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TEMA 1:EL DERECHO FINANCIERO: CONCEPTO Y CONTENIDO

I. CONCEPTO Y CONTENIDO DEL DERECHO FINANCIERO


Es una disciplina jurídica que tiene por objeto aquel sector
del ordenamiento jurídico que regula la constitución y
gestión de la Hacienda Pública; esto es, la actividad
financiera.
Por actividad financiera se entiende la actividad
encaminada a la obtención de ingresos y realización de
gastos, con los que poder subvenir a la satisfacción de
determinadas necesidades colectivas. Al Derecho
Financiero le interesa, como objeto de conocimiento, la
actividad financiera realizada por las entidades públicas
territoriales e institucionales que, respectivamente, son
representativas de intereses generales y de intereses que,
aun no siendo generales, alcanzan una indudable
relevancia pública.
Si el concepto de actividad financiera está integrado sustancialmente por
dos elementos —ingresos y gastos—, debemos destacar también la
presencia de ciertos caracteres que ayuden a delimitar con mayor precisión
su verdadera naturaleza jurídica. Así, en primer lugar, nos encontramos ante
una actividad sustancialmente política. Tanto la naturaleza de los fines que
tratan de satisfacerse, como el carácter de los entes que tienen
constitucionalmente encomendado tal cometido, ponen de relieve que nos
encontramos ante una actividad regida por criterios políticos, que no puede
limitarse a ser analizada exclusivamente con criterios de rentabilidad
económica. En segundo lugar, sin perjuicio de la esencial naturaleza política
de tal actividad, nos encontramos ante una realidad que presenta aspectos
muy distintos que, en cuanto tales, pueden ser asumidos como objeto de
conocimiento por distintas ciencias.
Esta actividad financiera no siempre ha presentado la misma fisonomía con
que aparece en los momentos actuales. Su importancia se ha ido acentuando
a medida que el Estado ha ido asumiendo, cada vez con mayor intensidad,
objetivos en los distintos ámbitos de la realidad social.
Hay que partir en este punto de una idea que reputamos esencial: la
actividad financiera está en directa dependencia de los fines que una entidad
quiera conseguir. Desde el punto de vista cuantitativo, porque a medida que
se incrementa el número de objetivos que se pretenden satisfacer deberán
incrementarse los ingresos con los que poder subvenir a aquéllos. Desde el
punto de vista cualitativo, porque según cuales sean esos objetivos deberá
acudirse a una u otra fuente de obtención de ingresos —tributos, deuda
pública, ingresos patrimoniales, etc.—.
Ello encuentra una clara confirmación en un somero repaso de las pautas
esenciales a través de las cuales se ha desarrollado históricamente la
actividad financiera. Así, tanto en la Antigüedad como en la Edad Media
nos encontramos ante una actividad financiera de escasa entidad. Ello es el
claro reflejo de la parquedad de cometidos asumidos como fines públicos
por las organizaciones públicas territoriales vigentes en aquel momento.
Estamos ante unos poderes públicos ocupados esencialmente en tareas
bélicas, que se muestran ajenos al cumplimiento de labores de asistencia
sanitaria, docente, etc., que, por lo general, son realizadas por entidades
distintas, como las Órdenes religiosas. Ello justifica la ausencia de una
actividad financiera estable y explica que sólo con ocasión de
acontecimientos singulares —campañas bélicas, coronaciones, fiestas
populares, etc.— se realizaran gastos públicos y se exigiera su financiación
mediante detracciones coactivas de ingresos que, en no pocas ocasiones,
tenían carácter sancionador. No existía un sistema de ingresos estable y
permanente, porque no existía una serie de fines a cumplir por los poderes
públicos.
A partir del siglo XV, un poderoso fenómeno cultural, el Renacimiento,
produce un cambio esencial en las pautas de comportamiento de las
distintas organizaciones sociales. El retorno a los ideales de la Antigüedad
clásica, con la consiguiente reafirmación de la personalidad individual,
determina en el aspecto socio-político la afirmación y el robustecimiento de
las distintas comunidades étnicas, políticas y culturales. Surge así el Estado
moderno, y con él, de forma incipiente, va a surgir también una actividad
financiera, que deja de ser espasmódica e intermitente para gozar de una
cierta continuidad.
El declinar de las instituciones feudales, y su sustitución por nuevas
fórmulas de organización política, tiene un reflejo muy claro en la aparición
de dos instituciones que hasta entonces sólo habían actuado de manera
esporádica: el ejército y la burocracia. La necesidad de superar la
organización feudal se puso de relieve cuando se vio la imposibilidad de
que los monarcas hicieran frente a sus necesidades militares con las
aportaciones personales o materiales que hasta el momento les venían
ofreciendo los distintos señores feudales sobre los cuales ejercían su poder.
Se hacía preciso que el monarca dispusiera, de manera permanente, de un
ejército dispuesto a actuar en cualquier momento y de un aparato
burocrático también estable. Lógicamente, la financiación de estas dos
instituciones debía hacerse con los ingresos que, de manera permanente,
pudieran derivarse de la aplicación de ciertas categorías impositivas. Es así
como aparecen, de forma muy rudimentaria, los primeros sistemas
tributarios.
SCHUMPETER ha descrito, de manera muy gráfica, dicho proceso, en
relación a los Estados germanos, al afirmar que:
«... la vida iba destruyendo la organización feudal... una vez que los feudos
se habían convertido de facto en hereditarios desde hacía mucho tiempo, los
vasallos empezaron a considerarse señores independientes de su tierra y
empezaron a separarse en espíritu del vasallaje...
»El príncipe manifestó su insolvencia e indicó que asuntos tales como las
guerras con los turcos no eran simplemente un asunto personal suyo, sino
una exigencia común. En el momento en que hicieron esto se reconoció un
estado de asuntos que iba a desvanecer todas las garantías escritas contra las
peticiones de impuestos. Este estado de asuntos significaba que las viejas
formas habían muerto... El Estado había nacido de la “exigencia común”.»
Esta exigencia común, determinada por la necesidad de unirse para hacer
frente a determinados gastos militares y, al propio tiempo, financiar la
burocracia, que se había ido formando para recaudar y administrar lo
recaudado, determina la génesis del Estado moderno.
También en España se produce el mismo fenómeno, si bien adopta unas
características peculiares, puesto que, pese a la unión política conseguida en
época de los Reyes Católicos, subsisten en los distintos territorios diversos
sistemas fiscales, hasta que en 1845 la reforma de ALEJANDRO MON y
RAMÓN DE SANTILLÁN establece las bases para la aplicación de ciertos
tributos en todo el territorio nacional, sin perjuicio de la subsistencia de
ciertas singularidades en algunas partes del mismo.
La aparición del Estado moderno, si bien representa la existencia de una
actividad financiera permanente, no supone que la misma tenga una gran
importancia, ni que se generalice la convicción de que los ciudadanos deben
contribuir al sostenimiento de los gastos públicos en proporción a su
capacidad económica. Antes al contrario, las necesidades financieras que el
Estado pueda tener son consideradas como algo ajeno a los súbditos, que el
Estado debe resolver con su propio patrimonio o recurriendo a préstamos.
El Estado no ha asumido funciones —enseñanza o sanidad, por ejemplo—
cuya importancia contribuya a generalizar la convicción de que las
necesidades que satisface son una «exigencia común», a cuya financiación
deben concurrir los particulares. Buena prueba de ello es que
acontecimientos como el descubrimiento de América son financiados en
gran medida mediante préstamos directamente convenidos por la Corona.
La situación descrita se prolonga, con carácter general, durante los siglos
siguientes. Ni siquiera con el constitucionalismo decimonónico, que
representa indudablemente un robustecimiento del protagonismo del Estado
en la vida pública, se consolida una actividad financiera que vaya más allá
de los gastos ocasionados por acontecimientos bélicos, aunque ya se van
ejerciendo labores en los campos de la enseñanza, de la sanidad y demás
funciones asistenciales o benéficas. No se olvide que el siglo XIX
contempla el apogeo del liberalismo como filosofía política, cuya
protección constriñe el campo de la actividad del Estado en los sectores en
que tradicionalmente había actuado, básicamente justicia, defensa exterior y
seguridad.
Sólo a partir de 1919, con motivo de la crisis subsiguiente a la primera
guerra mundial, y con mayor intensidad a partir de la gran crisis económica
de 1929, con el respaldo teórico de los postulados keynesianos, el Estado
abandona la concepción de Estado-policía y adquiere un obligado
protagonismo en la vida pública económica, que se acentúa en los años
posteriores. La actividad financiera adquiere así la fisonomía propia del
Estado intervencionista.
De esta manera, el progresivo ensanchamiento de los fines públicos
determina un correlativo incremento de los gastos públicos y de los ingresos
con los que poder financiar aquéllos. Así se ha hecho realidad la que
ADOLFO WAGNER calificó como ley del aumento progresivo de los
gastos públicos.
Este incremento de los gastos públicos es un fenómeno generalizado, que se
produce con independencia de la forma de gobierno, de la estructura social
y de las circunstancias naturales e históricas.
A su vez, ello determina un progresivo ensanchamiento de las fuentes de
ingresos a los que el Estado y los gobiernos locales acuden en búsqueda de
recursos financieros. Así se han ido produciendo algunos fenómenos de los
que hay que dejar constancia. De una parte, los ingresos patrimoniales van
perdiendo cada vez mayor importancia —la generalizada privatización de
bienes públicos, tan de moda hoy en toda Europa, constituye el más claro
ejemplo de ello— y correlativamente los ingresos tributarios adquieren
carta de ciudadanía en los Estados contemporáneos, erigiéndose en el
principal medio de financiación de los gastos públicos. De otra parte, la
actividad financiera, especialmente a través del sistema tributario, ha
pasado a convertirse en un instrumento de política económica de capital
importancia. El Estado no se limita a financiar gastos públicos, sino que
interviene en la economía, protege la industria nacional y comunitaria
mediante la aplicación de gravámenes a la importación de productos,
fomenta la exportación de productos nacionales mediante la adopción de
medidas desgravatorias, interviene en la fijación de precios, etc.
Esta evolución, sin embargo, dista mucho de ser la vigente en el ámbito de
la Unión Europea. Para que su presupuesto pueda hacer frente a las
necesidades financieras de los proyectos y programas que ejecuta en los
diferentes ámbitos políticos, debe disponer de unas fuentes de ingresos
estables, y lo lógico y deseable sería que, al menos en parte, a su
financiación contribuyera directamente el propio ciudadano europeo. No
obstante, esta idea de un tributo europeo está apenas germinando, basándose
el sistema de financiación, actualmente, en recursos propios, derechos de
aduana, derechos agrícolas, IVA y un recurso basado en la renta nacional
bruta.
Al analizar la actividad financiera realizada por una
determinada entidad pública, hay que prestar especial
atención tanto a lo que es la Hacienda Pública, como a los
procedimientos a través de los cuales se desarrolla.
Desde el punto de vista estático, hay que definir qué es la
Hacienda Pública, cuáles son los elementos que la
integran. Es lo que hace, con relación a la Hacienda
Pública estatal, el art. 5.1 de la Ley General Presupuestaria
—Ley 47/2003, de 26 de noviembre—, al definirla como
el conjunto de derechos y
obligaciones de contenido económico cuya titularidad
corresponde al Estado —no, como incorrectamente dice la
Ley, a la Administración General del Estado— y a sus
organismos autónomos. El concepto puede generalizarse y
aplicarse a las Comunidades Autónomas, a las Entidades
Locales y, en general, a todas las entidades públicas. Los
derechos económicos pueden ser de naturaleza pública,
que derivan del ejercicio de potestades administrativas —
es el caso de los tributos o de las cotizaciones obligatorias
a la Seguridad Social— o de naturaleza privada, cuya
efectividad se lleva a cabo con sujeción a las normas y
procedimientos de derecho privado —caso de los ingresos
que percibe la Administración por la titularidad de unas
acciones—.
Junto a esos derechos, existen obligaciones de contenido
económico, de las que es responsable la Hacienda Pública,
obligaciones que la convierten en deudora, y que tienen su
fuente en la Ley, en negocios jurídicos o en aquellos actos
o hechos que, según derecho, las generen. Al Derecho
Financiero le interesa en este punto analizar el
ordenamiento jurídico aplicable a las obligaciones
imputables a una determinada Hacienda Pública, sólo en la
medida en que la efectividad de tales obligaciones
determina una alteración en la composición de tal
Hacienda. Es decir, existen aspectos cuya ordenación
jurídica no forma parte del ordenamiento financiero, sino
que se adscriben a otros sectores del ordenamiento,
fundamentalmente al Derecho Administrativo, aun cuando
también afectan al ordenamiento financiero.
Piénsese, por ejemplo, en el régimen aplicable a los contratos del Estado o
en los casos en que el Estado contrate con un tercero la prestación de
servicios personales. En ambos casos, la ordenación jurídica de tales
relaciones será la que establezca la Ley de Contratos del Estado o la
legislación sobre funcionarios, respectivamente. Al Derecho Financiero
sólo le interesará la ordenación financiera de tales relaciones, esto es, la
existencia o no de consignación presupuestaria con la que financiar el gasto,
el reflejo de ello en las correspondientes cuentas públicas, la forma de pago,
etc.
Analizada la composición de la Hacienda Pública, vistos
los elementos que la integran, conviene hacer una
referencia a
lo que es la Hacienda Pública desde un punto de vista
dinámico. Este segundo aspecto analiza los
procedimientos a través de los cuales se gestiona la
Hacienda Pública. Esto es, el conjunto de procedimientos
mediante los que los derechos y las obligaciones de
contenido económico se convierten, respectivamente, en
ingresos y gastos.
Por lo que respecta a los ingresos, habrá que analizar el
ordenamiento jurídico a través del cual se posibilita la
obtención de aquéllos.
Por lo que respecta a los gastos, el Derecho Financiero
deberá analizar las normas a través de las cuales los
ingresos públicos se destinan de forma efectiva a la
financiación de las necesidades públicas. En este punto, el
Presupuesto adquiere una significación esencial. Partiendo
de la exigencia constitucional de que el gasto público
realice una asignación equitativa de los recursos públicos
—art. 31.2 CE—, al Derecho Financiero le interesará
esclarecer los principios presupuestarios y los
procedimientos administrativos a través de los cuales se
aprueban, ejecutan y controlan las decisiones relativas al
empleo de los recursos públicos.
Nos encontramos, en definitiva, ante un sector del ordenamiento cuyo
objeto es la regulación del gasto público.
II. LA AUTONOMÍA CIENTÍFICA DEL DERECHO FINANCIERO
En las páginas precedentes llegábamos a una conclusión
clara: existe en la realidad social una actividad —la
actividad financiera— dotada de una naturaleza compleja,
toda vez que presentando un aspecto sustancialmente
político, presenta también aspectos fundamentales de
naturaleza distinta: jurídica, económica, sociológica, etc.
Atendida tal complejidad, cabe preguntarse si la actividad
financiera puede ser asumida como objeto de
conocimiento por una sola ciencia —ciencia de la
Hacienda— o si, por el
contrario, cada uno de los aspectos que presenta la
actividad financiera debe ser asumido como objeto de
conocimiento por ciencias distintas.
La respuesta generalizada que hoy se da a este interrogante
es clara: cada uno de los aspectos que presenta la
actividad financiera debe ser asumido como objeto de
conocimiento por ciencias distintas. Por una razón
esencial: un principio metodológico básico exige que el
objeto de conocimiento de cualquier ciencia esté dotado
de una clara homogeneidad. Cuando se da una explicación
unitaria de un fenómeno que presenta una naturaleza
compleja se incurre en una mera descripción, carente de
validez científica.
En conclusión, la complejidad de la actividad financiera
exige que los planteamientos metodológicos conducentes a
su estudio asuman tal punto de partida, configurando como
objeto de conocimiento, por separado, los distintos
aspectos que aquélla ofrece.
El economista examinará los efectos que el gasto público produce en la
realidad económica o los distintos efectos económicos que se derivan de
que obtenga sus ingresos tributarios de unos impuestos que graven la renta
o que recaigan sobre el consumo, o los efectos que para un determinado
sector agrícola se deriven del establecimiento o no de unos aranceles, etc.
Al jurista le corresponde analizar si las normas que regulan la obtención de
ingresos tributarios se adecuan o no, y en qué medida, a la exigencia —
formulada por el art. 31 de la Constitución— de que la contribución del
ciudadano al sostenimiento de los gastos públicos se efectúe de acuerdo con
la capacidad económica; formular juicios de valor sobre la exigencia,
también dotada de cobertura constitucional en el mismo precepto, de que
los gastos públicos realicen una asignación equitativa de los recursos
públicos, etc. Al sociólogo le tocará analizar las pautas de comportamiento
social ante las medidas adoptadas por los poderes públicos en materia
financiera, poner de relieve el grado de sensibilización social ante las
decisiones sobre ingreso o gasto público, etc.
Cuanto antecede permite llegar a una conclusión: el
Derecho —al igual que la Política, la Economía, la
Sociología, etc.— puede legítimamente asumir como
objeto de conocimiento la actividad financiera. En
concreto, la ordenación jurídica de la actividad
financiera, una actividad integrada esencialmente por dos
elementos: ingresos y gastos públicos. Cada uno de estos
elementos, aisladamente
considerados, presenta una riqueza de contenidos y
matices que lo hacen susceptible de ser examinado por
separado. De ahí que, de inmediato, surja la pregunta: ¿la
ordenación jurídica de los ingresos —tanto los derivados
de los derechos de naturaleza pública como los que tienen
su origen en el ejercicio de derechos de naturaleza privada
— y de los gastos, puede constituir objeto de análisis
científico aislado o, por el contrario, tal realidad debe
examinarse de manera conjunta, con unos mismos
métodos y bajo unos mismos criterios? Se trata, en
definitiva, de determinar si puede afirmarse la existencia
de un Derecho de los Ingresos Públicos y de un Derecho
de los Gastos Públicos, separadamente considerados, o si,
por el contrario, cabe entender que ingresos y gastos
públicos pueden ser objeto de análisis en el marco de una
sola disciplina científica.
La respuesta es clara: la conexión entre el ingreso y el
gasto público es la esencia de la actividad financiera y,
por consiguiente, su análisis científico debe realizarse en
el marco de una disciplina, de forma unitaria, con una
metodología común y bajo las directrices de unos
principios comunes: los principios de justicia financiera.
En efecto, si la actividad financiera debe regirse por
criterios de justicia —y ello es la principal razón para que
tal actividad sea objeto de análisis por el Derecho—, no
cabe hablar de una justicia en la ordenación de los
ingresos públicos que no tenga en cuenta la justicia en la
ordenación del gasto público. Y viceversa.
Como señaló RODRÍGUEZ BEREIJO —y ya antes lo habían hecho,
reiteradamente, SAINZ DE BUJANDA y VICENTE-ARCHE en la
doctrina española—, el Derecho Financiero, en cuanto es ordenación
jurídica de la Hacienda Pública de un Estado, es esencialmente un Derecho
redistributivo, cuyo eje central no está constituido tan sólo por los ingresos
tributarios, por las relaciones entre el Fisco y los contribuyentes, sino
también, y primordialmente, por los problemas del empleo de los recursos
detraídos de las economías individuales, es decir, por las relaciones entre
los ingresos y los gastos públicos. Ello implica que la ordenación jurídica-
constitucional, en lo que se refiere al ámbito del Derecho Financiero, lleva a
un enfoque total y unitario del fenómeno financiero como un proceso de
interdependencia entre los ingresos y los gastos públicos.
RODRÍGUEZ BEREIJO, que formulaba la citada reflexión al hilo del
Proyecto de Constitución, ponía de relieve la insuficiencia que suponía
establecer, como a la sazón hacía el referido proyecto constitucional, un
principio de justicia en el ingreso público y no prever la existencia de un
principio semejante en materia de gasto público. De ahí que, en la Comisión
Constitucional del Senado, el senador Fuentes Quintana propusiera en una
enmienda —aprobada por unanimidad— el establecimiento de tal principio,
que finalmente se recogió en el art. 31 del texto constitucional, razonando al
efecto en los términos siguientes:
«Está basada en dos principios fundamentales: en un deber de coherencia y
en una constatación de la trascendencia que el gasto público tiene en las
comunidades contemporáneas.
»En primer lugar, un deber de coherencia. Se ha afirmado en el apartado
anterior que el conjunto de los impuestos vigentes en un país debe
distribuirse con arreglo al criterio de la capacidad económica y con arreglo
al principio de progresividad. Pero la Hacienda no solamente tiene la mano
del impuesto para recaudar el conjunto de los fondos que necesita con
objeto de satisfacer las necesidades públicas y atender a los gastos, sino la
mano del gasto público que completa, como es lógico, la mano de la
imposición. Constituye una incoherencia separar estas manos, ya que la
Hacienda podría destruir con la mano del gasto público lo que ha construido
y edificado con la mano del impuesto. Por tanto, un deber de coherencia.
»Pero hay, en segundo lugar, un principio de trascendencia. Cuando se
analiza el texto constitucional y se comprueba el conjunto de derechos que
el mismo concede a los ciudadanos españoles, se comprueba que, en
adelante, el gasto público tendrá lógicamente que aumentar. Es evidente,
además, que quienes han analizado el contenido del gasto público han
contrastado las deficiencias del servicio público en todas las ramas de la
actividad que naturalmente fuerzan a un crecimiento futuro del gasto, y es
evidente que si este gasto público no se plegase a los principios de equidad
estaríamos incumpliendo con la mano del gasto lo que la imposición va a
tratar de conseguir por la vía de la reforma tributaria en el campo de la
imposición.»
El art. 31 del texto constitucional, al establecer la
exigencia de principios de justicia en los dos campos de la
actividad financiera, ha robustecido sensiblemente esta
imagen de la unidad y complementariedad de ingresos y
gastos.
El problema se suscita en el momento de determinar la
operatividad de los principios de justicia en el gasto
público.
En este punto hay una circunstancia que dificulta
sensiblemente la penetración de principios materiales de
justicia en el ámbito del ordenamiento de los gastos
públicos: el carácter esencialmente político de la decisión
presupuestaria. Naturaleza política de la decisión
presupuestaria y límites de carácter estrictamente jurídico
son conceptos difícilmente armonizables.
Sin embargo, afrontando claramente el problema, entiende RODRÍGUEZ
BEREIJO que la fijación de los gastos públicos y su destino por el Poder
Legislativo está sujeto a un límite jurídico constitucional y no sólo a un
juicio de valoración política, económica o social. En la Hacienda Pública
moderna, la mayor parte de los gastos públicos se cubren mediante ingresos
tributarios, y los ciudadanos tienen el deber, impuesto por la Constitución,
de contribuir, según su capacidad contributiva, al sostenimiento de dichos
gastos. Pero la exigencia de este deber tiene como conditio sine qua non
que los gastos que hayan de cubrirse tengan la consideración de públicos. Y
esta condición implica que constitucionalmente quede prohibido fijar gastos
que no respondan a una finalidad pública.
Y ello porque, si no se reconoce la fijación de límites jurídico-
constitucionales en materia de gastos públicos, la amenaza para los
derechos y para la seguridad jurídica de los ciudadanos sería grave. En su
esfera patrimonial, por cuanto los gastos públicos se traducen generalmente
en un aumento de la presión tributaria; en su esfera jurídico-política, porque
el control sobre el cumplimiento por el Estado de ciertos deberes
constitucionales (seguridad social, educación, bienestar de la comunidad,
equitativa distribución de la renta nacional) puede verse gravemente
comprometido.
El problema no está, pues, en que el gasto público, por ser una decisión de
índole política no se halle sujeto a límites jurídicos, sino más bien en la
dificultad, por una parte, de demostrar cuándo la aprobación por el
legislativo de un determinado destino del gasto público viola los principios
y normas sancionados por la Constitución y, por otra parte, establecer los
mecanismos de tutela que garanticen a los ciudadanos el cumplimiento por
el Estado del deber de perseguir fines públicos. Tutela jurídica que,
entendemos, no tiene que venir exclusivamente por la vía procesal, sino
también por vías institucionales y orgánicas (distribución de competencias,
controles internos, etc.).
