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» CAPITULO 1 EL AMBITO DE LA MORALIDAD: ETICA Y MORAL Carlos Gémez La Ecica es una disciplina filosdfica que trata de los asuntos morales, es de- cir, de nuestra conducta —actos, habitos, cardcter y vida en general—, bajo el punto de vista del bien, del deber o del valor, calificandola como buena o mala, debida o incorrecta, valiosa o sin valor moral. Pero esta dis- ciplina es conocida con dos nombres diferentes, Etica y Moral, que provie- nen de distintas races etimoldgicas. 1. Aproximacién semdntica José Luis Lopez Aranguren, el primer sistematizador de los estudios éticos en Espafia, hizo hincapié en esa doble etimologia (Aranguren, 1958b, 17|ss.). Etica deriva de las palabras griegas éthos y ethos. La primera, a su vez, poseia dos sentidos fundamentales, de los cuales el mas antiguo aludia a la uresidencia», a la emorada», al «ugar donde se habita». Asi lo sefialé Martin Heidegger en su Carta sobre ef humanismo, al comentat el fragmen- co 119 de Herdclito e indicar que la habitual traduccién de éthos por caréc- ter 0 modo de ser «piensa en términos modernos, pero no griegos. El tér- 20 CARLOS GOMEZ mino 490s significa escancia, lugar donde se mora» (Heidegger, 2000, 75). A partir de ese sentido originario, el significado de érhos fue evolucionan- do hasta llegar a designar el lugar (metaforico, interior) desde el que se vive, esto es, las disposiciones fundamentales del hombre en la vida, su cardcter. Platén, en Leyes, y Aristéveles, en Etica a Nicémaco, derivaron éthos de éthos, el caraccer de la coscumbre', y acercaron, por tanto, el sentido de éthos, costumbre, al de 4éxis, habito que se adquiere a través de la repeticién. De ahi la importancia de la educacidn, pues «no es pequefa la diferencia entre habicuarse en un sentido o en otro ya desde jévenes; es de gran imporcan- cia 0, mejor, de la maxima importancia» (Aristételes, EN, II, I, | 103b24- 25). El cardcter seria entonces como una «segunda naturaleza» —fuente de nuestros actos y, a su vez, resultado de ellos—, frente al mero talante 0 tem- peramento (significado originario de /éxis), que nos es dado y a favor o en contra del cual, pero, en todo caso, contando con él, hemos de forjar nues- tra personalidad moral. Pues, como asimismo observard Kant, muchos si- glos después, y desde una orientacién ética diferente, el cardcter es lo que el hombre hace de si mismo, mediante una voluntad sometida a la ley mo- ral, «un modo de pensar practico que es consecuente conformea maximas inalterables» (Kant, 2000, A271). Ambos términos, éthos y éthos, fueron craducidos al latin con la palabra mos, de la que provendria «moral», Pero, en la traduccién, prevalecié el sentido de costumbre o habito, en detrimento de las otras acepciones, con lo que la reflexién ética se fue deslizando desde el plano del cardcter moral al de su desgajamienco en habiros y, progresivamente, hacia una atomiza- cién de la vida moral, que acabaria centrandose en los actos —buenos 0 malos— comados aisladamenre, lo que difumina la unidad de la vida mo- ral. Pues, si bien es cierto que ciertos actos pueden considerarse definitorios (decisiones tomadas en momentos particularmente relevantes 0 en las que se revela «toda una vida»), esos actos no se entienden, en realidad, sino emergiendo de un trasfondo y una cierta unidad que les da sentido. Asi, entre los actos, los habitos y el cardcter se establece una especie de circulo: nuestros habitos y actos dependen de nuestro cardcter, pero el ca- rdcter se forja a través de sucesivas elecciones y decisiones. Y el modo de ser serd el resultado de nuestra disposicién o talante, elaborado por el cardcter que, a través del comportamiento, nos vanios apropiando. Pero el centro de gravedad estaria en la vida en su conjunto, mds que en los actos aislados, los cuales, en realidad, sdlo cobran relieve e importancia en cuanto se su- pone que en ellos se expresa la vida moral: EL AMBITO DE LA MORALIDAD: ETICAY MORAL 21 Lo que importa no son los actos aislados —por lo menos lo que importa fun- damentalmente—, ni engendrando un hibito mis 0 menos duradero, pero tampoco el cardcter que, tomado en sentido ético, puede cambiar, sino que, conto sefiala Aristételes, cardcter y habitos han de prolongarse «en la vida en- tera», porque «una golondrina no hace verano ni campoco un dia». Entonces, el objeto unitario de la moral seria la vida en su unidad temporal 0, como suele decirse, la «vida moral», de la cual actos y habitos constiturian simples elementos (Aranguren, 1958b, 310). En el sentido hasta aqui apuntado, ética y moral vendrian a ser sinénimos y en él se imbricarian canto la moral vivida, ethica utens, como la reflexion filosdfica sobre ella, ethica docens, en cuanto disciplina susceptible de ser ensefiada. Esa imbricacién, por lo demds, no ha sido ajena a la gran tradi- cién moral occidental, para la que el fin de la Etica no era simplemente el aumento en el conocimiento, sino el perfeccionamiento del hombre, pues, con respecto a la virtud, no basta con conocerla y proclamarla, «sino que hay que intencar tenerla y practicarla» (Aristételes, EN, X, 8, 1179b1-3). No vaya a ser que con justeza se pudiera aplicar el reproche evangglico di- rigido contra quienesatan y echan pesadas cargas a las espaldas de los hom- bres mientras ellos mismos rehusan moverlas, que es por lo que el mismo pasaje aconseja: «Haced en todo caso lo que dicen, pero no hagais lo que hacen» (Mr, 23, 3-4), pues aun siendo cierto que siempre habrd gran dis- tancia entre la conducta y los references ideales, se trataria de mermarla 0 al menos de no marchar en sentido opuesto a los mismos, lo que trocaria la distancia entre el decir y el actuar en pura contradiccién. Mas si durante mucho tiempo las fronteras entre el fildsofo moral (cuya labor es principalmente teérica, aunque referida a la prictica) y el moralis- ta (cuya labor es ance todo la de reformar y alencar la practica moral de los humanos) han sido difusas (y quizd nunca puedan —ni acaso deban—es- tar plenamente deslindadas y escindidas), las diferencias entre uno y otro permiten asimismo diferenciar, pese a la sinonimia hasta ahora destacada, entre «ética» y «moral». La distincién se fundaria, como decimos, en que, aunque el fildsofo moral reflexiona sobre la vida prictica, no por ello tiene forzosamente que jugar el papel de moralista, sino que puede limitarse a una reflexién tedrica general sobre el fendmeno de la moralidad. Si acepté- ramos esa perspectiva, podriamos entonces decir que mientras la moral hace directa referencia al comportamiento humano y a su calificacién en cuanto bueno o malo, haciéndose cargo del mismo los diversos cédigos 0 principios que tratan de regular las acciones de los hombres (y asi, podria- mos hablar de moral griega, cristiana, budista, marxista, etc.), en cambio, 22 CARLOSGOMEZ la Etica (a la que también puede denominarse «filosofia moral» 0 «Moral» a secas, escrita con mayiiscula, para indicar que nos referimos a una disci- plina) seria aquella rama de la filosofia que piensa la vida moral, sin propo- nerse, ni inmediata ni directamente, prescribir 0 aconsejar, como !o hacen los referidos cédigos y principios morales, sino mas bien reflexionando so- bre