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Y comeréis la carne de

vuestros hijos y comeréis la carne


de vuestras hijas.
Levítico 26:29
Cuatro Vientos. Domingo 21 de
agosto de 2011. 9:30 horas

François Ivanga terminó de


vomitar detrás del escenario. Se
limpió la sangre de la boca con la
manga de la sotana y se apoyó
mareado en la estructura metálica
que sujetaba el gigantesco panel
dorado. Tosió expulsando
partículas sanguinolentas que se
quedaron adheridas al metal.
Llevaba dos días vomitando sangre
y sentía licuarse su cerebro por la
fiebre. Cerró los ojos con fuerza y
notó que brotaban unas lágrimas
espesas. Se frotó la cara con la
mano extendiendo las lágrimas de
sangre por su rostro sudoroso.
Tiritaba con violencia y sentía
hambre. Un hambre atroz y
desesperado que le martirizaba
desde hace días aunque no
conseguía retener nada en el
estómago. Elevó su mirada al cielo
de Madrid. Tenía que darse prisa
para ocupar su lugar en el
escenario. Subió la escalera de
madera y se sentó en su lugar sin oír
el griterío ensordecedor de miles
de gargantas que aclamaban,
cantando, al Papa.
Los reyes observaban
la multitud que llenaba hasta el
último rincón de la enorme
explanada. François había sido
seleccionado para asistir al Papa
porque Roma quería a su lado,
durante la misa que cerraba los
actos de la Semana de la Juventud,
a un sacerdote joven africano e
Ivanga había nacido en Gambia, un
país donde el noventa por ciento de
la población era musulmana. El
sacerdote sintió como si la cabeza
estallara por dentro y su cerebro
muriera. Después, nada. Su cerebro
se había convertido en algo
parecido a un puré de células. Sólo
veía una luz roja y sombras que se
movían a cámara lenta delante de
él, como si se encontrara sumergido
dentro de una pecera de mermelada
roja. Ivanga se levantó de su silla y
se acercó arrastrando los pies a
Benedicto XVI. Cuando el Papa
levantó su mano derecha para
impartir la bendición a más de un
millón y medio de jóvenes que
abarrotaban la explanada del
aeródromo de Cuatro Vientos,
François Ivanga le arrancó el dedo
índice de un mordisco. El Papa
quedó paralizado, con la boca
abierta en un grito agudo que se
quebró por un gemido y miró con
los ojos abiertos como platos el
muñón desgarrado donde hasta hace
un momento había estado su dedo y
de donde brotó un fino surtidor de
sangre que le salpicó la cara y la
casulla dorada que llevaba sobre la
sotana. Varios miembros de la
guardia personal del Papa, que
aguardaban tras los paneles, se
lanzaron contra el sacerdote y le
tiraron al suelo mientras otros
cuatro miembros se llevaba en
volandas al pontífice, que perdió la
mitra por el camino hacia el
helicóptero que aguardaba detrás
del escenario. Ivanga se retorció en
el suelo y mordió a los fornido
agentes que trataban de
inmovilizarle. Uno de ellos, que
trataba de sujetar a Ivanga contra el
suelo, recibió un mordisco que le
arrancó la nariz. El agente cayó de
lado, retorciéndose sobre el suelo
del escenario chillando y tapándose
el rostro con la mano. La sangre se
deslizaba entre sus dedos como si
estuviera exprimiendo una esponja.
Ivanga aún tuvo tiempo de masticar
y tragar el apéndice nasal antes de
que los demás agentes se echaran
encima de él inmovilizándole del
todo. Las cámaras de televisión que
estaban transmitiendo en directo la
misa transmitieron cómo Ivanga
seguía lanzando mordiscos al aire
rugiendo como un animal salvaje.
Los reyes de España
contemplaban atónitos la escena.
Fueron levantados de sus asientos
casi a empujones por sus escoltas y
evacuados por la escalera donde
minutos antes Ivanga se había
apoyado después de vomitar sangre.
Subieron al Mercedes azul oscuro
aparcado a pocos metros del
escenario y salieron del recinto a
toda velocidad en dirección a
Madrid.
Madrid. Domingo 21 de agosto de
2011. 12:00 horas

Hugo saltó de un canal a otro.


Las cadenas de televisión de medio
mundo llevaban toda la mañana
repitiendo las imágenes del ataque
y la evacuación del Papa y de los
reyes. Una reportera contó que
Benedicto XVI no sufría heridas
graves, pero había sido trasladado
directamente a Barajas y después
de una cura de urgencia había
embarcado en su avión y despegado
hacia Roma. En otras cadenas los
periodistas informaban en directo
desde Cuatro Vientos sobre
incidentes similares sufridos por
numerosos asistentes a la
ceremonia. Hugo cambió a la CNN,
que aún no se había hecho eco de la
noticia y retransmitía en directo la
entrada de los rebeldes libios en
Trípoli. La enviada especial
narraba, protegida por un chaleco
antibalas y un casco, que dos hijos
de Gadaffi habían sido detenidos
por los sublevados.
Hugo apagó la tele y
encendió el aire acondicionado.
Entró en la cocina y sacó una lata
de cerveza de la nevera. Era el
verano más caluroso de los últimos
años. La temperatura rondaba, a las
doce de la mañana, los cuarenta
grados. Se sentó en la terraza para
bebérsela. Al día siguiente estaría
en Asturias dando un paseo por el
monte. Con suerte y si hacía bueno,
incluso podrían acercarse a alguna
playa.
Sonó su móvil. Era Carlos
Martínez, su jefe en la Dirección
General de Salud Pública.
– Hola, Ache. Espero que sigas
en Madrid...
– Sí. Mañana por la mañana
cojo el avión. Estaba haciendo la
maleta mientras veía la tele. Mi
mujer está ya en Asturias, en casa
de mis suegros. Después nos iremos
a un pueblo cerca de Somiedo
donde mis suegros tienen una casa.
– Pues deja la maleta. Tenemos
una reunión en media hora. Aplaza
tus vacaciones. Estamos en alerta.
– Joder. ¿Por lo de Cuatro
Vientos? ¿Es un tema de salud
pública?
– Aún no lo sabemos. Se ha
convocado el Comité de
Emergencias.
Colgó bruscamente, como hacía
siempre.
Hugo se frotó la barbilla. La
última vez que se había convocado
ese comité fue cuando aparecieron
los primeros casos en humanos de
la gripe aviar. La composición del
comité era variable según las
circunstancias y solían formar parte
de él distintos ministerios según la
naturaleza de la crisis.
Media hora más tarde
Hugo estaba sentado en una larga y
ovalada mesa en la Sala de
Emergencias de Salud Pública junto
a un montón de gente que no
conocía, entre ellos un par de
militares con el uniforme de verano.
Todos estaban muy serios y
miraban, en silencio, la gran
pantalla plana que reproducía las
imágenes que ya habían visto
decenas de veces en la televisión.
La imagen se congeló mostrando el
rostro desencajado y salvaje del
sacerdote africano, cubierto de
sangre. En aquella piel oscura
destacaban unos ojos unos ojos sin
pupilas, como de ciego. Carlos
Martínez, director general de Salud
Pública y coordinador del Comité
de Emergencias Relacionadas con
la Salud, apagó la televisión con un
mando a distancia y se aclaró la
garganta antes de hablar.
– Este sujeto es François
Ivanga, un sacerdote procedente de
Gambia, según parece. Ahora se
encuentra en una sala de
aislamiento de máxima seguridad
del Instituto de Salud Carlos III.
Tengo un informe de los análisis
que le han hecho y los resultados
son desconcertantes. Cuando lo leí
pedí que repitieran las pruebas,
pero el director del Carlos III me ha
asegurado que sólo me mandó el
informe después de haber repetido
otras dos veces los análisis.
– ¿Qué dice ese informe?
Preguntó un militar sentado a la
derecha del director general.
– Eso iba a contarles. El sujeto
está técnicamente muerto, pero
sigue vivo. Mejor dicho, debería
estar muerto porque no presenta
signos vitales. No tiene pulso, no
respira..., pero se mueve. Está
amarrado a una camilla porque su
comportamiento es extremadamente
violento y ya ha mordido a dos
técnicos del Instituto. No sabemos
si se trata de algo infeccioso. Les
digo esto porque como saben entre
una hora y media y dos horas
después del ataque al Papa se han
registrado decenas de incidentes
similares en el recinto. Estamos
hablando de que allí había más de
un millón de personas concentradas
y que no sabemos qué está pasando.
Durante varios segundos el
silencio se podía cortar. Una gota
de sudor se deslizó por la calva del
director general hasta su mejilla,
desde donde cayó sobre la
hombrera de su chaqueta.
– Nos hemos puesto en
contacto con el Centro para el
Control de Enfermedades de
Atlanta. Un especialista está
volando ahora hacia aquí. Después
les entregaré un informe con todo lo
que sabemos del tema. No tengo
que añadir que todo lo que se hable
en esta reunión es, de momento,
materia reservada. Ahora me
gustaría que el director general de
la policía nos informara de la
situación en Cuatro Vientos.
– La zona está ahora bajo
control en lo que se refiere al
perímetro externo. Hemos cerrado
los accesos por carretera para
facilitar la entrada y salida de las
UVI móviles y evacuar a los
heridos. Estoy esperando a que me
llegue un informe pormenorizado.
Ya saben que se han registrado
fuertes disturbios después del
ataque al Papa, probablemente
porque el pánico ha provocado
avalanchas. Sabemos que hay
muertos, seguramente varias
docenas. Los servicios sanitarios
de emergencias están evacuando a
centenares de heridos aunque -y
esto es lo más extraño-, no han
encontrado los cuerpos de los
fallecidos. Y sabemos que hay
muertos porque así lo han
declarado muchos de los heridos, la
mayoría de los cuales tienen
mordiscos y desgarraduras
recibidas mientras intentaban salir
de la explanada. Había varios
equipos de televisión transmitiendo
en directo los disturbios, pero hace
una hora que la señal se ha cortado.
Tampoco se ha podido localizar a
los agentes de seguridad del Papa
heridos durante el ataque del
sacerdote. Parece que no fueron
evacuados con Benedicto XVI, así
que hasta que no aparezcan no
contamos con más información.
– Muy bien. Cuando tenga esa
información envíemela. Por favor,
estén localizables por si tenemos
que convocar otra reunión.
El director general se levantó
dando la reunión por finalizada. Se
acercó a Hugo y le pidió que le
acompañara hasta su despacho.
Recorrieron los pasillos hasta
llegar al despacho del director
general. Atravesaron la secretaría,
donde sólo había una secretaria. La
otra, como la mitad del personal de
la dirección general, estaba de
vacaciones. Entraron en el
despacho, grande y luminoso. Una
lámpara de araña colgaba del techo.
En suelo estaba cubierto por una
gruesa alfombra de la Real Fábrica
de Tapices. Las puertas de cristal
que daban al balcón estaban
cerradas y el aire acondicionado
funcionaba a toda potencia.
– Siéntate. ¿Quieres un café?,
preguntó el director mientras
encendía un cigarrillo de una
cajetilla que sacó de un cajón del
escritorio. Exhaló el humo.
– No, gracias. ¿Qué demonios
está pasando?
– Evidentemente, no se trata de
un ataque terrorista. He hablado con
Bermúdez, del Carlos III. Parece
que el sacerdote presenta síntomas
similares a los de una fiebre
hemorrágica, Ebola o Marburg. Lo
único que no cuadra es que no tiene
signos vitales, lo que es, desde el
punto de vista médico, imposible.
Dio una larga calada al
cigarrillo.
– Esto, de momento, es
confidencial. Por lo menos, hasta
que tengamos los resultados del
ELISA, la prueba de laboratorio.
– Pero si tiene Ebola o
Marburg a estas alturas decenas de
personas que han estado en contacto
con él estarán infectadas... Y éstas,
a su vez, podrían estar
transmitiendo el virus a decenas, a
centenares de personas... ¡Se
tardará horas en evacuar a toda la
gente que había allí...!
– Vamos a ver qué pasa. De
momento se están aislando a los
heridos en el Hospital del Sur.
En ese momento sonó el
teléfono y el director general lo
descolgó antes de que sonara por
segunda vez.
– Sí. Pásamelo.
Durante un rato escuchó a su
interlocutor en silencio y colgó sin
despedirse.
– Era el gerente del Hospital
del Sur. Dice que varios de los
ingresados presentan síntomas
similares a los de la fiebre
hemorrágica, dijo sombriamente.
Después descolgó el teléfono,
marcó una extensión y pidió que le
pasaran con la ministra.
– Ya sé que está fuera de
España. Me da igual la hora que sea
en Nueva York. Es muy urgente.
Una emergencia nacional. Cuando
la tengas pásame la llamada. Colgó.
Después miró a Hugo para darle
instrucciones.
– Vete recopilando toda la
información que puedas de lo que
está pasando. Llama a tus amigos de
los medios y habla con los que
estén en Cuatro Vientos. Y prepara
una nota de prensa diciendo que se
ha reunido el Comité y que se está
siguiendo el asunto contemplando
todos los supuestos. Dí que
sospechamos que podría haber
casos de fiebre hemorrágica pero
no nombres el Ebola ni el Marburg.
Añade que los posibles enfermos
están siendo aislados en el Hospital
del Sur. Antes de mandar la nota a
los medios envíala a los gabinetes
de los ministerios que forman parte
del Comité para que hagan las
correcciones que crean oportunas.
Recuérdales que el portavoz soy yo
y que no hagan declaraciones a los
medios. Las peticiones de
entrevistas que te las pasen a tí y yo
iré contestando.
Sonó el teléfono y el director
general lo cogió.
– Hola ministra. Tenemos un
problema, dijo mientras hacía un
gesto a Hugo para que saliera del
despacho.
Cuatro Vientos. Domingo 21 de
agosto de 2011. 12:05 horas

Irene y Gabriel se tumbaron


encima del enorme trailer de
Televisión Española. Estaban sin
aliento. Se agarraron de la mano
con fuerza y se aplastaron contra el
techo metálico caliente.
Permanecieron inmóviles durante
horas sin atreverse a levantar la
cabeza, oyendo gritos
desgarradores, llamadas de
socorro, gemidos. Otro joven
intentó subir al techo del camión
trepando por la escalerilla. Vieron
cómo asomaba su cabeza durante un
instante pero algo tiró de él. Vieron
cómo el joven giraba la cabeza
hacia abajo, y luego extendía una
mano hacia ellos, abierta,
implorante. Irene hizo ademán de
levantarse para ayudarle pero
Gabriel apretó su mano con fuerza y
susurró que no se moviera. El joven
resistió un momento pero algo tiró
de él desde el suelo y desapareció.
Irene empezó a llorar.
Unas horas antes Gabriel,
sentado en la explanada de Cuatro
Vientos, se había fijado en aquella
chica sentada con un grupo de
amigas que cantaban alegres y
despreocupadas. Ella se dio cuenta
de que le miraba y le sonrió.
Gabriel fue moviéndose poco a
poco hasta situarse a su lado.
Media hora más tarde charlaban
animadamente y habían decidido
quedar en la ciudad para tomar algo
cuando acabara la misa. Irene se
alojaba en un colegio mayor y
Gabriel dormía en el gimnasio de
un colegio religioso con otros
doscientos jóvenes de su ciudad.
Ambos tenían diecinueve años.
Asistieron atónitos al ataque que
sufrió Benedicto XVI. Vieron a
través de las pantallas gigantes
cómo era evacuado hasta que la
señal se cortó de repente. Cuando
la gente empezó a correr por la
explanada asustada por los gritos
que alertaban de un atentado, se
pegaron el uno al otro. La masa,
formada por miles de personas que
intentaban llegar hasta las salidas
les arrastró hasta aplastarles contra
el enorme camión desde donde la
televisión nacional retransmitía la
ceremonia.
Gabriel logró abrir un
corredor a codazos hasta la cabina
del camión y señaló la escalerilla
que ascendía hasta el techo del
trailer, donde estaba desplegada
una enorme antena parabólica. A
empujones logró abrir el suficiente
espacio para que Irene llegará a la
escalerilla y empezara a trepar.
Después la siguió.
Horas más tarde
aquella barahúnda de gritos y
gemidos remitió. Irene tenía la boca
pastosa y le ardía la cabeza. El
fuerte sol de verano la estaba
abrasando. Habían perdido las
gorras y las mochilas y no tenían
con qué protegerse del sol.
Gabriel se arrastró
hasta el borde del techo y miró la
enorme explanada. Comenzaba a
anochecer. El espectáculo que vio
desde lo alto del camión le encogió
el estómago. Parecía un campo de
batalla. Cuerpos por todas partes.
Decenas, centenares de personas,
yacían en el suelo entre papeles,
mochilas, gorras, sombrillas rotas,
bolsas de plástico, latas de
bebidas... Por todas partes había
charcos de líquido oscuro que
formaban arroyos y empapaban la
tierra. Vio miembros separados de
cuerpos, heridos que se levantaban
gimiendo y volvían a caer al suelo.
Gabriel vomitó al ver que muchos
cuerpos estaban siendo devorados
por personas que, en cuclillas,
agachaban la cabeza y hundía sus
dientes en caras, muslos,
estómagos, vísceras.
Retrocedió hasta la
posición en la que Irene, aplastada
contra el techo, permanecía
inmóvil, como si estuviera dormida.
Gabriel sentía que sus brazos y su
nuca ardían abrasadas por el sol. Le
costaba tener los ojos abiertos.
– Irene, susurró.
La chica no le contestó.
Gabriel agarró su brazo y
apretó levemente.
– Irene.
La chica levantó ligeramente la
cabeza y abrió unos ojos
enrojecidos. Tenía derrames en la
esclerótica. Estaba ardiendo.
– ¿Estás bien?
Irene le miró un segundo y
susurró débilmente:
– Agua. Agua.
– Tenemos que esperar.
Aguanta.
Irene dejó caer la cabeza sobre
la chapa blanca del camión y se
desmayó. Gabriel cerró los ojos y a
los pocos segundos, se durmió.
Madrid. Domingo 21 de agosto de
2011. 12:30 horas

Hugo se sentó en su escritorio.


Sacó la agenda y llamó a las
redacciones de los principales
medios de comunicación para
averiguar quién estaba cubriendo la
noticia desde Cuatro Vientos.
Media hora después terminó un
breve informe que envió por correo
electrónico al director general.
Carlos. Sólo he conseguido
hablar con una periodista de
Radio Nacional. El resto de los
que sé que están allí no contestan
las llamadas. La periodista me ha
contado que el caos es
monumental. Ella estaba
transmitiendo en directo pero ha
perdido la señal porque parece
que la unidad móvil ha dejado de
transmitir. Se ha cortado la
llamada y después no he podido
volver a hablar con ella.
Envió el correo electrónico y
empezó a redactar la nota de prensa
siguiendo las instrucciones de su
jefe. Cuando tuvo terminado el
comunicado lo envió a los
departamentos de comunicación de
los demás ministerios. Minutos
después le empezaron a llegar las
confirmaciones con algunas
correcciones menores. Cuando tuvo
la nota definitiva la envió a su lista
de correos de medios de
comunicación y adjuntó una copia
para su jefe. En ese momento sonó
el teléfono.
– Sí.
– Ache, en diez minutos
tenemos otra reunión.
– De acuerdo.
Hugo entró en la sala y recorrió
con la mirada a los asistentes. Eran
los mismos que habían acudido a la
anterior reunión y sus rostros
estaban aún más serios. Su jefe
miró a un militar muy delgado con
el pelo gris cortado a cepillo y le
dio la palabra con un gesto.
El militar carraspeó.
– Hemos movilizado el BIEM I.
El batallón de Intervención de
Emergencias, aclaró. En este
momento está procediendo a su
despliegue en la zona para reforzar
a la policía.
– Tenía entendido que esas
unidades sólo se despliegan cuando
hay incendios, riesgos nucleares,
que obviamente no es el caso, o
riesgos biológicos... El hecho de
que nos hayáis convocado de nuevo
en la dirección general de Salud
Pública me hace pensar que se trata
de algo más que de unos disturbios.
No sé qué pinto aquí como
representante del Ministerio de
Justicia-, soltó de un tirón un joven
vestido con traje y corbata sentado
en un extremo de la mesa.
El director de Salud Pública le
miró en silencio durante varios
segundos.
– Vamos a declarar el Estado
de Alarma. Con el Gobierno y el
Parlamento de vacaciones le va a
tocar a usted redactar el decreto y
tramitarlo de forma urgente. El rey
espera firmarlo esta misma noche
porque mañana a primera hora
quiere volver a Mallorca. Deberá
llevárselo a la Zarzuela. Parece que
está confirmado que hay un brote de
una enfermedad infecciosa
altamente contagiosa. Aún no han
identificado el virus, pero parece
que podría tratarse de una variedad
del virus Ebola o del Marburg
especialmente virulenta. Una fiebre
hemorrágica con una tasa de
mortalidad superior al ochenta por
ciento, aclaró al funcionario de
Justicia, que enarcaba las cejas sin
entender. Además de ser
extremadamente letal se contagia
con gran facilidad, especialmente
entre grandes grupos de personas...
Todo el mundo permaneció en
silencio calibrando el significado
de las palabras que acababa de
pronunciar el director general.
En ese momento entró una
secretaria en la sala.
– Perdón, pero deben poner la
televisión. Cualquier canal. El
avión que trasladaba al Papa a
Italia se ha estrellado durante el
aterrizaje.
Durante diez minutos el grupo
permaneció absorto por las
imágenes que vomitaba la pantalla
gigante retransmitidas desde las
cercanías del Aeropuerto de
Fiumicino. Los murmullos se
elevaron cuando vieron cómo de
entre la bola de fuego que se había
convertido el avión Papal salían,
tambaleantes y con las ropas
ardiendo, supervivientes que
caminaban como en cámara lenta.
Un equipo de Emergencias se
dirigía a ayudar a los heridos pero
empezaron a retroceder. Algo raro
estaba pasando. Los bomberos
intentaron retroceder pero los
supervivientes, terriblemente
desfigurados por las llamas les
atacaron.
Cuatro Vientos. Domingo 21 de
agosto de 2011. 23:00 horas

Gabriel despertó sin saber


dónde estaba. Era de noche. Tocó
la superficie dura aún caliente
sobre la que estaba tumbado y
recordó. Notaba a su lado el cuerpo
inmóvil de Irene. Se arrastró hasta
el borde del techo y miró. Cuando
sus ojos se acostumbraron a la
oscuridad distinguió cuerpos que se
movían lentamente, como
sonámbulos, por la explanada. A lo
lejos las luces de las ambulancia y
de los coches de la policía
taladraban la oscuridad. Necesitaba
beber. Notaba la lengua hinchada y
tenía costras en los bordes de las
aletas de la nariz. Y aquel dolor de
cabeza. Náuseas. Necesitaba agua.
Se deslizó despacio hasta la
escalerilla y esperó unos segundos.
Se giró sobre el techo sin
incorporarse y muy despacio
empezó a bajar la escalerilla.
Cuando llegó al suelo se tumbó
boca abajo y reptó unos metros
buscando a ciegas alguna botella o
lata de bebida. Tardó lo que le
pareció una eternidad hasta que su
mano derecha rozó una botella de
plástico. La aferró y notó que
dentro había líquido. Era una
botella de agua de un litro y medio
y estaba llena. Retrocedió despacio
hasta el camión y se aferró a las
escalerilla para trepar. Le costó un
esfuerzo enorme. Las piernas no le
respondían y notaba los brazos
como si fueran de goma. Se arrastró
hasta Irene y tocó su cara. Ella
gimió. Gabriel abrió la botella y
levantó la cabeza de la chica. Le
mojó los labios con el agua hasta
que Irene abrió la boca. Despacio,
la dio de beber. Después se quitó la
camiseta y la mojó con un poco de
agua. Aplicó el algodón húmedo en
la cara de Irene, que abrió los ojos.
Le ayudó a beber un trago largo.
Después bebió él. Se mojó la mano
y se frotó la cara y la nuca, que le
ardía.
Madrid. Domingo 21 de agosto de
2011. 00:30 horas

Agotado, Hugo decidió apagar


el ordenador y marcharse a casa
después de imprimir un documento
del CDC de Atlanta que hace
algunas horas habría considerado
una broma. A lo largo del día había
leído decenas de teletipos de
agencias en el monitor de su
despacho en los que, en una
progresión alarmante, iba
aumentando la relación de heridos,
aunque, y esto era extraño, no se
contabilizaban fallecidos. Los
teletipos narraban ataques brutales
y actos de canibalismo, según
testimonios de los evacuados. Las
páginas webs y los foros hervían de
comentarios sobre posibles ataques
terroristas o envenenamientos
masivos con droga MPDV,
conocida vulgarmente como “sales
de baño”, en los suministros de
agua destinados a los peregrinos de
Cuatro Vientos. Esa droga había
saltado a los medios de
comunicación por provocar
violencia extrema entre sus
consumidores, incluyendo casos de
canibalismo. Otras páginas webs
hablaban, directamente, de zombis.
Las redes sociales y los periódicos
digitales publicaban constantemente
fotos y vídeos subidos desde
teléfonos móviles por los asistentes
a la misa en los que se veían actos
de violencia inenarrable. La
posibilidad de que hubiera una
epidemia de Ebola o Marburg había
pasado a un segundo plano. Era el
peor escenario de crisis al que se
habían enfrentado desde que
empezó a trabajar en la Dirección
General diez años antes. Hugo
atendió como pudo decenas de
llamadas de compañeros de medios
de comunicación, pero apenas
podía añadir información a la que
él mismo estaba recibiendo en una
catarata imposible de digerir. La
respuesta oficial era que aún no se
sabía la causa de los disturbios y
que las fuerzas de seguridad
estaban trabajando en la zona para
evacuar a los peregrinos y atender a
los heridos. La situación se fue
complicando con noticias sobre
aviones estrellados por todas
partes. Ya había perdido la
capacidad de respuesta y apenas si
podía digerir toda la información
que llegaba por correo electrónico
o a través de los teletipos.
Antes de marcharse
pasó por el despacho de su jefe y
entró sin llamar. El director se
había quitado la chaqueta y se había
arremangado los puños de la
camisa. Estaba hablando por
teléfono y le hizo un gesto para que
se sentara. Los ventanales estaban
abiertos y el humo de los cigarrillos
flotaba como una nube perezosa que
se enredaba en la lámpara del
techo. Por el Paseo del Prado se
veían pasar algunos coches y, con
una frecuencia alarmante,
ambulancias. La luz de las farolas
iluminaban las copas de las
enormes acacias y plátanos que
bordeaban el bulevar. Carlos se
encendió un cigarrillo encogiendo
los hombros como excusándose por
romper la norma anti tabaco que él
debería ser el primero en cumplir.
Colgó. Se frotó la cara con la mano
como si quisiera borrar los rasgos
cansados y después se ordenó los
pocos cabellos entre rubios y
canosos que coronaban su cabeza.
Mientras le miraba fijamente dio
una larga calada al pitillo y expulsó
el humo.
– Fúmate uno, si quieres. No se
lo diré a nadie.
– No, gracias. Me ha costado
mucho dejarlo. A ver si haces lo
mismo, jefe.
– La cosa se complica. Mucho.
Me acaban de confirmar que podría
haber decenas de muertos. No
podemos saber cuánta gente está
afectada pero miles de personas han
roto el cordón policial y del
Batallón de Intervención de
Emergencias y vienen hacia Madrid
por la autovía. Se han producido
disparos y parece que muchos de
los que han roto el cordón no se
detienen por los disparos. El
Ejército está tomando posiciones y
se ha movilizado la Brigada
Mecanizada, la antigua Brunete,
aclaró. Roma es un caos después
del accidente del avión del Papa y
parece también hay actos de
violencia como los que tenemos
aquí. Añade además los aviones
que se han estrellado al aterrizar en
Barcelona, Sevilla, Bilbao, Las
Palmas, París, Lisboa, Dublín,
Frankfurt... llenos de... esos seres.
Hay ya casos registrados de ataques
por toda España y noticias sin
confirmar de autocares llenos de
peregrinos se han atacado unos a
otros. Suspiró y expulsó el humo
hacia el techo.
– No sé si has visto la web del
CDC de Atlanta. Para ellos estamos
en "alerta zombi", dijo tendiéndole
la hoja que acababa de imprimir.
Échale un vistazo. Incluye un
listado de medidas de
supervivencia.
– Ya lo he visto. Quiero que
hagas una versión en castellano
para colgarlo en la web. Todos los
ministerios enlazarán sus páginas
con la nuestra.
– ¿Qué ha pasado con el
experto que estaba de camino desde
Atlanta? ¿No tenía que haber
llegado ya?, preguntó Hugo.
El director expulsó un hilo de
humo por la nariz. Aplastó el
cigarrillo en un vaso de plástico de
la máquina de café.
– Recibió la orden de dar la
vuelta cuando sus jefes supieron
que habíamos perdido el control.
Estados Unidos ha cerrado su
espacio aéreo a cualquier vuelo
procedente de Europa. Están
evacuando las bases que tienen en
nuestro continente vía Alemania,
aunque supongo que dejarán algún
destacamento. Tardarán semanas en
largarse del todo. Por cierto,
Bermúdez ya nos ha confirmado que
es un virus. No es Ebola ni
Marburg. Podrían ser una mutación
de alguno de ellos. Hablé con él
hace unas horas y me lo confirmó
con un e-mail. Después me mandó
un correo y le llamé varias veces
sin que nadie me cogiera el
teléfono.
El director general le miró
fijamente y cogió dos folios de la
bandeja de la impresora. Le tendió
la primera. Era un correo
electrónico. Hugo lo leyó en
silencio.
21 de agosto de 2011
De: J. Bermúdez, jefe del
Servicio de Enfermedades
Infecciosas. ISCIII
A: C. Martínez, director
general de Salud Pública.
Asunto: paciente Cero.
Querido Carlos, hemos vuelto
ha realizar las pruebas al
paciente. Te adjunto el informe
completo en otro documento. Sigue
estable, si es que se puede llamar
"estable" a su estado. No se
registran constantes vitales: no
hay pulso, el electro es plano. Le
hemos extraído sangre y ésta es
más densa de lo normal, no circula
y no hay oxígeno en ella. El ELISA
ha detectado un virus que no
hemos podido identificar, aunque
parece tener rasgos comunes al
Ebola. Parece que se aloja
principalmente en el cerebro.
El paciente se mueve como si
estuviera vivo, aunque es
imposible. Presenta una gran
agresividad y no responde a la
sedación, aunque no tiene sentido
intentarlo si no hay circulación. El
cerebro mantiene una cierta
actividad en algunas zonas.
Hemos intentado comunicarnos
con él en varios idiomas con
resultado negativo.
Carlos, nunca hemos visto
nada igual ni hemos encontrado
referencias clínicas similares. Nos
hemos puesto en contacto con
colegas de otros países expertos
en enfermedades tropicales pero
no han podido aportar nada. He
escrito a Atlanta pero aún no me
han contestado.
Si al menos estuviera muerto
podríamos hacerle una biopsia
cerebral para ver qué
encontramos...
Un abrazo.
Juan Bermúdez
Hugo le devolvió la hoja de
papel al director general y éste le
tendió la otra.
– Esto es lo que me mandó
horas después, dijo.

21 de agosto de 2011
De: J. Bermúdez, jefe del
Servicio de Enfermedades
Infecciosas. ISCIII
A: C. Martínez, director
general de Salud Pública
Asunto: Militares
Querido Carlos, te escribo
apresuradamente para informarte
de lo que está pasando en el
Instituto. Hace un par de horas se
ha presentado en el laboratorio un
grupo militares armados al mando
de un coronel de Ejército llamado
Benavides, acompañado por otro
militar que se identificó como juez.
El que se identificó como juez nos
pidió ver al paciente Cero, a pesar
de que le explicamos
reiteradamente que se encontraba
confinado en una sala de
aislamiento de máxima seguridad.
Después de comprobar la
monitorización que mostraba que
carecía de pulso y respiración
sacó un impreso y certificó que el
paciente "había fallecido", a pesar
de que éste continuaba en el
estado agresivo que ya te describí.
Nos exigió que extrajéramos su
cerebro. Nos opusimos alegando
que continuaba vivo. "Aquí dice
que está muerto", nos dijo
agitando el certificado de
defunción. Nos negamos pero los
acompañantes nos amenazaron
con las armas. Un patólogo y yo
entramos en la sala con los trajes
de protección biológica y nos
vimos obligados a practicar la
extracción del cerebro. Ha sido
espantoso porque el paciente no
dejó de moverse ni de gritar hasta
que terminamos. Los militares
introdujeron el cerebro en un
contenedor y después de hacerme
firmar un papel que no pude leer
nos ordenaron destruir el cadáver
en la incineradora y se marcharon
llevándose la muestra a un
laboratorio de las Fuerzas
Armadas, según me dijeron.
Mientras extraía el cerebro corté
un pequeño fragmento de tejido
que oculté a los militares y he
podido examinarlo. Hay una fuerte
presencia del virus, a tal punto
que da la sensación de que forma
parte del propio tejido cerebral.
Desde el punto de vista
científico,es fascinante, aunque me
temo que no voy a poder avanzar
mucho: durante el transcurso de la
extracción el sujeto me mordió en
un brazo perforando el traje de
aislamiento. Empiezo a sentir los
mismo síntomas que han
desarrollado los dos técnicos que
también fueron mordidos por el
paciente Cero. Tengo una fiebre
muy alta y apenas si puedo
escribir. Estoy muy asustado: creo
que me queda poco tiempo de vida.
No sé cómo acabará todo esto. No
he conseguido hablar con mi
familia. Te pido que lo intentes tú
y les expliques lo que ha pasado.
Pídeles, por favor, que intenten
marcharse de Madrid a nuestra
casa de campo y diles que les
quiero.
Un abrazo
Juan Bermúdez
Hugo levantó la mirada y se
encontró con los ojos cansados de
su jefe. Un rictus de amargura en su
boca dejó escapar un suspiro.
– He hablado con su familia y
he llamado después al director
general de la Policía para que
mandaran una patrulla al Carlos III.
No había ninguna UVI móvil
disponible porque todas están
desplazadas a Cuatro Vientos. Los
policías han tenido que repeler el
ataque de decenas de empleados
del laboratorio que mostraban un
comportamiento similar al del
paciente Cero. Ha habido muertos y
han evacuado a varios heridos por
mordiscos a diversos hospitales de
Madrid y de Toledo porque los del
Sur y Este están desbordados. No
sabemos si Bermúdez está entre los
heridos o los muertos porque el
caos es total.
Hugo permaneció en silencio.
Recordaba a Bermúdez, con el que
solía charlar durante la copa de
Navidad que se celebraba en el
ministerio todos los años. Era uno
de los científicos mejor
considerados en su campo y había
compañero de facultad del director
general. Regresó a su despacho y
preparó la versión en español de
las instrucciones para la
supervivencia que había publicado
la web del CDC de Atlanta. Eran
consejos muy básicos a los que
muchos norteamericanos estaban
acostumbrados, sobre todo los que
vivían en zonas donde los
huracanes y los tornados eran
habituales. Hugo tenía dudas de que
en España la gente siguiera esas
recomendaciones al pie de la letra,
aunque eran básicas y simples.
Colgó el texto en la web del
ministerio y añadió el link de la
página del CDC de Atlanta al final.
Era una enumeración de
productos de primera necesidad, un
kit de emergencia, para resistir unos
días en caso de una pandemia hasta
que las autoridades pudieran tomar
el control de la situación:
Agua: cuatro litros por persona
y día
Alimentos: suficientes
alimentos no perecederos que
suelas comer regularmente
Medicamentos básicos
Herramientas: cinta adhesiva
resistente, cuchillo, una radio de
pilas
Higiene: lejía, jabón, toallas,
etc.
Una muda de ropa limpia por
persona.
Mantas.
Documentos: permiso de
conducir, pasaporte, certificado de
nacimiento
Un botiquín de primeros
auxilios.
Plan de emergencia: buscar un
refugio, tener listo un plan de
evacuación y un listado de números
de teléfono de socorro (policía,
protección civil, emergencias).
Más información:
http://blogs.cdc.gov/publichealthm
101-zombie-apocalypse/
Después apagó el ordenador y
se marchó a casa. Estaba agotado y
necesitaba dormir para afrontar el
previsible infierno de trabajo al que
se enfrentaría al día siguiente.
Valladolid. Lunes 22 de agosto de
2011. 00:35 horas

Unas horas antes el coronel


Benavides había depositado con
cuidado el contenedor en el asiento
trasero del Uro VamTac S3, un
monstruo de tres toneladas y media
y 250 caballos y se sentaba en el
asiento el copiloto después de
despedirse del juez militar y del
grupo de soldados que le habían
escoltado hasta el Carlos III. Su
ayudante arrancó, salieron a la
Carrera de la Coruña y poco
después entraban en las
instalaciones del Centro Nacional
de Inteligencia donde esperaba un
helicóptero con los rotores ya en
marcha. No había tiempo que
perder. Cuarenta y cinco minutos
después aterrizaban en el helipuerto
de un laboratorio de
investigaciones biológica del
Ejército en la provincia de
Valladolid. Era una instalación muy
discreta: varios edificios de
hormigón de una sola planta
rodeados por una sencilla
alambrada. Todo el recinto estaba
controlado por un circuito de
cámaras de última generación.
Alrededor sólo había pinares y sólo
se podía llegar por un camino de
tierra que empezaba en un pueblo
abandonado con unas cuantas casas
de adobe medio derruidas. En los
árboles que flanqueaban el camino
había más cámaras, de manera que
cualquiera que intentara llegar a las
instalaciones sería detectado con
mucha antelación.
La existencia de esta
instalación no era secreto de Estado
porque no figuraba en ningún
registro. Ni siquiera tenía un
presupuesto "oficial" asignado para
su mantenimiento. Si alguien
hubiera querido indagar sobre su
existencia, simplemente no
encontraría ningún dato. El pueblo y
los terrenos adyacentes pertenecían
al Ejército y eran, en teoría, un
campo de maniobras. Las aves
rapaces abundaban en aquel hábitat
semi-salvaje donde ningún paseante
hollaba los senderos cubiertos por
la maleza.
En esas instalaciones
trabajaban algunos de los mejores
científicos e investigadores del
país. Cada mañana un autobús sin
distintivos les recogía en
Valladolid y les trasladaba hasta
allí. Todos habían firmado un
documento de confidencialidad
sobre las investigaciones que se
desarrollaban en La Finca, como
llamaban a aquel lugar a falta de un
nombre oficial. Entre la larga lista
de condiciones que figuraban en el
contrato que habían firmado y del
que no habían recibido copia,
figuraba la prohibición, si un día
decidían marcharse, de trabajar en
un campo de investigación
relacionado siquiera
tangencialmente con lo que habían
hecho en La Finca. Con todos los
medios técnicos y financieros a su
disposición para desarrollar sus
investigaciones no eran frecuentes
las renuncias. Aquello era un sueño
para cualquier científico. Con una
inconveniente: la prohibición,
claramente establecida en el
contrato, de hacer públicos los
resultados de las investigaciones o
publicar nada en ningún tipo de
revista científica. Tenía todos los
medios a su disposición, el Ejército
les pagaba muy bien, les
proporcionaba viviendas amplias y
confortables en las mejores
urbanizaciones de Valladolid, se
hacía cargo de los gastos escolares
o universitarios de los hijos e
incluso buscaba puestos de trabajo
a los cónyuges. Todo a cambio del
silencio y de la renuncia al
prestigio profesional. Los
investigadores eran reclutados en
los centros de investigación
universitarios o seleccionados entre
los recién doctorados más
brillantes. Pocos rechazaban la
oferta incluso después de leer la
letra pequeña de aquel contrato del
que no recibían copia.
Una de las áreas más
mimadas de La Finca era la que se
ocupaba de la investigación y
desarrollo de armas biológicas. Y
el coronel Benavides era "el jefe".
Formado en Estados Unidos,
regresó a España tras doctorarse
brillantemente en la Universidad de
Cornell en Microbiología creyendo
que con su brillante currículo no le
faltaría ofertas de trabajo. Acabó
empleado en un laboratorio
farmacéutico malgastando su talento
al cuidado del animalario. Una
mañana recibió una carta del
Ministerio de Defensa en la que le
citaba para una entrevista de
trabajo. Acudió con cierta
prevención y salió de aquel
despacho del ministerio como
miembro del Ejército de Tierra y
con el encargo de formar un centro
de investigación que fuera puntero
en guerra biológica. Pasó unos
meses en la Academia Militar para
cubrir las apariencias y después fue
destinado al Estado Mayor, donde
pusieron a su disposición todos los
medios necesarios para poner en
marcha el centro. Un año después
una empresa de construcción creada
especialmente para el proyecto
ponía los cimientos de lo que sería
La Finca. Aquello sucedió en 1999.
Benavides saltó del helicóptero
y se volvió para recoger el
contenedor que le tendía el piloto.
Se giró sin despedirse y caminó con
rapidez al interior del edificio
mientras el helicóptero despegaba.
Abrió una puerta blindada con la
huella de su pulgar y entró en una
habitación de paredes blancas y
suelo de acero iluminada por
fuertes luces de neón. En la pared
contraria a la puerta por la que
había entrado había otra puerta
similar cerrada que sólo se podía
abrir con una tarjeta electrónica. Se
despojó del uniforme y lo colgó en
una taquilla. Quedó en ropa
interior. De un cordón de su cuello
pendía la tarjeta que aproximó al
lector para abrir la puerta metálica
que daba a una sala similar. Había
una veintena de soportes de acero
fijados a la pared de los que
colgaban varios trajes de
bioseguridad de nivel cuatro. Se
enfundó uno de los trajes y abrió
una puerta que daba a un largo
pasillo. A final había otra puerta
que comunicaba con una pequeña
cámara que conocían familiarmente
como "la ducha" en la que había una
fila de taquillas de acero
inoxidable. En suelo era también de
acero, con un sumidero protegido
con una rejilla en el centro. Del
techo colgaban tubos con
aspersores descontaminadores.
Abrió la taquilla y sacó una
mochila de oxígeno que enchufó a
la escafandra después de
ajustársela en la espalda. Notó el
silbido del aire hinchando
ligeramente el traje. Cuando
traspasara la puerta de la cámara la
presión del traje aumentaría un
poco más debido a la presión
negativa del laboratorio. La presión
negativa era una medida de
seguridad para evitar que hubiera
fugas de agentes patógenos desde el
laboratorio al exterior. Cuando
acabara su trabajo y volviera a
entrar en "la ducha" los aspersores
del techo se abrirían
descontaminando preventivamente
su traje de aislamiento.
Al otro lado de la
puerta le esperaba su equipo, todos
vestidos con trajes de seguridad
idénticos al suyo. Dejó en
contenedor con el cerebro de
Ivanga encima de un mostrador de
acero y lo abrió.
– Chicos, a trabajar.
Cuatro Vientos. Lunes 22 de
agosto de 2011. 00:35 horas

– Tenemos que esperar, Irene.


– A qué, contestó la chica con
un susurro.
– A que venga la policía, o las
ambulancias.
– ¿Por qué no bajamos del
camión?
Gabriel permaneció en silencio
unos segundos.
– Porque abajo están...
comiéndose unos a otros.
Irene oyó estas palabras como
si tuviera algodones en los oídos.
Se durmió.
Gabriel bajó de nuevo y
protegido por la oscuridad se
arrastró por el suelo buscando con
la esperanza de encontrar agua.
Palpó una mochila. Tumbado en el
suelo la abrió. Dentro había una
cámara de fotos, una botella de
refresco de limón, una botella de
agua medio vacía, un paquete de
pan de molde y unos paquetes de
papel de plata. Se acercó uno de los
paquetes a la nariz y lo olisqueó.
Salchichón. Su boca empezó a
generar enormes cantidades de
saliva. Llevaba horas sin comer.
Retrocedió despacio hasta el
camión y subió con el botín. Cogió
la botella de agua y empapó su
camiseta. Incorporó a Irene,
apoyándola en su regazo y aplicó la
camiseta sobre su cara. Irene abrió
los ojos.
Sacó la botella de
refresco de la mochila y le dio un
sorbo corto. Después otro más.
Poco a poco hizo que Irene bebiera
una buena cantidad de líquido. Le
susurraba que se mantuviera en
silencio. Después sacó el pan de
molde y metió un trocito en la boca
de la chica, que lo masticó
despacio, con esfuerzo. Luego le
dio un poco más de refresco.
Después bebió él.
Irene se durmió entre sus
brazos.
Al amanecer seguían
esperando a que alguien los
rescatara. Gabriel se arrastró hasta
el borde del techo. El espectáculo
era terrorífico. La explanada estaba
cubierta de restos humanos, como si
una batidora gigante hubiera
descendido desde el cielo y hubiera
triturado todo lo que se encontraba
a ras de suelo. Cuerpos devorados
y desmembrados, restos de una
batalla. Hacia el sur, donde estaba
la salida, había un ejército de miles
de jóvenes inmóviles, esperando no
se sabe qué, apretujándose contra
las vallas. En la parte donde estaba
el escenario parecía que no había
nadie.
Gabriel despertó a Irene y le
puso un dedo en los labios para que
no hablara.
– Vamos a bajar del camión.
No hagas ruido. Vamos a intentar
salir de aquí. ¿Podrás hacerlo?
Irene asintió con un movimiento
de cabeza. Primero bajó él por la
escalerilla y esperó abajo para
ayudar a la Irene. El camión les
separaba de aquella horda
silenciosa y les ocultaría mientras
se dirigieran hacia el escenario.
Avanzaron medio agachados.
Gabriel aferraba la mano de Irene,
que se tambaleaba al caminar.
Rodearon el escenario. A un
centenar de metros había una valla
metálica medio caída. Saltaron por
encima y salieron del recinto.
El Ejército toma el mando

Empezaba a amanecer cuando


Hugo se dejaba caer en la cama
agotado, aunque el descanso duró
poco. Silvia, su mujer, le despertó
con insistentes llamadas al móvil
primero y al fijo después.
– Hola amor. ¿Qué está
pasando? La gente se está
volviendo loca. ¿Es verdad que hay
zombis invadiendo Madrid? He
leído en internet que se debe a una
epidemia de Ebola. ¡Quiero que
cojas un avión y vengas ya! Mis
padres nos esperan en El Valle.
– Escucha. No puedo moverme.
Estamos en Estado de Alarma, o de
Excepción, ya no sé. Ahora tengo
que ir al ministerio. He estado casi
toda la noche trabajando. No os
mováis de casa, por favor. ¿Qué tal
el niño?
– Bien. Jugando a zombis con
la perrita. La persigue por toda la
casa. Pregunta que cuándo vienes.
– Dile que iré pronto. Dale un
beso, que me tengo que ir. Luego te
llamo.
Cuando acababa de salir de la
ducha sonó de nuevo el móvil. Era
Carlos.
– Escucha. Esto se ha salido de
madre. El Ejército ha tomado el
mando. Se ha cerrado el espacio
aéreo y se va a anunciar el toque de
queda dentro de un momento. Se
están poniendo controles armados
en todos los accesos a Madrid. No
vengas: por lo visto ya no somos
necesarios. Han desviado todos los
teléfonos de los gabinetes de prensa
de todos los ministerios a Defensa.
Mi consejo es que cojas tu coche y
te marches con tu mujer a Asturias.
– No tengo coche. Se lo ha
llevado Silvia.
– Pues sigue los consejos que
de la web. Colgó.
Hugo se sentó sobre la cama,
incapaz de reaccionar. Llamó a su
mujer. Le explicó detalladamente lo
que tenía que hacer y le leyó el
listado de instrucciones que había
publicado en la web, insistiéndole
en que comprara todos los
alimentos no perecederos que
pudiera, incluyendo, si lo
encontraba, un camping gas y varias
bombonas. Después se vistió. Bajó
al cajero automático más cercano y
sacó todo el dinero que pudo con
las dos tarjetas que tenía. Mil
euros. Después se acercó al
supermercado del barrio, que
estaba aún medio vacío. Una hora
más tarde la gente se pegaría por
los restos que quedaran en los
estantes. En media hora había
llenado el carro con alimentos
envasados y enlatados y tetrabricks
de leche y caldo. También cogió
varias cajas de cerillas, mecheros,
velas, pilas, una linterna de cuerda
y otra normal, varias garrafas de
agua de cinco litros, un hornillo de
gas y dos bombonas. La cajera le
miró como si estuviera loco y tardó
una eternidad en cobrarle.
– ¿Te importa que me lleve el
carrito? En un rato te lo traigo de
vuelta. Tengo que comprar alguna
cosa más...
La chica masticó el chicle y se
rascó la cabeza. Llevaba un
piercing en la nariz y una docena en
cada oreja. Le miró de arriba abajo.
– Vale, llévatelo. Deberías
dejarme una fianza, pero me suenas
de verte por aquí. Tráemelo luego,
que si no me la cargo, dijo.
Diez minutos más tarde había
descargado el carrito y colocado
las compras por las encimeras de la
cocina. Se preparó un café y
encendió la televisión. Todas las
cadenas emitían el mismo mensaje:
se había declarado el Estado de
Excepción. Una junta militar se
encargaría de mantener el orden
público. La locutora enumeró la
suspensión de los artículos 17.2;
18.2; 18.3; 19; 20 y 21, que
significaba, en la práctica, que
cualquier persona podía ser
detenida, que el Ejército podría
violar cualquier domicilio, que se
restringía la libertad de información
y de expresión, y que quedaban
prohibidas las reuniones de
personas en la vía pública o las
manifestaciones, entre otras cosas.
La locutora añadió que se
declaraba el toque de queda a partir
del anochecer, que hoy sería a las
21.20. “Cada día se informará de la
hora exacta en la que empezará el
toque de queda”, dijo seria.
Terminó el mensaje pidiendo a la
población que no saliera a la calle
a menos que su presencia fuera
necesaria en su puesto de trabajo y
éste estuviera relacionado con los
servicios de salud, las fuerzas de
seguridad del Estado o
relacionados con el mantenimiento
de servicios públicos como
suministro eléctrico, agua, gas o
redes de comunicación. Después el
mensaje empezó de nuevo. Estaba
grabado. Hugo fue saltando de
canal en canal y en todos se emitía
lo mismo. Llegó a los canales
internacionales pero no
funcionaban.
– Joder. Si así piensan
tranquilizar a la población, lo
llevan crudo, dijo Hugo en voz alta.
Encendió el ordenador, pero la
conexión parecía no funcionar.
Intentó llamar con el móvil a su
jefe. Saltaba un mensaje que decía
que las líneas estaban
sobrecargadas. "Inténtelo más
tarde", decía una voz femenina.
Bajó con el carrito para devolverlo
y se encontró, de bruces, con el
caos. Una multitud intentaba entrar
en el supermercado que estaba ya
abarrotado. Los ánimos estaban
exaltados y algunos de los que
intentaban entrar en el
supermercado se estaba empujando
entre sí. Abandonó el carrito junto a
la puerta del supermercado y
regresó a su casa. Cerró la puerta
con llave. Fue a uno de los dos
cuartos de baño, puso el tapón de la
bañera y abrió el grifo para
llenarla. Lavó el cubo de la fregona
con lejía y lo llenó de agua. Fue
llenando de agua todos los
recipientes que encontró en la casa:
jarras, jarrones, cacerolas, baldes
de plástico... Sabía que si las cosas
iban a ir tan mal como suponía
llegaría un momento en que por el
grifo no saldría agua. Después
telefoneó a su mujer y consiguió
hablar con ella después de muchos
intentos. Silvia le contó que había
comprado todo lo que le había
dicho y que al salir del centro
comercial se había encontrado con
una enorme caravana de coches
intentando acceder al parking con la
gente histérica.
– No he podido hablar con mis
padres ¿Pero es tan grave?,
preguntó asustada.
– Más de lo que te imaginas,
dijo después de unos segundos que
a Silvia se le hicieron eternos. Te
quiero... Creo que lo mejor es que
cojas el coche y os marchéis a El
Valle, con tus padres. En cuanto
pueda iré para allá. Marchaos ya.
Te quiero. ... pero la línea se cortó
antes de que pudiera acabar la
frase.
Hugo intentó volver a llamarla,
pero fue imposible. Desesperado
abrió el portátil e intentó conectarse
a internet. Aparentemente tenía
línea, pero era como si todas las
páginas estuvieran caídas. No
consiguió entrar en los buscadores,
ni en hotmail, ni siquiera podía
abrir los periódicos digitales. Al
cabo de un rato se acordó de la
intranet del ministerio. Tecleó la
dirección y apareció la pantalla de
acceso: un simple formulario en el
que se le solicitaba un nombre de
usuario y una contraseña generada
por un token, un pequeño aparatito
con una pantalla digital que
proporcionaba unas claves
numéricas aleatorias que le
permitían acceder a la parte
reservada de la intranet del
ministerio. Apretó el botón del
token y en la pantalla apareció una
clave de seis dígitos. Escribió su
nombre de usuario y después
añadió la serie de seis números.
Entonces se abrió la interfaz de su
página personal. Ya estaba dentro.
Podía acceder a sus carpetas
personales y al sistema de chat y
mensajería interno. Vio que el
director general estaba conectado.
>hola jefe
>hombre, ya tardabas
>dónde estás?
>en mi despacho
>es imposible conectarse por el
móvil o el fijo
>los militares están cortando
las comunicaciones. Parece que no
hay nadie en las centrales de
telefonía y las líneas estaban
sobrecargadas, así que se han
incautado de las redes para
garantizarse las comunicaciones.
También están capando el acceso a
muchas páginas web. Creen que es
mejor que la población no tenga
información, aunque me parece un
disparate. Con esta intranet no han
podido, de momento.
>qué está pasando, qué sabes?
>parece que la brigada
acorazada ha fracasado en el intento
de detener a los... zombis. Son
centenares de miles y ya están
entrando en Madrid. Lárgate
mientras puedas o busca refugio.
Yo me voy a casa. Tengo a mi
mujer y los niños esperándome para
salir por la carretera de Andalucía
hacia Málaga. Supongo que con mi
acreditación como Coordinador del
Comité de Emergencias no tendré
problemas para pasar los controles.
Te he dejado algunos archivos en
una carpeta compartida llamada
“Z”. Si tienes interés puedes
leerlos, pero te recomiendo que no
pierdas el tiempo. Me voy.
>ten cuidado
Su avatar desapareció de la
pantalla. Era la primera vez que su
jefe usaba el término "zombis" para
referirse a los afectados por el
virus. Hugo asumió, por primera
vez en toda su crudeza, lo que
aquello significaba. Salió del chat y
buscó la carpeta. Dentro había dos
archivos, uno con fecha de ese
mismo día llamado “Ministra.
Informe de situación” y otro con
fecha del día anterior. Abrió el
primero. Era un memorándum
dirigido a la ministra de Sanidad.
Después de leerlo permaneció
varios minutos inmóvil. Volvió a
leerlo una vez más sin poder creer
lo que decía. Ya no prestaba
atención a la voz de fondo de la
locutora que repetía en televisión el
mismo mensaje una y otra vez.
Después de una larga
introducción resumiendo
pormenorizadamente las dos
reuniones que se habían celebrado
el director describía la naturaleza
del virus encontrado en Ivanga y en
los dos técnicos heridos por el
sacerdote.
Informe de situación
22 de agosto de 2011.
Señora ministra:
El jefe del departamento de
enfermedades infecciosas del
Instituto Carlos III, J. Bermúdez,
ha identificado un virus
desconocido hasta el momento
como resultado de un examen del
tejido cerebral del paciente
identificado como Cero, un varón
de raza negra de aproximadamente
treinta años. Por lo poco que
hemos podido averiguar, se trata
de un filovirus, género del que la
literatura científica sólo conoce
dos especies, ambas sumamente
letales, el virus Ebola y el virus
Marburg, que producen fiebres
hemorrágicas para las que no hay
tratamiento y que registran tasas
de mortalidad superiores al 80 por
ciento.
Tanto Ebola como Marburg
tienen un período muy corto de
incubación -aproximadamente dos
días-. Según el doctor Bermúdez
este nuevo filovirus podría ser una
mutación de alguno de los dos
virus citados o una combinación
de ambos, solo que con un grado
de letalidad mucho mayor. Se
transmite de la misma forma que
Ebola y Marburgo (por contacto
directo con fluidos corporales
infectados (sangre, saliva, orina,
vómitos...). El período de
incubación para este nuevo tipo de
virus es extremadamente rápido
según nos ha confirmado
Bermúdez: dos técnicos fueron
mordidos por el paciente Cero
mientras se procedía a los
primeros análisis que se le
realizaron y en menos de dos
horas mostraron los siguientes
síntomas:
-fiebre alta
-estado de confusión y
desorientación
-vómitos
-hemorragias por boca, nariz,
ojos y ano
-fallecimiento
-comportamiento
extremadamente agresivo
No es un error que
"fallecimiento" aparezca en este
listado antes que "comportamiento
extremadamente agresivo": los
infectados fallecieron desde un
punto de vista físico tal y como se
entiende convencionalmente -
parada cardiorespiratoria,
ausencia de actividad cerebral,
etc-, por lo que, médicamente,
estaban muertos. Sin embargo, en
ambos casos, una hora después de
la muerte en ambos infectados se
detectó de nuevo actividad
cerebral, aunque anormal, y
"volvieron a la vida", si es que se
puede llamar "vida" a su estado,
caracterizado por una agresividad
extrema, sin funciones vitales
detectables -pulso, respiración,
etc-. El comportamiento de ambos
sujetos, así como el del paciente
Cero, coinciden con lo que en la
literatura y en el cine fantástico se
consideran "zombis". Sobre este
punto mi homólogo del CDC de
Atlanta, con el que he mantenido
contacto continuo desde el
comienzo de esta crisis, fue
bastante explícito: en Estados
Unidos tienen constancia de casos
similares en los últimos meses
registrados entre personas que
viajaron a Gambia o visitaron el
país y el CDC tiene preparado un
protocolo de respuesta rápida a
una crisis de esta naturaleza,
aunque no de la magnitud de la
que nos enfrentamos. El origen
parece ser un simio. No hay
tratamiento para la infección,
aunque en el CDC están
trabajando en la secuenciación del
genoma del virus en la búsqueda
de una respuesta farmacológica.
Según los últimos datos
aportados por los Departamentos
de Salud de las Comunidades
Autónomas, los infectados se
cuentan por miles en los hospitales
de toda España. En mucho casos
se ha comprobado que los sujetos
acudieron a la peregrinación
papal o estuvieron en contacto con
peregrinos, bien en medios de
transporte, aeropuertos o
estaciones de tren. En el último
informe con carácter reservado
que nos ha proporcionado Interior
antes de que la Junta Militar se
hiciera cargo de las
comunicaciones, las líneas
policiales y de la Brigada
Mecanizada se han visto
sobrepasadas por decenas de miles
de infectados al no haberse
establecido claramente las
órdenes sobre disparar sobre
ciudadanos desarmados. Como
resultado de este desbordamiento
de las líneas, los militares y
policías presentes en esas líneas
de contención podrían haber sido
infectados tras haber sido
atacados por los peregrinos. En el
momento de escribir estas líneas, y
de no tomarse una decisión radical
que incluiría un ataque aéreo
masivo, Madrid está a punto de ser
invadido por centenares de miles
de infectados que se dirigen a la
ciudad por la A5.
Carlos Martínez Recio.
Director General de Salud
Pública.
El segundo archivo era otro
correo electrónico, en inglés,
aunque el director había adjuntado
la traducción para enviárselo a la
ministra. A la vista de los
acontecimientos recientes, las
advertencias habían llegado tarde.
De: J. Reynolds, director del
Centro de Control de
Enfermedades de Atlanta.
A: C. Martínez, director
general de Salud Pública.
Asunto: paciente Cero.
Hemos leído con gran interés e
inquietud la documentación que
nos han enviado sobre Ivanga.
Uno de nuestros investigadores
está volando en este momento a
Madrid en un avión de la Fuerza
Aérea Americana. Nuestro
contacto en el ministerio de
Defensa de España ha preparado
todo para que el vuelo tenga
prioridad máxima. Rogamos
faciliten su trabajo cuando llegue
a Madrid. Es muy importante que
mantengan al sujeto en el nivel de
aislamiento máximo. Que nadie,
repito, nadie acceda a la unidad
de aislamiento en la que se
encuentre. No intenten siquiera
alimentarle por vía parental o
nasogástrica ni hidratarle.
Atentamente, J. Reynolds.
Director

