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«Toda la historia del mundo es la historia de la libertad». Albert Camus. © Ana Yael
¿Qué entendemos por libertad? ¿Qué es el libre albedrío? ¿Son lo mismo? ¿Quiénes lo
han investigado y desde qué punto de vista? La libertad es uno de los temas que más ha
importado a la humanidad a lo largo de su historia. Ha influido en nuestra forma de
gobernarnos, en nuestra organización social, en nuestro desarrollo cultural y en un sinfín de
aspectos más. Más que ninguna otra faceta de nuestro comportamiento, la historia de la
humanidad es la búsqueda, de una u otra manera –en ocasiones tergiversadas– de alcanzar la
libertad.
La cultura de la libertad,
de Jesús Mosterín
(Austral).
Como explica el filósofo español Jesús Mosterín en La cultura de la libertad, esta,
pese a su relevancia, no soluciona ninguno de nuestros problemas. Lo cual no deja de
ser curioso, pues no por ello deja de ser una cualidad absolutamente esencial sin la cual la vida
no tiene sentido alguno. «La libertad es lo que constituye la condición de posibilidad de
despliegue de nuestros esfuerzos y nuestras iniciativas para solucionarlos». Si no existe,
nuestras alternativas vitales se reducen, nuestra creatividad se corrompe y se nos incapacita
para que demos lo mejor de nosotros mismos. Sí, podemos vivir sin libertad, pero lo haremos
infinitamente peor de lo que podríamos hacerlo. Nuestra evolución cultural es fruto de nuestra
libertad para tomar decisiones y actuar como personas, no de la imposición de otros.
Ahora bien, antes de nada, estaría bien saber qué es lo que normalmente
entendemos por libertad, en qué grado la poseemos y cuáles son sus
manifestaciones. «Democracia es libertad». Pues no. Obviamente una democracia liberal
tiene mucha más libertad para sus ciudadanos que una dictadura, pero de ahí a identificarlas
como iguales hay un paso. La libertad no consiste en hacer lo que quiere la mayoría, sino en
hacer lo que nosotros, con nuestra vida, queremos. Como explicaba el utilitarista John Stuart
Mill en Sobre la libertad, una sociedad donde una mayoría tiene derecho a pisotear a la minoría
será muy democrática, pero poco libre. La libertad, como concepto, es más puro y absoluto. No
puede ser descafeinada.
¿De qué manera nos afecta el grado de libertad que tengamos? Si nuestra existencia
estuviera limitada y viviéramos conforme a un destino, ¿viviríamos mejor o peor? ¿Y al
contrario? Si supiéramos a ciencia cierta que somos totalmente libres, que todo queda en
nuestras manos, ¿seríamos necesariamente más felices? Nos vamos a fijar aquí en las palabras
de algunos de los filósofos que han opinado sobre el tema a lo largo de la historia y que
representan la mayoría de las tesis al respecto. Y nos fijaremos también en el libre albedrío,
que podemos entender como la suposición de que los individuos son responsables de sus
propias acciones, de que su mente consciente es capaz de controlar sus comportamientos. Por
diferenciarlo de la libertad, podríamos decir que el libre albedrío conlleva la potencialidad de
obrar o no hacerlo.
Sujetos al destino
Existe un buen número de corrientes filosóficas que defienden que vivimos bajo los
caprichos del destino, que podríamos definir como la cadena causal según la cual se suceden
los acontecimientos. Tesis deterministas y fatalistas, principalmente, que nos arrebatan la idea
de que somos libres, limitando el poder efectivo que tenemos en aquello que ocurre en nuestra
existencia. Bajo esta premisa, tratar de preocuparnos o influir en lo que nos sucede tiene poco
sentido, pues la vida es, ni más ni menos, lo que es y lo que debe ser en cada momento.
La imposible conquista de
la felicidad, de Arthur
Schopenhauer (Biblioteca
Nueva Editorial).
Dentro de estas mismas corrientes hay diferentes categorías y grados. Por ejemplo,
algunas corrientes creen que los sucesos no son aleatorios, sino que siguen un plan y son
predecibles en buena medida. Otros, por el contrario, son menos rígidos, entendiendo que lo
que está determinado por los hechos del presente es la probabilidad, por lo que aunque puede
haber correlación entre el hoy y el mañana, no podemos negar que existe la posibilidad de que
ocurran sucesos impredecibles. Que exista un determinismo no significa necesariamente que
podamos «adivinar» el futuro.
