Se generan flujos piroclásticos en el momento de una erupción
volcánica y cuando este material es removido por la lluvia se generan
lahares (flujos de lodo).
Cuando hablamos de un volcán activo nos referimos a un volcán que
ha hecho erupción en los últimos 10 000 años y que mantiene potencial de desarrollar alguna actividad eruptiva en un futuro indeterminado con o sin manifestaciones externas previas. Los lahares (flujos de lodo) se pueden producir sin actividad eruptiva, y ante este peligro se debe alejar del fondo de los valles y dirigirse a zonas altas.
Los principales peligros son:
Caída de tefra: fragmentos de material volcánico compuesto por
ceniza, pómez y bloques incandescentes. Es expulsada al momento de la explosión. Proyectiles balísticos (bombas): fragmentos de material mayor de 64 mm, pueden tener diámetros de algunos metros. Son causados por explosiones en el cráter. Flujos de lava: corriente de roca fundida que se desliza pendiente abajo como un fluido viscoso, puede quemar las zonas de bosques, cultivos y construcciones. Lahares o flujos de lodo: son generado cuando los materiales expulsados durante las erupciones se mezclan con agua y forma flujos que se mueven pendientes abajo. Gases volcánicos: son la parte volátil del magma que se emite a través de fumarolas y cráteres. Flujos y oleadas piroclásticas: son una mezcla turbulenta de fragmentos de roca a alta temperatura, ceniza, pómez y gases. Desde hace varios años la región centroaméricana representa un alto riesgo en el tema de actividad volcánica, que afecta la seguridad y estabilidad de miles de personas que viven cerca de los volcanes activos. El denominado “Anillo de fuego” podría continuar causando desastres en los países de América Central. Esto debido a una cuestión relacionada a la misma esencia de los fenómenos naturales. Así lo explica Rolando Mora, geólogo costarricense, quien destaca que se trata de un proceso natural, pues “cada volcán tiene su propia personalidad y vulnerabilidad.” Una de las catástrofes más recordadas se dio en el año 1963, cuando el volcán Irazú, ubicado en la provincia de Cartago, Costa Rica, erupcionó causando múltiples daños. Dicho volcán es considerado por el Instituto Costarricense de Turismo (ICT), como el más alto de todo el país, con 3,432 msnm. Se estima que alrededor del 49% de la población fue afectada por el desplazamiento de ceniza del Irazú, que llegó hasta San José, y el desprendimiento de lahares, que destruyeron todo a su paso, según datos publicados por la Revista Geológica de América Central. Como en todo desastre natural, la erupción de 1963 no fue la excepción al dejar pérdidas humanas, familias evacuadas, infraestructura dañada y cultivos destruidos. El documentalista volcánico y periodista, Iván Meza, relata como posteriormente a lo ocurrido, se recibió ayuda por parte de los “marines” de Estados Unidos, quienes se encargaron de construir diques a las orillas del Río Reventado que se desbordó debido a la acumulación de lluvia y cenizas del volcán. Cinco décadas después de aquella tragedia del Irazú, no se descarta la posibilidad de que vuelva a suceder. En la actualidad, las personas han vuelto a poblar los diques, es una zona que alberga establecimientos comerciales y familias completas que se han encargado de construir sus viviendas en dicho sector, aun cuando es considerado de alto riesgo. Ante la posibilidad de una nueva catástrofe volcánica, el geólogo costarricense Rolando Mora, resalta que la activación de dichos volcanes, tanto en Costa Rica, como en el resto de la región, es una situación de cuidado, que requiere de mucha atención y constante monitoreo. “Esta actividad no se ve desde la época de la colonia, por lo que considero que es algo preocupante y de tomarlo en cuenta por parte de Protección Civil”, aclara el experto. Los habitantes deben estar conscientes y conocer la situación de la zona en la cual viven, puesto que se ve vulnerada la seguridad de los mismos. Así lo expone Gino González, otro vulcanólogo costarricense, quien menciona que, de ocurrir una nueva catástrofe volcánica del Irazú, cerca de 30 mil personas