Hugo cerró el portátil y se frotó


la cara con las manos. Tenía la
boca seca y se levantó para beber
agua en la cocina. Al cabo de un
rato prestó atención a la televisión.
Cambió de canal pero las cadenas
que se podían ver seguían
emitiendo el mismo mensaje
grabado, en un bucle desesperante.
Bajó el volumen y de repente un
estruendo hizo vibrar los cristales
del balcón. Se acercó a la puerta
corredera que daba a la terraza y
vio pasar a baja altura un grupo de
helicópteros militares que se
dirigían hacia el sureste, en
dirección a la carretera de
Extremadura. Abrió la puerta y
salió a la terraza. Un estruendo aún
mayor, casi ensordecedor, le hizo
agachar la cabeza instintivamente:
decenas de aviones de combate
cruzaron el cielo de Madrid en la
misma dirección que los
helicópteros. De sus alas surgieron
estelas de humo e instantes después
oyó sordas explosiones en la
lejanía.
Volvió a entrar en el
salón y se fijó en la televisión. En
la pantalla aparecía un militar
sentado en una funcional mesa con
las banderas de España y de la
Unión Europea detrás. Hugo subió
el volumen.
-"... queda restringida, en
aplicación de la legislación vigente
la libre circulación por la vía
pública. El incumplimiento de esta
medida, dispuesta para garantizar la
seguridad de los ciudadanos,
supondrá la inmediata detención de
los infractores. Las fuerzas y
cuerpos de seguridad del Estado
abrirán fuego sin advertencia previa
contra cualquier grupo que esté
presente en las calles a partir de
este momento. Los miembros del
Ejército y fuerzas y cuerpos de
seguridad del Estado y el personal
sanitario y de protección civil que
se encuentren fuera de servicio,
deberán incorporarse
inmediatamente a sus destinos y
puestos de trabajo. Para circular
por la vía pública y ser
identificados correctamente
deberán llevar un brazalete blanco
visible en el brazo derecho. Los
medios de transporte público
quedan suspendidos y las puertas de
acceso a metro y tren de cercanías
quedan clausuradas. Por tanto, el
personal que deba incorporarse a su
destino deberá emplear medios de
transporte privados identificados
con una tela blanca sujeta a la
antena de radio o en cualquier lugar
visible. Cualquier incumplimiento
de estas normas supondrá la
detención inmediata del infractor.
Quedan, asimismo, clausuradas las
entradas y salidas por carretera de
todas las capitales, suspendido el
transporte ferroviario, aéreo,
fluvial y naval. Cualquier
incumplimiento de estas
restricciones o el intento de
franquear los controles dispuestos
por la autoridad competente será
respondido con el uso de
armamento. Todos aquellos no
incluidos en las excepciones
anteriores deberán permanecer en
sus casas. Si tienen constancia de
que alguien de su familia desarrolla
los síntomas siguientes: fiebre muy
alta, confusión, vómitos de sangre o
agresividad, procedan a encerrarlo
en una habitación y aléjense.
Cuelguen una tela, trapo o prenda
de color rojo en una ventana
exterior o en el portal y aguarden a
que acudan los servicios de
Socorro. No acudan a centros
hospitalarios o ambulatorios.
Repito, no acudan a hospitales o
ambulatorios. Todas las emisiones
de televisión y radio quedan
suspendidas y sólo emitirán la
información que se considere
necesaria cada hora en punto".
La transmisión se cortó
bruscamente y saltó a un vídeo de
imágenes de la naturaleza
acompañadas por una música
suave. Hugo apagó el televisor,
abrió un armario del salón, sacó un
vaso y se sirvió varios dedos de
whisky.
Salió a la amplia
terraza que colgaba sobre Manuela
Malasaña, una calle llena de bares
y restaurantes habitualmente muy
animados que ahora estaba
completamente vacía. Vio cómo en
el edificio de enfrente se abría una
ventana y una mujer colgaba una
camiseta roja del alféizar
sujetándola con una maceta. Hugo
vio cómo se iban abriendo ventanas
y las prendas de color rojo como
guirnaldas en una fiesta popular
iban apareciendo agitadas por la
cálida brisa veraniega en una
docena de ventanas y balcones.
Regresó al interior y se sentó
horrorizado en el sofá. Su móvil
sonó sobresaltándole.
– Hola, tío.
Era Gonzalo, un amigo desde
los tiempos de la universidad que
se dedicaba a diseñar páginas web
y al que había pedido ayuda en
alguna ocasión para colaborar con
una pequeña ONG de la que era
voluntario.
– Hola. Me alegro de oírte.
¿Dónde estás?
– En Madrid. Llegué hace un
par de días. He estado en Huesca.
Ya sabes, estudiando rutas para
subir el Aneto este invierno.
Gonzalo era un amante del
alpinismo y tenía como reto subir
esa montaña en pleno invierno con
esquís de travesía. Allí tenía un
rollo con la mujer del dueño del
hotel en el que se alojaba.
– Te tendrías que haber
quedado allí.
– Ya me hubiera gustado, pero
me quedé sin dinero. Además, el
marido de mi amiga se estaba
empezando a mosquear.
Hugo oyó cómo Gonzalo le
daba una larga calada a un
cigarrillo.
– Oye tío. Estoy acojonado con
lo que está pasando. No tengo
comida. Han saqueado el
supermercado de mi calle. ¿Te has
enterado de que han bombardeado
la carretera de Extremadura? Lo he
oído en una emisora de radio que he
conseguido pillar. Después he
perdido la señal, como si la
hubieran desconectado. Estoy
pensando en coger la moto y
plantarme en tu casa. Puedo dormir
en el sofá..., sugirió.
– Estoy sólo. Silvia y el niño
están en Asturias, así que podrías
dormir en la habitación del niño,
pero no te recomiendo salir a la
calle.
– Voy a intentarlo. Me pondré
el chaquetón verde, un pantalón
militar y un brazalete blanco a ver
si cuela. Cojo la moto y en media
hora estoy ahí.
– Ten mucho cuidado. Suerte.
Una hora más tarde Gonzalo aún
no había aparecido. Intentó
comunicar con él por teléfono un
par de veces sin éxito. Se acordó de
que la intranet del ministerio tenía
una aplicación de mensajería
instantánea bastante potente que no
dependía de servidores externos.
Los mensajes que él enviara
llegarían a Gonzalo, aunque él no
podría responder.
Una vez dentro de la
intranet vio que no tenía mensajes y
que no había usuarios activos en el
chat. Abrió la aplicación de
mensajería instantánea e introdujo
el número del móvil de Gonzalo
para mandarle un mensaje.
Gonzalo, ha pasado más de
una hora y estoy preocupado
Llámame cuando puedas. Intenta
aguantar unos días en tu casa. Haz
acopio de agua en cubos y
recipientes y busca alimentos
donde puedas. Consigue velas y
pilas para las linternas. Supongo
que tendrás un camping gas.
Resérvalo porque es probable que
pronto nos quedaremos sin
electricidad. Carga el móvil y
mantelo encendido, por si hay
línea. Seguramente por la noche
será más fácil comunicar. Un
abrazo y buena suerte.
Envió el mensaje y escribió
otro a Silvia.
Hola amor. Estoy bien,
atrincherado en casa y con
provisiones. Te estoy escribiendo
desde la intranet del ministerio.
Probablemente no tengas línea
pero estoy seguro de que leerás
esto. Es muy importante que vayas
a El Valle. Conduce sin detenerte
hasta llegar allí. Buscaré una
manera de llegar. Cuídate y cuida
al peque. Os quiero.
Emergencias, dígame

Gabriel miró el reloj. Llevaban


horas caminando. Habían cruzado
por encima de una autopista
colapsada. Intentaron acceder pero
la autopista estaba flanqueada por
una alambrada. Los coches estaba
parados y vacíos. Cada poco
tiempo se detenían para descansar.
Repusieron fuerzas con la comida
que había en la mochila. Dentro
habían encontrado un teléfono
móvil, aunque sin conocer el pin
era imposible llamar. Gabriel
probó con el número de
emergencias decenas de veces, pero
nadie respondía. Continuaron
caminando. No sabían dónde
estaban. Ninguno de los dos era de
Madrid. Gabriel era de Santander e
Irene de Sevilla. Estaban en medio
de alguna zona boscosa lejos de la
ciudad. Gabriel intentó de nuevo
contactar con emergencias. Por fin
hubo respuesta. La voz denotaba un
profundo cansancio.
– Emergencias.
– Hola, mire. Estábamos en
Cuatro Vientos y ha pasado algo
horrible.
– Si, ya lo sabemos. Dónde
está usted.
– No lo sé. Somos dos y hemos
logrado salir de allí hace algunas
horas. Nos hemos perdido.
– ¿Ve el nombre de alguna
calle?
– Estamos en medio de un
bosque o algo parecido.
– Lo siento, no puedo ayudarle.
Busque alguna zona habitada. Tengo
que atender otras llamadas. Colgó.
Gabriel se quedó mirando el
móvil durante unos segundos. Irene
le miraba sin decir nada.
– Me ha colgado, musitó. Que
busquemos una zona habitada.
Siguieron caminando hasta un
montículo. Desde arriba quizás se
podrían orientar. Empezaba a hacer
mucho calor. Sólo oían las
chicharras y sus propios pasos.
Cuando llegaron a lo alto de la
loma vieron, entre los árboles,
asomar los rascacielos de Madrid a
una distancia que les pareció
enorme.
– Bueno, tenemos que caminar
hacia allí, señaló Gabriel.
– Intenta llamar de nuevo a
emergencias.
Después de tres intentos logró
establecer comunicación.
– Emergencias.
– Hola, mire, estábamos en
Cuatro Vientos y llevamos
caminando todo el día. Estamos en
lo alto de un monte en una zona
boscosa y vemos Madrid hacia el
Este...
– Lo siento, no puedo ayudarle.
Estoy recibiendo muchas llamadas.
Desplácense hacia una zona
habitada. Si llevan vehículo se
encontrarán con controles en las
carreteras, así que quedarán
bloqueados. Les recomiendo que
continúen andando hasta los
controles militares.
– ¿Controles militares?
– Sí. Disculpe, tengo que
atender otras llamadas.
En ese momento un estruendo
rompió el aire, surcado por una
escuadrilla de aviones de combate
que volaban bajo, muy bajo. Irene
se tapó los oídos con las manos y
encogió los hombros. Gabriel se
puso de puntillas para ver hacia
dónde se dirigían los aviones. Vio
en aquel instante cómo varias
estelas de humo surgían de las alas
de los aparatos, y unos segundos
después, unas explosiones sordas.
– ¡Están lanzando cohetes!,
gritó Gabriel. ¡En la zona de la que
venimos!
Después vieron aparecer
muchos helicópteros y cómo estos
disparaban en la misma zona.
Suspendidos en el aire, con el
morro dirigido hacia el suelo,
lanzaban cohetes y disparaban
ametralladoras. Durante un rato
contemplaron estupefactos aquella
orgía de disparos sin entender nada
de lo que estaba pasando. Cuando
acabaron los disparos vieron que
los helicópteros sobrevolaban la
zona en círculos cada vez más
amplios. De vez en cuando
disparaban hacia el suelo. Venían
en su dirección y en unos segundos
pasarían por encima de sus cabezas.
Aterrorizados, se metieron debajo
de una encina y se acurrucaron el
uno contra el otro con la esperanza
de que no les vieran desde arriba.
Un helicóptero se detuvo justo por
encima de ellos. El ruido era
espantoso.
Irene lloraba. Parecía
que iban a aterrizar encima del
árbol. Las ramas se movían
violentamente y las hojas y el polvo
se levantaron como si estuvieran en
el centro de un tornado. Después de
unos segundos de horror el
helicóptero se alejó.
Abrazados,
permanecieron si moverse un largo
rato, hasta el que el silencio se
apoderó de nuevo del bosque.
El gueto

Después de enviar los mensajes


a Hugo le quedó la amarga
sensación de que acababa de
despedirse para siempre de sus
seres más queridos, que la cosas no
harían más que empeorar. Esperó
durante horas pero Gonzalo no
apareció ni dio señales de vida.
Cuando anocheció se preparó algo
de cenar, sacó una lata de cerveza
de la nevera y se sentó en la mesa
de la terraza para comer. Cuando
estaba acabando oyó gritos y varios
disparos y se levantó rápidamente.
Se asomó justo para ver cómo
varios hombres de uniforme
arrojaban un cadáver por la ventana
del edificio de enfrente. Era una
mujer semidesnuda con la cabeza
destrozada. La parte posterior del
cráneo había desaparecido volada
por los disparos. Los soldados
llevaban cascos de combate con
micrófonos y mascarilla y gafas de
protección. Unos guantes negros y
brillantes les cubrían el brazo hasta
el codo. Sonaron más disparos.
Desde la ventana de otro edificio
arrojaron otro cadáver a la calle,
donde había un camión del Ejército
con el motor en marcha. En medio
de la calle había más soldados que
iban recogiendo los cuerpos y los
arrojaban a la caja del camión.
Calle abajo había otros dos
camiones similares. Llegaron dos
jeeps. Los soldados se bajaron
rápidamente armados con fusiles de
asalto y abrieron a patadas el portal
de un edificio donde de varias
ventanas colgaban telas rojas. Al
cabo de unos minutos oyó gritos y
disparos y vio cómo arrojaban los
cuerpos a la calle. Uno de los
soldados vio a Hugo y levantó el
arma apuntándole. Hugo se agachó
y entro precipitadamente en casa.
Apagó las luces y se quedó en
silencio temblando aterrorizado en
medio del salón. Pasaron los
minutos pero no sucedió nada. Sólo
oía los disparos, incontables, que
se iban alejando.
La matanza duró varias
horas. Hugo, sentado en el sofá no
se atrevía casi ni a respirar
temiendo que en cualquier momento
los soldados echaran abajo la
puerta de su casa y entraran
disparando. Finalmente terminó la
orgía de disparos. Un espantoso
silencio se apoderó del barrio.
Tardó varios minutos en decidirse a
salir de nuevo a la terraza. Asomó
la cabeza con cuidado y miró hacia
la calle. Las aceras estaban
impregnadas de restos humanos.
Los cuerpos habían dejado un rastro
de sangre hasta donde había estado
parado el camión. El ruido de un
motor le hizo girar la cabeza. Un
camión cisterna de color verde, al
que estaban conectadas cuatro
gruesas mangueras sujetadas por
hombres vestidos con trajes de
protección biológica, avanzaba
despacio por la calle. Los hombres
dirigían los potentes chorros contra
aceras y calzada. Cuando llegaron a
la altura del portal de Hugo un
penetrante olor a productos
químicos ascendió desde el asfalto
caliente y le golpeó las fosas
nasales.
Hugo entró en casa y
cerró la puerta corredera. Se
dirigió al baño y se mojó la cara.
Estaba mareado y tenía ganas de
vomitar. Encendió la tele pero en la
pantalla sólo aparecían las
bucólicas secuencias de arroyos y
montañas acompañadas de suave
música clásica. El contraste con las
imágenes espantosas que había
presenciado era tan brutal que
sentía ganas de llorar. Tenía la
sensación de haber retrocedido a la
Varsovia de la ocupación nazi y de
estar viviendo en el gueto.
Sin línea

Benavides se tomó un respiro.


Llevaba trabajando más de doce
horas seguidas. Salió del
laboratorio y después de recibir la
"ducha" se despojó del traje de
bioseguridad. Se vistió y salió al
exterior. Un sendero de tierra
llevaba al pequeño edificio donde
estaban los alojamientos que usaba
el personal militar de La Finca y
donde él dormía durante la semana.
Entró en su pequeño apartamento y
se tumbó sobre la cama. Estaba
amaneciendo y desde su lecho, a
través de la ventana, se veía el
cielo amplio de Castilla virando
del negro al azul. Se acordó del
teléfono móvil y lo sacó de la
chaqueta. No tenía cobertura. Le
extrañó. Se levantó de la cama y
descolgó el teléfono. Tampoco
había línea. Marcó 012, la
extensión de su ayudante. Martínez
tardó cuatro rings en descolgar.
– Dígame, director. Su voz era
soñolienta.
Benavides prefería que le
llamaran “director" o incluso
”doctor”. Al fin y al cabo se
consideraba más científico que
militar aunque dirigiera una
instalación financiada por el
Ejército.
– No tengo línea en el móvil.
Tampoco tenemos línea exterior.
Compruebe si hay avería.
Después se dirigió al baño y se
lavó la cara. El espejo le mostraba
un rostro abotargado y ceniciento.
Se frotó el corto cabello con la
mano. Bebió un sorbo de agua del
grifo y después de hacer unos
buches, escupió el agua en el
lavabo.
Sonó el teléfono.
– Director, no tenemos ningún
problema en la centralita.
Simplemente no hay línea. No es un
problema nuestro, sino exterior.
– Averigüe qué pasa. Voy a
tratar de dormir un rato.
Despiérteme dentro de cuatro horas.
Alargó el brazo y bajó la
persiana.
Reunión de muertos

Caminaron hacia donde creían


que estaba el norte hasta que la
oscuridad les obligó a detenerse. Se
sentaron junto a unos arbustos y
sacaron la comida que les quedaba:
unas rebanadas de pan de molde y
unas lonchas de salchichón. Nada
para beber. La sed empezaba a
preocuparles. Después del
bombardeo llamaron de nuevo a
Emergencias, pero no lograron
línea. El teléfono, simplemente,
dejó de funcionar. Era como si
alguien hubiera bajado un
interruptor gigante que hubiera
detenido el mundo.
– Allí ha pasado algo
monstruoso y el Ejército ha
intentado matar a toda esa gente.
¡Se estaban comiendo unos a otros,
por Dios!, exclamó Gabriel.
– Pero parece que ya ha
terminado todo, ¿no? preguntó Irene
con un hilo de voz.
En aquel momento oyeron
disparos en la lejanía. Disparos
sueltos, seguidos de ráfagas cortas.
Aquello duró horas.
– Qué está pasando, qué está
pasando, repetía una y otra vez
Irene.
Gabriel sólo podía abrazarla.
No tenía respuesta a esa pregunta.
Apenas durmieron. El frío les
impedía dormir y cualquier ruido
les alteraba. Al amanecer estaban
destrozados. El largo cabello
oscuro de Irene estaba enredado y
apelmazado en algunos lugares.
Tenía los labios agrietados. Gabriel
se miró las uñas. Estaban sucias. Se
frotó la perilla y estiró los brazos.
– Tenemos que encontrar agua
como sea.
Se pusieron en marcha pero
avanzaban muy lentamente. Irene se
detenía a menudo y se quedaba
mirando el suelo. Gabriel entonces
la cogía con suavidad del brazo y
tiraba ligeramente para que se
pusiera de nuevo en marcha.
Entre unos árboles vieron un
grupo de personas. Desde donde
estaban no veían cuántos eran.
Estaban detenidos en un claro del
bosque, inmóviles, con los brazos
colgando y la cabeza agachada
como si estuvieran rezando.
Aceleraron el paso hacia el
grupo pero algo hizo que Gabriel se
detuviera. Aquel grupo no se
comportaba de forma natural. Sus
ropas estaban rotas y sucias..
Estaban parados en medio de un
bosque. No se movían ni hablaban.
Gabriel notó que la piel se le
erizaba. Apretó la mano de Irene y
se llevó el dedo a los labios. Se
agacharon detrás de una enorme
jara.
– Espera aquí sin hacer ruido.
Me voy a acercar sin que me vean,
susurró.
Irene se sentó en el suelo y
asintió con la cabeza.
Gabriel se deslizó lentamente
de un árbol a otro hasta situarse a
menos de diez metros del grupo.
Asomó la cabeza. El grupo era
numeroso. Entre los árboles contó
al menos una docena de personas.
Formaban un círculo irregular y en
el centro uno de ellos estaba
agachado en cuclillas. Parecía que
estaba comiendo algo que había en
el suelo. Bajaba la cabeza y mordía
y después tiraba con violencia.
Entonces lo vio. En el suelo
quedaban los restos de lo que
parecía una persona. Entre la ropa
desgarrada asomaban huesos
sanguinolentos con restos de carne
todavía pegados. Se fijó en que
algunos de los miembros de ese
círculo de pesadilla tenían heridas
profundas en los brazos o en el
cuello. Pudo ver que a uno de ellos
le faltaba la mejilla y entre los hilos
de tejido y piel asomaba parte de la
dentadura.
Gabriel notó que los músculos
del vientre se le encogían hasta
formar una bola sólida de terror.
Retrocedió muy despacio,sin perder
de vista aquellos seres. Cuando
llegó al arbusto donde esperaba
Irene estaba pálido como el papel.
– Tenemos que marcharnos. No
hagas ruido, por favor. No deben
vernos.
Irene le miró con los ojos muy
abiertos y se puso de pie.
Retrocedieron hasta perder de
vista el claro donde estaba aquel
aquelarre y entonces corrieron.
Cuando no podían más se
detuvieron y entre jadeos Gabriel le
explicó lo que había visto. Irene se
frotó la cara con las manos.
– Hay que buscar un refugio,
una casa, algo. Tenemos que
encontrar un sitio donde descansar.
No puedo más. Entonces dobló las
rodillas y se dejó caer blandamente
al suelo.
Gabriel se agachó a su lado y
agarró su mano.
– Quédate aquí. No te muevas.
Voy a avanzar un rato solo a ver si
encuentro una carretera o una casa o
a alguien que pueda ayudarnos.
Volveré en un rato.
Irene le miró y asintió. Dejó
escapar una lágrima.
Por favor, vuelve a por mí. No
me dejes aquí. Por favor...
Gabriel soltó su mano y se
incorporó.
– Te lo prometo. No tardaré
mucho. Descansa.
El Gobierno ha desaparecido

El coronel Benavides despertó


al segundo timbrazo.
– Dígame Martínez.
– Director, parece que las
líneas de teléfono han caído. Nadie
tiene cobertura. Un par de hombres
han salido con un coche hasta la
autopista pero no hay línea.
Tampoco tenemos internet.
– Me doy una ducha rápida.
Tráigame un café, por favor.
Benavides se desperezó y entró
en el baño. Cuando salió de la
ducha vio que su ayudante le había
dejado sobre la mesa una taza con
un café solo, como a él le gustaba, y
en un plato al lado, dos galletas
maría.
Benavides abrió el cajón del
escritorio y sacó una caja. La
depositó sobre la mesa y la abrió.
Dentro tenía un teléfono Iridium que
funcionaba conectándose por
satélite. No lo había usado nunca.
Se suponía que en esta época de
comunicaciones globales los
teléfonos móviles funcionaban
siempre. Como internet. Ya ni
siquiera recordaba cuándo había
usado una radio por última vez.
Desde luego, en La Finca no tenían
equipo de radio. Sacó las
instrucciones y un sobre. Abrió el
sobre. Era una lista de números de
teléfono de emergencia con un
código delante que no reconocía.
Apretó el botón de encendido del
Iridium. Nada, estaba descargado.
Lo enchufó y esperó un rato hasta
que tuvo carga suficiente. Apretó de
nuevo el botón de encendido y la
pantalla le pidió una clave.
Descolgó el teléfono de la mesilla y
marcó la extensión de su ayudante.
– Martínez, venga. Colgó
bruscamente.
Al cabo de unos segundos
Martínez golpeó con los nudillos en
la puerta.
– Adelante.
– Dígame, director.
– Échele un vistazo al teléfono
por satélite y averigüe cómo
funciona. No tiene batería y me pide
una clave que desconozco. Dios,
que complicado es todo... afirmó
frotándose la cabeza.
Martínez cogió el pesado
aparato y le dio la vuelta.
– Mire, la clave está pegada
detrás, dijo mostrando el aparato.
– Bueno, pues escríbala y
llame al primero de los números de
esta lista, dijo entregándole el
papel.
Al cabo de unos segundos
Martínez le entregó el aparato con
un gesto en la cara que decía que ya
tenía línea.
– Hola Alejandro.
– ¿General Rivera?
– Claro, quién esperaba que se
pusiera... No se ha enterado de
nada, por lo que veo... Llevamos
intentando localizarle desde ayer.
– He estado trabajando toda la
noche.
– Ya, bueno. Ahora tenemos
nosotros el mando. Estamos en
situación de Emergencia Nacional.
Se ha constituido una Junta Militar.
La situación es desastrosa. El
Gobierno está desaparecido y no se
sabe nada del presidente, aunque el
rey está en La Zarzuela... Ponga
atención: es prioritario que acelere
su trabajo. Prioritario. Es probable
que se queden aislados y que
empiece a fallar el suministro
eléctrico y de agua. Tienen
generadores diésel. Ténganlos
preparados y sigan los protocolos
para estos casos. En cuando
podamos mandaremos un
destacamento para reforzar la
seguridad de La Finca. Estamos en
guerra. Peor aún, añadió sombrío.
Buena suerte, Alejandro.
– Buena suerte, mi general.
Benavides se quedó mirando el
pesado terminal telefónico unos
segundos. Después, levantó la
mirada y clavó la mirada en su
ayudante.
– Reúna a los mandos en la sala
de reuniones. En cinco minutos los
quiero a todos allí.
Cuando llegó a la sala, sólo
estaban sentados la mitad de los
diez mandos que deberían haber
acudido. Se levantaron de sus sillas
cuando Benavides atravesó el
umbral de la puerta. Éste recorrió
con la mirada a los asistentes y
preguntó:
– Dónde están los demás.
¿Teniente?, preguntó si mirar al
joven que aguardaba de pie a su
derecha.
– Se han marchado, director,
dijo encogiendo los hombros.
Cuando aparecieron esos mensajes
en la tele decidieron marcharse a
casa.
– Siéntense. Estamos en
Emergencia Nacional. Por lo que a
ustedes respecta, y también a los
desertores que se han marchado,
estamos movilizados. Nadie saldrá
de La Finca hasta nueva orden.
Quiero que activen los protocolos
para estos casos. Preparen los
generadores diésel y llenen los
depósitos de agua. Quedan
suspendidas todas las actividades
en los laboratorios excepto si tienen
que ver con la investigación
principal que yo dirijo
personalmente. ¿Cuántos soldados
tenemos? O me va a decir que
también se han largado...
– Seis, están todos.
– Organice guardias. Que los
hombres lleven uniforme y armas de
combate. Que nadie entre ni salga
del recinto. Deles orden de disparar
si alguien intenta entrar por la
fuerza en La Finca.
– ¿Qué hacemos con el personal
civil?. Precisamente ahora estaba
preparándose el autobús para
llevarlos a Valladolid...
– Aquí no hay personal civil.
Están todos movilizados. Nadie
saldrá de aquí hasta nueva orden.
Suspenda ese traslado y que metan
el autobús en el cobertizo. Después
tráiganme las llaves.
Benavides se levantó dando por
terminada la reunión.
– Martínez.
– Si, doctor.
– Convoque al personal del
laboratorio. Los quiero aquí ya.
Un rato después Benavides
entraba en el laboratorio de máxima
seguridad pensativo. No había sido
fácil hacer entender al resto de los
investigadores que ahora estaban
bajo mando militar. De hecho, a él
le estaba costando mucho actuar
como un militar. Tenía la sensación
de que estaba fingiendo. Sólo logró
aplacar las protestas airadas
recordándoles el contrato que
habían firmado cuando se unieron a
La Finca, que especificaba -aunque
ninguno lo recordaba- que en caso
de Emergencia Nacional quedaban
bajo jurisdicción militar y que el
abandono de sus obligaciones y su
puesto supondría una violación de
las ordenanzas militares con graves
consecuencias.
Atrapados en la carretera

Cuando Hugo despertó la


mañana estaba avanzada. Salió a la
terraza y recorrió con la mirada los
edificios de su calle. El silencio era
absoluto. Parecía que el mundo se
hubiera detenido. No quedaba
ninguna tela roja en las ventanas y
la calle estaba desierta. Comprobó
el móvil pero no tenía línea ni
mensajes. La tele seguía emitiendo
música e imágenes bucólicas. Abrió
el portátil y entró en la intranet del
ministerio. Tenía un mensaje de su
jefe de la tarde anterior.
>estamos atrapados en la
carretera de Andalucía. He podido
entrar en la intranet con el móvil. El
caos espantoso. Hay controles y no
avanzamos. Parece que no están
dejando salir a nadie de Madrid.
Tampoco podemos dar la vuelta.
Hay disparos y coches ardiendo
más adelante. Hay gente que ha
abandonado el coche y se dirige
hacia los controles andando. Creo
que vamos a intentar aguantar a ver
qué pasa. Le he mandado un
mensaje a la ministra a través de la
intranet para ver si puede hacer
algo para que nos saquen de aquí
pero no me ha contestado. No hacen
más que pasar helicópteros por
encima de nosotros. No tenemos
mucha agua y el calor es horroroso.
Intenta aguantar en tu casa. Suerte.
Hugo tecleó a toda velocidad.
>Aquí la situación tampoco es
buena. El Ejército está "limpiando"
las casas de infectados a disparos y
se llevan los cadáveres en
camiones. Está claro que la
infección se ha extendido a una
velocidad que no calculamos. Voy a
intentar aguantar en mi casa
mientras pueda. Cuídate, jefe.
Se levantó a beber un vaso de
agua. Tenía la boca reseca y un
fuerte dolor de cabeza, como si
tuviera resaca. Desde la cocina oyó
el aviso del portátil de que le
acababa de llegar un mensaje al
chat. Se precipitó al salón. Carlos
le acababa de contestar.
>No nos queda mucho tiempo.
Esta noche hemos intentado llegar
andando al control, pero estaban
disparando contra la gente. Es una
locura. Hay infectados por todas
partes y heridos de bala. He visto
cómo personas a las que había
disparado y parecían muertas se han
levantado de nuevo convertidas en
zombis. Vamos a intentar regresar
andando a Madrid aunque una masa
de miles de personas viene desde la
ciudad hacia aquí. No sé qué va a
ser de nosotros. Esto es una
ratonera.
Desesperado marcó el numero
del móvil de Carlos una y otra vez
sin lograr línea. Tampoco había
mensajes en la intranet. Esperó
durante horas hasta que la
interrupción brusca de la música
clásica de la televisión le
sobresaltó como si alguien le
hubiera gritado al oído. En la
pantalla, sobre un fondo azul,
apareció un texto acompañado por
una voz masculina y autoritaria en
off.
"Este es un mensaje de la Junta
Militar. Por favor, permanezcan en
sus casas. No intenten abandonar su
ciudad. Se han establecido
controles militares y todo intento de
traspasarlos será respondido
contundentemente. Sigan las
instrucciones que impartiremos a
través de las cadenas de televisión
y de radio. Si tienen conocimiento
de personas con síntomas de la
infección, coloquen una tela roja en
la ventana de su casa. Intenten
aislar a esas personas y aguarden a
que llegue asistencia. Cualquier
persona que circule por la calle
será inmediatamente detenida. Las
patrullas y fuerzas de seguridad
abrirán fuego contra cualquiera que
no responda a las órdenes y contra
aquellos que lleven a cabo actos de
vandalismo o saqueos".
El mensaje se repitió varias
veces, hasta que la emisión se
interrumpió para dejar paso, de
nuevo, a la música y los paisajes de
montañas y ríos. Hugo no tenía
ninguna intención de salir a la calle
pero cada vez estaba más
convencido de que la situación se le
había ido de las manos a la Junta
Militar.
Pasaron las horas y
Hugo daba vueltas por la casa como
un león enjaulado. Salió a la terraza
al atardecer para respirar. Sentía
que se ahogaba. El cielo, azul
intenso, estaba limpio de nubes. Un
ruido atronador le hizo encogerse.
Media docena de aviones de
combate pasaron a muy baja altura
sobre los tejados en dirección al
sur. Antes de perderles de vista vio
cómo se dividían en dos grupos y
cada uno tomaba una dirección
distinta. Un rato después escuchó
explosiones, bastante más cercanas
que las que había escuchado el día
anterior. Inmediatamente después,
más aviones de combate surcaron el
cielo. Contó al menos diez
formaciones y apenas unos
segundos después sonaron
explosiones. Estas parecían mucho
más cercanas e hicieron vibrar los
cristales de las ventanas. La calle
estaba completamente vacía y no
vio a nadie asomado a las ventanas
de los edificios de enfrente. No
pudo soportarlo más y regresó al
interior. El bombardeo duró al
menos una hora. Cuando cesaron
los vuelos rasantes y el ruido de las
explosiones se dio cuenta de que la
televisión estaba silenciosa. Se
había apagado, al igual que el reloj
digital del reproductor de DVD.
Estaba sin luz.
De noche salió a la
terraza de nuevo y comprobó que el
apagón era generalizado. Encendió
algunas velas y se hizo un
sándwich. De vez en cuando abría
un grifo para comprobar que el agua
seguía fluyendo. Se metió en la
cama con la sensación de que el día
siguiente sería aún peor.
Una casita en el bosque

Atardecía. Las nubes en el


horizonte se encendían en rosas y
azules y el aire permanecía quieto.
Era una casa pequeña de una sola
planta con paredes de piedra
revocadas con cal y un tejado de
pizarra. Estaba rodeada por una
valla que no le costó trabajo saltar.
En la parte de atrás había una
huerta. Cuando vio aquella casa al
final de un camino de tierra y oculta
entre los árboles casi saltó de
alegría. Miró a través de la verja de
entrada y llamó al timbre durante un
rato. Rodeó la valla de piedra
intentando ver el interior de la casa
y decidió saltar al interior.
– ¡Hola!, ¡Por favor,
necesitamos ayuda!, dijo mientras
golpeaba la puerta con los nudillos.
Cogió una piedra del jardín y la
arrojó contra la ventana de la
cocina. Saltó al interior. Era una
cocina amplia, con una mesa
redonda en medio y cuatro sillas.
Un arco de ladrillo comunicaba la
cocina con un salón donde había un
sofá, dos sillones y en un lateral un
televisor en un mueble de madera
con ruedas. Enfrente del sofá había
una chimenea y en una caja grande
de cartón, al lado de la chimenea,
un montón de troncos, piñas secas y
un hacha. Había una estantería de
madera con libros y DVDs y en una
esquina un mueble con un equipo de
música. Exploró el resto de la casa:
dos dormitorios y un cuarto de
baño. Volvió a la cocina y abrió el
grifo del fregadero. Después de un
gorgoteo salió un chorro de agua y
puso la cabeza debajo. Bebió y se
empapó la cabeza. Se lavó las
manos y se secó con un trapo de
cocina. Abrió la nevera. Dentro
sólo había latas de cerveza y de
refrescos. Abrió un armario que
contenía platos, vasos, tazas, botes
de especias, sal, aceite, vinagre. En
otro en encontró espaguetis,
macarrones, legumbres y una
enorme cantidad de latas de
sardinas en aceite, de atún, de
tomate frito...
– Dios, gracias, dijo en voz
alta.
Se acordó de Irene. Sola. En el
bosque.
Corrió hacia la puerta. Estaba
cerrada con llave y un cerrojo fac.
Junto a la puerta, colgado de un
clavo, había un llavero. Una de las
llaves era de la puerta y la otra,
más pequeña, de la cancela que
cerraba el jardín. Abrió la cancela
y corrió hacia el lugar donde había
dejado a Irene.

Gabriel terminó de sujetar el


cartón en la ventana de la cocina.
Le había costado mucho arrastrar a
Irene hasta la casa. La chica estaba
en estado de shock y apenas
reaccionaba a sus palabras. Los
últimos metros se negaba a andar y
tuvo que sujetarla por la cintura
para que caminara. Cuando llegaron
a la casa la sentó en el sofá y la
obligó a beber un poco de agua.
Limpió su cara con una toalla
humedecida. Irene tenía los
párpados hinchados.
No había teléfono. Encendió la
tele pero no fue capaz de encontrar
nada más que unas imágenes de
paisajes acompañadas de música
una música muy agradable, así que
la dejó encendida. En la cocina
bullía una olla con agua.
Preparó dos platos de
macarrones y los puso en la mesa
de la cocina. Abrió dos latas de
coca-cola. Tenía que conseguir que
Irene reaccionara.
Fue a despertarla.
– Irene, he preparado comida.
Venga...
La chica abrió los ojos y le
miró. Intentó levantarla.
Volvió a la cocina y cogió un
plato y un tenedor y la lata de
cocacola. Se sentó al lado de Irene
y le metió un macarrón en la boca.
Esperó a que lo tragara y después le
puso la lata de cocacola en la boca,
pero Irene cerró los labios con
fuerza. La chica le clavó los ojos.
Después de varios segundos abrió
la boca y habló.
– Odio la coca-cola.
Gabriel, después de unos
segundos, soltó una carcajada. Rió
hasta que se le saltaron las
lágrimas.
– ¿Quieres una cerveza?,
preguntó. Porque está fresquita...
Irene se fue animando y poco a
poco se comió todo el plato de
macarrones.
Bebió un trago de cerveza.
– Los próximos los hago yo. Te
han quedado blandurrios, dijo muy
seria con la voz ronca.
Gabriel sonrió.
– No se me da muy bien
cocinar... yo...
En ese momento la imagen de la
televisión cambió. La música se
interrumpió y la pantalla se puso
azul. Después sonó una voz y
repitiendo las palabras que
aparecían sobreimpresas en la
pantalla.
"Este es un mensaje de la Junta
Militar. Por favor, permanezcan en
sus casas. No intenten abandonar su
ciudad. Se han establecido
controles militares y todo intento de
traspasarlos será respondido
contundentemente. Sigan las
instrucciones que impartiremos a
través de las cadenas de televisión
y de radio. Si tienen conocimiento
de personas con síntomas de la
infección, coloquen una tela roja en
la ventana de su casa. Intenten
aislar a esas personas y aguarden a
que llegue asistencia. Cualquier
persona que circule por la calle
será inmediatamente detenida. Las
patrullas y fuerzas de seguridad
abrirán fuego contra cualquiera que
no responda a las órdenes y contra
aquellos que lleven a cabo actos de
vandalismo o saqueos".

Irene y Gabriel escucharon en


silencio el mensaje, que se repitió
varias veces. Después volvieron la
música y las imágenes de ríos y
montañas. El estruendo de los
aviones hizo vibrar la casa como si
fuera de papel. Después oyeron las
explosiones, fortísimas y muy
cercanas.
Han llegado. Miércoles 24 de
agosto de 2011

Hugo despertó al amanecer con


el sonido de “La Primavera” de
Vivaldi. Salió de la cama de un
salto y entró en el salón. La
electricidad había vuelto y la tele
estaba encendida emitiendo la
"programación habitual". Entró en
la cocina y preparó café y un par de
huevos fritos. Después se duchó.
Tenía que aprovechar que había
regresado la electricidad. Limpio y
descansado empezó a ver más
claras sus opciones si la situación
no mejoraba. Intentar salir de
Madrid estaba descartado. Su jefe
lo había intentado y probablemente
estaría muerto a estas horas. Y él
tenía la certeza de que no resistiría
mucho tiempo en su casa si la
electricidad se iba del todo y el
agua dejaba de salir por los grifos.
Si se cortaba el suministro de agua
miles de personas morirían en poco
tiempo. Tenía la esperanza de que
la Junta Militar informara del éxito
de los bombardeos y del
levantamiento del toque de queda.
Al fin y al cabo los bombardeos no
se habían repetido...
Analizó con calma las
alternativas. Tenía comida
suficiente para varias semanas si se
administraba bien. Si se iba la
electricidad, disponía de un
camping gas y de dos bombonas
para cocinar. Si se interrumpía el
suministro de agua, ya era otra
cuestión. Su período de
supervivencia se acortaría
notablemente. En ese caso tendría
que salir a la calle y buscar ayuda.
De momento el barrio parecía
seguro. Estaba convencido de que
si salía a la calle y se encontraba
con una patrulla podría convencer a
los soldados de que le trasladaran a
algún lugar seguro y después
intentaría reunirse con su mujer y su
hijo. Sin embargo, había algo que
fallaba, ¿por qué este silencio?
¿Por qué esta ausencia de
información? Intentó conectarse a
internet con el portátil y salió a la
terraza con el móvil buscando
señal, pero sólo logró ponerse más
nervioso.
La tele se apagó. De
nuevo sin luz. Salió a la terraza. La
temperatura iba a ser hoy muy alta,
pensó al observar un cielo
completamente despejado. Desde el
incidente con aquel soldado que le
apuntó tenía cuidado cuando salía a
la terraza y antes de asomar la
cabeza para ver la calle
escudriñaba los edificios de
enfrente desde detrás de las
jardineras por si hubiera alguien en
las ventanas.
Entonces los vio.
Eran dos. Caminaban
tambaleándose, con los brazos
colgando y la cabeza ladeada desde
el cruce con San Bernardo. A uno
de ellos le faltaba un zapato y
llevaba una camiseta ennegrecida
por lo que parecía sangre seca. El
otro llevaba uniforme de policía, la
chaqueta abierta y la camisa
rasgada a la altura del vientre, con
un boquete desde donde colgaban
los intestinos como una ristra de
salchichas que iba arrastrando por
el suelo. Detrás aparecieron más.
Decenas de hombres y mujeres con
la piel cenicienta, arrastrando los
pies con un ruido sordo,
espeluznante. Hugo se agachó
detrás de los maceteros y
retrocedió hasta el interior de la
casa. En pocos minutos las calles
del barrio estaban invadidas por
centenares de muertos andantes.
La electricidad ya no regresó
ese día. Ni al siguiente.
El despertar

Carlitos despertó al sentir el


mordisco en el hombro. Un dolor
lacerante que le hizo chillar como
una alarma anti incendios. Carlitos
tenía veinticinco años y los últimos
veinte los había pasado postrado en
aquella cama, rodeado de muñecos
de peluche y pósters clavados en la
pared y una pequeña tele enfrente
de la cama que su madre le
encendía por la mañana y apagaba
por la noche.
Carlitos tenía cinco años
cuando una meningitis bacteriana
apagó los interruptores de sus
piernas y no pudo volver a andar
más. Ni a hablar más. Ni a entender
lo que le decía su madre, Reme, que
ahora estaba masticando un trozo de
la carne de su hombro.
Troski, el perrito que todas las
noches subía de un salto a su cama
y dormía entre sus piernas, se había
metido bajo la cama aterrorizado
cuando vio entrar a la obesa madre
de Carlitos en la habitación
tambaleándose como un barril
gimiente.
Carlitos siguió chillando. Reme,
con los rulos de plástico rosa
oscilando en su cabeza, masticaba
dejando escapar hilos de baba
sanguinolenta y trozos de algodón
azul del pijama de Carlitos por las
comisuras de la boca.
Carlitos siguió chillando
incluso cuando su padre, Carlos,
entró en la habitación y golpeó con
el palo de la escoba a Reme en la
cabeza. No dejó de chillar ni
siquiera cuando su madre se giró,
agarró a su padre por el cuello y
atrajo su rostro contra su boca. De
un mordisco le arrancó el labio
inferior y parte de la carne de la
barbilla.
Carlitos dejó de chillar
mientras su madre devoraba a su
padre sobre el suelo de linóleo
cuando al ver su propia sangre que
le brotaba por la herida del
hombro. Su torpe mano izquierda
hundió el dedo índice en la herida y
notó la sangre caliente y la carne
palpitante de los bordes del
mordisco.
Carlitos se chupó el dedo y notó
el sabor salado de su sangre. Siguió
metiendo el dedo en la herida y
chupándolo hasta que se quedó
dormido, envuelto en su edredón de
colores que se iba empapando en
sangre.
Media hora después su madre,
saciada, levantó las rodillas del
charco de sangre que se había
formado en el linóleo verdoso y
salió de la habitación
tambaleándose. Los rulos rosas
oscilaban sobre su cabeza.
Carlitos despertó al cabo de un
rato vomitando y ardiendo de
fiebre. Su pañal estaba hinchado
después de veinticuatro horas sin
cambiarlo.