ellos, para intentar ver cémo funcionan y dar razén de los mismos, buscando sus categorias especificas. En este sentido se pronuncia Adela Cortina, para quien la Etica supone «un segundo nivel reflexivo acerca de los ya existentes juicios, cédigos y acciones morales» (Cortina, 1986, 75; cf. asimismo Muguerza, 1977, 25). De esta forma, el mundo de la vida, formado por las tradiciones y modelos que inspiran la accién humana, os- tentaria el primado, y la filosofia, como la lechuza de Minerva, sdlo levan- taria su vuelo a la hora del creptisculo, tematizando el mundo sobre el que reflexiona. Mas, pese a todo, esa tematizacién no tiene por qué dejar intac- tas las cosas, como si solo se limitara a levantar acta de !o acaecido. Antes bien, en la medida en que el quehacer ético acoge el mundo moral en su especificidad y da razén reflexivamente de él, podriamos decir que «seme- jante tarea no tiene una incidencia inmediata en la vida cotidiana, pero si ese poder esclarecedor, propio de la filosofia, que es insustituible en el ca- mino hacia la libertad» (Cortina, 1986, 28). La Etica se nos revela asi como un saber téorico-practico, no sdlo por- que reflexiona sobre la vida moral de los hombres, sino porque, aunque adopta la adecuada distancia reflexiva respecto a la accidn para diferenciar- se de la simple retérica o propaganda, guarda la suficiente relacién con ella como para advertir que, en definitiva, «no estamos investigando qué es la virtud por saberlo, sino para ser buenos» (Aristételes, EN, II, 1, 1103b26). Ya el propio Aristételes sefialé que, a diferencia de laciencia, que tiene por objeto lo que se repite regularmente o lo que es inmutable —lo necesa- rio—, no hay ética sino de lo contingente, es decir, de lo que tanto puede ser como no ser o ser de otro modo, pues «nadie delibera sobre las cosas que no pueden ser de otra manera» (ibid., VI, 5, 1140430). Y, en el otro extremo del pensamiento occidental, a Ludwig Wittgenstein, cuando trataba de moral, le gustaba comentar ejemplos que hicieran reflexionar y tuvieran fuerza persuasiva, valor retérico, no en el sentido habitual y peyorativo del término, sino en ese otro, eminente, cuyo valor para la ética ha querido entre nosotros realzar Victoria Camps (Camps, 1988, 35ss.; cf. también: Perelman, 1989). Asi pues, entre la simple sinonimia —que, pese a sus inconvenientes, no ha dejado de ser fecunda— y el tajante divorcio entre «Etica» y «Moral», podriamos decir que, aunque la tarea del fildsofo moral no es orientar di- ELAMBITO DE LA MORALIDAD: ETICAY MORAL 23 rectamente la accién, tampoco puede refugiarse en una teoria supuesta- mente neutral, sin tener que verse obligado por ello a echarse en brazos del puro moralismo. El transito de la moral a la ética implica un cambio de nivel reflexivo, el paso de una reflexién que dirige la accién de modo inmediato a una reflexion filosofica, que sélo de forma mediata puede orientar el obrar; puede y debe hacerlo. A caballo entre la presunta «asepsia axioldgica» del cientifico y el compromiso del moralista por un ideal de hombre determinado, la ética, como teoria filosofica de la accién, tiene una tarea especifica que cumplir (Cortina, 1986, 26). Resumiremos esta primera aproximacién indicando que «ética» y «moral», escritas con mintiscula y como sinénimos, se refieren, ante todo, a la moral vivida, mientras que “Etica, «Moral» o «filosofia moral» se refieren a la re- flexién filosdfica sobre la moralidad, sobre las diversas formas de moral vi- vida (Horral, 1994, 8ss.). Pero el uso no es regular en todos los autores’, y la ya sefialada imbricacién de aspectos, no siempre perjudicial, sirve de contrapartida a las ambigiiedades que se susciten, la mayor parte de las cuales puede resolverse, no obstante, a través del contexto. 2. La estructura constitutivamente moral del hombre Para acercarnos al anilisis de la vida moral, podriamos comenzar observan- do que, probablemente, el sentido mds obvio de la palabra «moral» es el que considera a la vida humana en términos de su bondad 0 maldad. «Bue- no» aparece, en la ética aristotélica, como el predicado fundamental de la vida moral. El «deber», con Kant, y el «valor», con Max Scheler, han pre- tendido ocupar esa centralidad. Pero, sin entrar ahora en ese debate, el sig- nificado mds usual de «moral» —ya se refiera primariamente al bien, al deber o al valor— es el adquirido por su contraposicidn a «inmoral» —como a lo malo, indebido, no valioso o menos valioso. Sin embargo, antes que a inmoral, el término «moral» puede contrapo- nerse a otros que nos revelan significados mas radicales, como, por ejem- plo, «amoral» y «desmoralizadon. Examinemos esas contraposiciones. 24 CARLOS GOMEZ 2.1. Moral-amoral Como su propia etimologia revela, la «a-moralidad» supone la supresin misma de las dicotomias a las que antes nos referiamos (bueno-malo; debi- do-indebido). Un sujeto amoral no seria aquel que elige lo malo frente a lo bueno (Ese seria el caso del inmoral), sino el que no se hace cuestidn de la alternativa y pretende situarse, por tanto, «mds alld» (0 «mds acd») de la mis- ma. Pero, gcabe, en efecto, la posibilidad de una vida realmente amoral? (Aranguren, 1983, cap. 2). Méds acd de |a alternativa entre el bien y el mal, no haciéndose cargo dela misma, Kierkegaard situaba al hombre del estadio estético, aquel que realiza sus elecciones desde una cierta indiferencia, Se elige ahora esto, luego lo otro, sin que en ninguna de esas elecciones el hombre comprometa su existencia: mariposeando entre las diversas opciones que la vida le oftece, lo que el hombre elige, entonces, es no elegir. Pero Kierkegaard mismo ha tratado de mostrar dramaticamente en Enten... eller, O lo uno o lo otvo (Kierkegaard, 2006-2007, especialmente vol. 2: «Etica y estética en la formacién de ‘ly personalidad»), cémo no elegir supone también una forma de eleccién, sélo que en sentido impropio. La diferencia radical entre el hombre del estadio estético y el del estadio ético no es que uno elija el mal y otro el bien, sino que el primero no quiere hacerse cargo de la cuesti6n, mientras que el segundo la tiene en cuen- ta: «Mi disyuntiva no expresa ante todo la eleccién entre Bien y Mal, sino aquella eleccién mediante la cual se elige Bien y Mal, o se anula el Bien y el Mal», Por eso, «si quieres entenderme a fondo, te diré que en el elegir no se trata tanto de elegir bien, cuanto de la energia, la seriedad, el pathos con el que se elige. Aqui se manifiesta la personalidad en su infinitud intima y, por otra parte, queda firmemente constituida». En cambio, quien sélo elige esté- ticamente se coloca a merced del capricho, dejandose elegir por los variables impulsos 0 dejandose hacer por el tiempo, los otros, la sociedad. El hombre estético es alguien que se desvive, si, pero no en el sentido de que despliegue progresivamente sus posibilidades y, mediante ese despliegue, alcance una «arrebatadora plenitud», sino malgastando su vida en cualquier secreto extra- vio, por el que se diluye como sombra entre las sombras mucho antes de mo- rir, ya que, para Kierkegaard, es !a eleccidn la que nos constituye. Johannes el Seductor, versién kierkegaardiana del mito de Don Juan, es figura del hom- bre estético, tanto como Victor Eremita —quizd