Como consecuencia de ello, el contenido del art. 31.2 del texto
constitucional ha trasladado el debate a otro ámbito. La posibilidad o no de
dotar de cobertura constitucional al principio de justicia en el gasto público
deja paso, como ya señaló RODRÍGUEZ BEREIJO, al análisis de una
cuestión distinta: determinar las vías que posibiliten la efectiva penetración
del principio en el ámbito normativo y determinar los mecanismos de tutela
aptos para remover los obstáculos y sancionar las contravenciones al
mismo.
A raíz de la Unión Económica y Monetaria, y de exigirse la compatibilidad
del equilibrio presupuestario con una política económica y monetaria
convergente, los Reglamentos 1466/1997 y 1467/1997, del Consejo
Europeo, de 7 de julio de 1997 —relativos al reforzamiento de la
supervisión de las situaciones presupuestarias y a la supervisión y
coordinación de las políticas económicas, por un lado, y a la aceleración y
clarificación del procedimiento del déficit excesivo, por otro—, de directa
aplicación al ordenamiento interno, provocan la instauración de una
disciplina presupuestaria en el conjunto del Sector Público estatal,
autonómico y local.
Asumiendo estos dictados comunitarios, la Ley General de Estabilidad
Presupuestaria y Ley Orgánica complementaria a aquélla —Ley 18/2001,
de 12 de diciembre, y LO 5/2001, de 13 de diciembre, esta última para
regular
el sistema de cooperación financiera entre el Estado y las CCAA al servicio
del objetivo de estabilidad presupuestaria— reformularon los principios y
procedimientos técnicos de política presupuestaria. Supone la plasmación
de una serie de principios generales —como el de estabilidad presupuestaria
en el sentido de equilibrio o superávit, de plurianualidad, de transparencia—
sin arraigo en nuestro sistema presupuestario, junto con el de eficiencia en
la asignación y utilización de los recursos públicos —éste sí previsto en el
art. 31.2 CE—, y que pretenden incentivar una asignación del gasto público
más eficiente.
Sin embargo, debido a la pronta reacción de las Comunidades Autónomas
contra dichas Leyes, interponiendo recursos de inconstitucionalidad ante el
Tribunal Constitucional, y a la nada velada intención de relajar las
exigencias del principio de estabilidad presupuestaria, se procedió a su
reforma normativa. Al efecto, se dictaron la Ley 15/2006, de 26 de mayo,
de reforma de la Ley 18/2001, General de Estabilidad Presupuestaria, así
como la Ley Orgánica 3/2006, de 26 de mayo, de reforma de la LO 5/2001,
de 13 de diciembre, complementaria de la Ley General de Estabilidad
Presupuestaria, disposiciones hoy derogadas por la Ley Orgánica 2/2012, de
27 de abril.
El

reiteradamente declarando la constitucionalidad de las


Leyes impugnadas —Sentencias del Pleno 134/2011, de
20 de julio, sobre cuya estela se han dictado también por el
Pleno las SSTC 185 a 189/2011, de 23 de noviembre, y
195 a 199/2011, de 13 de diciembre, y 203/2011, de 14 de
diciembre—. En todas ellas se declara la plena
constitucionalidad de las normas impugnadas y la
competencia estatal para dictar las normas controvertidas
sobre estabilidad presupuestaria, de conformidad con los
títulos competenciales previstos en el art. 149.1, aps. 13 y
14, CE, por una parte, y 149.1, aps. 11 y 18, por otra.
La reforma del art. 135 de la Constitución, publicada en el
BOE el 27 de septiembre de 2011, a instancias de las
instituciones comunitarias, ha tratado de garantizar la
observancia del principio de estabilidad presupuestaria.
Con esta reforma constitucional se ha introducido, al
máximo nivel normativo, una regla fiscal que limita el
déficit público de carácter estructural en nuestro país y
limita la deuda pública al valor de referencia del Tratado
de Funcionamiento de la Unión Europea. El nuevo art. 135
ordenó desarrollar el contenido de este artículo en una Ley
Orgánica antes del 30 de junio de 2012, mandato que se ha
concretado con la Ley Orgánica
Tribunal Constitucional se ha pronunciado
2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y
Sostenibilidad Financiera, con la que también se da
cumplimiento al Tratado de Estabilidad, Coordinación y
Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria de 2 de
marzo de 2012, garantizando una adaptación continua y
automática a la normativa europea. Ley que ya ha sido
modificada por las Leyes Orgánicas 4/2012, de 28 de
septiembre; 6/2013, de 14 de noviembre, 9/2013, de 20 de
diciembre; 6/2015, de 12 de junio y 1/2016, de 31 de
octubre.
El Pleno del TC, en STC 215/2014, de 18 de diciembre de 2014,
resolviendo un recurso de inconstitucionalidad, interpuesto por el Gobierno
de Canarias en relación con diversos preceptos de la Ley Orgánica 2/2012,
de 27 de abril, de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera,
desestimó el recurso, en el que se planteaban importantes interrogantes en
relación con el ámbito de la reserva de ley orgánica; los principios de
seguridad jurídica, interdicción de la arbitrariedad y autonomía financiera y
el ámbito de la prórroga presupuestaria. El TC concluyó admitiendo la
constitucionalidad de los preceptos legales que establecen el régimen
jurídico de cumplimiento de los objetivos de estabilidad presupuestaria, si
bien fueron cinco los Magistrados que hicieron constar su voto particular al
acuerdo del Pleno, por entender que determinados preceptos de la misma
eran inconstitucionales. En concreto, los arts. 11.6, 16, 25.2 y 26.1 y las
Disposiciones Adicionales 2.a y 3.a2.
Materia —estabilidad presupuestaria— sobre la que se
está pronunciando reiteradamente el TC: SSTC 102/2015,
de 26 de mayo, 1/2016, 3/2016 y 4/2016, las tres de 18 de
enero; 31/2016, de 18 de febrero; 99/2016, de 25 de mayo;
156/2016, de 22 de septiembre y 43/2017, de 27 de abril.
La Ley tiene tres objetivos: garantizar la sostenibilidad
financiera de todas las Administraciones Públicas,
fortalecer la confianza en la estabilidad de la economía
española y reforzar el compromiso de España con la Unión
Europea en materia de estabilidad presupuestaria. Por ello
regula en un texto único la estabilidad presupuestaria y
sostenibilidad financiera de todas las Administraciones
Públicas, tanto del Estado como de las Comunidades
Autónomas, Corporaciones Locales y Seguridad Social.
Igualmente se regula en una disposición adicional el
principio de responsabilidad por incumplimiento de
normas de Derecho comunitario, responsabilidad que
afecta por igual
a todas las entidades integrantes del sector público que, en
el ejercicio de sus competencias, incumplieran
obligaciones derivadas de normas del Derecho de la Unión
Europea, dando lugar a que el Reino de España sea
sancionado por las instituciones europeas. Todas ellas
asumirán, en la parte que les sea imputable, las
responsabilidades que se devenguen por tal
incumplimiento.
La Ley contempla un período transitorio hasta el año
2020, tal como establece la Constitución. Durante este
período se determina una senda de reducción de los
desequilibrios presupuestarios hasta alcanzar los límites
previstos en la Ley, es decir, el equilibrio estructural y una
deuda pública del 60 por 100 del PIB.
La Ley deroga expresamente la Ley Orgánica 5/2001, de
13 de diciembre, complementaria a la de estabilidad
presupuestaria, así como el Texto Refundido de la Ley
General de Estabilidad Presupuestaria, aprobado por Real
Decreto Legislativo 2/2007, de 28 de diciembre.
La Ley entró en vigor el 1 de mayo de 2012, si bien en
algunos puntos se demoró hasta el 1 de enero de 2013.
Determinada la esencial interrelación existente entre el
ingreso y el gasto público, atribuido su análisis al Derecho
Financiero, cabe concluir lógicamente en el
reconocimiento de la autonomía científica del Derecho
Financiero.
En conclusión, existe un engarce constitucional entre
ingresos y gastos públicos, de forma que los principios de
justicia aplicables en sus respectivos ámbitos sólo
alcanzarán su verdadera dimensión cuando se integren, en
una visión globalizadora, como principios de justicia
financiera. Los principios de justicia tributaria, de acuerdo
con los cuales los ciudadanos deben contribuir en la
medida de sus capacidades económicas, no encuentran en
sí mismos explicación —como no la encuentra el tributo—
si no se piensa que, en último término, las prestaciones
tributarias no son más que la cuota a
través de la cual se concurre a la financiación de los gastos
públicos.
III. CONCEPTO Y CONTENIDO DEL DERECHO TRIBUTARIO
El Derecho Tributario es la disciplina que tiene por objeto
de estudio el ordenamiento jurídico que regula el
establecimiento y aplicación de los tributos.
El Derecho Tributario es una parte del Derecho
Financiero, de la misma manera que el ordenamiento
tributario no constituye más que una parte, ciertamente
importante, de un ordenamiento más amplio que es el
financiero. Es justamente esa indudable significación que
el ordenamiento tributario tiene en el vasto ámbito de la
normativa financiera, la que puede explicar —al margen
de ciertas consideraciones metodológicas— su
incorporación al nombre con que se conoce nuestra
disciplina en las Facultades de Derecho españolas.
El Derecho Tributario se ha desarrollado sobre el instituto
jurídico que constituye la columna vertebral de este sector
del ordenamiento: el tributo. En una primera
aproximación, puede definirse como una obligación,
pecuniaria, ex lege, en virtud de la cual el Estado u otro
ente público se convierte en acreedor de un sujeto pasivo,
como consecuencia de la realización por éste de un acto o
hecho indicativo de capacidad económica.
El contenido del Derecho Tributario suele agruparse
tradicionalmente en dos grandes partes. En la primera —
Parte General— se configuran como objeto de estudio
aquellos conceptos básicos que permiten una cabal
aprehensión de lo que el tributo es, de su significación en
el mundo del Derecho y, en definitiva, de su poderosa
individualidad.
Así, partiendo de la delimitación conceptual del tributo,
como instituto jurídico, de las categorías específicas que
pueden reconducirse al género tributo y de su significación
actual, deberán analizarse dos aspectos esenciales: las
fuentes normativas reguladoras del tributo —con especial
atención a los principios constitucionales aplicables en la
materia— y la individualización de los entes públicos a los
que se reconoce el poder para establecer y recaudar
tributos. Esclarecidas estas tres grandes cuestiones —qué
es el tributo, cómo se establece y regula, quién lo establece
y aplica—, deberá completarse el estudio de la
denominada Parte General prestando atención a los
distintos procedimientos a través de los cuales se llevan a
la práctica las previsiones contenidas en las normas
tributarias. De forma sintética podemos referirnos a los
procedimientos de aplicación de los tributos —que
incluye los procedimientos de gestión, inspección y
recaudación—, así como el desarrollo del procedimiento
sancionador y los procedimientos de revisión —esto es, al
ejercicio de las competencias atribuidas a la
Administración para juzgar acerca de la conformidad a
Derecho de los actos dictados por la propia
Administración al aplicar las normas tributarias—.
La propia Ley General Tributaria establece que «Las funciones de
aplicación de los tributos se ejercerán de forma separada a la de resolución
de las reclamaciones económico-administrativas que se interpongan contra
los actos dictados por la Administración tributaria» (art. 83.2).
Por último, deberán tomarse en consideración las
consecuencias que derivan del incumplimiento de los
mandatos contenidos en las normas tributarias. En este
punto no se da singularidad alguna en materia tributaria,
cuyas normas presentan una estructura análoga a
cualesquiera otras normas: hipótesis normativa, mandato y
sanción por el incumplimiento de éste. La hipótesis
normativa está constituida por un hecho o acto indicativo
de capacidad económica, cuya realización genera un
mandato —obligación de contribuir— que, en caso de
incumplimiento, determina la aplicación de unas
sanciones. Así, el estudio de las infracciones y sanciones
tributarias constituye el último de los
aspectos a estudiar, y en el que deberán tenerse muy
presentes los principios propios del ordenamiento penal.
Todo el desarrollo de la Parte General del Derecho Tributario pone de
relieve la existencia de dos grandes parcelas: de una parte, el tributo —y las
relaciones jurídicas asociadas al mismo— y, de otra, los procedimientos
para su aplicación. Esta distinción dio lugar hace ya muchos años a que la
doctrina alemana distinguiera entre Derecho Tributario material y formal,
distinción en la que años más tarde insistieron algunos maestros del
Derecho Tributario. De forma especial DINO JARACH y SAINZ DE
BUJANDA. Entendía este último que dentro del ordenamiento tributario era
posible separar, conceptualmente, los aspectos materiales del tributo de
aquellos otros puramente formales, de manera que pudiera admitirse una
escisión ideal entre la parte material —aquello en lo que el tributo consiste
— y la parte formal —el modo como se aplica y se hace efectivo—.
A este respecto conviene observar cómo la singularidad de los
procedimientos de aplicación de los tributos —la denominada parte formal
—, muy arraigada en el ordenamiento español y especialmente en el ámbito
de la Administración Tributaria, ha ido cediendo el paso, cada vez más y en
un largo caminar que aún no ha terminado, a su asimilación al régimen que
es de general aplicación en las restantes parcelas de la Administración
Pública española. En ese sentido, como reconoce la propia Exposición de
Motivos de la LGT vigente, es hoy una realidad la vis expansiva de la Ley
30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del
Procedimiento Administrativo Común; hoy Ley 39/2015, del Procedimiento
Administrativo Común de las Administraciones Públicas y Ley 40/2015, de
Régimen Jurídico del Sector Público. Aunque aún queda un largo trecho por
recorrer. Podremos constatarlo al analizar los distintos procedimientos de
aplicación de los tributos.
La Parte Especial tiene como objeto de estudio los
distintos sistemas tributarios de los entes públicos
territoriales. En ella se analizarán las distintas modalidades
de tributos existentes en cada uno de los ordenamientos —
el de la Administración Central, el autonómico y el local
— y las técnicas de articulación normativa entre los
distintos tributos.
Como veremos, el tributo ha adquirido una significación
jurídica que no puede desconocerse. Nos encontramos ante
un instituto jurídico cuyo nacimiento y desarrollo se
encuentra en todo momento condicionado por las pautas
que establece el ordenamiento jurídico. Por ello, carece
hoy de significación pretender conceptuar el tributo como
una relación de poder, difícilmente permeable al Derecho.
Cuestión distinta es reconocer que, al igual que ocurre con
toda norma de Derecho Público, el interés tutelado —el
interés del Estado a la
obtención de unos ingresos que van a permitir la
satisfacción de los fines públicos— exige la aplicación de
unos procedimientos —el de ejecución forzosa es el
exponente más típico— inaplicables en la regulación
jurídica de relaciones entre particulares. Ello no significa
la negación del lugar que al Derecho le corresponde en la
ordenación y aplicación del tributo, sino que es una
consecuencia asociada al hecho de que la Administración
Pública actúa y se relaciona como una potentior persona, a
cuyo servicio se apresta un elenco de potestades
exorbitantes, de las que carecen los particulares en sus
relaciones jurídicas. Naturalmente, todo ello no exime a la
Administración de sujetarse al ordenamiento y en esa
sujeción se suscita una de las cuestiones capitales del
Derecho Público, conseguir el equilibrio entre privilegios
a favor de la Administración y garantías a favor del
ciudadano, cuestión ésta que sí se presenta con muy
singulares caracteres en el ámbito del ordenamiento tributario.
 
TEMA 2 :LOS INGRESOS PÚBLICOS
I. LOS INGRESOS PÚBLICOS: CONCEPTO Y CARACTERES
Se entiende por ingreso público toda cantidad de dinero
percibida por el Estado y los demás entes públicos, cuyo
objetivo esencial es financiar los gastos públicos.
Varias son las notas que definen el concepto de ingreso
público.
a) El ingreso público es siempre una suma de dinero. En
consecuencia, no son ingresos públicos:
1) Las prestaciones in natura de las que también son acreedores los entes
públicos y que, aun estando justificadas por la necesidad de satisfacer
determinadas necesidades públicas, no adoptan la forma de recursos
monetarios, sino la de prestaciones en especie o prestaciones personales.
El paradigma de la prestación in natura o personal es el servicio militar (art.
30 CE) que, con diversas excepciones legales y hasta el año 2001, se
impuso obligatoriamente a todos los españoles varones. Este ejemplo sirve
perfectamente para observar las diferencias existentes entre estas
prestaciones y los ingresos públicos.
2) Tampoco pueden calificarse como ingresos públicos los bienes
adquiridos mediante expropiación forzosa o confiscación, por ejemplo.
b) Percibida por un ente público.
El calificativo de público hace referencia al titular del ingreso, no al
régimen jurídico aplicable al ingreso, ya que existen ingresos públicos
regulados por normas de Derecho público (el caso más claro es de los
ingresos tributarios), e ingresos públicos cuya disciplina se contiene
esencialmente en normas claramente adscritas al ordenamiento privado (por
ejemplo, los ingresos obtenidos por la enajenación de títulos representativos
de la participación en el capital de sociedades mercantiles, como las
acciones, que sean propiedad del Estado).
c) Tiene como objetivo esencial financiar el gasto público.
El ingreso público se justifica, básicamente, por la
necesidad de financiar los gastos públicos, finalidad que se
ha asociado tradicionalmente a la concepción de la
actividad financiera como una actividad instrumental,
dirigida a poner al servicio de la Administración unos
ingresos con los que ésta pudiera realizar directamente la
satisfacción de los fines públicos (de donde deriva el
carácter final o inmediato de la actividad administrativa).
Sin embargo, las funciones que la Hacienda Pública debe cumplir en la
actualidad aconsejan atemperar la nota de instrumentalidad. El
reconocimiento de que los ingresos públicos pueden tener otras finalidades
distintas de la financiación de los gastos no es algo nuevo. Se encontraba ya
en el art. 4 de la LGT de 1963, y en la regulación de las Haciendas Locales
de los años cincuenta del siglo pasado, que recogían varias figuras bajo la
denominación genérica de tributos con fines no fiscales. En la actualidad, el
art. 2.1, segundo párrafo, LGT sigue recogiendo el mismo principio [así se
recuerda, por ejemplo, en las SSTS de 26 de abril de 2005 (RJ 5729), y 17
de febrero, 19 de junio y 10 de julio de 2014 (RJ 2014\1636, 4237 y 3633);
5 y 11 (dos) de junio y 1 de diciembre de 2015 (RJ 2015\3160, 2932, 2935
y 6332 respectivamente), y de 8, 9, 15 y 30 de marzo de 2016 (RJ
2016\1396, 2185, 2188 y 2191, respectivamente], entre otras muchas.
Por otra parte, el objetivo de financiar las necesidades públicas es lo que
distingue los ingresos públicos de otros ingresos dinerarios, las sanciones
pecuniarias. Éstas, aunque una vez recaudadas coadyuvan a la satisfacción
de los gastos públicos, tienen como razón de ser la represión de los
comportamientos antijurídicos (así se afirma en las SSTS de 26 de abril de
2005, que acabamos de mencionar, y 10 de febrero de 2010 (RJ 2010\1319).
Si el objetivo básico del ingreso es propiciar la cobertura
del gasto, sólo habrá ingreso público cuando el ente que
recibe aquél tenga sobre el mismo plena disponibilidad,
esto es, cuando ostente título jurídico suficiente para
afectarlo al cumplimiento de sus fines. De ello deriva que
no pueden calificarse como ingresos públicos aquellas
cantidades que obran en poder de los entes públicos como
consecuencia de títulos jurídicos que no permiten su libre
disponibilidad. Tal sería, por ejemplo, el caso de las
fianzas, depósitos o cauciones constituidos en la Caja
General de Depósitos. Al no haber títulos de dominio no
puede hablarse de un ingreso público en sentido estricto.
II. CLASIFICACIÓN DE LOS INGRESOS
PÚBLICOS
Los ingresos públicos pueden ser clasificados tomando en
cuenta diversos criterios, algunos de los cuales tienen
reflejo legal y otros son admitidos por la doctrina sólo a
efectos convencionales. Los más relevantes son los
siguientes:
a) Ingresos de Derecho público y de Derecho privado.
El criterio distintivo de esta clasificación (que se recoge en
el art. 5.2 LGP) se encuentra en la pertenencia de las
normas reguladoras de un determinado ingreso al
ordenamiento público o al privado. En el primer caso, se
aplican normas del Derecho público y la Administración
Pública goza de las prerrogativas y poderes que son
propios de los Entes públicos (por ejemplo, derechos de
prelación y preferencia frente a otros acreedores, afección
de bienes, presunción de legalidad de los actos
administrativos, ejecutividad de estos mismos actos, etc.,
según puede deducirse del art. 10.1 LGP). En el segundo,
se aplican las normas de Derecho privado porque priman
sus principios propios, que regulan relaciones entre iguales
(aunque con algunos matices importantes) (art. 19 LGP).
Para terminar de precisar la distinción podemos hacer algunas
consideraciones:
1) Son ingresos de Derecho público los tributos, los ingresos derivados de
monopolios, las prestaciones patrimoniales de Derecho público (con las
precisiones que haremos más adelante) y los ingresos procedentes de la
Deuda pública; e ingresos de Derecho privado los derivados de la
explotación de bienes patrimoniales, incluidos los que proceden de
actividades mercantiles e industriales realizadas por entes públicos.
2) La misma distinción se recoge en las normas que regulan las Haciendas
de las distintas Comunidades Autónomas.
3) En el ámbito local, los arts. 2.o, apartado 2; 3.o y 4.o TRLHL
reproducen, casi literalmente, la misma clasificación. Así, el primero alude
a los ingresos de Derecho público, y los dos últimos a los que se rigen por
el Derecho privado.
b) Ingresos tributarios, monopolísticos, patrimoniales y
crediticios.
Esta clasificación, que pretende superar las dificultades
que puede plantear en ocasiones la distinción anterior,
atiende al origen o instituto jurídico del que dimanan los
respectivos ingresos. En unos casos (tributos y Deuda
pública), nos encontramos ante institutos que de modo
inmediato procuran ingresos pecuniarios. En otros
supuestos (bienes patrimoniales, susceptibles de generar
precios, rentas o beneficios) los recursos monetarios se
obtendrán indirectamente a través de su gestión (entendido
el término en sentido amplio).
c) Ingresos ordinarios y extraordinarios.
Los primeros son los que afluyen al Estado (o a los demás
Entes públicos) de manera regular, mientras que los
segundos sólo se obtienen en circunstancias especiales,
respectivamente.
La distinción puede completarse con algunas aclaraciones:
1) Tradicionalmente se ha citado al tributo como ejemplo de ingreso
ordinario de las Haciendas públicas, mientras que los ingresos obtenidos
mediante la emisión de Deuda pública han sido considerados como el
ejemplo más característico de ingreso extraordinario. No obstante, en los
momentos actuales no puede seguir citándose el ingreso crediticio, derivado
de la emisión de Deuda, como un supuesto de ingreso extraordinario, ya que
tal instituto ha adquirido carácter ordinario y son continuas las emisiones de
Deuda pública, con el fin no sólo de financiar los gastos estatales, sino de
conseguir las más variadas finalidades de política económica.
2) La doctrina (PALAO) ha cuestionado la validez de esta distinción,
defendiendo que debe considerarse como ingresos extraordinarios
únicamente aquellos cuya obtención produce el agotamiento de la
correspondiente fuente, como pueden ser una hipotética leva sobre el capital
o los derivados de la venta de bienes patrimoniales. Estaríamos en tales
casos ante ingresos extraordinarios por naturaleza.
d) Ingresos presupuestarios y extrapresupuestarios.
Los primeros son los que aparecen previstos en el
Presupuesto, mientras que los segundos son los que no
tienen reflejo en él.
