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Fue una secuencia absurda de hechos la que me llevó al borde de la muerte y una
secuencia aún más absurda la que propició que sobreviviera.
La misión estaba concebida para soportar tormentas de arena de hasta 150 km/h.
Así que en Houston se pusieron comprensiblemente nerviosos cuanto nos azotaron
vientos de 175 km/h. Todos nos pusimos el traje espacial y nos acurrucamos en el
centro del Hab, por si se despresurizaba. Pero el problema no fue el Hab.
El VAM es una nave espacial. Tiene muchas piezas delicadas. Puede resistir hasta
cierto punto las tormentas, pero no estar sometido permanentemente a tormentas de
arena. Al cabo de una hora de viento inusualmente sostenido, la NASA dio la orden
de abandonar la misión. Nadie quería cancelar una misión de un mes de duración a
los seis días de su comienzo, pero si el VAM sufría un mayor castigo, todos
quedaríamos atrapados en Marte.
Teníamos que salir del Hab en plena tormenta para llegar al VAM. Sería
arriesgado, pero ¿qué alternativa teníamos?
Todos lo consiguieron menos yo.
Nuestra principal antena parabólica de comunicaciones, que transmitía señales del
Hab a la Hermes, actuó como un paracaídas cuando el viento la arrancó de su base y
la arrastró. En su trayectoria, chocó con la antena de recepción y uno de sus brazos,
largos y finos, se me clavó. Me atravesó el traje como una bala perfora la mantequilla
y sentí el peor dolor de mi vida cuando se me clavó en el costado. Recuerdo
vagamente que me quedé sin aire (literalmente) y que me zumbaron dolorosamente
los oídos cuando el traje se despresurizó.
Lo último que recuerdo fue ver a Johanssen estirándose con impotencia hacia mí.
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