el mismo don Juan, unas décadas después— serd el escéptico elegante y despegado de todo, victima de una melancolia indefinible e incurable, pues, como apostillaba bellamente el propio Kierkegaard, «quien se pierde en su pasidn pierde menos que quien pierde su pasion». ELAMBITO DE LA MORALIDAD: ETICAY MORAL 25 Con independencia de las criticas que se puedan hacer a la descripcién de los estadios —estético, ético, religioso— por él indicados, Kierkeggard subra- y6 la importancia que para la vida humana tiene el hacerse cargo de que no todo da igual, de que no todo vale lo mismo, de que unas cosas son mejores que otras. En cambio, el indiferente hace dejacidn de su responsabilidad y, al negarse a realizar su frégil y arriesgada —pero tal vez hermosa— libertad, se abandona a la cosificacién. En efecto, como ha apuntado Fernando Savater, «el indiferente es cosa entre las cosas: sabe que de las cosas no puede esperarse nada, porque todas dan lo mismo, y él no se siente llamado a introducir apa- sionadamente en ellas las debidas distinciones» (Savater, 1982, 63). Mads alld de \a alternativa, precendié, explicicamente y ya desde el titulo de una de sus mds conocidas obras, Mads alld del bien y del mal, situarse Nie- tzsche (Nietzsche, 1972a). Pero parece dificil pensar que sus intenciones fueran las de anular toda disyuntiva entre bien y mal. Si, segdn él mismo sefiala en su obra de autobiografia intelectual Ecce Homo, refiriéndose a aquel otro libro, codo él hay que comprenderlo como una critica de la mo- dernidad (Nietzsche, 1971, 107-108), lo que habria pretendido seria aca- bar con la jerarquia de valores establecida en el mundo moderno, a través de la progresiva secularizacién de la moral cristiana, concebida por él como «platonismo para el pueblo», como una moral de la decadencia y del resen- timiento, prolongada en la democracia y en el socialismo. Seguin Nieczs- che, el perdén nace de la cobardia, el ideal de igualdad del temor a lo su- perior. Pero en su justa critica al igualitarismo resentido, Nietesche se lleva muchas cosas por delante: a su entender, el gregarismo encontré su estan- darte moderno en la Revolucidn Francesa —que puso «el cetro en la mano, plena y solemnemente, al “hombre bueno”: al borrego, al asno, al ganso...» (Nietzsche, 1973, 363)— y el socialismo no ha hecho sino acentuar esa tendencia, frente ala que él alza su propia transvaloracién: «Despreocupa- dos, irdnicos, violentos —asi nos quiere la sabiduria: Es una mujer. Ama siempre tinicamente a un guerrero» (Nietzsche, 1972b, 70). En vez de una moral reactiva, que no pretende originariamente nada y es propia de espi- ritus sometidos (Nietzsche, 1972c), él propone la moral de alguien «rudo, poderoso, plantado en si mismo, que quiere ser sefior» (Nietzsche, 1972a, 147). Frente ala moral del rebafio, la figura del superhombre; frente a nor- mas universales, el propio querer. No es éste el momento de discutir las problematicas posiciones de Nietzsche. Mas resulta claro, por lo dicho, que su «mas alld del bien y del mal» no pretende sino establecer otro ubien» y otro «mal», una nueva jerarquia de valores. Pero si, desde un punto de vista individual, parece dificil situarse «mds aca» 0 «mds allé» de la moralidad, tampoco se han dado —segiin los estu- 26 CARLOS GOMEZ dios de la antropologia cultural— sociedades en las que no haya un sistema de normas y preferencias vinculantes para el grupo, aunque los modos de tratar de enraizarlas en los individuos y de realizarlas sean diversos (Singer, 1995, 29-62). Asi pues, el fendmeno de la amoralidad habria de encenderse como un pro- blema mas psicopatoldgico que ético, si es que no como un concept limite, que remitea un conjunto vacio, en el que los casos aislados de auténtica priva- cidn del sentido del bien y del mal vendrian a ser la excepcién que confirma la regla, sin forzar una nueva categorizacién (Cortina, 1986, 103-104). 2.2. Moral-desmoralizado 2.2.1. El dnimo como moral Lo anterior puede manifestarse atin mas claramente si atendemos al signi- ficado que el término «moral» adquiere al contraponerlo a «desmoraliza- do», Cuando decimos de alguien que se encuentra «desmoralizado» 0 que «esta bajo de moral», no pretendemos, ante todo, decir que se comporte de mala manera, aunque habria que considerar hasta qué punto uno es res- ponsable de su propia desmoralizacién. La vida moral, en efecto, no sdlo consiste en obrar bien, sino asimismo en mantener, en medio de las difi- cultades que la vida acarrea, el suficiente animo para afrontarla. La sristitia y el abatimiento eran considerados por los tedlogos medievales como el pe- cado radical. Y en una ética muy diferente, como la que acabamos de apun- tar en Nietzsche, la alegria es una de las formas mds altas de virtud, como también lo era para Spinoza. Desde luego, no se trata de defender un opti- mismo huidizo frente al mal de la vida, sino un cemple que se mantiene a pesar del mal y trata de contradecirlo. Mas, sin descartar nuestra posible implicacién en el decaimiento, nadie identifica, al menos inmediatamente, éste con la inmoralidad. Cuando se dice que los jugadores de un equipo de futbol o los miembros de un grupo mafioso, por ejemplo, se encuentran plecdricos de moral, no se pretende aludir a su comportamiento ético, pu- diéndose dar el caso de personas de alto valor moral pero desmoralizadas, asi como, a la inversa, el de individuos inmorales pero «llenos de moral», «en forma» para la ejecucidn de sus fechorias, como el criminal al que no le tiembla la mano cuando quita de en medio a quien le estorba, o el envi- dioso que deja caer sus calumnias sin balbucir. El sentido, pues, que adquiere «moral» cuando se contrapone a «desmo- ralizado» viene a ser el de «fuerza para vivir», dnimo, coraje, que luego ha- ELAMBITO DE LA MORALIDAD: ETICAY MORAL 27 bran de emplearse en el bien o en el mal, pero sin los cuales ni uno ni otro pueden realizarse. Ese significado del cérmino es, entonces, previo al de moral como «bueno» —esto es, en cuanto opuesto a inmoral—, hasta el punto de que este ultimo ha de montarse sobre aquél. Fernando Savater ha destacado este aspecto de la moral, al sefialar, hablando de la virtud: En la época moderna y contempordnea se acepta sin escdndalo que la virtud pueda ser el comportamiento impotente y derrotado. No era asi entre los clisicos: virtud proviene etimoldgicamente de vir, fuerza, arrojo viril, y toda- via en el Renacimiento (por ejemplo, en Maquiavelo) virni tiene que ver mas con el denuedo y la intrepidez que saben hacerse con el triunfo que con la pia disposicién de respetar determinados preceptos de moderacién. El virtuoso es el triunfador, el mas eficaz. Claro que no coda forma de triunfar vale, ni tam- poco todo lo que la opinién mecénica considere victoria y eficacia lo es real- mente (Savater, 1982, 70). Y ya Ortega habia comentado en un famoso texto: Me irrita este vocablo, «moral». Me irrita porque en su uso y abuso tradicio- nales se entiende por moral no se qué afiadido de ornamento puesto a la vida y ser de un hombre o de un pueblo. Por eso yo prefiero que el lector lo entien- da por lo que significa, no en la contraposicién moral-inmoral, sino en el sentido que adquiere cuando de alguien se dice que esté desmoralizado. En- tonces se advierte que la moral no es una perfomance suplementaria y lujosa que el hombre afiade a su ser para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando estd en su propio quicio y vital eficacia. Un hombre des- moralizado es simplemente un hombre que no esta en posesién de si mismo, que esta fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y por ello no crea, ni fecunda, ni hinche su destino (Ortega, 1930, 72-73). 