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PRIMERA ESCENA: “Un campo abierto”

EDGARDO: Más vale ser despreciado a sabiendas, que ser despreciado entre
adulaciones. Cualquier mudanza es temible para él dichoso; el desdichado la ve
llegar con alegría. ¡Yo te saludo, aire sutil, y te tiendo los brazos! Pero ¿quién llega
aquí? ¡Mi padre, conducido como un mendigo! ¡Oh, mundo, mundo, mundo! Si tus
extrañas vicisitudes no nos hicieran odiarte, ¿quién se resignaba a envejecer?
(Entran Glóster y un viejo).

VIEJO ¡Oh, mi buen señor! He llevado en arriendo tierras tuyas y de tu padre cerca de
ochenta años.

CONDE DE GLÓSTER Déjame, buen amigo. No sigas más; tu compasión, que ningún
bien puede hacerme, te sería funesta.

VIEJO¡Oh, señor; si no puedes ver el camino!

CONDE DE GLÓSTER: ¡Cuántas veces sucede confiar demasiado en nuestras


ventajas y ser nuestras imperfecciones las que nos sirven! ¡Oh, mi amado hijo
Edgardo; víctima de las iras de un padre engañado! Ya sólo quiero vivir para volver a
verte ... con mis manos.

VIEJO: ¿Quién va? ¿Quién está ahí?

EDGARDO

¡Oh, dioses! ¿Quién puede decir: lo peor me ha sucedido? Ya es para mí peor que lo
fue nunca.

VIEJO: Es Tomasillo, un pobre loco.

EDGARDO

¡Y siempre puede haber algo peor, que no hemos acabado de decir: lo peor es esto,
cuando algo peor ha llegado!

VIEJO: ¿Adónde bueno, amigo?

CONDE DE GLÓSTER: ¿Es algún mendigo?

VIEJO: Mendigo y loco, por añadidura.

CONDE DE GLÓSTER: No estará tan loco cuando mendiga. Anoche, cuando era más
furiosa la tormenta, vi a otro tal infeliz, y pensaba yo al verle: qué mísero gusano es el
hombre. Me acordé de mi hijo, aunque entonces me era odioso su recuerdo;
después ... ¡He sabido tantas cosas!

EDGARDO:¿Qué debo hacer? ¡Ruin arte el de fingirse loco con el triste y


atormentarse por atormentar! (Alto). El cielo te bendiga, señor.

CONDE DE GLÓSTER: ¿Es el mendigo que anda desnudo?

VIEJO: Sí, señor.


CONDE DE GLÓSTER: Pues ya puedes dejarme; y si algo más quieres hacer por
nosotros, no muy lejos de aquí, en el camino que va a Dóver, sal a encontrarnos y
trae alguna ropa con que pueda vestirse esta alma en pena. Él se prestará a guiarme.

VIEJO: Señor: mira que está loco.

CONDE DE GLÓSTER: Calamidad de los tiempos cuando los locos guían a los ciegos.
Haz como te digo o como te plazca. Pero partamos ahora.

VIEJO: Le llevaré mi mejor vestido, suceda lo que suceda. (Se va).

CONDE DE GLÓSTER: Óyeme aquí, el desnudo.

EDGARDO: ¡Tomasillo tiene frío! (Aparte). ¡No puedo fingir más!

CONDE DE GLÓSTER: Ven acá, amigo.

EDGARDO: (Aparte) Pero es fuerza. (Alto). ¡Benditos tus ojos de bondad; cómo
sangran!

CONDE DE GLÓSTER: ¿Tú conoces el camino que va a Dóver?

EDGARDO: Lo mismo por el portillo que por la puerta¡ lo mismo el camino real que
los atajos. Al pobre Tomasillo, cinco demonios se metieron de una vez en su cuerpo:
el de la lujuria, Obdicuto; Obidancio príncipe de la mudez; Mahu, del robo; Modo, del
asesinato; Flibertigibeto, de las muecas y de los temblores ¡Guárdate de todos ellos,
señor!

CONDE DE GLÓSTER: Toma este bolsillo. Tú, a quien los cielos abatieron bajo el
peso de tantos males, por ser yo desdichado, serás más dichoso. ¡Dejen caer su
justicia inexorable! ¡Distribuyan cuanto les sobra, y así tendrá cada uno lo que basta!
¿Conoces tú Dóver?

EDGARDO: Sí, señor.