Media hora más tarde Carlitos


murió.
Diez minutos después, Carlitos
se levantó.
El Valle

“Marchaos ya”, fueron las


últimas palabras que Silvia había
oído de su marido antes de que se
cortara la llamada. En los últimos y
caóticos días era cada vez más
difícil establecer comunicación
telefónica. Las averías de la red se
estaban multiplicando. La
electricidad se cortaba y cada vez
tardaba más en volver.
Silvia aguantó unos
días con la esperanza de que Hugo
apareciera, pero había llegado el
momento de marcharse a El Valle
con sus padres. Metió la ropa en
una bolsa de viaje y revisó el
maletín, donde había guardado los
medicamentos que había
conseguido en la farmacia en los
últimos días y que había
seleccionado con cuidado:
antibióticos de amplio espectro,
analgésicos, antidiarréicos, suero
fisiológico isotónico; soluciones
oftálmicas, adrenalina subcutánea
precargada, complementos
vitamínicos, vendas, desinfectante,
tijeras, hojas de bisturí…
Dio un largo abrazo al niño, que
estaba a punto de cumplir tres años.
– Mami, ¿vamos con los tatás?
– Sí, cielo. Nos están
esperando.
– ¿Y papi?
– Vendrá luego. Reprimió una
lágrima y besó al niño.
Escribió una nota y la pegó en
el espejo del vestíbulo.
“Nos hemos ido a El Valle.
T.Q.”. No se le ocurrió nada más
que esa breve frase. Qué podía
decir. No quería ni pensar que no
volvería a ver a Hugo. Bajó el
equipaje al garaje por las escaleras
y subió a por su hijo. Cuando
empezaban a bajar se abrió la
puerta de una vecina.
– ¿Te vas?
– Si, me voy a El Valle. Mis
padres están allí.
– No creo que sea para tanto.
Ya verás cómo pasa esto. Yo viví
la guerra civil y ya se lo que es
estar encerrada en casa... Saluda a
tus padres de mi parte.
Silvia no supo qué contestar. Se
despidió de la anciana y empezó a
bajar las escaleras con el niño
sujeto de la mano. La perrita, un
cocker dorado de once años, les
seguía despacio. Tardaron una
eternidad en bajar los cinco pisos y
los dos del sótano del garaje. No
quería arriesgarse a quedarse
encerrada en el ascensor si la luz se
iba de nuevo. Sujetó al niño en su
sillita y dejó que la perrita, muy
nerviosa, se tumbara en el suelo del
coche entre los asientos delanteros
y traseros. Antes de abrir la reja
que cerraba el garaje echó un
vistazo para comprobar que no
hubiera "algo" fuera. Montó en el
coche, arrancó el motor, pulsó el
mando a distancia y el portón
empezó a subir. Justo cuando salía
a toda velocidad del garaje vio por
el rabillo del ojo una de esas cosas
que se acercaba hacia el coche por
la acera, a varios metros de
distancia. Giró bruscamente sin
parar en los cruces. No había
tráfico. Recorrió las calles bastante
rápido y se metió en la autopista
por la primera entrada. La ciudad
quedó atrás rápidamente.
– “Cálmate”, se dijo. “Tengo
que conducir con cuidado”.
La autopista estaba
completamente vacía. La gente,
aterrorizada, se había encerrado en
sus casas siguiendo las
instrucciones del Gobierno.
Esperaba ver a la policía o al
ejército por el camino. Nada.
Parecía que había llegado el fin del
mundo. Media hora después salió
de la autopista para tomar una
carretera que serpenteaba siguiendo
el curso del río y que llegaba hasta
El Valle. Cruzó varias aldeas
pequeñas que parecían vacías,
aunque le pareció ver algunas
personas caminando entre los
árboles. A pocos kilómetros del
pueblo la carretera se encajonaba
entre la pared de la montaña y el
río. Bajó la velocidad. Al salir de
la curva vio varios coches que
bloqueaban un puente que cruzaba
el río. En medio de aquella barrera
había una furgoneta blanca cruzada
a lo ancho. Debajo del puente las
aguas bajaban turbulentas
produciendo espuma al chocar
contra las rocas. Paró a un par de
metros del puente. Un hombre con
uniforme de la Guardia Civil asomó
por encima de uno de los coches de
la barricada con un subfusil
apoyado en el antebrazo. La hizo
una seña para que saliera del coche.
Silvia miró a su hijo y después de
unos segundos abrió la portezuela y
salió.
– Cuántos sois. ¿Algún herido?
– No. Sólo somos mi hijo y yo.
Bueno, y una perra pequeña. Vamos
a El Valle. Mis padres están allí.
El hombre desapareció detrás
de la barricada. A los pocos
segundos se abrió el portón lateral
de la furgoneta y el guardia civil
asomó con el subfusil colgando del
hombro.
– Soy el sargento Álvarez.
Coja sus cosas. Tiene que dejar el
coche ahí. Deje las llaves puestas.
Lo siento pero lo necesitamos. ¿Han
visto algo por el camino?
– Nadie. La carretera estaba
vacía. Me pareció ver gente en
alguna de las aldeas antes de llegar
aquí, dijo Silvia.
– No queda nadie. Nadie vivo,
quiero decir. Ya hemos hecho
alguna batida. Todos los que
quedan sanos en muchos kilómetros
a la redonda están aquí. No somos
muchos: ciento cincuenta personas.
Silvia sacó al niño del coche.
La perra no quería salir. Llevaba
varios días sin despegarse de ella,
asustada y temblorosa.
– Entren en la furgoneta. Yo le
llevaré el equipaje, dijo Álvarez.
Silvia ató a la perra con la
correa y tiró para que saliera del
coche. Cogió al niño de la mano y
se metió en la furgoneta. Habían
desmantelado completamente su
interior. Era sólo una carcasa vacía
para permitir el paso a través de la
barricada. El portón, que se abría
deslizándose, se cerraba por dentro
con un candado y una barra de
seguridad. Al otro lado había otro
portón similar abierto.
– Ahora tiene que seguir sola
desde aquí. Deje si quiere la maleta
y se la llevo yo cuando termine mi
guardia dentro de… una hora, dijo
tras mirar el reloj. No se preocupe,
el camino es completamente seguro.
En media hora llega al pueblo.
Silvia le entregó la bolsa de
viaje y se quedó con el maletín.
– ¿Es usted médico? Preguntó
el guardia civil señalando el
maletín.
– Si.
– Me alegro. No tenemos
médico el El Valle. El titular se
largó a Oviedo en cuando vio que
las cosas se ponían feas.
Silvia no supo qué contestar.
Comenzó a caminar por la
carretera con la perrita pegada a su
pierna derecha y el niño cogido a su
mano izquierda. En su otra manita
el niño llevaba colgando por la
trompa un elefante azul de trapo.
Las sombras empezaban a
extenderse en la carretera mientras
el sol se ocultaba tras las montañas.
Sólo se oía el rumor de río, famoso
entre los pescadores de truchas de
la zona.
Media hora más tarde entraba
en El Valle. Sus padres, Ángel y
María, tenían una casa de piedra de
tres plantas donde Silvia había
pasado las vacaciones en su
infancia. El pueblo, al final de la
carretera, estaba dividido en dos
por el río y a partir de allí sólo se
podía continuar por estrechos
caminos que se embarraban durante
el invierno y que trepaba, montaña
arriba, hasta Somiedo.
Vio a otros dos guardias civiles
apostados a la entrada del pueblo
que la saludaron con un movimiento
de cabeza.
Cruzó el pequeño puente de
hierro que unía los dos lados del
pueblo y caminó unos metros hasta
la puerta de la casa. Entró sin
llamar. Sus padres, sorprendidos,
se abalanzaron hacia ella para
abrazarla. La perrita, por primera
vez en días, gimoteó de alegría
moviendo el rabito y correteó por
la cocina.
– Silvia, qué alegría. Llevamos
horas intentando llamarte por
teléfono, pero es imposible.
Tampoco hemos podido hablar con
Hugo. Tendrás hambre. Ahora os
preparo algo de comer.
El padre de Silvia miraba en
silencio. Se acercó al niño y lo
cogió en brazos besándolo.
– Qué sabes de Hugo...
preguntó.
– No ha podido salir de
Madrid.
Un silencio incómodo planeó
por la gran cocina durante unos
segundos.
– Bueno, no te preocupes,
estará bien. Sabrá apañarse.
La madre acercó una cacerola a
la vieja cocina de hierro que
caldeaba la habitación. Silvia no
había vuelto a ver esa cocina de
leña encendida desde que era
pequeña.
– Ya ves, Estamos sin luz.
Tampoco tenemos agua corriente,
aunque podemos coger agua del
antiguo lavadero.
Su madre le puso un plato
humeante de estofado delante y
preparó una tortilla para el niño,
que jugaba con la perrita. Después
puso un plato en el suelo con algo
de carne para la perra, junto con un
cuenco de agua que cogió de un
cubo. Encendió un viejo quinqué de
alcohol y varia velas que distribuyó
por las encimeras de la cocina.
Mientras comía, su
madre le contó que el sargento de la
Guardia Civil había reunido a los
habitantes del pueblo hace un par
de días para informarles de la
situación. Les había comunicado
que las últimas instrucciones que
habían recibido por radio eran que
tenía que bloquear los accesos al
pueblo y aguantar con sus propios
medios hasta nueva orden. No
podían salir del pueblo más que
bajo su responsabilidad. El
sargento les explicó que el pueblo
estaba bajo su mando en aplicación
de la legislación especial aprobada
con motivo de la crisis. Llevaba un
par de días haciendo inventario de
todo lo que sirviera para garantizar
la supervivencia de los habitantes
del pueblo. Había requisado las
armas, escopetas de caza en su
mayoría, los vehículos y toda la
madera del aserradero que había a
la entrada del pueblo. También
habían incautado toda la comida
que había en las tiendas y en el
supermercado y la habían
almacenado en la escuela. Había
hecho lo mismo con el ganado y lo
había reunido en los prados que
había alrededor del pueblo.
Organizó grupos para vigilar por
turnos la carretera y los caminos
que partía del pueblo hacia las
montañas.
María le contó que
muchos veraneantes optaron por
marcharse al día siguiente. Después
se había bloqueado el puente y
establecido vigilancia. Ahora eran
unas ciento cincuenta personas, la
mayoría familiares de las pocas
personas que vivían en El Valle
durante el invierno. Silvia comía en
silencio mientras su padre daba de
comer al niño, ajeno a todo. Su
madre interrumpió su relato cuando
sonó un toc toc enérgico en la
puerta.
– Adelante, pase.
Asomó la cara de un hombre en
la cincuentena, con el pelo corto y
canoso. Era Álvarez, el sargento.
– Buenas tardes. No quiero
molestar. Sólo quería saludarla en
condiciones, dijo muy serio. Ya he
terminado mi guardia, añadió. Se
quitó la gorra caqui y entró.
– ¿Quiere un plato de estofado,
sargento? Preguntó María.
– No se preocupe. Ahora
comeré en el cuartel, aunque huele
muy bien, dijo sonriendo.
Miró a Silvia durante varios
segundos.
– Es una enorme suerte que
hayan conseguido llegar hasta aquí
sin problemas. Uno de los
veraneantes que se marchó hace tres
o cuatro días regresó veinticuatro
horas más tarde caminando. Ya no
era una persona. Tuvimos que...
poner fin a su... estado, añadió
bajando la voz. En cualquier caso
me alegro de tenerla por aquí. No
hay médico en el pueblo. Como ya
le he dicho el titular se marchó
cuando empezó todo esto. Mañana
pasaré a buscarla para enseñarla el
consultorio para que se familiarice
con los recursos de los que
disponemos. Hemos trasladado
todo lo que había en la farmacia al
consultorio. Que descanse. Y echen
el cerrojo, dijo antes de dar la
vuelta y marcharse.
– Bueno, parece que he
conseguido trabajo en tu pueblo,
mami, dijo Silvia riendo.
Una hora después el niño caía
rendido en la cama de Silvia
abrazado a su elefante de trapo.
Cerró los ojos y Silvia le besó
suavemente en la frente.
Bajó a la cocina. Sus padres
estaba sentados en la mesa en
silencio.
– No sé cómo acabará esto,
dijo Ángel sombrío. La radio
decía...
– La radio, la radio, le
interrumpió María. Esto es cuestión
de días, ya verás, hombre...
– Papá tiene razón. Hugo me
dijo que me refugiara aquí porque
era la única forma de sobrevivir. Es
probable que esto dure mucho
mamá. No sé qué será de nosotros,
no sé que será de Hugo, si volveré
a verlo, dijo tapándose el rostro
con la manos.
Lloró. Su padre se levantó para
abrazarla.
– Vendrá. Ya verás como
viene. Ya verás.
El plan. Domingo 28 de agosto de
2011

Nada. Del grifo apenas salieron


dos gotas que hicieron ploc ploc al
caer sobre el agua que llenaba el
lavabo. Con esta reservas no
duraría mucho. Si no volvía el
suministro de agua...
Por la mañana Hugo
había oteado la calle desde la
terraza. El número de zombis que
deambulaba por Manuela Malasaña
iba en aumento. Reconoció entre
ellos a algún vecino del barrio.
Había muchos que llevaban
camisetas conmemorativas de las
Jornadas de la Juventud o pingajos
sanguinolentos y chamuscados por
los ataques aéreos. Le parecía muy
alarmante que muchos de los
zombis fueran militares y policías.
Algunos de aquellos muertos
andantes estaban completamente
quemados por el fuego de las
explosiones o mostraban terribles
heridas de metralla o balas, pero
ahí estaban, caminando por el
barrio cada vez en mayor
número. A otros les faltaba algún
miembro o incluso partes del
cráneo pero continuaba llegando a
la ciudad caminando sobre muñones
descarnados o con la mandíbula
colgando de un tendón. La visión
desde la terraza era aterradora.
Nunca olvidaría lo que
había contemplado hace apenas
unas horas. Una mujer salió de un
portal corriendo con un bebé en
brazos que no paraba de llorar
acuciado por el hambre. Antes de
llegar a la esquina una turba de
zombis la cerró el paso. La mujer,
viendo que no podía escapar metió
al bebé debajo de un coche y saltó
por encima del capó para arrastrar
a los zombis tras ella. Apenas
avanzó una decena de metros antes
de que un hombre sin camiseta y
con un enorme agujero en el pecho
la cogiera del pelo. Tiró de ella con
violencia acercando la cara de la
mujer hasta su boca. Con una serie
de rápidos mordiscos, como si
fuera un lobo, le arrancó la mitad
del rostro y le abrió un gran
boquete en el cuello por donde se
escapó su vida en pocos segundos.
Hugo se retiró de la
terraza para no ver cómo un grupo
de muertos se agachaba y uno de
ellos sacaban al bebé de debajo del
coche. El llanto de la criatura cesó
mientras Hugo cerraba, mareado, el
ventanal de la terraza. Después se
derrumbó llorando en el sofá.
Encendió el móvil y escribió un
mensaje a Silvia.
>estoy bien. Os quiero.
Pulsó para enviar pero el
mensaje no salió.
Tenía que marcharse
ya. Llevaba días preparándose
mentalmente porque sabía que tenía
que abandonar su casa. No podía
aguardar a que su organismo y su
mente se debilitaran por el hambre
o la sed. Por la noche daba vueltas
en la cama sin poder dormir
desvelado por los aullidos de algún
perro abandonado y las imágenes
de la mujer y el bebé devorados,
que volvían una y otra vez a su
cabeza. De repente, en ese estado
de duermevela en el que a veces
encuentras la solución a un
problema aparentemente
irresoluble, tuvo una revelación. Se
incorporó de la cama y encendió
algunas velas. Cogió unos folios y
preparó su plan de huida anotando
qué necesitaba y un esquema el
recorrido hacia el refugio. Evaluó
las probabilidades una y otra vez,
pero cada vez veía más claro que
tenía posibilidades de sobrevivir si
todo salía tal y como lo había
pensado.
Se tumbó en la cama y poco a
poco se relajó hasta quedarse
dormido.
El hambre

Tenía un hambre atroz,


lacerante. Carlitos se levantó de la
cama después de veinte años. Tenía
las piernas atrofiadas y las rodillas
hinchadas como pelotas. Apenas le
sostenían pero se puso de pie. Su
mano rozó el rebosante y maloliente
pañal. Lo palpó brevemente y se lo
arrancó de un tirón. Ahora Carlitos,
un atrofiado zombi de casi dos
metros de altura, tapado únicamente
con una chaqueta de pijama que le
cubría a duras penas un largo y
flácido pene, necesitaba comer.
Carlitos dio sus primeros pasos
tambaleándose como un bebé y
tambaleándose salió de la
habitación. El perro asomó sus
ojillos vivarachos desde su
escondite. Tras unos segundos de
duda siguió a Carlitos moviendo el
rabo. Cinco minutos más tarde
Carlitos tragaba los últimos restos
de la piel del perro mientras
apartaba a una deambulante Reme
de un empujón. Carlitos se notaba
más fuerte pero aún tenía hambre.
Cruzó el umbral de la puerta del
piso, abierta de par en par y salió al
rellano.
La autoridad

Silvia despertó con ruidos que


no recordaba desde su infancia. Un
hacha golpeando la madera. El
chirrido de una carretilla, mugidos
de vacas que iban a pastar a los
prados que había al rededor del
pueblo. El niño dormía
profundamente tapado hasta las
orejas. La perrita, tumbada a sus
pies, levantó la cabeza y alzó las
grandes orejas rubias. Tuvo que
hacer un esfuerzo para recordar
dónde estaba y cómo había llegado
hasta allí.
Dejó al niño
durmiendo y bajó a la cocina con la
perra trotando detrás. Su madre le
sonrió y le puso un tazón de café
con leche delante y otro para la
perra con trozos de galleta junto a
la cocina de hierro, que irradiaba
un agradable calor. Con un trapo
retiró dos rebanadas de pan que se
estaba tostando encima de la placa
de hierro.
– Come algo antes de que
llegue a buscarte la autoridad, dijo
sonriendo. Es posible que te ponga
a trabajar ya. Menudo es el sargento
Álvarez.
– ¿Dónde está papá?
– Ha subido con otros hombres
a la central eléctrica a ver si
pueden ponerla en marcha de
nuevo.
– ¿A la central eléctrica?
– Sí, por lo visto parte de la
electricidad de esta zona provenía
de una minicentral que funciona con
el agua del río, pero no sé más. Que
te lo cuente tu padre cuando llegue.
– Veo que estáis bien
organizados…
– Sí, la verdad es que en pocos
días nos hemos organizado bien. Ya
verás. El sargento tiene muy buena
cabeza.
Silvia acabó el desayuno y
apartó el caldero con agua caliente
para asearse. Llenó un cubo y subió
al cuarto de baño. Mientras se
peinaba oyó a su madre charlar con
alguien en la planta de abajo. Se
vistió, echó un vistazo al dormitorio
y vio que el niño continuaba
dormido.
Cuando bajó su madre estaba
tomándose un café con el sargento,
sentados ambos alrededor de la
mesa.
– Buenos días.
– Buenos días, doctora.
– Llámeme Silvia.
– Prefiero llamarle doctora, si
no le importa. Mire –dijo
levantándose-, en estas situaciones
conviene mantener el principio de
autoridad. Yo soy “el sargento” y
usted es “la doctora”. Para
garantizar la seguridad de todos,
todos tienen que ser conscientes de
quién manda aquí. No es algo que
me agrade pero así lo decretó el
Gobierno. Sólo podremos
sobrevivir, si esto se prolonga
mucho tiempo, con un elevado
grado de organización… casi
militar.
– Bueno, yo creo que la
confianza es también importante…
– No discutamos sobre eso. De
momento las cosas son así. Ahora
acompáñeme, que le voy a enseñar
el consultorio.
Álvarez se puso la gorra y salió
a la calle. Silvia se quedó
mirándolo unos segundos con las
cejas levantadas y después miró a
su madre, que se encogió de
hombros.
– El niño sigue durmiendo. Si
no se despierta en media hora,
despiértale tú, por favor. En mi
bolsa de viaje hay un biberón y un
paquete de cereales en polvo. Ponle
dos cucharadas.
Silvia cogió su maletín y siguió
al sargento por las calles de El
Valle. Por el camino se cruzaron
con personas que la miraban con
curiosidad. Por todas partes veía a
personas ocupadas en diversos
menesteres. Unos acarreaban cubos
de agua, otros transportaban leña
cortada, o tomates, lechugas y
patatas en carretillas. Ni un motor
en marcha. No había coches o
camiones en funcionamiento. Silvia
sintió que había retrocedido al siglo
XIX.
Al otro lado del río,
junto a un parque infantil con un par
de columpios y toboganes, estaba el
consultorio. Era un edificio de
piedra y ladrillo de dos plantas con
el tejado de pizarra. En la puerta se
había formado una cola formada
por al menos una docena de
personas.
– ¿Qué esperan?, preguntó
Silvia.
– A usted. Se ha corrido la voz
de que ha llegado una doctora al
pueblo y vienen a la consulta.
Entraron y el sargento le enseñó
la sala y abrió con una llave una
habitación donde habían
almacenado todo lo que había en la
farmacia. Cajas de medicamentos
organizadas alfabéticamente y un
listado, escrito a mano, de las
existencias. También había vendas,
esparadrapos, hojas de bisturí,
muletas y diverso material
ortopédico, además de productos de
parafarmacia y homeopatía. Silvia
evaluó aquellas reservas. Era
sorprendente las existencias que
podía llegar a acumular una
farmacia de pueblo.
Sobre la mesa de la consulta
había un ordenador.. El sargento lo
cogió y lo traslado hasta una
esquina de la consulta.
– No le va a hacer falta. No hay
luz de momento. Tendrá que
escribir a mano… lo que tenga que
escribir. Usted pasará consulta y
distribuirá los medicamentos que
considere oportunos o que estén
disponibles. Sea muy cuidadosa. Lo
que ha visto en el almacén es lo
único que tenemos.
Dicho esto, el sargento se llevó
la mano a la gorra y se despidió.
– Que tenga un buen día.
Silvia se quedó paralizada unos
segundos hasta que reaccionó. Se
asomó a la puerta y llamó al primer
paciente. Cuatro horas más tarde
había finalizado la consulta. Casi
todos los pacientes tenían
problemas para conciliar el sueño,
ansiedad, depresión, tensión
elevada... Excepto algún catarro no
había enfermos en el pueblo.
Cerró la consulta con
las llaves que el sargento le había
dejado sobre la mesa y decidió dar
una vuelta por el pueblo. El único
restaurante estaba cerrado sin
embargo el hotel estaba abierto. Le
sorprendió ver algunos comercios
también abiertos. Mientras se
asomaba a una tienda de ropa el
sargento se le acercó por detrás,
sobresaltándola.
– Qué tal su primera consulta
doctora.
– Qué susto me ha dado,
sargento. Bien. Nada grave.
Ansiedad, depresión… lo normal
en estos casos, supongo. Veo que
las tiendas están abiertas, creía que
lo habían incautado todo.
– No, mujer, sólo hemos
“incautado”, como dice usted, los
artículos de primera necesidad:
alimentos, medicinas… armas,
claro. La ropa, los libros, los
juguetes o los artículos de regalo -
dijo señalando un pequeño
comercio vacío de clientes-, no son
de primera necesidad. Aunque si
esto continúa cuando llegue el
invierno es posible que tengamos
que garantizar que todo el mundo
tiene ropa de abrigo y mantas ¿no
cree? De todas formas, todo lo que
hemos almacenado tiene dueño y
así lo hemos consignado en los
inventarios. Cuando esto termine,
todo el mundo recibirá un precio
justo por lo que han entregado. Soy
guardia civil, no un salteador de
caminos.
El sargento señaló a varios
hombres que pescaban en el río.
– Mire. Hemos levantado la
veda. Ahora quién quiera puede
pescar o cazar sin escopeta.
– ¿Cómo se puede cazar si
escopeta?
– En esta zona llevan toda la
vida cazando con trampas. Ahora es
“legal”, dijo con una leve sonrisa.
Silvia levantó las cejas
sorprendida.
– El hotel ha sido requisado
para alojar a personas que llegaron
antes de que cerráramos la
carretera. Son nuestros refugiados,
por así decirlo. En el hotel también
se prepara comida para los que no
tienen cocina de leña en casa. Mire
doctora, no sé si le caigo simpático
o me considera usted una especie
de dictador, pero le aseguro que mi
única preocupación es que todos
los que viven en este pueblo lleguen
vivos al día siguiente. Lo único que
deseo es que por esa carretera por
la que vino usted aparezcan pronto
soldados o civiles y me digan que
todo ha terminado. Entonces me
marcharé para buscar a mi familia.
Bruscamente, se giró sobre sus
talones y se marchó en dirección al
cuartel.
Silvia regresó a casa. Encontró
a la perrilla tumbada en el felpudo
esperándola.
La vieja cocker se levantó
moviendo el rabito frenéticamente.
Dentro de la casa el niño jugaba
con su abuela.
– Hoy tenemos fabada. Ya sé
que no te gustan mucho, pero hay
que adaptarse a lo que hay, hija.
Nos dan alimentos según el número
de miembros de la familia y un día
tocan fabas y otro carne, o patatas.
Tendremos que ir a pedir leche
para el chiquillo.
– ¿No ha vuelto papá?
– Debe estar al caer. Mientras
que vaya comiendo el niño.
Media hora más tarde entró por
la puerta Ángel. Venía con la
camisa remangada y con una caja de
herramientas. Mientras comían
contó que había subido con un
grupo de otros cuatro hombres hasta
la minicentral hidroeléctrica para
intentar arrancarla de nuevo. De
hecho, sólo él y otro chaval más
joven tenían conocimientos sobre
motores eléctricos, relés, etc. Los
otros tres iban armados con
escopetas para vigilar por si
aparecía algún muerto viviente por
allí.
– El problema es que la central
es muy antigua. Necesita
mantenimiento continuo. Hubo una
sobrecarga y como no había nadie
arriba se han quemado algunos
circuitos. Se puede reparar y
arrancar de nuevo. El problema es
que hay que cambiar algunos
circuitos o arreglarlos como
podamos sin soldador. Tengo que
estudiar bien los diagramas y ver si
puedo arreglarlo. En cuanto
funcione también tendremos agua.
Las bombas son eléctricas.
Se lavó las manos y se sentó a
comer.
– Con suerte, mañana tenemos
luz, añadió sonriente.
La huida. Lunes 29 de agosto

Hugo se despertó muy


temprano. Entró en la cocina y
preparó café con el camping gas.
Mientras mordisqueaba algunas
galletas sentado en la mesa de la
cocina seguía dándole vueltas al
plan. Su esperanza estaba en llegar
a la oficina de una pequeña
Asociación del barrio de la que
había sido voluntario. Hace algunos
años había empezado a colaborar
con esa organización que se
dedicaba a formar personal
sanitario para socorrer a la
población de países que habían
sufrido catástrofes naturales o
graves epidemias. Veía el cartel en
la puerta de un edificio, un
convento del siglo XVII, casi todos
los días y una tarde se animó y
entró. Tenía las tardes de los
viernes libres, así que pensó que
quizás pudiera echar una mano. En
pocos días estaba preparándoles
una página web. Llamó a Gonzalo
para que le echara una mano y
habían pasado varias semanas
trabajando en la oficina los viernes
por la tarde. Aún tenía las llaves y
de vez en cuando se pasaba por allí
para poner al día la página y
saludar a las dos chicas que
trabajaban de administrativas en la
oficina. Lo interesante no era esa
oficina, sino el edificio en el que
tenía su sede. Hugo sonrió al
recordar que aparte de las monjas
de clausura que ocupaban casi todo
el edificio, en la planta del ala en la
que estaba la Asociación había un
consultorio gestionado por las
monjas que atendía a mujeres
inmigrantes embarazadas sin
recursos donde, además, repartían
alimentos. Aquella organización
funcionaba, en la práctica, como un
banco de alimentos. Además, el
edificio tenía placas solares
fotovoltaicas y, lo más importante,
un gran depósito de agua en el
tejado instalado por las monjas
hace años para solucionar la falta
de presión del suministro en el
convento. Él lo sabía por una fuga
del depósito que produjo
humedades en el techo y que habían
tenido que reparar durante unos
días, interrumpiendo su trabajo
como voluntario en la web de la
Asociación. Llegado a este punto,
en el que su supervivencia estaba
en peligro, la alternativa de buscar
refugio allí era más que razonable.
Era muy probable que en el
almacén quedara comida si no lo
habían saqueado durante los
primeros días de la crisis, cuando
todavía era posible salir a la calle,
aunque no lo sabría hasta llegar
allí.
Cogió el móvil y
escribió un mensaje a Gonzalo
explicándole que se marchaba a la
oficina de la Asociación donde
tenía alguna posibilidad de
sobrevivir. No sabía si Gonzalo
seguía vivo. No había vuelto a
saber nada de él desde que le dijera
que intentaría llegar hasta su casa.
Pulsó enviar pero el mensaje quedó
en la bandeja de salida. Quizás en
algún momento volvieran las líneas
y el mensaje le llegara a su amigo.
No perdía nada por intentarlo.
Después hizo los preparativos.
Sacó de un armario el
equipo que había conservado
después de vender la moto cuando
nació el niño.. Revisó el casco, la
cazadora negra y gris de goretex
con refuerzos en codos, antebrazos
y hombros que era una auténtica
armadura, los guantes y las botas.
Sacó de un altillo la mochila y
metió ropa, pilas, las linternas, un
cuchillo grande, un abrelatas, el
cepillo de dientes y un tubo de
dentífrico. Metió algunas latas de
comida, pocas porque no podía ir
demasiado cargado. Se lo jugaba
todo a que el almacén del banco de
alimentos no hubiera sido
saqueado.
Oyó gritos que
llegaban desde la calle llegaron
gritos. Salió a la terraza y vio como
un chico y una chica corrían
seguidos por un grupo de zombis
renqueantes. El chico llevaba un
bate de béisbol con el que apartaba
a golpes a los muertos vivientes que
extendían los brazos hacia ellos.
Otras dos personas salieron
entonces de un portal en dirección
contraria. La calle había quedado
momentáneamente despejada y
tuvieron tiempo para abrir un coche
rojo, meterse dentro y ponerlo el
marcha. Salieron a toda velocidad
en dirección a la primera pareja
atropellando a varios de los
muertos que perseguían a sus
compañeros. El coche se detuvo
con un frenazo a la altura de los
chicos, que se metieron en el coche
y antes de que pudiera cerrar las
puertas el coche arrancó con un
chirriar de ruedas. A gran
velocidad giró en el cruce de
Fuencarral saltando por encima de
la isleta que había en medio de la
calzada. Como si hubiera sido una
señal, varios portales se abrieron y
al menos una docena de personas
salió a la calle corriendo en todas
direcciones. Otros coches
arrancaron y salieron disparados
aprovechando que los zombis se
habían largado persiguiendo el
coche rojo, perdiéndose por las
bocacalles. Era el momento.
Necesitamos electricidad

Al día siguiente Silvia volvió a


la consulta. El número de pacientes
había aumentado, aunque los
problemas de salud que referían
eran los mismos que había
escuchado el día anterior. Silvia
sólo podía escuchar a aquellas
personas y aconsejarles sobre
ejercicio, alimentación, que
encontraran una actividad para
ocupar las horas y así llegar
cansados al anochecer.
Cuando se disponía a cerrar la
consulta los tubos de neón del techo
se encendieron con un parpadeo.
Silvia se quedó mirando
sorprendida pero las luces se
apagaron de nuevo.
– Bueno, parece que papá lo
está arreglando, se dijo.. Una
sonrisa de orgullo se dibujó en su
cara.
Un par de horas más tarde su
padre entraba muy serio por la
puerta de la casa.
– Está arreglado, el problema
es que salta porque en las casas
deben de estar enchufadas las
neveras, las luces, qué se yo...
Tengo que hablar con el sargento
para organizar esto, porque la
central no tiene tanta potencia.
Después de comer Ángel se fue
a ver al sargento. Una hora después
estaba de vuelta.
– Bueno, va a convocar una
reunión de todos los vecinos esta
noche en el hotel para dar
instrucciones sobre el uso de la
electricidad. Va a mandar a uno de
sus hombres casa por casa para
avisarles. Aparte del hotel me ha
dicho que sólo están habitadas unas
cincuenta casas.
Aquella noche el comedor del
hotel estaba abarrotado. El
sargento, flanqueado por uno de sus
hombres y por Ángel, carraspeó.
Todo el mundo guardó silencio.
– Parece que se ha podido
reparar el generador de la
minicentral hidráulica gracias al
trabajo de Ángel. Sin embargo,
debemos de tomar una serie de
medidas para evitar que el sistema
salte cada dos por tres. Como sabe
ustedes, se tarda aproximadamente
hora y media en llegar a la central y
hay ciertos riesgos. Ángel les va a
explicar cómo asegurar que
tengamos electricidad sin cortes
continuos.
Ángel miró a los asistentes a la
reunión y fijó su mirada en Silvia.
Era un hombre reservado y seguro
que lo estaba pasando mal al tener
que dirigirse a tantas personas.
– Es muy sencillo, de sentido
común. Vamos a desconectar el
alumbrado de las calles y sólo
tendrán electricidad de forma
continua las cámaras de este hotel
para la conservación de alimentos
perecederos, las cámaras del
matadero y la pequeña nevera del
consultorio médico. Las neveras de
las casas deben seguir
desconectadas. Tampoco deben
utilizarse calentadores o radiadores
eléctricos o vitrocerámicas.
Intenten usar las luces de las casas
con sentido común: no dejen
encendidas las luces de las
habitaciones si no están en ellas.
Tampoco usen secadores de pelo,
ordenadores, televisiones o radios.
Entonces intervino el sargento.
– Es importante observar estas
medidas. Gracias al suministro
eléctrico podremos garantizar la
conservación de alimentos y de los
animales que se sacrifiquen en el
matadero. También podremos tener
agua corriente. El resto de
recomendaciones siguen en pie. Ya
saben, al anochecer es mejor que
estén todos en sus casas con las
puertas cerradas. Los turnos de
vigilancia sigue siendo los mismos.
Muchas gracias a todos.
Cuando todo el mundo, entre
murmullos, se daba la vuelta para
volver a sus casas, el sargento
elevó la voz.
– Una última cosa. Aunque la
mayoría de ustedes ya lo sabe,
tenemos médico, dijo señalando
con una mano a Silvia, que
enrojeció mientras decenas de ojos
la miraban. Llegó ayer. Para
nosotros es una suerte pero también
significa una cosa: si ella pudo
llegar con tanta facilidad eso quiere
decir que otras personas también
podrían hacerlo. Por eso les ruego
que mientras estén de guardia se lo
tomen muy en serio. No sabemos
quién o qué podría llegar a El
Valle. Piensen en sus familia y en
los habitantes de este pueblo
mientras vigilen. La seguridad de
todos depende de cada uno de
nosotros.
El primer hachazo es el que más
cuesta

Gabriel encendió y apagó la


radio varias veces. Nada.
– Se han acabado las pilas. No
insistas, dijo Irene.
– Ahora sí que estamos
aislados del todo.
Habían pasado las últimas
horas pegados al pequeño aparato
que habían encontrado en un cajón.
Cuando se fue la luz se quedaron
sin televisión y sin la radio del
equipo de música. Las escasas
emisoras que encontraban iban
desapareciendo una tras otra, pero
se habían puesto al corriente de la
situación. Estaban de acuerdo en
que de allí no se moverían hasta
que pasara todo. Tenían comida
para varias semanas si la
racionaban. El huerto,
afortunadamente, estaba rebosante
de tomates, lechugas, pepinos,
cebollas, pimientos, guisantes,
judías verdes y repollos. También
tenían patatas. Iban recogiendo lo
que maduraba y lo guardaban en un
enorme cesto que había en la
cocina. El agua procedía de un pozo
que había en la parte de atrás de la
casa, junto al huerto. El agua se
bombeaba con una bomba eléctrica
hasta el aljibe que había en el
tejado. Afortunadamente para ellos,
también se podía bombear
manualmente. La cocina funcionaba
con butano y había otras dos
bombonas de repuesto en la parte
de atrás de la casa.
Una mañana oyeron golpes en la
cancela.
Irene apartó un poco el cartón
que cubría la ventana de la cocina y
lo vio.
– Otra vez. Ahí está otra vez.
¿Qué hacemos?
Gabriel suspiró.
Aquel ser llevaba varios días
rondando la casa. Se paraba delante
de la cancela y permanecía inmóvil
un rato. Ellos intentaban no hacer
ruido y al cabo de un rato se
marchaba. Era la primera vez que
golpeaba la chapa de la cancela.
Sabía que estaban dentro. Golpeaba
con la mano floja, como si no fuera
suya.
– Voy a por él. Hoy no se va a
marchar. Si sigue dando golpes
vendrán otros.
Gabriel fue al salón, cogió el
hacha y abrió la puerta. Se dirigió a
la cancela mirando fijamente a
aquel ser. Los restos de una camisa
que debía haber sido blanca un día
le colgaban del cuello como si
fuera una capa. No tenía nariz ni
labios. El pelo pegado al cráneo
quemado por algunos sitios le daba
un aspecto grotesco. Llevaba un
cinturón con cartuchera y una
pistola, así como un un par de
esposas y una porra. Era un policía.
O lo que quedaba de él.
Gabriel no podía
arriesgarse a que aquel tipo entrara
en el jardín, así que saltó la valla
de piedra y se acercó al policía.
Éste le miró fijamente y dejó de
golpear. Levantó una mano hacia él
y dio unos pasos torpes. Gabriel
levantó el hacha hasta la cintura y
esperó a que se acercara.
Gabriel deseó que el
policía se diera la vuelta y se
marchara pero siguió andando hacia
él. Gabriel levantó el hacha por
encima de su cabeza y lo dejó caer
con fuerza sobre la frente del
policía.
Irene miraba por la
ventana. Cerró los ojos y musitó
una oración. Después salió y ayudó
a Gabriel a arrastrar al policía
hasta los árboles. Gabriel fue a por
la azada del huerto y cavó un hoyo.
Antes de empujarle dentro Gabriel
le examinó los bolsillos. No había
nada dentro. Le desabrochó la
cartuchera y sacó la pistola.
– No sé cómo se dispara.
– Ni yo. Supongo que no será
muy difícil.
Empujaron el cuerpo, que cayó
hecho un ovillo en el interior del
hoyo. Lo cubrieron con la tierra
pero asomaba un pie. Gabriel cogió
un pedrusco y lo tapó.
Tres manzanas

– Tres manzanas. Sólo son tres


manzanas. Puedo hacerlo, puedo
hacerlo, se repitió Hugo.
Se puso el pantalón y la
cazadora de goretex. Se abrochó las
botas metiendo el pantalón por
dentro. Se puso el casco y ajustó las
cintas de la mochila y abrochó la
cincha que la sujetaba a su vientre.
Se puso los guantes de cuero y
metió las mangas por dentro
ajustándolas con la tira de velcro.
Estaba sudando a chorros. Respiró
hondo. Por la mirilla de la puerta
no se veía nada.
– Tengo que lograrlo.
Comprobó por última vez que
tenía las llaves de la oficina en el
bolsillo con cremallera de la
cazadora. Era un llavero con un
adorno de hueso que le habían
traído de Tanzania. Una máscara
tribal en miniatura. Sólo tenía dos
llaves: la larga del portal -un
portón metálico- y la corta, de la
cerradura de la oficina. Bajó la
visera de casco y salió despacio al
descansillo. Cerró con llave y miró
durante un segundo la puerta de su
hogar. No sabía si podría volver
alguna vez a su casa, si alguna vez
esta pesadilla desaparecería...Bajó
la escalera en silencio pisando con
cuidado para evitar crujidos en la
madera. Daba igual, el caos en la
calle era espantoso. El pulsó se le
aceleró y respiraba como si
estuviera a punto de ahogarse. En el
primero la puerta de un apartamento
estaba abierta.
Hugo esperó un
segundo antes de pasar por delante.
Asomó la cabeza y vio a un hombre
inmóvil de espaldas en medio del
salón. Las sillas y la mesa del
comedor estaban volcadas como si
hubiera habido una pelea. La
televisión había caído al suelo.
Hugo conocía a ese hombre, un
hombre mayor que vivía con su
mujer. Dudaba si decirle algo
cuando el hombre se giró y le clavó
una mirada opaca con esos ojos
glaucos.
Le caía un hilo de
sangre por la comisura de la boca.
Masticaba algo. Detrás de él,
tendida en el pasillo estaba su
mujer boca arriba sobre un charco
de sangre. Tenía el tórax abierto
como si le hubiera estallado un
explosivo en el estómago. El
anciano levantó la mano como
intentando agarrarle desde la
distancia. Gritó. Un ronco rugido
que arrancaba de lo más profundo
de su garganta. De la mano le
colgaba un trozo de víscera.
Parecía hígado. Un trozo
sanguinolento se deslizó de su boca
y cayó, resbalando por la barbilla,
hasta la abultada barriga donde se
quedó pegado.
Hugo retrocedió
apresuradamente y bajó las
escaleras saltando los escalones. El
portal estaba abierto y salió a la
calle sin detenerse. Era como si se
hubiera dado una señal para que
todos salieran a la calle. Por las
aceras corría la gente. Hugo vio
como un grupo de tres zombis Un
grupo de tres de esos seres estaba
en cuclillas en medio de la calle
devorando a un chico que aullaba
de dolor y miedo. Un coche se
subió a la acera para esquivar al
grupo pero chocó contra la pared y
regresó a la calzada,
embistiéndoles. El coche pasó por
encima del chico y una rueda le
aplastó la cabeza. El coche se
estrelló contra la esquina de un
edificio. Uno de los zombis
atropellados intentó incorporarse
con la espalda doblada en un ángulo
antinatural pero cayó al suelo.
Entonces se arrastró hasta donde
estaba el joven y metió una mano
dentro del cráneo roto como una
calabaza. Arrancó un trozo
gelatinoso y sanguinolento de su
cerebro que se llevó a la boca.
Hugo siguió corriendo.
“Hacia la derecha. Baja la
calle. Dos manzanas más. Por
favor. Por favor”.
Un hombre con un globo ocular
colgando sobre la mejilla le cerró
el paso en medio de la calle.
Levantó los brazos hacia Hugo, que
lo embistió con el hombro. La
protección interior chocó con un
crujido seco contra la barbilla del
hombre y éste cayó al suelo de
espaldas como un fardo. Hugo
llegó a la calle Daoíz y dobló la
esquina. Sólo veía un fragmento de
la calle a través de la visera del
casco y los gritos le llegaban
amortiguados a los oídos, tapados
por el ruido de su propia
respiración. Tenía miedo de
tropezar con algo. Se estaba
ahogando. Abrió la boca intentando
que el aire entrara en sus pulmones.
En pocos segundos llegó a la altura
del portal en el que estaba la
Asociación. El sudor le caía sobre
los ojos.
Le temblaban tanto las
manos que no conseguía abrir la
cremallera del bolsillo donde
estaban las llaves. Oía gemidos que
se acercaban. Pronto doblarían la
esquina.
Se quitó el guante
derecho y consiguió sacar el
llavero. Lo metió en la cerradura.
Clac. Empujó la puerta con el
hombro y entró a toda prisa dentro
del portal. Cerró el portón sin hacer
demasiado ruido. Echó el cerrojo
con cuidado y se pegó a la pared
sin aliento. Se estaba asfixiando. Se
quitó el casco y respiró jadeando.
Soltó la mochila y la dejó caer al
suelo. Abrió la cazadora. Se apoyó
en la pared y dejó resbalar la
espalda hasta quedarse sentado.
Estaba empapado de un sudor frío y
pegajoso, como si se hubiera
frotado con sebo y a su nariz
llegaba el olor acre del miedo que
exhalaba su propio cuerpo. Notaba
la boca pastosa y se limpió con la
mano la saliva blanca que se había
espesado en las comisuras de sus
labios.
El almacén

Aguardó aún un rato aguzando


los oídos pero el interior del
edificio estaba en silencio.
Tampoco oyó ruido procedente de
la calle. Subió las escaleras hasta
el segundo piso donde estaba la
oficina. Apretaba con tanta fuerza el
llavero que tenía los nudillos
blancos. Abrió la mano. Las llaves
le habían dejado una marca
profunda en la palma de la mano.
Hugo abrió la puerta de la oficina y
se asomó. No había nadie. Entró y
cerró la puerta. Echó el cerrojo de
seguridad.
Lo primero que hizo es
comprobar que había electricidad
pulsando el interruptor que
encendía las luces del pasillo.
Sintió una alegría inmensa al ver
que las bombillas se encendían.
Inspeccionó rápidamente la
destartalada oficina. Nadie en el
baño. Nadie en la pequeña cocina.
Nadie en los dos despachos ni en la
sala de reuniones, una enorme
habitación con dos ventanas con
cristales esmerilados en un lado
que no se podían abrir y que daban
al patio interior del convento. En la
otra pared había una ventana por la
que se veía el instituto que había
enfrente.
En esa sala había una
larga mesa rectangular con varias
sillas desvencijadas y en una
esquina otra mesa un poco más
pequeña con varios archivadores
encima. En uno de los dos
despachos había un sofá
desvencijado en el que podría
dormir. La puerta se podía cerrar
desde dentro. Tenía una ventana con
contraventanas de madera. El otro
despacho era más pequeño. No
tenía ventana y sólo había un
escritorio con un ordenador y una
impresora escáner. La cocina tenía
un hornillo eléctrico con dos
fogones. También había una
pequeña pila. Abrió el grifo del que
salió un chorro de agua después de
un gorgoteo. Le temblaban las
manos con violencia por la
descarga de adrenalina, pero
sonrió. Estaba salvado. En la
alacena sólo había una cacerola,
algunos vasos, platos y cubiertos.
Dentro de la pequeña nevera sólo
había una botella de cristal llena de
agua. Echó un largo trago mientras
se serenaba. El cuarto de baño era
una pieza de apenas seis metros
cuadrados que tenía un plato de
ducha con una cortina de plástico
transparente, un lavabo con un
pequeño espejo colgando de una
alcayata, un retrete y un armario con
productos de limpieza. En la pared
había un calentador eléctrico del
que colgaba un cable. Lo enchufó.
Abrió la mochila y
sacó las pocas pertenencias que
había traído. Dejó la ropa encima
del sofá. Se sentó en una silla del
despacho y respiró profundamente.
Ahora debería intentar acceder al
almacén de alimentos y después
encontrar la manera de subir al
tejado para ver cuánta agua
quedaba en el depósito.
Sabía que el almacén
de alimentos tenía una puerta
metálica que daba a la calle Daoíz,
por donde los camiones
descargaban los palets de
mercancía. Estos alimentos eran
después distribuidos entre las
familias necesitadas en la oficina
de la planta baja. Hugo sabía que
desde la oficina de la planta baja
había acceso directo al almacén sin
tener que salir a la calle. Se dirigió
al cuarto de baño y atisbó por el
ventanuco, que daba al patio
interior del convento. Sólo podía
ver los dos altos cipreses y un
fragmento del muro de ladrillo que
rodeaba el patio interior.
Hugo recorrió la
oficina buscando algo que le
sirviera para forzar la puerta de la
oficina de la planta baja, pero no
había nada que le pudiera servir.
Entonces se fijó en la mesa del
despacho. Era un mueble sencillo:
un tablero de madera con cuatro
patas metálicas sujetas con tornillos
al tablero. Si desmontaba una de las
patas, que se aplanaban en la parte
en la que se unían al tablero, ésta
podría servirle de palanca para
forzar la puerta de la oficina. Sin
herramientas sólo podía hacer
fuerza sobre la pata intentando
romperla por la parte donde se unía
al tablero. Puso la mesa patas
arriba y empujó una de las patas
hasta que la partió. Salió de la
oficina y bajó hasta la planta baja.
La oficina del banco de alimentos
estaba cerrada por una puerta de
doble hoja de madera bastante
endeble, según comprobó tras
empujarla ligeramente con el
hombro. No le costó trabajo romper
la cerradura haciendo palanca con
la pata de la mesa. La oficina era
pequeña y tenía una ventana
enrejada que daba a la calle. Una
pared estaba cubierta por
archivadores metálicos grises.
Había dos escritorios, uno con un
ordenador bastante antiguo que
estaba encendido. Movió el ratón y
la pantalla, desperezándose, mostró
una hoja de cálculo con un
inventario de alimentos. No perdió
el tiempo leyéndolo. Significaba
que momentos antes de la oficina
fuera abandonada, alguien había
estado actualizando el inventario de
existencias: el almacén estaba
lleno.
En la pared del fondo
había una puerta de madera cerrada.
Hugo revolvió en los cajones
buscando la llave. Después de un
rato se rindió. Tendría que forzarla.
El problema es que era una puerta
muy sólida de madera maciza y se
abría hacia dentro. Echarla abajo
era imposible. Se sentó en una silla.
Abrió otra vez los cajones por si se
le hubiera pasado por alto alguna
llave. Sólo encontró un paquete de
tabaco sin abrir y un mechero.
Abrió el paquete y encendió un
cigarrillo. El primero en tres años.
Exhaló una columna de humo con
placer. En el cajón había también
una caja plana y negra de plástico.
La abrió. Dentro había un
destornillador y un juego de puntas
de diverso tamaño. Hugo se giró
hacia hacia la puerta del almacén.
Las bisagras estaban clavadas a la
pared pero unidas con tornillos a la
madera de la puerta. En pocos
minutos sacó los tornillos y liberó
las bisagras. Metió la palanca y
desencajó la puerta. La levantó
unos centímetros y la arrastró hasta
apoyarla en la pared.
La luz que entraba por
las ventanas iluminaba un largo y
estrecho almacén. Decenas de cajas
de cartón se amontonaban en
estanterías metálicas modulares que
llegaban hasta el techo a lo largo de
la pared. Había una escalera
apoyada en una de las estanterías.
Había varios palets con cajones aún
sin desembalar en medio del
almacén. Recorrió el almacén
eufórico. Macarrones. Latas de
tomate frito. Tetrabricks de leche,
de caldo de pescado y de pollo.
Latas de atún en aceite. Paquetes de
lentejas, alubias, garbanzos y arroz.
Galletas. Zumo de naranja y piña.
Mermelada de fresa y albaricoque.
Sal. Aceite de oliva. Vinagre...
Había lotes familiares ya
preparados en bolsas de plástico
que no llegaron a entregarse y
paquetes higiénicos para bebés, con
toallitas, gel y colonia. En una
balda, protegidos por un plástico,
encontró una docena de colchones
de cuna.
Había bolsas con ropa
y zapatos infantiles y una pila de
toalla algo raídas y varias mantas.
Juguetes donados por los vecinos,
cuentos infantiles y novelas
usadas. Al fondo del almacén, en
un armario de puertas metálicas,
encontró herramientas: llaves
inglesas, bombillas, rollos de cinta
de embalar y una palanqueta de
metal para abrir las cajas de
mercancía. Había una pesada maza
con un mango corto de madera. Por
un lado era martillo y por el otro
piqueta. También había un grueso
manual del sistema de placas
fotovoltaicas. Echó un vistazo y lo
dejó en el mismo sitio. Había
también una caja de cartón llena de
ajas con bolsas de plástico con el
logotipo del banco de alimentos.
Estuvo varias horas
dedicado a subir a la oficina
alimentos como para un regimiento
que fue almacenando en la sala de
reuniones. También subió las
herramientas y las bolsas de
plástico. No podía derrochar el
agua disponible. Se le había
ocurrido colocar una bolsa en el
retrete, como un saco dentro de la
taza, sujetándola con cinta aislante
pegando los bordes a la parte
exterior del inodoro. Cuando
estuviera más o menos llena, u
oliera demasiado mal, cerraría la
bolsa con más cinta aislante y la
tiraría al patio. Para orinar usaría la
ducha.
Desmontó la mesa de
reuniones y llevó el tablero al
despacho para usarlo como somier.
Distribuyó encima cuatro colchones
de cuna y los unió entre sí con cinta.
Con otro confeccionó una almohada
después de enrollarlo sujetándolo
con cinta de embalar. Puso la mesa
pequeña de la sala de reuniones en
el centro de aquella gran sala. La
utilizaría como mesa de comedor.
Estaba hambriento. Abrió un par de
latas de atún y se las comió
acompañadas con algunas galletas y
un envase entero de zumo de
naranja. Después se fumó un
cigarrillo. La excitación le impedía
descansar.
Bajó de nuevo a la
oficina de las monjas y forzó con la
palanqueta la puerta de la consulta.
Había una mesa de despacho con un
ordenador y una silla de oficina con
brazos y respaldo regulable.
Enfrente de la mesa había un par de
sillas muy sencillas para los
pacientes y junto a la pared una
báscula y una camilla para
examinar a los niños. Abrió un
armario. Dentro había
medicamentos infantiles. En la
pared enfrente de la mesa había una
ventana sin rejas que daba al patio.
Se acercó y miró a través de los
cristales. Vio un jardín con un pozo
en el centro rodeado por un
laberinto de setos de medio metro
de altura entre los cuales discurría
un camino de gravilla. Cerca del
pozo crecían dos cipreses
altísimos. Era el patio interior del
convento. Dudó un momento, pero
decidió abrir la ventana y saltar al
jardín.
Al otro lado del patio había un
enorme portón de madera
claveteada que daba al convento.
La pared tenía cuatro ventanas, a
más de dos metros de altura,
cerradas con verjas. Hugo se
acercó pisando con cuidado el
suelo de gravilla. Empujó la puerta
pero estaba cerrada y pegó la oreja
a la desgastada madera sin oír nada.
La única manera de saber si había
alguien en el convento sería
golpeando la puerta, cosa que no
tenía intención de hacer. Ya tendría
tiempo para averiguar si había
alguien al otro lado de esa puerta.
Decidió entrar en el
edificio a toda prisa y cerrar la
ventana. Cerró también las
contraventanas. Empezaba a
anochecer y le esperaba una larga
noche por delante. Estaba agotado.
Entró en la oficina y se dejó caer
sobre el camastro. Las sombras
avanzaban por el suelo como una
ola espesa que empezaba a trepar
despacio por las paredes. Desde la
calle sólo llegaban ruidos
amortiguados por los cristales,
como si alguien arrastrara trapos
por el asfalto. Oyó el aullido lejano
y lastimero de un perro abandonado
en alguna casa que lloraba por sus
dueños desaparecidos o por el
hambre. Sintió ganas de llorar. Los
sollozos le llenaban el pecho y
subían por su garganta. Lloró por su
familia, por él. Por un mundo que se
derrumbaba. Al cabo de un rato se
secó las lágrimas con el dorso de la
mano. Se levantó del lecho y miró
por la ventana. El sol ya había
desaparecido detrás de edificio del
instituto. Descolgó el teléfono.
Muerto. Sacó el móvil del bolsillo.
Nada. Sólo deseaba una llamada.
Imaginaba sentir la vibración en el
bolsillo, responder y que al otro
lado estuviera Silvia diciéndole
que estaba bien, que le echaba de
menos y que le esperaba.
No podía dormir.
Cualquier momento es bueno para
intentar llegar al tejado, pensó. Se
calzó las deportivas. Abrió la
puerta y sacó una silla al
descansillo. Fue a buscar la
palanqueta. Se subió a la silla y
tocó el techo. Hueco. Era un falso
techo, como había imaginado.
Clavó la palanqueta en el yeso con
mucha facilidad. Fue abriendo un
hueco evitando que cayeran trozos
grandes al suelo para no hacer
ruido. Cuando el hueco medía
aproximadamente un metro
cuadrado bajó al almacén y
encendió la linterna durante un
segundo para localizar la escalera
que había visto apoyada en la
estantería. Tenía miedo de que
alguien viera la luz desde la calle.
Subió a la segunda
planta y apoyó la escalera en el
borde del hueco. Trepó y encendió
la linterna. Ante él se abría un
enorme espacio bajo el tejado a dos
aguas del edificio. Gruesas y viejas
vigas de madera sujetaban la
techumbre del edificio. Encima de
las vigas se veía la estructura
tablones que sujetaba las tejas. En
el suelo del desván había también
gruesas vigas de madera. Entre
ellas había tablones de madera para
poder caminar sin hundir el falso
techo. Había sacos de cemento en
una plataforma formada por
tablones apoyados entre las vigas.
Al fondo, como a veinte metros, se
veía una tenue claridad que entraba
por alguna parte del tejado. Pisando
los tablones con precaución Hugo
se dirigió hacia la luz. Era una
claraboya de cristal que se abría
hacia fuera, a la que se accedía por
una escalera de hierro atornillada a
las vigas del suelo y del tejado.
Trepó por la
escalerilla y abrió la claraboya. La
fresca brisa le acarició el rostro.
Apagó la linterna y la metió en el
bolsillo. Una pasarela metálica con
una frágil barandilla hecha con
barras de aluminio soldadas a la
pasarela y unidas por un cable de
acero recorría todo el perímetro del
tejado. Hugo se puso de pié y miró
alrededor. Sólo la luna rompía la
noche madrileña. El cielo era
impresionante. Sin las luces de la
ciudad era como una tela negra
agujereada con miles de bombillas
detrás. Era la primera vez que veía
la Vía Láctea desde el centro de
Madrid.
Quién se bebe mi agua

La pasarela llevaba hasta las


placas solares y continuaba hasta
una estructura metálica rectangular
sobre la que descansaba un gran
depósito de agua de material
plástico. De la parte inferior salía
una tubería flexible que se hundía
entre las tejas. Hugo supuso que
sería la conducción de agua que
llegaba a su oficina. Encima había
una tapa de madera. La levantó por
una esquina y miró al interior. Del
depósito se elevaba una fresca
humedad. Hugo sacó la linterna del
bolsillo y la encendió. El agua
devolvió el reflejo. En un lateral
del depósito había una escala
metálica que marcaba el nivel. El
agua llegaba justo al 5.000. El
depósito estaba prácticamente
lleno. Hugo calculó cuánto tiempo
le duraría ese agua... A razón de
tres litros diarios para beber
¡tendría agua para más de tres
años!. Eso si no cocinaba ni se
lavaba. Se le enfrió el ánimo
cuando se dio cuenta de que,
incluso siendo muy cuidadoso el
agua no duraría más de un año.
En ese momento el
depósito hizo glob-glob. Iluminó el
interior con la linterna y vio cómo
dos grandes burbujas se rompían en
la superficie del agua. Glob-glob
otra vez. El corazón se le aceleró.
Se dio cuenta de que había alguien
en el convento. Se acercó al borde
del tejado que daba al patio interior
y se asomó. Era como asomarse a
un pozo. Se oyó un chasquido,
como un cerrojo abriéndose. Forzó
la vista pero no logró ver nada
veinte metros más abajo. Un leve
frufrú como de telas moviéndose.
Un leve rumor de pasos. Un
murmullo. Sí. Ahí abajo había
alguien, sin duda. Retrocedió muy
despacio intentando pisar entre las
tejas para no romper ninguna hasta
que llegó a la pasarela.
Apresuradamente alcanzó la
claraboya, entró de nuevo en el
edificio y en pocos segundos estaba
bajando por la escalera de mano
hasta el descansillo. Retiró la
escalera, la metió en la oficina y
cerró la puerta con el cerrojo. Se
sentó en el sofá y encendió un
cigarrillo. Después de todo era
lógico que las monjas siguieran con
vida en el convento, pensó mientras
observaba distraído las volutas del
humo del cigarrillo. Es un convento
de clausura, así que cuando empezó
la crisis bastó con que siguieran
con su vida habitual de retiro.
Tendrían la despensa bien
abastecida, también contaban con
suministro eléctrico y agua. Con el
agua del depósito, porque el pozo
estaría seco. Esto era un problema
muy serio. La parte del edificio que
pertenecía al convento era aún más
inexpugnable que la zona en la que
estaba él. No tenía apenas ventanas
al exterior: la mayoría de ellas
daba al jardín interior protegido
por el enorme muro de ladrillo de
más de diez metros de altura. Era
una fortaleza.
¡Dispara!