2.2.2. Moral como estructura Pero fue José Luis L. Aranguren quien —siguiendo las sugerencias de Or- tega y, sobre todo, los planteamientos de Zubiri (Zubiri, 1998, 345ss.)— subrayé la importancia radical de este aspecto de la moral, refiriéndose a él con el concepto de « moral como estructura», que vamos a recordar (Aran- guren, 1958b, 1.8 parte, cap. 7) Aunque los antropélogos actuales discuten la posibilidad de una cierta capacidad de aprendizaje en los animales, una de las diferencias basicas en- tre éstos y el hombre podria expresarse diciendo que el animal se halla ajus- 28 CARLOSGOMEZ tado al medio, frente al caracteristico desajuste que con ésce mantiene el ser humano. Ante estimulos similares, y en circunstancias también semejan- tes, la respuesta del animal se puede predecir, puesto que su equipamiento bioldgico le proporciona respuestas instintivas, es decir, genéticamente ad- quiridas y estereotipadas. La ausencia de perplejidades y la seguridad de la vida animal resultan asf la conerapartida de una visién unilateral —la pro- porcionada por sus ferencias neurobioldgicas—, en !a que no caben alter- nativas. Al hombre, en cambio, ningtin aspecto de la realidad le viene ofte- cido univocamente. Al poder dar diferentes respuestas y hacer diversas propuestas, tiene que interpretar la realidad y elegit, entre las posibilidades que se le ofrecen, las que estime pre-ferentes, lo que comporta una vida inestable, que no es sino la otra cara, y el riesgo, de su propia libertad (Fromm, 2000). La naturaleza, en el hombre, siempre se encuentra mediada por la cultura, entendida en sentido antropolégico, por el que se refiere no sélo a las més sofisticadas formas de arte, religion o filosofia, sino también a los sistemas politicos y sociales, a la variabilidad de las relaciones sexuales e incluso a los aspectos mas «instintivos» del impulso de conservacidn (segtin puso, entre otros, de relieve Lévi-Strauss en uno de los tomos de sus Mitoldgicas, Lo crudo y lo cocido), hasta el punto de que lo que en unas sociedades es con- siderado aperecible (las arafias entre los yanomami, por ejemplo) entre los individuos de otras provoca violentas e incontrolables repugnancias (aun- que, a fin de cuentas, quizd no haya tantas diferencias entre los mariscos —tan apreciados en la nuestra— y los ardcnidos). Esto es lo que Ortega queria poner de relieve cuando decia que un tigre es siempre un primer tigre, mientras que el hombre no es ya nunca Adan. Ortega sabia que su aserto no era rigurosamente exacto —también el tigre experimenta una evolucién biolégica—, pero destacaba la importance y necesaria mediaci6n cultural de la realidad humana, utilizando una «exage- racién pedagoégican (Aranguren, 1958a, 517%). Mediaciones que no exi- men, sin embargo, al individuo de la creacién, en el seno de esas pautas socialmente dadas, de su propia vida, que es en lo que vivir consiste. Desde esta perspectiva, Michel Foucault ha insistido en la ética como elaboracién artistica de la propia vida (Foucault, 1987, 14). Mas, por lo que a Ortega se refiere, lo que le interesaba ante todo destacar era como, frente al astro, que va sin citubeos por el carril de su drbita, y frente a la seguridad instin- tiva del animal, la vida humana es quehacer: como al animal, la vida nos ha sido dada, pero, a diferencia de él, no nos ha sido dada hecha, teniendo cada cual que ser su propio novelista —mds 0 menos original o plagiario— e inventar su propia vida: EL AMBITO DELA MORALIDAD: ETICAY MORAL 29 La vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnos- Ja nosotros, cada cual la suya. La vida es quehacer. Y lo mds grave de estos quehaceres en que la vida consiste no es que sea preciso hacerlos, sino, en cierto modo, lo contrario —quiero decir que nos encontramos siempre forza- dos a hacer algo, pero no nos encontramos nunca estrictamente forzados a hacer algo dererminado, que no nos es impuesto este o el otro quehacer, como le es impuesca al astro su trayectoria 0 a la piedra la gravitacién. Antes que hacer algo, tiene cada hombre que decidir, por su cuenta y riesgo, lo que va a hacer (Ortega, 1935, cap. 1). Asi, hay algo de lo que los hombres no somos libres: de dejar de serlo, pues, como Sartre decia, estamos condenados a la libertad: El hombre esté condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a si mismo y, sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de rodo lo que hace. El existencialista no cree en el poder de la pasién. No pensard nunca que una bella pasién es un torrente devastador que conduce fatalmente al hombre a ciertos actos y que por tanto es una excusa; piensa que el hombre es responsable de su pasién. El existencialista tampoco pensaré que el hombre puede encontrar socorro en un signo dado, en la tierra, que lo orienraré, porque piensa que el hombre descifra por si mismo el signo como prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningtin apoyo ni socorro, est condenado a cada instante a inventar al hombre (Sartre, 1999, cit. en C. Gomez (ed.) (2002), 143-144]. Esa ese tener que elegir a lo que Zubiri y Aranguren denominaron moral como estructura. Pero el hombre, estructuralmente moral, puede, sin em- bargo, conducirse luego debida o indebidamente, moral o inmoralmente, que es a lo que ambos autores se referfan al hablar de «moral como conte- nido»: el hombre, animal hominizado, no se encuentra ya directamente humanizado, siendo esa tarea de encontrar su rostro humano o humanidad una tarea basicamente moral. Mas, antes de entrar en tal cuestién, hemos de abordar otra que al paso ha ido surgiendo: la de la libertad. 2.2.3. Determinismo y libertad En efecto, al destacar la forzosa libertad humana, parece que hemos orilla- do la posibilidad de que, aunque el hombre se piense libre, su conducta se encuentre sometida a un estricto determinismo. Del problema ya se ocupé 30 cARLOSGOMEZ Kant en la tercera de las antinomias a las que se refiere en la «Dialéctica trascendental» de su Critica de la razén pura. Lo que de su estudio con- cluye Kant es la imposibilidad, para la razén tedrica, de resolverla, pues, por més que nuestra conciencia nos presente como libres, no podemos llegara saber si esa conciencia de libertad no ¢s sino una ilusién, una apa- riencia (Schein) que no somos capaces de desentrafiar en su significacién real. Por eso, para Kane, la libertad serd asunto de la razén practica. In- demostrable para el uso tedrico 0 especulativo de la razén, es, sin embar- go, condicidn de posibilidad de \a vida moral, puesto que no seria posible impucar responsabilidad moral a quien careciese de libertad, la cual apa- rece asi como un requisito indispensable, como un presupuesto necesario del lenguaje y de la vida moral, es decir, como la razén de ser de la mora- lidad, si bien ésta es la via de