CONDE DE GLÓSTER: Hay una roca cuya altiva frente se inclina como para mirarse,
temerosa, en el mar profundo. Guíame hasta el borde de su cumbre, y yo remediaré tu
pobreza con algo de valor, que aún guardo. Una vez allí ... no necesitaré que nadie me
guíe.

EDGARDO: Dame la mano, el pobre Tomasillo te guiará. (Se van).

SEGUNDA ESCENA

Exterior del Palacio del Duque de Albania.

Entran Gonerila y Edmundo.

GONERILA: Bienvenido, señor. Mucho me sorprende que mi apacible esposo no haya


salido a encontrarte en el camino. (Entra Usvaldo). ¿Dónde está tu señor?

USVALDO: Dentro queda, señora. Pero nunca vi a un hombre tan destemplado. Le


hablo del ejército que desembarca, y sonríe; le aviso de tu llegada, y sólo me
responde: Tanto peor. Lo que, al parecer, debiera disgustarle, le agrada; lo que
debiera agradarle le disgusta.
GONERILA. (A Edmundo) Si es así, regrésate desde aquí. Edmundo: vuelve al lado de
mi hermana. Aquí será preciso que troquemos las armas. Este fiel servidor será
nuestro emisario. Muy pronto, si no dudas en arriesgarte en servirme, será una dama
la que te mande. (Le da una joya). Ten ... Ahorra palabras. Inclina la frente. Si este
obsequio se atreviera a decirte lo que siento, vieras elevarse a los cielos tu espíritu.
Adiós.

EDMUNDO: Hasta la muerte tuyo.

GONERILA: ¡Oh, mi amado Glóster! (Sale Edmundo). ¡Qué diferencia de hombre a


hombre! Tú mereces los favores de una mujer; ese necio usurpa mi cuerpo.

USVALDO: Mi señor llega. (Entra el Duque de Albania).

GONERILA: Creí merecer un saludo, que no se niega a un perro.

DUQUE DE ALBANIA: ¡Oh, Gonerila! ¡Miedo me das! La que se atrevió a quien le ha


dado la vida, ¿ante qué maldad puede retroceder?

GONERILA: Déjate de enfadosas moralidades.

DUQUE DE ALBANIA: Todo lo que sea justo y bueno ha de parecer mal a los malos.
La maldad sólo en sí misma se complace. ¿Qué han hecho? ¿A qué han llegado?
¡Con un padre anciano, bondadoso, que con su solo aspecto moviera a tanta
veneración! Y ustedes, lo han enloquecido. ¡Cómo pudo consentirlo mi hermano! ¡Él,
un hombre, un príncipe que tanto tiene que agradecerle! Si los cielos no se apresuran
a enviar prontos ejecutores de un tremendo castigo; no tardarán los hombres en
devorarse unos a otros.

GONERILA: Que no tienes ojos en la cara para distinguir lo que te honra de lo que te
envilece; ¿Por qué no redoblan tus tambores? El de Francia flamea sus banderas
sobre la quietud de nuestros campos, y el airón de su yelmo es amenaza a tu
seguridad. Y tú, en tanto, ¡pobre de espíritu!, te sentarás para exclamar llorando:
¿Por qué vienen contra mí de ese modo?

DUQUE DE ALBANIA: ¡Contémplate, demonio! Aunque la maldad en él propia no


parece tan horrible como en una mujer.

GONERILA: ¡Despreciable necio!

DUQUE DE ALBANIA: ¡Oh, disfrazado y encubierto monstruo! Ten el pudor de


mostrarte en tu verdadero aspecto. ¡Pero, aunque eres demonio, te escuda tu forma
de mujer.

GONERILA: ¡Por fin hablas como un hombre! (Entra un mensajero).

DUQUE DE ALBANIA: ¿Qué nuevas traes?

MENSAJERO: Señor: el Duque de Cornualles ha muerto. Le dio muerte uno de sus


criados cuando pretendía arrancar los ojos a Glóster.

DUQUE DE ALBANIA: ¡Arrancar los ojos a Glóster!

MENSAJERO: Un antiguo criado, queriendo estorbarle en su intento, sacó la espada


contra su señor, que, enfurecido, se arrojó sobre él, y entre los que acudieron a
interponerse se le vio caer muerto, pero no sin que el Duque recibiera el golpe
certero, al que poco después ha sucumbido.

DUQUE DE ALBANIA: ¡Bien nos avisa la justicia del cielo, que no tarda en castigar
aquí abajo nuestros crímenes! Y el triste Glóster. ¡Arrancarle los ojos!