Ángel subió el conmutador y las


lucecitas empezaron a parpadear.
Esperó un rato a ver si saltaba de
nuevo. Cuando estuvo seguro de
que no saltaría, salió de la sala.
– Parece que esto funciona.
Espero que aguante.
Los dos hombres que le habían
acompañado en el largo camino de
ascenso fumaban apoyados en la
pared. El más joven recogió la
escopeta de caza y se la colgó del
hombro.
– Venga, bajemos al pueblo
que esto me da mal rollo.
La maquinaria zumbaba con la
electricidad producida por el
aprovechamiento del caudal del río.
Las bombas estaban en marcha.
– Todo en orden, dijo Ángel
frotándose las manos.
Comenzaron a bajar por la
estrecha carretera asfaltada.
Cuando nevara sería una pesadilla
llegar hasta aquí si volvía a saltar
el sistema. Iban a necesitar un
todoterreno.
Ángel miraba el
paisaje. El sol asomaba entre las
nubes aunque un viento frío llegaba
desde las montañas. No tardaría en
aparecer la nieve. Los robles y
castaños parecían arder al sol
cubiertos de hojas con todos los
matices que iban desde el rojo al
amarillo y los helechos jugosos
bordeaban el camino. Un ruido de
ramas secas quebradas le sacó del
ensimismamiento. Los tres hombres
se pararon de golpe. El que llevaba
la escopeta se la descolgó del
hombro y apoyó la culata de madera
en el hombro apuntando hacia el
suelo, como si esperara ver
aparecer, entre la maleza, un jabalí.
Ángel retrocedió dos pasos
alejándose del borde que daba al
valle. Oyeron de nuevo el ruido de
pisadas, esta vez más cerca.
Miraron hacia la
dirección de la que procedía ese
sonido y vieron aparecer, detrás de
un enorme roble, a diez metros de
distancia, a un hombre que
caminaba con la cabeza gacha y los
brazos colgando inertes. Llevaba un
pantalón corto y una camiseta
rasgada.
– ¡Oiga! ¿Está usted bien?
Preguntó el joven de la escopeta.
El hombre se detuvo y levantó
la cabeza hacia ellos. La piel de la
cara era grisácea y estaba levantada
en algunas zonas, como si le
hubiera arañado un oso. Jirones de
piel colgaban secos y oscuros en la
mejilla. Abrió la boca y gritó,
dejando escapar un hilo de baba. Se
quedaron congelados, mirando
cómo aquel ser intentaba subir por
la pendiente hacia donde estaban
ellos. Cuando estaba a menos de
cinco metros el joven le apuntó con
la escopeta.
– ¡Quieto, no te acerques!,
gritó.
Aquel ser continuó trepando con
dificultad. Los pies le resbalaban
en la tierra mojada y se le
enredaban entre los arbustos.
Aquellos ojos...
Cuando estaba a punto de llegar
a la pista asfaltada resbaló y cayó
de rodillas.
– ¡Dispárale, coño!, gritó
Ángel.
El joven apretó el gatillo. En un
instante la cabeza de aquel ser
desapareció. Las postas
convirtieron su cráneo en una nube
líquida de sangre y pulpa que se
esparció a varios metros de
distancia. El cuerpo quedó unos
segundos muy tieso, de rodillas, y
después cayó hacia atrás, rodando
pendiente abajo, hasta que chocó
contra un tronco.
Una hora más tarde el sargento,
en su despacho, escuchaba a los
tres hombres en silencio. Cuando
acabaron de contarle lo que había
sucedido, habló.
– No creo que haya muchos
como ese por allí arriba. Si
embargo, convendría que
montáramos guardia carretera
arriba por si alguno más llega por
ese lado. No digan nada de lo que
ha pasado para no alarmar a la
gente. Voy a organizar un grupo
para hacer batidas por todos los
accesos posibles a El Valle para
asegurarnos de que no hay más
infectados.
El cazador

Carlitos anduvo por el barrio


durante días. A veces se cruzaba
con la Reme. Ella no le reconocía o
por lo menos no parecía
reconocerle. Carlitos sin embargo,
tenía cierta percepción de su propio
ser. Reconocía a su madre aunque
no sentía nada por ella. Algo en su
cerebro era distinto al resto de
zombis que deambulaban por el
barrio. El virus actuaba de forma
diferente en él. Había recuperado la
movilidad, su cerebro percibía los
cambios en el entorno y el sentido
del olfato se había exacerbado de
forma extraordinaria. Era capaz de
percibir desde muchos metros de
distancia el rastro de un ser vivo.
Cuando notaba ese olor
un fuego le subía desde el estómago
al cerebro. Durante los primeros
días después de su "resurrección"
o, más bien, su nacimiento, Carlitos
encontraba con facilidad el rastro
de los vivos. Si provenía de un
portal cerrado aguardaba con la
paciencia de un árbol pegado a la
pared. Todos acababan cayendo. El
hambre, la sed o la desesperación
empujaban a los vivos a salir a la
calle, normalmente durante la
noche, cuando el resto de los
zombis entraba en una especie de
letargo, para buscar alimento o huir.
Carlitos sólo tenía que esperar para
recoger el fruto de su paciencia.
Cuando el portal
estaba abierto entraba, se guiaba
por su olfato hasta la casa de la que
provenía el olor y golpeaba la
puerta. Toc, toc ,toc. Todos abrían.
Todos morían.
Pronto Carlitos se
fortaleció. La ingesta masiva de
carne de los vivos era vida para él.
Sus piernas se robustecieron, sus
brazos eran tenazas que atrapaban a
sus víctimas en un abrazo mortal.
Su cerebro fue creando nueva
conexiones. No podía hablar, pero
a veces creía entender las palabras
entrecortadas que gritaban sus
presas antes de sucumbir.
Preparando la supervivencia

Amanecía. Hugo se asomó a la


ventana y vio los primero rayos de
sol clavándose como lanzas
luminosas en las escayolas que
decoraban la cornisa del instituto.
El silencio era sobrecogedor. Abrió
la ventana para que entrara aire
fresco en la habitación y oyó una
serie de golpes, como si alguien
golpeara con una bolsa de carne
contra el suelo. Plof, plof, plof.
Asomó la cabeza por la ventana
pero el ruido procedía de algún
lugar más allá de su campo de
visión.
Sintió de golpe el peso
del cansancio. No había podido
dormir y estaba agotado, pero era
incapaz de cerrar los ojos y dejarse
vencer por el sueño, así que se
dedicó durante horas a ordenar el
almacén. Abrió todos los cajones y
armarios de la oficina para hacer un
inventario de todo lo que pudiera
ser de utilidad, pero en una oficina,
aparte de algunas grapadoras,
folios, bolígrafos y tóner de
impresoras, había poco material
útil para la supervivencia. En el
armario del baño encontró un spray
de lubricante y otro de insecticida.
Usó el lubricante para aceitar todas
las cerraduras y bisagras de todas
las puertas y ventanas. Bajó al
portal y lubricó la cerradura y el
cerrojo. Desmontó con cuidado el
cajetín del buzón que había en la
puerta metálica: la ranura por
donde metían el correo serviría
como mirilla. Estaba a una altura de
un metro y medio y si miraba a
través de él podía ver un buen trozo
de la calle y de la fachada del
instituto. Pegó con cinta aislante un
trozo de cartón rectangular encima
de la mirilla sólo por la parte
superior. Levantándola podría ver
el exterior pero desde fuera nadie
podría ver el interior cuando
estuviera bajada.
Dejó a la derecha de la
puerta el spray insecticida y la pata
de la mesa. Podrían servir como
arma si alguien intentaba entrar.
Con el mechero podía convertir el
spray en un lanzallamas y con la
pata aplastar algún cráneo.
Miró el reloj. Eran más
de las doce. Aunque tenía en
estómago cerrado como un puño,
debía comer algo. Abrió una lata de
atún y un paquete de leche. Le
hubiera gustado ducharse, pero el
temor al ruido del agua cayendo en
el plato le hizo desistir. Se desnudó
para asearse con toallitas higiénicas
de bebé. Después se lavó los
dientes sin usar apenas agua. Se
puso ropa limpia. Barrió la oficina
de arriba abajo. Necesitaba ocupar
su tiempo en actividades físicas
para no pensar, para agotarse hasta
caer rendido sobre los colchones.
Era la única manera de no hundirse
por el miedo y la angustia. Cada
diez minutos descolgaba el teléfono
o consultaba el móvil. Pensó que se
volvería loco y acabaría saliendo a
la calle a matar zombis con la
palanqueta.
Decidió organizar una
despensa de emergencia en el
desván. Subió latas de alimentos y
bricks de leche y zumo y colocó
todo en una esquina sobre las vigas.
Si alguien entraba en el edificio
tendría la oportunidad de escapar al
desván, tirar de la escalera para
arriba, tapar el agujero con un
tablón y poner uno de los sacos de
cemento encima y aguantar un
tiempo, o salir al tejado e intentar
entrar al convento. Movió un
tablón hasta el borde del orificio
para no tardar mucho en ponerlo en
caso emergencia.
Así fueron pasando las
horas de su segundo día en el
refugio. Cuando llegó el crepúsculo
decidió subir de nuevo al tejado
con la esperanza de ver u oír algo.
Quizás un helicóptero, el motor de
un coche...
Se sentó junto al
depósito y contempló el horizonte
de tejados de Madrid. El cielo
veraniego era maravilloso. El aire
era fresco. Bastaban unas pocas
horas de inactividad de coches y
autobuses para que la ciudad
aclarara sus pulmones. La noche le
fue cubriendo como una oscura
manta entintada. Aquella noche
cayó desmayado sobre su camastro
de puro agotamiento.
Soy Hugo

Despertó avanzada la mañana


con un hambre de lobo. Preparó un
arroz con tomate. Echó de menos un
par de huevos fritos. Intentó
recordar cuál había sido su última
comida de verdad sin lograrlo. Dos
semanas antes era todo tan normal,
tan vulgar... Ahora intentaba
sobrevivir en medio de aquella
locura.
Se olisqueó las axilas
y se tocó el pelo aplastado y
grasiento. Necesitaba una ducha. Se
quitó la ropa y la arrojó a una
esquina del cuarto de baño. Se miró
al espejo. Estaba más delgado y
tenía bolsas debajo de los ojos. Se
lavó con un poco de agua la cara y
la cabeza.
Mientras se secaba
decidió que tenía que hacer algo
para establecer contacto con las
monjas, si es que era una monja
aquella persona que vio por la
noche... Al anochecer bajaría al
consultorio de la planta baja para
observar por la ventana que daba al
patio. Si las monjas salían de noche
quizás pudiera hablar con ellas. Él
tenía comida de sobra y quizás no
fuera mala idea unir fuerzas.
El día transcurrió
lentamente. Intentó conectarse a
internet y probó con el móvil
decenas de veces. Se entretuvo
viendo las decenas de fotos y
vídeos de su familia que había
hecho con el móvil. Todo lo
quedaba de su vida anterior estaba
condensado en una tarjeta de
memoria del tamaño de un sello.
Encendió de nuevo el ordenador,
creó una carpeta en el escritorio y
pasó horas guardando las fotos y
vídeos y añadiendo notas de texto.
Algo de él permanecería aunque
muriera. Escribió páginas con sus
recuerdos. Luego escribió otro
largo texto contando todo lo sabía
sobre la catástrofe que estaba
asolando el mundo. Quizás un día
alguien leería todo esto, vería esas
fotos y vídeos. En realidad,
escribía para liberarse, para drenar
esa angustia que sentía adherida a
las entrañas como una masa oscura
y negra.
Dejó de escribir
cuando se dio cuenta de que estaba
a oscuras y la luz del monitor
iluminaba pálidamente la
habitación. Apagó rápidamente el
ordenador por temor a que la luz de
la pantalla se pudiera ver desde el
exterior. Cogió un brick de zumo y
unas galletas. Guardó la linterna de
pilas en el bolsillo trasero del
pantalón y armado con la
palanqueta bajó al consultorio.
Movió una de la sillas
hasta la ventana que daba al patio y
entreabrió unos centímetros la
contraventana. La noche estaba
despejada y la luz de la luna
iluminaba el patio lo suficiente para
poder ver, desde donde estaba
sentado, el portón por el que
saldrían las monjas. Si salían,
claro. Mientras esperaba se comió
las galletas y se bebió casi todo el
zumo. Se levantó varias veces de la
silla para estirar las piernas.
Cuando estaba a punto de volverse
a su refugio oyó un chasquido que
procedía del patio. Se encogió
instintivamente en la silla y apretó
los puños. Intentó respirar más
despacio para calmarse. El portón
se abrió despacio y un bulto oscuro
salió del convento silueteado por la
tenue luz que surgía del interior y
que iluminó ligeramente los setos
más cercanos al portón. Era una
monja.
Se movía despacio
recorriendo el camino de gravilla
que discurría entre los setos. La
monja bisbiseaba, como si
estuviera rezando en voz muy baja.
Hugo se quedó inmóvil, casi sin
respirar. Ahora no estaba seguro de
qué hacer. Si salía de golpe
asustaría a la mujer. Le pareció
más sensato no hacer nada. Hugo
notaba cómo sus músculos se
estaban agarrotando. Casi ni
respiraba por temor a que la monja
se diera cuenta de que alguien,
oculto en las sombras del
consultorio, la observaba. La monja
tardó una eternidad en regresar al
interior del convento. Tras oír el
chasquido de la cerradura, Hugo se
levantó y salió del consultorio.
Escribiría una nota.
Cogió un folio y un bolígrafo.
Después de varios borradores,
decidió ser directo y franco. Leyó
varias veces la nota.
Soy Hugo. Me he refugiado en
una oficina del ala del edificio que
da a la calle Daoíz. Tengo
suficiente comida para
compartirla con ustedes si la
necesitan. Me preocupa el agua.
Sólo hay un depósito en el tejado
que suministra al convento y a mi
oficina y no sé cuánto va a durar.
Mañana me pondré en contacto
con ustedes.
Bajó de nuevo al
consultorio, saltó al patio y pegó la
hoja de papel con cinta aislante al
portón. Después se fue a dormir.
Aquella noche soñó que moría,
pero seguía vivo. Su vida
transcurría con normalidad: se
duchaba por la mañana, iba a
trabajar, salía a cenar.. pero sabía
que estaba muerto. Su temor no era
estar muerto sino que la gente, su
familia, se dieran cuenta de que
había muerto porque entonces
moriría de verdad. Se miraba al
espejo para detectar signos de
deterioro o putrefacción: se
examinaba la piel del rostro, el
cabello, se miraba las uñas y los
dientes o la piel de las manos
intentando detectar signos de
putrefacción... Al coger un vaso
durante la comida veía en su mano
los primeros signos de la muerte: la
piel estaba resquebrajándose y veía
a través de ella los tendones secos
que se movían como cables
blancuzcos al cerrar el puño.
Empezaba a notar el olor de la
putrefacción y se le caían los
dientes. Se le desprendían las uñas
y tenía que peinarse el cabello de
forma que no se notara la aparición
de las primeras calvas y debajo, la
piel agrietada y seca que cubría el
cráneo. Despertó asustado, mirando
alrededor, sin saber donde estaba.
Sin respuesta

Después de desayunar un
colacao con galletas y mermelada
decidió subir al tejado para
comprobar el nivel del agua del
depósito. Comprobó con alivio que
el agua estaba más o menos al
mismo nivel. Cerró la tapa del
depósito y se asomó a patio.
Entonces se sorprendió al ver que
la nota que había pegado en la
puerta ya no estaba. Bajó corriendo
al consultorio y saltó por la ventana
al patio. Se acercó al portón y
examinó el suelo por si la nota se
hubiera despegado por la noche.
No. Era obvio que alguien había
salido al patio durante la noche o al
amanecer y había despegado la
hoja. Sólo le quedaba esperar.
Al anochecer, más o
menos a la misma hora a la había
visto a la monja salir a rezar al
jardín interior, Hugo se situó ante la
ventana del consultorio. Tenía
pensado darse a conocer en cuanto
la monja apareciera. Esperó al
principio con nerviosismo, después
con una cierta inquietud, pero según
transcurrían las horas comprendió
con desánimo que nadie iba a salir
aquella noche. Con una cierta
irritación saltó al patio, se acercó
al portón y golpeó con los nudillos
sobre la madera. Toc, toc, toc.
Nada. Volvió a intentarlo. En la
tercera ocasión golpeó con la palma
de la mano durante varios segundos.
"Es imposible que no me oigan",
pensó.
Retrocedió hasta la
ventana de la consulta y saltó al
interior. Se sentó en la silla
pensando cuál sería su siguiente
paso. Esperó durante horas sin que
nadie apareciera. Sacó el paquete
de cigarrillos y se encendió uno.
Cuando se acabara no volvería a
fumar, se consoló. Cuando no pudo
más cerró la ventana y subió a la
oficina.
Pasó el resto del día
escribiendo en el ordenador,
recordando anécdotas de su
infancia y jugando al solitario. Al
anochecer subió al depósito, que
seguía marcando el mismo nivel.
Los días siguientes
transcurrieron monótonos. Por la
mañana bajaba al consultorio y se
asomaba al patio. Por la
noche subía al tejado y comprobaba
el depósito, que apenas disminuía.
Parecía que las monjas habían
dejado de beber... De vez en
cuando echaba una ojeada por el
buzón, pero siempre veía a los
mismos zombis recorriendo la calle
de un extremo a otro. Había uno que
se detenía frente al portón y
permanecía largo rato inmóvil en
medio de la calle, como si esperara
oír algo. A través de la ranura
estrecha del buzón sólo veía parte
de su cuerpo: unos pantalones
bermudas de color grisáceo y una
camiseta negra con manchas
oscuras que parecían de sangre
seca. En una ocasión se dio un susto
de muerte al mirar por el buzón: el
zombi estaba detenido frente a la
puerta a menos de un metro de
distancia. Si hubiera sacado la
mano por la ranura del buzón habría
podido tocarle. Bajó muy despacio
el cartón que tapaba la ranura,
retrocedió lentamente hasta la
escalera y subió tan
silenciosamente como pudo. Aquel
ser debía notar que había alguien en
las cercanías.
Un plano del siglo XVIII y una
bendición

Una semana después del


frustrado intento de contacto con las
monjas bajó al consultorio con la
intención de hacer un inventario de
los medicamentos por si los
necesitara. En la soledad de su
camastro le asaltaba la idea de
enfermar. Tenía miedo de
desarrollar una infección y morir
solo como un perro. Cada noche
volvía a soñar lo mismo y
despertaba empapado en sudor.
Mientras abría las
cajas de medicinas y leía los
prospectos apuntando en un papel
para qué servían dirigió la mirada
al portón de las monjas, que veía a
través de la ventana. Se le aceleró
el corazón al ver que al otro lado
del patio, apoyado contra la puerta
del convento, había algo, parecía un
tubo de cartón marrón como los que
se usan para guardar posters. Saltó
al patio y cogió el tubo de cartón.
Entró en el edificio, cerró la
ventana y subió apresuradamente a
su oficina. Se dirigió a la sala de
reuniones y dejó el tubo encima de
una mesa. Tardó un rato en
decidirse a abrirlo. Entretanto, se
fumó un cigarrillo, bebió casi
medio litro de zumo de piña y se
mordió las uñas.
Sacó la tapa del tubo y
miró dentro. Había algo parecido a
un plano enrollado. Lo extrajo con
cuidado y lo desenrolló. Era un
mapa, muy antiguo aunque en buen
estado. En una esquina había un
sello de tinta azul con un número de
registro y una inscripción a pluma
antigua: Plano de los viajes de
agua de la Villa de Madrid. Pedro
de Ribera. 1725.
Examinó el plano sin
entender qué se mostraba allí.
Parecía un mapa antiguo de Madrid,
con unas líneas trazadas en tinta
más oscura como si fueran
trayectos, o vías de tranvía, lo cual
era absurdo por la época en la que
estaba datado el mapa. Además
esas líneas, si bien parecía que
seguían el recorrido de las calles en
muchos puntos continuaban
atravesando manzanas de casas, o
cambiaban de dirección en ángulos
de noventa grados.
"Viajes de agua",
repitió en voz baja, "¿Serán
tuberías de suministro de agua?".
No lograba entender por qué las
monjas le habían dejado ese mapa.
Si lo que pretendían era señalarle
el recorrido de las conducciones de
agua, no entendía la razón. Las
tuberías estaban vacías. Conocer su
trazado no le solucionaba nada.
Pedro de Ribera,
recordó, era el arquitecto barroco
madrileño que había construido,
entre otros edificios, la iglesia de
Montserrat ¡en la calle San
Bernardo, justo enfrente del
convento! Siguió dándole vueltas a
estos datos pero no acababa de
entender por qué las monjas le
habían dejado ese mapa. ¿Sería
Ribera también el autor del
convento? Pero qué tenían que ver
ambos edificios con el mapa?" se
preguntó.
Se le ocurrió que
ambos edificios podrían estar
comunicados por un túnel. Muchos
edificios del Madrid antiguo estaba
comunicados mediante galerías
subterráneas, pero aunque fuera eso
lo que querían decirle las monjas
¿que podía hacer él? Si no le
dejaban entrar en el convento nunca
podría encontrar esa galería.
Además, de qué le serviría a él
salir de su refugio, donde tenía
comida y electricidad y, de
momento, agua, para ir a una iglesia
donde no habría nada... Finalmente
desistió. Cogió el mapa por una
esquina y lo levantó. Le dio la
vuelta y entonces vio un papel
pegado con celo en el reverso. Con
una perfecta caligrafía, escrita con
bolígrafo, había un breve mensaje:
"Rezo por ti”.
El sacrificio

Bajó de nuevo al patio y llamó


a la puerta durante un buen rato sin
resultado. Se fijó en las ventanas de
esa fachada. Había dos a cada lado
del portón a unos dos metros de
altura, más o menos. Eran
pequeñas, como de un metro
cuadrado y protegidas por unas
rejas de hierro. Fue a buscar la
escalera. Salió con ella al jardín y
la apoyó contra la pared bajo una
de las ventanas. Trepó y miró a
través del cristal. Al principio no
vio nada. Después de un rato
empezó a distinguir el interior. Era
una sala rectangular bastante
grande. En el centro había una larga
mesa de madera con una veintena
de sillas perfectamente colocadas,
diez a cada lado. En una de las
paredes había un gran crucifijo de
madera y en la otra una pintura de
la Última Cena. Era el refectorio.
La siguiente ventana daba también
al refectorio, así que movió la
escalera hasta la primera ventana
de la derecha del portón. Se asomó.
Eran las cocinas. En el centro había
una antigua cocina de hierro. De las
paredes colgaban cacerolas y
sartenes de cobre de todos los
tamaños. Al fondo había una cocina
más moderna de gas y un fregadero.
Entonces la vio entre las sombras.
Había una monja arrodillada en el
suelo como si estuviera rezando.
Era muy pequeña. Apenas un bulto
oscuro en una esquina de la cocina.
Golpeó en el cristal con los
nudillos. La monja levantó la
cabeza y le miró. Hugo creyó ver
que le estaba sonriendo. La monja
bajó la cabeza y siguió rezando.
Volvió a golpear el cristal.
– Hermana, ¿necesita ayuda?,
preguntó en voz alta.
La monja siguió rezando unos
segundos más, se persignó y se
incorporó. Era muy bajita y muy
vieja. Apenas mediría un metro y
medio. Le miró durante unos
segundos y caminó hasta una puerta
que había al fondo de la cocina.
Abrió la puerta y retrocedió un par
de metros. Entonces entraron en
tropel un grupo de monjas, al menos
una docena. Se disponía a golpear
el cristal de nuevo cuando vio
horrorizado cómo las religiosas se
abalanzaron como lobas sobre la
anciana que permanecía inmóvil
como una estatua. La derribaron al
suelo y Hugo vio cómo le clavaban
los dientes y le arrancaban pedazos
de carne. Una monja joven la
mordió en la cara de la anciana y
tiró con fuerza desgarrando y
masticando con furia. La vieja
monja no hizo ningún movimiento
de defensa. Simplemente se dejó
devorar. Hugo bajó de la escalera
horrorizado y pálido como el papel.
Echó a correr hacia la ventana del
consultorio y saltó dentro, dejando
la escalera apoyada contra la pared.
Cerró las contraventanas y subió a
la oficina. Arrastró una estantería
hasta la puerta para bloquearla.
Presa del pánico pasó todo el día
sentado en el pasillo con la maza en
una mano y la palanqueta en la otra.
De vez en cuando pegaba el ojo a la
mirilla escudriñando el descansillo.
Cuando llegó la noche estaba
agotado, hambriento y por fin, más
tranquilo. Se convenció de que las
monjas nunca podrían salir al patio
porque el portón estaba cerrado.
Comió galletas y un par de latas de
atún y decidió, después de
pensárselo mucho, que debería
asegurarse por la mañana que el
portón seguía cerrado. Con la luz
del día le costaría menos volver al
patio.
Pasó la noche
deseando que amaneciera. Cada
crujido del edificio le hacía saltar
sobre los colchones. Cuando estaba
amaneciendo oyó un sonido que ya
había olvidado. Lluvia. ¡Estaba
lloviendo! Subió al tejado para
abrir el depósito. Por poca agua
que cayera, en algo mejorarían sus
reservas. La luz de un relámpago
rasgó el cielo en la lejanía y
segundos después oyó el sonido de
un trueno. La lluvia arreció con
violencia. Desde el tejado las
vistas eran inquietantemente
hermosas. El cielo estaba
completamente oscuro, cubierto por
una masa de nubes negras que
descargaban con furia sobre la
ciudad. Tiró de la tapa del depósito
hasta dejarlo completamente
abierto. El agua corría entre las
tejas y llenaba los canalones
gorgoteando. Se asomó a la calle y
vio cómo los zombis levantaban los
brazos desconcertados. Algunos
caminaban bajo la lluvia como si no
la notaran, pero otros se quedaron
inmóviles, como desconcertados.
Entró en el desván y se
secó la cara con la camiseta. "Voy a
aprovechar la tormenta", pensó. Fue
a por un bote de gel y volvió a subir
al tejado. Se desnudó y dejó que el
agua le empapara. Se enjabonó
completamente y se frotó mientras
la lluvia hacía su trabajo. Enjabonó
la ropa y la lavó, dejándola tendida
de la barandilla que rodeaba el
tejado. Desnudo, orinó en un largo
arco hacia la calle justo encima del
zombi de los pantalones bermudas.
Éste por fin se movió de su lugar
habitual frente a la puerta cuando
recibió el chorro de pis caliente
sobre la cabeza. Hugo soltó una
carcajada. La primera en mucho
tiempo. Rió durante un buen rato
bajo el aguacero, sabiendo que
nadie le oiría, elevando los brazos
hacia el cielo.
Más tarde, seco y
limpio, se sentía como nuevo. Se
preparó un colacao caliente y untó
varias galletas con quesitos.
Después se tumbó en el
sofá y encendió un cigarrillo
meditando sobre su siguiente paso.
Estaba claro que no podía entrar en
el convento aunque quisiera. Y si lo
lograba, ¿qué obtendría a cambio?
No necesitaba más comida y
tampoco podría obtener más agua.
Aunque eran una panda de viejas
eran zombis y, por tanto, peligrosas.
No estaba seguro de poder acabar
con todas ellas. Además, la sola
idea de golpear a un ser humano en
el cráneo hasta destrozarlo le
horrorizaba. Por otra parte, aquel
antiguo mapa tenia que ser la clave
de algo, quizás de una vía de
escape... "Coño con la monja, podía
haber sido más explícita", se dijo.
Se le ocurrió una idea:
ya que no podía acceder al
convento por el portón del jardín,
quizás pudiera hacerlo por el
tejado. Entonces lo vio claro: el
desván era mucho más extenso que
la oficina en la que se encontraba y
por tanto también transcurriría por
encima del último piso del
convento. La lógica le decía que
tendría que haber una trampilla o
alguna puerta por donde los
albañiles subieron al tejado para
instalar el depósito y las placas
solares. Aplastó el cigarrillo en el
fondo de una taza y organizó su
expedición. Bajó de nuevo al patio
y recuperó la escalera a toda prisa.
Subió a su refugio y se puso la
cazadora de motorista, las botas y
los guantes. Se colgó el casco del
brazo, cogió la maza y la linterna y
subió al desván. Buscó la trampilla
hasta que la encontró: se trataba de
una trampilla moderna con una
escalera metálica plegable. Se
acercó pisando sobre las vigas
intentando no hacer ruido, aunque la
lluvia golpeaba con fuerza las tejas
y producía un sonido que le
resultaba reconfortante. Le traía
recuerdos de días felices: su mujer
y él arrebujados en el sofá de su
ático con la perrita durmiendo bajo
la manta, viendo una película en la
tele mientras el niño jugaba con un
trenecito de madera y la lluvia
formaba charcos en la terraza.
La trampilla se abría
hacia abajo. Por el lado del desván
tenía una palanca para cerrarla y un
cierre de pasador. Por el lado del
convento tendría, seguramente, un
cordón para abrirla. Se tiraba del
cordón, el pasador saltaba, la
trampilla se abría hacia abajo y la
escalera metálica se desplegaba
hasta el suelo. Hugo había visto ya
ese tipo de trampillas.
Tiró del pasador y
empujó. La trampilla se abrió con
suavidad y la escalera se deslizó
con un sonido metálico. Antes de
bajar se puso el casco y lo cerró.
Se ajustó los guantes y bajo por la
escalerilla sujetando con la mano
derecha la maza.
Aunque estaba en
penumbra se veía con claridad.
Recorrió un largo y estrecho pasillo
con el suelo de bastos tablones de
gastada madera. Al final del pasillo
había una escalera amplia con los
peldaños de madera y baldosas de
cerámica desgastadas por siglos de
pisadas. Se preguntó cuántas
monjas habría en el convento.
Seguramente sólo habría las que vio
en la cocina, una docena, no más.
Comenzó a bajar las
escaleras muy despacio
deteniéndose cada dos o tres
escalones para escuchar. En el piso
inferior el pasillo era más amplio y
tenía diez puertas, cinco en cada
lado. Las paredes estaban
decoradas con retratos al óleo de
monjas, seguramente las sucesivas
madres superioras que habían
regido el convento a lo largo de sus
más de tres siglos de historia. Las
religiosas le miraban severas y
ceñudas desde la pared, como si
reprobaran su presencia. Las
puertas de eran de madera y tenían
unos ventanucos cerrados con
pestillo, como las puertas de las
celdas de una prisión. Abrió uno de
los ventanucos y miró al interior.
Era un dormitorio de unos ocho
metros cuadrados. Dentro había un
pequeño catre, un sencillo
escritorio de madera con una silla y
un armario ropero pequeño. En la
pared sobre la cama había un
crucifijo de madera. Cerró el
ventanuco y abrió el siguiente. Lo
cerró de golpe. En medio de la
habitación había visto a una monja
inmóvil. Y le había mirado con
esos ojos sin pupilas. De la
habitación surgió un grito ronco y
gutural que le erizó el vello. La
monja se lanzó contra la puerta
como si quisiera derribarla con el
cuerpo. Paralizado por el horror
oyó gritos similares que venían del
piso inferior y golpes que venían de
algunas de las habitaciones que no
había inspeccionado. Hugo
retrocedió de espaldas hasta que
vio asomar la cabeza de una monja
que coronaba los últimos peldaños.
Echó a correr mientras del resto de
las habitaciones aumentaba la
barahúnda de golpes contra las
puertas y gritos inhumanos. Alcanzó
la escalera retráctil y cuando estaba
a mitad de camino de alcanzar el
desván sintió una mano, como una
garra, que le aferraba el tobillo con
una fuerza bestial. Era como una
tenaza que tiraba de él hacia abajo.
Miró y vio a una monja que le
miraba ferozmente con un solo ojo
opaco. Le faltaba el otro ojo y la
mitad derecha de la cara. Tenía la
toca y el hábito oscuro acartonados
por la sangre reseca. La lengua le
colgaba, seca como un trozo de
mojama entre los huesos astillados
de la mandíbula. Se giró y golpeó
con todas sus fuerzas en la cabeza
de la religiosa con la maza, que se
hundió con un sonido sordo en el
cráneo. La garra se soltó de su
tobillo y la monja se quedó inmóvil,
dejando colgar sus brazos como si
se hubiera quedado sin fuerzas.
Hugo tiró con fuerza de la maza y
ésta se desprendió del cráneo
haciendo un ruido similar al que
produce una bota cuando sale de un
charco de fango pegajoso. La monja
se derrumbó justo cuando otras
religiosas asomaban por el pasillo.
Hugo subió rápidamente y tiró de la
trampilla con todas sus fuerzas. El
mecanismo plegó la escalera y la
trampilla se cerró de golpe. Rogó
que las monjas no fueran capaces
de hacerla bajar de nuevo:
simplemente tendrían que tirar de la
cuerda que colgaba para que la
trampilla se abriera y la escala
descendiera automáticamente.
Entonces se le ocurrió
una idea: corrió por el desván,
descendió hasta el descansillo de su
oficina, entró en la cocina y cogió
el enorme cuchillo que había traído
de su casa. Volvió a subir al desván
y abrió la trampilla unos
centímetros, lo justo para poder
meter el brazo por el hueco y cortar
la cuerda que colgaba encima de las
cabezas de las monjas, que le
miraron elevando los brazos hacia
él. Cerró con fuerza la trampilla y
retrocedió un metro. Se sentó sin
fuerzas y temblando sobre una viga.
Sujetaba la maza con tanta fuerza
que tenía los nudillos blancos. Ésta
tenía adheridos fragmentos de hueso
y masa encefálica rosa. En la bota
derecha tenía coágulos de la sangre
oscura y gelatinosa de la religiosa a
la que acababa de reventar la
cabeza.
En la seguridad de la
oficina se despojó del casco y la
cazadora. Estaba empapado en
sudor frío. La lluvia, como una
cortina gris, difuminaba el edificio
del instituto y repiqueteaba en las
ventanas. Limpió los restos pegados
en la maza y en la bota mientras se
repetía una y otra vez el mensaje
escrito en el papel. "Rezo por ti".
Limpiando el terreno

Las expediciones organizadas


por el sargento Álvarez localizaron
a otros tres zombis a pocos
kilómetros del pueblo y los
eliminaron. A los tres días decidió
que la zona estaba despejada.
Estaban aislados entre montañas y
la población más cercana por la
zona vulnerable, hacia Somiedo,
era una pequeña aldea que habían
comprobado que estaba
deshabitada. La posibilidad de que
llegaran más visitantes por ese lado
eran más que remotas después de la
limpieza que habían hecho. De
todas formas el sargento decidió
que harían expediciones para
asegurarse de que en los pueblos
que había por la carretera general
no quedaban más zombis. De paso,
buscarían armas o alimentos y todo
lo que les fuera de utilidad,
incluyendo medicamentos. No sabía
cuánto tiempo duraría aquello y
debía asegurarse de que disponían
de todo lo necesario para aguantar
cómodamente el invierno. Suspiró y
comenzó a redactar, con una letra
elegante y apretada, las
instrucciones que repartiría a los
voluntarios que iba a reclutar en la
reunión de esta noche.
!EMADUYA¡

Transcurrieron varios días sin


que Hugo se animara a bajar al
jardín interior. De vez en cuando
subía al tejado para examinar la
calle San Bernardo con la
esperanza de que los zombis se
hubieran marchado. Por el
contrario, parecía que cada vez
hubiera más. La visita del Papa
había traído a la ciudad a
centenares de miles de jóvenes de
todo el mundo, la mayor parte de
los cuales ahora deambulaban por
las calles convertidos en muertos
andantes. A ellos había que sumar
las decenas de miles de madrileños
que habían sucumbido bajo esa
horda voraz y no habían resultado
tan deteriorados como para no
poder moverse por las calles. El
hambre de aquellos seres les atraía
hacia el centro de la ciudad.
Quizás notaban que había lugares en
los que aún quedaban seres vivos,
resistentes como él, aguantando
hasta que el hambre o la sed les
matara.
De vez en cuando
examinaba el mapa que le había
dejado la monja. No hacía más que
darle vueltas una y otra vez a las
mismas ideas y se desesperaba por
no captar el significado de aquel
regalo. ¿Y si no hiciera falta entrar
al convento para acceder a eso
“viajes del agua”? Claro, el pozo,
eso tenía que ser... Cómo no se
había dado cuenta antes... Le
producía cierto rechazo volver a
bajar al jardín después de haber
visto lo que había dentro del
convento pero tenía que comprobar
si ese pozo era una vía de salida.
Aunque no tenía ninguna prisa por
marcharse, sabía que tarde o
temprano se quedaría sin agua y
tendría que largarse de allí.
Cogió la linterna y
bajó al jardín. Se acercó al pozo y
se asomó, iluminando con la
linterna el interior. No lograba ver
bien el fondo pero no parecía tener
agua. Cogió una piedrecita y la dejó
caer. El ruido que hizo le despejó
las dudas. No había agua. El
problema era cómo bajar. No tenía
cuerdas y la escalera metálica que
había encontrado en el almacén era
demasiado corta. Quizás pudiera
construir una escala con mantas y
sábanas... Sin embargo, el temor de
quedar atrapado dentro de un pozo
le hizo postergar cualquier decisión
de intentar el descenso. La vida le
estaba resultando relativamente
cómoda en aquel edificio y
consideraba que aún no había
llegado el momento de emprender
una huida quién sabe con qué
resultado.
Pasó unos días
rutinarios. Subía al tejado. Comía.
Recorría el almacén examinando
cada rincón. Revisaba la trampilla
del desván.
Sobrevivía.
Una tarde, mientras
jugueteaba con el móvil, pulsó en el
icono de los mensajes. Le
sorprendió ver que el mensaje que
había escrito a Gonzalo justo antes
de escapar de su casa había sido
mandado. Entonces percibió un
movimiento y levantó la vista del
móvil. Ahogó un grito y se pegó a la
pared. Había visto a alguien en la
segunda planta del instituto, una
sombra que cruzó la ventana de un
aula. La inmensa mole del instituto
había sido hasta ahora un lugar sin
vida, pero había alguien en su
interior. Quizás llevaban tiempo
observándole sin que él lo supiera.
Se quedó paralizado con el corazón
latiendo como un motor
enloquecido y se pegó a la pared.
Notaba la espalda empapada de
sudor. Se sintió vulnerable. Se
deslizó lentamente hasta el suelo
dejando resbalar la espalda por la
pared. Pensó rápido que no podía
cerrar la contraventana por que le
verían. Pero en ese caso, no podría
encender la luz.
Gateó por el suelo
hasta el pasillo. Se incorporó y se
dirigió corriendo hasta el baño.
Cogió el pequeño espejo que había
encima del lavabo y entró en la
habitación a cuatro patas. Gateando
se situó debajo de la ventana y
levantó el espejo por encima de su
cabeza hasta la altura de la ventana.
Tardó un rato en encuadrar la
ventana del instituto en el espejo.
No estaba muy seguro si la ventana
que veía ahora era la correcta.
Intentó mantener el pulso firme pero
su mano temblaba de forma
incontrolable. Bajó el espejo,
respiró profundamente un par de
veces para calmarse y levantó el
espejo de nuevo por encima de su
cabeza. Entonces vio algo. ¡Había
un rostro mirándole directamente
reflejado en el espejo! Tenía los
ojos muy abiertos, el pelo
enmarañado y la boca abierta en un
grito silencioso. Bajó el espejo
horrorizado. Pero lo volvió a subir
despacio.¡Necesitaba saber quién
era esa persona, o ese ser!
Ya no había nadie en la
ventana. No sabía qué hacer. Desde
la calle sólo llegaban los sonidos a
los que ya se había acostumbrado y
a los que apenas prestaba atención,
ese arrastrar de pies incesante calle
arriba y calle abajo producido por
la manera de caminar de aquellos
seres.
Aquel rostro no era el
de un zombi: expresaba auténtica
desesperación. Era, obviamente, un
superviviente, pero no estaba
seguro de que fuera una buena
noticia para él... Quizás no estaba
solo. Es posible que necesitara, o
necesitaran, comida y en ese caso,
él podría estar en peligro. No
podía quedarse sin hacer nada.
Ambos sabían de la existencia del
otro. Si era un superviviente
decidió que intentaría ayudarle. No
podría seguir viviendo en aquella
extraña normalidad sabiendo que
alguien, al otro lado de la calle,
podría morir si no le ayudaba. La
noche inundó de oscuridad las
calles.
Pasó la noche en
duermevela apoyado en la pared
frente a la puerta con la palanca de
acero apoyada sobre las piernas,
asustándose por cada ruido y
crujido que hacía el viejo edificio.
A lo largo de la interminable noche
su mente confusa osciló entre la
euforia por saber que había alguien
vivo a unos pocos metros de
distancia y el terror de ser
consciente de que alguien sabía que
él estaba allí. Al amanecer se
levantó y sintió un mareo y unas
fuertes arcadas que le hicieron
correr hasta el cuarto de baño
donde vomitó bilis. Bebió un trago
de agua directamente del grifo y
decidió averiguar quién demonios
vivía en el instituto. Entró en la
habitación a gatas y cogió el espejo
del suelo. Se apoyó en la pared
bajo la ventana y lo levantó. Estaba
amaneciendo. Reflejado en el
espejo vio una cartulina roja
pegada en la ventana, con una
palabra escrita en letras grandes y
negras:
!EMADUYA¡
Se quedó paralizado intentando
comprender esa palabra reflejada al
revés en el espejo. ”¡Ayúdame”,
pone “ayúdame!”, dijo en voz alta.
Se levantó despacio. La cartulina ya
no estaba. Había una cara en la
ventana. Era una chica. Estaba muy
asustada.
Hugo abrió la ventana
con cuidado de no hacer ruido. La
chica le enseñó otra cartulina.
ESTOY SOLA. NECESITO
COMIDA. Hugo miró hacia abajo,
donde deambulaban varios muertos.
Había uno inmóvil en la esquina de
San Bernardo como un peatón
esperando para cruzar la calle.
Otros tres recorrían la calle
arrastrando los pies. Si uno de ellos
se detenía, los otros dos le
imitaban. Permanecían unos
segundos completamente inmóviles
como si estuvieran intentando oír
algo. Después emprendían su
camino de nuevo. Hugo arrancó un
póster de la pared y escribió con un
rotulador en el reverso:
¿PUEDES LLEGAR HASTA
AQUÍ? LA ENTRADA ESTÁ
JUSTO DEBAJO DE ESTA
VENTANA
La chica escribió
apresuradamente en la cartulina. La
puso en la ventana.
PUEDO SALIR POR LA
TRAMPILLA DE LA
CARBONERA. TIENES QUE
DISTRAER A LOS ZOMBIS.
Hugo se asomó por la ventana y
vio por primera vez, en la pared del
instituto, una puerta de chapa
pintada de negro de un metro de
altura aproximadamente. Esa debía
ser la trampilla por donde
antiguamente metían el carbón para
la caldera.
Escribió en el póster:
SUBO AL TEJADO Y TIRO
ALGO QUE HAGA RUIDO AL
OTRO LADO DE LA ESQUINA
DE ESTE EDIFICIO PARA QUE
SE MUEVAN HACIA ALLÍ.
PREPARADA EN LA
TRAMPILLA. CUANDO OIGAS
EL RUIDO ESPERA 1 MINUTO
PARA QUE SE VAYAN. SAL Y
CORRE HACIA LA PUERTA. NO
RUIDO!
Cogió una botella de
cristal y salió al rellano. Colocó la
escalera, subió al desván y salió al
tejado . Anduvo en cuclillas sobre
las tejas hasta la esquina del
edificio. Asomó la cabeza. Decenas
de zombis deambulaban por la calle
San Bernardo. Había otros
inmóviles. Una brisa suave movía
papeles y hojas secas de un lado al
otro de la calle. Había coches con
las puertas abiertas. Calle abajo
había un autobús parado en medio
de la calzada. Hugo creyó ver
moverse algo en el interior. Sobre
las aceras había restos resecos de
cadáveres devorados y
desmembrados sobre la calzada.
Había un cuerpo mutilado de forma
espantosa frente a la puerta de un
bar. Estaba boca abajo. No tenía
extremidades. Era un torso con un
cráneo descarnado que se alzaba y
después descendía golpeando el
suelo una y otra vez con un ruido
seco. Ya no tenía rostro: en su lugar
había una superficie completamente
aplastada y grisácea. Lo que
parecían sus dientes estaban
esparcidos alrededor de una
mancha oscura que la cara había
ido formando, golpe a golpe, en el
suelo. Ya estaba allí cuando llegó
al edificio. Le producía tanta
repulsión que intentaba no mirarlo
cuando subía al tejado. Miró hacia
el sur y le sorprendió ver una
gruesa columna de humo negro que
se elevaba en el cielo entre los
edificios. Intentó calcular la zona
de la ciudad donde estaría el
incendio. Desde allí no podía ver
que lo que ardía era el Bernabéu,
donde habían resistido decenas de
personas en una batalla que ya
estaba perdida.
Tenía que elegir bien
el lugar hacia el que arrojar la
botella. En este silencio, el ruido
que haría al romperse se oiría a
cientos de metros de distancia.
Decidió lanzar la botella a la calle
San Bernardo en dirección a
Alonso Martínez. A la chica le
daría tiempo a salir de la trampilla
y llegar hasta el portal antes de que
los zombis que deambulaban por
San Bernardo pasaran por el cruce
de Daoíz y la vieran.
Contó hasta tres en
silencio y tiró la botella, que dibujó
una larga parábola y se estrelló
contra el asfalto. El ruido que hizo
al romperse le sobresaltó. Antes de
agachar la cabeza y retroceder
hacia la claraboya pudo ver cómo
los muertos vivientes reaccionaban
como si alguien hubiera apretado un
resorte. Un gemido ronco brotó de
decenas de gargantas muertas y los
zombis se pusieron en marcha hacia
el lugar donde se había estrellado
la botella. Segundos después Hugo
bajaba la escalera a saltos hasta
llegar a la planta baja. Se agachó
para mirar por la ranura del buzón.
Por delante pasaron dos muertos
vivientes gimiendo. Esperó unos
segundos oyendo cómo los pasos de
los muertos vivientes se alejaban.
Abrió la puerta unos centímetros.
La puerta, lubricada con
regularidad, no hizo ruido. Asomó
la nariz y vio que una chica corría
de puntillas cruzando la calle en
diagonal hacia la puerta. Abrió el
portón un poco más y la chica se
deslizó dentro del rellano. Hugo
cerró rápidamente la puerta.
La chica se abrazó con
fuerza temblando. Llevaba una
pequeña mochila colgando del
hombro. Comenzó a sollozar cada
vez más fuerte. Hugo logró que le
soltara y la tapó la boca con la
mano. Desprendía un olor acre, a
ropa sucia, a sudor, a miedo.
– Por favor, calla que nos van a
oír. Subamos-, le dijo pegando la
boca a su oreja. – Me llamo Ache.
Cogió a la chica de la mano y la
guió por la penumbra del portal,
escaleras arriba.
Eva

Dieciséis años. Eva está flaca


como una perrilla hambrienta. Sus
ojos azules le parecieron enormes a
Hugo en aquella carita tan delgada.
Dejó caer la mochila en el suelo.
En la seguridad de la oficina le
contó, entrecortadamente, que
llevaba mucho tiempo sin comer
apenas nada. Su dieta habitual en
los últimos días había consistido en
lentejas machacadas con un mortero
del laboratorio de ciencias
naturales del instituto. Encontró un
paquete empezado de lentejas que
se utilizaban en el laboratorio para
hacerlas germinar como parte de un
experimento escolar. Después de
machacarlas en el mortero las
disolvía, o lo intentaba, en un poco
de agua destilada del laboratorio
para poder tragarlas. Ese puré
indigesto le ha servido, por lo
menos, para engañar un poco el
hambre. Y para ir al retrete más a
menudo de lo deseable. Eva le
explicó que eran tres en el instituto.
Cuando empezó todo estaba sola en
casa. Sus padres se habían
marchado a la playa unos días con
su hermano pequeño y le habían
dejado sola en Madrid estudiando
para septiembre. Aguantó en casa
varios días, hasta que se le acabó la
comida. Perdió el contacto con sus
padres. Sin luz y sin agua decidió
buscar refugio en el instituto. Hacía
años que su grupo de amigos
conocía el acceso a través de la
vieja carbonera. Habían forzado el
candado que cerraba la trampilla de
chapa y entraban algún fin de
semana para hacer botellón en el
patio, oculto de la miradas de los
vecinos y lo suficientemente
protegido para que el sonido de la
música o de las risas no llegara a la
calle. Nadie se había dado cuenta
porque recogían todo antes de
marcharse y volvían a poner el
candado en su lugar de modo que
parecía que estuviera cerrado.
Hacía muchos años que en el
instituto disponía de una caldera de
gas para la calefacción y el acceso
por la carbonera era un secreto
conocido sólo por unos cuantos
alumnos que se iban pasando el
secreto generación tras
generación.Aprovechó el caos que
se formó en la calle cuando decenas
de personas decidieron salir a la
calle empujados por el hambre y la
sed para intentar llegar al instituto
desde su casa. Por el camino vio
cómo personas del barrio a las que
conocía eran devoradas por
aquellos monstruos en medio de la
calle, entre los coches aparcados,
sobre la arena del parque infantil
que ocupaba un lateral de la plaza
ahora convertido en un espantoso
cementerio de huesos blanqueados
por el sol.
Cuando entró
aterrorizada por la trampilla con
una pequeña mochila con algo de
ropa y algunas latas de comida
encontró en el patio a dos de sus
amigos, Carlos y Denis. Estaban
sentados apoyados en una columna
fumando porros. Se abrazaron y
bailaron de alegría. Como pensaban
que aquella situación duraría pocos
días y que los móviles y la luz
volverían a funcionar y pronto
podrían salir de allí, no se
molestaron en racionar la poca
comida y bebida que tenían
disponibles. En el instituto había
varias maquinas expendedoras de
comida (bocadillos, patatas fritas,
galletas...). Tuvieron suerte:
acababan de rellenarlas para los
alumnos que acudían a los cursos
de recuperación. Los primeros días
comían cuanto les apetecía después
de reventar las puertas de las
máquinas. Dormían sobre las
colchonetas del gimnasio.
A los pocos días de
estar allí los chicos se empeñaron
en salir para buscar cervezas o
cualquier otra bebida alcohólica,
comida y tabaco. Enfrente de la
entrada principal del instituto había
una cafetería. Tenia una cristalera
redonda como un ojo de buey
enorme.
– Estábamos muy pedo.
Miramos por una ventana que daba
a la cafetería. Dijeron que los
zombis que había por la calle eran
muy lentos y torpes. Que romperían
la cristalera del bar y saldrían en
seguida con un montón de comida,
bebida y tabaco. Cogieron dos
sacos de guardar camisetas del
gimnasio y dos mazas grandes que
encontramos en el cuarto de
herramientas. Y salieron por la
trampilla. Yo me quedé mirando
por la ventana. Los monstruos esos
estaban como atontados. Rompieron
la cristalera con las mazas. Saltaron
dentro del bar. Pasó un rato. No
salían. Se juntaron un montón de
zombis delante del ventanal. De
repente saltaron desde dentro
cargando los sacos. Carlos tropezó
y cayó al suelo. Los zombis se le
echaron encima como lobos. Denis
corrió pero le cerraron el paso
antes de cruzar la calle. Chillaban.
Gritaban de forma horrible mientras
les mordían. Me desmayé. Cuando
me desperté no se oía nada. Miré
por la ventana y los vi hechos
mierda en el suelo. Se los
comieron.
La chica se tapó la cara con las
manos y sollozó en silencio.
– Mira, Eva. Necesitas comer.
Date una ducha. Tengo agua
caliente. Hay gel y champú y toallas
en el baño. No malgastes el agua.
Hay un peine y colonia de bebés.
Eva asomó el rostro entre las
manos. Las lágrimas habían abierto
surcos entre la suciedad que cubría
su rostro. Hugo le puso una mano
sobre el hombro y apretó.
– Te buscaré algo de ropa
limpia. Voy a prepararte la comida.
-¿Te gustan los macarrones?-, le
preguntó.
Eva asintió con los ojos tan
abiertos que parecía un dibujo
animado japonés. Hugo se metió en
la pequeña cocina y llenó la
cacerola de agua. Cuando empezó a
hervir añadió una buena cantidad de
macarrones. Cuando estuvieron
cocidos, los repartió en dos platos.
Abrió una lata de tomate frito y lo
calentó en la cacerola. Añadió el
contenido de dos latas de atún en
aceite. Después cubrió los
macarrones con la salsa y cortó
quesitos en trozos que puso encima
para que se fundieran con el calor
de la salsa. Llevó los platos a la
sala de reuniones y los puso en la
mesa. Entonces se acercó al cuarto
de baño y susurró junto a la puerta.
– Date prisa, que se enfría la
comida.
Después de tanto tiempo le
resultaba muy raro hablar a otra
persona.
La puerta se abrió despacio.
Asomó una carita limpia enmarcada
por un pelo húmedo y peinado. Eva
salió del baño envuelta en una
toalla.. Era menuda como una niña y
tenía la piel muy blanca. No
llegaría a un metro sesenta. Hugo la
miró de arriba abajo y sonrió.
– Pareces otra. En esa
habitación, dijo señalando el
despacho que usaba como
dormitorio, te he dejado una
camiseta y un pantalón corto encima
del sofá. Es ropa de niño. Supongo
que te servirá. Después bajaremos
al almacén a ver si encontramos
algo mejor.
Al ver su expresión le aclaró
que se refería al piso de abajo.
– Hay un almacén de unas
monjas y hay mucha ropa de niño,
además de comida y otra cosas,
como juguetes, medicinas... Luego
te explico.
Eva se dirigió al despacho
envuelta en la toalla y Hugo entró
en la cocina para llenar una jarra
con agua. Cuando pasó delante de
la puerta de la habitación vio a Eva
de espaldas a la puerta, justo en el
momento en que dejaba caer la
toalla al suelo. No pudo dejar de
mirar a la joven. Era muy menuda,
pero tenía unas piernas largas y
morenas y el culo redondo y terso
como un melocotón. Eva alargó el
brazo para coger la camiseta y se
giró hacia él mientras se la ponía.
Se fijó cómo se elevaban sus
pechos pequeños y simétricos con
los pezones rosados ligeramente
abultados. Tenía las piernas
separadas y apenas vello en el
pubis. Hugo se detuvo un segundo
ante la puerta y sintió una repentina
vergüenza al contemplar a la joven
desnuda. Giró la cabeza y siguió
apresurado hacia la sala de
reuniones. Si Eva se había dado
cuenta de que la miraba no era una
buena manera de empezar como
“compañeros de piso”, pensó.
Intentó alejar esa visión de su mente
sin conseguirlo. Hacía mucho que
no veía el cuerpo desnudo de una
mujer. Ni siquiera pensaba en ello.
Todos sus pensamientos se
concentraban en cómo prolongar su
supervivencia en aquella
destartalada oficina. Sólo, por las
noches, recordaba a su mujer y a su
hijo y la vida que llevaban antes de
que el mundo se convirtiera en un
cementerio. La voz de Eva, detrás
de él, interrumpió sus reflexiones.
– Qué bien huele, Dios...
Un rato después estaban
devorando los macarrones.
Él llevaba sin comer nada
desde el día anterior y Eva ni se
acordaba cuándo había comido algo
caliente.
– Están que te cagas-, dijo Eva
con la boca llena. -Mejor que los
de mi madre-, dijo, mientras
mojaba una galleta en los restos de
la salsa. No está mal para
desayunar.
– Si quieres hay leche. Tengo
un montón de cartones que se
estropearán antes de que podamos
bebérnoslos.
– Me comería otro plato-, dijo.
– Mejor que no. Después de
tanto tiempo comiendo sólo lentejas
trituradas te sentaría mal. Lo mejor
que podrías hacer es dormir unas
horas. Tienes unas ojeras
espantosas y yo me caigo de sueño.
Acuéstate en la cama, que yo me
echaré en el sofá.
Cerró las contraventanas
mientras Eva se dejaba caer sobre
el lecho. Le miró agotada y
murmuró “gracias. Te debo una”.
Un segundo más tarde dormía
profundamente. Hugo cerró la
puerta del dormitorio con cerrojo
después de comprobar la puerta
principal y la escalera a través de
la mirilla. Se dejó caer en el sofá y
en pocos minutos se hundió en un
sueño profundo.
Bluetooth y ropa infantil

No podía moverse. Su cuerpo,


paralizado, pesaba una tonelada y
sentía que las costillas se
aplastaban como juncos expulsando
el aire de los pulmones. Intentó
respirar pero no conseguía que el
oxígeno entrara en su cuerpo. La
oscuridad era absoluta, tanto que no
sabía si los ojos estaban abiertos o
cerrados.Un jadeo, cada vez más
fuerte y que parecía llegar desde
todos lados, le envolvía como un
líquido viscoso que se adhería a su
cuerpo. Se estaba ahogando, iba a
morir. El corazón retumbaba en su
pecho agónicamente estrujado por
un puño que se cerraba para
extraerle hasta la última gota de
sangre. El jadeo era cada vez más
fuerte. Entonces despertó sin saber
dónde estaba, boqueando como un
pez y cubierto por una película de
sudor espeso como sebo.
Hugo se incorporó de
un salto. Aquella respiración casi a
su lado... Entonces recordó. Era
Eva. Después de tanto tiempo en
soledad aquella respiración regular
y profunda se había introducido en
su sueño como una cuña, abriendo
un grieta por donde fluían sus
temores. Cada noche retrasaba el
momento de ir a dormir hasta que
no podía más, por el temor de
enfrentarse cada noche a la misma
pesadilla. Sin embargo, hoy no
recordaba haberla soñado.
Salió de la habitación y se
dirigió al baño. Miró el reloj. Eran
las seis de la tarde. Tenía la boca
pastosa como si hubiera comido
yeso. Después de beber dos vasos
de agua volvió a la habitación. La
luz natural que entraba desde el
pasillo le mostró a Eva
desperezándose en la cama como un
gato.
– Hola, mi héroe-, dijo
sonriendo somnolienta mientras se
estiraba. -Hacía mil años que no
dormía tan bien. En el insti nunca
dormía más de una hora seguida.
¿Qué hay para desayunar, o
merendar, o lo que sea?
– Un colacao y galletas con
mermelada. No hay café.
– Este sitio es un lujo.
Un rato después los dos
supervivientes masticaban en
silencio. Eva tenia la mirada
perdida.
– Bueno, Eva, cuéntame tus
aventuras en el instituto.
Dejó de masticar durante un par
de segundos. Después siguió
comiendo en silencio con la mirada
fija en algún punto de la pared.
– No hay mucho que contar. Ya
te dije que solíamos entrar en el
insti algunos fines de semana para
hacer botellón. Carlos y Denis eran
de mi grupo. Bueno, y me había
enrollado alguna vez con Carlos,
pero vamos, no era mi novio ni
nada de eso, dijo bajando la
mirada.
Los primeros días la verdad es
que fue hasta divertido. Cerramos
la trampilla desde dentro para que
no entrara nadie. Luego empezamos
a asustarnos de verdad. Sobre todo
cuando nuestros colegas fueron
dejando de responder por el
whatsapp o por el messenger-, dijo
sacando una blackberry del
bolsillo.
– Yo soy más de iPhone-, dijo
Hugo.
– Claro, un móvil de viejo...-,
se burló. – No, en serio, el hecho de
que dejáramos de recibir mensajes
nos asustó. Yo normalmente podía
recibir doscientos mensajes diarios.
Para mí aquello fue una señal de
que algo iba realmente mal ahí
fuera. La electricidad no volvía, ni
el agua... Pensamos que el mundo se
había acabado y que éramos los
únicos supervivientes. Aunque esos
dos eran de mi pandilla, la verdad
es que no son los que hubiera
elegido para ir a una isla desierta.
Bajó la mirada y añadió -y
luego todos esos monstruos
andando por la calle, comiéndose a
la gente. Es como estar dentro de
una peli de zombis. ¿Crees que
habrá muchos como nosotros?
– No lo sé. Supongo que sí.
Madrid está lleno de edificios
como éste y como tu instituto.
Muchas casas tienen puertas lo
suficientemente sólidas para que
nadie pueda entrar. El problema es
la comida y, sobre todo, el agua.
Mucha gente habrá muerto de sed o
atacados por los zombis al salir de
sus refugios para buscar alimento.
Imagino que fuera de las ciudades,
en las montañas y en sitios así
mucha gente habrá sobrevivido.
– ¿Has probado con el
ordenador?
– El qué, preguntó
desconcertado.
– Conectarte a alguna página
web, ver qué está pasando, no sé...
– Cuando llegué aquí ya no
había conexión telefónica.
– ¿Y has probado conectarte
por bluetooth con el ordenador o
con el móvil? Nosotros lo
intentamos en el instituto, pero con
esas paredes tan gruesas no
pillamos señal. Ya era difícil tener
señal durante el curso...
Hugo quedó callado unos
segundos.
– La verdad es que ni se me
había ocurrido. Nunca he
conseguido hacer funcionar el
bluetooth.
Eva se rió. -Claro, tu te
quedaste en los SMS.
– Oye, que yo hace mucho que
uso whatsapp.
Eva cogió su blackberry de la
mesa y se levantó. Sacó el cargador
de la mochila, lo enchufó y conectó
el móvil. Esperó a que el teléfono
tuviera suficiente carga para
encenderlo. Después activó el
bluetooth y esperó unos segundos.
– Nada-, dijo. Déjame el tuyo,
a ver... No, sólo se conecta con el
mío, dijo al cabo de unos segundos.
Ambos permanecieron en
silencio un rato, hasta que a Eva se
le iluminó la mirada. -¿Y si
subimos al tejado? Allí tendremos
mucha más cobertura. Este edificio
es bastante más alto que los
edificios de alrededor.
– Probaremos, pero cuando sea
de noche.
Eva se acercó a la ventana y
miró hacia la calle.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?-,
preguntó mientras se ponía de
puntillas siguiendo con la mirada a
los zombis que caminaban por la
calle.
– Supongo que el mismo
tiempo que tú, más o menos. Me fui
de casa cuando los teléfonos
dejaron de funcionar y se me acabó
la cerveza-, contestó con una media
sonrisa. Bueno, bajemos al almacén
a ver qué encontramos para ti, dijo
Hugo cortando la conversación. No
se encontraba con fuerzas para
contarle a Eva todo lo que sabía.
Tenía todo el tiempo del mundo
para ponerla al corriente de la
situación real en la que se
encontraban.
– Pero abajo estaremos
seguros, ¿verdad? Oye, que lavo la
ropa que he traído y ya está.
– Sí, no te preocupes.
Un rato después Eva estaba muy
ocupada examinando prendas como
si estuviera en una tienda de ropa.
Rápidamente seleccionó unas
cuantas camisetas y algunos
pantalones de niño que a Hugo le
parecieron muy pequeños.
– No pongas esa cara. Las
camisetas me valen, no tengo casi
tetas y los pantalones los puedo
cortar. Este verano están de moda
los minishorts vaqueros-, dijo
sonriendo. O estaban, añadió
arqueando las cejas. -¿Te llamas
Ache? ¿Qué nombre es ese?,
preguntó sonriendo
– Me llamo Hugo, pero
siempre me han llamado Ache.
Desde pequeño. No sabía
pronunciar mi nombre: decía
“Hubo” y los niños se reían, así que
decidí llamarme Ache.
– Mi nombre es muy fácil de
pronunciar, incluso para un niño
pequeño.
Regresaron a la oficina con el
montón de ropa que había elegido
Eva, que pasó el resto de la tarde
entretenida con unas tijeras
cortando perneras de pantalones y
mangas de camisetas para adaptar
la ropa a su talla.
Mira en el armario