acceso, la razdn de conocimiento de la liber- tad: «Si bien es cierto que la libertad constituye la ratio essendi de la ley moral, no es menos cierto que la ley moral supone la ratio cognoscendi de la libertad» (Kane, 2000, AS). Frente alo dado y el orden del ser, regido por la causalidad, el hombre trata de establecer el de! deber ser. Y aunque, si estuviéramos determinados, tal intento estaria condenado al fracaso, el hombre no puede renunciar a él, como no puede acabar de suprimir el lenguaje moral, de modo que «aun- que ser buenos o malos resultase, vistas las cosas desde una omnisciencia extrinseca, algo totalmente independiente de nuestra voluntad, la morali- dad subsistirfa como fa lucha —inuitil— por hacer lo que nos dicta nuestra conciencia» (Aranguren, 1983, 570). Esco no quiere decir, por cierto, que el hombre no se encuentre someti- doa multiples condicionamientos. Pero con razén solemos distinguir entre conductas deliberadas y compulsivas, diferencia ya establecida por Aristé- teles, al tratar de la accidn voluntaria en el libro III de Etica a Nicémaco, y por los escolasticos, al distinguir los actus hominis, esto es, los que llevan a cabo los hombres sin plena deliberacién, de los actus humani, inicos que incumben realmente a la Etica —sin descuidar el que la falta de delibera- cidn también puede ser imputable al hombre. En efecto, cuando excusa- mos la conducta de una persona, en virtud de una serie de circunstancias —su biografia, su condicién social u otras similares—, la excusamos, pero —no se olvide— a costa de cosificarla, es decir, a costa de convertirla en cosa entre las cosas, sin poder eludir el curso impuesto por la causalidad; mas, como Javier Muguerza ha destacado, tal ubeneficio de la causalidad» puede ser aplicado a otros ¢ incluso, apurando la argumentacién, a noso- tros mismos, siempre que hablemos en pasado; pero no podemos utilizarlo en primera persona y para referirnos al fucuro, pues en ese mismo momen- EL AMBITO DELA MORALIDAD: ETICAY MORAL 3/. to claudicariamos de nuestra responsabilidad y de nuestra humana condi- cién, trocando la libertad en facticidad, que es a lo que Sartre llamaba amala fey: Sin libertad, sencillamente, 0 cabe hablar de sujetos morales. Cuando habla- mos de alguien en tercera persona, siempre podriamos concederle lo que yo llamaria el abeneficio de la causalidad», esto es, explicarnos su conducta como el efecto de una causa o una serie de causas (.... Y, sobre esta base, podriamos incluso llegar a decir en ciertos casos que Fulano, después de todo, «no pudo actuar de otro modo que como lo hizo». Pero nunca podria- mos decir tal cosa de nosotros mismos en primera persona sin incurrir en esa trampa moral que Sartre dio en llamar la «mala fe». Decir «no pude actuar de otra manera que como lo hice» no seria sino una forma, y una forma tramposa, de eludir mi responsabilidad moral (Muguerza, 1991a, 139; 1991b, 19-20). Libertad y responsabilidad no se ejercen, desde luego, segin deciamos, en ausencia de todo condicionamiento. Lejos de pensar la libertad como sim- ple indeterminacién 0 falta de limite (segiin la propaganda al uso: «vive sin Ifmites»), es en su seno donde hemos de realizarla. Cuando los limites so- brepasan un cierro grado, hablamos de conducta coaccionada. Pero si dije- ramos que incluso aquella que se suele estimar deliberada es también com- pulsiva, el término «compulsidn» se dilataria de tal modo que perderia todo contenido preciso y se destruita a si mismo. Frente a la idea de que el limite impide la vida humana, Freud destacé que slo la renuncia a una imaginaria plenitud y omnipotencia da acceso al orden humano del deseo —que implica discancia— y al lenguaje, por el que tratamos de simbolizar lo ausente. La falta de limites no permite nuestra realizacién, sino que nos extravia y, como en el desierto, al carecer de todo tipo de referencias, no sabriamos hacia dénde dirigirnos. En cambio, el limite, la perspectiva, nos orienta y nos abre al mundo. En la «lntroduccidn» a la Critica de la razén pura, Kant empled una bella metéfora para referirse a estos problemas, metdfora sobre la que Juan de Mairena (Machado, 1971, 70) nos aconsejaba reflexionar: la de la paloma que, al sentir la resistencia del aire, suena que sin ella volaria mis deprisa, sin reparar en que, sin aire, no podria siquiera volar (Kant, 1978, AS, B9). 32 CARLOS GOMEZ 3. Moral-inmoral: moral como contenido 3.1. Moralidad y eticidad A partir de la condicién estructuralmente moral, decfamos, se moncta ese otro nivel de la moralidad (el que contrapone «moral» a «inmoral») por el que el ser humano no sélo trata de «ajustarse» a la realidad de cualquier forma, sino de hacerlo con justeza, de la manera preferible o mejor, debida o buena, que es a lo que, con Zubiri y Aranguren, denomindbamos «moral como contenido». Contenidos de la moralidad que suelen venir ofrecidos sociohistéricamente por las religiones, las visiones de sentido y las normas de convivencia, esto es, por los cédigos culturales. Es esa normatividad, encarnada en las instituciones, la que queda recogida en el Francés moeurs y en el aleman Sitten. La Sittlichkeit (eticidad) venia constituida, para He- gel, por las valoraciones sedimentadas en las instituciones sociales, supera- doras de lo que él consideraba «mera moral». La critica de Hegel a Kant, que puede seguirse, ante codo, en diversos pasajes de la Fenomenologia del Espiritu y de los Principios de la Filosofia del Derecho (Hegel, 1966, 351ss.; 1988, 197ss.; Gomez, 2007; Rivera de Ro- sales, 2004a y b; Valcarcel, 1988), insistia en el formalismo de los principios morales kantianos, su wniversalismo abstracto, la impotencia del deber y el rigorismo de la conviccién, que no tiene en cuenta las circunstancias y las posibles consecuencias de una aplicacién descontextualizada de dichos principios. Esa polémica ha sido renovada en nuestros dias en el intento de reactualizacién de la ética kantiana por parte de las éticas discursivas de K.-O. Apel J. Habermas (Habermas, 1991) y en el debate entre liberales y comunitaristas, al insistir éstos en que la subjetividad siempre viene me- diada y se constituye en horizontes sociales, que son los tinicos desde los que las elecciones éticas pueden cobrar sentido (Gomez, 1994; Alvarez, 2000; Thiebaur, 1992 y 1998). Hegel concede que la reflexidn sobre el de- ber como principio universal de la voluntad auténoma, tal como se revelé en Sécrates por primera vez y fue articulado por Kant, puede trascender la eticidad, las formas de vida encarnadas en una comunidad, segtin fueron tematizadas en el mundo antiguo por Platén y Aristételes; por eso, su pro- puesta de superar la mera moral en las instituciones del Estado moderno no queria suponer una recaida en la premodernidad ni un regreso a la mo- ral convencional del grupo, en cuanto las instituciones del mismo recoge- rian las aspiraciones criticas y universalistas de la moral kantiana, evitando, sin embargo, el repliegue en la pura interioridad, que, privada de conteni- dos objetivos, careceria de criterios para rebasar su particularidad y se ex- ELAMBITO DE LA MORALIDAD: ETICAY MORAL 33 traviaria en lo arbitrario. Sin embargo, aunque él creyera superada la época del recurso a la conciencia