Hay que tener en cuenta lo siguiente:
1) Es difícil apreciar hoy día la existencia de ingresos extrapresupuestarios,
dado que chocan tanto con el principio presupuestario de universalidad
(todos los ingresos y gastos deben estar consignados en el Presupuesto),
como con el principio de unidad (debe existir un único presupuesto por cada
ente público).
2) No obstante, todavía existen algunos ingresos extrapresupuestarios, que
forman parte de la tributación parafiscal, que estudiamos más adelante.
III. LOS INGRESOS PATRIMONIALES
1. CONCEPTO Y SIGNIFICACIÓN
Los ingresos patrimoniales son aquellos que proceden de
la explotación y enajenación de los bienes que constituyen
el patrimonio de los Entes públicos. Los bienes
patrimoniales son, en principio, los que no pueden
calificarse como bienes de dominio o uso público; de aquí
que pueda decirse que, en general, los ingresos
patrimoniales se rigen por normas del Derecho privado.
La significación de los ingresos patrimoniales en la Hacienda
contemporánea dista mucho de ser la que tuvo en épocas pretéritas. Estos
ingresos tienen una importancia menor ya que, desde un punto de vista
recaudatorio, aportan al Presupuesto cantidades inferiores a las que pueden
obtenerse mediante el recurso a otros institutos generadores de ingresos
(especialmente el tributo y la Deuda pública).
En cuanto a la caracterización de los bienes patrimoniales,
debemos distinguir entre las distintas Administraciones
públicas:
A) Por lo que respecta al Estado, la distinción entre bienes
de dominio público y los bienes patrimoniales se
encuentra en los arts. 338 a 341 del Código Civil:
a) En el primero de ellos (art. 338) se dice que los bienes
del Estado son de dominio público o de propiedad privada.
b) Según el art. 339, son bienes de dominio público los
destinados al uso público (caminos, ríos, riberas, playas,
puentes, etc.), y los destinados a algún servicio público
(siempre que su uso no haya sido objeto de concesión).
c) El resto de los bienes del Estado tienen la naturaleza de
bienes patrimoniales (art. 340).
A lo anterior, debe añadirse lo siguiente:
1) La distinción entre los bienes de dominio público y los patrimoniales
tiene incluso reflejo constitucional (art. 132).
2) La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas (LPAP) reafirma
esta distinción. Los bienes de dominio público se mencionan en su art. 5.1,
y los patrimoniales en el art. 7.1.
B) En la normativa aplicable a las Comunidades
Autónomas, también se encuentra la misma distinción
entre los bienes de dominio público y los bienes
patrimoniales (art. 5.2 LOFCA).
Hay que advertir que también se aplican a las Comunidades Autónomas las
normas de la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas que
tengan el carácter de básicas.
C) La misma distinción entre los distintos tipos de bienes
se recoge en el caso de las Corporaciones Locales, si bien
los términos utilizados por las normas se acomodan a las
denominaciones tradicionales de los bienes municipales y
provinciales. Su identificación se encuentra en el Código
Civil (arts. 343 y 344) y en la legislación local (art. 79.2 y
3 LBRL y art. 3 TRLHL):
a) Son bienes de dominio público los destinados al uso o
servicio público (caminos, plazas, calles, aguas públicas,
obras públicas, etc.).
b) Como categoría peculiar en la Hacienda Local nos
encontramos con los bienes comunales, que son aquellos
cuyo aprovechamiento corresponda a todos los vecinos de
un municipio (por ejemplo, los montes comunales,
denominados tradicionalmente montes en mano común).
El art. 11.4 de la Ley 43/2003, de 21 de noviembre, de Montes, establece lo
siguiente:
«Los montes vecinales en mano común tienen naturaleza especial derivada
de su propiedad en común sujeta a las limitaciones de indivisibilidad,
inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad. Sin perjuicio de lo
previsto en el artículo 2.1 de esta Ley, se les aplicará lo dispuesto para los
montes privados.»
c) El resto de los bienes de los Entes locales tienen la
consideración de patrimoniales.
Sin perjuicio de todo lo anterior, también se aplican a los Entes locales las
normas de la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas que
tengan el carácter de básicas.
De lo indiciado hasta aquí es posible extraer alguna
conclusión en relación con la posibilidad de obtener
ingresos derivados de ambos tipos de bienes:
a) Los bienes de dominio público están directamente
afectos a la satisfacción de necesidades públicas, por lo
que, en principio, no tienen como fin obtener ingresos
públicos (en el sentido que hemos dado al término un poco
más arriba).
No obstante, en determinados casos sí pueden producirlos. Así ocurrirá
cuando la utilización del dominio público por parte de particulares genere
un derecho económico a favor del titular del dominio, que se concretará en
la exigibilidad de una tasa [art. 2.2.a) de la Ley General Tributaria].
b) Por lo que se refiere a los bienes patrimoniales, aunque
su finalidad esencial no es la de procurar ingresos, sí
pueden generarlos, a través de su explotación que se
encuentra regida, por lo general, por normas de Derecho
privado (art. 7.3 LPAP por lo que se refiere a la Hacienda
estatal, y art. 8.2 TRLHL por lo que afecta a las Entidades
locales).
c) No existe una correspondencia entre dominio público y
bienes patrimoniales, de una parte, e ingresos de Derecho
público y de Derecho privado, de otra, sino que
frecuentemente bienes demaniales producen ingresos de
naturaleza jurídico-privada. Por ejemplo, esto sucede
siempre que tales bienes son explotados por el Estado o
ente público titular por medio de contratos privados
(compraventa de los productos, arrendamiento, etc.),
cuando las leyes lo autorizan.
2. RÉGIMEN JURÍDICO GENERAL
El régimen general de los bienes patrimoniales estatales se
encuentra contenido en la Ley 33/2003, de 3 de
noviembre, del Patrimonio de las Administraciones
Públicas (LPAP).
Como hemos apuntado antes, las normas básicas de esta Ley (enumeradas
en su Disp. Final 2.a) se aplican también a las Comunidades Autónomas, a
las entidades que integran la Administración local y a las entidades de
Derecho público vinculadas o dependientes de ellas (art. 2.2 de la Ley). Por
otro lado, hay que destacar que, desde su aprobación, la LPAP ha sido
modificada en varias ocasiones, aunque no de forma sustancial (la
última, al redactar estas líneas, por la Ley 6/2018, de 3 de julio, de
Presupuestos Generales del Estado para 2018).
El contenido de la LPAP se puede sintetizar del modo
siguiente:
a) En primer lugar, sus normas se aplican a los bienes que
integran el patrimonio del Estado.
b) Por lo que se refiere a la normativa a tener en cuenta,
debe observarse que las normas del Derecho privado civil
o mercantil tienen carácter subsidiario de las normas
contenidas en la propia Ley.
c) Por lo que se refiere a la administración del Patrimonio
estatal, se atribuyen competencias, con carácter general, al
Ministerio de Hacienda, que normalmente las ejerce a
través de la Dirección General del Patrimonio del Estado
(arts. 9 y 10 LPAP).
d) Debe señalarse la existencia de determinadas
prerrogativas de la Administración, difícilmente
inteligibles en el marco de un ordenamiento estrictamente
privado, que sólo encuentran cabal justificación cuando se
pone de relieve el contenido tanto jurídico-administrativo
como jurídico- financiero de los bienes patrimoniales [a
título de ejemplo, la Administración puede recuperar por sí
misma la posesión perdida (art. 55.1 LPAP), y sus bienes
no pueden ser embargados cuando se encuentren
materialmente afectados a un servicio público o a una
función pública, cuando sus rendimientos o el producto de
su enajenación estén legalmente afectados a fines
determinados, o cuando se trate de valores o títulos
representativos del capital de sociedades estatales que
ejecuten políticas públicas o presten servicios de interés
económico general (art. 30.3 LPAP)].
Por el contrario, en el ámbito local los bienes patrimoniales sí que pueden
ser objeto de ejecución y de embargo, siempre que no estén afectos al uso o
servicio público. Así se establece en el art. 173.2 del TRLHL. El art. 154
LHL, del que procede aquél, hubo de ser modificado, para permitir la
ejecución y embargo de bienes patrimoniales locales, como consecuencia de
la STC 166/1998, de 15 de julio.
e) Debe notarse que será el Ministro de Hacienda quien
disponga la explotación de los bienes patrimoniales del
Estado que no convenga enajenar y que sean susceptibles
de aprovechamiento rentable (art. 105 LPAP).
En la actualidad, la administración (entendido el término en sentido muy
amplio) de los inmuebles patrimoniales está encomendada a la Sociedad
Estatal de Gestión Inmobiliaria de Patrimonio, SA (SEGIPSA), que fue
constituida por la Disposición Adicional 2.a de la Ley 53/1999, de 28 de
diciembre. Su régimen se contiene en la Disposición Adicional 10.a de la
LPAP, modificada por la Disposición Final 6.a2 de la Ley 8/2013, de 26 de
junio.
f) La afectación de los ingresos patrimoniales a la
financiación de los gastos públicos se pone de relieve de
modo continuo (arts. 108, 109 y 133 LPAP, entre otros).
IV. LOS INGRESOS DE MONOPOLIO
En ocasiones el Estado decide que un determinado
servicio sea prestado, de forma exclusiva, por un sujeto, o
que la adquisición, producción y venta de determinados
productos sólo pueda realizarla igualmente un sujeto. En
tales supuestos nos encontramos ante una situación de
monopolio, tutelada por el ordenamiento jurídico, en
virtud de la cual sólo un sujeto de derecho puede prestar
un determinado servicio o puede disponer de un producto.
Estamos ante un monopolio de derecho, así denominado
porque es el propio ordenamiento el que tutela la situación
descrita.
En otras ocasiones se produce la misma situación sin que
haya sido expresamente querida por el ordenamiento, sino
que es una resultante de determinadas circunstancias.
Piénsese en todos aquellos supuestos en los que un
determinado producto sólo se obtiene en ciertas zonas o en
aquellos casos en los que la comercialización de un bien
requiere tal esfuerzo inversor que sólo una poderosa
entidad mercantil decide abordar tal tarea. Estaremos en
tales casos ante un monopolio de hecho.
Cuando nos referimos a los ingresos de monopolio que el
Estado obtiene, nos referimos a los monopolios de
derecho,
esto es, a aquellos que son resultado de la voluntad estatal,
plasmada en el ordenamiento vigente. Las razones por las
que el Estado establece un monopolio son básicamente
dos:
a) Mejorar la prestación de determinados servicios
públicos (monopolios no fiscales), uno de cuyos ejemplos
tradicionales era el servicio de correos.
b) Obtener ingresos (monopolios fiscales), entre los que
tradicionalmente estaban los de tabacos y petróleos.
Una vez establecidos los monopolios, el Estado puede
obtener ingresos de naturaleza muy distinta:
1) Ingresos de naturaleza tributaria, cuando se gravan los
beneficios de la entidad a la que se ha concedido el
monopolio en la comercialización de un determinado
producto.
2) Ingresos de carácter patrimonial, cuando el Estado
gestione directamente un monopolio o cuando tenga una
participación en el capital social de la entidad a la que se
ha atribuido su gestión.
3) También pueden existir ingresos monopolísticos en
sentido estricto (como opinó SAINZ DE BUJANDA). Se
entiende por tales la especial participación en los
beneficios del monopolio que se reserva el Estado cuando
concede a un tercero la titularidad o gestión del
monopolio.
No obstante, las SSTS de 5 de abril de 2000 (citando algunas anteriores), 10
de septiembre de 2001 y 4 y 7 de noviembre de 2005 calificaron estos
ingresos monopolísticos, denominados tradicionalmente como renta (en
estos casos de petróleos), como ingresos tributarios.
Los recursos procedentes de los monopolios fueron
frecuentes en épocas pasadas, no sólo en nuestra Hacienda
Pública, sino también en otras de los países de nuestro
entorno (por ejemplo, fueron muy frecuentes los
monopolios sobre la sal, el tabaco, las cerillas, el azúcar,
etc.). En España, los monopolios más importantes fueron
los del tabaco y el petróleo. Estos monopolios sufrieron
importantes modificaciones, sobre todo a raíz del ingreso
en la Comunidad Europea, y han terminado por
desaparecer prácticamente. Esto
no ha sido más que una consecuencia derivada de la
necesidad de adaptar el ordenamiento jurídico español a
los principios comunitarios en esta materia, que llegaban
incluso a cuestionar su propia existencia.
Así pues, los monopolios fiscales han perdido en España
la importancia jurídica y recaudatoria que tuvieron en
otros momentos de la historia de la Hacienda Pública. Hoy
día sólo subsisten el de Tabacos (aunque con un ámbito
material muy reducido) y el de la Lotería Nacional (con
una existencia muy cuestionada por la cantidad de
excepciones y derogaciones que conoce).
Monopolio de Tabacos. La antigua regalía de Tabacos, cuyos orígenes se
remontan al siglo XVII, se reguló por la Ley de 18 de marzo de 1944.
Posteriormente, su régimen jurídico se estableció por la Ley 38/1985, de 22
de noviembre, que lo adecuó a las exigencias del ordenamiento
comunitario. Esta Ley fue modificada varias veces hasta que la Ley
13/1998, de 4 de mayo, de ordenación del mercado de tabacos (que también
ha sido modificada en varias ocasiones), declaró prácticamente extinguido
el monopolio.
En la actualidad, el régimen del sector se puede sintetizar del modo
siguiente: a) el mercado de tabacos es libre. La libertad económica abarca la
fabricación, importación y comercialización al por mayor de labores de
tabaco; b) se mantiene el monopolio en la venta al por menor, del que es
titular el Estado, que lo ejerce a través de la red de Expendedurías de
Tabaco y Timbre; c) existe un Comisionado para el Mercado de Tabacos,
que ejercerá las funciones de regulación y vigilancia para salvaguardar la
aplicación de los criterios de neutralidad y las condiciones de libre
competencia efectiva en el mercado de tabacos en todo el territorio
nacional.
El Auto del TS de 1 de julio de 2010 (JUR 2010\287938) planteó una
cuestión prejudicial ante el TJUE preguntando si la prohibición impuesta a
los titulares de expendedurías de tabaco para desarrollar la actividad de
importación de labores de tabacos desde otros Estados miembros, conforme
al Derecho interno español, constituía una restricción cuantitativa a la
importación o una medida de efecto equivalente, prohibidas ambas por el
art. 34 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (antiguo art.
285 TCE). El TJUE, en la Sentencia de 26 de abril de 2012 [Asunto C-
56/10, Asociación Nacional de Expendedores de Tabaco y Timbre
(ANETT)], consideró que, en efecto, las prohibiciones indicadas eran
contrarias a lo dispuesto en el art. 34 TFUE.
Monopolio de Loterías. Se trata de un monopolio que se gestiona
directamente por el Estado a través de la Sociedad Estatal Loterías y
Apuestas del Estado, SA, creada por el Real Decreto-Ley 13/2010, de 3 de
diciembre. Sus funciones abarcan: a) la gestión de loterías y juegos de
ámbito nacional (siempre que afecten a un territorio superior al de una CA);
b) la gestión de apuestas mutuas deportivo-benéficas; c) la autorización de
sorteos, loterías o juegos cuyo ámbito exceda de una CA; d) la autorización
de apuestas deportivas sea cual sea su ámbito territorial.
El gravamen especial del 20 por 100 sobre los premios de las loterías
públicas superiores actualmente a 20.000 euros, establecido en la Ley
16/2012, de 27 de diciembre, por la que se adoptan diversas medidas
tributarias dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y al impulso
de la actividad económica (art. 2.Tres), no es un ingreso monopolístico, sino
un impuesto directo sobre estas ganancias patrimoniales, impuesto que
forma parte del IRPF o del IS, según la naturaleza de la persona que
obtenga el premio.
V. LAS PRESTACIONES PATRIMONIALES DE CARÁCTER PÚBLICO
De lo que hemos examinado hasta aquí se puede extraer, como conclusión
importante, que para hacer frente a sus necesidades (que son las de todos los
ciudadanos), los Entes públicos disponen de una amplia panoplia de
ingresos. En alguno de los epígrafes anteriores hemos realizado una síntesis
del régimen de los ingresos públicos de Derecho privado, pero resulta
evidente que nuestro interés debe centrarse en los ingresos que hemos
denominado de Derecho público. A ello se dedicarán las Lecciones que
siguen, pero ya podemos adelantar que el tributo es el ingreso público (y de
Derecho público) por antonomasia. Su importancia como instrumento
fundamental de la financiación de los gastos públicos es indudable, por lo
que a definir sus contornos y su régimen jurídico dedicaremos la atención y
el detalle que el asunto merece.
Antes, y en el marco de una Lección que, repetimos,
pretende dar una visión general de los ingresos de los
Entes públicos, resulta útil que nos preguntemos sobre si
existe o no una categoría genérica dentro de la cual puedan
englobarse todos los ingresos de Derecho público. La
cuestión puede plantearse porque el art. 31.3 CE vincula el
principio de legalidad no al tributo, sino literalmente «a
las prestaciones personales o patrimoniales de carácter
público». Dejando de lado, por razones evidentes, las
prestaciones personales (entre las que ya hemos citado el
servicio militar), parece necesario indagar sobre el
concepto de prestación patrimonial de carácter público y
sobre las relaciones que mantiene esta categoría con la del
tributo.
En realidad, como ha puesto de manifiesto RUIZ GARIJO, estas cuestiones
sólo comenzaron a ser objeto de debate a finales de los años 80 del pasado
siglo, y las posturas a las que vamos a hacer referencia de inmediato se
fueron perfilando a lo largo de la década siguiente.
Simplificando bastante, las posturas sobre las relaciones que existen entre
las prestaciones patrimoniales de carácter público y los tributos se pueden
resumir así:
a) Según la primera, ambas figuras tienen un ámbito material diferente, de
tal modo que las prestaciones patrimoniales de carácter público son el
género (más amplio), y el tributo (de ámbito más restringido) es una de sus
especies. Esta postura se defendió en numerosas SSTC, entre las que
podemos mencionar, las n.o 185/1995, de 14 de diciembre, 182/1997, de 28
de octubre; 63/2003, de 27 de marzo; 102/2005, de 20 de abril; 121/2005,
de 10 de mayo, y de 9 de mayo de 2019 donde se dice expresamente que «el
tributo es una especie, dentro la más genérica categoría de prestaciones
patrimoniales de carácter público». Y también en algunas SSTS, como la
de 14 de julio de 2015 (RJ 2015\3278).
b) Según la segunda postura, ambos términos (prestación patrimonial de
carácter público y tributo) son sinónimos. De esta doctrina parecieron
participar las SSTS de 10 de abril, 14 de mayo y 23 de noviembre de 2015
(RJ 2015\1341, 4078 y RJ 2016100, respectivamente), y de 27 de junio
(dos), 26 de septiembre (dos), y 6 de octubre (dos) de 2016 (RJ 2016\3528,
4409, 4856, 5298, 5153 y 5156, respectivamente) que equiparaban las
prestaciones patrimoniales de carácter público a las tasas. En la última se
llegó a decir «los precios públicos que hemos identificado como
prestaciones de carácter público son materialmente tributos» (Fundamento
de derecho 5.o in fine).
Después de algunas vacilaciones legales y
jurisprudenciales, que no tiene sentido detallar ahora, la
normativa positiva se ha inclinado finalmente por la
primera postura. Así, la Disposición final undécima de la
Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector
Público, modificó la Disposición adicional primera de la
LGT, que quedó redactada en los siguientes términos:
«1. Son prestaciones patrimoniales de carácter público aquellas a las que
se refiere el artículo 31.3 de la Constitución que se exigen con carácter
coactivo.
2. Las prestaciones patrimoniales de carácter público citadas en el
apartado anterior podrán tener carácter tributario o no tributario.
Tendrán la consideración de tributarias las prestaciones mencionadas en el
apartado 1 que tengan la consideración de tasas, contribuciones especiales
e impuestos a las que se refiere el artículo 2 de esta Ley.
Serán prestaciones patrimoniales de carácter público no tributario las
demás prestaciones que exigidas coactivamente respondan a fines de
interés general.
En particular, se considerarán prestaciones patrimoniales de carácter
público no tributarias aquellas que teniendo tal consideración se exijan por
prestación de un servicio gestionado de forma directa mediante
personificación privada o mediante gestión indirecta.
En concreto, tendrán tal consideración aquellas exigidas por la explotación
de obras o la prestación de servicios, en régimen de concesión o sociedades
de economía mixta, entidades públicas empresariales, sociedades de capital
íntegramente público y demás fórmulas de Derecho privado.»
Esta disposición se complementó con lo dispuesto en la Disposición
adicional cuadragésima tercera y en las disposiciones finales novena y
duodécima de la misma Ley de contratos de sector público, donde se
calificaron como prestaciones patrimoniales de carácter público las tarifas
satisfechas por la explotación de obras o la prestación de servicios en los
ámbitos estatal y local.
La STC de 9 de mayo de 2019 ha confirmado la constitucionalidad del
precepto, aunque sus argumentos no terminan de ser convincentes.
Un análisis del precepto reproducido, necesariamente
resumido dado el carácter de esta obra, pone de relieve lo
siguiente:
1) Efectivamente, la categoría de las prestaciones
patrimoniales de carácter público es más amplia que la de
tributo. Este no es más que una de las especies de aquellas.
2) Las prestaciones patrimoniales de carácter público
deben establecerse por ley.
3) Las prestaciones patrimoniales de carácter público se
exigen coactivamente y podrán tener carácter tributario o
no tributario.
4) Las prestaciones patrimoniales de carácter público sólo
pueden exigirse para la satisfacción de intereses generales
o, dicho de otro modo, para acceder a bienes, servicios o
actividades que son esenciales para la vida privada o
social.
De estas características mencionadas, el TC sólo se ha
encargado de aclarar qué se debe entender por coactividad.
Si hemos comprendido bien su postura, el término
presenta dos perspectivas diferentes:
a) Por una parte, hace referencia al modo mismo de
establecimiento de la prestación, decidida de modo
unilateral por los poderes públicos, sin que intervenga para
nada la voluntad de los ciudadanos. Es cierto que se puede
evitar su exigencia absteniéndose de realizar el
presupuesto de hecho al
que se vincula la prestación, pero esta libertad es ilusoria
porque conllevaría, en casos extremos, la renuncia a
bienes, servicios o actividades esenciales para la vida
privada o social.
Como ejemplos de ello se han citado el pago de una cantidad por el
estacionamiento de vehículos en la vía pública o las tarifas postales, pero
estas prestaciones, sobre todo la primera, tienen la naturaleza de tasa, por lo
que no nos sirven para lo que estamos explicando. Fuera de estos ejemplos
no encontramos otra cosa que precios públicos, como las cantidades a
satisfacer por la utilización de instalaciones deportivas públicas [TSJ de
Valencia de 10 de junio de 2005 (JUR 2005\211676)], o la cantidad a pagar
por el servicio de recogida de enseres y basuras comerciales [TSJ de
Cataluña de 9 de marzo de 2006 (JUR 2006\221378)]; o la cantidad
satisfecha a los Ayuntamientos por la realización de bodas civiles.
b) Por otro lado, hace alusión a los procedimientos para la
exigencia del pago. De este modo, si no se realiza de
forma voluntaria y espontánea, se podrá exigir de forma
forzosa.
Es cierto que la figura de la prestación patrimonial de
carácter público no tributario, que ha sido
fundamentalmente una creación doctrinal y jurisprudencial
antes que legal, parece tener una justificación sociológica
y política derivada del incremento de los gastos públicos,
y de la necesidad de acudir a nuevas fórmulas de
financiación pública distintas de los tributos.
Y es cierto también que con ello se da cobertura legal a
ciertas exacciones cuya naturaleza jurídica (tributaria o no)
resultaba dudosa.