MENSAJERO: Los ojos, señor. Esta carta, señora, pide pronta respuesta. Tu hermana
la envía.

GONERILA: (Aparte) En parte me contenta ... Mas, ella viuda y mi Glóster a su lado.
De cualquier modo, la noticia no me disgusta. (Alto). Voy a leerla, y te daré, en
seguida, respuesta. (Se va).

DUQUE DE ALBANIA: ¿Dónde se hallaba su hijo cuando le sacaron los ojos?

MENSAJERO: Acompañaba hasta aquí a mi señora.

DUQUE DE ALBANIA: Pues no está aquí.

MENSAJERO: No, señor; lo encontré cuando ya regresaba.

DUQUE DE ALBANIA: Y ¿sabe la maldad cometida?

MENSAJERO: Sí, mi señor; él fue quien delató a su padre y salió de su casa para
dejarles mayor libertad en el castigo.

DUQUE DE ALBANIA: ¡Glóster! Ven, amigo; has de decirme cuanto sepas. (Se van).

TERCERA ESCENA

El campamento francés; cerca de Dóver.

Entran el Conde de Kent y un noble.

CONDE DE KENT: ¿Sabes qué haya podido motivar el súbito retorno del Rey a sus
estados?

NOBLE: Algo que allá quedó pendiente y tanto importa a la seguridad del reino, que,
para su resolución, el Rey mismo ha reflexionado, después de su partida, que es allí
más necesaria su presencia.

CONDE DE KENT: ¿A quién dejó confiado el mando de sus tropas?

NOBLE: Al Mariscal de Francia, monsieur La Fur.

CONDE DE KENT: Y, al leer sus cartas, ¿pudiste advertir en la Reina alguna


demostración de dolor?

NOBLE: Tomó las cartas y las leyó en mi presencia, y, de cuando en cuando, dos
gruesas lágrimas caían temblorosas por sus delicadas mejillas. Más que nunca me
pareció una Reina, pretendía, como vasallo rebelde, proclamarse rey y avasallada.

CONDE DE KENT: Sin duda se habrá conmovido.


NOBLE: Pero sin alterarse; dulzura y tristeza competían en ella, y entre una y otra se
mostraba mejor la bondad de su alma. Del mismo modo, su sonrisa y su llanto eran
como un buen medio. En fin, señor: te aseguro que la tristeza sería muy de ver, como
rareza inestimable, si se mostrara siempre de ese modo.

CONDE DE KENT: Pero, ¿nada con palabras te dijo?

NOBLE: Por varias veces suspiró: ¡Mi padre! ¡Padre mío! Con angustia que bien
manifestaba lo acongojado de su corazón. Después exclamaba: ¡Hermanas, Kent,
padre! ¿Quién podrá ya creer que hay compasión en el mundo? ,..

CONDE DE KENT: ¿cómo es posible que de un mismo padre y de una misma madre
nacieran criaturas tan distintas? ¿No has hablado después con ella?

NOBLE: No.

CONDE DE KENT: Entonces, ¿la viste antes de partir el Rey?

NOBLE: No; después.

CONDE DE KENT: Sabe que el desventurado Rey Lear está en la ciudad. En algún
momento de lucidez recuerda por qué estamos aquí y en modo alguno quiere ver a su
hija.

NOBLE: ¿Por qué, señor?

CONDE DE KENT: Es grande su pesar; la trató con tanta dureza, negándole su


bendición, despojándola de sus derechos hereditarios para favorecer a dos
desnaturalizadas hijas, que su corazón, amargado por horribles remordimientos, no
le consiente acercarse a Cordelia.

NOBLE: ¡Pobre Rey!

CONDE DE KENT: ¿Sabes algo de los aprestos del de Albania y el de Cornualles?

NOBLE: Se dice que están cerca.

CONDE DE KENT: Ahora ven conmigo a donde se halla el Rey Lear. Atiéndelo.
Razones poderosas me obligan a ocultar mi nombre por algún tiempo; cuando pueda
decirte quién soy, no te pesará de haberme conocido. Sígueme. (Se van).

CUARTA ESCENA

En una tienda de campaña, en el campamento francés.

Entran Cordelia, un médico y soldados, con banderas y tambores.

CORDELIA: Sí, es él;acaban de verle furioso; iba cantando a voces. Que cien
hombres salgan en su busca y no dejen de registrar una parcela de todos esos
campos cubiertos de altas espigas. Que yo le vea pronto. ¿Hay poder en lo humano
para volverle a la razón? Cuanto poseo será de quien lo consiga.