El sargento Álvarez bajó del


todoterreno y desenfundó la pistola.
Estaban en la última aldea que
quedaba por explorar en el
perímetro que consideraba “de
seguridad”: a veinte kilómetros de
El Valle. Había una pequeña iglesia
medio en ruinas, un bar y unas
cuantas casas con naranjos,
manzanos y huertos llenos de
maleza. Se acercó a la primera casa
y golpeó la puerta con el puño.
Nada. Fueron casa por casa sin
encontrar ni vivos ni muertos. En un
prado, detrás de la última casa,
vieron un caballo muerto. Tenía el
tórax abierto y le faltaban grandes
pedazos de carne. Las costillas
blanqueaban al sol entre jirones de
piel y una nube de moscas zumbaba
alrededor.
– Lobos.
– Eso parece, sargento, contestó
uno de los tres hombres que le
acompañaban.
– Vamos a ver qué encontramos
en el bar. Después registramos las
casas. Ya sabéis lo que queremos:
latas de conserva, embutidos,
medicamentos, escopetas y
cartuchos...
El sargento abrió la puerta del
bar de una patada. Avanzó un paso
y esperó a que su vista se
acomodara a la penumbra. Vacío.
Se dirigió a la barra y saltó al otro
lado. Entró en la cocina y encendió
la linterna. Olía a demonios allí
dentro. Había restos de comida
resecos. De la puerta del baño le
llegaba un olor espantoso a
excrementos y orina. Levantó la
pistola y separó las piernas,
preparado para disparar. No era la
primera vez que se encontraba con
algún zombi atrapado en e interior
de alguna de las casas que habían
explorado en los últimos días. Con
el primero tardó casi demasiado en
disparar. Lo hizo cuando lo tenía
casi encima y tuvo que dispararle
varias veces para acabar con él
porque el primer impacto, en el
pecho, no le detuvo. Después
aprendieron que no había que
esperar para dispararles, y había
que hacerlo en la cabeza.
– ¿Hay alguien?, preguntó en
voz alta.
Un ruido leve, como un gemido,
surgió de uno de los armarios. El
sargento llamó a gritos a los demás
hombres mientras retrocedía
despacio. Cuando estos llegaron les
dio la orden de que se situaran a su
izquierda y a su derecha con las
armas preparadas.
– Hay algo o alguien en el
armario. Vamos a acercarnos con
cuidado.
– Mejor disparemos
directamente, sargento. No vamos a
arriesgarnos.
Justo en ese momento, con un
chirrido, la puerta del armario se
abrió.
No digas que fue un sueño

La llegada de Eva le salvó de la


locura que le acechaba en cada
esquina de la oficina como un
oscuro ser que a veces, por las
noches, asomaba su rostro y le
enseñaba sus afilados colmillos.
Con Eva llegó la esperanza. Que
aquella frágil jovencita hubiera
sobrevivido le hizo albergar
esperanzas de que no todo estaba
perdido. Si Eva lo había logrado
era razonable pensar que mucha
otra gente habría podido lograrlo,
que quizás se estuviera
organizando, en algún lugar, un plan
para rescatar a los supervivientes
que hubiera en Madrid. Si ellos
estaban vivos en un entorno tan
hostil estaba seguro de que su mujer
y su hijo estarían a salvo entre
aquellas montañas del norte de
España.
Pronto tuvieron
organizada la despensa. Hugo se
había limitado a amontonar cajas de
comida de cualquier manera y se
había limitado a coger lo primero
que tenía a mano cuando sentía
hambre. Eva organizó la
intendencia, por así decirlo.
Elaboró menús semanales en los
que iba introduciendo pequeñas
variaciones dentro de las
posibilidades que permitía la
enorme aunque monótona reserva
de alimentos.
Despertaban al
amanecer, desayunaban, discutían
sobre el menú que iban a preparar
ese día -variaciones en torno a
macarrones, legumbres o arroz- y
después cada uno empleaba el
tiempo como quería. Hugo escribía
sus recuerdos en el ordenador o
largas cartas de amor a Silvia y a su
hijo y Eva curioseaba por el
almacén o se sentaba en el pretil
del pozo del jardín de las monjas
escuchando la música que tenía
almacenada en el teléfono móvil.
Durante unos días se habían
dedicado a construir un depósito en
una esquina con una caja de madera
donde metían las bolsas de plástico
con los excrementos y las latas
aplastadas de alimentos ya
consumidos. Cuando se formaba
una capa, echaban tierra del jardín
encima. Hasta ese momento Hugo
había limitado a tirar las bolsas en
una esquina pero a Eva no le había
parecido bien convertir aquel
hermoso patio en un vertedero.
A veces leían alguno
de los libros viejos que habían
subido del almacén. Eva estaba
acabando la Isla del Tesoro tras la
insistencia de Hugo, que se lo había
recomendado como uno de los
libros favoritos de su infancia.
Una tarde Eva entró en
el dormitorio mientras Hugo leía
tumbado en el sofá una novela
policíaca. Llevaba un cartón de
leche en la mano.
– Podríamos hacer queso.
– ¿Cómo dices?
– Tenemos más leche de la que
podemos beber. Podríamos hacer
queso para mejorar un poco la
dieta. Además, un día la leche
caducará y no servirá para nada...
– ¿Sabes hacer queso? Yo no.
– Podría intentarlo... Estuve en
una granja escuela con el colegio y
aprendimos cómo se hacía. No es
complicado. Además, tenemos
miles de litros de leche en el
almacén y todo el tiempo del mundo
para intentarlo... Era una idea.
– Vale. Me parece divertido.
¿Qué hace falta?
Eva contestó rápidamente.
– A ver que recuerde... Hay que
calentar la leche muy suavemente
añadiendo un ácido para cuajarla.
No tenemos limón, pero sí hay
vinagre. La leche se cortará. Se
separa el suero y se prensa. Y ya
está.
– Tan fácil no puede ser.
– Probemos.
Un rato después estaban en la
pequeña cocina calentando leche en
la cacerola. Cuando estaba a punto
de hervir la retiraron del fuego. Eva
añadió un chorro de vinagre y
removió con una cuchara.
Empezaron a aparecer grumos y la
leche fue espesando. Habían
vaciado una lata grande de tomate y
después de lavarla bien, le habían
agujereado el fondo con la punta de
un clavo. Pusieron la lata en la pila
y Eva vertió con cuidado aquella
masa espesa. Los orificios dejaron
salir el suero. Después añadieron
sal y pusieron un peso encima para
drenar el resto del suero. Varias
horas después comprobaron el
resultado. Se quedaron mirando
aquella sustancia cilíndrica con
curiosidad hasta que Eva cogió el
cuchillo y cortó un par de trozos.
Era queso fresco. Estaba un poco
salado pero era queso.
– Sólo nos falta una cervecita,
Eva. No sabrás por casualidad
cómo hacer cerveza...
– Ya me gustaría, pero ese día
no fui a clase, contestó riéndose.
Se pasaron el resto del día
fabricando queso y decidieron subir
unos cuantos al desván para que
maduraran. Introdujeron quesos en
recipientes y añadieron aceite de
oliva y otros los cubrieron con sal.
Estaban exultantes, excitados por el
éxito. Habían elaborado alimentos.
Quizás podrían intentar hacer
yogur...
– ¿Sabes lo que echo más de
menos, Eva?
– Qué, respondió masticando
un trozo de queso con galletas...
– Una buena hamburguesa. Con
un montón de queso fundido,
cebolla, pepinillos y chorreando
mostaza...
– Pensaba que me ibas a decir
que echabas de menos el sexo, dijo
con una sonrisa...
– Bueno, primero me comería la
hamburguesa y después vendría el
postre...
– Anda que eres romántico,
dijo entre risas. Pues yo echo de
menos un pollo asado con patatas
fritas. Toneladas de patatas fritas.
Y después... un buen polvo. Ya ves,
también soy una romántica.
Entre risas y bromas
arreglaron aquel caos en el que
habían convertido la pequeña
cocina.
Cuando llegó la noche
se acomodaron en el sofá. Eva
abrió La Isla del Tesoro mientras
Hugo luchaba contra la modorra
leyendo aquella densa novela
policíaca sueca, El hombre
sonriente, de Mankell. Pronto Eva
se dejó vencer por el sueño y se
quedó dormida echa un ovillo con
la cabeza apoyada en el brazo del
sofá. Hugo se levantó con cuidado y
la tapó con una manta. Apagó la luz.
Se desvistió y se tumbó en el catre.
Cuando estaba a punto de dormirse
sintió que Eva se movía en el sofá.
Por las rendijas de las
contraventanas se filtraba algo de
luz y vio cómo la jovencita se
quitaba la camiseta y dejaba caer
los pantaloncitos al suelo. Hugo
intentó seguir respirando
rítmicamente, como si estuviera ya
dormido. Eva dudó unos segundos y
en vez de tumbarse de nuevo en el
sofá se agachó y se arrodilló junto
al catre.
– No finjas, Ache. Sé que me
estabas mirando, susurró.
– No te miraba. Es que estabas
ahí.
Hugo levantó la manta
invitándola a meterse en la precaria
cama.
Su cuerpo desnudo desprendía
tibieza y un olor dulce a piel, a
colonia de bebé. Se abrazaron en
silencio. Eva deslizó una mano por
debajo de la camiseta de Hugo y le
acarició el pecho.
– Sólo quier sentir piel. Quiero
que me abraces. Quiero dormirme
entre tus brazos.
– Ya. Si te hubiera hecho pollo
asado con patatas para cenar
querrías otra cosa, ¿no?
Tuvieron que ahogar las
carcajadas. Se abrazaron con fuerza
y se durmieron al cabo de un rato.
Antes del amanecer
Hugo tuvo un sueño. Estaba
desnudo en una cama inmensa
tapado hasta la cintura por unas
sábanas suaves y limpias. Debajo
de las sábanas una boca recorría su
vientre. Una lengua cálida y
juguetona se detenía en torno a su
ombligo y unas manos emergían de
entre las sábanas para acariciarle el
pecho. Él arqueaba la espalda para
que su pene se encontrara con
aquella lengua juguetona. Y se
encontraba. Los labios rodeaban la
punta de su pene y la lengua,
aquella humedad caliente y suave,
succionaba con fuerza, lamía
jugueteando. Soñó que abría sus
piernas y entre ellas se acomodaba
un cuerpo ágil y breve. Su pene
estaba dentro de una boca ávida y
apasionada. Unos dientes que se
clavaban brevemente en su carne.
Los apretaban, subían y bajaban
recorriendo su piel. Con un gemido
arqueó la espalda en un orgasmo
largo, muy largo, eterno. Así son
los sueños.
Al amanecer despertó
abrazado a Eva, su espalda
apretada contra su pecho. El largo
cabello oscuro le cubría la cara.
Notaba el calor de aquel cuerpo
suave y pequeño contra su piel...
desnuda. Desconcertado recordó el
sueño. Era tan real... Y si... No.
Tendría que haberse despertado.
Cualquiera se habría despertado y
sin embargo él estaba en aquel
camastro desnudo. No recordaba
haberse quitado la ropa... Se frotó
la cara. En silencio salió de la
cama y buscó sus calzoncillos con
la mirada. Entonces los vio tirados
en el suelo a un metro de distancia.
Se los puso mirando desconcertado
a Eva que seguía durmiendo.
Decidió no despertarla y se fue a la
cocina a preparar el desayuno.
Calentó la leche y sirvió dos tazas.
Añadió colacao y cortó varias
lonchas de queso que puso sobre
galletas. Al pasar por delante de la
puerta del dormitorio camino de la
sala de reuniones con una taza en
cada mano vio a Eva
desperezándose sobre la cama
como una gata, estirando los brazos
hacia el cielo. Sus pequeños pechos
redondos casi desaparecían al
extender los brazos y unirse éstos
por encima de su cabeza en una
postura que parecía de yoga. Hugo
se fijó en la curva de su culo, en el
arco que formaba la espalda, en sus
axilas sin apenas vello.
– Me subes mucho la moral por
las mañanas, sabes... Le dijo con
una sonrisa... Por cierto...
– Qué.
– No, nada. A desayunar.
Comieron en silencio. Hugo la
miraba de soslayo sin atrever a
preguntarle nada. Eva comía queso
y galletas con tanta naturalidad que
decidió que aquello si había pasado
de verdad merecía ser conservado
intacto en sus recuerdos.. Quizás
fuera mejor así. Tenían una relación
perfecta, se complementaban y
quizás no fuera bueno que entraran
en juego otras emociones distintas a
la amistad y al cariño que sabía que
sentían el uno por el otro. Mejor
dejarlo así.
Eva era muy
desinhibida, cosa que a Hugo no le
molestaba en absoluto, pero
introducía una tensión sexual que le
perturbaba. No era fácil mantener la
cabeza fría con aquella jovencita
deambulando por la oficina vestida
con camisetas tres tallas más
pequeñas y con pantaloncitos de
algodón tan cortos y ajustados que
parecían pintados sobre su cuerpo.
Un viernes, el día que habían
consensuado como el "día del
baño", asomó la cabeza recién
lavada por el hueco de la puerta y
le pidió permiso para usar la
maquinilla de afeitar para
depilarse.
– Total, tú ya no la usas... Y a
mí no me gusta nada tener pelos en
el cuerpo, dijo cerrando la puerta
sin esperar a su respuesta.
Por las mañanas se despertaba
estirándose como una gata sobre el
sofá, asomando entre las mantas
apenas cubierta por una camiseta
infantil a la que había cortado las
mangas. Una mañana le dijo que
quería subir al tejado para tomar el
sol.
– Estamos pálidos como
zombis. Hay que aprovechar los
últimos rayos del verano. A ti
tampoco te vendría mal un poco de
sol. Ya sabes, vitamina D y eso...
Hugo aceptó que subiera con la
condición de que tuviera mucho
cuidado para que desde la calle no
la vieran los miembros de esa tropa
monstruosa que rodeaba el edificio
y que no pusiera los auriculares del
móvil a un volumen tan alto como
para no oírle por precaución. Un
par de horas más tarde, con la
comida ya preparada, subió al
tejado. La encontró tumbada boca
abajo desnuda sobre una toalla que
había colocado sobre el depósito
de agua . Su rostro, cubierto por el
cabello, descansaba sobre los
brazos cruzados como si fueran una
almohada. Tenía los auriculares
puestos. Se acercó en silencio hasta
el depósito y se detuvo
contemplando fascinado cómo los
rayos de sol iluminaban la pelusilla
dorada, como terciopelo, de aquella
piel tersa y perfecta. Se dio cuenta
entonces que ella le estaba mirando
a él. Un ojo azul a través del
cabello que guiñó con descaro. Eva
levantó la cabeza y le sonrió.
– Si no fuera porque abajo hay
monstruos diría que esto es el
paraíso. Sólo me falta una cerveza y
un cigarrillo. Y una piscina, claro.
Y alguien que me ponga cremita en
la espalda...
– Pides tú mucho. Venga, anda,
vamos a comer. Luego subo contigo
a coger un poco de color.
Antes de que pudiera volverse
Eva se incorporó sobre el depósito
y se deslizó hasta el tejado. Con
parsimonia se puso la camiseta y
descalza echó a andar hacia la
claraboya. La camiseta ajustada
apenas le cubrían el culo, que
asomaba por debajo de la tela a
cada paso que daba. Hugo suspiró.
Miró al cielo como pidiendo
socorro y fue tras ella.
Yo soy Rachel y tú Deckard

Alguna tardes jugaban al


ajedrez en el ordenador. Y por las
noches encontraron una diversión
que les entretenía mucho: se
contaban películas que les habían
gustado y que el otro no había visto.
Eva era especialmente habilidosa.
Narraba las películas con pelos y
señales y recitaba diálogos, aunque
las películas que Eva solía ver no
eran del tipo de las que le gustaban
a Hugo. Éste le contó Blade Runner.
Había visto la que estrenaron y
años más tarde la nueva versión con
el montaje del director, así que le
contó los dos finales.
– La novela en la que está
basada es mucho más simple, dijo
Hugo. Y los personajes no tienen la
profundidad que tienen en la
película Deckard, el blade runner, y
Roy Batty, el replicante.
El mundo que mostraba aquella
película era también un mundo
terminal, en decadencia, casi
apocalíptico, como este cementerio
en que el ambos sobrevivían.
– Sabes, Ache, me siento muy
identificada con Rachel. Puede que
yo sea una replicante que no lo
sabe, y que he llegado hasta ti para
hacerte feliz aunque me queden
apenas unos pocos años de vida.
Puede que esa sea mi misión en este
mundo de mierda que se acaba...
Hugo se quedó en silencio.
Suspiró y le cogió la mano cálida y
menuda.
– Lo que es seguro es que si tú
no hubieras aparecido mi vida sería
mucho más miserable. Me has dado
esperanza y fuerza para continuar.
Creo que tú y yo podemos
sobrevivir. Creo que tenemos que
empezar a plantearnos cómo salir
de aquí. Creo que la monja nos
estaba dando la oportunidad de
seguir vivos y nos estaba enseñando
el camino. Lo que tenemos que
hacer es averiguar qué nos quiso
decir con el plano.
– Y entre tanto tú y yo
podríamos... dijo bajando la voz
hasta convertirla en un susurro.
– Eva. Eva...
– Sí...
– Podría ser casi tu padre.
– Sin el casi, contestó Eva
riendo.
– Vale. Tú tienes dieciséis
años y yo cuarenta.
– Casi diecisiete. La semana
que viene. Y qué más da la edad.
No tenemos mucho donde elegir...
– Vaya, gracias.
– No, tonto. Quiero decir que
da igual la edad. Ya nada importa.
El mundo se ha muerto. Y los
cadáveres caminan por la calle.
Sólo a nosotros importa lo que
hagamos.
Se levantó y empezó a dar
vueltas por la habitación. Se acercó
a Hugo muy seria mientras una
lágrima empezaba a deslizarse por
su mejilla.
– Podemos ponernos a follar
encima del tejado, me puedes poner
a cuatro patas encima del depósito
de agua y metérmela por detrás
mientras anochece, que ningún
vecino protestará ni llamará a la
policía... Lo que quiero decir,
cojones, es que somos los únicos
seres vivos en esta puta ciudad y
sólo a nosotros nos importa lo que
hagamos...
– Esa es la clave. Nos importa
a nosotros. Aunque el mundo tal y
como lo conocemos haya
desaparecido hay algunas reglas
que creo que debemos mantener.
Quizás no haya nadie para juzgar lo
que hagamos. Yo no soy creyente,
pero sí creo que hay una moral que
está por encima de nosotros. Y no
me estoy refiriendo al hecho de
follar. Me refiero a todo aquello
que nos hace seres civilizados, que
nos hace ser humanos. Follar es lo
de menos. Creo que sí que importa
lo que hagamos. Creo que sólo nos
mantendremos vivos si seguimos
pensando como seres civilizados.
Imagínate que aparece por la calle
un superviviente. ¿Tú qué harías?
¿Dejarle entrar, aún a riesgo de que
los zombis supieran que estamos
aquí dentro o no abrirle la puerta
para seguir vivos mientras muere al
otro lado de la puerta? Cuando vi tu
cartel en la ventana no tuve dudas.
Decidí hacer lo posible para
ayudarte. No tuve dudas, sólo
miedo... terminó bajando la voz.
Eva se tapó la cara con
las manos y empezó a llorar
desconsoladamente. Hugo la miró
sin saber qué hacer. La imagen de
Eva desnuda a cuatro patas sobre el
depósito de agua era
extraordinariamente poderosa, pero
algo le dijo que lo que Eva quería
ahora era un abrazo y eso es lo que
hizo: la abrazó con fuerza
besándola la parte superior de la
cabeza. Aquella noche durmieron
abrazados, desnudos, acariciándose
en silencio.
La violación

Eva despierta y abre los ojos


pero no ve nada. Aún no ha
amanecido y el gimnasio del
instituyo está oscuro como una
cueva. Una mano le acaricia un
pecho por debajo de la camiseta.
Despacio, la mano recorre su
torso hasta llegar al vientre. Se
detiene un momento. Los dedos se
cuelan por debajo de la braguita.
Eva contiene la respiración. Los
dedos juguetean entre los pliegues
de su piel. Le acarician despacio
pero con tosquedad. Eva separa
las piernas. Cierra los ojos y se
deja hacer. Contiene la
respiración. La expulsa
suavemente en un ronroneante
suspiro, como una gata. La mano
se retira bruscamente para bajarle
las bragas. Eva levanta las piernas
para ayudar y la braguita se queda
colgando de su tobillo derecho.
Unas caderas
desnudas se encajan entre las
suyas. Eva abre los ojos como
platos aunque sigue sin ver nada.
Algo no le cuadra. La persona que
intenta penetrarla no es Carlos. Es
más ancho y pesado. Eva levanta
las manos y le toca la cara.
– Denis, ¡qué estás haciendo!
¡Para!
El joven pega su boca a la de
Eva y murmura jadeante: -Le he
preguntado a Carlos y no le
importa que te folle.
– ¡Pero a mí sí, déjame!
Denis sujeta las muñecas de
Eva contra la colchoneta por
encima de su cabeza y con un
brusco movimiento de cadera la
penetra. Cuando va a chillar oye
la voz de Carlos a su derecha, al
otro lado de las colchonetas.
– Eva, déjale que se divierta
un rato. Luego voy yo.
Eva deja de forcejear. Denis
empuja cada vez más rápido. Eva
siente un dolor agudo en el
vientre. Nota las lágrimas que se
deslizan por sus mejillas, resbalan
hasta los lóbulos de las orejas y
después caen sobre la colchoneta.
Con un resoplido Denis se corre y
se deja caer sobre Eva. Al cabo de
unos segundos interminables el
chico rueda hacia un lado,
resollando. Eva yace inmóvil. Ha
dejado de llorar. Un segundo
después unas manos la cogen por
la cintura y obligan a su cuerpo a
girar bruscamente de forma que
queda boca abajo. Las manos tiran
de sus caderas y las elevan hasta
ponerla a cuatro patas. Nota unas
rodillas entre las suyas,
obligándola a separar las piernas.
Es Carlos. Su mano la explora en
la oscuridad y nota cómo un pene
duro intenta abrirse camino entre
sus nalgas. Carlos empuja con
fuerza y una explosión de dolor la
atraviesa como si una barra de
acero al rojo vivo se clavara en su
interior. Cuando cree que va a
perder el conocimiento una mano
le coge del pelo y tira levantando
su cara. Denis le introduce el pene
en la boca. Nota el sabor a semen,
a suciedad y a orina. Su cuerpo
intenta vomitar, lucha para no
ahogarse.
Eva siente repulsión y
miedo. Dolor. Odio. Quiere gritar
pero no puede. Cuando terminan
Eva se derrumba sobre la
colchoneta como un muñeco.
Vomita. Se desmaya.
Casi un milagro

– Silvia, que vayas corriendo a


la consulta.
El hombre que acababa de
entrar en su casa mientras estaban
acabando de comer estaba muy
nervioso y llevaba una escopeta
colgada del hombro. Era uno de los
voluntarios del sargento en sus
incursiones más allá de la barrera
del puente.
– Qué pasa, ¿hay algún herido?
– Mejor que lo veas tú misma.
El sargento está con ellos...
– ¿Ellos?
– Si. Ellos, contestó.
– Mamá, cuida al niño, que
ahora vuelvo.
El pequeño Hugo estaba en el
salón jugando con un trenecito de
madera. La perra, tumbada en el
sofá, roncaba ruidosamente.
Salió de la casa y siguió a aquel
hombre hasta el consultorio. Fuera,
al lado de la puerta, estaba el
sargento fumándose nervioso un
pitillo.
– Qué pasa sargento.
El guardia civil arrojó el
cigarrillo al suelo y lo pisó con la
bota.
– Hemos encontrado dos niños
en una aldea a veinte kilómetros de
aquí. Están en un estado lamentable.
No sé cómo han podido sobrevivir
solos todo este tiempo. Están muy
asustados y no hablan.
Silvia entró en la consulta y vio
a dos niños. Un niño y una niña. La
ropa estaba muy sucia, cubierta de
manchas. El pelo enmarañado y
pegado a la cara. Estaban
acurrucados en una esquina,
temblando como hojas. Silvia se
acercó a ellos y les sonrió.
– Hola, me llamo Silvia, dijo
sonriendo. ¿Cómo os llamáis?
Se agachó en cuclillas y acercó
la mano.
– No os preocupéis, que vamos
a cuidaros.
– Nos costó un triunfo
reducirlos y meterlos en el coche.
No dejaban de llorar y pegar
patadas. Estaban aterrorizados, dijo
el sargento desde la puerta.
– Encienda el calefactor. Voy a
tener que desvestirles para
examinarlos y hace frío.
Silvia tuvo que utilizar todas
sus armas de seducción infantil para
convencer a los niños que se
dejaran examinar. No había forma
de que se separaran. El niño
agarraba firmemente la mano de la
niña y no quería soltarla, así que
tuvo que desvestirles como pudo.
Les auscultó minuciosamente, les
tomó la temperatura. Les miró la
garganta y los oídos. Les palpó el
abdomen. Les pesó. Silvia les
hablaba suavemente mientras les
exploraba. Los niños permanecían
mudos, con los ojos muy abiertos.
El sargento observaba apoyado en
el marco de la puerta.
– Bueno, Silvia. ¿Cómo están?
– Parece que no están
demasiado desnutridos y no parecen
estar enfermos. Es un milagro que
hayan sobrevivido todos estos días
solos. El niño debe de tener cinco o
seis años. La niña un año menos.
– Silvia, ¿te importaría hacerte
cargo de ellos? Parece que se te
dan bien los niños. Por lo menos
mientras se recuperan. Luego ya
pensaremos algo. No te preocupes
por los alimentos: me aseguraré que
no os falte comida extra.
– Si, no se preocupe, sargento.
Me los llevo a casa. Quizás la
compañía de mi hijo les beneficie
de alguna manera. Quizás logremos
que nos cuenten algo. Ayúdeme a
llevarles a mi casa. Tienen que
comer algo.
Media hora más tarde los niños
comían vorazmente. Sopa de fideos
y una tortilla francesa con algo de
jamón cocido.
Después Silvia y su madre les
bañaron y les pusieron ropa limpia.
El pequeño Hugo se acercó
mientras comían con su elefante de
trapo bajo el brazo. La niña miró
fijamente el muñeco y extendió la
mano, como pidiéndoselo. Hugo
alargó el elefante de trapo y se lo
dejó. La niña lo cogió y se lo llevó
al pecho, abrazándolo con fuerza.
– ¿Cómo se llama? preguntó de
repente.
Silvia sonrió.
– Se llama Trompi.
– Trompi, yo te cuidaré.
En ese momento el hijo de
Silvia empezó a llorar.
– Cariño, no te preocupes, que
no te lo va a quitar, dijo
consolándole.
– ¿Cómo te llamas, cielo?
– Me llamo María, y mi
hermano Manu.
– ¿Cuántos años tenéis?.
– Yo cinco y Manu seis, pero
no habla.
– ¿Tiene miedo?
– Si. Mis papás se fueron.
– ¿Se fueron?
– Si, cuando llegaron los
monstruos. Nos metieron en el bar y
cerraron la puerta. Ellos se
quedaron fuera, pero no volvieron.
– ¿Cuándo fue eso?
– No sé. Hace mucho,
¿volverán mis papás?
– No lo se, cariño.
– ¿Vendrán los monstruos?
– No. Aquí estáis seguros. No
hay monstruos. Yo os cuidaré.
Manu miraba en silencio. Silvia
le acarició la cabeza.
– Hola Manu. No tengas miedo.
Aquí estás bien. Estaréis bien.
El niño no contestó. Cerró los
ojos y dejó escapar una lágrima.
Silvia le abrazó.
– Yo os cuidaré.
Sin conexión

La brisa del final del verano


agitaba los cabellos de Eva que,
sentada sobre la plataforma
metálica, miraba pensativa el
horizonte de tejas y chimeneas de
una ciudad congelada como en una
fotografía. Observó cómo aquel
hombre alto y desgarbado con
barba que le había salvado la vida
comprobaba el nivel del depósito
de agua. Algunas nubes altas se
teñían de azul y rosa con los
últimos rayos del sol que ya se
había ocultado tras los edificios.
Abajo, en la calle, algunos zombis
permanecían inmóviles como
maniquíes grotescos, vestidos con
ropas ajadas o semidesnudos. Otros
deambulaban calle arriba para
volver de nuevo sobre sus pasos
cuando llegaban a la Plaza del Dos
de Mayo. Allí la concentración de
muertos andantes era mayor. Un
grupo caminaba día y noche
alrededor de la verja que rodeaba
el monumento a los Héroes. Si
seguían así durante años acabarían
por crear un surco en el suelo,
pensaba Eva. Debían de sentir
algún interés por las dos estatuas
de piedra blanca que enarbolaban
sus espadas bajo el arco de
ladrillo, protegidas por una verja
de los botellones que se
organizaban los fines de semana en
la plaza cuando la vida era
"normal". Eva era asidua de esos
botellones y en algunas noches de
exceso de bebida o de porros sus
amigos habían saltado esa verja
para colocar una botella en la punta
de la espada que los Héroes del
Dos de Mayo levantaban hacia el
cielo.
– Vale, dijo Hugo. Súbete
encima del depósito. Es el punto
más alto donde podemos estar.
Eva se levantó y caminó por la
plataforma hasta el depósito. Hugo
la cogió por la cintura y la levantó
hasta la cubierta de la cisterna. Una
vez encima Eva conectó el
bluetooth de su móvil y lo levantó
por encima de su cabeza. Se
suponía que si establecía conexión
con algún otro móvil su blackberry
emitiría un pitido.
– Pareces la Estatua de la
Libertad, susurró.
– Nada. Déjame tu iPhone.
Después de unos segundos, negó
con la cabeza.
– Tampoco. Podemos intentarlo
después. Se supone que en una
ciudad "apagada" la pocas señales
que hubieran llegarían más lejos.
No hay interferencias, ni señales
wifi o inalámbricas o de radio. No
hay electricidad y las televisiones
no funcionan. Así que si hay algún
móvil con el bluetooth encendido en
las cercanías deberíamos captarlo.
Si hay alguien vivo y se le
ocurre encender el móvil y conectar
el bluetooth..., pensó Hugo.
– Bueno. Hagamos esto todas
las tardes a la misma hora. Quizás
tengamos suerte algún día, dijo sin
mucha convicción.
– No, lo mejor es que dejemos
aquí un móvil encendido
continuamente y subamos a
comprobarlo un par de veces al día,
dijo Eva. El tuyo es más potente.
Hugo se resistió. Tenía la
esperanza de recibir una llamada de
su mujer en cualquier momento,
aunque sabía que era improbable.
Finamente, aceptó. Si Silvia le
llamaba quedaría registrada la
llamada.
– Vale, pero suponiendo que
haya algún móvil conectado cerca,
¿cómo estableceremos contacto? Se
supone que el otro móvil también
debería tener activado el bluetooth,
¿no?, preguntó Hugo.
– Si yo estuviera refugiada por
la zona encendería el móvil de vez
en cuando con el bluetooth
activado.
– A mí no se me ocurrió. Bien,
supongamos que captamos un
móvil, si es que alguien está vivo,
tiene batería y se le ocurre conectar
el bluetooth ¿Cómo se supone que
nos comunicaremos con la persona
que lo tenga? Yo no sé ni cómo se
mandan fotos por bluetooth, menos
aún mensajes.
Eva se quedó pensando un rato.
Cogió el móvil de Hugo y buscó
entre la aplicaciones. Sonrió.
– Mira, tienes una aplicación
que se llama iFile. Esto no viene de
serie...
Hugo miró por encima del
hombro de Eva.
– Ah, sí. Me la instaló
Gonzalo, un amigo con el que
trabajé como voluntario en esta
oficina. Nunca la he usado.
– Pues se supone que esta
aplicación sirve para enviar
archivos. Escribes una nota, la
guardas y desde iFile la mandas a
otro móvil que tenga el bluetooth
activado y la aplicación instalada,
dijo Eva.
– O sea, que es más fácil que
nos toque el gordo de Navidad, dijo
con una cierta decepción.
– Ya, pero hay que intentarlo.
Si no juegas, no te toca, dijo Eva.
– Vale. Dejaremos mi móvil,
pero lo envolveré en una bolsa de
plástico. No quiero que caiga un
chaparrón y se me estropee. Dentro
está todo lo que me queda de mi
familia, dijo clavándole la mirada.
Un rato después bajaban a la
oficina después de dejar el móvil
protegido y con el bluetooth
activado y una remota esperanza de
que la idea tuviera éxito.
Feliz cumpleaños

Aquella mañana Hugo se


despertó pronto. Apenas estaba
amaneciendo. En silencio salió de
la cama sin despertar a Eva que
dormía cubierta completamente por
las mantas. Se dirigió a la pequeña
cocina y sacó los ingredientes:
galletas, mermelada y un buen trozo
de queso. Desmenuzó el queso y le
añadió bastante azúcar para borrar
el sabor de la sal que habían usado
para elaborarlo. Añadió un chorrito
de leche y batió la mezcla con un
tenedor hasta que la mezcla quedó
cremosa. Rompió las galletas en
otro plato y las deshizo con un poco
de leche hasta formar una pasta
marrón. Vertió en una lata de
conservas limpia una buena
cantidad de mermelada para formar
una capa. Después vertió la mezcla
de queso y azúcar. Finalmente
añadió una capa de la pasta de
galletas. Apretó para prensar y
metió la lata en la cacerola con un
poco de agua que había puesto a
hervir. Dejó la lata media hora al
baño maría, la sacó y después la
metió en la nevera.
Limpió los restos que
habían quedado en la encimera y
preparó el desayuno. Fue a
despertar a Eva. Pasaron la mañana
casi sin hablarse. Eva leía. Hugo
trasteaba con el ordenador.
Después de comer Hugo miró a Eva
y le preguntó que por qué estaba tan
silenciosa.
– Llevas todo el día como un
alma en pena. Pareces triste.
– Bueno. No pasa nada. Es que
hoy es mi cumpleaños. Me estaba
acordando de mi familia... No sé.
Tengo una sensación rara.
Hugo sonrió y se levantó.
– Espera un segundo, ahora
vuelvo, dijo.
Un momento después volvió de
la cocina. Llevaba un plato con una
lata encima como si fuera un
camarero llevando algún manjar en
una bandeja. En la otra mano
llevaba un par de cucharillas de
café. Dejó el plato con la lata
encima de la mesa y puso una
cucharilla frente a Eva. Con las dos
manos empezó a levantar la lata
despacio, agitándola levemente,
hasta que se oyó un leve sonido de
succión. Levantó la lata y debajo
apareció una tarta.
– ¡Sorpresa!. Pensabas que no
me acordaba de tu cumpleaños...
Felicidades, Eva. Es una tarta de
queso con mermelada...
La jovencita esbozó una gran
sonrisa, que se truncó en un gesto
de tristeza.
– Gracias de verdad por
acordarte, dijo mientras una lágrima
se deslizaba por su mejilla.
Hugo rodeó la mesa y se agachó
junto a Eva, que permanecía
sentada. La rodeó con los brazos y
la besó en la frente.
– Felicidades, de verdad.
– Bueno, vale ya de lágrimas,
vamos a comernos la tarta, dijo
limpiándose la mejilla con la mano.
Es la primera vez que un chico me
hace una tarta, dijo mientras
clavaba la cucharilla y cortaba un
trocito de pastel.
– Hum-mm. Buenísima. Cómo
la has hecho sin horno...
– Al baño maría. Siempre se
me dio bien la cocina y sé
improvisar.
Pasaron el resto del día como si
fueran una pareja de novios que
acababan de empezar una relación:
sonriéndose con timidez,
abrazándose a la menor excusa,
ofreciendo el uno al otro unas
galletas o un vaso de leche con
colacao...
La respuesta está en el plano

Eva había recuperado peso. Sus


mejillas se estaban redondeando y
ya no tenía esa mirada asustada con
la que llegó a la oficina, aunque de
vez en cuando se sumía en el
silencio y se quedaba absorta en sus
pensamientos con un velo de
tristeza en la mirada. Después,
sacudía la cabeza, cerraba los ojos
con fuerza y volvía a sonreír. Hugo
respetaba aquellos silencios porque
a él también le pasaba lo mismo. Le
venían a la mente imágenes de su
mujer y su hijo. A veces sonreía
sin darse cuenta y Eva le
preguntaba por qué ponía cara de
tonto. “Nada, estaba pensando en
mi hijo”, o “estaba pensando en mi
mujer”, contestaba.
Por las noches subían
al tejado para comprobar el iPhone
sin resultado. Cada tres o cuatro
días lo recargaban y lo volvían a
dejar envuelto en una bolsa de
plástico encima del depósito de
agua, cuyo nivel iba descendiendo
implacablemente. Desde la
tormenta veraniega no había vuelto
a llover. Habían establecido un
racionamiento estricto. Eva le
retocaba la barba de vez en cuando
y le cortaba el pelo con las tijeras.
Se duchaban una vez por semana
con el mínimo agua posible y
reutilizaban el agua con la que
hervían los macarrones para cocer,
al día siguiente, las legumbres o el
arroz.
Una tarde encendieron
el radiador de la sala de reuniones.
El otoño entraba rápido y por las
noches la temperatura bajaba
considerablemente. Aquel edificio
de gruesas paredes de piedra
aislaba muy bien del calor en
verano pero según iba avanzando el
otoño se enfriaba cada vez más y
por las mañanas, cuando salían de
la cama, el suelo estaba helado.
Algunos atardeceres, en el tejado,
les sorprendía un viento frío que
llegaba del norte. La ausencia de
actividad humana, de automóviles,
de autobuses, había dejado como
resultado una atmósfera cristalina
que era atravesada sin dificultad
por el aire seco y frío que llegaba
desde la sierra madrileña. Les
extrañaba la ausencia de pájaros en
el cielo o en los tejados.
– Las aves saben que esta
ciudad está muerta y se han
marchado, había sentenciado Eva.
Mientras Hugo cerraba las
contraventanas antes de encender la
lámpara de mesa que había
colocado en el suelo para evitar al
máximo el riesgo de que la luz se
viera desde el exterior, Eva cogió
el tubo de cartón abandonado en
una estantería. Quitó la tapa, metió
los dedos y sacó el mapa. Lo
desplegó sobre la mesa
estudiándolo en silencio.
– Ache. yo creo que la monja te
enseñó el camino de salida y
deberíamos hacerla caso.
– Ya lo hemos discutido
muchas veces, Eva. No tenemos
forma de bajar al pozo. No sé si te
has fijado en lo profundo que es...
Y aunque pudiéramos bajar
imagínate que el pozo está cegado y
no lleva a ningún sitio. Una vez
abajo cómo subimos.
– Podíamos intentar fabricar
una cuerda con ropa y mantas.
– No me parece una buena
idea, Eva.
– Pues dentro de pocas
semanas no tendremos agua y te
aseguro que comer macarrones
crudos o lentejas machacadas no es
una perspectiva agradable, te lo
digo por experiencia. Tarde o
temprano tendremos que intentarlo.
Hugo quedó en silencio,
mirándose las uñas.
Eva metió de nuevo el plano en
el tubo. Cuando lo iba a dejar en la
estantería se fijó en un callejero. Lo
cogió y lo abrió por el centro,
donde había un mapa desplegable
de Madrid. Acercó el callejero a la
mesa y extendió el mapa. Sacó de
nuevo el plano del tubo y lo
desenrolló al lado. Durante unos
segundos comparó uno con otro.
Sonrió.
– Tú controlas programas de
edición de imagen, verdad...
– Si, en el ordenador hay unos
cuantos instalados.
– Mira, fíjate, dijo señalando
con un dedo. Son muy parecidos.
– Ya veo.
– Se me está ocurriendo una
cosa. Crees que podrías escanear el
mapa del callejero y el plano y
superponerlos en una sola imagen...
– Sí, claro, pero no entiendo
para qué...
– Mira. Lo que se me ha
ocurrido es que si superponemos
los dos mapas quizás podremos ver
el recorrido exacto de los viajes
del agua y saber si algún tramo
llega hasta aquí, hasta este
edificio...
Hugo se quedó pensando unos
segundos.
– Me parece una idea
magnífica, aunque no sé de qué nos
serviría.
– Bueno, quizás nos de una
pista que nos confirme que la monja
quería decirnos que podemos
escapar por el pozo...
Hugo asintió. Arrancó el plano
desplegable del callejero y cogió el
plano de la monja y se dirigió al
despacho en el que estaba la
impresora escáner. Encendió el
ordenador y se sentó frente a la
pantalla, con Eva a su lado.
Escaneó el plano del callejero y
guardó la imagen resultante en un
archivo. Luego escaneó el plano de
Ribera. Abrió un programa de
edición de imágenes y trabajó
durante un buen rato hasta lograr
superponer una imagen a la otra. Se
asombraron de que coincidieran las
calles e incluso muchas manzanas
de casas.
– Esta parte de Madrid no ha
cambiado mucho en los últimos
siglos. El trazado de las calles debe
de seguir siendo el mismo, dijo
Hugo.
Imprimieron el resultado en un
folio y volvieron a la sala de
reuniones. Durante un rato
estuvieron observando el resultado
de su trabajo. Era evidente que las
líneas representaban conducciones
de agua o tuberías y que una de
aquellas líneas empezaba o
terminaba en una manzana que
parecía coincidir con el edificio en
el que estaban refugiados. La línea
atravesaba la calle San Bernardo y
luego se unía a otra línea que iba de
norte a sur siguiendo una calle
paralela a San Bernardo, que
parecía coincidir con la calle
Amaniel, ramificándose hacia el sur
en un montón de líneas que
conectaban la línea principal con
otros edificios y que finalmente
desaparecía a la altura de lo que
debía ser el Palacio Real. La línea
que se dirigía hacia el norte apenas
tenía ramificaciones y parecía
factible llegar, a través de ella, al
casco antiguo de Madrid o al norte
de la ciudad hasta finalizar, según
el mapa que habían elaborado, en
una zona que coincidía con la
Dehesa de la Villa, una zona
arbolada.
Discutieron durante
mucho tiempo cómo bajar al pozo
de forma que si no podían continuar
pudieran regresa de nuevo a la
superficie.
Aquella noche en su
catre Hugo analizó todas las
posibilidades que se le pasaron por
la cabeza. La perspectiva de morir
de sed en las profundidades de un
pozo era casi menos apetecible que
morir devorado por una monja
zombi. De golpe, se le encendió una
luz. Sí. "Ya está", pensó. Dudó
durante un momento entre despertar
a Eva, que roncaba suavemente en
el sofá y contárselo o esperar al día
siguiente. Con una sonrisa, decidió
contárselo durante el desayuno.
Haciendo alpinismo

Gonzalo se apoyó en la
barandilla de la terraza. Desde el
piso duodécimo del enorme edificio
de apartamentos donde vivía tenía
una excelente panorámica del Paseo
de la Castellana y del Santiago
Bernabéu, un cementerio bañado
por la luz crepuscular del otoño
madrileño. Los supervivientes
habían levantado, durante los
primeros días de la llegada de los
zombis, barricadas, ahora rotas, que
iban desde las torres del estadio
hasta los edificios de las esquinas,
cerrando las calles Concha Espina
y Rafael Salgado. Otras barricadas
cerraban las bocacalles de Doctor
Fleming y Padre Damián. En los
primeros días Gonzalo había hecho
señales con una sábana desde la
terraza a las las figuras que veía
vigilar la ancha avenida desde las
torres del Bernabéu, pero no obtuvo
respuesta. Entre su edificio y las
barricadas del Bernabéu miles de
muertos vivientes andaban
lentamente de un lado a otro o
permanecían paralizados hasta que
algo les sacaba de su estupor y
como un ejército se ponían en
marcha hacia algún punto concreto.
A lo largo de los días se habían
concentrado decenas de miles de
zombis alrededor del campo de
fútbol. Cada vez más inquietos los
muertos vivientes buscaban una
fisura en las defensas. Gonzalo
asistía desde su terraza a la
evolución de los acontecimientos.
Al principio estaba seguro de que
los resistentes aguantarían aquella
marea que les rodeaba pero según
iban pasando los días y los
sitiadores aumentaban de número se
daba cuenta de que aquel bastión
acabaría por caer.
Los resistentes, que
debían de ser bastante numerosos y
contaban con armas de fuego,
reforzaban cada vez más las
defensas en las esquinas del
estadio. Habían arrancado asientos
de las gradas y planchas metálicas
que reforzaban constantemente. De
vez en cuando desde las dos torres
que daban al Paseo de la Castellana
disparaban contra la masa de
muertos vivientes derribando a
aquellos que descollaban entre la
multitud que se agolpaba contra las
barreras y amenazaban con
sobrepasarlas, pero era como
intentar vaciar el agua del mar que
la marea empujaba contra un
castillo de arena. Al momento
siguiente otro zombi ocupaba el
espacio dejado por el caído.
Gonzalo había tenido la esperanza
de que aguantaran lo suficiente
como para que algún día, quizás,
llegaran refuerzos. Sabía, aunque no
quería reconocerlo, que aquella
batalla estaba perdida.
Una mañana, tres
semanas antes, había despertado
por el sonido de disparos y gritos.
Se lanzó a la terraza para ver cómo
la fortaleza caía. Centenares, miles
de zombis, estaban acometiendo
contra una de las barricadas y
subiendo unos encima de otros,
como una ola de cuerpos empujada
por una marea, la estaban
sobrepasando. Gonzalo fue testigo
de la caída del único punto seguro
de la ciudad. Los disparos acabaron
pronto. Como un torrente imparable
miles de muertos vivientes
anegaron el estadio y acabaron con
los desdichados ciudadanos que se
habían refugiado allí. Después el
silencio se apoderó de la ciudad.
Gonzalo cerró la terraza y se sentó
en el sofá mirando la pared durante
horas sabiendo que el próximo en
morir sería él. No tenía ya dónde ir.
Ahora, tres semanas
después acababa de comer su
última lata de atún. Rebañó con el
dedo las migajas pegadas en el
interior de la lata y chupó con la
lengua las gotas de aceite que
quedaban en el fondo. Encendió su
último cigarrillo, que había
reservado para ese momento,
mientras oía el rugido de sus tripas.
Llevaba días dando vueltas
obsesivamente a las escasas
opciones que tenía para prolongar
su vida. Y el retraso en decidirse a
llevar a cabo esas opciones le
estaba llevando a la inanición, así
que tenía que actuar. La primera
opción era aventurarse en otras
plantas del edificio para buscar
comida. La segunda opción, que iba
cobrando fuerza conforme la
desesperación le embargaba, era
rendirse y acabar con todo: podía
salir al balcón y arrojarse al vacío
o pegarse un tiro en la cabeza. Sin
embargo no se rendiría hasta que
las circunstancias le obligaran.
Debía vencer su temor y
aventurarse a recorrer otras plantas
del edificio.
Retrasaba su puesta en
práctica porque aún oía ruidos
procedentes de los apartamentos
superiores e inferiores. A lo largo
de estos dos meses había
sobrevivido con los alimentos y el
agua de las cisternas que había
podido recuperar en los
apartamentos de su planta, limpia
de muertos andantes. Había tenido
que arrojar varios cadáveres por
las terrazas: a su vecina del
apartamento de la derecha, una
prostituta de lujo, la encontró
descompuesta en la cama agarrada
aún a un bote de tranquilizantes.
Otro vecino se había volado la
cabeza con una pistola que ahora
Gonzalo llevaba siempre en el
bolsillo trasero de los vaqueros. En
el registro de ese piso encontró una
caja de balas y un surtido mueble-
bar con todo tipo de bebidas
alcohólicas que aún no se había
decidido a probar. Quizás esta
noche se diera un homenaje con
algún whisky de lujo. El resto de
apartamentos estaba vacío cuanto
empezó todo esto. Sus inquilinos se
habían marchado al comenzar el
verano cuando muchos contratos de
alquiler finalizaban, o se habían
largado cuando todavía era posible.
Probablemente abajo, en la calle,
alguno de ellos estuviera rondando
el edificio convertido en un muerto
vivientes.
La puerta metálica que
daba a la escalera le garantizaba un
sueño tranquilo después de instalar
un cerrojo de pasador que impedía
que los muertos se colaran en su
planta. La falta de electricidad
resolvió el problema de los
sobresaltos que le producía el
trepidar del ascensor, que en los
primeros días no paraba de subir y
bajar con algún muerto viviente
atrapado dentro que había acertado
a apretar los botones de algunos
pisos. Desde entonces, sólo oía
golpes rítmicos en el ascensor,
parado en algún piso por debajo del
suyo. Ya se había acostumbrado a
esos golpes y no prestaba
demasiada atención.
Si se decidía a
explorar el piso inferior debía de
prepararse concienzudamente para
evitar algún susto. Abrir la puerta
que daba a la escalera le parecía
arriesgado porque al salir tendría
que dejarla abierta hasta su regreso
y podría colarse algún muerto
viviente en su planta. La otra
opción era descolgarse desde su
terraza a la del piso inferior. Era un
alpinista experto desde hacía
muchos años. Había hecho la mili
en la Brigada de Alta Montaña de
Jaca. Allí se había aficionado a la
escalada y la travesía. Recordó con
una sonrisa cómo había maldecido
su suerte el día en que le
comunicaron que tenía que ir al
Pirineo. Una vez allí descubrió todo
un mundo y la gran afición de su
vida. Ahora aquel azar surgido de
un bombo cuando la mili era
obligatoria iba a ser el factor que le
salvara la vida.
Contaba con el equipo
necesario: entre otras cosas, un
descensor Petzl, cuerdas de 9 y 12
mm, pies de gato Scarpa y un par de
piolets Summit de aluminio. Para
subir tenía bloqueadores jumar y
escalas de aluminio. Aguardaría
hasta el amanecer para iniciar el
asalto a su propia supervivencia.
Después de una noche
en blanco acuciado por el hambre y
el mono de tabaco Gonzalo se
preparó. Salió a la terraza y miró
hacia el Bernabéu. Una leve
columna de humo se elevaba hacia
un cielo despejado desde más allá
del campo de fútbol. El silencio era
sobrecogedor.
Se sujetó la mochila en la
espalda. Fijó con un mosquetón un
bidón de agua de cinco litros vacío
al cinturón. Se sujetó la pequeña
linterna de diodos de espeleología
en la frente. Se colgó la pistola del
cuello con el cordón de una bota y
sujetó el segundo piolet en la
mochila.
Después de varios
lanzamientos logró fijar el piolet, al
que había enganchado las cuerdas,
en la barandilla de la terraza del
piso superior. Enganchó los jumar y
las escalas en la cuerda, se subió a
la barandilla e inició el ascenso.
Eran apenas cuatro metros de
subida. Cuando llegó a la terraza se
aferró a la barandilla y nada más
asomar la cabeza un zombi se le
echó encima con tanto ímpetu que
se precipitó al vacío. Gonzalo soltó
la barandilla y cayó un metro, hasta
que la cuerda le detuvo con un tirón
y quedó colgado dando vuelta como
una peonza. Cuando consiguió
estabilizarse inició el descenso
rápidamente al oír gemidos furiosos
de al menos otros dos zombis en el
apartamento. Abajo su atacante
quedó reventado como un saco
lleno de vísceras y sangre,
esparciendo su contenido en varios
metros a la redonda. Una vez en su
apartamento tardó varias horas en
decidirse a intentarlo de nuevo,
pero esta vez bajaría al piso
inferior. El piolet que había
enganchado en la terraza de arriba
era irrecuperable, porque no
pensaba intentar ascender de nuevo
para desengancharlo. Permanecería
sujeto a la barandilla de la terraza
durante los próximos siglos.
Ató la cuerda a la
barandilla de aluminio de la
terraza, pasó una pierna por encima,
luego la otra y empezó a descender
hacia la terraza del piso inferior. En
cuanto apoyó los dos pies en la
barandilla saltó dentro de la terraza
sin hacer ruido. Miró a través del
cristal.
– Nadie. Bien, suspiró.
Forzó la puerta corredera con el
piolet y entró en el salón del
apartamento. Era como el suyo. Un
salón, dos dormitorios, una pequeña
cocina y un cuarto de baño.
Recorrió la estancia con una mirada
casi profesional. Muebles de Ikea,
un enorme televisor de plasma y
unos pocos libros en una estantería.
Dejó la mochila en medio de la
habitación. No había podido leer ni
una página desde hacía semanas, así
que se desentendió de los libros.
Entró en el cuarto de baño.
Encendió la linterna de la frente y
levantó la tapa de la cisterna. Llena.
Soltó el rácor de la cisterna y lo
introdujo en el bidón de plástico
para llenarlo. En el armario sobre
el lavabo encontró un paquete de
toallitas higiénicas y un frasco de
gel de baño. Recogió varias cajas
de medicamentos sin pararse a
mirar para qué eran y descartó un
paquete de preservativos sin abrir.
– No creo que tenga la
oportunidad de usarlos, murmuró.
La cocina le deparó más
alegrías. En la encimera había un
jamón sin empezar. Al verlo casi
grita de alegría. En los armarios
había latas de atún, paquetes de
legumbres, latas de fabada y sobres
de sopa instantánea además de un
paquete de galletas y varios
paquetes de pasta. Descartó las
legumbres y los paquetes de
macarrones. Ya no tenía cómo
cocinar desde que se le agotó la
bombona del camping gas. Llenó la
mochila con el resto de los
alimentos. Metió un paquete de
azúcar y otro de café soluble en la
mochila. La pezuña negra del jamón
asomaba por la parte superior del
macuto. La nevera soltó una
vaharada de gases de
descomposición cuando la abrió.
Ya se había acostumbrado después
de registrar todas las neveras de los
apartamentos de su planta. Había un
paquete de leche abierto que se
había convertido en yogur o algo
peor, varios envases al vacío de
embutidos que aún estaban
comestibles y un cartón de
marlboro sin abrir.
"Parece que hoy es mi día de
suerte", pensó, dándole las gracias
al fumador desconocido.
En el armario del dormitorio
principal encontró sábanas. Dobló
con cuidado un juego y lo metió
también en la mochila junto con
algunas camisetas y ropa interior
que encontró en un cajón. Se acercó
silenciosamente a la puerta de
entrada con el piolet en la mano y
pegó el ojo a la mirilla. El pasillo
estaba muy oscuro, pero no
percibió movimiento. Abrió la
puerta y salió del apartamento.
Encendió la linterna de la frente. La
luz devolvió el reflejo de unos ojos
muertos que le miraban fijamente a
metro y medio de distancia. El
corazón casi le estalla del susto.
Gonzalo retrocedió a toda
velocidad pero una mano, como una
garra, intentó aferrarse a su manga.
Se lanzó hacia la entrada del
apartamento y cerró de golpe la
puerta. Apoyado contra la madera
notó los golpes de la criatura,
furiosos y sincopados. Por la
mirilla vio cómo el monstruo
golpeaba con el cráneo contra la
puerta. Ese gemido, Dios. Era lo
peor. Echó el cerrojo y se dejó caer
al suelo casi sin respiración. Se
acordó de la pistola cuando notó su
peso contra su barriga. El sonido de
un disparo en aquella ciudad
silenciosa sería la señal para que
miles de zombis invadieran el
edificio, así que no la usaría a
menos que su vida dependiera de
ello.
"Tranquilo. Tengo tiempo para
recoger mis cosas y largarme. No
puede entrar", se dijo. Aseguró el
piolet en la mochila, la cargó en su
espalda y se dirigió a la terraza.
Soltó el descensor y colocó en la
cuerda los jumar con las dos
escalas para iniciar el ascenso. Le
temblaban las manos y las rodillas
y tuvo miedo de no tener fuerza
para subir. Cuando llegó a su
terraza se dejó caer en el suelo.
Estaba empapado en sudor y el
corazón le retumbaba en el pecho.
Se levantó de golpe y apoyado en la
barandilla vomitó un chorro de
líquido. Inclinado en la terraza, su
estómago pugnaba por expulsar
algo, pero no había nada más que
líquido ácido en su interior.
Después de diez minutos se sintió
en condiciones para incorporarse.
Entró en su casa y cerró la puerta
de la terraza. Vació la mochila y
guardó los alimentos en los
armarios de la cocina. Quitó las
sábanas de la cama, abrió la
ventana y las arrojó al vacío. Dio la
vuelta al colchón y puso sábanas
limpias. Se desnudó y se limpió el
cuerpo con las toallitas higiénicas.
Echó un poco de agua en el lavabo
del baño y se lavó la cabeza con el
gel. Se miró en el espejo. La escasa
luz que entraba en el baño sin
ventana le devolvió la mirada de un
hombre demacrado. Las mejillas
hundidas bajo una barba mal
cortada y unas profundas ojeras
delataban su agotamiento físico y
mental. Del piso de abajo llegaba el
retumbar rítmico de los golpes del
zombi contra la puerta. Gonzalo
rondaba los cuarenta años pero el
espejo mostraba a un hombre al
borde de la derrota.
Abrió el cartón de tabaco, sacó
un paquete, lo abrió, se sentó en el
sofá y encendió un cigarrillo.
Después, otro. Y otro. Una hora
más tarde, con el estómago lleno, se
sentía mucho mejor. Los golpes del
piso de abajo no paraban pero el
zombi acabaría por aburrirse y se
volvería a quedar inmóvil en el
pasillo esperando quién sabe qué.
Gonzalo, a lo largo de estos tres
meses, había tenido mucho tiempo
para observar el comportamiento de
esos seres desde su terraza. Si no
había nada que les llamara la
atención entraban en una especie de
letargo que podía prolongarse
durante días.
Encendió el móvil y volvió a
leer por enésima vez el sms que
Hugo le había mandado hace ya
casi tres meses. Fue el último
mensaje que había recibido.
<voy a buskr rfugio en la ofi d
la AMH.hay placas solares agua y
comida.intnta llegar como sea.H>
No sabía si lo habría logrado.
Vivía muy cerca de aquella oficina
y en aquellos días todavía era
posible salir a la calle con cierta
garantía de durar al menos cinco
minutos vivo. Ahora era imposible
a menos que condujera una tanqueta
y él no tenía ninguna disponible.
Recordó con un escalofrío su
intento de llegar a casa de su amigo
en los primeros días de la crisis.
Apenas pudo avanzar unos metros
tras salir del garaje con la moto.
Unos soldados le detuvieron en la
plaza de Lima cuando se disponía a
lanzarse por La Castellana en
dirección a la casa de su amigo. A
punta de subfusil le pidieron la
documentación y le hicieron
ponerse de rodillas con los brazos
cruzados sobre la cabeza. Les logró
convencer de que vivía apenas a un
centenar de metros y le dejaron
volver a casa empujando la moto.
– Como vuelvas a intentar
pasar por aquí te volamos la
cabeza, le dijo un soldado
sonriendo con cara de sádico. Es
delito hacerse pasar por militar.
Vete antes de que te quitemos la
moto.
Una vez en casa intentó
comunicarse con Hugo pero fue
imposible.
La posibilidad de disponer de
agua, comida y luz le parecía una
quimera después de tantas semanas
luchando por sobrevivir con apenas
las migajas que había ido
recogiendo en los pisos de sus
vecinos. Imaginaba mil maneras de
llegar hasta allí cada noche cuando
se metía en la cama para intentar
dormir. Había descartado la
posibilidad de bajar al garaje
subterráneo del edificio
simplemente porque, aunque lograra
arrancar un coche el portón
metálico del garaje no se abriría y
Dios sabe qué le aguardaría en ese
oscuro sótano. La moto no era una
opción: las calles estaban plagadas
por millones de criaturas que
tendría que ir sorteando o
atropellando y así no llegaría muy
lejos. Otra posibilidad era a través
de los túneles del metro, pero se le
erizaba la piel sólo de pensarlo.
Recordaba que los accesos fueron
cerrados cuando empezó la crisis,
así que las galerías deberían estar
relativamente limpias. Había un
acceso muy cerca, la entrada a la
parada de Santiago Bernabéu que
estaba en la base del edificio Torre
Europa. Esa estación tenía unas
torres de ventilación en forma de
cúpula formada por gajos de
hormigón separados que se unían en
la cúpula, que estaba rematada por
una claraboya de plástico
translúcido. Rompiendo la
claraboya podría descender hasta
los túneles del metro con bastante
facilidad y además los zombis no le
podrían seguir porque no serían
capaces de trepar los dos metros de
altura que medían las torres de
ventilación.
Gonzalo sabía que la única
forma de llegar hasta la oficina de
la Asociación era entrando en el
metro por una de esas claraboyas.
Salió a la terraza. Apenas veía
las torres. Sólo la parte superior
con sus claraboyas traslúcidas.
Éstas estaban en un plano más bajo
que la calle General Perón. Tendría
que llegar corriendo y bajar un
tramo de escaleras para llegar a las
torres, justo en la esquina con La
Castellana. Al rededor de estas
estructuras habían instalado la
terraza de una cafetería donde a
veces se tomaba un café después de
salir del gimnasio.
Pasó varias horas recopilando
fuerzas y ánimo para intentarlo.
Llegó a la conclusión de que no le
quedaba más remedio que
intentarlo. Si no lo intentaba
acabaría tan muerto como sus
vecinos.
Familia numerosa