Es aquí donde aparece lo que nos interesa acerca de la libertad. Bajo esta tesitura, es
cierto que poco podemos hacer ante lo que la vida nos pone delante, ¿verdad? Pero no
es menos cierto que, por las mismas razones, nos ahorramos las responsabilidades de la vida,
con lo que estas conllevan. No más preocupaciones, ni frustraciones, ni indecisión. Puesto que
todo está ya escrito y nada podemos hacer para cambiarlo, nuestra vida no consiste más que
en valorar aquello que sí está a nuestro alcance: cultivar nuestro conocimiento y cultura,
mejorarnos como personas y vivir de la manera más virtuosa posible el hoy, el único momento
que realmente podemos decir que es nuestro. Todo lo demás dejémoslo en manos de los dioses
y el destino que para nosotros han decidido.
Sobre la brevedad de la
vida, el ocio y la felicidad,
de Lucio Anneo Séneca
(Acantilado).
Estas tesis no tienen otro objetivo que aliviar la carga vital que la vida pone sobre
nuestros hombros. La vida se convierte más en un viaje sin aventuras, puesto que no hemos
de calcular constantemente qué paso vamos a dar, ni hemos de luchar a brazo partido con los
infortunios que nos toca vivir, ni hemos de soportar esa pesada carga que es hacernos
responsables de todo. Los deterministas y fatalistas, simplemente, esperan, aguantan y confían
de manera imperturbable, sabedores de que esa es la única opción inteligente y la que les
hace, irónicamente, más libres, pues les libera del dominio que sus propias emociones ejercen
sobre ellos.
No obstante, a pesar de que sus ideas excluyen toda libertad de elección, estos
filósofos fueron capaces de fundamentar la responsabilidad moral de los actos de
cada uno y lo hicieron en base al bienestar del conjunto de la sociedad. Es decir, hay
que condenar y castigar a un criminal, aunque no haya tenido ni voz ni voto a la hora de
cometer el delito, pues es objetivamente lo justo. El castigo a lo que está mal es lo legítimo y
lo moral, porque constituye la última línea de defensa de la sociedad ante los criminales. Es lo
que determina el grado de orden público y lo que disuade a aquellos que piensen en hacer lo
mismo.
Mucho antes de que los materialistas franceses llegaran a esa conclusión ya hubo
quienes plantearon soluciones a la problemática de la responsabilidad bajo el
determinismo. Crisipo de Solos (279 a. C.–206 a. C.), auténtico artífice del éxito del
estoicismo como movimiento, entendió que la clave de todo el problema está en que el destino
está personalizado por la individualidad de cada uno, de manera que la respuesta a sus
impulsos depende por entero de la esencia de quien lo recibe. De la misma manera que dos
bolas de billar pueden moverse de manera distinta ante un golpe, un hombre puede actuar de
una forma concreta al impulso que ejerce sobre él su destino, mientras que otro reaccionará de
otro modo. Crisipo, por tanto, mantiene la libertad para los humanos en tanto que seres
racionales. No podemos modificar el curso de los acontecimientos, pero somos completamente
responsables de la manera en que los sufrimos y de cómo reaccionamos ante ellos. Veremos
más adelante que esta cuestión no solo no está resuelta, sino que sigue de máxima actualidad
entre algunos científicos actuales, como Sam Harris o Steven Pinker.
La fe y el libre albedrío
También podemos encontrar posiciones intermedias, como la del budismo, que ofrece
una receta de equilibrio entre causalidad y libertad. En el caso de que no existiera la
primera, la existencia sería un absoluto caos en constante cambio, sin orden ni concierto. Ante
tal panorama, la vida tendería a estancarse, pues sin reglas a las que atenerse sería imposible
mejorar, adquirir virtudes, excelencia, habilidades, etc. Pero ese bloqueo también se daría en el
caso contrario, pues ante una existencia completamente predeterminada, sin libertad, nada
tendría importancia ni sentido. Ni el esfuerzo, la experiencia, la voluntad o la práctica tendrían
repercusión alguna. Un genio en una determinada materia o un deportista de élite lograrían tal
condición sin trabajo alguno o sudor por su parte, por su condición de «predestinados». Ambas
posturas parecen sospechosas a los budistas, de manera que entienden que la realidad toma
elementos de ambos escenarios: gracias a que tenemos libre albedrío y gracias a que existe la
causalidad, podemos desarrollarnos conforme a nuestras aspiraciones.