A título de ejemplo, podemos mencionar los casos siguientes:
a) Las cantidades percibidas por los concesionarios privados de servicios
públicos, sobre todo en el ámbito local (suministro de agua, transporte
público de personas, retirada y reciclaje de residuos, etc.).
b) Los servicios portuarios a que se refiere la STC 74/2010, de 18 de
octubre y, entre otras, la STS de 8 de febrero de 2012 (RJ 2012\3835).
c) Las cantidades exigidas a las personas físicas, los grupos empresariales y
las personas jurídicas no integradas en ellos, que se dediquen en España a la
fabricación o importación de medicamentos, sustancias medicinales y
cualesquiera otros productos sanitarios, establecidas por la Disposición
adicional 9.a de la Ley 25/1990, del Medicamento (que fue añadida por la
disposición adicional 48.a de la Ley 2/2004, de Presupuestos Generales del
Estado para 2005). A estas prestaciones se refirieron las SSTS de 14 julio
(dos) de 2015 (RJ 2015\3276 y 3278), una de ellas ya citada, haciéndose
eco de la STC 44/2015, de 5 de marzo. La misma doctrina se puede ver,
entre otras muchas, en las SSTS de
15 de julio (dos) de 2015 (RJ 2015\3934 y 5987), y 11 de febrero (dos) de
2016 (RJ 2016\678 y 681).
d) La inversión obligatoria impuesta por la Ley 25/1994, de 12 de julio, a
los operadores de televisión para financiar largometrajes cinematográficos y
películas para televisión europeas. En el Fundamento de derecho tercero de
la STS de 4 de octubre de 2016 (RJ 2016\4884) se puede leer lo siguiente:
«En este caso tendríamos una prestación patrimonial impuesta
coactivamente, sin naturaleza tributaria, en beneficio de la producción de
películas. No cabe duda de que el supuesto supone en todo caso una
modalidad especial de prestación patrimonial pública, puesto que no se
produce en beneficio de ningún otro sujeto público o privado ajeno al
propio obligado (aunque indirectamente sí suponga la existencia de
beneficiarios, como lo serían todos los que participan profesionalmente de
un modo u otro en dicha actividad financiada de manera forzosa). Por otra
parte, al carecer de naturaleza tributaria, pierden relevancia los
argumentos de la parte referidos a falta de determinación del hecho
imponible o a que la prestación no esté destinada a un gasto.»
Con todo, esta construcción doctrinal no acaba de
convencernos pues se revela en cierto modo innecesaria y,
desde luego, la regulación que se ha hecho de ella nos
parece desafortunada. Podemos sintetizar nuestra crítica
(que parecen compartir, al menos parcialmente, algunos
autores como PALAO Y RUIZ GARIJO) del modo siguiente:
1) La figura de la prestación patrimonial de carácter
público nació con el propósito de dar un contenido propio
y específico al art. 31.3 CE. Ahora bien, no existe el más
mínimo indicio en el proceso de elaboración y aprobación
de nuestra Constitución (que está exhaustivamente
documentado) que induzca a pensar que el constituyente
pretendía aludir con esa expresión a otros ingresos
públicos distintos del tributo.
Más aun, esta norma constitucional es una reproducción literal del artículo
23 de la Constitución italiana, y no hemos visto, ni en su doctrina ni en su
jurisprudencia, que en algún momento se haya pensado en aplicar esta regla
a ingresos públicos diferentes a los tributarios.
2) Existe una idea compartida por gran parte de la doctrina
y la jurisprudencia según la cual el principio de capacidad
económica no tiene por qué hacerse presente con la misma
fuerza en todos los tributos. Es evidente que, en el IRPF,
por poner un ejemplo, el respeto al principio exige que se
establezca un mínimo exento y unas tarifas progresivas (y
aun esto se pone hoy en duda por muchos). Pero el
principio puede
respetarse en otros tributos, por ejemplo en el caso de las
tasas, simplemente a través de una exención para ciertos
ciudadanos (como por otra parte ya se hace). Si esto es así,
es decir si pueden existir tributos que no graviten
exclusivamente sobre el principio de capacidad
económica, la utilidad de la figura de la prestación
patrimonial de carácter público no tributario se diluye en
buena medida.
3) Las situaciones a las que pretende dar solución las
prestaciones patrimoniales de carácter público, de las que
hemos ofrecido algunos ejemplos, tienen fácil acomodo en
la clasificación tripartita de los tributos. Si comportan el
ejercicio de potestades públicas la contraprestación son
tasas (o contribuciones especiales); y si no lo comportan
son precios, con las especialidades que puedan derivarse
de la intervención de un Ente público en la realización de
la actividad de que se trate.
4) Se dice que las prestaciones patrimoniales de carácter
público (también las de carácter no tributario) deben
establecerse por ley, pero no se indica en lugar alguno cuál
debe ser el alcance de esta reserva de rango normativo, y
la interpretación constitucional es tan laxa que
prácticamente ha convertido la regla en una mera
declaración retórica.
En efecto, la STC de 9 de mayo de 2019, ya citada, parece defender que el
principio de reserva de ley se ha respetado por el mero hecho de haber
introducido el precepto de la LGT a que antes hemos hecho referencia, lo
que supone convertirle en inexistente. En ella se puede leer lo siguiente
(Fundamento de derecho sexto):
«Dicho lo anterior, y como ya se ha señalado con anterioridad, la
Constitución no exige que todas las prestaciones patrimoniales de carácter
público no tributarias estén delimitados por una ley, sino que sea una
norma legal la que establezca los criterios a partir de los cuales debe
cuantificarse, de acuerdo con los fines y principios de la legislación
sectorial en la que en cada caso se inserte...
En este caso, se establecen en la ley de contratos los criterios para su
determinación, que se anudan al coste objeto del propio contrato, pudiendo
variar en función del mismo.»
En el ámbito local, que parece ser el más proclive a la aparición de estas
prestaciones, al menos en línea de principio, la regulación no ha podido ser
más desafortunada:
a) El artículo 20 TRHL, en cuyo apartado 6 (añadido también por la Ley de
contratos del sector público) se contempla su existencia, está dedicado a la
regulación del hecho imponible de las tasas (que es una prestación pública
de carácter tributario).
b) Es evidente que en este campo la deslegalización ha sido total porque se
dice que este tipo de prestaciones económicas se regularán mediante
ordenanza, norma que evidentemente tiene carácter reglamentario.
c) El mismo precepto dice que los Entes locales, durante el procedimiento
de aprobación de las ordenanzas reguladoras de las prestaciones públicas de
carácter no tributario, deberán solicitar un informe preceptivo de aquellas
Administraciones Públicas a las que el ordenamiento jurídico atribuyera
alguna facultad de intervención sobre ellas. Pero nada se sabe sobre el
contenido de este informe preceptivo, lo que ya está planteando problemas
en la práctica.
Y la deslegalización de la figura que estamos examinando no se ha
producido sólo en el ámbito local, sino también en el estatal, lo que ya es
más grave. Podemos citar sólo un ejemplo. La Orden PCI/810/2018, de 27
de julio, modifica, entre otros, el anexo XI del Reglamento General de
Vehículos, aprobado por el Real Decreto 2822/1998, de 23 de diciembre,
incorporando una nueva señal denominada «Distintivo ambiental». Esta
señal ha sido impuesta de forma obligatoria por ciertas Entidades locales
para circular por algunas zonas urbanas, y se obtiene mediante el pago de
una cantidad. Nos parece claro que esta cantidad cabe perfectamente en el
concepto de prestación patrimonial de carácter público. Pues bien, no
hemos sido capaces de encontrar la norma, cualquiera que haya sido su
rango, que regule su exigencia y su cuantía.
5) No parece congruente calificar de prestaciones públicas
no tributarias unas cantidades de dinero que en muchas
ocasiones serán percibidas por entes privados (los
concesionarios de obras o servicios públicos).
6) La exigencia coactiva de las prestaciones a que estamos
haciendo referencia, en particular las no tributarias,
exigidas por la prestación de un servicio gestionado de
forma directa mediante personificación privada, o
mediante gestión indirecta, plantea un grave problema
dogmático ¿Quién será el encargado de determinar la
coactividad de la prestación patrimonial de carácter
público?
Si se pretende que el carácter coactivo de la prestación sea
determinado por la persona privada que, en su caso, lleve a
cabo la obra o preste el servicio, hay que reconocer que
ello supondrá encomendar el ejercicio de una de las
manifestaciones esenciales del poder público a entes
privados,
lo que nos parece una dejación de funciones difícilmente
tolerable.
Un modo de salvar este escollo sería encomendar la exigencia por la vía de
apremio a las Administraciones públicas, puesto que ello comporta, como
acabamos de decir, el ejercicio de un poder público. El modelo no es nuevo
en nuestro Derecho. Así, sólo las Administraciones públicas son titulares de
la potestad de expropiación, pero el beneficiario de ella puede ser una
persona privada (art. 2 de la Ley de expropiación forzosa).
El problema es que no existe norma alguna que prevea lo que hemos
apuntado.
7) Nos parece claro que en ámbito de las prestaciones
patrimoniales de carácter público no tributario no cabe
imponer sanciones (administrativas o penales) que deriven
única y exclusivamente de los deberes inherentes a ellas
(sobre todo su pago).
El carácter restrictivo de las normas penales y sancionadoras
administrativas, defendido hasta la saciedad por el TC y el TS, hace
imposible que se puedan aplicar en estos casos las normas que regulan los
delitos contra la Hacienda pública, o las normas sancionadoras de la LGT.
8) No está claro el régimen de recursos administrativos y
el orden jurisdiccional que debe utilizarse para conocer de
los problemas que plantee la aplicación de las prestaciones
patrimoniales de carácter público.
A primera vista podría pensarse que es razonable que se apliquen los
recursos administrativos previstos en el ámbito tributario y la jurisdicción
contencioso-administrativa, pero no hay norma alguna que regule este
extremo y, al menos en esta última, la competencia es improrrogable (arts.
117, 2 y 3 CE, y 9.6 de la Ley orgánica del Poder judicial).
9) La modificación de la LGT ha supuesto la desaparición
de una mención expresa a los tributos parafiscales en la
legislación. Pero la realidad es muy tozuda, de tal manera
que este tipo de tributos, se mencionen o no en la LGT,
seguirán existiendo, como se verá en otra lección de este
Curso.
El caso más claro es el de las aportaciones de los empresarios al sistema de
la Seguridad Social [supuesto recogido en la STC 182/1987, de 28 de
octubre, y en las SSTS de 3 de diciembre de 1999 (tres) (RJ 1999\9532,
9533 y 9534)], que no cabe duda de que son unos impuestos parafiscales. Y
otro ejemplo es el de los aranceles de los fedatarios públicos, cuyo carácter
de tasa parafiscal no parece plantear problemas.
 
 
TEMA 3:EL PODER FINANCIERO: CONCEPTO Y LÍMITES
I. EL PODER FINANCIERO: CONCEPTO Y EVOLUCIÓN HISTÓRICA
La competencia para establecer tributos ha sido uno de los
distintivos tradicionales de la soberanía política. Cuando
las primeras instituciones parlamentarias —las Asambleas
medievales— se reúnen para discutir asuntos públicos, lo
hacen con una finalidad muy concreta: estudiar y, en su
caso, aprobar las peticiones de subsidios hechas por los
Monarcas,
condicionando su concesión al hecho de que se diera
explicación sobre las actividades que iban a financiarse
con los medios solicitados.
Tómese, pues, buena nota de un hecho histórico importante: el
parlamentarismo surge íntimamente asociado a las instituciones financieras,
a la necesidad de aprobar unos ingresos y gastos públicos, cuya conexión,
ya en los albores del parlamentarismo, aparece de forma manifiesta.
Así lo advierte el Tribunal Constitucional al recordar que «el Presupuesto
nace vinculado al parlamentarismo», y que «el origen remoto de las
actuales Leyes de Presupuestos hay que buscarlo en la autorización que el
monarca debía obtener de las Asambleas estamentales para recaudar
tributos de los súbditos. [...] Como consecuencia directa de este principio de
“autoimposición”, surgió el derecho de los ciudadanos, no sólo a consentir
los tributos, sino también a conocer su justificación y el destino a que se
afectaban [...]. Los primeros Presupuestos [...] constituían la autorización
del Parlamento al Monarca respecto de los ingresos que podía recaudar de
los ciudadanos y los gastos máximos que podía realizar y, en este sentido,
cumplían la función de control de toda la actividad financiera del Estado
[...]. El Presupuesto es la clave del parlamentarismo ya que constituye la
institución en que históricamente se han plasmado las luchas políticas de las
representaciones del pueblo (Cortes, Parlamentos o Asambleas) para
conquistar el derecho a fiscalizar y controlar el ejercicio del poder
financiero: primero, respecto de la potestad de aprobar los tributos e
impuestos; después, para controlar la administración de los ingresos y la
distribución de los gastos públicos» (STC 3/2003, de 16 de enero, FJ 3.o).
Véase también la STC 136/2011, de 13 de septiembre, FJ 11.o
Con la instauración del constitucionalismo en el siglo XIX,
tanto el establecimiento de tributos como la aprobación de
los Presupuestos estatales pasan a ser competencia
reservada al Parlamento y tanto la aplicación y efectividad
del tributo como la ejecución del Presupuesto constituyen
actividad administrativa reglada, sometida al Derecho. En
un primer momento, priman los aspectos estrictamente
formales — básicamente el respeto al principio de reserva
de ley y al principio de legalidad en la actuación
administrativa—. Años más tarde y en España, cuando
entra en vigor la Constitución de 1978, el carácter
normativo y vinculante del texto constitucional hace que el
poder legislativo no sólo esté condicionado por el respeto
a los principios formales, sino que también los principios
materiales resultan vinculantes para el poder de legislar en
materia financiera.
Se ha llegado así a la culminación de un largo proceso
histórico que, iniciado con la imposición de tributos a los
pueblos vencidos en contiendas bélicas, concluye con el
establecimiento de tributos por el Parlamento de forma
ordenada y conforme a Derecho. El tributo deja de ser
símbolo de poderío militar y se convierte en un instituto
jurídico que adquiere carta de ciudadanía en el mundo del
Derecho. Admitido que el ejercicio del poder político
encuentra su máxima expresión en la ley, y que es la ley la
que atribuye a los diferentes órganos del Estado la
titularidad y el ejercicio de concretos poderes jurídicos, el
poder tributario —en cuanto manifestación del poder
político— deja de concebirse como un arsenal de
potestades discrecionales e ilimitadas para convertirse en
el ejercicio de competencias por parte de un órgano —el
Parlamento—, al que la Constitución limita. En suma, el
poder financiero no es más que el poder para regular el
ingreso y el gasto público. Este poder se concreta
inicialmente en la titularidad y ejercicio de una serie de
competencias constitucionales en materia financiera: en
esencia, aprobar los Presupuestos, autorizar el gasto
público y establecer y ordenar los recursos financieros
necesarios para sufragarlo.
Si ello es así, si, como ha señalado RODRÍGUEZ BEREIJO, el
poder financiero se identifica con el poder legislativo en
materia financiera, por qué, podemos preguntarnos, se
habla de un poder financiero cuando se legisla en esta
materia y no se habla de un poder civil o de un poder
administrativo, ni siquiera de un poder penal, cuando se
legisla en estos campos. Ciertamente no existe una
explicación razonable. Sólo un considerable lastre
histórico, que sigue gravitando sobre las instituciones
financieras —y más acusadamente sobre el tributo—,
explica la pervivencia de ese concepto de poder financiero,
que sigue identificándose en ocasiones con un poder
incondicionado e irresistible para el ciudadano,
impermeable a todo intento de penetración del Derecho en
esta parcela de la actividad pública.
Las iniciales concepciones autoritarias y la propia
naturaleza de las instituciones financieras han venido
ejerciendo, con el transcurso de los años, un notable
influjo en esta parcela del pensamiento jurídico. En
materia presupuestaria se han eternizado las discusiones
doctrinales, hoy ya superadas, sobre el valor y alcance de
la Ley de Presupuestos y sobre su naturaleza material o
formal, replanteándose de forma reiterada las discusiones
iniciadas con la teoría dualista de la ley —material y
formal— por LABAND (de esta vieja controversia se hacen
eco, entre otras, las SSTC 27/1981, FJ 2.o; 63/1986, FJ
5.o; 76/1992, FJ 4.o; 274/2000, FJ 4.o; 3/2003, FJ 4.o). En
materia tributaria la aceptación incondicionada de las
teorías que conciben la relación tributaria como una
relación de poder, ha dado lugar a equívocos que conviene
deshacer.
Algunos, de carácter dogmático, condujeron a la identificación del tributo
con el impuesto (excluyendo a las tasas y a las contribuciones especiales),
reduciendo el objeto del Derecho Tributario al análisis de esta categoría
tributaria en la que se da de forma paradigmática esa especial relación de
poder que no se presenta con tanta nitidez en la tasa y en la contribución
especial, en las que existe una cierta relación sinalagmática entre el pago
del tributo y la (contraprestación) utilidad o servicio recibido.
Contraprestación o sinalagma que no se produce (al menos, uti singuli) en
el caso del impuesto.
De otra parte, la fundamentación del tributo en el poder de imperio del
Estado comportó la marginación de los principios de justicia tributaria —y
especialmente el de capacidad económica— al ámbito de lo metajurídico, al
no considerarlos vínculos para el legislador sino, en el mejor de los casos,
meras orientaciones de las que se puede prescindir al carecer de la
vinculatoriedad propia de toda norma jurídica.
¿Qué es, en síntesis, lo que hoy permanece de las viejas
concepciones en torno al poder financiero y en torno a la
configuración de las relaciones financieras, y
especialmente tributarias, como relaciones de poder?
Aceptada la vinculación del poder legislativo a los
principios sancionados por la Constitución, no puede
sostenerse seriamente la persistencia de tales
concepciones.
En primer término, interesa anotar que la expresión «poder
financiero», aunque utilizada por nuestro Tribunal
Constitucional, sin efectuar de ella análisis o desarrollo
alguno
(SSTC 13/1992, 163/1994, 68/1996, 3/2003, 136/2011,
32/2012, 89/2012, 123/2012 y 27/2017, entre otras), no
aparece expresamente recogida en la Constitución, que, en
cambio, sí alude al poder tributario («la potestad [...] para
establecer los tributos [...]»: art. 133.1) y se refiere, sin
mencionarlo, al que en la dogmática anglosajona se
conoce como poder de gasto (art. 133.4 CE), y a otras
competencias en materia financiera, como las referidas a la
Deuda Pública (art. 135.3 CE).
Por otra parte, el poder financiero se ha desvinculado
definitivamente de la idea de soberanía, concepto éste
que, adecuado a la problemática jurídico-política de la
Monarquía absoluta, carece de sentido en el moderno
Estado constitucional, en el que el Estado en cuanto
persona, es decir, en cuanto sujeto de derechos y
obligaciones, de potestades y deberes, de situaciones
jurídicas en general, no puede considerarse soberano;
como cualquier otra persona se halla sometido al
Ordenamiento, del que brotan en última instancia dichas
situaciones jurídicas (RODRÍGUEZ BEREIJO, RAMALLO
MASSANET). Ni siquiera en el plano internacional
conserva su plenitud de sentido la idea de soberanía,
habida cuenta de la quiebra provocada en el dogma clásico
de la indivisibilidad de la soberanía por las organizaciones
supranacionales de integración, de las que constituye una
muestra señera la Unión Europea. Pero desde luego, en el
plano interno, la soberanía se transforma en el conjunto de
competencias previstas en la Constitución y en el resto del
Ordenamiento jurídico y distribuidas entre el Estado y los
entes públicos territoriales que lo integran. En nuestra
realidad constitucional ni el carácter «absoluto» e
«irresistible» del poder soberano se compadece con los
límites y exigencias de un Estado social y democrático de
Derecho (art. 1.1 CE), ni el carácter «indivisible» e
«inalienable» tradicionalmente atribuido a dicho poder
concuerda con el sistema constitucional de distribución
territorial del poder en el Estado de las Autonomías (art.
137 CE), ni con la posibilidad
constitucionalmente reconocida de «cesión», «atribución»,
«transferencia» o «delegación» de parte de ese poder
(«facultades» o «competencias») tanto en favor de
organizaciones o instituciones internacionales o
supranacionales (art. 93 CE), como en favor de las propias
Comunidades Autónomas (arts. 150.1 y 2 y 157.1 y 3 CE).
Por último, y en parte como consecuencia de lo anterior, se
ha ido progresivamente reconociendo la heterogeneidad
del contenido del poder financiero, como conjunto de
competencias y potestades proyectadas sobre la actividad
financiera o sobre la Hacienda Pública. La heterogeneidad
no deriva sólo de la diversidad de materias abarcadas por
las competencias financieras, aunque sea usual la
distinción entre poder o competencias tributarias y
competencias presupuestarias, sino también de la
imposibilidad de reconducir a una categoría unitaria el
conglomerado de poderes, potestades, funciones y
derechos que se proyectan sobre la Hacienda Pública, y de
los que son titulares los diferentes entes públicos
territoriales. Se cuestiona por ello la utilidad y el sentido
actual de un concepto tan omnicomprensivo como el de
poder financiero, que paulatinamente va sustituyéndose
(en el lenguaje doctrinal, jurisprudencial y normativo) por
el más preciso de competencias financieras (normativas o
de gestión y ejecución). En efecto, como dejó escrito M.
GARCÍA PELAYO, la «estructuración jurídica del poder, en
cuanto asigna a los órganos e instituciones un círculo de
actividad objetivamente delimitado, establece el
procedimiento con arreglo al cual ha de realizarla, y
confiere los poderes adecuados a ello, se manifiesta como
un sistema de competencias [...]».
En definitiva, el poder financiero no puede concebirse en
la actualidad como una categoría unitaria derivada de la
soberanía, sino como una fórmula abreviada para designar
las competencias en materia hacendística; esto es, como el
haz de competencias constitucionales y de potestades
administrativas de que gozan los entes públicos
territoriales, representativos
de intereses primarios, para establecer un sistema de
ingresos y gastos.
II. LÍMITES DEL PODER FINANCIERO. CLASES. LÍMITES
IMPUESTOS POR EL DERECHO COMUNITARIO FINANCIERO
No hay lugar, en el Estado de Derecho, para un poder soberano, es decir,
para un poder sustraído a toda regla; de forma que en un Estado de Derecho
el poder financiero, al igual que cualquier otra manifestación del poder
político, debe ejercitarse en el marco del Derecho, esto es, del
Ordenamiento jurídico en su conjunto (y no sólo en el de las concretas
normas jurídicas, conforme a los postulados del hoy definitivamente
superado positivismo legalista). Es, pues, el Ordenamiento jurídico en su
totalidad el que, al tiempo que legitima, delimita el ejercicio del poder
financiero en sus diferentes manifestaciones.
Siendo cometido esencial del Derecho Financiero (y, en general, de todo el
Derecho público) el de hacer posible la sujeción del Poder al Derecho,
asegurando su efectiva juridificación y control, el estudio de los límites
jurídicos del poder financiero se extiende al estudio del Derecho Financiero
en su totalidad, pues como ya advirtiera L. VON STEIN, el Derecho
Financiero no es otra cosa que «los límites jurídicos» del poder financiero.
1. Hay que comenzar con los límites que la Constitución
impone al poder financiero de los entes públicos
territoriales que integran el Estado. Cuando el Estado o las
Comunidades Autónomas legislan en materia financiera,
cuando establecen un tributo o aprueban sus respectivos
Presupuestos, están limitados por el conjunto de mandatos,
principios y valores establecidos en la Constitución, al
igual que lo están cuando legislan en cualquier otra
materia. Nos encontramos así ante unos primeros límites
al ejercicio del poder financiero: los directamente
derivados del texto constitucional y referidos a la materia
financiera.
Resulta evidente, pues, que los límites al poder financiero
de los entes públicos deben buscarse, en primer término,
en las normas y principios que integran la Constitución
financiera y que, básicamente, aspiran a resolver o
afrontar, al menos, los dos problemas fundamentales
planteados en materia financiera y que se concretan en
determinar: a) cómo
distribuir las competencias financieras (para la
organización y asignación de los recursos financieros
disponibles y para la ordenación del gasto público) entre
los diferentes entes públicos territoriales: Estado,
Comunidades Autónomas y Entes Locales; y b) cómo
distribuir las cargas públicas entre los ciudadanos que, de
una parte, han de concurrir a su financiación (en particular,
fijando los criterios de contribución al sostenimiento de
los gastos públicos) y que, de otra, se han de beneficiar de
la equitativa asignación de los fondos públicos
disponibles.