– María y Manu... repitió el


sargento. ¿Y el apellido?
– No se lo he preguntado, la
verdad. No me parece importante.
– Ya. Bueno. ¿Dónde están?,
preguntó mientras se sentaba en la
silla y dejaba la gorra sobre la
mesa.
– Arriba. Les hemos preparado
una habitación. Mi madre está con
ellos ahora, contándoles algún
cuento. Están agotados, así que no
creo que tarden en quedarse
dormidos.
– Qué has averiguado.
– Poco. Que sus padres
lograron salvarles la vida
encerrándoles en el bar donde les
encontró. Han sobrevivido no
haciendo ruido y alimentándose con
lo que había en el bar. Sus padres...
supongo que estarán muertos.
– Ya. No sé si merecerá la
pena hacer una batida para
asegurarnos de que no están vivos...
– No pierda el tiempo.
– Hablaba retóricamente. Ya sé
que no merece la pena. No hay
vivos por la zona. Ni zombis.
Hemos acabado con todos los que
hemos encontrado. Guardamos su
documentación si la llevaban
encima antes de quemar los
cuerpos, pero no sé si será buena
idea enseñarles los carnets de
identidad a los niños para que
identifiquen a sus padres.
– No, no es una buena idea.
– Bueno, Silvia. ¿Puedes
entonces ocuparte de ellos mientras
tanto?
– ¿Mientras tanto? ¿Qué
quieres decir con mientras tanto?
No parece que esto tenga pinta de
acabar. Creo que así van a ser las
cosas para siempre.
El sargento se rascó la barbilla,
pero no dijo nada. Se levantó y se
puso la gorra.
– Sí, no te preocupes. Aquí
están bien. La niña parece que hace
buenas migas con mi hijo, pero me
preocupa Manu. Está en estado de
shock. De momento no se quiere
separar de su hermana ni para
dormir. Supongo que será cuestión
de días que empiece a salir de este
estado. Los niños son más fuertes
de lo que pensamos. Son capaces
de adaptarse y se recuperan
rápido..., añadió mirando a su hijo,
que jugaba con unos bloques de
construcción mientras la perra,
tumbada a su lado, le observaba.
Cuando el sargento se marchó
Silvia subió al piso de arriba. Su
madre estaba cerrando la puerta de
la habitación donde los habían
acostado.
– Angelitos. Se han quedado
dormidos, dijo en voz baja.
Bajaron en silencio a la cocina.
– Bueno, Silvia. Nos hemos
convertido en familia numerosa.
Una escalera y una confesión

Hugo preparaba el desayuno. La


luz del amanecer entraba por el
ventanuco de la cocina. Oyó cómo
Eva se desperezaba y después sus
ligeros pasos que la llevaban hasta
el cuarto de baño.
Minutos después, mientras
desayunaban, Eva le clavó una
mirada curiosa.
– Por qué estás tan sonriente, le
preguntó con la boca llena de
galleta, con esa curiosa forma que
tenía de preguntar las cosas como si
afirmara.
– Por que creo que he
encontrado la manera de bajar al
pozo y poder subir, contestó Hugo
después de un largo trago de
colacao.
Eva abrió los ojos de par en par
y dejó de masticar la galleta.
– Pues dímelo ya, dijo.
– Se me ha ocurrido que
podríamos desmontar las
estanterías del almacén y con los
rollos de cuerda que hay abajo ir
uniendo las baldas como si fueran
los peldaños de una escala. Primero
deberíamos calcular la profundidad
del pozo, que es muy fácil.
Cogemos un rollo de cuerda y
hacemos un nudo cada metro.
Atamos una piedra o algo al
extremo de la cuerda y la dejamos
caer para calcular la profundidad
del pozo. No creo que tenga una
profundidad mayor de seis u ocho
metros. Una vez que hayamos visto
qué profundidad tiene sólo tenemos
que construir una escala de esa
longitud. Atamos un extremo al arco
de hierro del pozo y la dejamos
caer. Tendremos que unir muy bien
cada balda para que la escala no se
rompa mientras bajamos. Además,
si vemos que el pozo no tiene salida
o que no podemos continuar
podremos subir de nuevo.
Eva le miró fijamente, con la
boca abierta y le dijo:
– Te echaría un polvo ahora
mismo.
– Mejor me lo echas cuando
acabemos la escala. Ahora acábate
el colacao que tenemos mucho
curro por delante.
Pasaron toda la mañana bajando
cajas de las estanterías del
almacén, apilándolas en una
esquina y desmontando las baldas
metálicas, que medían un metro de
largo por sesenta centímetros de
ancho. Cuando tuvieron una sección
de estantería desmontada,
trasladaron las baldas al jardín.
Hugo cogió un rollo de cuerda y fue
haciendo nudos cada metro. Ató un
martillo en un extremo y dejó que la
cuerda se deslizara entre sus manos
hasta que notó que el martillo
tocaba el fondo.
– El pozo mide unos siete
metros de profundidad, más el
metro de altura del pretil.
– Vale. Entonces necesitamos
unir unas catorce baldas, más o
menos, para que el descenso no sea
demasiado complicado. Espero que
tengamos cuerda suficiente.
Trasladaron todos los rollos de
cuerda que encontraron en el
almacén y empezaron a unir las
baldas entre sí a través de los
orificios que tenían en las esquinas
para fijarlas a las barras de la
estantería.
Hicieron un pausa para comer
algo. Estaban sudando. Aunque la
mañana había empezado fresca la
temperatura había ido elevándose
suavemente. Tenían rozaduras en
las manos provocadas por las
cuerdas. Era uno de esos
maravillosos días del otoño
madrileño, que en otros tiempos
invitaban a recorrer las calles de la
ciudad o a sentarse en una terraza
para tomarse una caña antes de la
llegada del duro y desapacible
invierno. Estaban de un humor
excelente. Mientras comían
discutieron sobre el equipaje que se
llevarían si encontraban un
pasadizo o un túnel al final del
pozo. Tenían dos mochilas.
Necesitarían llevar ropa de abrigo,
agua y comida que no hiciera falta
cocinar, como galletas y latas de
conserva. No podían olvidarse de
las linternas, las pilas, el cuchillo,
la palanqueta y el mazo, el mapa...
Al finalizar la tarde habían
avanzado bastante. Eva miraba de
vez en cuando hacia la puerta de
madera que daba al convento con
desconfianza. Aunque trabajaban en
silencio a veces se les olvidaba
dónde estaban y el golpeteo
metálico de una balda contra otra
era respondido por guturales
gemidos que les llegaban desde el
convento amortiguados por el
grosor de los muros que les
separaban de las monjas.
– No te preocupes. La puerta es
sólida. Haría falta un ejército de
monjas para tirarla abajo.
– Me ponen los pelos de punta.
Nunca me gustaron las monjas, y
menos si están muertas o como
diablos quiera que estén, contestó
Eva.
Pronto anocheció y decidieron
entrar en el edificio. Prepararon
sopa de fideos con un puñado de
arroz. Cenaban en silencio. Eva
decidió romperlo.
– Apenas sé nada de ti, aparte
de que estás casado y que tienes un
niño que se llama como tú... Ya sé
que no te gusta hablar del pasado.
Llevamos viviendo juntos varias
semanas pero creo que empiezo a
conocerte y sé, por lo que he visto
que escribes en el ordenador, que
tienes bastante información sobre lo
que está pasando, sobre lo que le ha
pasado al mundo.
– ¿Has leído mis cosas?
Preguntó Hugo.
– Bueno, no es que haya estado
cotilleando, pero hace unos días
dejaste el ordenador encendido con
un archivo abierto de alguien, un tal
Carlos. Por lo poco que leí
mientras hacías pis me pareció que
ese tal Carlos tenía información
sobre los zombis...
Hugo asistió en silencio.
Después de unos segundos
carraspeó. Dejó la cuchara encima
del plato.
– Trabajo, o trabajaba, mejor
dicho, en el ministerio de Sanidad,
en el gabinete de comunicación de
la Dirección de Salud Pública. Mi
jefe era el coordinador del comité
de crisis que se formó tras la
aparición de los primeros muertos
vivientes. Él murió, supongo,
intentando escapar de Madrid
cuando bloquearon las carreteras.
Sabíamos el origen de todo esto, un
virus desconocido que produce una
fiebre hemorrágica -como el Ebola-
, que mata al enfermo en pocas
horas. La diferencia con respecto al
Ebola o respecto a cualquier otro
virus es que después del
fallecimiento, el muerto vuelve a la
vida convertido en un ser
extremadamente agresivo, inmune al
dolor...
– Ya, un zombi de toda la vida.
Eso ya lo se. Lo vi en televisión y
en internet los blogs hablaban sobre
virus de laboratorio y todo eso.
– Es más sencillo. Es un virus
que ha saltado de un primate al
hombre. El primer caso era un
sacerdote de Gambia que llegó ya
enfermo a nuestro país. Fue el que
mordió al Papa. Le estaban
estudiando en el Instituto Carlos III
hasta que los militares obligaron a
los médicos a extraerle el cerebro y
se lo llevaron en un contenedor, no
sé a dónde. La respuesta estaba en
ese cerebro porque parece que es
ahí donde se aloja el virus y ese
hombre había resistido, de alguna
manera, al virus mucho más que el
resto de los infectados, que mueren
a las dos horas o incluso menos.
Era el “paciente cero”. Los
americanos conocían la enfermedad
porque ya tenían casos en su país
aunque lo mantuvieron en secreto.
Lo que supimos, entre lo que nos
contaron los norteamericanos y lo
que averiguamos nosotros mismos,
es que el virus se trasmite con una
facilidad pasmosa. Es posible que
tu y yo, todos los que seguimos
vivos tengamos el virus latente y
sólo haga falta un mecanismo que
dispare su multiplicación en el
organismo. Por ejemplo, una re-
infección a través de una herida,
como un mordisco de un infectado
que ya ha muerto y, por tanto, tenga
una alta carga del virus activo en la
saliva. Ese virus entra en el canal
sanguíneo y se multiplica
aceleradamente hasta provocar el
fallecimiento del enfermo y después
su "resurrección" convertido en un
zombi.
Estuvimos trabajando hasta la
extenuación, pero la velocidad a la
que se produjo la infección masiva
nos desbordó. El punto en el que
empezó todo era el peor escenario
posible: más de un millón de
personas concentradas en un área
muy definida, el aeródromo de
Cuatro Vientos. La extensión fue
rapidísima y el control, imposible.
En pocas horas eran miles los
infectados. Muchos de los
peregrinos que salieron de Cuatro
Vientos al principio y se subieron a
su autobús camino del aeropuerto o
de su ciudad no sabían que estaban
condenados antes de que el Ejército
lograra bloquear Cuatro Vientos o
se cerrara el espacio aéreo. Y el
Ejército no estaba preparado para
disparar contra persona
desarmadas. Además, en el caos
que se formó durante las primeras
horas, y no te digo cuando
anocheció, era imposible distinguir
a los heridos por las estampidas de
los heridos por ataques de zombis.
El resultado es que en pocas horas
miles de infectados estaban
llegando a Madrid o a sus ciudades
de origen y la enfermedad se había
extendido como una mancha de
aceite.
Cuando se cayeron las líneas
telefónicas no sabíamos si la
infección había llegado a otros
continentes, pero sospecho que sí,
porque nos llegaron noticias de que
los americanos estaban evacuando
sus bases y que tenían enfermos. No
creo que hayan podido contener la
infección antes de llegar a su país,
pero es previsible que alguien, un
soldado o un oficial o un sanitario
que ha recibido un mordisco o un
arañazo no diga nada y luego en su
domicilio o en su base fallezca y
poco después esté atacando a su
familia, vecinos o compañeros de
barracón convertido en un
monstruo.
El problema de una pandemia
como ésta es que no hay protocolos
para hacerla frente. La única
respuesta posible era el uso de las
armas, pero es muy difícil que en
pocas horas se organice una
respuesta militar a un problema
que, en principio, es médico.
Cuando se quiso reaccionar era ya
tarde y la guerra estaba perdida.
Hugo quedó en silencio. Eva,
que había escuchado absorta, bajó
la cabeza.
– Crees que esto es el fin del
mundo...
– Pues no lo sé, la verdad. No
sé si algún día todos esos
monstruos que caminan por las
calles se desmoronarán de repente
podridos o deshechos por el tiempo
o si durarán cien años más.
Tampoco sé si somos los único que
quedamos vivos en Madrid. Seguro
que hay gente que resiste en lugares
aislados... A lo mejor un día de
estos aparecen soldados para
rescatarnos. Quizás en otros países
han tenido más éxito que en España
y están esperando para intervenir...
No lo sé. De lo único que estoy
seguro es de que tenemos que
sobrevivir, porque creo que mi
mujer y mi hijo siguen vivos y
pienso encontrarles.
Después de decir esto Hugo se
levantó y llevó los platos a la
cocina. Eva se quedó sentada en
silencio.
– Ache... Empezó a decir.
– Qué.
– No, nada. Olvídalo.
Eva necesitaba contarle lo que
le había pasado en el instituto.
Había días que no pensaba en ello,
que sentía que era algo lejano,
perdido en el pasado. Después de
que murieran Carlos y Denis intentó
olvidar, como si la agresión hubiera
sido ya castigada. Sin embargo
muchas noches soñaba con la
violación. El sueño reproducía
exactamente todo lo que pasó
aquella noche. Despertaba llorando
y con nauseas, tal y como despertó
aquella mañana. Otras veces
soñaba con la muerte de los dos
chicos. Necesitaba drenar el pus,
limpiar esa herida para que cerrara.
– Ache...
– Diiiime.
– Me violaron, dijo con un hilo
de voz.
– ¿Cómo? Quiero decir, quién,
cuándo... preguntó Hugo asomando
por la puerta con los ojos muy
abiertos.
– Carlos y Denis, en el insti,
días después de que se fuera la luz.
Hugo se acercó despacio a Eva,
que estaba de pie en medio de la
sala. Tenía la cabeza agachada y el
cabello le tapaba la cara. Comenzó
a retorcerse las manos con fuerza
mientras sus hombros se agitaban.
Estaba sollozando. La rodeó con
los brazos y la apretó fuerte contra
su pecho. Eva se derrumbó y lloró.
Hugo cómo las lágrimas
humedecían su camiseta.
– Yo les maté, dijo entre
hipidos. Me violaron varias veces.
Fumaban hasta ponerse ciegos y
luego me follaban los dos. Al día
siguiente no se acordaban. Un día
no pude más y les convencí para
que fueran al bar de enfrente a
buscar bebidas. Estaban pedo y no
se dieron cuenta del peligro. Vi
cómo se los comían... fui yo quién
les mató...
Hugo la separó de su pecho y la
cogió de la barbilla con la mano
levantándole el rostro. La miró
fijamente a los ojos.
– Intenta olvidarlo. Ahora estás
conmigo y yo voy a cuidarte y a
asegurarme de que salgamos de
esto. Los dos. Mira, cuando
bajemos al pozo creo que
encontraremos un camino. Si no por
qué la monja me dejó el mapa... No
sé dónde nos llevará, pero mi idea
es salir de Madrid, alejarnos lo
suficiente. Cuando estemos lejos no
nos será difícil encontrar un coche.
Podemos ir a Asturias donde está
mi familia. La última vez que hablé
con ella se marchaba con el niño y
nuestra perrita a un pueblo que está
aislado entre montañas. Estoy
seguro de que están bien. Allí
estaremos a salvo hasta que acabe
todo esto.
Hugo volvió a abrazarla fuerte y
la besó en la frente.
– Vamos a dormir, que mañana
tenemos mucho curro.. No se le
ocurrió nada que decir que pudiera
consolar a Eva.
Aquella noche, agotado, quedó
dormido enseguida. Al rato,
despertó sobresaltado al notar que
un cuerpo se apretujaba contra él en
el catre. Se giró. Eva le susurró:
– No te importa que duerma
contigo hoy también. Tengo frío. Te
necesito a mi lado.
– Claro que no, preciosa,
contestó abrazándola.
– Crees que soy un monstruo...
Les odiaba, no podía soportar que
me siguieran violando... Ahora
están muertos...
Eva se incorporó, tapándose el
rostro con las manos.
– Sueño casi todos los días con
lo que pasó. Sueño, a veces, que
estoy en el instituto y que entran por
la trampilla de la carbonera y me
persiguen por los pasillos. Corren
detrás de mí y mis piernas son
como de goma y no puedo escapar y
me acorralan contra una esquina...
Dios. Quiero dejar de soñar, quiero
dejar de sentirme culpable...
– No lo eres. Esos dos tuvieron
lo que se merecían. No te cuidaron.
Eran tus amigos y te violaron. Yo
hubiera hecho lo mismo que tú.
Alargó una mano y cogió a Eva
por el hombro, apretándoselo con
suavidad.
– Sólo te defendiste. Sabes...
antes de que llegaras yo soñaba
todos los días lo mismo, una
pesadilla horrible en la que muero
pero sigo vivo, no como un zombi,
sino normal, solo que muerto.
Nadie se da cuenta de que he
muerto hasta que empiezo a
descomponerme. No ha vuelto a
soñar eso desde que viniste. A
veces, hasta sueño contigo, dijo
bajando la voz.
Eva bajó las manos. Se dejó
caer sobre el colchón. Apretó su
cuerpo tembloroso contra el pecho
de su amigo y poco a poco se fue
calmando. Un rato después, su
respiración se hizo más regular,
hasta que quedó dormida. Un rato
después Hugo se durmió. No soñó.
Sólo son doce pisos

Gonzalo decidió que estaba


preparado. El alimento le había
hecho recuperar fuerzas en esos dos
días y le había elevado mucho la
moral. Se sentía con fuerzas
suficientes. Se levantó antes del
amanecer. Cortó grandes de jamón
y los metió dentro de una bolsa de
plástico que introdujo en su mochila
con los seis paquetes de tabaco que
le quedaban y varias cajas de
antibióticos y antiinflamatorios.
Metió también una botella de agua,
otra de whisky y varios mecheros,
además de dos camisetas, un par de
calzoncillos y una cajita de
primeros auxilios con tiritas,
vendas, esparadrapo y mercromina.
Metió también dos rollos de cuerda,
un par de mosquetones, las escalas
de aluminio, el descendedor y los
jumar. Revisó las linternas y las
metió dentro de la mochila, con
varios paquetes de pilas y la caja
de cartuchos de la pistola. Se metió
un plano del metro en el bolsillo
trasero de los vaqueros y se ajustó
la linterna de cabeza. Se puso un
polar muy ligero y dudó sobre el
calzado. Finalmente eligió unas
zapatillas de montaña wild cat de
La Sportiva que había comprado en
Huesca. Por si acaso, metió los pies
de gato en la mochila. El piolet lo
llevaría en la mano. Se ajustó el
macuto. Se metió la pistola en el
cinturón.
Pegó el ojo a la mirilla y
después de respirar profundamente
abrió la puerta de su apartamento.
El pasillo estaba, como siempre,
despejado. Se acercó en silencio a
la puerta metálica que daba a la
escalera. Después de unos segundos
de duda encendió la linterna de la
frente y deslizó el cerrojo. Sólo
tenía que bajar doce pisos.
Progresión geométrica

Ratas. La plaza del Dos de


Mayo se cubrió de ratas. Había
centenares, miles, como una
alfombra gris pardusca que se
movía como una ola sobre el suelo
de cemento y tierra de la plaza.
Hasta ahora aguardaban la noche
para salir a buscar alimento pero el
hambre y el crecimiento
desmesurado que se había
producido en los últimos meses al
abandonar su mayor enemigo, el
hombre, el campo de batalla,
empujaba a esa enorme masa a
conquistar la calle. Una vez se
terminaron los últimos restos de
basura orgánica las ratas buscaron
otro alimento. Y éste era abundante,
estaba por todas partes, se movía
con torpeza y apenas se defendía.
Las ratas encontraron en los zombis
una fuente inagotable de carroña de
la que alimentarse.
Las ratas copulan en un par de
segundos, se quedan preñadas y en
un mes paren entre seis y quince
crías, que cuatro o cinco semanas
después están maduras sexualmente
para parir su propia prole. Una rata
tres meses después de haber nacido
es “abuela” de un millar de ratas.
La lucha por la supervivencia
es brutal en el mundo de las ratas.
Si no encuentran comida se devoran
entre ellas empezando por las crías.
Pero en este caso hay comida.
Mucha. Y accesible.
Las ratas salen de las
alcantarillas en una oleada continua
y atacan a los zombis que están en
la plaza. Éstos no huyen ni se
defienden. Algunos continúan
caminando cubiertos de ratas como
si llevaran puesta una manta de pelo
gris que arrancan pedazos de carne
corrompida y deja los huesos
pelados. Aún así los zombis no se
detienen. Sólo cuando las ratas han
dado cuenta de los globos oculares
se quedan inmóviles y manotean.
Ya son un puñado de huesos
tambaleantes cuando las ratas, con
sus afilados incisivos, se abren
paso hacia las entrañas putrefactas
y suben, agarrándose a costillas y
vértebras, hasta la base del cráneo.
Alguna logra penetrar hasta la masa
encefálica y empieza a roer.
Entonces el puñado de huesos
mondos agita los brazos un
momento, cae al suelo y queda
inmóvil para siempre. La masa de
ratas abandona los restos y salta a
por el siguiente zombi. Algún
muerto viviente logra hincar el
diente a alguna rata que ha
intentando entrar por su boca y, si
hubiera algún espectador, éste vería
al zombi masticando mientras es
masticado en un espectáculo de
pesadilla.
Una stripper en la escalera

Gonzalo tardó una eternidad en


bajar las tres primeras plantas. La
linterna iba abriéndole camino
perforando la densa oscuridad
como si fuera adentrándose en una
mina. Según iba bajando el olor era
cada vez más fuerte. Olía a
putrefacción, a excrementos, a
muerte. En la planta octava vio el
origen del hedor. En el rellano
había un montón de ropa informe
del que sobresalían algunos huesos.
Enfocó el cadáver con la linterna de
la cabeza para pasar encima sin
pisarlo. Entonces, horrorizado, vio
que los restos se movían. Un cráneo
pelado se levantó unos centímetros
sostenido por unas vértebras
descarnadas y abrió la mandíbula
intentando morderle la pierna.
Gonzalo saltó por encima y al caer
notó que su pie trituraba la mano
del muerto. Apenas unos huesos que
se quebraron como ramas secas
bajo la gruesa suela de su zapatilla.
Cuando giró en el rellano para
empezar a bajar el siguiente tramo
de escaleras vio a una chica sentada
en el suelo con la espalda pegada a
la pared. Tenía la cabeza inclinada
sobre el pecho y el cabello rubio y
largo le tapaba la cara. Estaba
completamente desnuda. La luz de
la linterna iluminó una piel de un
blanco sucio con moratones en los
muslos y en los brazos, como si
alguien la hubiera dado una paliza.
La chica levantó el rostro hacia él y
sus pupilas reflejaron la luz de la
linterna como si fueran lentes de
cristal. Abrió la boca en un gemido
y se intentó poner de pie con
torpeza, pero cayó hacia un lado. Le
estaba cerrando el paso. Gonzalo
apretó con fuerza el piolet. La chica
logró incorporarse. Tenía una
marca inflamada de un mordisco en
el hombro izquierdo. Los bordes,
hinchados y negros, rezumaban un
líquido oscuro. Se plantó frente a él
y extendió los brazos. Llevaba un
piercing en el pezón derecho, una
pequeña anilla de acero. Tenía
tatuadas pequeñas estrellas azules
en el vientre, desde la ingle hasta un
pubis completamente depilado. La
reconoció. Era la preciosidad que
se encontraba algunas mañanas en
el ascensor vestida con leggins y
zapatillas de deporte y que iba al
mismo gimnasio que él. Gonzalo
había intentado trabar conversación
con ella en alguna ocasión sin
mucho éxito. Sabía por el portero
que era bailarina de strip-tease,
aunque sospechaba que debía de
hacer "trabajos extra" en su
apartamento como otras chicas que
vivían en el edificio. Gonzalo
suspiró y le incrustó el piolet en el
cráneo.
– "Lo siento, guapa", susurró.
La chica dejó caer los brazos y
lentamente dobló las rodillas hasta
quedar en cuclillas. Gonzalo tiró
del piolet, que salió con un ligero
ruido de succión del cráneo y la
joven se derrumbó hacia adelante,
con las rodillas dobladas bajo el
cuerpo y la cara apoyada en el
suelo. Su culo desnudo apuntaba
hacia el cielo. Gonzalo pasó por
encima de ella y echó un último
vistazo. Tenía tatuado un tribal en
la estrecha cintura, justo encima del
culo.
"Qué pena no haberte visto
antes en esa postura", pensó
Gonzalo antes de continuar bajando.
Extrañamente, sentía una especie de
euforia por lo fácil que había sido
acabar con la chica. Sabía que ya
no era una persona y que le había
hecho un favor al facilitar su
descanso eterno. Notaba la
adrenalina que le corría por las
venas como cuando estaba a punto
de alcanzar una cumbre después de
una agotadora escalada. El resto de
las plantas estaban despejadas.
Por fin llegó a la planta baja.
Apagó la linterna frontal y se asomó
al portal. La luz del amanecer
penetraba por la cristalera que daba
a la calle y recortaba las siluetas de
dos zombis que caminaban
arrastrando los pies por el suelo de
mármol blanco del gran vestíbulo.
Se acercó con determinación al que
estaba más cerca y antes que se
diera la vuelta le clavó el piolet en
la cabeza. El zombi, al caer,
arrastró consigo el piolet que
continuaba incrustado entre los
huesos del cráneo. Mientras tiraba
para liberarlo el otro muerto se
acercó despacio con los brazos
extendidos hacia él y exhaló un
horrible gemido que sonó como la
sirena de un barco en medio de la
niebla. El gemido fue contestado
por otros y Gonzalo vio horrorizado
que numerosos seres se acercaban
surgiendo de las sombras
cerrándole el paso hacia la salida.
Con un violento tirón logró
desprender el piolet de la cabeza
del zombi llevándose consigo un
fragmento de hueso que al
desprenderse dejó un gran hueco
por donde se deslizó un líquido
grisáceo salpicado de grumos rosas
que formó un pequeño charco en el
suelo.
Gonzalo se precipitó hacia la
puerta de cristal que le separaba de
la calle empujando a un tipo vestido
con pantalones cortos y una
camiseta sin mangas al que le
faltaba la mejilla derecha. El
hombre cayó de espaldas como un
árbol cortado por un hacha y se
golpeó la cabeza contra el mármol
del suelo con un ruido seco.
Gonzalo embistió la puerta del
cristal con el hombro y ésta se
abrió de golpe. Echó a correr por la
calle General Perón sorteando
decenas de zombis que,
sorprendidos, levantaba la cabeza y
después los brazos hacia él. Miró
un segundo por encima del hombro
y vio espantado que una multitud de
muertos vivientes, como un inmenso
abanico, iba convergiendo hacia él.
Apenas eran unas decenas de
metros hasta los respiraderos del
metro, pero empezaba tener serias
dudas de poder lograrlo. Llegó
corriendo y sin aliento hasta la
escalera que bajaba hacia la base
de la Torre Europa. Las mesas de la
terraza estaban volcadas entre
desperdicios y papeles. Vio un
grupo de ratas husmeando la basura
pero no les prestó atención. Levantó
a toda prisa una de las mesas y la
pegó a la torre de ventilación.
Subió con facilidad y golpeó con el
piolet en la claraboya de plástico
hasta agrietarla. Pisó con fuerza
varias veces hasta romperla por
completo. Grandes pedazos cayeron
al interior del hueco. Se puso en
cuclillas y miró. Dos metros más
abajo había una rejilla metálica.
Saltó dentro. Se trataba de una
estructura formada por paneles de
un metro cuadrado de rejilla
apoyados sobre vigas de acero.
Levantó uno de los paneles y vio
que dos metros más abajo había un
breve repecho de hormigón donde
desembocaba una tubería de acero
de más de metro y medio de
diámetro. Era la conducción del
aire. Midió bien el salto porque si
no aterrizaba bien en la estrecha
plataforma y perdía el equilibrio
caería al vacío y se estrellaría
muchos metros más abajo. Decenas
de zombis rodeaban ya la pequeña
cúpula de hormigón e intentaban
introducir sus cabezas por el
estrecho hueco que quedaba entre
gajo y gajo de la estructura de la
cúpula. Otros introdujeron los
brazos alargándolos hacia él en un
esfuerzo imposible por alcanzarle.
En pocos segundos la masa de
zombis que se apretujaba contra la
estructura eran tan grande y la
presión tan elevada que los huesos
de los zombis aplastados contra el
hormigón estallaron como cañas
secas. Chorros de líquido
nauseabundo brotaron de las bocas
y narices de los zombis exprimidos
como naranjas contra el hormigón.
Gonzalo no se lo pensó más y saltó
a la plataforma. Cayó como un gato,
a cuatro patas. Se puso de pie y
miró hacia arriba. La presión de la
masa de zombis hizo que algunos
consiguieran introducir la cabeza
entre las estrechas rendijas de la
torre de aireación tras arrancarse la
piel de la cara con el áspero
cemento. Si seguían empujando
alguno lograría colarse por el
hueco.
La boca de la tubería, frente a
él, estaba protegida por una delgada
malla metálica, poco más que un
mosquitero, que retiró sin
dificultad. Encendió la linterna
frontal y se introdujo de rodillas. La
linterna reflejaba su luz contra las
paredes curvas de chapa. Avanzó
varios metros hasta llegar a una
rejilla cuadrada sujeta por un
pasador, situada en el suelo de la
tubería. Levantó la rejilla e iluminó
la habitación que había debajo. Se
desprendió de la mochila y la dejó
caer sobre una mesa y después se
descolgó. La mesa estaba enfrente
de un gran panel de monitores del
sistema de vigilancia de la estación.
En otra pared colgaba otro panel
con un diagrama de colores que
ocupaba toda una pared y que
señalizaba el recorrido de los
convoyes y las estaciones.
Una puerta de cristal
comunicaba con el vestíbulo de la
estación. Gonzalo intentó abrirla
pero estaba cerrada con llave.
Golpeó con el piolet el cristal pero
rebotó. Estaba blindado. Los golpes
de piolet sólo astillaban el vidrio.
Finalmente, pegó una fuerte patada
y logró desencajar el vidrio
completo del marco resquebrajado.
Con otra patada el vidrio se
desprendió agrietado y cayó al
suelo.
Estaba sudando. El aire olía a
cerrado, a metal y grasa. Se quitó el
polar y lo metió en la mochila.
Aprovechó para encenderse un
cigarrillo y estudiar el mapa. Hacía
poco tiempo que habían re-
diseñado el mapa del metro y no se
aclaraba con el nuevo. Era
esquemático y no se podían calcular
las distancias pero la ruta que había
elegido le parecía la más corta:
seguir el túnel de la línea 10 hacia
el sur hasta Plaza de España. Era el
punto más cercano de la oficina de
la Asociación y además en esa
parada había un ascensor que salía
en la plaza del Conde de Toreno,
cerca de donde estaba la oficina de
la Asociación. Sería la única
manera de salir a la calle teniendo
en cuenta que todas las entradas del
metro estaban cerradas. El ascensor
ascendía hasta una caja de vidrio
situada en un lateral de la plaza. No
le sería demasiado difícil forzar la
puerta del ascensor para salir a la
calle o quizás hubiera una trampilla
en la parte superior de esa
estructura. Luego tendría que llegar
hasta la calle Daoíz, a unos
quinientos metros de distancia en un
barrio de calles estrechas y
probablemente repletas de zombis.
Apagó el cigarrillo, guardó el
plano en el bolsillo y se puso en
marcha. Bajó por las escaleras
hasta el andén. La sensación de
recorrer esos pasillos en la
oscuridad era escalofriante. Sus
pasos resonaban aunque intentara
caminar si hacer demasiado ruido y
el eco le devolvía las pisadas. En
alguna ocasión creyó que le estaba
siguiendo. Se detenía de repente y
aguantaba la respiración sin oír
nada. Cuando llegó al andén saltó a
las vías después de comprobar que
iba en buena dirección. Se detuvo
un momento entre los dos raíles y,
después de respirar profundamente,
se metió en la boca del túnel, que se
lo tragó como un enorme gusano
engulle una migaja de pan.
Gonzalo avanzaba rápidamente.
Esta era una de las líneas más
modernas de la red y las vías
estaban calzadas sobre placas de
hormigón. Las paredes eran de
cemento, con gruesos manojos de
cables eléctricos sujetos con bridas
metálicas a un par de metros de
altura. Cada cierto tiempo pasaba
por delante de los huecos de la
pared que servían como refugio al
personal de mantenimiento. Se
detenía unos pasos antes para
iluminarlos por si en su interior
había parapetado algún muerto
viviente. No quería acabar sus días
devorado en un túnel del metro.
Pronto llegó a la primera
estación del recorrido, Nuevos
Ministerios. Antes de salir del túnel
se detuvo un segundo. Nuevos
Ministerios era una estación
enorme, donde se enlazaba con las
líneas 6 y 8 y con el tren de
cercanías. Gonzalo sentía
prevención por los túneles del tren
de cercanías: muchas de las
estaciones estaban al aire libre y
era posible que algunos zombis se
hubieran colado en los túneles.
En el andén había un convoy
parado. Caminó entre los raíles de
la vía que estaba libre, iluminando
de vez en cuando la parte baja del
convoy. Empezó a ponerse nervioso
por lo que optó por subir al andén.
Giró la cabeza hacia el vagón que
estaba a su altura y el estómago se
le encogió. La luz de la linterna
iluminó una sombra con forma
humana que se movía dentro del
vagón. Las puertas estaban
cerradas, pero no pudo evitar sentir
miedo. Saltó de nuevo a las vías y
pasó por debajo de la unión entre
ese vagón y el siguiente. Subió al
andén del otro lado y enfocó con la
linterna frontal el interior. De
repente un rostro enloquecido se
estampó contra el cristal de la
ventana. Le miró con unos ojos
opacos que reflejaban la luz de la
linterna y retrocedió para golpear
con una enorme violencia contra el
cristal. Fragmentos de dientes
mezclados con una baba oscura y
sanguinolenta se quedaron
adheridos al cristal. El monstruo
siguió golpeando cada vez más
fuerte contra el cristal, ahora
también con unas manos
sarmentosas, sin piel ni tejido
muscular en las palmas. Gonzalo
pudo ver los huesos amarillentos
moverse como los émbolos de las
manos de un robot. En otros
vagones comenzaron los golpes,
decenas de zombis atrapados en el
convoy intentaban romper los
cristales para devorar al único ser
vivo que habían visto en muchas
semanas. Con un estrépito de
cristales rotos, una cabeza, por fin,
asomó por la ventana de uno de los
primeros vagones del tren, delante
de él. Gonzalo echó a correr hacia
el túnel viendo con horror que por
el hueco abierto en la ventana
salían uno, dos, tres zombis que
iban cayendo torpemente al andén
cerrándole el paso. Antes de que
consiguieran incorporarse Gonzalo
pasó a su lado a toda la velocidad
que le permitieron sus piernas y
saltó a las vías, metiéndose en el
túnel. Detrás los muertos vivientes
lograron por fin ponerse en pie y
empezaron a perseguirle
torpemente, gimiendo y agitando los
brazos.
Pronto estuvo lejos de ellos,
pero el problema es que no podía
detenerse porque ellos no pararían
hasta cazarle. Cuando llegó a la
siguiente estación estaba sin
aliento. Del túnel le llegaba el
rumor de los pasos de los
monstruos que le perseguían y sus
gemidos guturales. Si había muertos
vivientes más adelante no tardarían
en ser alertados y le cerrarían el
paso.
"Tengo que acabar con ellos",
decidió Gonzalo. Su luz frontal
iluminó el cartel de la estación:
Gregorio Marañón. Subió al andén,
se pegó a la pared junto a la salida
del túnel y apagó la linterna. La
oscuridad le cubrió con una
densidad casi sólida. Era una
oscuridad total, absoluta, casi
dolorosa. Al cabo de unos minutos
eternos oyó unos pasos torpes y
asincrónicos que se acercaban,
como el arrastrar de pies de un
borracho. Esperó hasta estar seguro
de que el zombi llegaba a su altura.
Desde su posición elevada en el
andén le sería fácil deshacerse del
primer perseguidor. El problema
era que la oscuridad era tan
absoluta que se sentía
completamente desorientado. Se
apoyó en la pared para no
desequilibrarse. Notó un arrastrar
de pies muy cercano, acompañado
de un espantoso hedor a
putrefacción. Apretó fuerte el
mango del piolet con la mano
derecha y lo elevó sobre su cabeza.
Entonces encendió la linterna
frontal y le vio a menos de un metro
de distancia. Sorprendido por la
luz, el zombi se giró hacia Gonzalo.
Era un hombre joven y musculoso
con la cabeza afeitada, un gigante
vestido con una camiseta de tirantes
y pantalones pirata blancos. Tenía
la cara llena de cortes provocados
por los cristales de la ventana del
vagón y un líquido oscuro le
rezumaba por las heridas. Abrió
una boca monstruosa mostrando una
fila de dientes quebrados y unos
labios reventados por los golpes. El
zombi alzó los brazos hacia él.
Gonzalo descargó un único golpe y
le clavó el piolet en la coronilla.
Tiró de la herramienta y el gigante
se desplomó. Dudó un segundo
entre echar a correr por el andén
hacia la siguiente estación o intentar
acabar con los dos compañeros del
monstruo, que ya aparecían por la
boca del túnel y se dirigían hacia él
orientados por la luz de su linterna.
Gonzalo retrocedió un paso
mientras el segundo de los zombis
intentaba subir al andén. Lo tenía a
huevo. Levantó el piolet y lo
descargo contra la nuca del muerto
viviente con tanta fuerza que el
afilado pico de acero le asomó por
la boca después de atravesar su
cráneo como si fuera una sandía.
Gonzalo dio un tirón arrancando el
piolet y los huesos del cráneo y el
cerebro destrozado del zombi. La
cavidad craneal quedó vacía, como
cuando abres un huevo pasado por
agua y la yema se desliza líquida
fuera de la cáscara. A tercer zombi
le clavó el piolet en la frente.
Gonzalo se quedó asombrado al ver
que este último zombi no había
retrocedido ni intentado subir al
andén por otro lugar. Era como si
no fuera capaz de pensar, como si
no fuera capaz de cambiar de
estrategia. Irían uno tras otro por el
mismo camino, sin desviarse.
Gonzalo saltó a las vías y
comenzó a caminar hacia la
siguiente estación, Alonso
Martínez. Miró el reloj para
calcular cuánto tiempo llevaba
caminando por el túnel. Apenas una
hora. Tenía cuidado para no
desviarse por los distintos ramales
que se iba encontrando. De
momento, no había tenido problema
porque era fácil distinguir el
camino principal por el brillo de
los raíles, pero en Alonso Martínez
convergían varias líneas y había
numerosos cruces y desvíos a
túneles auxiliares. Decidió parar a
descansar en uno de los nichos de
la pared. Se sentó en el suelo y se
quitó la linterna de la frente y la
dejó entre sus piernas enfocada
hacia su vientre. La luz era
suficiente para ver sin llamar la
atención. Abrió la mochila y sacó la
botella de agua. Dio un trago corto,
enjuagándose la boca antes de
tragar el agua y guardó la botella.
Estaba acostumbrado a beber poco
porque en la montaña el peso que
acarreas es muy importante. Un kilo
de más puede suponer el
agotamiento en medio de una
ascensión y, a veces, la muerte.
Recordó a un montañero inglés que
se encontró en el ascenso al Posets
hace algunos años, durante el
invierno. No recordaba haber visto
a alguien menos preparado en una
montaña. Aquel inglés llevaba un
equipo inapropiado y una mochila
demasiado pesada. Gonzalo solía
coger del hotel antes de salir hacia
la montaña un par de sobres de café
instantáneo y algunos sobres de
azúcar, pero aquel tipo llevaba un
paquete de azúcar de un kilo y un
bote de café soluble. “El peso es
muy importante”, le había explicado
Gonzalo con paciencia. El inglés
también llevaba una botella de un
litro de whisky y Gonzalo le había
preguntado si pensaba hacer una
fiesta en la montaña. Él solía llevar
una pequeña cantimplora. “Con esto
basta”, le explicó mostrándosela.
Cuando llegaron al refugio el inglés
se había quitado las botas y los
calcetines para meterse en el saco,
dejándolas fuera. Gonzalo decidió
darle una lección. Él metió sus
botas en el interior del saco. Por la
mañana los calcetines del inglés
estaban rígidos como la madera y
sus botas congeladas después de
seis o siete horas a 10 grados bajo
cero. Gonzalo había emprendido la
subida mientras el inglés,
desesperado y descalzo, le veía
marchar.
Gonzalo sonrió al recordar
aquello mientras masticaba un trozo
de jamón. Después de fumarse un
cigarrillo emprendió la marcha. Al
cabo de un rato llegaba a Alonso
Martínez.
La estación estaba despejada:
no había vagones ni muertos.
Recordó entonces que en el
vestíbulo de la estación había un
bar. No le vendría mal un cartón de
cigarrillos y algún zumo de frutas.
Subió al andén y buscó la escalera
de subida. Orientarse por los
pasillos era complicado. Las
distancias parecían mayores y las
escaleras se le antojaban
interminables. Por fin localizó el
bar. Estaba junto a la escalera
mecánica protegido por una reja de
persiana cerrada con un candado.
Parecía que lo acabaran de cerrar.
Seguramente el dueño no tuvo
siquiera tiempo de vaciar las
neveras antes de que la Junta
Militar decretara el cierre de las
estaciones de metro. Gonzalo partió
el candado con facilidad y levantó
la persiana lo suficiente para poder
colarse debajo. Aún así chirrió
escandalosamente. El local era muy
estrecho. Apenas un mostrador con
unas cámaras debajo y un grifo de
cerveza que sólo expulsó espuma
cuando lo abrió.
En la cámara había latas de
cerveza, de refrescos y botellas de
zumo. Cogió un par de latas de
cerveza y las metió en la mochila.
Quizás pudiera enfriaras cuando
llegara a la oficina de la
asociación...Reventó la máquina de
tabaco y cogió todos los paquetes
que había sin fijarse en las marcas.
Tendría cigarrillos para varias
semanas. En la pared había un
expositor con bolsas de patatas
fritas y de frutos secos.
Decidió que era hora de hacer
un alto en el camino. Bajó la
chirriante persiana, cogió varias
bolsas de patatas y de almendras,
abrió una lata de cerveza que no
estaba demasiado caliente y se
sentó en el suelo detrás de la barra.
Después de esa primera cerveza
cayó otra y después varias más.
Dos horas más tarde, borracho, se
quedó dormido con la cabeza
apoyada en la mochila. Soñó con su
ex mujer. Hacían el amor en la
tumbona de una piscina. Él le había
movido la braga del bikini hacia un
lado y ella, encima de él, se movía
cada vez más rápido, su cabello
negro y ondulado, caía cubriéndole
la cara. Cuando estaba a punto de
correrse notó entre sueños que algo
tiraba de su pierna izquierda con
fuerza arrastrándole fuera de la
tumbona, pero su mujer seguía
encima de él gimiendo
guturalmente. Agitó la pierna sin
poder soltarla. Despertó de golpe
sin saber dónde estaba. La
oscuridad era total. Se había
dormido con la linterna encendida y
ésta se había quedado sin pilas.
Recordó de golpe dónde estaba y se
dio cuenta con horror que alguien le
tenía agarrado por el tobillo y
tiraba con fuerza arrastrándole
hacia la persiana metálica. Intentó
sujetarse a algo pero su mano no
encontró ningún asidero. Sacó
desesperado el mechero del
bolsillo del vaquero y al
encenderlo vio aquella garra
aferrada a su tobillo. Un zombi le
miraba desde el otro lado de la
persiana. Había colado su brazo
por la reja y le estaba arrastrando
hacia él. Con una fuerte patada
logró soltarse. Se incorporó y
buscó la mochila. A tientas localizó
un paquete de pilas en su interior y
en pocos segundos sustituyó las
pilas agotadas de la linterna y la
encendió. Mientras, el zombi
golpeaba con su cuerpo la persiana
y metía los brazos intentando
cogerle. Gonzalo se sujetó la
linterna en la frente y cogió el
piolet. Se dio cuenta de que tendría
que levantar la persiana para poder
clavárselo en la cabeza. Así que
hizo algo de lo que se arrepentiría
después. Sacó la pistola que
llevaba metida en la cintura, apuntó
a la frente del zombi y apretó el
gatillo.
El estampido sonó como un
cañonazo reverberando en las
paredes de la estación. La bala
entró por el ojo izquierdo del zombi
y salió por la parte posterior de su
cráneo esparciendo una estela de
fragmentos de hueso, masa
encefálica y sangre. Gonzalo cogió
la mochila, levantó la reja y salió
del bar. Entonces oyó ruidos de
pasos y gemidos que se acercaban.
Enfocó con la linterna y vio que
desde el fondo del vestíbulo, por un
pasillo, aparecían más muertos
vivientes. Se puso la mochila a toda
prisa y echó a correr hacia las
escaleras que llevaban al andén.
Cuando llegó a la mitad del
recorrido de la larga escalera
central vio que por la escalera
mecánica del lateral subía
torpemente un grupo de zombis
tropezando en cada escalón. Por la
escalera central subía otro muerto
viviente que le cerraba el paso.
Bajó unos cuantos escalones y
cuando el zombi estaba casi a su
altura descargó el piolet sobre su
cráneo. El zombi dobló las rodillas
y Gonzalo le dio una patada
haciéndole rodar escaleras abajo.
Gonzalo bajó el resto de los
escalones y pasó por encima del
cuerpo del zombi. El grupo que
estaba en la escalera mecánica
intentaba dar la vuelta para bajar
hacia donde estaba él. Calculó que
cuando consiguieran ponerse de
acuerdo para dar la vuelta y
perseguirle él ya estaría muy lejos
de allí. Un minuto después se
internaba en el túnel en dirección a
la siguiente estación, Tribunal.
Mientras recuperaba la
respiración, ya completamente
despejado, se dio cuenta de la
imprudencia que había cometido y
se prometió a sí mismo no bajar la
guardia si quería seguir vivo. Cada
cierto tiempo se detenía en alguno
de los nichos que había en la pared,
apagaba la linterna, contenía la
respiración y escuchaba en
completo silencio por si detectaba
ruidos que indicaran que algún
zombi seguía sus pasos. Después de
un rato encendía la linterna de la
frente y miraba en las dos
direcciones con el piolet preparado
para descargar un golpe. Después
continuaba su camino.
Recordó de nuevo a su mujer,
sorprendido aún por ese sueño.
Hacia dos años que se había
separado de ella y no había vuelto a
verla. Ni siquiera contestó a un
mensaje que le envió cuando aún
funcionaban los móviles al
principio de la crisis. Sólo quería
saber si ella se encontraba bien. No
habían tenido hijos y el piso en el
que vivían era alquilado, así que
cuando se separaron cada uno tomó
su camino. Gonzalo, libre de
ataduras, trabajaba lo necesario
para pagarse sus gastos y cuando
reunía el dinero suficiente se iba a
la montaña un par de semanas o
cambiaba de moto. En uno de esos
viajes se alojó en un hostal del
Pirineo aragonés con la intención
de subir al Aneto. La dueña, una
mujer de treinta y pocos años, le
tiró los tejos durante la cena. No
había otros clientes en el comedor
así que se sentó en su mesa después
de servirle la cena. Mientras
Gonzalo comía la mujer le contó
que su marido viajaba mucho a
Huesca y a Jaca y le insinuó que
estaba un poco desatendida.
Después se tomaron un par de
copas en la barra del bar. Gonzalo
no quería líos, así que decidió
retirarse a su habitación con la
excusa que tenía que madrugar para
iniciar la subida al Aneto. Estaba a
punto de dormirse después de
estudiar los mapas y compararlos
con sus notas cuando alguien llamó
a la puerta. Era la dueña del hotel.
Desde entonces había vuelto a
aquel hostal tres o cuatro veces.
Inmerso en estos recuerdos
Gonzalo llegó, por fin, a Tribunal.
Recorrió el andén sin hacer apenas
ruido y entró en el túnel que le
llevaría al final del recorrido.
Cuarenta y cinco minutos después
asomaba en la estación de Plaza de
España. Saltó al andén. Ahí estaba
el pasillo que llevaba, tras un
recodo, al ascensor que subía hasta
la superficie en la Plaza del Conde
de Toreno. Saltó el torniquete y se
acercó al ascensor. Era doble. Uno
de los ascensores estaba en ese
nivel. El otro estaría en la
superficie o detenido en la mitad
del recorrido. Decidió forzar la
puerta del ascensor que estaba en
esta planta. Si tenía trampilla en el
techo bastaría con abrirla, subir al
techo, enganchar las cuerdas y
escalas al cable y subir hasta el
nivel de la calle. Si no tenía
trampilla la cosa se complicaba:
tendría que trepar por los cables
del otro hueco hasta el piso del
ascensor e intentar sortear la cabina
para llegar hasta arriba. Sin perder
más el tiempo introdujo la punta del
piolet en la ranura entre las puertas
e hizo palanca hasta que éstas se
abrieron. Desbloqueó el plafón del
techo apretando un resorte que
encontró metiendo los dedos por el
borde y éste se abrió hacia abajo.
Como imaginó, había una trampilla
de emergencia con una cerradura de
llave triangular. Gonzalo golpeó
con el mango del piolet hasta que la
trampilla empezó a desencajarse.
Metió la punta curva por la ranura e
hizo palanca hasta que la cerradura
saltó. La trampilla se abría hacia
arriba. Subir a pulso estaba más
allá de sus posibilidades, así que se
quitó la mochila y sacó una cuerda.
Ató el piolet en un extremo y lo
lanzó por el hueco. Al segundo
intento comprobó que se había
enganchado al cable del ascensor.
Fijó los bloqueadores a la cuerda
por encima de su cabeza y subió
con facilidad hasta la trampilla.
Una vez en el techo del
ascensor sólo tenía que enganchar
los jumar con las dos escalas y
empezar a subir. Dirigió la linterna
frontal hacia arriba y le sorprendió
la profundidad a la que estaba.
Arriba, a muchos metros, quizás
quince o veinte, la luz del medio
día penetraba a través del cubo de
cristal donde los usuarios del metro
cogían el ascensor para acceder al
metro. Se puso la mochila después
de sujetar el piolet a la trabilla.
Fijó los jumar a uno de los cables
que sujetaban el ascensor deseando
que no fallara. Nunca lo había
usado en cables metálicos. Metió el
pie derecho en la escala y comenzó
el ascenso. Paró un par de veces a
descansar. Cuando estaba llegando
arriba apagó la linterna. La luz,
matizada por vidrio verde,
iluminaba el hueco y Gonzalo tuvo
la sensación de estar dentro de una
pecera. El aire que entraba a través
de las rejillas de ventilación era
fresco. Alcanzó el nivel de la calle
y continuó cuatro metros más hasta
alcanzar el techo metálico que
cubría el cubo del ascensor.
Gonzalo rezó para que los vidrios
de un verde oscuro impidieran que
ningún zombi le viera desde el
exterior. En el centro del techo
había una trampilla similar a la que
había forzado en el ascensor.
Mientras procedía a desenganchar
el piolet de la mochila osciló
levemente. Le costó un buen rato
abrir una rendija en la trampilla lo
suficientemente ancha como para
meter la punta del piolet y forzar el
cierre. Por fin, con un chasquido, la
cerradura saltó.
Tenía el corazón acelerado y
estaba deseando salir al exterior y
sentir el calor del sol en su rostro.
Sin embargo decidió ser prudente.
Aún notaba en el tobillo la presión
de aquella garra. Asomó la cabeza
por la trampilla lo justo para
inspeccionar los alrededores.
Desde su atalaya tenía una buena
perspectiva de la calles que
confluían en la plaza, San
Bernardino y Amaniel. Recordaba
haber estado en esta zona comiendo
con su amigo en un restaurante
chino especializado en tallarines
hechos a mano delante de los
clientes.
Se quitó la mochila y la sacó al
tejado de la estructura. Después
salió reptando por la trampilla
hasta quedar tumbado boca abajo.
Un marco metálico rodeaba el
tejadillo de la cabina, como un
pequeño parapeto que le ocultaría
de la vista si no levantaba
demasiado la cabeza. Le apetecía
fumarse un cigarrillo pero no le
pareció seguro. Quedaban unas
cuantas horas para que el sol se
ocultara de modo que se acomodó
para aguantar hasta que la
oscuridad le ofreciera algo más de
cobertura. No sabía si los zombis
verían bien por la noche pero
confiaba en que la oscuridad le
ayudara a llegar con vida hasta la
oficina de la Asociación.
Dibujó mentalmente una ruta
para llegar hasta allí sin pasar por
la calle San Bernardo. Subiría por
Amaniel hasta la Plaza de Las
Comendadoras. Allí empezaba una
calle que desembocaba, creía
recordar, justo enfrente del edificio
donde estaba la Asociación. Se dio
cuenta entonces que no había
pensado cómo avisar a Hugo para
que le abriera la puerta. No podía
llegar y aporrear hasta que le
abriera. No duraría ni un minuto en
medio de la calle. "Maldita sea.
Tenía que haberlo previsto antes",
pensó con amargura.
“Confirme el código PIN”