critica de los disidentes y rebeldes, la historia mis reciente, con su secuela de horror y de barbarie puiblicamente encar- nados, cuestiona radicalmente el ideal hegeliano y marxista de la coinci- dencia entre el hombre y el ciudadano, ¢ induce la fundada sospecha de que tal reconciliacién no habria de lograrse sino al precio de consagrar una forma de vida como utopia cumplida e insuperable, lo que no haria sino liquidar el imperu critico del deber frente al ser ya alcanzado. Por lo que, sin olvidar lo positivo de la critica hegeliana, en cuanto a la necesaria constitu- cidn intersubjetiva de la identidad y a la necesidad de que el deber ser as- pire a encarnarse en la objetividad social, el recurso a la conciencia critica parece ineludible, si no se quiere estar a merced de contextos sociales, que la posibilitan, pero también la atan. Como recientemente ha indicado Paul Ricoeur: Ciertamente, es impresionante la inculpacién que Hegel dirige contra la conciencia moral cuando ésta se erige en tribunal supremo desde la ignoran- cia soberbia de la Sittlichkeit en la que se encarna el espiritu de un pueblo. Pero nosotros, que hemos atravesado los acontecimientos monstruosos del siglo xx vinculados al fenémeno totalitario, tenemos razones para escuchar el veredicto inverso, mucho mas abrumador, pronunciado por la propia his- toria a través de los labios de las victimas. Cuando el espiritu de un pueblo es pervertido hasta el punto de alimentar una Sittlichkeit mortifera, el espi- ricu que ha desertado de las instituciones que se han vuelto criminales se refugia en la conciencia moral de un pequefio niimero de individuos, inac- cesibles al miedo y a la corrupcidn. ¢Quién se atreveria a burlarse del alma bella, cuando es la tinica que queda para atestiguar contra el héroe de la accién? (Ricoeur, 1996, 278). Sin merma de volver sobre estas cuestiones desde diversos puntos de vista en los prdéximos capitulos, es preciso poner de relieve que, en la medida en que el hombre no se abandone a la normatividad socialmente vigente, y aun cuando concuerde con ella, habrd de asumirla personalmente —para seguirla o modificarla—, si es que no quiere ser un mero producto de la presidn social, cayendo en lo que Heidegger denuncid como la banalidad del das Man, del «sen: se dice, se hace, se comenta... (Heidegger, 1971, 185ss.); sies quela ley que quiere seguir es la que seda asi mismo y no una simple imposicién externa a él, por la que se instalaria en la moral cernada de Henri Bergson (Bergson, 1996, 64ss.). En el simple abandono a la vi- gencia social, tanto como al simple capricho, el hombre se hace esclavo en 34 CARLOS GOMEZ vez de duefio de si, pues, como Rousseau ya advirtiera, «el impulso del sim- ple apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad» (Rousseau, 1980, 28). 3.2. «Bueno» en sentido instrumental y en sentido moral. Técnica y practica Mas, cabria preguntarse, jes que el hombre puede, alguna vez, elegir el mal, lo menos bueno, lo no preferible o deseable? La Erica a Nicémaco de Aristételes se abre con una declaracién solemne: «El bien es aquello hacia lo que todas las cosas aspiran» (I, 1, 1094a3). Y, segun esto, pareceria que el hombre no puede obrar mal. El equivoco viene suscitado por la ambi- giiedad del término «bueno», que no siempre se usa en sentido moral. En ciertas ocasiones, tiene un significado puramente instrumental, en cuanto adecuado a su fin, como cuando decimos que un cuchillo es «bueno», en la medida en que corta precisa y afiladamente, sin darle ala expresién con- notacién moral alguna. «Deseable», por su parte, puede referirse tanto a lo que debe ser objeto de deseo cuanto a lo que de hecho es deseado por al- guien. Pero ya desde Aristételes y la Escolastica se quiso salir al paso de esa equivocidad, al indicar que el hombre se comporta siempre sub ratione boni, lo que no quiere decir que su comportamiento sea siempre moral- mente bueno. Nuestros intereses 0 nuestra desidia pueden hacernos olvi- dar otros aspectos o perspectivas que deberian haber sido tenidos en cuen- ta en nuestra eleccién: no siempre optamos por lo mejor, aun cuando elijamos lo que, en determinadas circunstancias, nos parece —o queremos que nos parezca— asi. Fue Kant, en la Critica de la vazin prdctica (1788), el que quiso desbaratar el equivoco, porque «las expresiones de “bonum” y “malum” entrahan una ambigiiedad que las hace susceptibles de un doble sentido» (Kant, 2000, A104). Y para ello se sirvié de las posibilidades brin- dadas por el aleman, al distinguir entre «das Gute» (lo bueno) y «das Wohl» (lo provechoso), para referirse a bon, y entre «das Béser (lo malo) y «das Ubel» (lo perjudicial) —o también «das Web» (lo dafino)—, para referirse a malum, reservando la acepcién moral para las primeras expresiones de esos pares y refiriendo las segundas a lo meramente apetecible sin relacién a la voluntad, en cuanto determinada por la ley de la razén: Hay un viejo adagio escolistico que dice asi: nihil appetimus, nisi sub ratione bonis nibil aversamur, nisi sub ratione mali {nada apetecemos que no se halle bajo la razén de lo bueno, ni nada detestamos si no es en razén de lo malo}. ELAMBITO DE LA MORALIDAD: ETICAY MORAL 35 Este adagio suele tener con frecuencia un uso correcto, pero muy a menudo también perjudicial para la filosofia, porque debido a algunas restricciones lingiiisticas las expresiones de «bonum y wnalwn» entraéan una ambigiiedad que las hace susceptibles de un doble sentido, ¢ introducen inevitablemente cierta confusion en las leyes practicas. Al utilizar dichas expresiones la filosofia advierte muy bien esa diversidad conceptual implicica en una misma palabra, mas no sabe encontrar ningtin término especial para ello, con lo cual se ve obligada a establecer sutiles distinciones, sobre las que luego no cabe ponerse de acuerdo, habida cuenta de que la diferencia en cuestién no puede quedar inmediatamente designada por una expresién adecuada‘, El idioma alemédn tiene la fortuna de albergar expresiones que no dejan pasar por alto esa diversidad. Para lo que los latinos designan con una tnica palabra (v. g., «bonu) el aleman cuenta con dos conceptos muy diversos y también con dos expresiones igualmente distintas. Para la palabra «bonum» cuenta con los términos «das Gute» [lo bueno] y «das Woh» (lo provechoso}; para la voz «malin» tiene las expresiones «das Bdse» (lo malo] y «das Ubel» (lo perjudicial] (0 «1Webw) (dafino]. De tal manera que se extraen dos juicios ab- solutamente distintos cuando nosotros ponderamos lo bueno y lo malo inhe- rente a una accién, o si por el contrario esta consideracidn gira en torno a nuestro provecho y perjuicio. De aqui se deduce que la sentencia psicolégica citada hace un momento resulta cuando menos bastante dudosa si viene a traducirse asi: «no deseamos nada que no se halle referido a nuestro “prove- cho” o “perjuicio’»; en cambio esa misma sentencia se vuelve indudablemente certera y queda expresada con suma claridad al traducirla como sigue: «on- forme a las indicaciones de la razén no queremos nada salvo en tanto que lo tengamos por “bueno” o “malo”. El provecho o el perjuicio siempre significan tan sdlo una relacién con nues- tro estado de agndo 0 desagnado, de deleite y dolor, y cuando deseamos 0 aborrecemos por ello un objeto, tal cosa tiene lugar tinicamente por cuanto dicho objeto queda relacionado con nuestra sensibilidad, asi como con el sen- timiento de placer y displacer que produce. Sin embargo, el bien o el mal significan siempre una relacién con la voluntad en canto que ésta se vea deter- minada por ley de la razdn a hacer de algo un objeto suyo; porque la voluntad nunca queda inmediacamente determinada por el objeto ni su representacién, sino que constituye la facultad para convertit una regla de la razdn en causa motriz de una accién (mediante la cual pueda realizarse un objeto). Este bien © mal queda por lo tanto estrictamente referido a acciones, y no al estado sensitivo de la persona; y, de haber algo absolutamente bueno 0 malo (bajo cualquier respecto y al margen de toda condicién), 0 que sea tenido por tal, Gnicamente podria serlo el modo de actuar, la maxima de la voluntad y por ende la propia persona que actia en cuanto buen o mal ser humano, mas nunca cabria calificar asi a una cosa (Kant, 2000, A103-A106). 