilla y nada más
asomar la cabeza un zombi se le
echó encima con tanto ímpetu que
se precipitó al vacío. Gonzalo soltó
la barandilla y cayó un metro, hasta
que la cuerda le detuvo con un tirón
y quedó colgado dando vuelta como
una peonza. Cuando consiguió
estabilizarse inició el descenso
rápidamente al oír gemidos furiosos
de al menos otros dos zombis en el
apartamento. Abajo su atacante
quedó reventado como un saco
lleno de vísceras y sangre,
esparciendo su contenido en varios
metros a la redonda. Una vez en su
apartamento tardó varias horas en
decidirse a intentarlo de nuevo,
pero esta vez bajaría al piso
inferior. El piolet que había
enganchado en la terraza de arriba
era irrecuperable, porque no
pensaba intentar ascender de nuevo
para desengancharlo. Permanecería
sujeto a la barandilla de la terraza
durante los próximos siglos.
Ató la cuerda a la
barandilla de aluminio de la
terraza, pasó una pierna por encima,
luego la otra y empezó a descender
hacia la terraza del piso inferior. En
cuanto apoyó los dos pies en la
barandilla saltó dentro de la terraza
sin hacer ruido. Miró a través del
cristal.
– Nadie. Bien, suspiró.
Forzó la puerta corredera con el
piolet y entró en el salón del
apartamento. Era como el suyo. Un
salón, dos dormitorios, una pequeña
cocina y un cuarto de baño.
Recorrió la estancia con una mirada
casi profesional. Muebles de Ikea,
un enorme televisor de plasma y
unos pocos libros en una estantería.
Dejó la mochila en medio de la
habitación. No había podido leer ni
una página desde hacía semanas, así
que se desentendió de los libros.
Entró en el cuarto de baño.
Encendió la linterna de la frente y
levantó la tapa de la cisterna. Llena.
Soltó el rácor de la cisterna y lo
introdujo en el bidón de plástico
para llenarlo. En el armario sobre
el lavabo encontró un paquete de
toallitas higiénicas y un frasco de
gel de baño. Recogió varias cajas
de medicamentos sin pararse a
mirar para qué eran y descartó un
paquete de preservativos sin abrir.
– No creo que tenga la
oportunidad de usarlos, murmuró.
La cocina le deparó más
alegrías. En la encimera había un
jamón sin empezar. Al verlo casi
grita de alegría. En los armarios
había latas de atún, paquetes de
legumbres, latas de fabada y sobres
de sopa instantánea además de un
paquete de galletas y varios
paquetes de pasta. Descartó las
legumbres y los paquetes de
macarrones. Ya no tenía cómo
cocinar desde que se le agotó la
bombona del camping gas. Llenó la
mochila con el resto de los
alimentos. Metió un paquete de
azúcar y otro de café soluble en la
mochila. La pezuña negra del jamón
asomaba por la parte superior del
macuto. La nevera soltó una
vaharada de gases de
descomposición cuando la abrió.
Ya se había acostumbrado después
de registrar todas las neveras de los
apartamentos de su planta. Había un
paquete de leche abierto que se
había convertido en yogur o algo
peor, varios envases al vacío de
embutidos que aún estaban
comestibles y un cartón de
marlboro sin abrir.
"Parece que hoy es mi día de
suerte", pensó, dándole las gracias
al fumador desconocido.
En el armario del dormitorio
principal encontró sábanas. Dobló
con cuidado un juego y lo metió
también en la mochila junto con
algunas camisetas y ropa interior
que encontró en un cajón. Se acercó
silenciosamente a la puerta de
entrada con el piolet en la mano y
pegó el ojo a la mirilla. El pasillo
estaba muy oscuro, pero no
percibió movimiento. Abrió la
puerta y salió del apartamento.
Encendió la linterna de la frente. La
luz devolvió el reflejo de unos ojos
muertos que le miraban fijamente a
metro y medio de distancia. El
corazón casi le estalla del susto.
Gonzalo retrocedió a toda
velocidad pero una mano, como una
garra, intentó aferrarse a su manga.
Se lanzó hacia la entrada del
apartamento y cerró de golpe la
puerta. Apoyado contra la madera
notó los golpes de la criatura,
furiosos y sincopados. Por la
mirilla vio cómo el monstruo
golpeaba con el cráneo contra la
puerta. Ese gemido, Dios. Era lo
peor. Echó el cerrojo y se dejó caer
al suelo casi sin respiración. Se
acordó de la pistola cuando notó su
peso contra su barriga. El sonido de
un disparo en aquella ciudad
silenciosa sería la señal para que
miles de zombis invadieran el
edificio, así que no la usaría a
menos que su vida dependiera de
ello.
"Tranquilo. Tengo tiempo para
recoger mis cosas y largarme. No
puede entrar", se dijo. Aseguró el
piolet en la mochila, la cargó en su
espalda y se dirigió a la terraza.
Soltó el descensor y colocó en la
cuerda los jumar con las dos
escalas para iniciar el ascenso. Le
temblaban las manos y las rodillas
y tuvo miedo de no tener fuerza
para subir. Cuando llegó a su
terraza se dejó caer en el suelo.
Estaba empapado en sudor y el
corazón le retumbaba en el pecho.
Se levantó de golpe y apoyado en la
barandilla vomitó un chorro de
líquido. Inclinado en la terraza, su
estómago pugnaba por expulsar
algo, pero no había nada más que
líquido ácido en su interior.