MÉDICO: Remedios hay, señora. Nada puede reparar nuestra naturaleza como el
reposo, y de él está falto; para conseguirlo hay compuestos activos capaces de
adormecer el mayor desvelo.
CORDELIA: Vayan en su busca pronto; tal vez, en su locura, destruyera su vida, que
tanto necesita quien vele por ella. (Entra un mensajero).

MENSAJERO: Señora: nuevas traigo. Las tropas británicas se acercan.

CORDELIA: Lo sabíamos; prevenidos, las esperábamos. ¡Oh, mi padre querido, tu


causa sólo es la que yo defiendo! No es la ambición quien mueve nuestras armas; es
el amor, el amor y el respeto a un anciano padre.

QUINTA ESCENA

En el castillo de Glóster.

Entran Regania y Usvaldo.

REGANIA: ¿Mueve mi hermano ya sus tropas?

USVALDO: Sí, señora.

REGANIA: ¿Las manda él en persona?

USVALDO: No de muy buen talante. Tu hermana es el mejor soldado.

REGANIA: ¿No se avistó Edmundo con tu señora?

USVALDO: No, señora.

REGANIA: ¿Qué puede decirle mi hermana en esa carta que le envía?

USVALDO: Lo ignoro, señora.

REGANIA: No sin grave causa aceleró de aquí su partida. Fue gran torpeza, después
de haberle sacado los ojos, dejar con vida a Glóster. Sin duda, Edmundo salió a
encontrarlo, y, compadecido de su ennochecida existencia, acabará de una vez con
su vida; al mismo tiempo podrá informarse de las fuerzas con que cuenta el enemigo.

USVALDO: Y yo debo, sin dilación, unirme a él y entregarle esta carta.

REGANIA: Nuestras tropas saldrán de aquí mañana, ¿por qué no aguardas a salir con
ellas? Los caminos no están muy seguros.

USVALDO: Imposible; mi señora ha encomendado a mi diligente lealtad esta carta.

REGANIA: Y ¿por qué escribe a Edmundo? ¿No podía transmitirle de palabra su


mensaje? Pienso que ... sin duda ... no sé qué pensar. Tú sabes si te tengo en gran
estimación; déjame abrir esa carta.

USVALDO: Eso no; antes ...

REGANIA: Yo sé que tu señora no ama a su marido. Estoy segura de ello. La última


vez que aquí nos juntamos advertí sus expresivas atenciones, sus miradas al noble
Edmundo. Yo sé que tú eres el hombre de su confianza.

USVALDO: ¿Yo, señora?


REGANIA: Tengo el convencimiento; lo eres. Mi esposo ha muerto; Edmundo y yo
nos hemos concertado, y más le conviene ser mío que de tu señora. Cuando lo veas
le entregarás esta carta de mi parte, y cuando des cuenta de todo a tu señora,
recomiéndale mucha discreción. Adiós. Si acaso te tropezaras con el ciego traidor, ya
sabes que será tenido en mucho quien acabe con él.

USVALDO: ¡Ojalá lo encontrara, señora! Verías, entonces si estoy de parte tuya.

REGANIA: Adiós. (Se van).

SEXTA ESCENA

Campiña cerca de Dóver.

Glóster y Edgardo.

CONDE DE GLÓSTER: ¿Aún no llegamos a la cumbre del peñasco?

EDGARDO: Subiendo vamos. ¿No adviertes cómo los dos estamos jadeantes?

CONDE DE GLÓSTER: Muy llano me parece el camino.

EDGARDO: No, que es muy escarpado. ¿Oyes el mar?

CONDE DE GLÓSTER: No.

EDGARDO: Entonces es que tus otros sentidos están torpes, con la falta de tus ojos.

CONDE DE GLÓSTER: Me parece que tu voz suena de otra manera y tu lenguaje es


más pulido.

EDGARDO: Te engañas, sólo en el vestido soy otro.

CONDE DE GLÓSTER: Pienso que hablas ahora con mejor discurso.

EDGARDO: Anda, señor. Éste es el sitio. No des un paso más. Espanto y vértigo da el
mirar abajo. No quiero mirar más; temo que se me vaya la cabeza y, perdida la vista,
caiga despeñado.

CONDE DE GLÓSTER: Ponme donde tú estás.

EDGARDO: Dame la mano. Ya estás a un paso del borde mismo. Por cuanto hay bajo
el cielo, no saltaría desde aquí.