36 CARLOS GOMEZ Ya en la Critica de la razén pura (13 ed., 1781; 2* ed., 1787), Kant habia diferenciado entre un uso tedrico de la razén y un uso practico de la misma, en cuanto el conocimiento puede tener dos tipos de relacién con su objeto, «o bien para determinar simplemente este ultimo y su concepto (que ha de venir dado por otro lado), 0 bien para convertirlo en realidad. La primera relacién consticuye el conocimiento tedrico de la raz6n; la segunda, el cono- cimiento practicon (Kant, 1978, BX). «Practico», asi, es definido, segun fi- gura escuetamente en el «Canon» de esa misma obra, como «todo lo que es posible mediance libertad» (ibid., A800, B828). Ahora bien, en ese amplio sentido lo «practico» abarca tanto la aplicacién practica de la razén tedrica, esto es, la tecnica, en la que se trata de escoger los medios idéneos para con- seguir un fin previamente estipulado, cuanto lo propiamente practico 0 moral, donde la libertad se ejerce de manera eminente en la discusién y eleccién, no de lo que es bueno (como medio) para algo, o de lo que agra- da o conviene a alguien, sino de lo bueno en si. De acuerdo con ello, en la Fundamentacién para una metafisica de las costumbres (1785), Kane diferencié (Kant, 2002, A44) entre imperativos hipotéticos, dependientes del fin propuesto o de determinadas condiciones, como cuando se dice: «Si quieres conservar la salud, debes dejar de fumar» («si A, entonces debes Bo), en los que bastaria que a alguien no le importase la condicién para que dejasen de regir, e im perativos categoricos, no sometidos a ninguna condicién o incondicionados, y que sencillamente formulan: «Debes (0 no debes) tal o cual». Los primeros, los imperativos hipotéticos, pueden ser de caracter problemdtico, cuando el fin o la condicién a los que se encuentran sometidos pueden ser sustituidos por otros, dando lugar en todo caso alas reglas de habilidad técnica; mas si se tratase de un fin al que ha de suponerse tienden todos los seres humanos, como es el caso de la fe- licidad, nos encontrariamos con imperativos hipotéticos asertéricos, que son de cardcter pragmatico, como los que se encuentran en los consejos pru- denciales (tomando el término «prudencia» en el sentido de cdlculo, sagaci- dad 0 astucia) para Ia felicidad. Ahora bien, ya en el propio «Canon» de la raz6n pura, antes citado, Kant habia insistido en que, consistiera en lo que consistiese la felicidad, tan dificil de definir excepto si acaso por unas notas muy generales, la moral no se ocupa tanto de ella, que ya procuramos por mera inclinacién, cuanto de hacernos dignos de esa felicidad a la que aspi- ramos: Felicidad es la satisfaccién de todas nuestras inclinaciones (tanto extensive, atendiendo a su variedad, como intensive, respecto de su grado, como también protensive, en relacién con su duracién). La ley practica derivada del motivo EL AMBITO DE LA MORALIDAD: ETICA Y MORAL 37, de la felicidad la llamo pragmitica (regla de prudencia). En cambio, la ley, si es que existe, que no posee otro motivo que la dignidad de ser feliz la llamo ley moral (ley ética) (Kant, 1978, A806, B834). Por eso sdlo considera propiamente practicos los imperativos categéricos, que no se expresan en reglas (técnicas o prudenciales) sino en mandatos de /a moralidad, siendo en ellos, por ser incondicionados, donde se ejerce real- mente la libertad del ser humano, capaz de obrar no sélo conforme a las Leyes de la naturaleza, sino también, y gracias a su attonomia, conforme a la representacion de leyes que se da a si mismo, por lo que esos mandatos de la moralidad no se expresan en reglas técnico-practicas, sino en leyes practi- co-morales, Como el propio Kant insistiré aun en la Cr'tica del juicio (1790): Dividese con razén la filosofia en dos partes completamente distintas segtin los principios: la tedrica, como filosofia de la naturaleza, y la prdctica, como Filosofia moral (pues tal nombre recibe la legislacién practica de la razén, segin el concepto de libertad). Pero hasta ahora ha dominado un empleo erréneo de esas locuciones en la divisién de los diferentes principios, y, con ello, rambién de la filosofia, pues romando por una misma cosa lo prictico segtin conceptos de la naturaleza y lo practico segin el concepto de libertad, se ha hecho asi, bajo las mismas denominaciones de filosofia teérica y practica, una division por medio de la cual, en realidad, nada estaba dividido (puesto que ambas partes podian contener principios de la misma clase) (...]. Todas las reglas técnico-practicas (es decir, las del arte y de la habilidad en general, o también de la prudencia, como la habilidad de tener influencia sobre los hombres y sus voluntades), en cuanto sus principios descansan sobre conceptos, deben con- rarse slo como corolarios de la filosofia tedrica, pues ellas conciernen tan sélo la posibilidad de las cosas segtin conceptos de la naturaleza, a la cual pertene- cen no sdlo los medios que en la naturaleza pueden encontrarse para ello, sino la misma voluntad (como facultad de desear y, por ranto, facultad de la naru- raleza), en cuanto puede ser determinada, segtin aquellas reglas, por medio de motores naturales. Sin embargo, semejantes reglas practicas no se llaman leyes {algo asi como fisicas), sino solamente preceptos; la razén de esto es que la voluntad no entra solamente bajo el concepto de naturaleza, sino rambién bajo el concepro de libertad, con relacién al cual los principios del mismo lldmanse leyes, y forman solos, con sus consecuencias, la segunda parte de la filosofia, a saber: la practica (Kant, 1977,70-7 1) Sin perseguir esas consideraciones, no estard de mas, sin embargo, sefialar que la distincién kantiana entre técnica y practica es de algtin modo para- lela, pese a realizarse en un contexto diferente, a la establecida por Aristé- 38 CARLOSGOMEZ teles en Etica a Nicémaco, al comienzo del libro I y luego también en el li- bro VI, entre poiésis, que produce obras exteriores al agente, y praxis, que es la accién inmanente, que tiene en si misma su propio fin: «Realizacién y fabricacién son de género diferente: el fin de la fabricacién es distinto de ella, mientras que no lo serfa el de la realizacién, pues la propia “buena- realizacién” (“bien-estar”) es fin» (EN, VI, 5, 1140b6; I, 1, 1094a3). Y aunque el propio Aristételes olvida esa diferencia a menudo y tiende a describir la estructura de la accién moral (praxis) bajo el modelo de la actividad técnica, lo que acarrea confusiones no siempre disuelras, la dis- tincién serd retomada, no sélo, como hemos visto, por Kant, sino tam- bién en nuestros dias por J. Habermas, en Conocimiento e interés (Ha- bermas, 1982). Ciercto que, a veces, no es facil deslindar con precisién cuestiones técnicas de cuestiones éticas, puesto que la ética también se preocupa por los medios (Camps, 1988, 69s.) y la técnica esté tefiida de presupuestos o implicaciones morales, tal como los propios frankfurtia- nos han destacado en nuestros dias (Habermas, 1984). Mas esos matices, pertinentes, no debertan desdibujar la diferencia arriba apuntada, que en medio de ellos subsiste. 