Después de diez minutos se sintió
en condiciones para incorporarse.
Entró en su casa y cerró la puerta
de la terraza. Vació la mochila y
guardó los alimentos en los
armarios de la cocina. Quitó las
sábanas de la cama, abrió la
ventana y las arrojó al vacío. Dio la
vuelta al colchón y puso sábanas
limpias. Se desnudó y se limpió el
cuerpo con las toallitas higiénicas.
Echó un poco de agua en el lavabo
del baño y se lavó la cabeza con el
gel. Se miró en el espejo. La escasa
luz que entraba en el baño sin
ventana le devolvió la mirada de un
hombre demacrado. Las mejillas
hundidas bajo una barba mal
cortada y unas profundas ojeras
delataban su agotamiento físico y
mental. Del piso de abajo llegaba el
retumbar rítmico de los golpes del
zombi contra la puerta. Gonzalo
rondaba los cuarenta años pero el
espejo mostraba a un hombre al
borde de la derrota.
Abrió el cartón de tabaco, sacó
un paquete, lo abrió, se sentó en el
sofá y encendió un cigarrillo.
Después, otro. Y otro. Una hora
más tarde, con el estómago lleno, se
sentía mucho mejor. Los golpes del
piso de abajo no paraban pero el
zombi acabaría por aburrirse y se
volvería a quedar inmóvil en el
pasillo esperando quién sabe qué.
Gonzalo, a lo largo de estos tres
meses, había tenido mucho tiempo
para observar el comportamiento de
esos seres desde su terraza. Si no
había nada que les llamara la
atención entraban en una especie de
letargo que podía prolongarse
durante días.
Encendió el móvil y volvió a
leer por enésima vez el sms que
Hugo le había mandado hace ya
casi tres meses. Fue el último
mensaje que había recibido.
<voy a buskr rfugio en la ofi d
la AMH.hay placas solares agua y
comida.intnta llegar como sea.H>
No sabía si lo habría logrado.
Vivía muy cerca de aquella oficina
y en aquellos días todavía era
posible salir a la calle con cierta
garantía de durar al menos cinco
minutos vivo. Ahora era imposible
a menos que condujera una tanqueta
y él no tenía ninguna disponible.
Recordó con un escalofrío su
intento de llegar a casa de su amigo
en los primeros días de la crisis.
Apenas pudo avanzar unos metros
tras salir del garaje con la moto.
Unos soldados le detuvieron en la
plaza de Lima cuando se disponía a
lanzarse por La Castellana en
dirección a la casa de su amigo. A
punta de subfusil le pidieron la
documentación y le hicieron
ponerse de rodillas con los brazos
cruzados sobre la cabeza. Les logró
convencer de que vivía apenas a un
centenar de metros y le dejaron
volver a casa empujando la moto.
– Como vuelvas a intentar
pasar por aquí te volamos la
cabeza, le dijo un soldado
sonriendo con cara de sádico. Es
delito hacerse pasar por militar.
Vete antes de que te quitemos la
moto.
Una vez en casa intentó
comunicarse con Hugo pero fue
imposible.
La posibilidad de disponer de
agua, comida y luz le parecía una
quimera después de tantas semanas
luchando por sobrevivir con apenas
las migajas que había ido
recogiendo en los pisos de sus
vecinos. Imaginaba mil maneras de
llegar hasta allí cada noche cuando
se metía en la cama para intentar
dormir. Había descartado la
posibilidad de bajar al garaje
subterráneo del edificio
simplemente porque, aunque lograra
arrancar un coche el portón
metálico del garaje no se abriría y
Dios sabe qué le aguardaría en ese
oscuro sótano. La moto no era una
opción: las calles estaban plagadas
por millones de criaturas que
tendría que ir sorteando o
atropellando y así no llegaría muy
lejos. Otra posibilidad era a través
de los túneles del metro, pero se le
erizaba la piel sólo de pensarlo.
Recordaba que los accesos fueron
cerrados cuando empezó la crisis,
así que las galerías deberían estar
relativamente limpias. Había un
acceso muy cerca, la entrada a la
parada de Santiago Bernabéu que
estaba en la base del edificio Torre
Europa. Esa estación tenía unas
torres de ventilación en forma de
cúpula formada por gajos de
hormigón separados que se unían en
la cúpula, que estaba rematada por
una claraboya de plástico
translúcido. Rompiendo la
claraboya podría descender hasta
los túneles del metro con bastante
facilidad y además los zombis no le
podrían seguir porque no serían
capaces de trepar los dos metros de
altura que medían las torres de
ventilación.
Gonzalo sabía que la única
forma de llegar hasta la oficina de
la Asociación era entrando en el
metro por una de esas claraboyas.
Salió a la terraza. Apenas veía
las torres. Sólo la parte superior
con sus claraboyas traslúcidas.
Éstas estaban en un plano más bajo
que la calle General Perón. Tendría
que llegar corriendo y bajar un
tramo de escaleras para llegar a las
torres, justo en la esquina con La
Castellana. Al rededor de estas
estructuras habían instalado la
terraza de una cafetería donde a
veces se tomaba un café después de
salir del gimnasio.
Pasó varias horas recopilando
fuerzas y ánimo para intentarlo.
Llegó a la conclusión de que no le
quedaba más remedio que
intentarlo. Si no lo intentaba
acabaría tan muerto como sus
vecinos.
Familia numerosa