CONDE DE GLÓSTER: Suéltame la mano. Toma este otro bolsillo. En él va una joya
que bien puede remediar a un pobre. Los hados y los dioses te protejan. Déjame solo;
despidámonos y que oiga yo cómo te alejas de aquí.

EDGARDO: Adiós, señor.


CONDE DE GLÓSTER: Adiós con toda mi alma.

EDGARDO: (Aparte) Por salvarlo he jugado con su desesperación.

CONDE DE GLÓSTER: (Arrodillándose) ¡Oh dioses soberanos!, al dejar este mundo,


ante ustedes me olvido resignado de todos mis males. Si aún vive Edgardo,
protéjanlo. ¡Adiós, amigo!

EDGARDO: Lejos estoy. ¡Adiós! (Glóster da un salto y cae a tierra). (Aparte). Si


estuviera donde él pensaba estar, ya hubiera acabado de padecer para siempre.
(Acercándose). ¿Vivo o muerto? ¡Eh, señor amigo! ¿Me oyes? Habla. ¿Estará muerto
en efecto? No, ya vuelve. ¿Quién eres, señor?

CONDE DE GLÓSTER: Déjame, déjame morir.

EDGARDO: Fueras no más vilano, pluma, aire y, al precipitarte desde esa altura, te
hubieras estrellado como huevo. Bien puedes decir que vives de milagro

CONDE DE GLÓSTER: Pero ¿es posible que he caído?

EDGARDO: De la espantosa cumbre de ese tajo. Levanta la vista. Desde tan alto ni se
ve ni aun se oye.

CONDE DE GLÓSTER: ¡Ay de mí! No tengo ojos. ¿Es que la desventura ni aun puede
buscar el descanso de la muerte?

EDGARDO: Apoyate en mi brazo, levanta; así. ¿Cómo te hallas? ¿No sientes dolores
en las piernas?

CONDE DE GLÓSTER: Demasiado bien, demasiado bien.

EDGARDO: Es sobre todo maravilloso. ¿Quién era alguien que al llegar a la cima se
separó de ti?

CONDE DE GLÓSTER: Un desdichado mendigo.

EDGARDO: Sin duda era algún demonio. Por lo mismo, buen viejo, debes creer que
los excelsos dioses, han querido salvarte.

CONDE DE GLÓSTER: Así será. Desde hoy soportaré mis males hasta que ellos
mismos me digan: Basta, basta, ya puedes morir.

EDGARDO: Que tus pensamientos sean de bondad y de resignación. Mas ¿quién


llega? (Entra el Rey Lear, coronado de flores y hierbas silvestres).

REY LEAR: No; no pueden prenderme porque acuñe moneda. ¡Soy el Rey!

EDGARDO: Parte el corazón verlo.

REY LEAR: En particular la Naturaleza está sobre el Arte. Toma tu soldada. Ese mozo
maneja el arco como un espantapájaros. ¡Mira, mira! Un ratón. ¡Quietos, quietos! Con
un pedacillo de queso se le atrapa. ¡Aquí, mi guardia! ¡Oh! ¡Bravo vuelo, halcón!
¡Hiciste presa, hictste presa! ¡Eh! ¿Quién va? El santo y seña.

EDGARDO: Olorosa mejorana.


REY LEAR: Puedes pasar.

CONDE DE GLÓSTER: Yo conozco esa voz.

REY LEAR: ¡Ah! Es Gonerila con barbas blancas. Me adulaban como a un perro; me
decian que eran blancas mis barbas, cuando aún no las tenía negras; sólo sabían
decirme a todo: sí o no. En un sí o en un no, no hay mucha ciencia... Entonces los vi
allí a todos, los olfateaba a mi alrededor. ¡Cómo me habían engañado! Me dijeron que
yo lo podía todo ... ¡Una fiebre puede conmigo!

CONDE DE GLÓSTER: Yo recuerdo el acento de su voz. ¿No es el Rey?

REY LEAR: Sí; cada pulgada un rey. Perdono la vida a este hombre. ¿Qué delito es el
tuyo? ¿Adulterio? No morirás. ¡Castigar con la muerte el adulterio! Dejen que se
ayunten como quieran; el bastardo de Glóster fue mejor para su padre que mis hijas,
¡Desenfrénate, lujuria! ¡Necesito soldados! En lo demás, mujeres. Hasta la cintura aún
imperan los dioses, y debajo el demonio; allí es el infierno, las tinieblas, el sulfúreo
antro, fuego, hirvientes calderas, podredumbre, corrupción. ¡Qué asco, qué asco!
Dame una onza de algalia, buen boticario, para perfumar mi imaginación. Ahí va el
dinero.