En relación con el primero de los problemas planteados (la
distribución o la ordenación constitucional de
competencias financieras entre Estado, Comunidades
Autónomas y Entes Locales), hay que empezar señalando
que si en el moderno Estado de Derecho el poder
financiero se ejerce a través de las competencias y de las
potestades atribuidas por el Ordenamiento jurídico a los
entes públicos en que se organiza territorialmente el
Estado, la concurrencia de entes públicos dotados de poder
o competencias constitucionales financieras en un Estado
de estructura plural o compuesta, constituye la primera
exigencia constitucional que han de respetar todos y cada
uno de los titulares del poder financiero. Sucede, en
efecto, que los titulares del poder financiero, en cuanto
manifestación del poder político, gozan, en principio, de
una amplia libertad de configuración normativa de su
Hacienda Pública, esto es, del sistema de ingresos y
gastos que les permita desarrollar las funciones y los fines
propios de sus respectivos ámbitos territoriales y
competenciales. Pero esta inicial libertad de configuración
supone el respeto de la asimismo libertad de configuración
atribuida al resto de los entes públicos territoriales.
De ahí se deriva que el ejercicio del poder financiero de un
ente público no pueda suponer el vaciamiento o la
anulación del ámbito competencial —material y financiero
— correspondiente a «las esferas respectivas de soberanía
y de autonomía de los entes territoriales» (SSTC 45/1986,
FJ 4.o, y
13/1992, FJ 2.o), puesto que, como también tiene
declarado el Tribunal Constitucional, «es una exigencia
evidente cuando se trata del ejercicio de la actividad de
ordenación y gestión de los ingresos y gastos públicos en
un Estado de estructura compuesta, que aquélla habrá de
desarrollarse dentro del orden competencial, o sea,
compatibilizando el ejercicio coordinado de las
competencias financieras y las competencias materiales
de los entes públicos que integran la organización
territorial del Estado [...]» (SSTC 13/1992, FJ 2.o, y
49/1995, FJ 4.o). Respeto, pues, del orden constitucional
de distribución de competencias y ejercicio armónico de
los respectivos ámbitos competenciales, sin abusos ni
perturbaciones recíprocas; esto es, conforme a las
exigencias de la buena fe como parte integrante de la
lealtad al sistema constitucional.
Una vez clarificado el orden o el sistema constitucional de
distribución de competencias financieras, entraría en juego
el segundo de los problemas planteados (distribución de
las cargas públicas entre los ciudadanos y equitativa
asignación de los fondos públicos disponibles), que nos
remite al examen de los principios y exigencias
constitucionales, que han de guiar el ejercicio de aquellas
competencias, y de los que ya nos ocupamos en una
Lección anterior.
Recuerda la reciente STS de 8 de junio de 2017 la necesidad de respetar en
todo caso «los límites al ejercicio del poder tributario que se derivan de los
principios constitucionales contenidos en el art. 31.1 CE, de modo que,
cualesquiera que sean los fines que guíen al legislador “en todo caso deben
respetarse los principios establecidos en el art. 31.1 CE”, en orden a
conseguir un sistema tributario justo (STC 19/2012, FJ 4.o)» [FJ 5.ob)].
Sucede, sin embargo, que la Constitución financiera —
como el resto del texto constitucional— se proyecta ahora
sobre una realidad institucional que ya no es la de un
Estado fuertemente centralizado y alejado de la
Comunidad Económica Europea, como era el Estado
español de 1978, sino la de un Estado europeo y
autonómico, resultado de casi cuatro décadas de desarrollo
constitucional y de treinta años de integración como
miembro de pleno derecho, en el seno de la Unión
Europea.
Esta nueva realidad institucional, unida a «la actual
situación económica y financiera, marcada por una
profunda y prolongada crisis», explica la «legislación
constitucional de urgencia» acometida con la reforma del
art. 135 CE, de 27 de septiembre de 2011, para introducir
al máximo nivel normativo de nuestro Ordenamiento
jurídico un mandato para «todas las Administraciones
Públicas» consistente en «adecua[r] sus actuaciones al
principio de estabilidad presupuestaria» (art. 135.1 CE),
para afrontar así un problema fundamental en materia
financiera: el déficit público estructural.
«La estabilidad presupuestaria —dice la Exposición de Motivos de la
Reforma del art. 135 CE— adquiere un valor verdaderamente estructural y
condicionante de la capacidad de actuación del Estado, del mantenimiento y
desarrollo del Estado Social que proclama el art. 1.1 de la propia Ley
Fundamental y, en definitiva, de la prosperidad presente y futura de los
ciudadanos. Un valor, pues, que justifica su consagración constitucional,
con el efecto de limitar y orientar, con el mayor rango normativo, la
actuación de los poderes públicos.»
El art. 135.2 CE obliga al Estado y a las CCAA a elaborar
y aprobar sus Presupuestos anuales de modo que la
diferencia entre los gastos autorizados y los ingresos
previstos no incurra en «un déficit estructural que supere
los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión
Europea para sus Estados miembros»; correspondiendo al
legislador orgánico la fijación del «déficit estructural
máximo permitido al Estado y a las CCAA en relación con
su producto interior bruto» (art. 135.2 CE), habiéndose
promulgado, al efecto, la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de
abril, de Estabilidad Presupuestaria que establece los
principios generales a los que deben someterse todos los
poderes públicos en las actuaciones que afecten a los
gastos o ingresos públicos y, en particular, en la
elaboración, aprobación y ejecución de sus Presupuestos
(arts. 3 a 10).
2. Junto a los límites directamente derivados de la norma
constitucional, hay un segundo bloque de límites, cada vez
más importantes, derivados de la pertenencia del Estado a
la comunidad internacional. Nos referimos, básicamente, a
los Tratados internacionales. La concurrencia de los
poderes
financieros propios de los Estados que coexisten en el
orden internacional provoca —en particular en materia
tributaria— la aparición de dos tipos básicos de problemas
(de doble imposición y, su opuesto, de evasión fiscal
internacional), cuya solución puede afrontarse por normas
de Derecho Tributario interno (que integran el
denominado Derecho Tributario Internacional) o bien por
normas convencionales pertenecientes al Derecho
Internacional Tributario (Tratados internacionales), que
condicionan y limitan el poder impositivo de los Estados.
Téngase en cuenta que, conforme al art. 96.1 CE, «los
Tratados internacionales válidamente celebrados, una vez
publicados oficialmente en España, forman parte del
Ordenamiento interno», conservando en él una posición
jerárquica superior a la ley, en la medida al menos en que
se desprende del propio art. 96.1 CE cuando señala que las
disposiciones de los Tratados «sólo podrán ser derogadas,
modificadas o suspendidas en la forma prevista en los
propios Tratados o de acuerdo con las normas generales
del Derecho internacional».
3. Particular atención merecen los límites impuestos al
poder financiero del Estado como consecuencia de su
adhesión a las Comunidades Europeas a partir del 1 de
enero de 1986. En estas Comunidades creadas —por el
Derecho— y creadoras de Derecho —el Ordenamiento
jurídico comunitario —, junto a las normas que les dieron
origen —los Tratados fundacionales— y las que ellas
mismas producen para el ejercicio y realización de sus
funciones —Derecho comunitario derivado—, hay que
tener en cuenta un conjunto de principios, definidos
básicamente en la jurisprudencia del Tribunal de Justicia
de Luxemburgo, y un sistema de valores y objetivos,
usualmente sintetizado todo ello, tanto en la literatura
jurídica como en la práctica de las instituciones, con la
expresión «acervo comunitario». Ha sido el Tribunal de
Justicia de las Comunidades Europeas (TJCE) quien a
través de su jurisprudencia ha venido perfilando los
caracteres y los rasgos esenciales (eficacia directa y
primacía) que permitieron
la consolidación del Derecho comunitario como
Ordenamiento y como sistema jurídico, siendo cuestiones
fiscales o, en sentido más amplio, financieras las que, en
buena parte, propiciaron la conformación jurisprudencial
del Derecho comunitario. Conviene, no obstante, destacar
que, si bien la eficacia directa y la primacía del Derecho
comunitario están implícitas en los Tratados, el
fundamento y la fuente de validez de estos últimos, y, por
consiguiente, del Derecho comunitario derivado, se hallan
en las Constituciones internas de los Estados miembros,
pues el carácter supranacional con el que se refleja la
especificidad del Derecho comunitario no supone
reconocer a este Ordenamiento jurídico una
fundamentación al margen de las Constituciones
nacionales de los Estados.
La relación entre el Derecho de la Unión Europea y el Derecho nacional se
rige por el principio de primacía [SSTC 28/1991, de 14 de febrero, FJ 6.o;
64/1991, de 22 de marzo, FJ 4.oa)]; 130/1995, de 11 de septiembre, FJ 4.o;
120/1998, de 15 de junio, FJ 4.o; 58/2004, de 19 de abril, FJ 10.o;
145/2012, de 2 de julio, FJ 5.o; y 239/2012, de 13 de diciembre, FJ 5.o],
conforme al cual, las normas de la Unión Europea «tienen capacidad de
desplazar a otras en virtud de su aplicación preferente o prevalente» (DTC
1/2004, de 13 de diciembre, FJ 4.o; y STC 145/2012, de 2 de julio, FJ 5.o),
pues no sólo «forman parte del acervo comunitario incorporado a nuestro
ordenamiento», sino que tienen un «efecto vinculante», de manera que
opera «como técnica o principio normativo» destinado a asegurar su
efectividad [SSTC 145/2012, de 2 de julio, FJ 5.o; y en sentido parecido
SSTC 28/1991, de 14 de febrero, FJ 6.o; y 64/1991, de 22 de marzo, FJ
4.oa)]» (STC 215/2014, de 18 de diciembre, FJ 3.o).
Dentro del Ordenamiento jurídico comunitario cabe
referirse al Derecho comunitario financiero en cuanto
rama del Derecho comunitario que se proyecta sobre la
materia financiera, esto es, sobre el sistema de ingresos y
gastos o, si se prefiere, sobre el conjunto de institutos
jurídicos-financieros que integran la Hacienda de las
Comunidades Europeas. En otros términos, el Derecho
comunitario financiero está constituido por «el conjunto de
pactos, normas y principios que regulan el ejercicio del
poder financiero de los Estados miembros en el seno de las
Comunidades Europeas, así como la atribución a estas
últimas de competencias para el establecimiento de sus
propios recursos y la ordenación
presupuestaria de los ingresos y gastos destinados a la
consecución de sus objetivos fundacionales» (SAINZ DE
BUJANDA).
A los fines que ahora interesan basta referirse a una parte
de ese Derecho comunitario financiero que integra, a su
vez, el Derecho fiscal europeo, en el que cabría asimismo
destacar una doble proyección: de una parte, el conjunto
de normas y principios que regulan los recursos tributarios
de la Hacienda de las Comunidades y, de otra, las normas
y principios comunitarios que inciden directamente en el
poder impositivo nacional o, más genéricamente, en los
Ordenamientos tributarios de los Estados miembros.
Tanto en una como en otra vertiente la Comunidad ostenta
la titularidad de determinadas competencias, de un propio
ámbito de poder atribuido por los Tratados sobre la base
de las Constituciones de los Estados miembros;
«competencias derivadas de la Constitución» (art. 93 CE),
y atribuidas a las Comunidades Europeas en materia
tributaria, y que se proyectan sobre tres planos distintos:
por un lado, los Tratados atribuyen a las Comunidades la
potestad de establecer recursos tributarios propios; por
otro, los Tratados imponen determinados límites,
prohibiciones y controles al poder impositivo de los
Estados miembros, y, por último, los Tratados permiten a
las Comunidades Europeas incidir en la legislación fiscal
de los Estados miembros mediante una actividad de
armonización.
En la otra vertiente del Derecho comunitario financiero, la
relativa a la ordenación presupuestaria de los ingresos y
gastos públicos, conviene dejar constancia de la existencia
de normas comunitarias de carácter económico y
presupuestario que inciden directamente en el poder
financiero de los Estados miembros. Tal ocurre, por
ejemplo, con las normas del Tratado que obligan a los
Estados a evitar déficits públicos excesivos; o establecen
las obligaciones y los criterios de convergencia que han de
observar los Estados miembros en relación con la
realización de la Unión Económica y Monetaria; o, en fin,
con la fijación de objetivos comunes aprobados por las
instituciones comunitarias, y que han de seguir los Estados
miembros bajo la supervisión y vigilancia de la propia
Comunidad.
Particular importancia cobra en este ámbito el objetivo de
la estabilidad presupuestaria y las limitaciones que el
mismo supone al poder presupuestario de los Estados
miembros.
Como declara la STC 215/2014, de 18 de diciembre, por la que se desestima
el recurso de inconstitucionalidad número 557/2013 promovido por el
Gobierno de Canarias contra la LOEP, «desde la entrada de España en la
Comunidad Económica Europea mediante el Acta de Adhesión de 12 de
junio de 1985, la estabilidad presupuestaria se ha erigido en un instrumento
imprescindible para lograr la consolidación fiscal de los Estados miembros»
(FJ 2.o).
Como recuerda la STC 215/2014, de 18 de diciembre, «fruto de los
compromisos derivados del «Pacto de Estabilidad y Crecimiento», se
aprobaron en España la Ley 18/2001, de 12 de diciembre, General de
Estabilidad Presupuestaria, y la Ley Orgánica 5/2001, de 13 de diciembre,
complementaria a la Ley General de Estabilidad Presupuestaria, con la
finalidad de promover una actuación presupuestaria coordinada de todas las
Administraciones públicas (central, autonómica y local), de cara a la
estabilidad económica interna y externa. Las anteriores normas legales
fueron luego modificadas, respectivamente, por la Ley 15/2006, de 26 de
mayo y por la Ley Orgánica 3/2006, de 26 de mayo, con la intención de
introducir un nuevo mecanismo para la determinación del objetivo de
estabilidad de las Administraciones públicas territoriales y sus respectivos
sectores públicos.
El compromiso de incorporar los límites de déficit y endeudamiento al
Derecho nacional mediante disposiciones que tuviesen fuerza vinculante, de
carácter permanente y preferentemente de rango constitucional, previsto en
el «Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza», unido a la grave
situación de crisis económica y financiera, condujo a fortalecer el objetivo
de estabilidad presupuestaria mediante su incorporación al texto de la
Constitución, concretamente, a su art. 135, tras la reforma operada con
fecha de 27 de septiembre de 2011» (FJ 2.o). El art. 135 CE se desarrolla,
en primer lugar, por la LO 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad
Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera (LOEP), modificada por la LO
6/2015, de 12 de junio, y, en segundo lugar, por la LO 6/2013, de 14 de
noviembre, de creación de la Autoridad independiente de Responsabilidad
Fiscal.
Importa destacar que conforme a lo previsto en el art. 15.4 y 5 de la LO
2/2012, para la fijación de los objetivos de estabilidad presupuestaria y de
deuda pública el Gobierno tendrá en cuenta las recomendaciones y
opiniones emitidas por las instituciones de la Unión Europea sobre el
Programa de Estabilidad de España o como consecuencia del resto de
mecanismos de supervisión europea; y que la propuesta de fijación de los
objetivos de estabilidad presupuestaria y de deuda pública deberá estar
acompañada de un informe elaborado por el Ministerio de Economía
teniendo en cuenta las previsiones del Banco Central Europeo y de la
Comisión Europea.
Conviene no descuidar, en fin, los límites que el Derecho
comunitario impone al poder financiero de las
Comunidades Autónomas, aunque sin perder de vista que
el orden constitucional de distribución de competencias o,
si se prefiere, el equilibrio constitucionalmente establecido
entre el Estado y las Comunidades Autónomas, no puede
resultar alterado por el proceso de integración europea, de
forma que «tanto el Estado como las Comunidades
Autónomas deberán cumplir las obligaciones que a España
corresponden en cuanto miembro de la Comunidad
Europea, atendiendo al reparto interno de competencias»
(STC 76/1991, FJ 3.o); puesto que la previsión del art. 93
CE no constituye «por sí sola un título competencial
autónomo a favor del Estado que pueda desplazar o
sustituir la competencia autonómica» (SSTC 80/1993, FJ
3.o y 45/2001, FJ 7.o). Teniendo en cuenta, en fin, que
«las normas del Derecho de la Unión no alteran las reglas
constitucionales y estatutarias de distribución de
competencias [...], su ejecución le corresponde, entonces, a
quien materialmente ostente la competencia» (STC
236/1991, FJ 9.o).
Es reiterada la doctrina del TC señalando que «la distribución competencial
que entre el Estado y las CCAA ha operado el texto constitucional rige
también para la ejecución del Derecho comunitario, pues la traslación de
este Derecho supranacional no afecta a los criterios constitucionales del
reparto competencial, de tal manera que el orden competencial establecido
no resulta alterado ni por el ingreso de España en la Comunidad Europea
ni por la promulgación de normas comunitarias» (STC 96/2002, de 25 de
abril, FJ 10, y la doctrina que en él se cita).
En las SSTC 134/2011, de 20 de julio, FJ 8.ob), y 199/2011, de 13 de
diciembre, FJ 6.o, rechaza el Tribunal Constitucional la alegación de los
recurrentes de que «el Estado no puede imponer [a las CCAA] una nueva
legislación básica allí donde existen bases, las que se derivan del Derecho
europeo, pues la capacidad del Estado para dictar las bases en una materia
no desaparecen por la existencia de una normativa europea que incide sobre
las mismas, máxime cuando tal normativa no agota el contenido posible de
la regulación básica en la materia (SSTC 139/1992, de 6 de febrero, o
79/1992, de 28 de mayo)».
Advierte la STC 215/2014, de 18 de diciembre, que «aun cuando el
incumplimiento del Derecho de la Unión Europea no justifica la asunción
por el Estado de una competencia que no le corresponde, tampoco le impide
“repercutir ad intra, sobre las Administraciones públicas autonómicas
competentes, la responsabilidad que en cada caso proceda” (SSTC 79/1992,
de 28 de mayo, FJ 5.o; 148/1998, de 2 de julio, FJ 8.o; 96/2002, de 25 de
abril, FJ 10; 188/2011, de 23 de noviembre, FJ 9.o; 196/2011, de 13 de
diciembre, FJ 11; 198/2011, de 13 de diciembre, FJ 14; 36/2013, de 14 de
febrero, FJ 9.o; y 130/2013, de 4 de junio, FJ 9.o). Más concretamente,
respecto de una previsión similar (la de los arts. 4 de la Ley Orgánica
5/2001, de 13 de diciembre, complementaria a Ley general de estabilidad
presupuestaria, y 11 de la Ley 18/2001, de 12 de diciembre, general de
estabilidad presupuestaria), hemos señalado que corresponde al Estado
establecer “los sistemas de compensación interadministrativa de la
responsabilidad financiera que pudiera generarse para el propio Estado en el
caso de que dichas irregularidades o carencias se produjeran efectivamente
y así se constatara por las instituciones comunitarias” (SSTC 188/2011, de
23 de noviembre, FJ 9.o; 196/2011, de 13 de diciembre, FJ 11; 198/2011, de
13 de diciembre, FJ 15; 36/2013, de 14 de febrero, FJ 9.o; y 130/2013, de 4
de junio, FJ 9.o). En consecuencia, la atribución al Consejo de Ministros de
la competencia para declarar la concreta responsabilidad individual
derivada del incumplimiento de las normas de Derecho de la Unión
Europea, no es lesiva de la autonomía financiera de las Comunidades
Autónomas del art. 137 CE, razón por la cual, debe rechazarse la
inconstitucionalidad de la disposición adicional segunda de la Ley Orgánica
2/2012» (FJ 9.o).
Sin embargo, no cabe olvidar la otra exigencia de signo
opuesto: la redistribución o el reajuste de competencias
normativas entre el Estado y las CCAA, consecuencia del
carácter dinámico y evolutivo de todo proceso de
descentralización política y financiera, tampoco podrá
afectar a los compromisos contraídos por el Estado en el
ámbito de la Unión Europea; o, en otros términos, a los
límites, prohibiciones y controles que el Derecho
comunitario impone a los Estados miembros, y que habrán
de respetarse asimismo por las Comunidades Autónomas.
Una muestra de ello la ofrece el art. 19.2 LOFCA, según el cual «las
competencias [normativas] que se atribuyan a las Comunidades Autónomas
en relación con los tributos cedidos pasarán a ser ejercidas por el Estado
cuando resulte necesario para dar cumplimiento a la normativa sobre
armonización fiscal de la Unión Europea». No obstante, según hemos
tenido ocasión de comprobar, las exigencias impuestas por el Derecho
comunitario financiero son mucho más amplias que las derivadas del
proceso de armonización fiscal. Repárese en que el art. 8.o («Principio de
responsabilidad») y la Disposición Adicional 2.a («Responsabilidad por
incumplimiento de normas de Derecho comunitario») de la LO 2/2012, de
Estabilidad Presupuestaria, en desarrollo del art. 135.5.c) CE, disponen con
carácter general que las Administraciones Públicas y cualesquiera otras
entidades integrantes del sector público que, en el ejercicio de sus
competencias, «incumplan las obligaciones contenidas en esta Ley” (art. 8)
o las “obligaciones derivadas de normas del derecho de la Unión Europea«
(Disp. Adic. 2.a), asumirán en la parte que les sea imputable las
responsabilidades que se deriven de tal incumplimiento.
En definitiva, «la ejecución del Derecho comunitario corresponde a quien
materialmente ostente la competencia, según las reglas del Derecho
interno, puesto que no existe una competencia específica para la ejecución
del Derecho comunitario» (SSTC 236/1991, FJ 9.o; 79/1992, FJ 1.o). De
ahí se desprende que la «responsabilidad ad extra de la Administración del
Estado no justifica la asunción de una competencia que no le corresponde,
aunque tampoco le impide repercutir ad intra, sobre las Administraciones
Públicas autonómicas competentes, la responsabilidad que en cada caso
proceda» (STC 148/1998, FJ 8.o). Es más, las dificultades que pudieran
existir en la ejecución de la normativa comunitaria, de existir, no pueden ser
alegadas para eludir competencias que constitucionalmente corresponden a
una Comunidad Autónoma (STC 188/2001, FJ 11) (STC 96/2002, FJ 10).
Véase también la STC 215/2014, FJ 9.o
Es evidente, pues, que «las normas y actos de las
Comunidades Europeas pueden entrañar [...] límites y
restricciones al ejercicio de las competencias que
corresponden a las Comunidades Autónomas» (STC
165/1994, FJ 4.o), lo que, a su vez, significa que «aun
cuando sea el Estado quien participa directamente en la
actividad de las Comunidades Europeas y no las
Comunidades Autónomas, es indudable que éstas poseen
un interés en el desarrollo de esa dimensión comunitaria»
(FJ 4.o).
III. LA DISTRIBUCIÓN FUNCIONAL
DEL PODER FINANCIERO:
COMPETENCIAS NORMATIVAS Y DE
GESTIÓN
1. El poder financiero constituye una manifestación y, a la
vez, un atributo esencial del poder político, esto es, de la
facultad de dictar normas generales de conformidad con la
idea de Derecho y con el conjunto de valores, principios y
objetivos plasmados en el texto constitucional.
Como tal manifestación del poder político, el poder
financiero sólo se le reconoce a los entes de naturaleza
política, esto es, a los entes públicos territoriales
representativos de los intereses generales y primarios de
un pueblo, es decir de una población establecida en un
territorio.
Los entes públicos institucionales, de tipo corporativo o de
carácter fundacional, no son representativos de intereses
generales, sino de intereses sectoriales; carecen de poder
político y, por ende, de poder financiero. Como más
adelante se verá, tales entes institucionales son titulares de
simples facultades o competencias administrativas en
materia financiera: sólo podrán exigir, pero no establecer,
los ingresos de derecho público establecidos y autorizados
por las leyes (art. 4, párrafo 3, LGT).