Gonzalo sacó el móvil del


bolsillo. Lo encendió. Aún le
quedaba un poco de batería. Al
principio de la crisis lo encendía
por la noche durante un minuto para
ver si había cobertura. Después
dejó de hacerlo cuando su prioridad
se centró en buscar comida y agua
en su edificio. Apagó el móvil y se
giró sobre su costado hasta ponerse
boca arriba. Miró las fachadas de
los edificios que rodeaban la
pequeña plaza. Algunas ventanas
estaba abiertas de par en par y en
algunos balcones trapos rojos
ondeaban deshilachados y
desteñidos por el sol. Algunas
nubes grises se movían rápidas por
un cielo sin pájaros. Comenzaba a
refrescar. Gonzalo cerró los ojos
amodorrado. Le vencía el
cansancio. Cuando estaba a punto
de dormirse una idea le despejó la
mente. Sacó el móvil del bolsillo y
lo encendió. Activó el bluetooth y
al cabo de unos segundos un
mensaje le apareció en la pantalla.
"iPhone de Hugo A. desea enlazar
con su iPhone. Confirme el código
PIN...". Gonzalo pulsó confirmar.
Estaban conectados.
No se lo podía creer...
Escribió una nota y la guardó.
Abrió iFile y seleccionó la nota
para compartirla con el móvil de su
amigo. Una euforia como no sentía
desde hace meses casi le hizo
gritar. Le apetecía saltar de su
atalaya y echar a correr hasta la
oficina atizando en la cabeza a
todos los zombis que se le pusieran
delante. A cabo de unos minutos
empezó a inquietarse al ver que no
le llegaba respuesta. Le quedaba
muy poca batería y el bluetooth la
consumía más rápido de lo que
hubiera sido deseable. Una hora
más tarde, cuando la oscuridad era
ya total en la plaza, decidió apagar
el móvil. Estaba desconcertado. Era
posible que su amigo mirara el
móvil sólo de vez en cuando. Era
evidente que disponía de
electricidad, sino hubiera sido así
no habría podido conectar con su
móvil... Quizás lo dejaba encendido
y sólo lo consultaba de vez en
cuando. Suspiró deseando con todas
sus fuerzas que su amigo echara un
vistazo al móvil cuanto antes. Se
preparó a pasar la noche en aquel
lugar.
Las siguientes horas las
consumió observando a los zombis
que pululaban por la zona. En la
plaza sólo había dos. De vez en
cuando alguno llegaba andando
lentamente por alguna de las calles,
daba un par de vueltas por la plaza
y se marchaba. Más arriba, por la
calle Amaniel, parecía que no había
ninguno. Sin embargo sabía por su
experiencia como observador desde
la terraza de su casa que había
muertos vivientes que quedaban
durante días paralizados en
cualquier rincón hasta que algo les
llamaba la atención y se movían. En
cualquier sitio podía haber zombis:
detrás de los contenedores de
basura, dentro de un portal, detrás
de un coche o sentados en la acera
como mendigos esperando una
moneda.
Cada hora, hasta media noche,
encendía el móvil y se conectaba
con el de su amigo pero no le
llegaba respuesta. Le estaba
venciendo el sueño y se esforzó por
mantenerse despierto. Si se dormía
y roncaba no tardaría en estar
rodeado de muertos vivientes. En
ese caso sólo podría volver a bajar
al metro y buscar otra salida.
Tienes un mensaje

Acababa de amanecer y Hugo y


Eva ya estaban trenzando las
cuerdas para unir las baldas. Al
cabo de una hora Eva se acordó del
móvil que habían dejado en el
tejado. Hacía varios días que no
subían a comprobarlo. Al principio
lo hacían todos los atardeceres.
Subían con esperanza, pero según
pasaban los días y el móvil no
mostraba ningún tipo de actividad
fueron espaciando las subidas. A
ninguno de los dos les gustaba
acceder al tejado en los últimos
tiempos. Les recordaba que allí
fuera el mundo estaba muerto.
Además un aire cada vez más frío
llegaba desde la sierra y ululaba
entre los edificios fríos como rocas.
Eva se ofreció voluntaria mientras
Hugo se peleaba con las cuerdas.
Aquello, poco a poco, iba
pareciéndose a una escala. Al cabo
de unos minutos regresó y saltó por
la ventana al patio. Traía el móvil
en la mano. Muy despacio se acercó
hasta Hugo.
– Esto avanza, guapa. Vete
haciendo la maletas, que nos vamos
en un par de horas.
– Ache. Tenemos novedades.
Deja eso. Hay un mensaje en el
móvil, dijo, agitando el iPhone con
una expresión preocupada en el
rostro.
@@
Gonzalo contempló desde su
atalaya el amanecer. Los rayos de
sol penetraban entre los edificios
que rodeaban la plaza y arrancaban
destellos en los vidrios de las
ventanas de los pisos más altos.
Tenía los músculos agarrotados.
Tenía unas ganas horrorosas de
estirarse y de mear. Se arrastró
hasta ponerse encima de la
trampilla, abrió la bragueta de los
vaqueros y dejó que el pis cayera
por el hueco del ascensor. Después
volvió a su posición y encendió el
móvil. El indicador de carga
marcaba un escueto 10%. Apenas
unos minutos con el bluetooth
encendido y el móvil quedaría
muerto. Gonzalo pulsó Ajustes y
disminuyó al mínimo posible el
brillo de la pantalla. También
desconectó la opción de conexión
por wifi. Cuando terminó los
ajustes conectó el bluetooth. Casi le
da un infarto cuando entró en iFile y
vio que había un archivo nuevo.
@@
Hugo soltó las cuerdas y cogió
el móvil que le tendía Eva. La
pantalla mostraba la aplicación
iFile, con un archivo que decía <te
invito a una cerveza.G.>
Se incorporó de un salto y sintió
que se mareaba.
– Es de ayer, dijo Eva con
apenas un susurro.
Hugo la miró sin decir nada
unos segundos. Entonces se dirigió
a la ventana del consultorio y entró
al edificio. Subió las escaleras de
cuatro en cuatro con Eva detrás.
– ¡Corre, ostia! ¡Hay que
contestarle, es Gonzalo!
Subieron al tejado casi sin
aliento. Le dio el teléfono a Eva y
le dijo que se conectara con
Gonzalo. En cuanto enlazaron por
bluetooth le pidió que le preguntara
que dónde estaba. La lentitud del
proceso le desesperaba: Eva
escribía una nota de texto, la
guardaba en iFile y tenía que
esperar a que Gonzalo la leyera.
<donde estas>
Gonzalo recibió el mensaje y
contestó nervioso.
<sobre la entrada del ascensor
de metro conde de toreno>
Hugo dictó a Eva lo que tenía
que escribirle después de recorrer
con la mirada la calle de San
Bernardo y la bocacalle que
desembocaba justo enfrente del
convento. Eva tecleaba a gran
velocidad comiéndose caracteres.
<sube x amaniel asta
comendadoras y sigue x quiñones.
stoy viendo esa calle dsde tejado y
stá despjada. Sbernardo petada.
Intentaremos distraerlos qando t vea
aparecer x esquina. Suerte amigo>
Mientras Eva escribía Hugo se
dirigió a la claraboya.
– Vigila esa calle. Es
Quiñones. Por ahí aparecerá
Gonzalo. Ahora vuelvo.
Un par de minutos después su
cabeza apareció por la claraboya.
Traía consigo una balda metálica de
la estantería. Se acercó a Eva.
– ¿Alguna novedad?
– No, pero hay un montón de
zombis en San Bernardo. Tu amigo
no va a poder llegar hasta aquí ni
de coña.
– Voy a usar la misma táctica
que usé cuando te ayudé a llegar
hasta aquí. Voy a tirar la balda para
que caiga en San Bernardo, calle
abajo. Hará el ruido suficiente para
que todos los zombis que están en
esa calle, entre Quiñones y Daoíz,
se muevan hacia allí, dijo
señalando con el dedo. Cuando el
tramo que tiene que recorrer
Gonzalo esté lo más despejado
posible le haré una señal para que
corra hacia el portal. Baja y
espérame junto al portón. Llévate la
palanqueta y un mechero. Coge el
spray de insecticida. Ya sabes lo
que tienes que hacer con él si es
necesario.
Hay que correr un poco

Gonzalo se quedó sin aliento.


Los ojos se le humedecieron. Lo
podía lograr. Apagó el móvil y lo
guardó en un bolsillo de la mochila
antes de ponérsela sin incorporarse.
Empuñó el piolet. Ahora debería
elegir el momento para bajar de la
cabina del ascensor. Respiró
profundamente para tranquilizarse.
Se arrastró hasta el borde borde
posterior de la cabina, se descolgó
y se dejó caer suavemente hasta el
suelo. La cabina le tapaba de los
zombis que merodeaban por la
plaza. Comprobó que ninguno
miraba hacia donde estaba él y echó
a correr por la calle Amaniel
evitando las aceras estrechas.
Aquí huele a vivo

Después de varias semanas el


barrio estaba muerto y Carlitos
sentía un hambre salvaje.
Anduvo durante semanas por las
calles buscando en vano rastros de
vida. A diferencia de sus
congéneres no se aletargaba por las
noches. Escudriñaba las fachadas
de los edificios intentando localizar
signos de vida. Movimiento. La luz
de alguna vela. Rostros furtivos
asomados a las ventanas...
Llegó a la Plaza de España.
Papeles y hojas de periódicos se
amontonaban contra los setos. La
fuente de Don Quijote y Sancho
Panza rebosaba de agua pútrida y
estaba rodeada de restos humanos.
Dentro del agua flotaban ropas
rotas y en el fondo limoso se
adivinaban huesos. Eran los restos
de personas que desesperadas se
habían lanzado en una suicida
búsqueda de agua armados con
cubos de plástico y había sido
devorados por los centenares de
zombis que caminaban por allí.
Carlitos cruzó la Gran Vía
empujando a algunos zombis con
los que se cruzaba y subió por la
calle de Los Reyes bordeando el
Edificio España. A pocos metros un
leve rastro de vida llegó, como una
punzada, hasta el centro de su
cerebro disparando sus instintos
más primarios. Aceleró el paso
guiándose por su olfato. Cuando
llegó a la plaza del Conde de
Toreno tuvo tiempo para ver cómo
un hombre desaparecía por una
calle corriendo a toda velocidad.
Unos zombis salieron de su estupor
e inmediatamente iniciaron su
persecución. Carlitos les siguió. No
dejaría que devoraran su presa.
Aquel hombre giró al llegar a una
plaza a cincuenta metros de
distancia. Carlitos llegó a la plaza y
rebasó a los zombis que perseguían
a su presa. No era tan rápido como
él pero sí más rápido que los torpes
zombis que arrastraban los pies con
torpeza. Vio que el hombre se
agachaba detrás de un coche y vio a
otro hombre en el tejado de un
edificio a lo lejos.
Huesos entre los columpios

La calle estaba en cuesta, así


que Gonzalo decidió dosificar sus
fuerzas. Al pasar junto a la verja
que cerraba el jardín interior de un
edificio de pisos vio, entre los
árboles, docenas de muertos
vivientes. A verle se lanzaron
contra la verja y sacaron los brazos
entre los barrotes intentando
alcanzarle. Gonzalo miró por
encima de su hombro. Calle abajo
los zombis habían empezado a
seguirle. Aunque les llevaba mucha
ventana no se cansarían y acabarían
por alcanzarle si algo le retenía
camino de la oficina. Enseguida
llegó a la esquina de la plaza de
Las Comendadoras y giró para
cruzarla en dirección a San
Bernardo. Estaba despejada. Miró
de reojo los cadáveres cadáveres
devorados que había entre los
columpios de un parque infantil y
semienterrados en la arena donde
un día jugaron los niños del barrio.
Levantó la vista y vio a lo lejos la
fachada ocre del edificio al que se
dirigía. Sobre el tejado vio a su
amigo agachado. Su corazón estaba
desbocado. Dejó de correr pero
mantuvo un paso rápido. A partir
de ahora debía atravesar varios
cruces. Se paraba en cada esquina y
miraba en ambas direcciones antes
de continuar. Cuando estaba a unos
veinte metros del cruce con San
Bernardo su amigo le hizo una seña
desde el tejado para que se
detuviera. Se pegó a la pared y
miró hacia atrás. Vio que el grupo
que le seguía estaba ya atravesando
la Plaza de las Comendadoras. Uno
de ellos parecía que avanzaba más
rápido, casi corría como un ser
vivo. Gonzalo le miró con
estupefacción.
– Por Dios, date prisa, Ache,
rogó en voz baja.
Contacto visual

Eva desapareció por la


claraboya y Hugo se agazapó en una
zona del tejado desde donde
dominaba la calle Quiñones y, al
final de ésta, la Plaza de las
Comendadoras. Minutos después
vio aparecer por una esquina de la
plaza a su amigo. Le vio atravesar
la plaza corriendo. Cuando llegó a
Quiñones cambió la carrera por un
paso rápido, caminando por el
medio de la calle y deteniéndose
cuando llegaba a los cruces.
Gonzalo levantó la mirada y supo
que le había visto. Le hizo un gesto
para que se detuviera.
Hugo se incorporó para
examinar la calle. Después de unos
segundos avanzó hasta la esquina
del tejado sujetando por un extremo
la balda. Giró giró el torso como si
fuera un atleta preparando el
lanzamiento de martillo y lanzó la
balda con todas sus fuerzas. La
balda giró en el aire y planeó hasta
estrellarse contra el suelo. Le hizo
una señal a Gonzalo para que se
agachara. Un tropel de zombis
despertó de su letargo y se puso en
marcha hacia el lugar donde se
había estrellado aquella pieza de
metal. Decenas de muertos
vivientes empezaron a movilizarse
por las calles adyacentes. Cuando
Hugo vio que entre el lugar donde
estaba Gonzalo y el portal estaba
más o menos despejado le hizo una
señal a su amigo para que corriera
hacia el edificio salió disparado
hasta la claraboya. Atravesó el
desván saltando sobre las vigas,
bajó por la escalera metálica y
descendió los dos pisos todo lo
rápido que pudo.
Abajo estaba Eva escudriñando
por la mirilla. La puso la mano en
el hombro. Estaba sin aliento. Notó
que la chica temblaba.
¡Que me sueltes, coño!

Gonzalo vio cómo su amigo


lanzaba la plancha metálica y la vio
planear dando vueltas mientras caía
y después oyó el ruido que hizo al
chocar contra el asfalto. Hugo le
hizo un gesto con la mano para que
se agachara. Gonzalo se ocultó tras
el capó de un coche aparcado. Un
grupo de zombis cruzó la esquina
con San Bernardo sin verle, con los
brazos levantados, dirigiéndose
tambaleantes hacia el lugar donde
la plancha metálica había caído. Se
incorporó y vio que su amigo le
hacía un gesto enérgico para que se
dirigiera hacia el edificio. Después
desapareció del tejado.
Carlitos estaba a un centenar de
metros de Gonzalo y oyó también el
ruido. Carlitos vio como Gonzalo
se incorporaba y echaba a correr.
Intentó avanzar más rápido. Se le
iba a escapar. Una furia salvaje se
concentró en su estómago y como
una bola de fuego estalló en su
cabeza después de recorrer su
espina dorsal. El olor de aquel
hombre le hizo abrir la boca y
lanzar un rugido.
Gonzalo cruzó San Bernardo a
la carrera y dobló la esquina con
Daoíz, chocando de frente con un
zombi que venía desde la Plaza del
Dos de Mayo. Gonzalo y el zombi
cayeron al suelo. Gonzalo intentó
levantarse pero el muerto viviente
le aferró con una mano huesuda por
el tobillo. A diez metros, junto al
portal donde estaba la asociación,
había otros tres zombis que se
lanzaron contra él. Gonzalo se libró
del zombi caído con una patada y se
incorporó. Levantó el piolet y se lo
clavó al zombi más cercano en la
frente. Mientras intentaba
desclavarlo los otros dos zombis se
le echaron encima. Se revolvió con
violencia y logró avanzar un par de
metros hacia la puerta.
– Hay un grupo, dos o tres
zombis, que acaba de pasar por
delante de la puerta. Gonzalo se va
a encontrar con ellos de frente,
susurró Eva.
Hugo empuñó la palanqueta y
abrió muy despacio el portón
metálico.
– Ten preparado el mechero y
el spray de insecticida. Dirígelo
directamente contra la cara del
zombi que tenga más cerca, susurró
Hugo.
Entonces oyeron resoplidos y el
sonido de unos pasos apresurados,
después el chocar de cuerpos y la
voz de Gonzalo que gritaba entre
dientes.
– Mierda. ¡Suéltame, coño!
Y después un golpe seco, como
un hacha clavándose en un tronco
de madera podrida. Hugo abrió la
puerta y salió al exterior, seguido
por Eva.
Un par de cervezas

Gonzalo creía que estaba todo


perdido, que no lograría llegar a la
entrada del edificio, cuando la
puerta se abrió y vio salir a Hugo.
Su amigo golpeó con la palanca en
la cabeza de uno de los zombis que
le sujetaban con tanta fuerza que le
hundió el cráneo y un globo ocular
se salió de su órbita y quedó
colgando como un péndulo sobre la
mejilla del muerto viviente. Un
fluido viscoso comenzó a brotar de
la órbita y el zombi le soltó y se
derrumbó como un saco. Gonzalo se
quedó asombrado a ver que una
chica salía del portal con un bote
spray en la mano, se plantaba
delante de otro zombi y le rociaba
la cara con el contenido del spray.
Entonces la chica encendió un
mechero y una llamarada naranja
envolvió la cabeza del zombi
quemándole la cara y cegándole.
Hugo agarró a Gonzalo del brazo y
lo metió dentro del portal. La chica
seguía rociando al zombi con su
lanzallamas. La camiseta del muerto
viviente se prendió y las llamas le
envolvieron como en una pira. El
zombi agitaba los brazos como si
estuviera intentando espantar una
nube de moscas.
– ¡Eva, entra ya!
Eva retrocedió hasta el portal y
entró. Hugo cerró el portón y echó
el cerrojo.
Los dos amigos se fundieron en
un largo abrazo mientras Eva se
dejaba caer mareada sobre un
escalón.
– Tío, es increíble. Lo hemos
logrado, dijo Hugo mientras miraba
a Gonzalo de arriba a abajo. Qué
mal hueles, por cierto- añadió,
dándole un pequeño empujón.
– Sí, es que esta mañana no me
ha dado tiempo a ducharme-,
contestó su amigo sonriendo. Oye,
veo que te has dejado barba como
yo aunque a mí me queda mejor.
Preséntanos, dijo mirando a Eva
con curiosidad.
– Eva, me llamo Eva. Vamos
arriba, no soporto esos gemidos.
Desde el exterior llegaban los
furiosos gruñidos del zombi que
ardía como una tea. Unos fuertes
golpes contra la puerta metálica les
sobresaltó.
Hugo se agachó para mirar por
la ranura del buzón y se apartó
rápidamente.
– Están empezando a
concentrarse un montón de bichos
ahí fuera. Subamos.
Una vez arriba Gonzalo se quitó
la mochila y la dejó en el suelo
junto al piolet, que tenía adheridos
al filo restos óseos y pedazos de
piel grisácea con pelos. Sacó la
pistola de la cintura y la dejó
encima de una mesa. Se percató de
la mirada de sus compañeros.
– Sí, está cargada y la he
disparado. Contra un muerto
viviente, aclaró. Se la quité a un
vecino que ya no la necesitaba.
Abrió la mochila y sacó dos
latas de cerveza.
– Lo siento, tendremos que
compartirlas. Si llego a saber que
estabas aquí hubiera traído otra,
dijo guiñándole un ojo a Eva.
Llamando refuerzos

Carlitos apartó de un empujón


al zombi ardiente, que se alejó calle
abajo dejando tras él un rastro de
humo grasiento y jirones de piel
quemada que iban cayendo al suelo
como pavesas. Golpeó con furia la
puerta gritando de rabia. Sus golpes
atrajeron a más zombis que
empezaron a imitarle golpeando la
puerta con manos y cabezas y
gimiendo cada vez más excitados.
Carlitos se alejó de la puerta y se
quedó parado, en medio de la calle,
mirando el edificio. Después de un
rato empezó a caminar por la acera
rozando con la mano el muro,
buscando algún punto débil, algún
lugar por donde poder entrar. El
hambre atroz que sentía aumentaba
con la rabia de saber que había
perdido la oportunidad de
alimentarse después de semanas sin
nada que llevarse a la boca. Según
se alejaba del edificio de la calle
Daoíz el olor de aquellos seres
vivos se iba haciendo más tenue.
Recorrió las calles adyacentes sin
localizar ningún otro rastro. Cuando
regresó dos horas más tarde el
número de muertos vivientes se
había multiplicado de forma
exponencial. La calle estaba
cubierta hasta el último metro
cuadrado de zombis que se
apretujaban contra los muros del
edificio intentando pugnando llegar
hasta la puerta de metal.
Los viajes del agua

Una hora más tarde se habían


puesto al día sobre lo sucedido a
cada uno a lo largo de los últimos
tres meses. Hugo y Eva explicaron
a Gonzalo que en el convento sólo
había monjas muertas pero que una
de ellas les había dejado un plano.
Le explicaron también que estaban
preparando su marcha cuando
contactaron con él.
– Conozco esto-, dijo Gonzalo
después de estudiar el plano
durante un rato. Los viajes del agua
son unas galerías que se excavaron
para traer agua a Madrid en el siglo
XVII o XVIII. La parte norte de la
ciudad está más elevada que la
parte sur. Se excavaron kilómetros
de galerías para captar la aguas
freáticas y la ciudad. Algunas
galerías tenían ramificaciones para
llevar el agua a conventos o
palacios. Otras terminaban en
fuentes. Por lo que parece, un tramo
debía terminar en el pozo de las
monjas, dijo examinando el mapa
que habían confeccionado con el
ordenador. Han pasado siglos, es
probable que muchos tramos se
hayan hundido o los hayan cegado
cuando hicieron los túneles del
metro, pero hace un par de años
recorrí un tramo de una galería que
apareció cuando hicieron un parque
en la Ciudad Universitaria, en la
calle Juan XXIII. Colocaron una
placa en la entrada que explica que
ese "viaje de agua" empieza en la
Dehesa de la Villa y finaliza en el
Palacio Real.
– Creo que si la monja me dejó
este mapa es porque ella sabía que
al menos un tramo de las galerías es
accesible, dijo Hugo.
– Ya. Nos vamos de aquí para
ir a dónde... No tienes ni idea de lo
que hay ahí fuera. No duraríamos ni
una mañana en el exterior. Yo casi
no lo cuento y apenas he pisado la
calle. Aquí tenemos comida, luz y
agua... contestó Gonzalo
recorriendo con la mirada la sala
de reuniones.
– El agua se acaba, dijo Eva
entre dientes.
– Y no tenemos forma de
conseguir más. Tarde o temprano
tendremos que irnos de aquí,
aseguró Hugo.
– Enseñadme el pozo, pidió
Gonzalo después de reflexionar
unos segundos.
Bajaron a la consulta y saltaron
al patio. Gonzalo se acercó al
portón del convento y pegó la oreja
a la madera.
– Esta puerta es segura,
¿verdad?
– Sí, no te preocupes. Ninguna
monja te va a saltar al cuello hoy,
contestó Hugo.
Gonzalo se asomó al pozo y
encendió la potente linterna frontal.
– El suelo es de piedra. Parece
que hay una abertura en la pared
cerca del suelo, dijo.
Luego examinó el arco metálico
donde antiguamente iba instalada la
polea para subir el agua.
– Y por aquí queríais bajar
construyendo esta especie de...
escalera circense... - dijo mirando
con sorna la estructura a medio
construir.
– Tienes una idea mejor... dijo
Eva.
– No. Tengo cuerdas y algo de
equipo de escalada. Podemos bajar
como personas civilizadas sin tener
que construir una escalera
mecánica. Ahora vuelvo.
Un rato después, tras comprobar
su resistencia, Gonzalo sujetó una
cuerda al arco que cruzaba la boca
del pozo. Ató otra cuerda al tronco
de un ciprés como seguridad.
Preparó un arnés, subió al pretil,
enganchó el bloqueador, se ajustó
la linterna a la frente, sujetó el
piolet a la cintura y comenzó el
descenso.
– Ahora vuelvo, dijo.
Sus compañeros se apoyaron en
el pretil para observarle mientras
bajaba. Gonzalo fue soltando el
bloqueador y con los pies apoyados
en la pared de ladrillo del pozo
descendió rápidamente. Cuando
llegó al fondo del pozo examinó el
orificio, un hueco de un metro de
diámetro que perforaba la pared a
un metro del suelo.
Desde arriba sus amigos vieron
cómo se introducía en la galería y
desaparecía.
Los golpes contra el metal del
portón eran cada vez más violentos
y el ruido llegaba hasta el jardín
interior. Eva levantó la cabeza y
miró hacia la puerta del convento.
Las monjas estaban golpeando
desde dentro.
– Eva, sube a la oficina y echa
un vistazo a la calle, a ver cómo
está la situación, le pidió Hugo.
Eva regresó enseguida.
– La calle está llena de
muertos, dijo muy seria.
Media hora más tarde Gonzalo
asomó por el pretil del pozo. Tenía
las manos y las rodillas manchadas
de barro.
– Necesito pegarme una ducha
y comer algo. Después os cuento lo
que he visto, dijo sonriendo.
– Pero hay una salida...
preguntó Eva. He mirado por la
ventana y ya no caben más zombis
en la calle. Además parece que las
monjas han oído el estruendo y
están pegándose cabezazos contra
la puerta. Aquí no podemos
aguantar mucho más tiempo.
– Tranqui. Hay buenas
noticias... más o menos, dijo
Gonzalo enigmáticamente.
Mientras Gonzalo se duchaba
Hugo preparó comida. Calentó
caldo de pollo con fideos y cortó
grandes pedazos de queso.
Se sentaron en la mesa. Gonzalo
devoraba la comida. Eva no tocó su
plato. Sólo se mordía las uñas.
– Venga, tío, no nos hagas
sufrir más. Qué coño has visto.
Gonzalo se limpió la boca,
eructó y se encendió un cigarrillo.
Sacó la botella de whisky de la
mochila y sirvió tres vasos.
– Esto es vida. Hacía meses
que no comía tanto. Veamos: la
galería que empieza en el pozo va
hacia el oeste, según la brújula de
mi reloj -dijo señalando un reloj
digital lleno de botones- Como a
cincuenta metros desemboca en una
galería mayor que va de norte a sur.
Esta galería es muy amplia. Tanto
que se puede recorrer de pie. He
seguido un trecho bastante largo
hacia el norte y está en muy buen
estado. Las paredes son de ladrillo.
A unos doscientos metros el túnel
esta cerrado por una pared de
ladrillo. Pensé en regresar hasta el
cruce y caminar hacia el sur, pero
iba a tardar un buen rato y pensé
que os preocuparías.
Hizo una pausa y bebió un trago
de whisky.
Eva no resistió más y se levantó
de la silla. Cogió un cigarrillo y lo
encendió. Hugo la miró
sorprendido.
– Cuál es la buena noticia,
resopló Eva expulsando el humo
por la nariz y la boca.
– Que la pared es un tabique.
Suena a hueco y es ladrillo antiguo.
Con dos martillazos la echamos
abajo. Lo que no sé es qué habrá al
otro lado.
– Bueno, pues bajamos y lo
averiguamos. Tenemos una maza,
dijo Hugo.
– Y si detrás de la pared hay
zombis, qué. Abajo no hay mucho
espacio para defenderse... añadió
Gonzalo.
El estruendo de golpes que
llegaba desde la calle era cada vez
mayor. Hugo se levantó y abrió la
ventana. Asomó la cabeza y miró
hacia abajo. Centenares de zombis
se apretaban delante de la puerta
golpeando con cráneos y puños la
puerta de metal. Su piel se erizó al
ver que toda la calle estaba
ocupada hasta el último centímetro
cuadrado por una masa furiosa.
Pálido como el papel miró a sus
amigos.
– Creo que tenemos un
problema. Esa puerta no va a
aguantar mucho más tiempo.
Se lanzaron escaleras abajo.
Gonzalo llevaba la pistola en la
mano y Hugo se aferraba a la maza.
Se detuvieron a un metro de la
puerta que vibraba con los golpes.
– ¡No aguantará mucho tiempo.
Como sigan llegando zombis la
presión terminará por desencajar la
puerta!, gritó Hugo para hacerse oír
entre el estruendo.
Un brazo pugnaba por colarse
por la estrecha ranura del buzón con
tanta decisión que los bordes de
metal le estaban arrancando la piel.
De golpe el brazo del muerto se
coló dentro prácticamente
descarnado, pugnando por aferrarse
a los seres vivos que lo miraba
atónitos. Hugo levantó la maza y la
descargó con tanta fuerza que la
extremidad se quebró como una
rama seca. El antebrazo quedó
colgando por los tendones mientras
un líquido oscuro y maloliente
salpicaba el suelo. Con un segundo
golpe el brazo se desprendió y cayó
al suelo. Enseguida otra mano
intentó abrirse camino por el mismo
sitio.
Horrorizados retrocedieron
hacia la escalera. Los golpes
brutales y la presión de decenas de
cuerpos estaban curvando la chapa
de la puerta hacia adentro.
– ¡Arriba! ¡Hay que coger lo
que podamos y largarnos corriendo
por el pozo!- gritó Hugo sin oír a
penas su voz entre aquella
barahúnda de golpes y gemidos.
Gonzalo echó a correr escalera
arriba pero Eva permanecía
inmóvil hipnotizada por la imagen
de la puerta que iba cediendo
centímetro a centímetro. Grandes
trozos de cemento que sujetaban el
marco se estaban desprendiendo.
Las recias bisagras se estaban
desclavando. Hugo cogió a Eva del
brazo y tiró de ella con fuerza
arrastrándola hacia las escaleras.
– ¡Vamos, no te quedes parada!
Cuando llegaron arriba Gonzalo
estaba llenando de agua algunas
botellas de plástico. Se había
puesto el polar y tenía la linterna
sujeta a la frente. Hugo fue a buscar
su mochila y metió de cualquier
manera algunas prendas. Eva por
fin había reaccionado. Entró en la
sala de reuniones y cogió su
mochila. Metió dentro algunas latas
de conserva, paquetes de galletas y
trozos de queso. Fue corriendo al
dormitorio y se puso un anorak de
plumas al que había cortado las
mangas. Hugo entró en la sala y
metió el mapa en el tubo de cartón
junto con el plano que había
reconstruido con el ordenador.
Llenó rápidamente la mochila con
todas las latas de comida que pudo.
Bajaron las escaleras despacio,
aterrorizados por el estruendo y los
gemidos de los zombis. Miles de
ellos se agolpaban en la calle
presionando de forma brutal la
puerta que estaba a punto de ceder.
Entraron en la consulta y cerraron
la puerta asegurándola con el
cerrojo. No aguantaría mucho
tiempo una vez que aquella horda
entrara en el edificio, pero quizás
lo suficiente para darles la
oportunidad de descender por el
pozo.
Saltaron al patio y se dirigieron
corriendo al pozo. Gonzalo preparó
rápidamente un arnés y se lo puso a
Eva. Enganchó el extremo de una de
las cuerdas con un mosquetón al
arnés y se lo puso a Eva.
– No te preocupes. No tienes
que hacer nada. Nosotros te
bajamos a pulso. Cuando llegues al
fondo del pozo te sacas el arnés y
das un tirón a la cuerda para que lo
pueda subir..
Eva subió al pretil del pozo y se
deslizó hacia abajo mientras
Gonzalo y Hugo iban soltando
cuerda. A cabo de unos segundos
sintieron un tirón. Subieron el arnés
y Gonzalo se lo puso a su amigo.
– Ahora tú. Pesas mucho, así
que tienes que bajar sujetándote a la
cuerda de seguridad mientras yo
voy soltando cuerda.
Hugo descendió en pocos
segundos. Nada más tocar el suelo
se quitó el arnés y se pegó a la
pared al lado de Eva.
– ¡Ya han entrado! ¡Bajo!, gritó
Gonzalo.
Justo en aquel momento se oyó
un estruendo. La puerta acabada de
ceder.
Gonzalo no subió el arnés.
Trepó al pretil, enganchó el
descensor a la cuerda de seguridad
y se deslizó hasta abajo. Cuando
tocó el suelo soltó el descensor y
enfocó con la linterna a sus amigos.
Eva estaba aterrorizada pegada
contra la pared temblando
violentamente. Hugo enfocaba con
la linterna el conducto por el que
tendrían que meterse sin perder un
segundo más.
– Voy yo delante, que ya me lo
conozco. Eva, tu vete detrás de mí.
Ache, tú cierras el camino. Apaga
la linterna para ahorrar pilas. No
sabemos cuánto tiempo estaremos
aquí abajo.
– No hace falta. Es una linterna
de cuerda, dijo enseñándosela.
– Pues entonces apagaré la mía
y usaré la tuya. Mejor.
– Démonos prisa. No quiero
que me caiga un ser de esos encima
de la cabeza mientras nos
organizamos, dijo Hugo.
Gonzalo, seguido por Eva, se
metió en la galería. Hugo miró
hacia arriba. Sólo se veía un disco
azul, un pedazo del cielo de
Madrid. No sabía si volvería a
verlo o si morirían en aquel
agujero. El cielo seguiría allí aún
cuando la última vida humana se
apagara como una vela en medio de
una tormenta.
El rastro

Con un chirrido de metal la


puerta cedió.
Una marea de zombis se
precipitó dentro del portal como
una ola de carne putrefacta
rompiendo una presa. El tapón que
formaron los cuerpos impedía que
ningún zombi lograra entrar en el
edificio. Carlitos empezó a pisar
cuerpos para avanzar por aquella
alfombra de pesadilla y a gatas
entró en el que había sido un
refugio seguro hasta ese momento.
El olor concentrado a seres
vivos despertó hasta la última
neurona de su cerebro. Siguiendo
aquel rastro se dirigió a la puerta
de la consulta en planta baja.
Varios zombis lograron
desenredarse de la madeja de
cuerpos y le siguieron. Carlitos
empezó a golpear la puerta de
madera secundado por sus
compañeros. Pronto se unieron más
y la puerta cedió. Entraron en tropel
en el pequeño despacho. Los
zombis daban vueltas por la
consulta con la barbilla elevada
como si olfatearan algo. Se paraban
entonces y exhalaba gritos roncos
de furia. Carlitos vio una ventana
entornada. Un zombi corpulento se
lanzó contra el vidrio, lo atravesó
con la cabeza y retrocedió con
cristales clavados por toda la cara.
Carlitos le apartó e intentó saltar al
patio. Era algo más ágil que el resto
de muertos vivientes, pero le
faltaba la coordinación necesaria
para levantar las piernas, subir al
poyete y saltar fuera. Se dio la
vuelta y cogió del brazo al zombi
que acababa de romper el vidrio y
lo empujó hasta la ventana. Tiró de
su brazo hasta que el zombi se puso
de rodillas. Trajo otro y luego otro
más. Les obligó a doblar la espalda
junto a la ventana hasta formar una
suerte de escalera de cuerpos por la
que se arrastró hasta el hueco de la
ventana. Se dejó caer al patio. El
rastro era tan reciente que su boca
se abrió y exhaló un rugido bestial.
Se asomó al pozo y casi "vio" el
rastro, una línea etérea que flotaba
como un hilo ingrávido que
ascendía desde la boca del pozo e
impregnaba sus bordes de piedra.
Se asomó pero abajo ya no había
nadie.
A cuatro patas

Gateaban en silencio siguiendo


la senda de luz que iluminaba aquel
estrecho pasadizo.
– Mira que tengo mala suerte,
Ache, dijo Gonzalo de repente.
– ¿Mala suerte? ¿Por?,
preguntó Hugo.
– Porque después de tanto
tiempo tenemos a una chica a cuatro
patas y me ha tocado a mí ir
delante.
La tensión acumulada les hizo
reír a carcajadas.
– Pues haberme dejado a mí ir
delante, dijo Eva entre risas. De
todas formas no te me pegues
demasiado, Ache, a ver si me vas a
meter las narices donde no debes...
– Venga, chicos, un poco de
silencio, que aún no estamos
seguros, contestó Hugo ahogando la
risa.
Cuando llegaron a la parte más
ancha fue un alivio ponerse de pie.
Se limpiaron la suciedad de las
manos. Eva, que llevaba unos
pantalones cortos, tenía las rodillas
sucias y arañadas.
Gonzalo enfocó con la linterna
hacia la izquierda.
– Se supone que en esa
dirección llegaríamos hasta el
Palacio Real, dijo.
– Yo creo que tenemos que
tirar hacia el norte. La idea es
alejarnos lo más posible del centro
de Madrid. O por lo menos
intentarlo, dijo Hugo. Además,
según el plano, hacia el sur las
galerías se bifurcan en un montón
de direcciones. Sin embargo hacia
el norte el recorrido es más
sencillo. Hay menos bifurcaciones y
por tanto menos probabilidades de
perdernos para siempre bajo tierra.
Si conseguimos llegar al punto en el
que empieza la galería estaremos en
medio de la Dehesa de la Villa, o
en el peor de los casos, en la
Ciudad Universitaria. Será mucho
más sencillo salir de ciudad y
alejarnos lo suficiente. Quizás
encontremos un coche.
– ¿Y después? Preguntó
Gonzalo.
– Cómo después.
– Sí, cuál es tu plan, insistió.
– Mi plan es llegar a Asturias.
Por lo que sé, o por lo que sabía,
los controles se establecieron a las
afueras de la ciudad. Nadie pudo
salir, por lo menos mientras los
militares aguantaron en sus puestos,
pero al otro lado de los controles
las carreteras deberían estar
despejadas...
– O no...¿Crees que Silvia y...?
Gonzalo no terminó la frase,
interrumpido por Hugo.
– Creo que están bien. Estoy
seguro, aseveró mirándole a los
ojos.
– Bueno, a mí me da igual un
sitio que otro. El caso es salir de
aquí, dijo Gonzalo para rebajar la
tensión. Empezó a caminar por el
túnel.
– ¿No sabes nada de tu ex?,
preguntó Hugo, dándose cuenta de
que su amigo estaba incómodo.
– Intenté localizarla al
principio. La dejé un par de
mensajes en el móvil pero no me
contestó. Supongo que ahora...
bueno, imagino que no habrá
sobrevivido. No es que me alegre
pero si hubiera seguido conmigo yo
me habría encargado de mantenerla
viva..
El silencio cayó como una losa.
Caminaron en silencio. La galería,
de paredes de ladrillo que formaba
una bóveda de cañón, estaba en un
estado de conservación
sorprendentemente bueno, aunque
había filtraciones de agua en
algunos sitios y musgo en las
paredes. El suelo estaba cubierto
por una capa de gravilla y
relativamente seco.
– Es increíble que esto tenga
varios siglos. Parece que lo han
construido hace apenas unas
décadas, dijo Hugo.
Caminaron durante un rato hasta
que llegaron al tabique que había
mencionado Gonzalo. Hugo le pasó
la maza a su amigo y le iluminó
mientras golpeaba ligeramente en la
parte superior del tabique, justo
donde se unía al techo. Sonó a
hueco. Gonzalo retrocedió un paso
y descargó la maza contra la pared.
Saltaron esquirlas de ladrillo.
Golpeó una vez más y la maza
atravesó el tabique. El cemento que
unía los ladrillos estaba
deteriorado y apenas sujetaba los
ladrillos. Retiraron varios ladrillos
con la mano hasta abrir un hueco
por el que Gonzalo metió la cabeza
después de encender la linterna
frontal.
– Qué ves, preguntó Eva.
– Una especie de habitación
rectangular, como una cámara,
contestó Gonzalo, que retrocedió y
comenzó a golpear con la maza para
ampliar el agujero. Con dos patadas
tiró abajo los últimos ladrillos y
entraron en la cámara.
Cuatro hilos

El escalón de zombis, que


continuaban en la posición en la que
los había colocado Carlitos,
permitió que decenas de muertos
vivientes irrumpieran en el patio.
Una vez dentro, los zombis
deambulaban sin objetivo. Cada vez
entraban más. Carlitos obligó a uno
de ellos a doblarse sobre el pretil
hasta introducir la mitad superior
del cuerpo en la abertura del pozo.
Con un fuerte empujón le hizo caer
por el hueco. El zombi se estrelló
contra el suelo después de rebotar
contra las paredes. Carlitos llevó a
más muertos vivientes hasta la boca
del pozo y les empujó hasta que
formaron una alfombra de cuerpos
sobre el fondo de piedra. Carlitos
se asomó, inclinó su cuerpo sobre
el pretil y se dejó caer al vacío
encogiéndose en el aire. El impacto
fue amortiguado por los cuerpos
que pugnaban por desenredarse.
Carlitos rodó sobre su espalda y
quedó, a cuatro patas, frente al túnel
por el que habían escapado sus
presas.
Se introdujo por la abertura y
empezó a seguir aquel rastro
luminoso que inundaba sus fosas
nasales como un sabueso sigue el
olor de un conejo herido. La
oscuridad era total pero Carlitos
"veía" con nitidez ese hilo que
mezclaba, como una hebra de
algodón, tres olores diferentes. No,
cuatro. Adherido a uno de los hilos
percibió un olor mucho más leve,
dulce, casi imperceptible pero
irresistible. Se detuvo un instante
saboreándolo. Levantó la cabeza e
inspiró con fuerza. Un chisporroteo
en su cerebro le produjo una
sensación casi orgásmica.
Necesitaba encontrar al ser que
originaba aquella sensación.
Emprendió de nuevo la persecución
corriendo a cuatro patas como un
lobo hambriento.
Al cabo de un rato unas risas le
llegaron reverberando contra las
paredes de ladrillo. Se detuvo a
escuchar. Estaban cerca. El rastro
era cada vez más potente. Aceleró
el paso y al rato se detuvo de nuevo
sorprendido por golpes y el ruido
de ladrillos al romperse apenas un
centenar de metros más adelante.
Despacio se fue acercando. Le
pareció percibir una tenue luz que
se movía, palabras deformadas por
el eco. Carlitos sintió que un
rugido, un gemido bestial, se abría
paso desde sus pulmones pero lo
ahogó antes de que atravesara su
garganta. Un instinto primario de
depredador hambriento le hizo
mantener silencio, un silencio que
hasta ahora le había permitido cazar
a muchos supervivientes
atrapándoles por sorpresa cuando
salían de sus refugios para ir a
buscar comida o agua.
Un ejército de ratas

Un ejército de ratas corrió en


oleadas hacia la calle Daoíz, donde
miles de zombis se agolpaban
intentando entrar en el edificio
donde hasta hace poco tiempo se
refugiaban los únicos humanos
vivos de la ciudad. La marea de
ratas cubrió como una manta de
pelo aquella multitud torpe que se
dejaba morder. El olor de la batalla
atrajo más ratas que salieron de las
alcantarillas y los huecos y grietas
de los edificios. Era como si un
tsunami vivo y palpitante hubiera
sepultado aquellos miles de
cuerpos. Era un verdadero festín.
Cuando horas más tarde todo acabó
los esqueletos limpios, cubiertos
algunos todavía por jirones de ropa,
se amontonaban cubriendo toda la
calle como si decenas de camiones
hubieran descargado huesos hasta
cubrir cada metro cuadrado entre
San Bernardo y la Plaza del Dos de
Mayo. Después de acabar con los
zombis que estaban en la calle las
ratas acabaron con todos los que
habían entrado en el edificio.
Merodearon por su interior y
saltaron al jardín. Aún hambrientas
devoraron a varias decenas de
zombis que daban vueltas por el
patio. Una rata trepó por la
balaustrada del pozo, agitó el
hocico y saltó al vacío empujada
por su fino olfato que le indicaba
que allí abajo, aún quedaba comida.
Miles la siguieron.
Echemos un vistazo

Gonzalo y Hugo iluminaron la


cámara con las dos linternas.
Aquella estancia tenía una altura de
tres metros aproximadamente, por
cuatro de longitud y cuatro de
anchura y el nivel del suelo,
cubierto por grandes losas de
granito, era medio metro más bajo
que el del túnel. En la pared de la
derecha había unos escalones
herrumbrosos clavados como
grapas gigantes que conducían hasta
un orificio en el techo. Hugo golpeó
en la paredes, que eran sólidas. Si
viaje de agua continuaba, sería por
ese orificio. Gonzalo se quitó la
mochila y comprobó la solidez de
los escalones antes de comenzar a
subir. Lentamente subió hasta
desaparecer por esa especie de
chimenea. A cabo de un rato oyeron
su voz, que reverberó en las
paredes.
– Podemos continuar.
Descendió y se puso de nuevo
la mochila.
– El túnel continúa ahí arriba.
Esta cámara debía de ser un
remanso para que el agua no bajara
demasiado rápida.
– Según el mapa debemos de
estar en la plaza de San Bernardo,
dijo Hugo después de consultar el
mapa. A partir de aquí el túnel se
dirige hacia lo que ahora es la calle
de Guzmán el Bueno y la recorre
por debajo hasta la calle Juan
XXIII, donde están los restos de los
viajes de agua que tú visitaste,
Gonzalo.
– En marcha entonces. Lo
bueno es que si nos sigue algún
zombi que no se haya descerebrado
aún más al caer por el pozo a partir
de aquí no podrá continuar, dijo
Gonzalo.
– Ya, pero aquí nos estará
esperando si tenemos que
retroceder, contestó Eva. Vamos.
Con esta humedad me estoy
congelando.
Gonzalo trepó por los escalones
y se metió en el orificio del techo
seguido por Eva. Los escalones
continuaban otros dos o tres metros
más. Cuando llegó a la galería
horizontal iluminó a Eva. Detrás
apareció Hugo. Estaban en una
galería similar a la anterior, aunque
la pendiente era más acusada.
Caminaron durante un buen rato
hasta llegar a una zona en la que el
túnel era atravesado por unas
tuberías de color amarillo cuyas
junturas estaban unidas mediante
gruesas tuercas. Eran conducciones
de gas. Pasaron por encima. Unos
metros más adelante vieron que el
techo se abría en un pozo. Lo
iluminaron con las linternas y
vieron que ascendía cuatro o cinco
metros y que tenía unos escalones
de hierro clavados en la pared.
– Las paredes son de cemento.
Es relativamente nuevo, dijo
Gonzalo.
Aunque el túnel continuaba,
decidieron echar un vistazo para
ver a dónde salía el pozo. Les
serviría de orientación. Esta vez fue
Hugo el que ascendió después de
sujetarse la linterna de Gonzalo en
la frente y meter la palanqueta por
el cinturón. Cuando llegó al final de
los escalones apagó un momento la
linterna y pudo comprobar que la
losa redonda de piedra que tapaba
aquel pozo tenía un pequeño
orificio por el que entraba algo de
luz. Se sacó la palanqueta del
cinturón y la metió por la estrecha
juntura entre la losa y el metal que
la sujetaba, mientras se aferraba a
un escalón con la mano derecha.
Hizo palanca pero la losa no se
movió ni un milímetro. Esa postura
era difícil hacer fuerza. Lo intentó
de nuevo y logró que la punta curva
y afilada de la palanca penetrara
unos centímetros. Tiró hacia abajo
y logró separar la losa unos
centímetros. Empujó con el hombro
y la levantó un poco más. Metió la
palanca un poco más en el hueco y
la losa empezó a levantarse.
Entonces empujó lo suficiente para
desplazar aquella pesada losa hacia
un lado. La luz entró por el pozo
como una cascada dorada. Asomó
la cabeza. Lo hizo muy despacio
porque no sabía qué se encontraría
allí fuera.
Guerra y extinción