CONDE DE GLÓSTER: Dame a besar tu mano.

REY LEAR: Deja que antes la limpie; huele a cuerpo mortal.

CONDE DE GLÓSTER: ¡Oh lastimosa ruina de un noble espíritu! Y de igual suerte el


universo todo quedará reducido a la nada. ¿Sabes quién soy, señor?

REY LEAR: Sí; bien me acuerdo de tus ojos. ¿Por qué los bizcas al mirarme? No, no
te esfuerces, ciego Cupido; no quiero amar.

CONDE DE GLOSTER: Aunque fuera cada letra como un sol de clara no las vería.

EDGARDO: (Aparte) Si alguien me lo contara me resistiría a creerlo; pero así es, y mi


corazón está destrozado.

REY LEAR: Lee.

CONDE DE GLÓSTER: ¿Cómo, señor? ¿Con las cuencas vacias de mis ojos?

REY LEAR: ¿De suerte que te ves como yo sin ojos en la cara y sin dinero en el
bolsillo? Pero aún puedes ver cómo va el mundo.

CONDE DE GLÓSTER: Lo veo ... por lo que siento.

REY LEAR: ¿Es que estás loco? Un ciego puede ver cómo va el mundo. Mira con los
oídos. Ve cómo ese juez acusa a ese infeliz ladrón. ¿Puedes decirme ahora quién es
el juez y quién es el ladrón?

CONDE DE GLÓSTER: Sí, señor.

REY LEAR: Y cómo el pobre aprieta a correr huyendo del perro. Pues ahí tienes la
imagen perfecta de la autoridad; un perro, respetable por razón de su cargo. Y tú,
redomado ministro de justicia, detén la airada mano. El usurero quiere ver ahorcado
al tramposo. ¡Nadie es culpable, nadie! ¡Yo los absuelvo a todos! Ponte ojos de vidrio,
y como cualquier ruin político haz que miras lo que no ves. ¡Pronto, pronto!
EDGARDO: Sentencias y desatinos juntamente; la razón en la locura.

REY LEAR: Si quieres llorar mis desgracias te daré mis ojos. Bien sé quién eres: tu
nombre es Glóster. Ten resignación. Venimos a este mundo llorando. Voy a
predicarte; escucha.

CONDE DE GLÓSTER: ¡Ay de nuestra vida!

REY LEAR: Cuando nacemos lloramos de parecer sobre este teatro de locos. He de
hacer la prueba, y cuando caiga así sobre estos yernos míos ... ¡A muerte, a muerte, a
muerte, a muerte! (Entran un noble y acompañamiento).

NOBLE: Aquí está. Deténganlo, que no escape. Señor, tu hija más amada ...

REY LEAR: ¿No hay rescate? ¿Me haces tu prisionero? Nací para ser el bufón de la
fortuna. Átame bien; soy buena presa.

NOBLE: Nada te faltará.

REY LEAR: ¿Nadie me secunda? ¿Yo solo contra todos? Hay para convertir a un
hombre en llanto.

NOBLE: Noble señor ...

REY LEAR: Quiero morir bizarramente como un doncel enamorado. Acércate,


acércate. Soy Rey, señores míos, sépanlo.

NOBLE: Rey el es, en efecto, y por tal te acatamos.

REY LEAR: Pero aún está vivo, y para hacerte con él tendrás que correr mucho ...
¡Hala, hala! (Sube corriendo; algunos lo siguen).

NOBLE: Gran tristeza es ver así a cualquier pobrete. Por suerte aún tiene una hija que
sabrá vindicar a la Naturaleza de la maldición que pesa sobre ella por culpa de otras
hijas gemelas en maldad.

EDGARDO:Salud, noble señor ...

NOBLE: Di pronto: ¿qué deseas saber?

EDGARDO: ¿Oíste algo referente a un combate muy cerca de aquí?

NOBLE: Nada más cierto ni más divulgado; pudo oírlo todo el que sea capaz de
percibir el menor ruido.

EDGARDO: ¿Puedes decirme si está muy distante el otro ejército?

NOBLE: Muy cerca y avanzando. Se presume que ha de estar muy pronto a la vista.

EDGARDO: Gracias, señor; era todo lo que quería preguntarte.

NOBLE: Aunque la Reina permanece aquí, por razones poderosas, las tropas salieron
ya.

EDGARDO: Gracias, señor. (Se va el noble).