Pues bien, al igual que todos los poderes y todos los
deberes públicos previstos en la Constitución, el poder
financiero requiere de un proceso de concreción sucesiva
para asegurar su operatividad; proceso a través del cual se
dotan de contenido las previsiones y enunciados (de poder
y deber) abstracta y genéricamente formulados en el texto
constitucional. Proceso, en definitiva, mediante el que el
poder de establecer tributos (art. 133 CE) se traduce en las
concretas pretensiones tributarias contenidas en los actos
administrativos de liquidación o imposición, o mediante el
que el poder de gastar, esto es, el poder de aprobar los
Presupuestos y autorizar el gasto público, se convierte —a
través de la disposición de los créditos presupuestarios y
del procedimiento de ejecución del gasto público— en
concretas órdenes de pago con las que satisfacer y dar
cumplimiento a determinadas obligaciones económicas de
los entes públicos.
2. En el plano constitucional el poder financiero se
concreta en la atribución de una serie de competencias
constitucionales financieras: en síntesis, aprobar los
Presupuestos, autorizar el gasto público y establecer y
ordenar los recursos financieros para financiarlo. Y en un
Estado de estructura plural o compuesta en el que se
produce una distribución vertical del poder político y, por
ende, del poder financiero, tales competencias financieras
se atribuyen por la Constitución a los diferentes entes
públicos territoriales para el desarrollo y ejecución de sus
competencias materiales, esto es, de su ámbito material de
competencias.
En virtud de la trascendencia que el principio de reserva
de Ley tiene en materia financiera, son los órganos del
poder legislativo del Estado (Cortes Generales) y de las
Comunidades Autónomas (Asambleas Legislativas) los
que a través de la Ley deben establecer la ordenación
fundamental de la actividad financiera. De ahí que las
competencias constitucionales financieras sean, en primer
término, competencias de normación, presentándose así el
poder financiero como poder normativo en materia
financiera, cuyo titular coincide con el del poder
legislativo, esto es, las Cortes Generales (o, como queda
dicho, las Asambleas Legislativas de las Comunidades
Autónomas); pues si bien «la soberanía nacional reside en
el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»
(art. 1.2.o CE), «las Cortes Generales representan al
pueblo español» (art. 66.1 CE), «ejercen la potestad
legislativa del Estado y aprueban sus Presupuestos» (art.
66.2 CE).
Destaca el Tribunal Constitucional que «del mismo modo que son los
representantes de los ciudadanos los que deben autorizar la exacción de las
prestaciones patrimoniales de carácter público (art. 31.3 CE), es también el
Parlamento a quien corresponde autorizar la cuantía y el destino del gasto,
así como el límite temporal de los créditos presupuestarios (art. 134.2 CE)
[...]. Las Cortes Generales ejercen una función específica y
constitucionalmente definida a la que hicimos referencia en la STC
76/1992, de 14 de mayo [FJ 4.oa)]. A través de ella, cumplen tres objetivos
especialmente relevantes: a) aseguran, en primer lugar, el control
democrático del conjunto de la actividad financiera pública (arts. 9.1 y
66.2, ambos de la Constitución); b) participan, en segundo lugar, de la
actividad de dirección política al aprobar o rechazar el programa político,
económico y social que ha propuesto el Gobierno y que los Presupuestos
representan; c) controlan, en tercer lugar, que la asignación de los recursos
públicos se efectúe, como exige expresamente el art. 31.2 CE, de una forma
equitativa, pues el Presupuesto es, a la vez, requisito esencial y límite para
el funcionamiento de la Administración» (STC 3/2003, de 16 de enero, FJ
4.o).
Con el ejercicio de este poder de normación en materia
financiera se efectúa, dentro de la inicial libertad de
configuración que le corresponde al legislador, una
primera concreción de la idea de Derecho formalizada en
la Constitución y del conjunto de valores, principios y
objetivos que conforman el programa constitucional,
articulándose —
dentro de las múltiples opciones financieras que tendrán
cabida en el texto constitucional— un determinado sistema
de ingresos y gastos públicos, esto es, un conjunto de
decisiones (legislativas) financieras atinentes a la
constitución, organización y gestión de los recursos
financieros y del gasto público.
«La función de legislar —advierte la STC 96/2002, de 25 de abril— no
equivale a una simple ejecución de los preceptos constitucionales, pues, sin
perjuicio de la obligación de cumplir los mandatos que la Constitución
impone, el legislador goza de una amplia libertad de configuración
normativa para traducir en reglas de Derecho las plurales opciones políticas
que el cuerpo electoral libremente expresa a través del sistema de
representación parlamentaria [...]. Ahora bien, estando el poder legislativo
sujeto a la Constitución, es misión de este Tribunal velar para que se
mantenga esa sujeción, que no es más que una específica forma de sumisión
a la voluntad popular, expresada esta vez como poder constituyente. Ese
control de la constitucionalidad de las leyes debe ejercerse, sin embargo, de
forma que no imponga constricciones indebidas al poder legislativo y
respete sus opciones políticas» (FJ 6.o).
Pero, también en esta primera manifestación del poder o
de competencias constitucionales financieras como
competencias de normación, hay que destacar —junto a
las propias del Legislativo— las competencias del
Gobierno (del Ejecutivo) para dictar normas jurídicas que,
con una posición subordinada a la Ley, desarrollen o
complementen la regulación de la actividad financiera en
los márgenes permitidos por la Constitución y las Leyes.
Pues el Gobierno, en efecto, «ejerce la función ejecutiva y
la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y
las Leyes»
(art. 97 CE).
Competencias normativas (reglamentarias) del Gobierno que son más
amplias, sobre todo, en materia presupuestaria, hasta el punto de que,
repasando las atribuciones propias del Ejecutivo en todo el ciclo
presupuestario, no es difícil convenir con quienes consideran el poder
financiero como un poder indiviso entre el Parlamento y el Gobierno.
El poder o las competencias constitucionales financieras
adquieren así una primera concreción por medio de la Ley
y dentro del marco establecido por las normas
constitucionales. Promulgada la Ley, la competencia
reglamentaria del Gobierno desarrolla las previsiones
contenidas en la misma y concreta su contenido. Estas dos
fases iniciales —Ley y
las
disposiciones reglamentarias— integran el Ordenamiento,
lo definen y ofrecen a la Hacienda Pública, a la
Administración y al ciudadano una situación exacta de la
posición en la que respectivamente se encuentran. Se
concreta así por el Ordenamiento financiero:
a) El conjunto de derechos y obligaciones de contenido
económico cuya titularidad corresponde a los diferentes
niveles territoriales de la Hacienda Pública (Estado,
Comunidades Autónomas y Corporaciones Locales).
b) Los derechos (por ejemplo, al reconocimiento de
pensiones derivadas de la Ley de Presupuestos) y
obligaciones (por ejemplo, de pago de tributos en las que
se concreta el deber de contribuir del art. 31.1 CE) de los
ciudadanos frente a la Hacienda Pública.
c) Las potestades atribuidas por el Ordenamiento a la
Administración financiera para el ejercicio de las
funciones gestoras, esto es, los poderes-deberes confiados
por el Ordenamiento jurídico a la Administración de la
Hacienda Pública para la gestión del conjunto de derechos
y de obligaciones de contenido económico cuya titularidad
corresponde al Estado, a las Comunidades Autónomas o,
en fin, a las Entidades Locales.
3. Nos situamos así en un segundo plano o nivel de
concreción del poder financiero que se traduce y
manifiesta en un conjunto articulado de potestades y de
competencias administrativo-financieras atribuidas (en
unos casos por la Ley y en otros por el Ordenamiento
jurídico) para el ejercicio de las funciones financieras
conducentes a la realización del gasto público y a la
obtención de ingresos para financiarlo. La Administración
de la Hacienda Pública cumplirá las obligaciones
económicas del Estado, mediante la gestión y aplicación
de su haber conforme a las disposiciones del
Ordenamiento jurídico.
En materia presupuestaria las potestades de la
Administración están encaminadas al cumplimiento de las
obligaciones económicas del Estado, mediante la
ejecución de los créditos presupuestarios consignados en
las Leyes de Presupuestos: autorización y disposición de
gastos y ordenación de pagos.
En materia tributaria, se trata de potestades conferidas por
el Ordenamiento a la Administración para la realización de
las diferentes funciones tributarias relativas tanto a la
aplicación de los tributos (esto es, a hacer líquidas y
exigibles las obligaciones tributarias, y a exigir su
cumplimiento) como a la prevención y sanción de los
ilícitos fiscales. En suma, funciones y potestades de
gestión tributaria y de policía fiscal.
Para la realización de los créditos tributarios derivados del
bloque de legalidad y correspondientes a la Hacienda
Pública, la Administración deberá ejercer las funciones
tributarias conducentes a la efectividad de los mismos, es
decir, a su liquidación y recaudación. Y para ello deberá
dictar los actos administrativos que permitan la plena
efectividad de las previsiones normativas, es decir, la
concreta actuación de las pretensiones tributarias que el
Ordenamiento requiere de los ciudadanos.
En todo caso, interesa destacar la diferencia entre los actos
normativos y los actos administrativos de liquidación o de
imposición. Los primeros derivan del ejercicio de
competencias constitucionales normativas (legislativas o
reglamentarias) en materia financiera, y pasan a integrarse
en el Ordenamiento jurídico, innovándolo y formando
parte del mismo. Los actos a través de los cuales se
desarrollan las competencias y las potestades
administrativas de aplicación de los tributos no forman
parte del Ordenamiento jurídico, sino que son
consecuencia del mismo, careciendo de potencialidad para
innovarlo, toda vez que deben sujetarse escrupulosamente
al contenido de aquél.
IV. LA ORDENACIÓN
CONSTITUCIONAL DEL PODER
FINANCIERO EN ESPAÑA
El poder financiero se traduce, como queda dicho, en el conjunto de
competencias constitucionales y de potestades administrativas de que gozan
los entes públicos territoriales, representativos de intereses primarios, para
establecer y gestionar un sistema de ingresos y gastos con el que satisfacer
los fines y las necesidades públicas. Son, pues, los entes políticos los únicos
que constitucionalmente pueden realizar una actividad financiera en sentido
estricto.
La STC 31/2010, de 28 de junio, resuelve el primer recurso de
inconstitucionalidad «con el que se impugna in extenso la reforma de un
Estatuto de Autonomía, planteándose cuestiones de la mayor relevancia y
trascendencia para la definición del modelo constitucional de distribución
territorial del poder público» (FJ 1.o). Partiendo de la ambigüedad del
término «Estado», aclara el Tribunal Constitucional que «el Estado, en su
acepción más amplia, esto es, como Estado español erigido por la
Constitución Española, comprende a todas las Comunidades Autónomas en
las que aquél territorialmente se organiza (por todas, STC 12/1985, de 30 de
enero, FJ 3.o) y no únicamente al que con mayor propiedad ha de
denominarse “Estado central”, con el que el Estado español no se confunde
en absoluto, sino que lo incluye para formar, en unión de las Comunidades
Autónomas, el Estado en su conjunto. No en vano el art. 152.1 CE atribuye
a los Presidentes de Comunidades Autónomas como la de Cataluña la
representación ordinaria del Estado en su territorio, pues la Generalitat es,
con perfecta propiedad, Estado; y con igual título, en el ámbito de sus
respectivas competencias, que el “Estado central”, como concepto en el que
sólo se comprenden las instituciones centrales o generales del Estado, con
exclusión de las instituciones autonómicas. [...] Obviamente, la traslación
del principio de bilateralidad a la relación de la Generalitat con el Estado
español sería constitucionalmente imposible, pues la parte sólo puede
relacionarse con el todo en términos de integración y no de alteridad.
»Ahora bien, incluso en la única relación posible, la de la Generalitat con el
Estado “central” o “general”, dicha relación, amén de no ser excluyente de
la multilateralidad, como el propio precepto impugnado reconoce, no cabe
entenderla como expresiva de una relación entre entes políticos en situación
de igualdad, capaces de negociar entre sí en tal condición, pues, como este
Tribunal ha constatado desde sus primeros pronunciamientos, el Estado
siempre ostenta una posición de superioridad respecto de las Comunidades
Autónomas (STC 4/1981, de 2 de febrero, FJ 3.o). De acuerdo con ello, el
principio de bilateralidad sólo puede proyectarse en el ámbito de las
relaciones entre órganos como una manifestación del principio general de
cooperación, implícito en nuestra organización territorial del Estado (STC
194/2004, de 4 de noviembre, FJ 9.o)» (STC 31/2010, FJ 13).
1. TITULARES DEL PODER FINANCIERO
De acuerdo con el art. 137 CE, el Estado se organiza
territorialmente en Municipios, en Provincias y en las
Comunidades Autónomas que se constituyan, entidades
que gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos
intereses. Este precepto —reiterado en otros muchos del
propio texto constitucional: arts. 2, 140, 142 y 156
especialmente— nos ofrece la clave para concluir que los
titulares del poder financiero en España son el Estado, las
Comunidades Autónomas, los municipios, las provincias y
demás entidades locales reguladas por la legislación de
régimen local.
La configuración que del Estado hace la Constitución de 1978 ha supuesto
«una distribución vertical del poder público entre entidades de distinto nivel
que son fundamentalmente el Estado, titular de la soberanía, las
Comunidades Autónomas, caracterizadas por su autonomía política, y las
provincias y municipios, dotados de autonomía administrativa de distinto
ámbito» (STC 32/1981, de 28 de julio, FJ 3.o). (Véanse asimismo las SSTC
32/1981, de 28 de julio, FJ 3.o; 247/2011, de 12 de diciembre; FJ 5.o;
111/2016, de 9 de junio, FJ 9.o). Y ya en la primera sentencia del Pleno del
TC se advierte que, si bien la unidad de la Nación española «se traduce en
una organización —el Estado— para todo el territorio nacional», «los
órganos generales del Estado no ejercen la totalidad del poder público,
porque la Constitución prevé, con arreglo a una distribución vertical de
poderes, la participación en el ejercicio del poder de entidades territoriales
de distinto rango, tal como se expresa en el art. 137 [...] [que] refleja una
concepción amplia y compleja del Estado, compuesto por una pluralidad de
organizaciones de carácter territorial dotadas de autonomía» (STC 4/1981,
de 2 de febrero).
El poder de cada uno de estos entes alcanza una
proyección distinta. Estado y Comunidades Autónomas
tienen en común la existencia de un poder legislativo, del
que carecen las Corporaciones Locales, al tiempo que se
diferencian porque el Estado no tiene más límites que los
establecidos por la Constitución, mientras que las
Comunidades Autónomas deben observar los límites
establecidos por leyes estatales. De otra parte, los límites
son más intensos en materia de ingresos —especialmente
de ingresos tributarios— que en materia de gastos, aspecto
éste en el que la autonomía política recaba un mayor
señorío de los distintos entes sobre sus propias
competencias.
Sin embargo, esta afirmación debe situarse en el contexto
de las limitaciones y exigencias que el principio de
estabilidad presupuestaria (art. 135 CE) impone a la
política
presupuestaria y a las decisiones de gasto de todo el sector
público.
2. CRITERIOS Y LÍMITES PARA EL EJERCICIO DEL PODER
FINANCIERO
Los titulares del poder financiero deberán adecuar su
ejercicio al cuadro de valores, principios y objetivos que
integran el programa constitucional, y respetando el orden
de distribución de competencias —materiales y financieras
— establecido en el bloque de la constitucionalidad.
Mención especial merecen los límites que la reforma del
art. 135 introducen a la potestad presupuestaria de los
entes públicos, y que se concretan para el Estado y las
CCAA en el deber de no incurrir en un déficit excesivo, en
relación con su producto interior bruto; y para las
Entidades Locales en el deber de presentar equilibrio
presupuestario. Estamos, pues, «ante un mandato
constitucional que, como tal, vincula a todos los poderes
públicos y que por tanto, en su sentido principial, queda
fuera de la disponibilidad —de la competencia— del
Estado y de las Comunidades Autónomas. Cuestión
distinta es la de su desarrollo, pues aquel sentido principial
admite diversas formulaciones, de modo que será ese
desarrollo el que perfilará su contenido» (SSTC 157/2011,
de 18 de octubre, y 199/2011, de 13 de diciembre, FJ 4.o).
Desarrollo que el art. 135.2 CE encomienda a una ley
orgánica, la Ley de Estabilidad Presupuestaria y
Sostenibilidad Financiera, LO 2/2012, de 27 de abril.
Como tiene dicho el Tribunal Constitucional, «si en un Estado compuesto la
acción estatal, en general, debe desplegarse teniendo en cuenta las
peculiaridades de un sistema de autonomía territoriales» (STC 146/1986, FJ
4.o), esta exigencia es asimismo evidente cuando se trata del ejercicio de la
actividad financiera del Estado —ordenación y gestión de los ingresos y
gastos públicos— que, naturalmente, habrá de desarrollarse dentro del
orden competencial articulado en la Constitución. Lo que supone, en
definitiva, la necesidad de compatibilizar el ejercicio coordinado de las
competencias financieras y las competencias materiales de los entes
públicos que integran la organización territorial del Estado de modo que no
se produzca el vaciamiento del ámbito competencial —material y financiero
— correspondiente a «las esferas respectivas de soberanía y de autonomía
de los entes territoriales» (STC 45/1986, FJ 4.o). Lo que —ciñéndonos ya a
lo
que ahora importa— se traduce en una doble exigencia: de una parte,
prevenir que la utilización del poder financiero del Estado pueda
«desconocer, desplazar o limitar» las competencias materiales autonómicas.
Y, de otra, «evitar asimismo que la extremada prevención de potenciales
injerencias competenciales acabe por socavar las competencias estatales en
materia financiera, el manejo y la disponibilidad por el Estado de sus
propios recursos y, en definitiva, la discrecionalidad política del legislador
estatal en la configuración y empleo de los instrumentos esenciales de la
actividad financiera pública» (STC 13/1992, FJ 2.o). Doctrina que ha
venido reiterándose, entre otras, en las SSTC 49/1995, FJ 4.o; 68/1996, FJ
2.o; 13/2007, FJ 3.o; 32/2012, FJ 6.o; 123/2012, FJ 7.o y 133/2012, FJ 4.o.
Como señala la STC 31/2010, de 28 de junio, «las competencias del Estado
dependen mediatamente en su contenido y alcance de la existencia y
extensión de las competencias asumidas por las Comunidades Autónomas
en el marco extraordinariamente flexible representado por el límite inferior
o mínimo del art. 148 CE y el máximo o superior, a contrario, del art. 149
CE. Esto no hace del Estatuto, sin embargo, una norma atributiva de las
competencias del Estado. Las estatales son siempre competencias de origen
constitucional directo e inmediato; las autonómicas, por su parte, de origen
siempre inmediatamente estatutario y, por tanto, sólo indirectamente
constitucional» (FJ 4.o).
3. INSTANCIAS QUE CONTROLAN EL EJERCICIO DEL PODER
FINANCIERO
En el Derecho español el juicio acerca de la
constitucionalidad de las leyes —en determinados casos de
los Reglamentos— y del correcto deslinde de
competencias entre los distintos titulares del poder
financiero corresponde emitirlo al Tribunal Constitucional,
mientras que los Tribunales ordinarios deberán enjuiciar la
legalidad de la actividad administrativa desplegada en el
ejercicio de las competencias y de las potestades
administrativo-financieras. La Disposición Adicional 3.a
(«Control de constitucionalidad») de la LO 2/2012, de
Estabilidad Presupuestaria dispone que, en los términos
previstos en la LOTC, «podrán impugnarse ante el
Tribunal Constitucional tanto las leyes, disposiciones
normativas o actos con fuerza de ley de las Comunidades
Autónomas como las disposiciones normativas sin fuerza
de ley y resoluciones emanadas de cualquier órgano de las
Comunidades Autónomas que vulneren los principios
establecidos en el art. 135 de la Constitución y
desarrollados en la presente Ley» (cfr. art. 76 LOTC).
No corresponde abordar en este lugar el sistema de fuentes
existente en nuestro Ordenamiento jurídico respecto al
control de normas. Tras la vigencia de la Constitución, la
depuración del Ordenamiento legal corresponde de forma
exclusiva al Tribunal Constitucional, que «es el único que
tiene la competencia y la jurisdicción para declarar con
eficacia erga omnes la inconstitucionalidad de las Leyes»
(SSTC 73/2000, de 14 de marzo, FJ 4.o; 104/2000, de 13
de abril, FJ 8.o; 137/2002, de 9 de octubre, FJ 9.o).
V. EL PODER FINANCIERO DEL ESTADO
Varias son las parcelas que hay que distinguir dentro de
esta materia.
«Hay que partir de que el Estado tiene atribuida la competencia exclusiva
en materia de “Hacienda general” (art. 149.1.14.a CE), así como la potestad
originaria para establecer tributos mediante Ley (art. 133.1 CE), lo que,
unido a que también corresponde al legislador orgánico la regulación del
ejercicio de las competencias financieras de las Comunidades Autónomas
(art. 157.3 CE), determina que aquél “sea competente para regular no sólo
sus propios tributos, sino también el marco general de todo el sistema
tributario y la delimitación de las competencias financieras de las
Comunidades Autónomas respecto de las del propio Estado” (STC 72/2003,
de 10 de abril, FJ 5.o)» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 130).
Por otra parte, como advierte la STC 215/2014, de 18 de diciembre, «el
Estado es el competente para regular la materia relativa a la estabilidad
presupuestaria ex art. 149.1, apartados 11.a, 13.a, 14.a y 18.a CE (SSTC
134/2011, de 20 de junio, FJ 11; 157/2011, de 18 de octubre, FJ 3.o y
203/2011, de 14 de diciembre, FJ 5.o), salvo en aquellos aspectos cuyo
conocimiento le ha sido atribuido a las Instituciones de la Unión Europea
con fundamento en el art. 93 CE (STC 61/2013, de 14 de marzo, FJ 5.o)»
(FJ 3.o).
A) Establecimiento del sistema tributario estatal y del
marco general de todo el sistema tributario
«La potestad originaria para establecer tributos
corresponde exclusivamente al Estado mediante Ley» (art.
133.1 CE y art. 4.1 LGT), que habrá de respetar los
mandatos y exigencias que conforman el programa
constitucional y, entre ellas, las específicamente referidas
a la materia tributaria que se establecen en el art. 31.1 CE,
reiteradas ahora en el art. 3.1
LGT: «la ordenación del sistema tributario se basa en la
capacidad económica de las personas obligadas a
satisfacer los tributos y en los principios de justicia,
generalidad, igualdad, progresividad, equitativa
distribución de la carga tributaria y no confiscatoriedad».
Pero, puesto que «el régimen jurídico de ordenación de los
tributos es considerado como un sistema» (STC 19/1987,
FJ 4.o), el poder de establecer tributos habrá de atender
antes que nada a las exigencias del sistema,
correspondiéndole al legislador estatal regular no sólo sus
propios tributos (el sistema tributario estatal), sino
también el marco general del sistema tributario en todo el
territorio nacional, como indeclinable exigencia de la
igualdad de los españoles. Así lo ha venido reconociendo
el Tribunal Constitucional, y así se plasma en la
LGT/2003.
«El sistema tributario debe estar presidido por un conjunto de principios
generales comunes capaz de garantizar la homogeneidad básica que permita
configurar el régimen jurídico de la ordenación de los tributos como un
verdadero sistema y asegure la unidad del mismo, que es exigencia
indeclinable de la igualdad de los españoles» (STC 116/1994, de 18 de
abril). (Véanse también las SSTC 6/1983, 19/1987 y 181/1988.)