3.3. Eticas materiales y formales En cualquier caso, conviene sefialar que la «moral como contenido» de la que veniamos hablando no es necesariamente lo que se ha dado en llamar una «ética material», sino que puede venir constituida por una «ética for- mal», mientras que algunos cédigos morales prescriben de modo bastante concreto lo que se debe hacer, regulando con detalle el contenido de nues- tro comportamiento, en otras ocasiones los principios morales a los que pensamos debemos atenernos son puramente formales, 0, para decirlo con Kolakowski, representan una «ética sin cédigo» (Kolakowski, 1970). El caso ejemplar lo ofrece de nuevo Kant, que, en su filosofia moral, se pre- ocupé, mas que de establecer una serie de preceptos morales, de indagar qué condiciones ha de reunir un precepto si ha de ser considerado moral, a saber, y como ya sabemos, ser auténomo, expresién de la ley que cada cual se da a si mismo, e incondicionado, tal como se expresa en el impera- tivo categérico, del que Kant oftecié varias formulaciones. La primera de ellas decia: «Obra sdlo segiin aquella maxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en una ley universal» (Kant, 2002, A52), sin esta- blecer qié hemos de hacer en concreto, sino tan sdlo cémo hemos de obrar para que nuestro comportamiento sea efectivamente moral. De este modo, EL AMBITO DE LA MORALIDAD: ETICAY MORAL 39 la moral como contenido se hace aqui puramente formal, esto es, precisa- mente, vacia de contenido. La aparente contradiccién puede resolverse si tenemos en cuenta no slo el nivel sino también la perspectiva desde la que hablamos. Desde un punto de vista psicolégico-antropoldgico, nos referiamos a la «forma ne- cesariamente moral de la vida humana, en cuanto ésta ha de buscar media- ciones con la realidad que no estan brindadas por nuestro equipamiento genético (moral como estructura). Cuando tales mediaciones 0 ajusta- mientos se hacen de acuerdo con lo bueno (en sentido moral), lo debido o lo valioso, hablamos de moral como contenido. Pero esos principios que regulan el contenido de la moralidad —y que nos sitdian en el segundo de los niveles de la moralidad desde la primera de las perspectivas indicadas— pueden ser, desde un punto de vista ético, puramente formales. Asi, «moral formal» o «forma moral» tendrian un significado distinto segdn figuraran esas expresiones en un contexto psicolégico-antropolégico o en un contex- to ético. En éste, aquellos elementos que permiten a un comportamiento ser considerado moral (en cuanto contrapuesto a inmoral —moral como contenido desde el punto de vista antropolégico—) pueden ser puramente formales, vacios de contenido, como sucede en el caso del imperativo cate- gérico kantiano. 4. Moral como acti'tnd Pero dejemos estos distingos, no sin advertir que, junto a la moral como estructura y la moral como contenido, de las que hemos venido hablando, se puede, con Aranguren, destacarla importancia de la moral como actitud (Aranguren, 1983), cuya guia seria la conciencia, sometida, como hemos sugerido y habremos auin de ver con més deralle, a multiples condiciona- mientos, pero, a la postre, tiltima instancia de la ética, pues sélo los indivi- duos son capaces de actuar moralmente, responsabilizindose de sus accio- nes. 4.1. El individualismo ético y la ética social Desde este punto de vista, es preciso indicar que la conciencia puede y debe abrirse al didlogo con los demas, cuyas razones habré de tenet en cuenta; que habré de dejarse interrogar, asimismo, por las advertencias de la denominada por Paul Ricoeur «filosofia de la sospecha» (Marx, Nietz~ 40 CARLOS GOMEZ sche, Freud), para tratar de desenmascarar sus dobleces y autoengafios, pero que, en definitiva, la conciencia es la instancia irrebasable de la moral. Individualismo ético que no tiene por qué equipararse con el individualis- mo posesivo del liberalismo econémico ni pretende que los individuos sean lo unico existente, pero que insiste, como lo ha hecho Javier Muguer- za, en que el individuo es el tinico e insustituible protagonista de la moral (Muguerza, 1986; 1990, cap. VII; cf. asimismo Garcia Moran, 1998; Gé- mez, 2007; Renaut, 1993; Tugendhar, 1993). Tal individualismo no deberia olvidar que la génesis del individuo esta socialmente mediada, esto es, que la identidad personal se genera a través de una serie de identificaciones, como Freud acentué, 0, por expresarlo con George Herbert Mead, que la individualizacién se produce a través de la socializacién (Habermas, 1990, cap. 8). Por ello, sin dulcificar el riesgo de las propias decisiones morales, tampoco conviene acentuar en exceso el patetismo de la soledad de la conciencia deliberante, pues la conciencia in- corpora ya el didlogo con los demas, al que por otra parte ha de abrirse. Esa apertura posibilita asimismo que el individualismo ético no tenga por qué desentenderse de los otros, pues el que la decisién moral se ejerza en tiltima instancia de manera solitaria, desde la responsabilidad intransferible de cada cual, no quiere decir que no pueda ser solidaria. En Etica y politica Aranguren (Aranguren, 1963) subrayé la necesidad de la apertura a los otros para que se pudiese hablar de una actitud realmente ética, que, sin menoscabo del protagonismo individual, pudiese general una ética social o transpersonal, desplegada tanto en el nivel de la ética interpersonal o ética de la alteridad, en \a que el otro es un alter concreto, como en el de la éxca impersonal o ética de la aliedad, en |a que el otro no es un alter al que co- nozco y trato, sino un alius, es decir, un otro innominado y mas 0 menos distante, pero al que asimismo estoy obligado en las tareas colectivas de la sociedad ala que pertenezco—por ejemplo, a través del pago de impuestos o del ejercicio de las responsabilidades ciudadanas— y, en tiltima instancia, de la humanidad comin. 4.2. Etica de la conviccién y ética de la responsabilidad Y tal vez sea éste el contexto adecuado para introducir una nueva categori- zacién, planteada por Max Weber (1864-1920) en Politik als Beruf («La politica como vocacidn» 0 «como profesién») (Weber, 1967, 81-179), es- crito de 1919, en el horizonte del final de la Primera Guerra Mundial y el estallido, en Europa Occidental, de revoluciones socialistas que trataban de

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