CONDE DE GLÓSTER: ¡Dioses de bondad, no permitan que una mala tentación me
lleve otra vez a atentar contra mi vida!

EDGARDO: Ésas deben ser tus oraciones, buen viejo.

CONDE DE GLÓSTER: Dime. ¿Quién eres tú?

EDGARDO: Un triste, sumiso a las adversidades de la fortuna, probado en desdichas


y fecundado por ellas de generosa compasión. Dame la mano; te llevaré donde
puedas albergarte.

CONDE DE GLÓSTER: Te lo agradezco de todo corazón. Las bondades y la bendición


del cielo te colmen de venturas. (Entra Usvaldo).

USVALDO: ¡Viejo traidor, encomiéndate pronto al cielo! ¡Esta es la espada que ha de


exterminarte!

CONDE DE GLÓSTER: ¡Así tu mano amiga tenga fuerza bastante para acabar
conmigo! (Edgardo se interpone).

USVALDO: ¿Qué intentas? ¡Insolente villano! ¿Te atreves a defender a un traidor


pregonado? ¡Aparta, si no quieres que te contagie su fortuna enemiga! ¡Suelta su
brazo!

EDGARDO: (Con acento rústico) Y ¿no más de que porque así te cumple, sin otras
razones?

USVALDO: ¡Déjame, esclavo, si no quieres morir!

EDGARDO: Buen caballero, quítate de delante y deja a la pobre gente. ¡Ea! Deja al
viejo y sigue tu camino, si no quieres que probemos cuál es más dura: tu mollera o mi
estaca.

USVALDO: ¡Quita, bellaco!

EDGARDO: Te echaré fuera las muelas. No me asustas con tus muecas. (Pelean y cae
Usvaldo).

USVALDO: ¡Esclavo, me has matado! Villano, toma este bolsillo. Después, entrega
unas cartas que hallarás sobre mi pecho a Edmundo, Conde de Glóster. Le buscarás
en el campo británico. ¡Oh, muerte inoportuna! (Muere).

EDGARDO: Bien te conozco; un villano servil, cómplice en los vicios de tu señora y


tan dócil como la maldad los desea.

CONDE DE GLÓSTER: Qué, ¿está muerto?

EDGARDO: Siéntate, anciano, descansa. Registrémoslo. Esta carta de que habló


puede serme propicia. Está bien muerto; sólo deploro que no fuera otro su ejecutor.
(Lee). Acuérdate de la reciprocidad de nuestros juramentos. No ha de faltarnos
ocasión favorable para acabar con él. Si tu corazón no desfallece, tiempo y lugar han
de ofrecerse. Todo se ha perdido si vuelve vencedor; entonces seré yo su prisionera,
y mi prisión su tálamo. Líberame de su calor odioso y ven a ocupar el lugar suyo en
recompensa. Tu ... esposa, quisiera decirte ... fidelísima, Gonerila. (Hablando).
Conspira contra la vida de su noble esposo para sustituirlo por mi hermano.
(Arrastrando el cuerpo de Usvaldo). Aquí mismo rastrillaré estas arenas con tu
cuerpo. ¡Correveidile de asesinos impúdicos! Y a su tiempo pondré esta funesta carta
ante los ojos del Duque, de quien tramaban la muerte.

CONDE DE GLÓSTER: El Rey está loco; sería preferible enloquecer; así mi


pensamiento se apartaría de mis tristezas, y el dolor, engañado por la imaginación, de
sí mismo se olvidaría.

EDGARDO: Dame la mano. Oigo redoblar de tambores a lo lejos. Ven, anciano; te


confiaré a los cuidados de algún amigo. (Se van).

SÉPTIMA ESCENA

Una tienda en el campamento francés.

El Rey Lear duerme en un lecho, nobles y acompañamiento lo rodean.

Una dulce música.

Entran Cordelia, el Conde de Kent, y un médico.

CORDELIA: ¡Oh noble Kent! Toda mi vida y cuanto yo pueda para agradecer tu
lealtad; pero la vida es corta y la recompensa será mezquina.

CONDE DE KENT: Con tu estimación, señora, estoy bien pagado. Cuanto te he


referido es la verdad sencilla, sin quitar ni poner.

CORDELIA: Vístete como corresponde; ese traje es como luto que recuerda días muy
tristes. Múdalo, yo te lo ruego.

CONDE DE KENT: Perdona, señora; pero si me diera a conocer malograría mis


propósitos. Por favor te pido que tú misma no me conozcas hasta que juzgue llegada
la ocasión oportuna.