Ha sido la jurisprudencia constitucional la que ha venido
clarificando las exigencias constitucionales derivadas de la
organización territorial del Estado y del sistema
constitucional de distribución de competencias entre los
diferentes niveles territoriales de la Hacienda Pública
(estatal, autonómica y local), pudiendo inferirse de la
doctrina del Tribunal Constitucional la competencia del
legislador estatal para la regulación de las instituciones
comunes a las distintas Haciendas y la fijación del común
denominador normativo que garantice las condiciones
básicas de cumplimiento del deber de contribuir, y a partir
del cual cada Comunidad Autónoma, en el ámbito de sus
competencias y en defensa de sus propios intereses, pueda
establecer las peculiaridades que estime convenientes.
Como advierte el Tribunal Constitucional, «la indudable conexión existente
entre los arts. 133.1, 149.1.14.a y 157.3 CE determina que el Estado sea
competente para regular no sólo sus propios tributos, sino
también el marco general de todo el sistema tributario y la delimitación de
las competencias financieras de las Comunidades Autónomas respecto de
las del propio Estado» (STC 192/2000, FJ 6.o).
El legislador estatal resulta asimismo garante tanto de la unidad de la
Nación española (art. 2 CE) y de la «unicidad del orden económico
nacional» («presupuesto necesario —como reconoce la STC 1/1982— para
que el reparto de competencias entre el Estado y las distintas Comunidades
Autónomas en materias económicas no conduzca a resultados
disfuncionales y desintegradores»), como de la «igualdad de todos los
españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los
deberes constitucionales» (art. 149.1.1.a CE), y de la «igualdad sustancial
de la situación jurídica de los españoles, en cuanto tales, en todo el territorio
nacional (art. 139.1 CE)» (STC 52/1988, FJ 3.o) y, en fin, de la «igualdad
de las condiciones básicas de ejercicio de la actividad económica», como
exigencia de la unidad de mercado (SSTC 88/1986, FJ 6.o; y 64/1990, FJ
3.o).
La LGT pretende adecuarse a las exigencias de la
organización territorial y a las reglas constitucionales de
distribución de competencias, afirmando en su art. 1 que la
Ley «establece los principios y las normas jurídicas
generales del sistema tributario español y será de
aplicación a todas las Administraciones tributarias, en
virtud y con el alcance que se deriva del artículo 149.1.1.a,
8.a, 14.a y 18.a de la Constitución».
Especifica la Exposición de Motivos de la LGT que «de los títulos
competenciales previstos en el apartado 1 del artículo 149 de la
Constitución, esta ley se dicta al amparo de lo dispuesto para las siguientes
materias: 1.a, en cuanto regula las condiciones básicas que garantizan la
igualdad en el cumplimiento del deber constitucional de contribuir; 8.a, en
cuanto se refiere a la aplicación y eficacia de las normas jurídicas y a la
determinación de las fuentes del derecho tributario; 14.a, en cuanto
establece los conceptos, principios y normas básicas del sistema tributario
en el marco de la Hacienda general; y 18.a, en cuanto adapta a las
especialidades del ámbito tributario la regulación del procedimiento
administrativo común, garantizando a los contribuyentes un tratamiento
similar ante todas las Administraciones tributarias».
Resulta evidente, no obstante, que la aplicación de la LGT no se proyecta
únicamente sobre las Administraciones tributarias, como declara el art. 1, ni
tampoco ciñe su regulación a «las relaciones entre la Administración
tributaria y los contribuyentes», como empieza diciendo la Exposición de
Motivos. Dentro de los títulos competenciales que invoca, también cabe la
regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad en el
cumplimiento del deber de contribuir (art. 149.1.1.a CE) y el
establecimiento de los conceptos, principios y normas básicas del sistema
tributario en el marco de la Hacienda general (art. 149.1.14.a CE).
Un falso debate: poder originario-poder derivado
Hay que hacer referencia a ciertas concepciones que entienden que sólo el
Estado tiene poder financiero originario, mientras Comunidades Autónomas
y Corporaciones Locales sólo gozan de poder derivado. Reaparece así una
distinción clásica, que pensamos carece de acomodo alguno en nuestro
vigente ordenamiento constitucional.
La distinción surge en un marco histórico muy distinto: aquel en el que
comienza a construirse el concepto de soberanía política, concretada en la
titularidad de los poderes para acuñar moneda, declarar la guerra y
establecer tributos. En este marco —siglos XV y XVI— encuentra su más
cabal significado la distinción entre poder originario y poder derivado. El
primero se manifiesta plenamente coincidente con la acepción sociológica
del término, como una categoría jurídica que rememora un poder autónomo,
carente de ulteriores limitaciones externas al mismo, como un poder, en
suma, que encuentra en su misma existencia la razón última y única de su
actuación.
Con posterioridad, la anotada distinción sigue utilizándose como elemento
diferenciador entre el poder atribuido al Estado por la Constitución y el
reconocido a otros entes territoriales no ya por la Constitución, sino por la
Ley estatal. Precisamente por ello tal poder se califica como derivado, en
cuanto dimana del poder estatal y carece de cobertura constitucional directa.
En la doctrina española, vigentes las Leyes Fundamentales del régimen del
general Franco, se entendía que sólo el Estado tenía poder originario, puesto
que tanto el art. 9 del Fuero de los Españoles como el art. 19 de la Ley de
Cortes atribuían el poder tributario sólo al Estado y tanto Municipios como
Provincias tenían un poder derivado, condicionado por la Ley estatal.
Incluso en los casos de Álava y Navarra se entendía por la doctrina
mayoritaria que tenían un poder derivado, ya que —pese al proclamado
carácter pactista de los Conciertos Económicos con dichos territorios—
ninguna referencia explícita al poder financiero de tales territorios se
contenía en las Leyes Fundamentales.
Vigente la Constitución de 1978 la situación, en nuestra opinión, ha
cambiado sensiblemente. El poder financiero de las Comunidades
Autónomas y de los Municipios y Provincias aparece explícitamente
reconocido por la Constitución en los arts. 2, 137, 140, 142, 143 y 156. Este
reconocimiento de la autonomía de Comunidades y Corporaciones Locales
conlleva ex necesse que el Estado, las Cortes Generales, no sólo estén
facultados para establecer el marco normativo dentro del cual aquéllas
deben ejercer su poder financiero, sino que necesariamente deben dictar
tales normas, porque a ello les obliga la Constitución. El Estado no puede
hacer dejación de esa obligación, constitucionalmente impuesta, de
establecer los mecanismos normativos precisos para que Comunidades
Autónomas y Corporaciones Locales hagan realidad el contenido de su
autonomía, contenido que tiene una explícita proyección en materia
financiera, si bien con diverso alcance en materia de ingresos y en materia
de gastos. Tal razonamiento se comprenderá aún más claramente, si se
piensa que el poder financiero del Estado se encuentra limitado tanto por
principios formales como por principios materiales. Y, de entre estos
últimos, destaca especialmente el necesario respeto al principio de
autonomía de tales entidades públicas territoriales.
En consecuencia, tan originario es el poder financiero del Estado como el
de Comunidades Autónomas y Corporaciones Locales, ya que todos ellos
encuentran reconocimiento explícito en el texto constitucional. Ahora bien,
la no admisión de tal distinción no puede conducir a equiparar, pura y
llanamente, el poder financiero de Comunidades Autónomas y
Corporaciones Locales con el que es propio del Estado. Por una razón:
porque mientras éste no encuentra más límites en su ejercicio que los
derivados del texto constitucional, por el contrario tanto Comunidades
Autónomas como Corporaciones Locales encuentran límites adicionales en
la propia Ley estatal dictada con el fin de encauzar jurídicamente el poder
de estas entidades. Esto supone «que aquella potestad originaria del Estado
no puede quedar enervada por disposición alguna de inferior rango, referida
a la materia tributaria» (SSTC 181/1988, de 13 de octubre, FJ 3.o;
192/2000, de 13 de julio, FJ 6.o; y 72/2003, de 10 de abril, FJ 5.o), «pero no
impide que sí pueda quedar afectada por disposiciones de igual o superior
rango, ex art. 96.1 CE [...]» (STC 100/2012, FJ. 7.o).
Por todo ello, cabe afirmar que más que la distinción poder originario,
poder derivado, lo que existe es una diferencia en los límites. Conviene, no
obstante, hacer notar la rotundidad y el énfasis puesto por el legislador
constituyente en este poder tributario estatal, al predicar del mismo su
carácter originario y su titularidad exclusiva (art. 133.1).
Como advierte la STC 31/2010, de 28 de junio, «las estatales son siempre
competencias de origen constitucional directo e inmediato; las autonómicas,
por su parte, de origen siempre inmediatamente estatutario y, por tanto, sólo
indirectamente constitucional» (FJ 4.o).
B) Establecimiento de los criterios básicos informadores
del sistema tributario de las Comunidades Autónomas
El art. 157.3 CE remite a una Ley Orgánica la regulación
de las competencias financieras de las Comunidades
Autónomas, debiendo este precepto ponerse en relación —
en lo que respecta a las competencias de las Comunidades
Autónomas en materia tributaria— con el art. 133.1 del
propio texto constitucional, según el cual «la potestad
originaria para establecer los tributos corresponde
exclusivamente al Estado, mediante ley», así como con el
art. 149.1.14.a, que reserva al Estado en exclusiva la
competencia sobre Hacienda General. Se advierte así
cómo la Constitución de 1978 delega en el legislador
estatal la función y la responsabilidad de concretar el
sistema de distribución de competencias financieras y
tributarias entre el Estado y las Comunidades Autónomas,
limitándose a señalar los principios básicos (autonomía,
coordinación y solidaridad) a los que el legislador estatal
habría de ajustar su libertad de configuración normativa.
Como declara el Tribunal Constitucional en la STC 68/1996, FJ 9.o: «Con
el art. 157.3 CE, que prevé la posibilidad de que una Ley Orgánica regule
las competencias financieras de las Comunidades Autónomas, no se
pretendió sino habilitar la intervención unilateral del Estado en este ámbito
competencial a fin de alcanzar un mínimo grado de homogeneidad en el
sistema de financiación autonómico, orillando así la dificultad que habría
supuesto que dicho sistema quedase exclusivamente al albur de lo que se
decidiese en el procedimiento de elaboración de cada uno de los Estatutos
de Autonomía.» «La Constitución —declara la STC de 13 de julio de 2000
— no predetermina cuál haya de ser el sistema de financiación autonómica,
sino que atribuye esa función a una Ley Orgánica, que cumple de este modo
una función delimitadora de las competencias financieras estatales y
autonómicas previstas en el art. 157 CE» (FJ 4.o).
En cumplimiento de tal cometido la Ley Orgánica de
Financiación de las Comunidades Autónomas (LO 8/1980,
de 22 de septiembre) traza las pautas y los límites
conforme a los cuales las Asambleas Regionales pueden
establecer tributos autonómicos. Límites que en unos
casos son genéricos (art. 6), mientras que en otros van
referidos a cada una de las posibles categorías tributarias:
tasas (art. 7), contribuciones especiales (art. 8), impuestos
(art. 9) y recargos sobre impuestos estatales (art. 12), y
tributos cedidos (arts. 10 y 11).
Sin embargo, el modelo de financiación implantado por la
LOFCA en 1980 era «uno de los varios
constitucionalmente posibles» (STC 68/1996, de 18 de
abril, FJ 10), y desde su aprobación ha experimentado
importantes modificaciones en virtud de la LO 3/1996, de
27 de diciembre, que atribuyó a las CCAA competencias
normativas en los tributos cedidos total o parcialmente por
el Estado [art. 157.1.a) CE]; de la LO 7/2001, de 27 de
diciembre; de la LO 3/2009, de 18 de diciembre, en la que
se plasma el Acuerdo 6/2009 adoptado el 15 de julio por el
Consejo de Política Fiscal y Financiera de las
Comunidades Autónomas, para la reforma del sistema de
financiación de las CCAA de régimen común y Ciudades
con Estatuto de Autonomía y, en fin, de la LO 6/2015, de
12 de junio.
Como más adelante se verá, la concepción del sistema de financiación
autonómica ha evolucionado desde la inicial configuración de una
«Hacienda autonómica de transferencias, en la que el grueso de los ingresos
procede del Presupuesto estatal [...] con un fuerte predominio de las fuentes
exógenas de financiación» (STC 68/1996, FJ 10), hasta la actual concepción
del sistema presidida por el principio de corresponsabilidad fiscal, y
«conectada no sólo con la participación en los ingresos del Estado, sino
también, y de forma fundamental, con la capacidad del sistema tributario
para generar un sistema propio de recursos como fuente principal de los
ingresos de Derecho público» (SSTC 289/2000, FJ 3.o, y 168/2004, FJ 4.o).
Es manifiesta «la voluntad del legislador estatal de estructurar un nuevo
sistema de financiación menos dependiente de las transferencias estatales y
más condicionado a una nueva estructura del sistema tributario que haga a
las Comunidades Autónomas “corresponsables” del mismo [...]. Concepto
éste, el de la “corresponsabilidad fiscal”, que no sólo constituye la idea
fundamental de dicho modelo sino que además se erige en el objetivo a
conseguir en los futuros modelos de financiación (STC 289/2000, de 30 de
noviembre, FJ 3.o)» (STC 204/2011, de 15 de diciembre, FJ 8.o). «A esta
perspectiva debe añadirse la necesidad de garantizar que el sistema
tributario en su conjunto, y los distintos subsistemas tributarios que lo
integran (autonómico y local), puedan desarrollar la capacidad de sostener
los ingresos públicos, dando así cumplimiento a las exigencias derivadas de
la estabilidad presupuestaria» [STC 53/2014, de 10 de abril, FJ 3.oa)].
«Los conflictos entre el Estado y las Comunidades Autónomas — conflictos
“de competencia” los llama la Constitución en su artículo 161.1.c)— están
al servicio de la preservación del «orden de competencias» establecido, para
aquél y para éstas, en el bloque de la constitucionalidad (arts. 62 y 63 de la
Ley Orgánica del Tribunal Constitucional: LOTC) [...]. Las
inconstitucionalidades a depurar por este cauce son, pues, las que traen
causa de la infracción de aquel “orden de competencias” [...]. Así lo viene
preservando este Tribunal (..., véase la STC 162/2013, de 26 de septiembre,
FJ 2.o). No hay, en otras palabras, conflicto sin disputa competencial, por
más que ello no necesariamente requiera que quien lo promueva denuncie
una invasión de competencias que reivindique para sí (por todas, SSTC
253/2005, de 11 de octubre, FJ 2, y 6/2012, de 18 de enero, FJ 3.o). Pero
esto en modo alguno implica que en su planteamiento y resolución no quepa
invocar y tomar en consideración, junto a las normas articuladoras de
competencias, otros preceptos constitucionales de contenido diverso,
preceptos cuya aducida infracción no permitiría, por sí sola, acudir a este
cauce, pero que sí pueden ser referencia adecuada, para las partes y para el
propio Tribunal, a efectos de fijar en sus justos términos el sentido y
alcance de una controversia de este género. Negar tal posibilidad sería
desconocer el principio mismo de unidad de una Constitución que “no es la
suma y el agregado de una multiplicidad de mandatos inconexos” (STC
12/2008, de 29 de enero, FJ 4.o), así como el valor de la interpretación
sistemática trasunto de aquel principio de unidad de la Constitución (por
todas las resoluciones en este sentido, SSTC 19/1987, de 17 de febrero, FJ
4.o, y 16/2003, de 30 de enero, FJ 5.o). [...] Es doctrina constante de este
Tribunal que el conflicto de competencia es “un cauce reparador, sin que
pueda utilizarse con funciones meramente preventivas ante posibles
sospechas de actuaciones viciadas de incompetencia” (STC 166/1987, de 28
de octubre, FJ 2; en términos análogos, SSTC 249/1988, de 20 de
diciembre, FJ 5.o, y 120/2012, de 4 de junio, FJ 8.o)» (STC 52/2017, de 10
de mayo, FJ 2.o).
C) Establecimiento del sistema tributario de los entes
locales
La jurisprudencia constitucional, a partir de la STC 179/1985, afirma la
naturaleza compartida de las competencias que en materia de Haciendas
Locales, poseen el Estado y aquellas CCAA que asumen estatutariamente
facultades para el desarrollo de las bases estatales sobre el régimen jurídico
de las Administraciones Públicas ex art. 149.1.18.a CE.
Conforme a lo dispuesto en el art. 2, apartado 1 de la LBRL, modificado
por la Ley 27/1913, de 27 de diciembre, de Racionalización y
Sostenibilidad de la Administración Local, para «la efectividad de la
autonomía garantizada constitucionalmente a las Entidades Locales, la
legislación del Estado y la de las Comunidades Autónomas, reguladora de
los distintos sectores de acción pública, según la distribución constitucional
de competencias, deberá asegurar a los Municipios, las Provincias y las
Islas su derecho a intervenir en cuantos asuntos afecten directamente al
círculo de sus intereses, atribuyéndoles las competencias que proceda en
atención a las características de la actividad pública de que se trate y a la
capacidad de gestión de la Entidad Local, de conformidad con los principios
de descentralización, proximidad, eficacia y eficiencia, y con estricta
sujeción a la normativa de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad
financiera.»
Examinándose más adelante las competencias autonómicas en relación con
las Haciendas Locales, corresponde ahora analizar las competencias del
Estado en la ordenación del régimen financiero local.
La intervención del legislador estatal en la ordenación del
sistema tributario local viene reclamada por el art. 133.1 y
2 CE, disponiendo aquél de una «inicial libertad de
configuración» al objeto de garantizar la subsistencia
equilibrada de dos exigencias constitucionales, que no
podrán abolirse entre sí en su respectivo despliegue: las
derivadas de la reserva de ley en el orden tributario (arts.
31.3 y 133.1 CE) y las propias de la autonomía local (arts.
137 y 140 CE).
«Los dos títulos competenciales del Estado que operan fundamentalmente
en relación con la financiación de las entidades locales son los referidos a
Hacienda general (art. 149.1.14.a CE) y a las bases del régimen jurídico de
las Administraciones públicas (art. 149.1.18.a CE). En concreto, en la
competencia estatal ex art. 149.1.14.a CE se incluyen las medidas dirigidas
a la financiación de las entidades locales, en tanto en cuanto tengan por
objeto la relación entre la hacienda estatal y las haciendas locales, cuya
suficiencia financiera corresponde asegurar al Estado. Ahora bien, pese al
carácter exclusivo de la competencia del Estado en cuanto a la Hacienda
general, en la medida en que en materia de Administración local coinciden
competencias estatales y autonómicas, en el ejercicio de aquélla el Estado
deberá atenerse al reparto competencial correspondiente, según señalamos
en la STC 179/1985, de 19 de diciembre, FJ 1.o» (STC 31/2010, de 28 de
junio, FJ 139.o).
La autonomía local se configura como «garantía
institucional» (art. 137 CE) que «opera tanto frente al
Estado como frente a los poderes autonómicos» (STC
213/1988), y corresponde al legislador estatal «asegurar
un nivel mínimo de autonomía a todas las Corporaciones
locales en todo el
territorio nacional, sea cual sea la Comunidad Autónoma
en la que estén localizadas» (STC 213/1988). Compete
asimismo al legislador estatal, en la ordenación del
régimen jurídico local, garantizar la efectividad de la
suficiencia financiera ordenada por el art. 142 CE, y que
«implica la necesidad de que los entes locales cuenten con
fondos suficientes para cumplir con las funciones que
legalmente les han sido encomendadas» (STC 96/1990, FJ
7.o); esto es, «para posibilitar y garantizar, en definitiva, el
ejercicio de la autonomía constitucionalmente reconocida
(arts. 137, 140 y 141 CE)» [SSTC 96/1990, FJ 7.o;
331/1993, FJ 2.oB), y 233/1999, FJ 22].
«Sin perjuicio de la contribución que las Comunidades Autónomas puedan
tener en la financiación de las Haciendas Locales (éstas, en virtud del art.
142 CE, se nutrirán también de la participación en tributos de las
Comunidades Autónomas), es al Estado, a tenor de la competencia
exclusiva que en materia de Hacienda general le otorga el art. 149.1.14.a
CE, a quien, a través de la actividad legislativa y en el marco de las
disponibilidades presupuestarias, incumbe en última instancia hacer
efectivo el principio de suficiencia financiera de las Haciendas Locales
(SSTC 179/1985, FJ 3.o; 96/1990, FJ 7.o; 237/1992, FJ 6.o; 331/1993, FJ
2.ob); 171/1996, FJ 5.o; 233/1999, FJ 22; 104/2000, FJ 4.o)» (STC
48/2004, de 25 de marzo, FJ 10).
«En definitiva, la autonomía local consagrada en el art. 137 CE (con el
complemento de los arts. 140 y 141 CE) se traduce en una garantía
institucional de los elementos esenciales o del núcleo primario del
autogobierno de los Entes locales territoriales, núcleo que debe
necesariamente ser respetado por el legislador (estatal, autonómico, general
o sectorial) para que dichas Administraciones sean reconocibles en tanto
que entes dotados de autogobierno» (STC 51/2004, de 13 de abril, FJ 9.o).
Tratándose, específicamente, de «tributos que constituyan
recursos propios de las Corporaciones Locales (carentes
de potestad legislativa para establecer tributos, aunque
habilitadas por el art. 133.2 CE para establecerlos y
exigirlos)», entiende el Tribunal Constitucional que
«aquella reserva [del art. 133.2 CE] habrá de operar
necesariamente a través del legislador estatal [...], en
tanto en cuanto la misma existe también al servicio de
otros principios (la preservación de la unidad del
Ordenamiento y de una básica igualdad de posición de los
contribuyentes) que sólo puede satisfacer la ley del Estado
[...], debiendo entenderse vedada, por ello, la intervención
de
las Comunidades Autónomas en este concreto ámbito
normativo» (STC 233/1999, FJ 22).
En cumplimiento de tales requerimientos constitucionales
(arts. 133 y 142 CE) y en ejercicio de los títulos
competenciales que le reconoce el art. 149.1.14.a
(Hacienda general) y 18.a (bases del régimen jurídico de
las Administraciones públicas) de la Constitución, las
Cortes Generales aprobaron la Ley 39/1988, de 28 de
diciembre, reguladora de las Haciendas Locales, en la que
se contiene el repertorio de recursos —tributarios y no
tributarios— que hacen posible el cumplimiento de
aquellas exigencias. La Ley 39/1988 fue derogada tras la
entrada en vigor del Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5
de marzo, por el que se aprueba el Texto Refundido de la
Ley Reguladora de las Haciendas Locales (TRLRHL),
modificada por la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de
racionalización y sostenibilidad de la Administración
local, que introdujo una revisión profunda del conjunto de
disposiciones relativas al estatuto jurídico de la
Administración local contenidas básicamente en la Ley
7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases de Régimen
Local (LBRL), cuyos arts. 107.1; 107.2.a) y 110.4 han
sido declarados inconstitucionales y nulos por la STC de
11 de mayo de 2017; en aplicación de las SSTC 26/2017 y
37/2017.
D) Fijación de criterios que posibiliten la coordinación
entre los distintos sistemas tributarios
Tanto en la LOFCA como en el TRLRHL el legislador
estatal ha establecido una serie de criterios cuya aplicación
va a posibilitar la coordinación entre los distintos sistemas
tributarios, de forma que no existan contradicciones entre
ellos.
Así, por ejemplo, en la LOFCA se prevé que los tributos que establezcan las
Comunidades Autónomas no podrán recaer sobre hechos imponibles
gravados por el Estado (art. 6.2), ni tampoco sobre hechos imponibles
gravados por los tributos locales (art. 6.3); la necesidad de que el Estado
compense a las Comunidades Autónomas por la disminución de ingresos
que les ocasione el establecimiento por el Estado de tributos que graven
hechos imponibles hasta entonces gravados por aquéllas (art. 6.2); así como
la previsión de que, en el caso de que las CCAA establezcan y gestionen
tributos sobre las materias que la legislación de Régimen Local reserve a las
Corporaciones Locales, aquéllas deberán establecer las medidas de
compensación o coordinación adecuadas a favor de tales Corporaciones
Locales, de modo que sus ingresos no se vean mermados ni tampoco
reducidos en sus posibilidades de crecimiento futuro (art. 6.3); el
establecimiento de normas procedimentales (art. 23) y órganos capaces de
resolver (la Junta Arbitral del art. 24) los conflictos que, en el nuevo
régimen de cesión de tributos, puedan suscitarse entre las distintas
Comunidades Autónomas, y entre éstas y el Estado, con motivo del
ejercicio de sus respectivas competencias, determinadas por la aplicación de
los puntos de conexión en cada tributo cedido.