El punto medio
Esta visión equilibrada nos lleva a preguntarnos: ¿no hay en la filosofía algún
movimiento que busque un punto intermedio también? ¿Ningún autor ha creído en una
cierta coexistencia entre el libre albedrío y el determinismo? ¿Que reconozca que buena parte
de nuestra existencia depende de lo que hacemos y decimos, pero también que acepte que
existen procesos en los que nos vemos envueltos que afectan a nuestra vida y de los que no
podemos escapar? Pues sí, los hay.
Ahora bien, para Maquiavelo esto no es una excusa para caer en teorías absurdas y
alejadas de la realidad. Si queremos solucionar los problemas y retos que esta nos plantea,
la única manera posible es teniendo un conocimiento cierto y verdadero de ella, y eso implica
aceptarla tal y como es, aunque no sea de nuestro agrado lo que encontremos. Una tesis que
casa bien con las teorías que Maquiavelo plasmó en su famosa obra El príncipe, donde pintó un
retrato de la política más bien hostil e inmoral.
«Es mejor saber lo que son las propias cadenas que cubrirlas de
flores». Jean-Jacques Rousseau
También el filósofo español José Ortega y Gasset pareció tirar por la calle de enmedio
en Unas lecciones de metafísica, entre otros ensayos. Sí, es cierto, podemos tomar
decisiones con relativa libertad. Es algo que la vida nos permite. Pero de la misma manera que
tenemos libertad para hacer elecciones, no tenemos la posibilidad de no hacerlas. Estamos
obligados a ello, porque incluso cuando no hacemos una elección, estamos haciendo una.
Tenemos libertad, pero limitada desde su mismo origen. Somos libres, pero entre unos
márgenes. Ese es el mensaje que encierra el raciovitalismo orteguiano: no puedo ser
independiente del contexto en el que me toca vivir, pero eso no implica que seamos un mismo
ente.
El miedo a la libertad, de
Erich Fromm (Paidós).
Otros, por otra parte, observan a la libertad con un mayor resquemor, con una
mirada más sombría. Son aquellos que, si bien se saben libres, creen que eso no se traduce
en algarabía y oportunidades, sino que, muy al contrario, nos sume en la más amarga
melancolía, cuando no en abierta desesperación. Estamos completamente solos y eso no puede
ser más que terrorífico. Implica que hemos de crear nuestros valores, nuestros principios,
nuestra metodología. Que los seres humanos no podemos acogernos a un manual de
instrucciones ni a una deontología que nos llegó de los cielos, sino que hemos de crear todo
eso nosotros para así poder vivir… y se trata de una trabajo que nos queda muy grande.
Del mismo modo, existen otras corrientes filosóficas que hacen una lectura mucho
más esperanzadora de la libertad, como sería el caso del objetivismo, para el cual ser libre
es una responsabilidad insalvable, cierto, pero también algo esperanzador y digno de
celebrarse. Como en el poema de William Henley, la responsabilidad que conlleva ser libre
significa que «soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma». Nuestra vida bajo esta
perspectiva se abre por completo. No hay más límites para nuestra vida que aquellos que
nosotros pongamos. Como en el caso anterior, todo depende de nosotros mismos, de nuestras
aspiraciones, nuestro esfuerzo y nuestra pericia. Podemos hacer que nuestra existencia sea lo
que queramos que sea, y además, puesto que somos los únicos responsables, también se torna
en un ejercicio de saludable independencia: nadie tiene poder sobre nosotros más allá del que
queramos otorgarle. Los factores son los mismos, pero el producto es otro.
Reconocer la responsabilidad sobre la propia vida es el primer paso que hemos de dar
para lograr la libertad. De la misma manera que vivimos aceptando el resto de las normas
de la naturaleza, hemos de aprender a convivir conforme a ella. No podemos diluir la
responsabilidad y ser libres. Hemos de hacer la elección que la misma libertad nos permite.
Aunque quizá la gran pregunta es otra: ¿queremos realmente ser libres?
¿Porque el mundo me ha hecho así?
En Free will, el filósofo y neurocientífico estadounidense Sam Harris niega
la posibilidad del libre albedrío y rescata la polémica sobre la libertad y la
capacidad de decisión de cada uno.