CORDELIA: Sea así, pues, noble señor. ¿Cómo está el Rey?

MÉDICO: Aún duerme, señora.

CORDELIA: ¡Oh, dioses de clemencia, calmen la honda herida de su naturaleza


injuriada!

MÉDICO: Si su Majestad lo permite, puede ya despertarse al Rey. Ha mucho que


duerme.

CORDELIA: Tu ciencia sabrá lo que conviene: sigue en todo tu dictamen. ¿Lo


vistieron?

NOBLE: Sí, señora; aprovecharon su profundo sueño para vestiloo de limpias ropas.

MÉDICO: Que te tenga cerca al despertar; respondo de que estará calmado.

CORDELIA: Aquí estaré.

MÉDICO: Más cerca. También la música; que se oiga mejor: así.


CORDELIA: ¡Oh, mi padre querido! ¡Diosa de la Salud, pon en mis labios tu mejor
medicina!

CONDE DE KENT: ¡Oh, amable y virtuosa princesa!

CORDELIA

No había de haber sido tu padre y esta nieve de su cabeza debió bastarte para
apiadarte de él. Y él, como vigía, a la ventura, sin otro yelmo que sus canas ... El perro
de mi mayor enemigo, aunque alguna vez me hubiera mordido, tendría sitio, en noche
semejante, al amor de mi hogar ... Y tú, ¡pobre padre mío!, sólo tuviste abrigo en una
zahurda. Ya despierta; háblale.

MÉDICO: Señora, primero tú: así conviene.

CORDELIA: ¿Cómo estás? ¿Cómo se halla su Majestad?

REY LEAR: Mal hiciste en sacarme de la tumba. Eres un alma bienaventurada; pero
yo estoy atado a una rueda de fuego.

CORDELIA: ¿No sabes quién soy yo?

REY LEAR: Eres un espíritu; lo sé. ¿Cuándo has muerto?

CORDELIA: ¿Oyen? Aún desvaría.

MÉDICO: Apenas ha despertado. Déjalo solo unos instantes.

REY LEAR: ¿Qué ha sido de mí? ¿Dónde me hallo? ¡Hermoso día! Mucho me han
hecho padecer; No sé qué decir ... No me atrevo a creer que ésta sea mi mano ... Voy
a ver ... Siento la punzada de este alfiler ... ¿Quién sabe de cierto quién soy?

CORDELIA: Mírame, señor. Y alza tus manos para darme tu bendición ... ¡No, no te
arrodilles ante mí!

REY LEAR: No te burles de mí, te lo suplico. Soy un pobre viejo alelado. Creo que te
conozco, y también a este hombre; pero estoy dudoso, pues no sé dónde me hallo ni
sé, por más que pienso, quién puede haberme vestido así ... ni recuerdo dónde pasé
esta noche ... No se rían de mí, que, tan cierto como soy hombre, esta dama es mi hija
Cordelia.

CORDELIA: Sí, yo soy, yo soy.

REY LEAR

Son lágrimas tuyas las que me mojan ... Sí, tuyas son, en efecto. No llores. Ya sé que
no me amas, pues tus hermanas, sí, bien me acuerdo, fueron crueles conmigo ... tú
tendrías razón, ellas no la tuvieron.

CORDELIA: ¡No hay razón!

REY LEAR: ¿Estoy en Francia?

CORDELIA: En tu reino, señor.

REY LEAR: No me engañes.


MÉDICO: Llévenlo adentro y nadie lo importune hasta que se halle más tranquilo.

CORDELIA: ¿No quieres caminar?

REY LEAR: Has de tener paciencia conmigo. Perdona. Soy un pobre viejo y estoy
alelado. (Se van todos, menos el Conde de Kent y un noble).

NOBLE: ¿Es cierto, señor, que han dado muerte al Duque de Cornualles?

CONDE DE KENT: Muy cierto, señor.

NOBLE: ¿Quién manda ahora sus tropas?

CONDE DE KENT: Según se dice, el bastardo de Glóster.

NOBLE: He oído que Edgardo, su hijo proscrito, se halla en Alemania con el Conde de
Kent.

CONDE DE KENT: He oído otras versiones. Hay que estar prevenidos. Las tropas del
Reino se acercan con presteza.

NOBLE: El combate ha de ser sangriento. Adiós, señor.

CONDE DE KENT: Mis propósitos y mis esperanzas, para bien o para mal, han de
decidirse con la suerte de esa batalla que hoy ha de librarse. (Se va).

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