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Actualización 30/01/2020

Semana 10: El ser humano como ser social

“El lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen, no es
una oficina ni un comercio ni una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia”

Chesterton.

Conceptos clave: familia, sociedad, política, bien común.

A lo largo de este curso hemos analizado algunas de las características esenciales de


nuestra naturaleza humana. A través de la antropología nos propusimos reflexionar en
torno a diversas dimensiones que nos constituyen como seres humanos, como son sentir,
pensar, amar, escoger, entre otras características. Al estudiar estas dimensiones, hemos ido
descubriendo que nuestra naturaleza siempre se desarrolla y perfecciona en la convivencia
con otros. En clases anteriores, mencionamos que el primer núcleo donde recibimos afecto
y aprendemos a relacionarnos es la familia, y que, con el tiempo, también son nuestros
amigos quienes nos brindan apoyo, contención y con quienes compartimos nuestras
alegrías y tristezas. Esta es una realidad presente en todas las culturas, desde los orígenes
más antiguos. Y así vemos cómo los primeros seres humanos, ya se agrupaban para
conseguir el alimento, cuidaban a sus familias y realizaban diversos ritos y ceremonias en
comunidad.

Aristóteles destaca esta naturaleza social, afirmando que el ser humano es un


animal político, al cual le es propio establecer lazos con los demás, construir comunidad, y
formar una polis, que en griego significa ciudad. Por tanto, es en la familia y en la sociedad
donde podemos ir perfeccionando también nuestra naturaleza humana, porque el
desarrollo de la persona y de la sociedad están mutuamente relacionados. Por ejemplo,
anteriormente mencionamos que somos personas vulnerables y dependientes, que
requerimos desde el comienzo de nuestra vida hasta convertirnos en ancianos, el cuidado
de otros, el compartir nuestra intimidad en situaciones de dolor y felicidad. Así, cada
elección que realizamos, esto es, el modo en que nuestra inteligencia guía a nuestra
voluntad para deliberar y actuar, tiene un impacto en otros y en nuestra propia identidad.
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La persona tiene la capacidad de percibir, conocer y amar, eso le lleva a abrirse no


sólo al mundo, sino también a otras personas, y en último término a la trascendencia,
dimensiones con las que aprende a vivir una vida verdaderamente humana.

Entonces ¿para qué necesitamos de la sociedad? En primer lugar, para “vivir”


(sobrevivir), es decir, para cubrir las necesidades básicas que requerimos para mantenernos
vivos. El ser humano por sí solo no es autosuficiente. Es fácil percibirlo: nacemos gracias a
la relación entre dos personas, nuestros padres; necesitamos un largo periodo de crianza y
educación para que podamos valernos por nosotros mismos; durante nuestra vida nos
encontramos con diversas personas que nos ayudan y de las cuales podemos aprender e
inspirarnos para ser mejores. Esta necesidad de vivir con otros, no responde únicamente a
los bienes materiales (vivienda, comida, autoconservación, etc.), sino principalmente a los
bienes morales. Es lo que Aristóteles llama “la vida buena”, es decir, una “vida lograda”,
verdaderamente humana, que como veremos en esta unidad se relaciona con el ejercicio
de las virtudes.

A partir del pensamiento de Aristóteles y de nuestra propia experiencia, podemos


establecer que es en la sociedad donde desarrollamos nuestra personalidad, asimilando una
lengua, unas costumbres y unos valores morales; donde aprendemos a “humanizarnos”, a
vivir la experiencia de la propia libertad, a desplegar nuestras habilidades entre otras
diversas dimensiones que componen nuestra naturaleza, para así alcanzar la felicidad y
construir también una sociedad mejor. Como aprendimos en la unidad dos, el fin último de
todo ser humano es alcanzar la autorrealización, la felicidad, y si bien esto nace desde
nuestra intimidad, para lograr la vida plena también necesitamos a los demás. Por lo tanto,
una vida buena para mí debiese garantizar también un buen vivir para mi entorno, ya que
nuestro ser personal se configura en gran medida en las relaciones interpersonales. Esto
significa que la existencia humana aislada es inviable y que por eso existe la sociedad,
entendida como un conjunto de personas cuya unidad se debe a un fin común. Somos seres
que afectivamente nos vinculamos a cosas y personas. A partir de los distintos vínculos –
una familia, una cultura, amigos, trabajo o una patria, – crecemos y nos desarrollamos de
manera integral, permitiéndonos desplegar plenamente nuestra vida humana. El desarrollo
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de ésta, querámoslo o no, se da en mutua colaboración con otros. Todos estamos llamados
desde nuestra realidad y funciones específicas a ayudarnos y a colaborar con el bien de la
sociedad.

