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Pablo Neruda: "Sobre una poesía sin pureza" (1935)

Es muy conveniente, en ciertas horas del día o de la noche, observar profundamente los
objetos en descanso: las ruedas que han recorrido largas, polvorientas distancias,
soportando grandes cargas vegetales o minerales, los sacos de las carbonerías, los barriles,
las cestas, los mangos y asas de los instrumentos del carpintero. De ello se desprende el
contacto del hombre y de la tierra como una lección para el torturado poeta lírico. Las
superficies usadas, el gasto que las manos han infligido a Ias cosas, la atmósfera a menudo
trágica y siempre patética de estos objetos, infunde una especie de atracción no
despreciable hacia la realidad del mundo.

La confusa impureza de los seres humanos se percibe en ellos, la agrupación, uso y desuso
de los materiales, las huellas del pie y los dedos, la constancia de una atmósfera inundando
las cosas desde lo interno y lo externo.

Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano,
penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena, salpicada por las diversas
profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley.

Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y actitudes
vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor
y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones,
impuestos.

La sagrada ley del madrigal y los decretos del tacto, olfato, gusto, vista, oído, el deseo de
justicia, el deseo sexual, el ruido del océano, sin excluir deliberadamente nada, sin aceptar
deliberadamente nada, la entrada en la profundidad de las cosas en un acto de arrebatado
amor, y el producto poesía manchado de palomas digitales, con huellas de dientes y hielo,
roído tal vez levemente por el sudor y el uso. Hasta alcanzar esa dulce superficie del
instrumento tocado sin descanso, esa suavidad durísima de la madera manejada, del
orgulloso hierro. La flor, el trigo, el agua tienen también esa consistencia especial, ese
recuerdo de un magnífico tacto.

Y no olvidemos nunca la melancolía, el gastado sentimentalismo, perfectos frutos impuros


de maravillosa calidad olvidada, dejados atrás por el frenético libresco: la luz de la luna, el
cisne en el anochecer, «corazón mío» son sin duda lo poético elemental e imprescindible.
Quien huye del mal gusto cae en el hielo.

[Pablo Neruda, Caballo verde para la poesía (1 octubre de 1935). Tomado de Juan


Manuel Rozas, La generación del 27 desde dentro (Textos y documentos) (1974), 2ª ed.
aum., Madrid: Istmo, 1987, pp. 250-251.]
La palabra

Pablo Neruda
De Confieso que he vivido

…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y
bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las
derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se
acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como perlas de colores,
saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras…
Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando
van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento
cristalinas, vibrantes ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas,
como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro,
las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de
madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en
la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque
otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció.
Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue
agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son
antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas
comenzada… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores
torvos… Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas
encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos,
con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con
religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas…
Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de la tierra
de las barbas, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron
aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el
oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las
palabras.

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