podrían ser evacuadas de sus viviendas. El experto destaca que para prevenir tragedias, la importancia de su labor en la vulcanología radica en informar a las autoridades pertinentes cualquier indicio que muestra el volcán, para que actúen a través de planes estratégicos en la prevención y preparación de la población. Entre las alertas que un volcán puede emitir se encuentran: temblores de alta intensidad, expulsiones de gases y ruidos estrepitosos. González, además aclara que los volcanes no precisamente siguen un ciclo, estos pueden hacer erupción en cualquier momento; explica también que “un volcán se considera activo, si ha hecho erupción al menos una vez en los últimos 10 mil años” y que, si bien cuando se habla de una erupción, la lava no es lo más peligroso, sino los flujos piroclásticos o nubes de material ardiente que de salen del cráter. La población debe poseer un conocimiento amplio respecto a dichos desastres naturales, incluyendo: cómo puede afectar, qué tipo de erupción será y los respectivos protocolos de seguridad que se deben seguir en caso de emergencia. Desde el punto de vista del experto costarricense en vulcanología, el tipo de conocimiento sobre la prevención de desastres naturales, debería incluirse en los programas nacionales de educación. Sin embargo, González destaca que hace falta mucho trabajo de prevención y conocimiento de la actividad volcánica. “El ordenamiento territorial, debería estar ligado mucho a la geología. Hace falta una gran conciencia para preveer y prevenir una erupción o desastres, en general, ya que la gente realmente no cree que esto puede ocurrir”, concluyó. Cuando los volcanes están inactivos las personas pueden subestimar el riesgo que estos representan, especialmente si desconocen los peligros volcánicos. Este desconocimiento incrementa la vulnerabilidad de las personas, sobre todo de aquellas comunidades que viven cerca de un volcán. Los volcanes tienen diferentes estilos de erupción. Algunos generan flujos piroclásticos o expulsan rocas balísticas y ceniza que pueden caer encima de las comunidades, como fue el caso de Volcán de Fuego en Guatemala, el volcán Soufrière Hills en Montserrat y el volcán La Soufriere en San Vincente y las Granadas; otros volcanes producen flujos de lava (por ejemplo, Hawái). En ocasiones, flujos de lodo (lahares) ocurren cuando el calor magmático derrite el hielo, como ocurrió en Colombia con la erupción del volcán Nevado del Ruíz. En otros casos, flujos de lodo también aparecen por fuertes lluvias que movilizan el sedimento volcánico en las laderas. Los efectos más comunes sobre la salud causados por las erupciones volcánicas incluyen lesiones traumáticas, quemaduras, asfixia, enfermedades en la piel, lesiones oculares, problemas respiratorios, conjuntivitis y hasta la muerte. Particularmente, la caída de ceniza o expulsión de gases, generan riesgo de contaminación del agua y de los alimentos, así como la afectación del ganado y animales domésticos, de cultivos y en general del medio ambiente, comprometiendo también los servicios básicos (agua, transporte, comunicaciones) y el acceso a los servicios de salud. Igualmente, el cúmulo de cenizas sobre techos o cubiertas puede causar daños o colapso de edificaciones, tanto de forma inmediata como posterior al evento, como en la fase de limpieza. Esto ha generado la ocurrencia de accidentes con politraumatismo por el colapso de los techos. Las instalaciones de salud pueden ser completamente destruidas o ver comprometido su funcionamiento por restricción o acceso a los servicios básicos. Para minimizar los impactos, la preparación para una erupción debe incluir un escenario de monitoreo, conocimiento sobre los tipos de eventos eruptivos, comunicación permanente con las autoridades técnicas, sistemas de alerta, preparativos adelantados y al personal entrenado y debidamente equipado. Las autoridades locales y las entidades de protección civil y técnicas responsables son aliadas fundamentales para brindar asesoría sobre el tipo de erupción que se espera, lo que permite prepararse para una respuesta apropiada y prevenir daños y pérdidas.