La familia, cuna de la persona y de la sociedad

Todos aquí tenemos experiencia de haber nacido en una familia. Puede ser de
diferentes tipos: con múltiples hermanos o sólo uno, papá y mamá presente o uno de ellos
asumiendo la responsabilidad de mantener económicamente a la familia y de la educación
de los hijos, o también abuelos que ejercen el rol de padres. Independientemente de cómo
sea la propia familia, es la experiencia primera de toda persona y la que más radicalmente
nos marca: todos nacemos como hijos y es una realidad que nos acompaña toda la vida,
superando los límites de la muerte de nuestros padres, del posible desconocimiento de
nuestros orígenes, de la separación temporal o geográfica o de la formación de la propia
familia. El ser humano es un ser familiar en parte porque nace, crece y muere necesitado.
Por ejemplo, un niño, un adulto, un anciano o una persona enferma, no se valen por sí
mismos y necesitan un hogar donde vivir, amar, ser amados y cuidados, ya que es parte
natural de nuestro desarrollo afectivo y social.

La familia es el ámbito natural de educación de los hijos. En ese ámbito, aprendemos


a relacionarnos los unos con los otros, podemos descubrir lo que es la gratuidad del amor,
a través de nuestros padres, hermanos o abuelos que nos aman simplemente por ser
nosotros; a competir, ganar y perder, a través de los juegos; a pedir perdón y ser
perdonados, y otros muchos valores de la vida. La familia es una escuela de vida personal y
social, en la cual aprendemos a existir según nuestra edad, pero también a cómo
relacionarnos en las demás edades. Por ejemplo, cuando somos niños aprendemos la
complementariedad de nuestros padres: distintos entre sí, pero mutuamente necesitados,
tanto físicamente, como psicológica y espiritualmente. En la familia, esa educación se
realiza en un clima de amor, comprensión y gratuidad (nos quieren sin condiciones),
educación que se diferencia de la que se puede realizar en la escuela u otras instituciones.
Por todos esos motivos, se dice que la familia es la primera “sociedad” humana: esa
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comunidad natural en donde se experimenta la sociabilidad y contribuye en modo único e


insustituible al bien de la sociedad. Esta importancia de la familia como cuna de la persona,
también la recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 16, en
donde se establece: “La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene
derecho a la protección de la sociedad y del Estado”1.

El bien común

En esta clase, hemos destacado el carácter social de la naturaleza humana,


mostrando que el desarrollo de la persona, de la familia y de la sociedad están mutuamente
relacionados. Nuestro aporte a la sociedad es fundamental para alcanzar un desarrollo
verdaderamente humano, que no tiene que ver solo con la acumulación de bienes y
servicios, que algunas veces hace a los seres humanos esclavos de la posesión o de la
continua y rápida sustitución de objetos, consumismo desmedido que comporta tantos
desechos y basuras2 que dañan nuestro medio ambiente. Las características del desarrollo
pleno, “más humano”, incluyen un desarrollo que respete y promueva los derechos
humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las
Naciones y de los pueblos. Y para la ayuda mutua es un principio clave para el logro del bien
común.

Pero, ¿qué es el bien común? Es el conjunto de condiciones necesarias para que los
individuos, las familias y las instituciones puedan lograr su mayor desarrollo o el conjunto
de condiciones de la vida social que hacen posible, a cada uno de sus miembros, el logro
más pleno y más fácil de la propia perfección. Si bien, implica los bienes materiales
(vivienda, alimentación, vestimenta, etc.), también incluyen los bienes espirituales como
por ejemplo, educación, cultura, recreación, etc.

1
La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue elaborada por representantes de todas las
regiones del mundo, y proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en París, el 10
de diciembre de 1948. En la Declaración se establece, por primera vez, los derechos humanos
fundamentales que deben protegerse en el mundo entero y ha sido traducida en más de 500
idiomas.
2
http://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_30121987_sollicitudo-
rei-socialis.html
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De acuerdo a esta idea, el bien común no es la simple suma de los bienes particulares
de cada sujeto, sino el bien de todos y de cada uno de los miembros de la sociedad. Este
conjunto de condiciones se logra, en primer lugar, reconociendo la dignidad de toda
persona y respetando sus derechos sin distinción de raza, religión, edad o situación
económica.