Carlitos se acercó arrastrándose


en silencio. Por fin les vio. Un
pequeña luz oscilaba ahí delante,
iluminado paredes y techo. De
pronto la luz desapareció. Aceleró
el trote hasta que tropezó con un
montón de ladrillos. Su cara se
estrelló contra el suelo y la piel del
pómulo se levantó como papel
viejo. Carlitos no sintió dolor, sólo
una leve sensación de humedad
provocada por la sangre oscura que
se deslizaba por su mejilla. Pasó
por encima de los ladrillos y entró
en la cámara en la que hasta hace un
momento habían estado aquellos
seres vivos. La oscuridad era total,
absoluta. Carlitos notaba aquellos
olores intensos. Veía cuatro hilos
luminosos que se enredaban y
mezclaban formando una enorme
madeja que ocupaba toda la
cámara. Creyó enloquecer de
hambre y de rabia. Habían
desaparecido. Se puso de pie y
recorrió toda la sala tocando las
paredes. No había puertas ni más
túneles. Levantó la cabeza
intentando desenredar aquellos
hilos de olor hasta que vio como
aquellas hebras ascendían hacia el
techo en un lateral de la cámara.
Palpó los escalones de metal.
Acercó su nariz y el rastro,
potentísimo, le sacudió la espina
dorsal. Alargó los brazos y se
agarró a la grapa metálica clavada
en la pared por encima de su
cabeza. Intentó subir una pierna
para apoyarla en el primer escalón
pero era como un borracho
intentando ascender por una escala.
La rabia le hizo gritar entre dientes.
Tiró con fuerza con los brazos y
ascendió a pulso. Cerró la
mandíbula sobre la barra metálica
sujetando todo el peso de su cuerpo
con la boca. Notó cómo las muelas
estallaban por la presión mientras
soltaba los brazos y los extendía de
nuevo hacia arriba. Cuando estaba a
punto de llegar arriba resbaló y
cayó como un saco. A estrellarse
contra el suelo oyó un crujido,
como si una madera se astillara
dentro de su pierna.
Se intentó poner de pie, pero al
apoyar la pierna derecha en el suelo
ésta se dobló en un ángulo extraño
haciéndole perder el equilibrio.
Toco el agudo fémur que había
perforado la carne y la piel y
asomaba unos centímetros a la
altura del muslo. Se incorporó de
nuevo aferrándose a la barra que
hacía de escalón. A pulso, reanudó
la ascensión por la chimenea. Tardó
una eternidad en llegar arriba. Un
líquido pegajoso manaba de su
encías destrozadas llenando su boca
y bajando por su garganta pero no
sentía dolor, sólo hambre.
A cuatro patas emprendió la
persecución. El rastro luminoso
flotaba como un humo tenue e
inaprensible por el túnel
incitándole a seguir. A cabo de un
rato oyó gritos y un ruido sordo,
luego otro. Se detuvo y olisqueó
como un perro el aire. El rastro se
hacía más leve, más tenue, como si
una tijera invisible hubiera cortado
el hilo dejándolo destensado,
diluyéndose, deshaciéndose como
el humo de un cigarrillo movido por
una ligera brisa. Avanzó
arrastrándose. El fémur rozaba el
suelo con un chirrido. Iba dejando
un rastro de grumos y sangre negra
y maloliente.
Un rato después las primeras
ratas llegaban a la cámara.
Recorrieron cada rincón, pero no
había por dónde continuar.
Siguieron llegando más y más ratas
hasta que toda la superficie entre la
boca del pozo y la cámara quedó
cubierta por aquella alfombra
temblorosa. Después de un
momento de desconcierto algunas
ratas decidieron deshacer el camino
andado saltando por encima de sus
compañeras y estallaron las
primeras peleas. Una rata clavó sus
incisivos en otra y al olor de la
sangre las ratas que estaban al lado
atacaron y devoraron a la herida en
unos segundos. Momentos después
se desencadenó una carnicería y
aquella manta peluda se convirtió
en un bullir de sangre, piel y
vísceras que duró horas. Las
supervivientes retrocedieron hasta
la bifurcación del túnel y se
dirigieron hacia el centro de la
ciudad.
Horas más tarde miles de ratas
asomaban por las alcantarillas de la
Plaza de Ópera y se unían al
ejército peludo que ocupaba ya el
corazón de Madrid. Allí se habían
concentrado decenas de miles de
muertos vivientes que habían ido
llegando por la carretera de
Extremadura procedentes de Cuatro
Vientos. La guerra entre las ratas y
los zombis fue cruenta y en un
principio pareció que los roedores,
mucho más numerosos, llevaban las
de ganar. Se habían multiplicado de
forma exponencial durante las
últimas semanas y pronto habían
agotado todo el alimento
disponible. Royeron los cadáveres
que permanecían tirados en las
calles y entraron por huecos
inverosímiles al interior de casas
de las que emanaba el olor de la
putrefacción. Pronto sólo quedaban
los muertos vivientes para saciar
ese hambre creciente que no
calmaba papeles, hojas de árboles
o restos de tela. Estos, inmunes a
los mordiscos, comían mientras
eran comidos perdiendo en el
proceso materia orgánica que
recuperaban con cada rata que
devoraban. Partían en dos a una rata
de un mordisco mientras ésta
devoraba la lengua del muerto
viviente. Otras se habrían paso a
través de los músculos de la
mandíbula inferior para asomar
dentro de la cavidad bucal del
zombi donde serían triturada por
los molares del muerto viviente.
Muchos zombis perdieron su
batalla al no poder masticar más
rápido que sus atacantes. Sus
cuerpos devorados hasta los huesos
quedaron tendidos de cualquier
manera sobre el asfalto, en los
rectángulos de los parques donde un
día hubo césped o en las escaleras
de algún portal abierto. Si hubiera
habido testigos éstos hubieran visto
que algunos de esos esqueletos
pelados, sin rastro de carne o
tendones sobre los huesos, aún
conservaban un hálito de “vida”,
por denominarla de alguna manera:
un leve movimiento en una órbita
ocular que conservaba algún
músculo que había escapado a la
voracidad de las ratas, un temblor
del hueso de la mandíbula unida
aún al cráneo por algún tendón... A
veces las ratas no lograban penetrar
dentro de cráneo y allí, en ese
compartimiento óseo, aún algún
cerebro continuaba intacto,
viviendo para sí mismo, sin órdenes
que poder transmitir al esqueleto al
que estaba unido.
En algunos lugares, ciudades
pequeñas, pueblos con pocos
habitantes, las ratas sí vencerían en
la batalla, devorando a los pocos
vivos que quedaran y a todos los
zombis de la zona. Pero incluso en
aquellos lugares las ratas acabarían
perdiendo la guerra: una vez
agotado todo el alimento -vivos,
muertos, animales, plantas, trapos,
papeles, insectos- las ratas se
volverían contra las ratas en una
cruenta guerra civil que las
diezmaría casi por completo. Es
sabido que las plagas, llegado a
cierto punto, se agotan en sí
mismas. Las que sobrevivieran a la
guerra fratricida acabarían
pereciendo de hambre y así, en
pocas semanas solo el cielo sería
testigo de la extinción de un animal
que había acompañado al hombre
desde el principio de los tiempos.
Gigante, desnudo y con una
serpiente en el pecho

Hugo miró a su alrededor. Vio


hierba agostada cubierta por hojas
secas y un par de árboles pelados y
un seto que rodeaba aquel espacio,
de unos veinte metros cuadrados.
Estaba en medio de un jardín o un
parque. Por encima de los setos
veía las fachadas de varios
edificios como un decorado sin
vida. Enfocó con la linterna hacia
abajo y la apagó y volvió a
encender. Cuando Eva llegó casi
hasta donde estaba Hugo se puso un
dedo en los labios para indicarla
que guardara silencio y salió de la
alcantarilla arrastrándose. Se quedó
tumbado sobre la hierba mientras
sus amigos iban saliendo de la
alcantarilla. Gonzalo se arrastró
por la hierba y se acercó hasta un
seto. Apartó las ramas y miró a
través de ellas.
– Es la plaza del Conde de
Valle Suchil, dijo susurrando.
Sus compañeros se acercaron
reptando y miraron a través del
hueco que Gonzalo había formado
separando las ramas con las manos.
Entonces lo vieron. Delante de
ellos al otro lado del seto dos
piernas descalzas pasaron
arrastrando los pies apenas a medio
metro de donde estaban tumbados.
Eva dejó escapar un leve gemido
asustado y Hugo le tapó la boca con
la mano, pero el muerto viviente se
detuvo. Quedó inmóvil, como si
estuviera intentando localizar aquel
ruido. Después de unos segundos se
volvió hacia donde estaba ellos y
avanzó contra el seto. Desde el
suelo vieron aparecer una cabeza
rapada que les miró como un
gigante mira a unos enanos. Aquel
ser abrió la boca y dejó escapar un
hilo de baba. Era un hombre joven,
musculoso, enorme, completamente
desnudo. Tenía tatuada en el torso
una cobra azul que subía desde el
ombligo hasta el pectoral, donde la
cobra abría una boca amenazadora
enseñando dos colmillos y la lengua
bífida.
El zombi atravesó el seto y
dobló la cintura para coger a Eva,
que se hizo un ovillo sobre el suelo.
Con su manaza agarró el tirante de
la mochila de la chica y la levantó
del suelo como si fuera una muñeca.
Gonzalo ya se había incorporado.
Cuando el zombi atrajo a Eva hacia
su boca para morderla Gonzalo
levantó el piolet y se lo clavó en el
cráneo rapado. El zombi soltó a la
chica, que cayó al suelo de
espaldas, pero en lugar de
desplomarse se revolvió
bruscamente y Gonzalo,
sorprendido, soltó el piolet, que
quedó clavado en la cabeza del
muerto viviente. Un espantoso
gemido surgió de su boca, de la que
caían coágulos oscuros y pegajosos.
El zombi se abalanzó sobre
Gonzalo y le agarró del cuello
intentando acercarle hasta su boca.
Gonzalo descargó una patada contra
los genitales del muerto viviente
aplastándoselos contra el abdomen,
que vibró como si fuera de gelatina.
El muerto viviente ni siquiera
pestañeó. Gonzalo apoyó sus manos
en el pecho de aquel ser de
pesadilla intentando mantenerle
alejado, pero tenía una fuerza
monstruosa y le estaba ahogando.
Notó que la sangre se le acumulaba
en la cabeza y le hinchaba los
globos oculares que creyó que
estallarían. Cuando estaba apunto
de ceder Hugo golpeó con la maza
el piolet que aún permanecía
clavado en la cabeza del gigante,
hundiéndolo profundamente en el
cráneo. El monstruo soltó a
Gonzalo y cayó de rodillas. Se
mantuvo en esa posición un segundo
y se desplomó como un saco.
Gonzalo boqueaba como un pez.
Se acercó tambaleándose al cuerpo
de aquel tipo y le arrancó el piolet
de la cabeza. Escupió una flema y
se lo clavó en la nuca con rabia.
Eva gritó. Una veintena de zombis
se acercaban hacia el seto con los
brazos levantados y las bocas
abiertas.
– ¡Al pozo, al pozo! gritó
Hugo.
Eva y Gonzalo se lanzaron a la
entrada de la alcantarilla. Hugo
golpeó con la maza la cabeza del
zombi que estaba más cerca
enviándole al suelo con un lado de
la cara aplastado. Se intentó
levantar sin lograrlo. Hugo golpeó a
otro zombi que había atravesado el
seto y retrocedió hasta el pozo. No
perdió el tiempo en intentar cerrar
la losa: era imposible.
– ¡Bajad rápido, que vienen
detrás!, gritó.
Cuando faltaban dos escalones
saltó y pisó mal, torciéndose un
tobillo. Se dejó caer rodando de
lado. Un dolor agudo le atravesó el
cerebro. En ese momento el primer
zombi cayó rebotando contra la
estrechas paredes del pozo hasta
estrellarse, retorcido como un
muñeco de trapo, a su lado. Encima
del zombi cayó otro y un segundo
después, otro más. Hugo se
incorporó como pudo y encendió la
linterna de la frente. Gonzalo y Eva
miraban el espectáculo alucinados,
como dos conejos sorprendidos en
medio de una carretera nocturna por
los faros de un coche. Gonzalo por
fin reaccionó y cogió a Hugo por el
brazo.
– Salgamos de aquí cagando
leches. Hay que largarse, ¡vamos!
Un parto sangriento

Carlitos avanzó cada vez más


rápido hasta llegar a la montaña
formada por los zombis que seguían
cayendo por el pozo hasta bloquear
paso. El hilo luminoso se rompía
allí. Carlitos enloquecido arañó,
mordió aquella carne que se
revolvía en una maraña que le
impedía continuar. Arrancó piel,
vísceras podridas y huesos hasta
abrirse camino a través de los
cuerpos. Tardó una eternidad pero
al fin logró emerger al otro lado de
la muralla como un bebé
monstruoso, desnudo, asomando su
cabeza en un parto de pesadilla. En
el proceso había perdido la
chaqueta del pijama. Vio de nuevo
la hebra luminosa de hilos
entremezclados y cubierto de sangre
y restos de vísceras aceleró el
paso. Algunos zombis que habían
logrado desenredarse del montón de
cuerpos deambulaban por la
oscuridad del túnel pero pronto les
dejó atrás. Ninguno era capaz,
como él, de percibir ese delgado
hilo que flotaba por el túnel
indicándole el camino a seguir.
Ninguno captaba el delicioso olor
de esas cuatro vidas, quizás la
últimas de la ciudad, a las que
deseaba por encima de cualquier
otra cosa hincar el diente.
Un jardín frondoso

Hugo avanzaba despacio por


culpa de la torcedura que le hacía
ver las estrellas cada vez que daba
un paso. A cabo de un rato dejaron
de oír aquel ruido de cuerpos
estrellándose contra el suelo.
Media hora más tarde Hugo pidió
que se detuvieran un momento.
– No puedo más. Me duele
mucho, se quejó.
– No es grave, sólo una
torcedura, susurró Gonzalo tras
examinar el tobillo a la luz de la
linterna.
Abrió su mochila y sacó un
rollo de vendas y otro de
esparadrapo. Le quitó la zapatilla
deportiva a Hugo y le pidió que se
sentara con la pierna extendida. Le
inmovilizó el tobillo en ángulo
recto y reforzó el vendaje con
esparadrapo. Después le puso la
zapatilla con cuidado.
– No sabía que supieras hacer
estas cosas, dijo Hugo entre
dientes.
– Cuando haces alpinismo en
solitario hay que tener algunas
nociones de primeros auxilios, dijo
Gonzalo muy serio. Torcerte un
tobillo en medio de un ventisca
puede suponer que te encuentren
una semana después como la momia
de Özil.
– Quién, preguntó Eva.
– Se refiere a Ötzi, la momia
que encontraron congelada en los
Alpes. Özil juega en el Madrid,
melón, contestó Hugo riendo por lo
bajo.
– Qué mas da, contestó
Gonzalo. En marcha antes de que
los zombis aparezcan por aquí y nos
coman el coco.
Eva soltó una carcajada
liberando los nervios acumulados.
– ¿Visteis al monstruo ese?
Debía medir como dos metros. Y
ese tatuaje...
– Lo peor era la polla y los
huevos que tenía... Fue como patear
un redondo de ternera... añadió
Gonzalo entre risas. ¡Ni se inmutó
el tío, y eso que se los debí
reventar!
– Qué asco, dijo Eva riéndose.
– Callad, coño, que se os debe
de oír desde la otra punta del túnel,
les interrumpió Hugo.
Un rato después llegaban a un
ensanchamiento del túnel donde
éste se bifurcaba. Se detuvieron
para decidir por dónde continuar.
– ¿Por dónde tiramos, Ache?,
preguntó Gonzalo.
– Creo que deberíamos ir hacia
la izquierda-, contestó después
examinar el mapa. Mira, dijo
indicándole a Gonzalo. Creo que
estamos aquí, dijo golpeando con la
punta del dedo una bifurcación que
marcaba el mapa. Por la izquierda
continuamos bajo la calle Guzmán
el Bueno. El otro ramal va hacia el
depósito del Canal de Isabel II.
Saldríamos en medio de una zona
con viviendas. La otra galería -dijo
señalando el ramal de la izquierda-
es la que va hacia Juan XXIII, que
será una zona más segura.
– Por la izquierda entonces,
zanjó Gonzalo.
Al cabo de un rato llegaron a un
tramo de la galería atravesado de
lado a lado por dos gruesas tuberías
naranjas que impedían el paso.
Hugo se quedó mirando las
tuberías mientras se rascaba la
cabeza.
– Estamos jodidos, dijo
Gonzalo. Hay que retroceder.
– De eso nada, respondió
Hugo. Dentro hay cables de
teléfono, dijo golpeando con la
punta del dedo una etiqueta
metálica sujeta a una de las
tuberías. Son de plástico. Podemos
romperlas y abrirnos camino entre
los cables.
Levantó la maza y la descargó
contra una de las tuberías. La
herramienta rebotó como si hubiera
golpeado un tubo de goma.
Gonzalo se aproximó y tocó la
tubería.
– Así es imposible. Hay que
golpear justo donde la tubería se
une a la pared para que no rebote.
Dame.
Aferró la maza y golpeó con
fuerza. La maza arrancó chispas al
rozar la pared. Golpeó de nuevo, y
esta vez la tubería se agrietó. Siguió
golpeando hasta que saltaron
grandes pedazos de plástico.
Debajo asomó un manojo de cables
gruesos como un brazo. Siguió
golpeando hasta romper un trozo de
unos cincuenta centímetros. Luego
comenzó a golpear la tubería que
transcurría por debajo de la
primera. A cabo de un rato se
detuvo. Se secó el sudor le corría
por la frente con la manga y le
entregó la maza a su amigo.
– Tu turno.
Media hora más tarde habían
destrozado parte de las dos
tuberías. Los cables de fibra óptica
asomaban como tendones.
Hugo los separó con las manos.
– Creo que por aquí pasamos,
dijo.
Llevaban cuatro horas en el
túnel y estaban agotados. Gonzalo
sacó una botella de agua y se la
ofreció a Eva, que dio un trago
largo. Después bebió Hugo y luego
le llegó su turno. Guardó la botella
medio vacía en la mochila. Miró a
Eva.
– Tú primero, guapa. Quítate la
mochila y será más fácil, dijo
separando los cables de fibra para
que Eva se deslizara entre ellos.
Eva metió la cabeza y los
hombros y atravesó al otro lado.
Hugo le pasó las mochilas y pasó al
otro lado, seguido por Gonzalo.
Siguieron avanzando en silencio.
Había zonas en las que la humedad
estaba deshaciendo los ladrillos.
Bastaba con rozarlos para que un
polvo rojo se desprendiera y se
pegara a sus ropas. Llegaron a un
tramo en el que las paredes y el
suelo eran de cemento y había un
canal central para recoger el agua.
Había una estrecha acera en el
lateral. Aquello se parecía más a la
idea que tenían de lo que era una
alcantarilla moderna.
Avanzaron en silencio durante
mucho tiempo, deteniéndose sólo
cuando encontraban algo que les
llamaba la atención, como una
rejilla metálica en bastante buen
estado que comunicaba con otro
túnel que discurría paralelo.
Tomaron nota por si se veían
obligados a retroceder. En algunas
ocasiones el túnel estaba perforado
por cables eléctricos que lo
atravesaban de lado a lado, o bien
les acompañaba durante un tramo
clavados en la pared para
desaparecer en una caja de
conexiones. Agotados, se
plantearon detenerse a descansar un
rato y comer algo para reponer
fuerzas, pero Eva se negó.
– No quiero pasar bajo tierra ni
un minuto más de lo necesario.
Necesito salir de aquí ya, dijo con
vehemencia.
Apretaron el paso. Fuera debía
de estar anocheciendo. Media hora
más tarde Gonzalo se detuvo de
golpe e iluminó una pared que les
cerraba el paso. Golpeó con la
maza en varios puntos de la pared.
– Hormigón. No podemos
continuar, dijo con desánimo
iluminando las paredes y el techo.
– Hay que buscar una salida,
dijo Hugo. Según el plano
deberíamos estar ya en la zona de
los Colegios Mayores.
– Pues tendremos que
retroceder. Podemos retroceder
hasta la rejilla donde vimos la
galería que iba paralela a ésta, dijo
Gonzalo. ¿Hasta dónde nos
llevaría?, preguntó dirigiéndose a
Hugo.
– Según mi mapa esa galería no
existe, así que no puedo contestarte.
Debe ser posterior al plano de la
monja. Seguramente sea un túnel de
alcantarillado.
Eva se apoyó en la pared. Rozó
distraídamente la superficie con la
palma de la mano y notó que había
unas rugosidades en el cemento. Le
pidió a Gonzalo que iluminara
aquella zona y vieron que en una
superficie bastante grande había
algo de relieve. Parecía que habían
tabicado esa superficie con
ladrillos y luego la habían cubierto
con cemento, pero examinándola de
cerca se veía que debajo había
ladrillos. Aún se podían apreciar
las juntas entre ellos. Gonzalo dio
un golpecito con la maza. Sonó
hueco. Retrocedió un paso y
estrelló la maza con fuerza contra la
pared. Saltaron fragmentos de
cemento y ladrillo. Siguió
golpeando. Levantaba la maza hasta
la altura del hombro derecho y con
un giro de cadera la impulsaba
contra la pared mientras Hugo le
iluminaba con la linterna. Se detuvo
un instante para despojarse de la
mochila y el forro polar. Al cabo de
un rato Hugo le sustituyó. No se
trataba de un tabique endeble. Era
una pared de ladrillos macizos
construida no hace mucho. Golpe
tras golpe fueron abriendo un
hueco. De vez en cuando paraban
para agrandar el agujero con la
palanca. Eva retrocedió tosiendo
por el polvo que flotaba en el aire.
Una hora más tarde habían abierto
un orificio lo suficientemente
grande para asomar la cabeza.
Pararon y bebieron un poco de
agua. Eva metió la cabeza por el
agujero e iluminó el interior.
– Es una salida. Hay unos
escalones que van hacia arriba.
Gonzalo la apartó y golpeó con
fuerza en los bordes para agrandar
el agujero. Aquellos ladrillos eran
condenadamente sólidos. Por fin, al
cabo de un rato, el hueco era lo
suficientemente grande para pasar
al otro lado. Gonzalo conectó la
linterna frontal, se puso la mochila,
se metió la palanqueta en el
cinturón y empezó a subir por los
escalones.
– Cuando llegues arriba enfoca
con la linterna hacia abajo y
apágala y enciéndela para que
subamos, dijo Hugo.
La linterna mostró un túnel
estrecho que ascendía como una
chimenea. Cuando llevaba unos
veinte escalones se detuvo y enfocó
la linterna frontal hacia arriba sin
lograr distinguir el final. La
perspectiva estrechaba la chimenea
y parecía que estaba ascendiendo
por el interior de un cono. Se
detuvo a descansar. Se sujetó con el
antebrazo a uno de los escalones
metálicos y se frotó las palmas de
las manos llenas de ampollas.
Calculó que habría ascendido por
lo menos quince metros. Si
resbalaba... Por fin, a un par de
metros del final vio una tapa de
cemento. Subió todo lo que pudo y
empujó con el hombro haciendo
fuerza con las piernas. La tapa no
cedía. Subió un escalón más, apoyó
la parte posterior del cuello y los
hombros y empujó con fuerza hacia
arriba. Cuando creyó que las
vértebras iba a salir disparadas de
su espalda la tapa cedió,
desencajándose del cerco que la
rodeaba y moviéndose unos
centímetros. Mientras la sostenía
con el hombro sacó la palanca del
cinturón y logró colarla por el
hueco. Tiró de la palanca y la tapa
se movió un poco más, lo suficiente
para sacar las manos y empujar
hacia arriba, abriendo del todo la
salida. Apagó la linterna. Era noche
cerrada. Gonzalo asomó la cabeza y
miró al rededor. A su alrededor
sólo había plantas, un espeso
follaje formado por rosales,
arbustos de lavanda y de romero,
palmas...
Salió reptando como un gusano
entre los arbustos y examinó a su
alrededor. Estaba en un jardín y a
pocos metros había un edificio de
ladrillo. Parecía una residencia.
Inspiró con fuerza el aire fresco
hasta marearse. Olía a tierra fresca,
a humedad, a plantas, a vida... Se
olvidó de las ampollas que tenía en
las manos e hizo la señal. Un rato
más tarde Hugo emergía por la
alcantarilla. Había subido a
oscuras.
– Le he dejado la linterna a
Eva. No iba a dejarla allí abajo sin
luz. Creí que no lo lograba... No
sabes lo que es subir a ciegas...,
susurró.
Gonzalo se quitó la mochila y
sacó un rollo de cuerda. Hizo un
nudo en un extremo y sujetó un
mosquetón. Se asomó y abajo vio
moverse la luz de la linterna de que
tenía Eva. Deslizó la cuerda..
Cuando notó dos tirones empezó a
recoger cuerda hasta que las
mochilas de Hugo y de Eva
aparecieron por la abertura.
Después preparó un arnés y lo dejó
caer por la alcantarilla para
asegurar a Eva mientras subía.. Ésta
dio un par de tirones a la cuerda y
empezó a subir mientra sus
compañeros iban recogiendo
cuerda. Un rato después Eva asomó
por la alcantarilla.
– Menos mal que me habéis
subido. Creo que abajo hay alguien,
o algo...
Os oigo

La cabeza de Carlitos chocó


violentamente con la tubería
destrozada. Palpó con las manos y
se deslizó sin dificultad entre ellos
La hebra luminosa flotaba en el
aire. Se aferró a ella como un
sabueso al rastro de un animal
malherido. Cuando llevaba un rato
avanzando oyó golpes que
resonaban lejanos y se
multiplicaban con el eco del túnel.
Le pareció oír voces. Se detuvo un
instante y se incorporó. Ahí estaban
sus presas, casi al alcance de su
mano. La hebra era más visible
según avanzaba. Saboreaba casi la
carne de la que procedían esas
moléculas de olor. Pronto comería
hasta el hartazgo. Los golpes
sonaban cada vez más cerca.
Avanzó despacio, arrastrándose por
el cemento del suelo. Silencio. Los
golpes cesaron.
El colegio mayor

– ¿Qué has visto?, preguntó


Gonzalo.
– No he visto nada, pero me ha
parecido oír como si alguien se
acercara arrastrándose hacia donde
estaba.
Gonzalo y Hugo se miraron y
sin decirse nada movieron la tapa
de cemento hasta encajarla en el
hueco.
– No encendáis las linternas
aún. Creo que estamos en un
colegio mayor, dijo Hugo. Si
podemos entrar y es seguro, quizás
podríamos descansar antes de
continuar...
– Me parece una buena idea,
asistió Eva.
Atravesaron aquella selva de
plantas. A cinco o seis metros de
donde se encontraban había una
verja metálica que cerraba el
recinto. Al otro lado había una
calle, aunque la oscuridad no les
dejaba ver mucho más. Se
dirigieron en silencio a la entrada
del edificio. Era una puerta doble
de cristal cerrada por una reja con
candado. Las ventanas de la planta
baja estaban también enrejadas.
Fueron bordeando la fachada hasta
doblar la esquina. Un poco más
adelante había un muro de ladrillo
de unos dos metros de altura con
una puerta metálica que estaba
cerrada. Gonzalo se izó a pulso
para mirar al otro lado.
Una veintena de cuerpos

Gabriel arrastró el cuerpo hasta


los árboles y lo dejó junto a los
otros zombis. Se limpió las manos
en la hierba y después limpió el
hacha. Se sentó en el suelo y se
apoyó en el tronco de un árbol.
Miró el cielo cubierto de nubes.
Hoy habían sido tres. Mañana quién
sabe. No les quedaba comida.
Llevaban varios días alimentándose
con patatas a las que les habían
salido raíces y que empezaban a
agusanarse. Tenía que convencer a
Irene. No aguantarían mucho más en
la casa. Miró los cuerpos
amontonados. Había enterrado a los
primeros, pero después dejó de
hacerlo. Los arrastraba hasta allí y
volvía a la casa. Había más de
veinte cadáveres.
Se levantó y se dirigió hacia la
casa.
Irene miraba desde la ventana
del salón. Cerró la cancela y entró
en la casa. Dejó el hacha apoyada
en la puerta. Entró en la cocina y se
lavó las manos. El chorro de agua
era apenas un hilo de color marrón.
– Irene.
Silencio.
– Irene. Tenemos que irnos.
Vamos a morir aquí. No quiero
morir aquí. Tenemos que irnos, dijo
elevando la voz.
Irene entró en la cocina y se
echó el pelo a un lado.
– Y a dónde vamos a ir...
– No lo sé.
– No hay donde ir.
– Pero tenemos que irnos.
– Fuera no duraremos.
– Aquí tampoco.
El silencio denso como una
piedra aplastó los hombros de
Irene, que se abrazó y bajó la
cabeza.
– Mañana temprano nos vamos,
insistió.
Antes del amanecer Gabriel
entró en el dormitorio de Irene. Se
quedó unos segundos de pie, en
medio de la habitación.
– Irene.
– Sí. Estoy despierta. Llevo
horas despierta.
– Tenemos que irnos.
– Tengo miedo, Gabi.
– Y yo.
El escaso equipaje estaba ya
preparado en la cocina: una
mochila en la que habían guardado
algunas prendas que habían ido
quitando a los zombis antes de
llevarlos a los árboles y una garrafa
con agua. La noche anterior Gabriel
había filtrado el agua marrón con
filtros de café, pero en el fondo de
la garrafa se había depositado una
capa de limo. Sabía a tierra pero
era lo único que tenían. Amanecía
cuando salieron al sendero. No se
molestaron ni siquiera en cerrar la
puerta. Para qué, había dicho
Gabriel. Comenzaron a caminar
hacia el norte.
Arriba, arriba

Se detuvo y levantó la cabeza.


Allí, al fondo, en medio de aquella
profunda oscuridad Carlitos vio la
hebra formando una nube que
ocupaba todo el espacio entre el
techo de bóveda y el suelo. Los
cuatro hilos se mezclaban como en
un enorme ovillo que se introducía
en la pared. Avanzó despacio y
siguió el rastro hasta el final de la
galería. Chocó contra el muro. Se
incorporó y olfateando siguió
aquella hebra muy despacio. Ésta
desaparecía en la pared. Palpó los
ladrillos rotos del agujero y entró.
Levantó la cabeza y justo en ese
momento oyó el ruido que hacía la
tapa de cemento al encajar en el
hueco. Exhaló un gemido de rabia y
elevó sus manos hacia arriba
impotente. Tan cerca, tan cerca...
No veía el túnel que ascendía.
Tan sólo veía esa hebra luminosa
de olores entrelazados que ascendía
y arriba se interrumpía formando un
ovillo con el extremo cortado. Se
aferró a las argollas de metal
clavadas a la pared escalera y
comenzó a trepar impulsado por el
agudo dolor del hambre insaciable
y la rabia. Se dio cuenta que podía
subir tirando de su cuerpo con los
brazos y apoyando las piernas en
los escalones. Un instinto le
impulsó a conservar los dientes que
le quedaban en su maltrecha boca
para devorar a sus presas, así que
perdió algo de tiempo aprendiendo
a coordinar las extremidades para
ir ascendiendo poco a poco. No
sentía cansancio, solo un dolor
insoportable en sus entrañas que
sabía se calmaría cuando devorara
aquella carne todavía viva.
Paulina Rubio y unas braguitas de
Hello Kitty!

– Una piscina, susurró


Gonzalo.
– Creo que estamos en la calle
Juan XXIII. Hemos llegado hasta el
lugar donde se interrumpe el viaje
del agua. Debieron cerrar la galería
cuando edificaron esta zona y
cruzando esa calle debería estar el
parque donde encontraron la
continuación de las galerías que tú
viste, Gonzalo.
Saltaron el muro. Estaban en la
parte posterior del edificio, una
extensión de unos cuatrocientos
metros cuadrados de césped
cubierto por hojas secas, con una
piscina rectangular en medio. Había
algunas tumbonas de plástico
blanco apiladas en una esquina
junto a una mesa de jardín hecha
con gruesas tablas de madera. Un
par de sauces alargaba sus ramas
casi hasta el suelo.
– Qué pena que haga frío. Si
no, me pegaría un baño, aseguró
Hugo.
– Vamos a buscar una entrada
al edificio, contestó Gonzalo
examinando la fachada del edificio.
Había una puerta bajo un
pequeño porche. Comprobaron que
estaba cerrada. Sobre el porche
había una hilera de ventanas de las
habitaciones de los estudiantes.
– Movamos esa mesa hasta la
pared para subir hasta el tejadillo
del porche. Desde arriba podremos
entrar por esas ventanas del primer
piso, dijo Hugo señalando las
ventanas.
Mover la mesa no fue fácil.
Pesaba un quintal. Entre los tres
lograron levantarla unos
centímetros y con mucho esfuerzo
acercarla hasta el porche. Gonzalo
fue a por una tumbona y la puso
encima de la mesa. Se subió y trepó
hasta el tejadillo. Una de las
ventanas tenia la persiana subida.
Gonzalo la forzó con la palanqueta
teniendo cuidado con no hacer
ruido ni romper el cristal. Era
posible que hubiera alguien dentro
y sería mejor no llamar la atención.
Saltó al interior y encendió la
linterna. Mientras Gonzalo
inspeccionaba el dormitorio Hugo
abrazó a Eva, que no paraba de
temblar.
– No sé si es frío, miedo o
agotamiento, pero no puedo parar
de temblar... Además, me estoy
haciendo pis, dijo conteniendo una
risa nerviosa.
Segundos más tarde Gonzalo
asomó la cabeza por la ventana y
les llamó con un susurro.
– Subid. Despejado.
Una vez dentro del dormitorio
bajaron la persiana con cuidado y
encendieron las linternas. Era la
típica habitación de estudiante
decorada con carteles de grupos y
fotos clavadas con chinchetas en un
corcho. Un póster de Paulina Rubio
ocupaba la pared a la que estaba
pegada la cama. Había pequeño
escritorio con un flexo y una
estantería con libros y carpetas y
una banderita de México. En la otra
pared había un armario empotrado.
Eva lo abrió y casi grita cuando vio
que estaba lleno de ropa. Abrió los
cajones y encontró ropa interior,
camisetas y varios jerséis. En la
parte inferior del armario había un
par de zapatillas de deporte, unas
sandalias de plástico de piscina y
unas botas de cuero. En la balda
superior había más ropa
cuidadosamente doblada. Una
puerta corredera comunicaba con un
pequeño cuarto de baño que tenía lo
básico: ducha, lavabo y retrete.
– ¿No te estabas haciendo pis,
Eva? Pues dale. Deja ya de mirar la
ropa, que no estamos de compras...
Dijo Hugo señalando el cuarto de
baño.
Mientras tanto Gonzalo
escudriñaba por las rendijas de la
persiana para comprobar que en el
exterior no se movía una hoja.
– Hoy dormiremos en una
cama. No me lo puedo creer,
suspiró Hugo. Ya no me acuerdo
qué se siente al dormir sobre un
colchón, con sábanas y una
almohada de verdad...
– Yo no me acuerdo lo que es
dormir con una mujer... -le
interrumpió Gonzalo con una risilla.
-Oye, tú y Eva...-, insinuó haciendo
el expresivo gesto de juntar los
dedos índices.
– ¡Gonzalo, te estoy oyendo!,
susurró Eva con fuerza desde el
minúsculo baño. -A ti no te
importa! dijo muy seria asomando
por la puerta mientras se abotonaba
el pantalón.
– Bueno, era sólo curiosidad.
Como habéis pasado tanto tiempo
juntos…
– Venga, vamos a explorar un
poco esto, no sea que mientras
hablamos de nuestra vida sexual los
zombis estén subiendo por las
escaleras, contestó Hugo mientras
abría la puerta de la habitación.
Salieron despacio al pasillo,
que tenía puertas en ambos lados.
Al final había una escalera.
Decidieron explorar primero la
planta baja. Hugo llevaba la
linterna de cuerda en una mano y la
palanqueta en la otra. Gonzalo le
seguía con el piolet levantado. Eva
cerraba la comitiva.
La escalera conducía
directamente al vestíbulo. En un
lateral, al lado de la entrada al
edificio, había un mostrad con
casilleros para las llaves y un
teléfono. Enfrente había un par de
sofás y una cabina telefónica. En la
parte más alejada de la entrada
había una puerta doble de madera
oscura con un cartel encima que
decía: CAFETERÍA. Estaba
cerrada. Forzaron la cerradura con
la palanqueta. Un espantoso hedor
les hizo retroceder cuando abrieron
la puerta del todo. Gonzalo se tapó
la nariz y la boca con la manga y
encendió la linterna frontal.
– Eva, échate a un lado, vamos
a ver que hay aquí dentro.
Los dos hombres entraron
conteniendo la respiración. Había
mesas y sillas volcadas. Las
linternas iluminaron los restos de
varios cadáveres amontonados en el
suelo en medio de la sala. Había
polvo flotando en el aire, partículas
brillantes que danzaban iluminadas
por las linternas. Avanzaban
despacio cuando un ruido
procedente del fondo de la sala les
sobresaltó. Enfocaron las linternas
hacia el punto desde donde
procedía el ruido e iluminaron los
ojos opacos de un zombi que se
dirigía hacia ellos volcando sillas.
Un rugido gutural les heló la sangre.
Gonzalo retrocedió y tropezó con
una silla perdiendo el equilibrio. El
muerto viviente se abalanzó contra
él tirándole al suelo. Gonzalo soltó
la maza y cayó de espaldas mientras
levantaba los brazos para mantener
separado al zombi. La linterna
frontal iluminaba un rostro
desencajado, de piel grisácea, con
una boca ávida y babeante.
– ¡Ayúdame, golpéale con la
palanca!, gritó.
Hugo levantó la palanqueta y la
descargó varias veces en el cráneo
hasta que el monstruo se derrumbó
sobre su amigo. Gonzalo giró sobre
su espalda y empujó el cuerpo a un
lado, donde quedó completamente
inmóvil. Cogió la maza y se
levantó rápidamente para golpear
con ella la cabeza del atacante, que
quedó aplastada como un melón
maduro. Los dos amigos quedaron
inmóviles mirando al zombi que les
había atacado. Un charco de líquido
oscuro y espeso apareció debajo de
lo que quedaba de la cabeza del
atacante.
Era un hombre fornido. Vestía
un pantalón gris y una camisa
blanca de manga corta. Debía de
ser el vigilante del colegio. Cuando
estuvieron seguros de que no se
movería se acercaron al montón de
cuerpos que había en medio de la
cafetería.
Las linternas iluminaron
aquellos restos espantosos. Había
por lo menos cuatro cadáveres
resecos y completamente devorados
y era imposible saber si eran chicos
o chicas. Eran alumnos que
permanecieron en el colegio cuando
acabó el curso y que se habían
refugiado en la cafetería pero el
vigilante debió de entrar por otro
lugar y les sorprendió sin que
pudieran escapar. Examinaron el
resto de la cafetería. Detrás de la
barra había una puerta que conducía
a la cocina. La franquearon con
precaución. Las linternas
iluminaron restos de comida reseca
en cacerolas sobre los fogones y en
los mostradores. La puerta que
comunicaba la cocina con el pasillo
de servicio tenía la cerradura rota:
era por donde había entrado el
vigilante. El pasillo llevaba hasta el
comedor, donde había con grandes
mesas redondas y un mostrador
metálico de autoservicio.
Decidieron revisar todo el
edificio a pesar de su agotamiento.
No habían llegado tan lejos para ser
sorprendidos durante el sueño por
una horda de estudiantes muertos
hambrientos. Una hora después
habían finalizado la inspección. Las
habitaciones estaban cerradas y
decidieron no abrirlas. Bajaron de
nuevo a la cafetería. Gonzalo abrió
la cámara que había detrás de la
barra y les mostró una cerveza
coronita sonriendo. Sacó otras dos
y las abrió.
– Señores, les invito a una
cervecita. No está fresca pero se
puede beber.
Abrieron varias bolsas de
patatas fritas que cogieron de un
expositor. Ahora se daban cuenta
del hambre y la sed que sentían.
– Me da mal rollo beber y
comer aquí con los cuerpos de esos
pobres chicos ahí tirados. Además
el hedor es horrible, dijo Eva.
– Pues tenemos dos opciones, o
sacarlos de aquí, a lo que no estoy
dispuesto, o subirnos con la comida
que encontremos a una habitación y
comer allí. ¿Qué opinas, Gonzalo?,
preguntó Hugo.
– Yo prefiero hacer botellón en
un dormitorio, contestó con una
sonrisa.
Subieron al dormitorio por el
que habían entrado al colegio con
provisiones que habían encontrado
en los armarios: un queso manchego
un poco seco, un paquete de pan
tostado, latas atún en aceite, un
chorizo, botes de aceitunas rellenas
de anchoa y varias botellas de
cerveza. Mientras devoraban la
comida decidieron que dormirían
los tres en esa habitación. Traerían
un par de colchones y bloquearían
la puerta con el escritorio. Si
alguien intentaba entrar a la fuerza
sólo tendrían que levantar la
persiana y saltar al exterior.
Forzaron las puertas de las dos
habitaciones contiguas para sacar
los colchones. Eva inspeccionó los
armarios empotrados. Necesitaba
ropa de su talla.
– Eva, vas a poder hacerte un
ropero nuevo. Te hace falta porque
con la pinta que llevas cuando se
nos eche el invierno encima te vas a
constipar, dijo Gonzalo mirándole
los pantaloncitos vaqueros cortados
casi por la ingle y el chaleco de
plumas que llevaba puesto.
– Sí, ya le he echado el ojo a
un par de cosillas. A ti te sentarían
muy bien unas braguitas que he
visto muy monas de Hello Kitty!,
dijo guiñándole un ojo.
– ¿Por qué no te las pruebas tú
primero y así veo cómo son?,
contestó Gonzalo.
Eva contestó con un resoplido.
Colocaron los colchones en el
suelo. Eva dormiría en la cama.
Se acomodaron, agotados pero
satisfechos.
– Creéis que esos zombis
sienten algo, preguntó Eva desde su
cama.
Gonzalo se rascó la barba con
fuerza.
– Parece que dolor no sienten.
Ya visteis al gigante ese del tatuaje
al que reventé los huevos...
– Pero sabrán quienes son, o
recordarán algo de su vida...
insistió Eva.
– Espero que no. Vamos, yo
creo que no. Están muertos. Lo que
está claro es que sienten hambre y
son muy agresivos. Deben de
mantener algunas funciones básicas
cerebrales, que les permiten
moverse, ver, oír, pero no creo que
tengan recuerdos o entiendan qué
les ha pasado. Creo que no pueden
mantenerse eternamente así, en ese
estado. Lo lógico es que si no
comen los músculos se tendrían que
deteriorar hasta dejar de funcionar,
dijo Hugo.
– Pues de momento, no se han
muerto del todo, contestó Gonzalo.
Quedaron sumidos en sus
pensamientos, hasta que Hugo
decidió apagar la linterna de
cuerda.
– Intentemos dormir un poco.
Yo no puedo más, dijo.
Una hora después dormían
como troncos.
Por la mañana, después de
desayunar un poco de queso y
chorizo con pan tostado, discutieron
los planes.
– Yo me largaría de aquí ya,
dijo Eva.
-Yo me quedaría unos días,
contestó Gonzalo. Este no es un mal
sitio y no parece que por aquí haya
muchos zombis.
Hugo, después de unos
segundos, argumentó que la opción
de Eva era la más razonable.
– Estamos en invierno casi. Si
queremos llegar a Asturias
deberíamos salir cuanto antes. Si
nieva podemos quedarnos
atrapados en alguna carretera. No
sabemos si encontraremos gasolina
o comida por el camino. No
sabemos si encontraremos
supervivientes o más zombis. Yo
esperaría al anochecer para intentar
llegar a la entrada del viaje del
agua que hay en el parque de
enfrente.
– Para qué esperar al
anochecer. Vámonos ya- contestó
Eva.
– No, creo que será mejor de
noche. Será más fácil llegar hasta la
entrada del viaje del agua sin que
nos vean. Imagínate que nos ve
algún zombi y nos persigue hasta la
galería, que nos metemos dentro y
que a los veinte metros está
bloqueada y tenemos que retroceder
y en la salida hay una tropa de
muertos vivientes esperándonos...
Debemos estar seguros de que no
nos han visto antes de meternos por
ese agujero. Si tenemos que dar la
vuelta, por lo menos podremos
regresar hasta el colegio para
refugiarnos y pensar qué hacer…
– Creo que Ache tiene razón,
dijo Gonzalo. Descansemos hoy.
Comamos, lavémonos y caguemos
en un váter limpio. Busquemos ropa
adecuada para el invierno. Esta
noche nos largamos.
Pasaron el día atareados. Esa
planta era de chicas. La planta de
arriba alojaba a los alumnos
masculinos. Gonzalo y Hugo
establecieron una estrategia antes
de abrir las habitaciones. Uno abría
con la palanqueta la puerta y el otro
aguardaba preparado con la maza
por si dentro había algún habitante
indeseado. Sólo tuvieron que abrir
dos habitaciones para encontrar en
los armarios ropa de su talla.
Gonzalo eligió un anorak de plumas
de color azul oscuro, unos
pantalones vaqueros, un par de
camisas y varios pares de
calcetines y calzoncillos. Hugo
encontró un anorak de esquiar gris y
negro, un jersey de lana azul,
guantes y ropa interior. Eva disfrutó
con los armarios de “sus chicas”.
Se hubiera llevado casi toda la ropa
que aquellas estudiantes tenían en
los armarios, pero optó por una
cazadora de cuero con forro de
piel, unos vaqueros que parecían
nuevos, un gorrito de lana negra y
unas botas de ante forradas de piel.
En la mochila metió también un
montón de braguitas, calcetines y
unas zapatillas deportivas de color
rosa sin estrenar.
– Jo, hace meses suspiraba por
ropa de estas marcas, dijo
acariciando las botas de ante. No
podía permitírmelo y ahora puedo
coger lo que quiera, dijo. Estas
botas son lo más. Australianas y de
piel de canguro. Quería unas como
estas, pero son muy caras.
– No, si en el fondo hemos
tenido suerte. Si esto en vez de ser
un colegio mayor fuera una
residencia de ancianos... imagínate
la ropa que habrías encontrado:
bragas con cuello vuelto y zapatos
ortopédicos... dijo Hugo
Empezaron a reír con ganas. La
luz que se filtraba por las persianas
había cambiado su humor. El
descanso y la comida les hacía ver
la situación desde una perspectiva
diferente. Estaban vivos. Estaban
seguros y tenían un plan. Siguieron
fantaseando un rato sobre lugares
disparatados a donde podían haber
ido a refugiarse. Coincidieron en
que el mejor lugar posible eran
unos grandes almacenes.
– Allí encontraríamos todo lo
necesario para vivir durante años,
dijo Gonzalo. Comida, ropa, cada
noche dormiríamos en un colchón
diferente, tendríamos bombonas
para iluminarnos y cocinar...
– Sí, pero no hay luz natural y
debe de ser horrible estar
encerrado allí a oscuras rodeados
de maniquíes por todas partes, dijo
Eva.
– Sacaríamos los maniquíes,
contestó Gonzalo.
– Además, nos quedaríamos sin
agua rápidamente, rebatió Hugo.
– Bueno, hablando de agua. Yo
me quiero lavar un poco antes de
ponerme esta ropa tan chula. Quiero
estar limpita para estrenar mis
vaqueros, dijo Eva con una sonrisa
pícara.
Se organizaron para acumular el
agua suficiente para “ducharse”.
Sacaron agua de las cisternas de las
habitaciones que habían saqueado y
que fueron transvasando a una gran
cacerola que subieron de la cocina
y que dejaron en el interior de la
ducha. Por turnos fueron entrando
en el baño donde se enjabonaban
todo el cuerpo y con un cazo más
pequeño se aclaraban el jabón
luchando contra el frío. Limpios y
con ropa nueva se sentían
pletóricos. Después de comer se
echaron una siesta para reponer
fuerzas. La siguiente etapa sería
dura.
A media tarde se dirigieron a la
cuarta planta y eligieron un
dormitorio suponían tendría una
buena vista sobre la calle Juan
XXIII y el parque donde arrancaba
el último tramo del viaje del agua.
Levantaron la persiana lo suficiente
para poder escudriñar sin que nadie
les viera desde la calle, que parecía
parecía desierta. Enfrente del
colegio, cruzando la calzada y a
unos doscientos metros, estaba el
parque. Desde la habitación se veía
una pequeña loma en cuya base
había una pared de ladrillos
blancos que enmarcaban las dos
entradas a sendos túneles como el
que les había traído hasta el
colegio.
– Según el mapa, deberíamos
meternos por el túnel de la
izquierda, que es el que se dirige en
línea recta a la Dehesa de la Villa.
Allí podremos salir al exterior sin
peligro. He estado muchas veces en
ese parque y es como un bosque
bastante apartado de viviendas o
edificios. Campo a través podemos
llegar hasta la Carretera de la
Coruña o atravesar el monte de El
Pardo. A menos que los jabalís y
los venados se hayan convertido
también en zombis no correremos
demasiado peligro, dijo Hugo.
– En cuanto podamos debemos
conseguir un vehículo. Lo mejor
sería un todoterreno por si tenemos
que salir de la carretera o embestir
algún obstáculo, añadió Gonzalo.
Quedaba una hora hasta el
anochecer. Prepararon las mochilas
en silencio. Se pusieron ropa de
abrigo y calzado cómodo y
comieron algo en previsión de no
poder hacerlo más adelante.
Cuando la oscuridad fue total
levantaron la persiana del
dormitorio y salieron al tejado del
porche. Saltaron el muro que
cercaba la piscina y rodearon en
silencio el edificio pegados a la
pared. Hugo se acercó agachado
hasta la verja que cerraba el
colegio. Vio que estaba cerrada con
una gruesa cadena unida con un
candado. Retrocedió hasta donde le
aguardaban sus amigos.
– No vamos a poder salir por
ahí, susurró. Ese candado no hay
dios que lo fuerce.
– Pues tendremos que buscar
las llaves, respondió Gonzalo. A
ver, dijo mirando a sus
compañeros, un voluntario para
registrar el cadáver del vigilante...
Eva se estremeció.
– Me pongo mala sólo con
pensar en acercarme a ese ser.
– A mí tampoco me hace mucha
gracia volver a entrar en la
cafetería, dijo Hugo.
Con un suspiro Gonzalo se
despojó de la mochila y saltó de
nuevo el muro de la piscina. Trepó
al porche y entró en la habitación.
Encendió la linterna y bajó hasta la
cafetería. Se acercó al cuerpo del
vigilante y antes de agacharse le
arreó una patada en las costillas
para comprobar que no se movía.
Después le dio la vuelta.
Rápidamente localizó una cadena
sujeta a la trabilla del pantalón que
se introducía en un bolsillo
delantero. Tiró de la cadena y salió
un pesado manojo de llaves. Con un
tirón lo arrancó de la trabilla y
deshizo el camino para regresar a la
verja de entrada. Probó varias
llaves hasta que encontró la
adecuada. El candado se abrió con
un click. Sacó la cadena intentando
no hacer ruido. Abrió la verja muy
despacio. La calle parecía desierta.
Sólo tenían que avanzar un centenar
de metros cruzando la calle hasta el
parque y meterse por la boca de la
galería.
– Vamos, no perdamos más
tiempo, dijo.
Avanzaron rápidamente y el
silencio protegidos por la
oscuridad. La luna todavía estaba
oculta detrás de los edificios y el
cielo estaba cubierto de estrellas.
Llegaron al parque y se detuvieron
en la entrada del túnel. Éste era de
ladrillo y medía casi dos metros de
altura, con el techo abovedado. En
la pared había una placa de metal
con un texto grabado casi ilegible
por los grafitis en el que se
explicaba la historia de aquella
conducción de agua potable. Había
basura acumulada en la entrada.
Botellas, un trozo de moqueta verde
y colchón sucio que algún mendigo
habría usado para dormir a cubierto
de la lluvia. Encendieron la linterna
de cuerda después de comprobar
que nadie les seguía y se internaron
en el último tramo del viaje del
agua de Amaniel, que les
conduciría hasta la Dehesa de la
Villa.
La galería estaba en un perfecto
estado de conservación. Había
grafitis en el primer tramo pero
después desaparecieron. Un
centenar de metros más adelante las
filtraciones de agua habían formado
charcos en el suelo y algunas raíces
habían logrado penetrar entre los
ladrillos y colgaban como cables
sobre sus cabezas. Mas adelante
vieron un orificio estrecho en el
techo, como una chimenea. Eran un
túnel de aireación. A los doscientos
metros encontraron otro, y después
otro más. Eva se detuvo y miró
hacia arriba, pero no se veía el
final.
– Seguramente estamos ya casi
al final. Esas chimeneas de
aireación están ya en la Dehesa de
la Villa. Se ven cuando paseas por
el parque. Están cerradas por unos
bloques de piedra. Creo que falta
poco, dijo Hugo.
Notaron que la pendiente era
ahora más pronunciada. Olía a
tierra húmeda y a musgo y el aire
era más fresco. Un centenar de
metros más adelante encontraron
una reja de hierro cerrada con un
candado. Sacaron la palanca y el
mazo para intentar arrancar la verja
de sus bisagras. El ladrillo se
deshacía como si fuese de arena.
No les costó esfuerzo desencajarla
por un lado. Tiraron con fuerza
hasta que abrieron un hueco
suficiente para pasar. Dudaron
sobre si ponerla de nuevo en su
posición para entorpecer el avance
de algún zombi que viniera
siguiéndoles el rastro o, por el
contrario, dejarla abierta por si
tenían que retroceder a toda prisa.
Decidieron encajarla de nuevo.
Unos metros más adelante el
viaje del agua se curvaba hacia la
izquierda. Avanzaron despacio,
expectantes y en silencio. A una
docena de metros el túnel acababa
en un ancho pozo que subía hasta la
superficie. Una escalera metálica
no demasiado antigua era lo único
que les separaba el exterior.
Arriba, a cuatro o cinco metros
estaba la salida. Se abrazaron
durante unos segundos.
– Lo hemos logrado, lo hemos
logrado, repetía Hugo.
– Esto hay que celebrarlo. He
metido un botella de vino en la
mochila y un sacacorchos, arriba la
abrimos, confesó Gonzalo.
– Me parece muy bien, pero me
estás tocando el culo, tío, dijo Eva
dándole un manotazo en el
hombro... Salgamos ya. Estoy harta
de túneles.
Soldando huesos

Después de horas de esfuerzo


indescriptible Carlitos llegó a la
tapa de cemento que le separaba de
la superficie. La hebra luminosa,
como un hilo roto y destensado, se
deshacía allí arriba en un ovillo de
moléculas que ocupaba todo el
espacio. Aspiró para calmar su
ansia y golpeó con los hombros la
tapa de cemento sin moverla un
milímetro. Durante horas empujó y
empujó sin descanso. Flexionaba su
cuerpo y lo lanzaba hacia arriba una
y otra vez desollándose la piel de
los hombros y abriendo heridas en
su carne. Al amanecer una pequeña
rendija filtró un rayo de luz.
Introdujo las uñas en aquella
pequeña fisura y empezó a arañarla,
arrancando fragmentos del cemento
envejecido. Horas más tarde la
rendija era lo suficientemente
grande como para meter los dedos
de una mano. Concentró todas sus
fuerzas en aquel punto y empujó
hasta que la tapa empezó a
levantarse. Centímetro a centímetro
logró desencajarla. Con un fuerte
empujón la tapa de cemento se
levantó del todo y cayó hacia un
lado. Entonces salió. Era de noche
de nuevo. Se incorporó y perdió el
equilibrio al apoyar la pierna rota.
Cayó al suelo. Metió la pierna en la
boca de la alcantarilla y enganchó
el pie en el último escalón. Se puso
de pie de golpe apoyado en la
pierna sana dando un fuerte tirón.
Con un crujido espantoso el fémur
se colocó en su sitio. Con las manos
apretó hasta notar que el hueso
encajaba. Ahora podría apoyar la
pierna sin caer. Había perdido el
rastro. En el espacio abierto las
moléculas había sido dispersadas
por la fresca brisa que se había
levantado al anochecer. Anduvo por
el jardín hasta llegar a la verja
abierta. Entonces vio, de nuevo, la
hebra luminosa. Un resto, apenas,
deshaciéndose poco a poco, en el
candado que colgaba de la cadena.
Salió a la calle olfateando como un
perro para no perder el leve rastro
que hacía menos de una hora habían
dejado sus presas: en el capó de un
coche rozado con la mano, en el
tronco de un árbol en el que se
había apoyado uno de ellos, en las
ramitas de un arbusto... Por fin vio
a veinte metros, claros y luminosos,
los hilos enredados flotando en la
boca de túnel que se abría en la
base de una loma. Corrió hacia allá
renqueante y se metió en la galería
siguiendo el rastro ahora claro y
reciente. No podía perderles de
nuevo. Esta vez, no.
Un sendero entre los árboles

La salida estaba cerrada por


una reja metálica redonda sujeta
por una bisagra. No había candado
aunque estaba un poco agarrotada.
Empujaron y se abrió chirriando.
Gonzalo asomó primero e hizo
señas a sus compañeros para que le
subieran. Una vez fuera
inspeccionaron el lugar. Estaban en
un terreno hundido en una pequeña
vaguada rodeado por una valla
metálica. Al otro lado de la valla
percibían las sombras oscuras de un
bosque. El aire olía a humedad y a
vegetación. A hojas de pino.
Cerraron la reja por donde habían
salido y siguieron la valla sin
encender las linternas buscando una
puerta para salir de aquel recinto.
La encontraron enseguida. Estaba
cerrada únicamente por un cerrojo
de pasador. Allí comenzaba un
sendero estrecho de tierra que la
maleza había empezado a cubrir. El
sendero serpenteaba subiendo entre
los árboles. Lo siguieron en
silencio hasta que llegaron a un
camino de tierra mucho más ancho.
La luna, casi llena, asomó por
encima de las copas de los árboles
iluminando un bosque fantasmal.
Continuaron con las linternas
apagada. El camino ascendía en una
ligera pendiente y se curvaba
rodeando la base de una pequeña
colina flanqueada por palmas y
chumberas. Al finalizar la curva
vieron el perfil oscuro de la ciudad
recortado contra el cielo.
Reconocieron el Faro de Moncloa y
los chapiteles del Cuartel del Aire.
Permanecieron en silencio
contemplando el paisaje iluminado
por la luna durante un buen rato.
Abandonaban Madrid, un
cementerio gigantesco donde los
muertos caminaban por las calles.
En silencio empezaron a bajar por
la cuesta con la sierra de
Guadarrama como horizonte.
Fin de la primera parte

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