A veces en la sociedad actual existen actitudes que van en contra de este principio
básico, como por ejemplo cuando actuamos de forma egoísta al escuchar música con alto
volumen y no considerar que puede molestar al vecino; al no dar el asiento en la locomoción
colectiva a aquellas personas que lo necesitan, o una situación tan extrema como conducir
un automóvil bajo los efectos del alcohol, sin tener ni la más mínima conciencia que le
podemos hacer daño a personas inocentes. En estas actitudes se manifiesta un
individualismo que muestra la falsa idea de que podemos ser autosuficientes, que no
necesitamos de los demás; pero también la falta de virtudes en las personas, como la
prudencia, la justicia, necesarias para la vida social y en las cuales profundizaremos más
adelante.

Como seres sociales debemos aportar diariamente a conformar y resguardar el bien


común, promover una sociedad justa, donde se combinen adecuadamente dos principios
básicos: la solidaridad y la subsidiaridad, pues ambos aportan a conformar el bien común.
La solidaridad nos permite ver al otro –persona, pueblo, nación- no como un instrumento
cualquiera, sino como a un semejante nuestro, igual en dignidad. La solidaridad es la
obligación recíproca de los miembros para apoyarse unos a otros y ayudarse mutuamente;
surge desde la empatía, de ponerme en el lugar del otro, y de comprender que todos
tenemos intereses comunes, pues todas las personas anhelamos un buen vivir. Por
ejemplo, este principio de solidaridad es el que motiva a bomberos, que unen
voluntariamente para proteger vidas y servir al bien común, a pesar de no recibir una
gratificación económica por ello.

La subsidiaridad es otro principio básico que nos ayuda a conformar el bien común.
Si bien, el ser humano es el primer responsable de su propio desarrollo, pues es libre y posee
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las capacidades para hacerlo, muchas veces necesita de la ayuda de los demás para llevarlo
a cabo. Conforme a este principio, todas las sociedades de orden superior deben ponerse
en una actitud de ayuda (en latín, subsidium) —por tanto de apoyo y promoción— respecto
a las menores, para que éstas puedan desarrollar adecuadamente las funciones que les
competen, sin sustituirlas. De este modo, aunque el deber primario de educar a los hijos
corresponde a las familias, distintas organizaciones e instancias contribuyen también en
nuestra formación integral, por ejemplo: el equipo de fútbol, el coro o la banda donde
participemos, entre otros. También, el Estado colabora construyendo escuelas y ayudando
de esta manera en la educación de los ciudadanos o entregando subsidios habitacionales
para facilitar el acceso a la vivienda a quienes tienen escasos recursos.

Por último, debemos destacar que al ser personas sociables por naturaleza, nos
organizamos con otros para lograr fines comunes y el bien común. Tal como lo hemos
venido señalando, el bien común es fundamental para que el ser humano logre el desarrollo
personal y social. Por lo mismo, la política es importante, ella hace posible la conformación
de elementos que permiten que las personas desplieguen sus potencialidades. Cosas tan
sencillas como el semáforo que está en la esquina u otras más complejas como el acceso a
la educación de calidad, un buen sistema de salud al alcance de todos o pensiones dignas,
pasan por decisiones políticas. La razón de ser de las acciones políticas y de las instituciones
sociales es ayudar a las personas a que logren su plenitud, como vemos por ejemplo con los
bomberos, quienes poniendo su vida en riesgo están dispuestos a ayudar a otros. Cabe
destacar que la política en su razón de ser, es buena y digna de ejercer, pues se preocupa
por el bien común. Ahora bien, este ejercicio de la actividad política no puede estar
desligado de la ética, como toda actividad humana. La actividad política en su esencia es
parte de la ética, pues trata de lo justo y de lo injusto; y debe estar al servicio de la persona
humana y velar por su dignidad.

De esta manera, hemos profundizado en nuestra naturaleza social, que surge en el


primer núcleo que es la familia y que se desarrolla a lo largo de nuestra vida con nuestros
amigos y el resto de la sociedad. Como personas sociales desarrollamos nuestras
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habilidades en sociedad y estamos llamados a contribuir al bien común, desde nuestro


trabajo y a partir de todas las acciones que realizamos, ya que alcanzamos nuestra plenitud
en la vida pública3, por lo mismo Aristóteles llamó al ser humano un ser político. Se trata
entonces que todos ayudemos a la conformación del bien común, promoviendo una cultura
en donde a cada persona se le respete su dignidad, para construir una sociedad más justa y
equitativa.

3
Cf. Joaquín García-Huidobro, Simpatía por la política, Centro de estudios bicentenario, Santiago, 2007, p.
42.

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