También en el ámbito del sistema tributario local, la Ley de Haciendas
Locales prevé los mecanismos para que se produzca una adecuada
coordinación entre tributos estatales y locales, bien mediante la fijación de
criterios valorativos comunes, bien mediante la deducción en tributos
estatales de cantidades satisfechas por tributos locales, etc. Así se ha
reafirmado expresamente por la STC 179/1985, de 19 de diciembre.
Se continúa echando en falta, sin embargo, el marco
normativo que permita la coordinación de la actividad
financiera de los tres niveles territoriales de la Hacienda
Pública, pues si bien las relaciones financieras entre el
Estado y las CCAA se encuentran reguladas básicamente
en la LOFCA y en los respectivos Estatutos de
Autonomía, y las del Estado y las Entidades Locales en la
Ley 7/1985 y en el TRLRHL, no existe marco legal alguno
que precise las relaciones que han de existir entre las
Comunidades Autónomas y las Corporaciones Locales.
La LO 2/2012, de Estabilidad Presupuestaria, habilita al
Gobierno para establecer mecanismos de coordinación
entre todas las Administraciones Públicas, para garantizar
la aplicación efectiva de los principios generales
contenidos en la Ley y su coherencia con la normativa
europea (art. 10.3 LO 2/2012).
E) Regulación de los ingresos patrimoniales
El poder financiero estatal se extiende también a los
ingresos estatales de carácter patrimonial. De acuerdo con
la Constitución (art. 132.3), por Ley se regularán el
Patrimonio del Estado y el Patrimonio Nacional, su
administración, defensa y conservación.
Así lo confirma la STC 58/1982, de 27 de julio, extendiendo la reserva de
Ley a todo el patrimonio público, según impone el art. 132 CE para el del
Estado y los diferentes Estatutos para los de las Comunidades Autónomas.
Repárese en que, en esta materia, las Comunidades Autónomas, de acuerdo
con sus Estatutos, podrán establecer su propio régimen patrimonial, en el
marco de la legislación básica del Estado [art. 17.e) LOFCA]. La STC
85/1984, de 26 de julio, ha señalado que dicha legislación básica no se
identifica con la Ley del Patrimonio del Estado, dado que no todo su
contenido debe considerarse como básico, precisando además que la
competencia para dictar las bases se asienta en los aps. 8 y 18 del art. 149.1
CE. También la STC 14/1986, de 31 de enero, declara competencia del
Estado la regulación de sociedades públicas, de acuerdo con los aps. 6 y 18
del art. 149.1 CE.
F) Ingresos crediticios
Como una manifestación más del principio de legalidad al
que ha de subordinarse la actividad financiera pública, la
redacción original del art. 135 CE se limitaba a establecer
«que el Gobierno habrá de estar autorizado por ley para
emitir Deuda Pública o contraer crédito». Con la reforma
de 27 de septiembre de 2011 se modifica sustancialmente
el contenido del art. 135 CE, estableciéndose una
regulación más completa de la deuda pública (referida
ahora a la del Estado y a la de las Comunidades
Autónomas), limitando su volumen en relación con el
Producto Interior Bruto del Estado en los términos que
precisa el art. 13 de la LO 2/2012, de Estabilidad
Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera.
Como regla general, el volumen de deuda pública del
conjunto de las Administraciones Públicas no podrá
superar el valor de la referencia del 60 por 100 del
Producto Interior Bruto nacional; aunque, al igual que
todos los principios o reglas generales, también el
principio de estabilidad presupuestaria («los límites del
déficit estructural») y el de limitación del volumen de la
deuda pública admite excepciones. El mismo art. 135.4 CE
establece que los limites de déficit estructural y de
volumen de deuda pública sólo podrán superarse en tres
circunstancias excepcionales reiteradas, con algunos
matices, en el art. 11.3 de la LO 2/2012, de Estabilidad
Presupuestaria; a saber: catástrofes naturales, recesión
económica grave (definida de conformidad
con lo dispuesto en la normativa europea) y situaciones de
emergencia extraordinaria que escapen al control de las
Administraciones Públicas y perjudiquen
considerablemente su situación financiera o su
sostenibilidad económica o social, apreciadas por la
mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los
Diputados.
El Tribunal Constitucional ha desestimado en SSTC 134/2011, de 20 de
julio; 157/2011, de 18 de octubre, y 199/2011, de 13 de diciembre, entre
otras, los recursos de inconstitucionalidad interpuestos contra diferentes
preceptos de la Ley 18/2001, de 12 de diciembre, General de Estabilidad
Presupuestaria, y de la LO 5/2001, de 13 de diciembre, complementaria de
la anterior (derogadas ambas por la LO 2/2012, de 27 de abril),
considerando que no vulneran la autonomía financiera de las CCAA ni de
los Entes Locales. La STC 215/2014, de 18 de diciembre, desestima
asimismo el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Gobierno de
Canarias contra la LO 2/2012, de 27 de abril.
G) Regulación del gasto público y establecimiento de
mecanismos de coordinación en materia presupuestaria
Éste es un ámbito especialmente significativo del poder
financiero del Estado, que se concreta en la exigencia de
ley para la regulación de los aspectos más importantes del
gasto público: aprobación del Presupuesto, asunción de
obligaciones financieras, realización de gastos, etc. (arts.
66.2, 133.4 y 134.1 de la Constitución), así como en el
establecimiento de los mecanismos de coordinación que
aseguren la estabilidad presupuestaria, siendo el Estado el
competente para regular la materia relativa a la estabilidad
presupuestaria ex art. 149.1, apartados 11.a, 13.a, 14.a y
18.a CE, salvo en aquellos aspectos cuyo conocimiento le
ha sido atribuido a las instituciones de la Unión Europea
con fundamento en el art. 93 CE (SSTC 61/2013, de 14 de
marzo, FJ 5.o; y 215/2014, de 18 de diciembre, FJ 3.o).
Tiene declarado el Tribunal Constitucional que «el art.
149.1.14 CE da cobertura a regulaciones sobre “la
actividad financiera de las distintas haciendas que tiendan
a asegurar los principios constitucionales que, conforme a
nuestra Constitución, han de regir el gasto público:
legalidad (art. 133.4 CE); eficiencia y economía (art. 31.2
CE); asignación
equitativa de los recursos públicos (art. 31.2 CE);
subordinación de la riqueza nacional al interés general (art.
128.1 CE); estabilidad presupuestaria (art. 135 CE; STC
134/2011, de 20 de julio); y control (art. 136 CE)”. En
particular, aquellas cuyo objeto “sea la protección o
preservación de los recursos públicos que integran las
haciendas” [SSTC 130/2013, de 4 de junio, FJ 5.o, y
135/2013, de 5 de junio, FJ 3.ob)]» (STC 111/2016, de 9
de junio, FJ 5.o).
El art. 10 de la LO 2/2012 atribuye al Gobierno
competencia para establecer los mecanismos de
coordinación entre todas las Administraciones Públicas al
objeto de garantizar la aplicación efectiva de los principios
contenidos en dicha Ley y su coherencia con la normativa
europea, así como para velar por la aplicación de dichos
principios en todo el ámbito subjetivo de la Ley,
respetando en todo caso la autonomía financiera de las
CCAA y Corporaciones Locales.
Hasta tal punto adquiere relevancia el poder financiero en materia
presupuestaria que en la misma Constitución (art. 66.2) la aprobación de los
Presupuestos Generales del Estado se configura como un quid
jurídicamente diferenciable de la potestad legislativa, siendo así que, en
rigor, la aprobación de los Presupuestos es una manifestación de esa
potestad legislativa.
También en esta materia se pone de relieve el importante papel de
coordinación atribuido al Estado, a quien corresponde la garantía del
equilibrio económico, siendo «el encargado de adoptar las medidas
oportunas tendentes a conseguir la estabilidad económica interna y externa
y la estabilidad presupuestaria, así como el desarrollo armónico entre las
diversas partes del territorio nacional» [art. 2.1.b) LOFCA].
Afirma el Tribunal Constitucional que «el poder de gasto del Estado o de
autorización presupuestaria, manifestación del ejercicio de la potestad
legislativa atribuida a las Cortes Generales (arts. 66.2 y 134 CE) no se
define por conexión con el reparto competencial de materias que la
Constitución establece (arts. 148 y 149 CE), al contrario de lo que acontece
con la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas que se vincula
al desarrollo y ejecución de las competencias que, de acuerdo con la
Constitución, le atribuyan los respectivos Estatutos y las Leyes (art. 156.1
CE y art. 1.1 LOFCA). Por consiguiente, el Estado siempre podrá, en uso de
su soberanía financiera (de gasto, en este caso), asignar fondos públicos a
unas finalidades u otras, pues existen otros preceptos constitucionales (y
singularmente los del Capítulo III del Título I) que legitiman la capacidad
del Estado para disponer de su Presupuesto en la acción social o económica.
VI. EL PODER FINANCIERO DE LAS COMUNIDADES
AUTÓNOMAS DE RÉGIMEN COMÚN
«Es forzoso partir de la obviedad de que el Ordenamiento español se reduce
a unidad en la Constitución. Desde ella, y en su marco, los Estatutos de
Autonomía confieren al Ordenamiento una diversidad que la Constitución
permite, y que se verifica en el nivel legislativo, confiriendo a la autonomía
de las Comunidades Autónomas el insoslayable carácter político que le es
propio (STC 32/1981, de 28 de julio, FJ 3.o, por todas). La primera función
constitucional de los Estatutos de Autonomía radica, por tanto, en la
diversificación del Ordenamiento mediante la creación de sistemas
normativos autónomos, todos ellos subordinados jerárquicamente a la
Constitución y ordenados entre sí con arreglo al criterio de competencia.
Respecto de tales sistemas normativos autónomos el Estatuto es norma
institucional básica (art. 147.1 CE). Y es también —en unión de las normas
específicamente dictadas para delimitar las competencias del Estado y de
las Comunidades Autónomas (art. 28.1 LOTC)— norma de garantía de la
indemnidad del sistema autónomo, toda vez que el Estatuto es condición de
la constitucionalidad de todas las normas del Ordenamiento en su conjunto,
también de las que comparten su forma y rango» (STC 31/2010, de 28 de
junio, FJ 4.o).
«Los Estatutos de Autonomía de las Comunidades Autónomas sujetas al
régimen común de financiación pueden regular legítimamente la Hacienda
autonómica “como elemento indispensable para la consecución de la
autonomía política” (STC 289/2000, de 30 de noviembre, FJ 3.o) y, por
tanto, para el ejercicio de las competencias que asumen, pero han de hacerlo
teniendo en cuenta que la Constitución dispone que la autonomía financiera
de las Comunidades Autónomas debe ejercerse “con arreglo a los principios
de coordinación con la Hacienda estatal y de solidaridad entre todos los
españoles” (art. 156.1 CE) y que el Estado garantiza la realización efectiva
del principio de solidaridad (art. 138.1 CE)» (STC 31/2010, de 28 de junio,
FJ 130).
Recuerda la STC 128/2016, de 7 de julio que «ninguna duda puede haber
sobre la exclusiva competencia de la Generalitat para organizar, en el
respeto a la Constitución y al Estatuto de Autonomía de Cataluña, su propia
Administración y su Administración tributaria (arts. 150, 204 y 205 EAC,
relativo, el primero, a la organización de la Administración de la
Generalitat, el segundo a la Agencia Tributaria de Cataluña y el último a los
órganos económico-administrativos) [...]. Tampoco puede ser objeto de
discusión que la Comunidad Autónoma ostenta o, según los casos, puede
ejercer competencias normativas en el orden tributario y ello tanto respecto
de los tributos que cree, competencia in proprio (arts. 133.3 CE y 203.5
EAC), como por lo que se refiere a los que le hayan sido cedidos por el
Estado total o parcialmente, si bien tal potestad normativa lo será sólo «en
su caso» —esto es, de conformidad con lo que disponga la legislación del
Estado— para los tributos objeto de cesión parcial [art. 157.1 a) CE,
apartados a) y b) del art. 203.2 EAC, arts. 10 y 19 LOFCA y art. 2 de la
también ya citada Ley 16/2010]. Siendo esto así ninguna objeción
merecerían en principio [...] las previsiones de la disposición adicional
vigésima segunda en orden a que por el Gobierno se preparara y
programara, mediante un plan director, una reorganización de la
Administración tributaria de la Comunidad Autónoma y se propusiera
según la norma dice in fine, la «normativa tributaria de Cataluña».
Reorganización y normas que habrían de sujetarse en su día, en cualquier
caso, a lo que imponen la propia Constitución y las demás normas que
integran, bajo su imperio, el bloque de la constitucionalidad, cuestión esta
sobre la que nada más se ha de decir aquí» (FJ 6.o).
Añade más adelante el Tribunal Constitucional que «una Comunidad
Autónoma no puede asumir más potestades, competencias en sentido propio
o funciones, sobre las ya recogidas en su Estatuto en vigor, si no es
mediante modificaciones normativas que quedan extramuros de su
capacidad de decisión. No puede tampoco ni pretender tal asunción por la
sola autoridad de sus órganos ni anticipar en sus normas, como aquí se ha
hecho, los resultados de una tal hipotética modificación competencial. Sí
puede siempre la Asamblea de una Comunidad Autónoma ejercer la
atribución que confiere a todas el artículo 86.2 CE para proponer, o solicitar
se proponga, la adopción por las Cortes Generales de determinada
legislación o, incluso, la revisión misma de la Constitución (art. 166 CE),
todo ello con independencia del específico procedimiento establecido en
cada Estatuto de Autonomía para su propia reforma. Pero esa atribución
para instar se dé inicio al procedimiento legislativo o al de revisión
constitucional no ampararía nunca el que se anticipara su resultado, incierto
por definición, en actuaciones o en normas» (STC 128/2016, de 7 de julio,
FJ 6.o c). Véase en igual sentido la STC 116/2017, de 19 de octubre, FJ
4.o).
1. CONTENIDO Y LÍMITES. PRINCIPIOS INFORMADORES
«En lo que hace específicamente a la distribución de competencias entre el
Estado y las Comunidades Autónomas, los Estatutos son las normas
constitucionalmente habilitadas para la asignación de competencias a las
respectivas Comunidades Autónomas en el marco de la Constitución. Lo
que supone no sólo que no puedan atribuir otras competencias que no sean
las que la Constitución permite que sean objeto de atribución estatutaria,
sino, ante todo, que la competencia en sí solo pueda implicar las potestades
que la Constitución determine. El Estatuto puede atribuir una competencia
legislativa sobre determinada materia, pero qué haya de entenderse por
“competencia” y qué potestades comprenda la legislativa frente a la
competencia de ejecución son presupuestos de la definición misma del
sistema en el que el Ordenamiento consiste y, por tanto, reservados a la
Norma primera que lo constituye. No es otro, al cabo, el sentido profundo
de la diferencia entre el poder constituyente y el constituido ya advertido en
la STC 76/1983, de 5 de agosto. La descentralización del Ordenamiento
encuentra un límite de principio en la necesidad de que las competencias
cuya titularidad corresponde al Estado central, que pueden no ser
finalmente las mismas en relación con cada una de las Comunidades
Autónomas —en razón de las distintas atribuciones competenciales
verificadas en los diferentes Estatutos de Autonomía—, consistan en
facultades idénticas y se proyecten sobre las mismas realidades materiales
allí donde efectivamente correspondan al Estado si no se quiere que éste
termine reducido a la impotencia ante la necesidad de arbitrar respecto de
cada Comunidad Autónoma no sólo competencias distintas, sino también
diversas maneras de ser competente» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 57).
A) Cuando la Constitución reconoce a las Comunidades
Autónomas en sus arts. 137 y 156 autonomía para la
gestión de sus respectivos intereses, se está refiriendo
tanto a la autonomía «política» como a la «financiera»,
siendo esta última «instrumento indispensable para la
consecución de la autonomía política» (STC 289/2000, de
30 de noviembre, FJ 3.o).
La doctrina elaborada al respecto por el Tribunal
Constitucional se sintetiza en la STC 239/2002, de 11 de
diciembre, donde se insiste en que las Comunidades
Autónomas «disponen de autonomía financiera para poder
elegir sus objetivos políticos, administrativos, sociales y
económicos» (STC 13/1992, FJ 7.o), lo que les permite
«ejercer sin condicionamientos indebidos y en toda su
extensión, las competencias propias, en especial las que
figuran como exclusivas» (STC 201/1998, FJ 4.o), pues
dicha autonomía financiera «no entraña sólo la libertad de
sus órganos de gobierno en cuanto a la fijación del destino
y orientación del gasto público, sino también para la
cuantificación y distribución del mismo dentro del marco
de sus competencias» (STC 127/1999, FJ 8.o).
La autonomía financiera de las Comunidades Autónomas
—consecuencia y, al mismo tiempo, condicionante de su
autonomía política— se concreta en la atribución de
competencias normativas y de gestión que hagan posible
la articulación de su propio sistema de ingresos y gastos.
De ahí que la autonomía financiera se manifieste tanto en
la vertiente de los ingresos como en la vertiente del gasto,
pero sin perder de vista que, tanto en una como en otra
vertiente, el art. 156 CE vincula la autonomía financiera de
las Comunidades Autónomas «al desarrollo y ejecución de
sus competencias» (SSTC 13/1992, FJ 7.o, y 48/2004, FJ
11).
Con relación al ingreso, esto es, a la «capacidad para
articular un sistema suficiente de ingresos» (SSTC
289/2000, FJ 3.o, y 104/2000, FJ 4.o), el Tribunal
Constitucional tiene declarado que «la autonomía
financiera [...] implica tanto la
capacidad de las Comunidades Autónomas para establecer
y exigir sus propios tributos, como su aptitud para acceder
a un sistema adecuado —en términos de suficiencia— de
ingresos, de acuerdo con los artículos 133.2 y 157.1 CE»
(SSTS 179/1985, FJ 3.o; 63/1996, FJ 11; 233/1999, FJ 22;
104/2000, FJ 4.o; 289/2000, FJ 3.o). «El soporte material
de la autonomía financiera son los ingresos y en tal
sentido la LOFCA configura como principio la suficiencia
de recursos [art. 2.1.d)], que tiene un primer límite en la
propia naturaleza de las cosas y no es otro sino las
posibilidades reales de la estructura económica del país en
su conjunto» (STC 135/1992, FJ 8.o).
«Es claro que la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas
exige un nivel mínimo de recursos que permita el ejercicio de sus
competencias “en el marco de posibilidades reales del sistema financiero
del Estado en su conjunto” (STC 13/2007, de 18 de enero, FJ 5.o, y las
citadas en ella). Puesto que la suficiencia financiera de las Comunidades
Autónomas se alcanza en importante medida a través de impuestos cedidos
por el Estado y otras participaciones en ingresos de este último (art. 157.1
CE), es evidente que las decisiones tendentes a garantizarla “han de
adoptarse con carácter general y de forma homogénea para todo el sistema
y, en consecuencia, por el Estado y en el ámbito estatal de actuación”, no
siendo posibles “decisiones unilaterales que [...] tendrían repercusiones en
el conjunto [...] y condicionarían las decisiones de otras Administraciones
Autonómicas y de la propia Administración del Estado” (STC 104/1988, de
8 de junio, FJ 4.o; en igual sentido, STC 14/2004, de 12 de febrero, FJ 7.o).
Resulta, por tanto, necesario que este tipo de decisiones, cuya
determinación final corresponde a las Cortes Generales, se adopten en el
órgano multilateral (en este caso, el Consejo de Política Fiscal y Financiera)
en el que el Estado ejercita funciones de cooperación y coordinación ex art.
149.1.14.a CE. Estas actuaciones en el marco multilateral deben integrarse
con las funciones que las Comisiones Mixtas de carácter bilateral tengan, en
su caso, atribuidas en las normas estatutarias “en cuanto órganos bilaterales
específicamente previstos para concretar la aplicación a cada Comunidad
Autónoma de los criterios acordados en el seno del Consejo de Política
Fiscal y Financiera” (STC 13/2007, FJ 8.o), permitiendo, bien con carácter
previo a la intervención del órgano multilateral, “acercar posiciones, bien a
posteriori, [...] concretar la aplicación a cada Comunidad Autónoma de los
recursos previstos en el sistema de financiación que, a la vista de las
recomendaciones del Consejo de Política Fiscal y Financiera, pudieran
establecer las Cortes Generales” (STC 13/2007, FJ 8.o)» (STC 31/2010, de
28 de junio, FJ 130).
Respecto a la otra manifestación de la autonomía
financiera, advierte el Tribunal Constitucional que ésta «ha
venido configurándose desde sus orígenes más por
relación a
la vertiente del gasto, que con relación al ingreso» (SSTC
13/1992, FJ 7.o; 104/2000, FJ 4.o), y señala que la
autonomía financiera de las CCAA «en su vertiente de
gasto no entraña sólo la libertad de sus órganos de
gobierno en cuanto a la fijación del destino y orientación
del gasto público, sino también para la cuantificación y
distribución del mismo dentro del marco de sus
competencias» (SSTC 13/1992, FJ 7.o; 68/1996, FJ 10).
No obstante, advierte el Tribunal que «en los últimos años
se ha pasado de una concepción del sistema de
financiación autonómica como algo pendiente o
subordinado a los Presupuestos generales del Estado, a una
concepción del sistema presidido por el principio de
“corresponsabilidad fiscal” y conectada no sólo con la
participación en los ingresos del Estado, sino también, y
de forma fundamental, con la capacidad del sistema
tributario para generar un sistema propio de recursos como
fuente principal de los ingresos de Derecho público» (STC
289/2000, FJ 3.o), con lo que se incrementa el interés por
la vertiente de los ingresos» (STC 168/2004, de 6 de
octubre, FJ 4.o). Véase, como más reciente, la STC
53/2014 de 10 de abril, FJ 3.o
B) En cuanto al alcance y los límites del poder financiero
reconocido por la Constitución a las CCAA, interesa
retener que «está también constitucionalmente
condicionado en su ejercicio» (STC 289/2000, FJ 3.o).
Además de los límites y exigencias constitucionales que,
según hemos visto, condicionan el ejercicio de todo poder
financiero y de los principios rectores que vinculan a todos
los poderes públicos, y a los que deberá adecuarse la
política presupuestaria del sector público orientada a la
estabilidad presupuestaria y la sostenibilidad financiera
(arts. 1 y 3 a 10 LO 2/2012), el poder financiero de las
CCAA aparece sometido a límites intrínsecos y
extrínsecos que no son incompatibles con el
reconocimiento de la realidad constitucional de las
Haciendas autonómicas» (SSTC 14/1986, FJ 3.o; 63/1986,
FJ 11, y 179/1989, FJ 2.o). «En efecto —declara la STC
135/1992, FJ 8.o—, hay límites intrínsecos y extrínsecos;
aquéllos en función de principios
explícitos o no, e incluso de la naturaleza misma de las
cosas (las posibilidades reales de la estructura económica
del país en su conjunto), y otros que proceden del exterior,
como consecuencia necesaria de la interrelación de
competencias concurrentes sobre una misma materia en un
mismo ámbito territorial.» En cualquier caso, importa
advertir que la jurisprudencia constitucional ha sentado
como criterio hermenéutico el de que ninguno de los
límites constitucionales que condiciona el poder
financiero de las CCAA puede ser interpretado de tal
modo que la haga inviable [SSTC 150/1990, FJ 3.o;
168/2004, FJ 4.o, y 53/2014, de 10 de abril, FJ 3.oa)].
Estos límites específicos al poder financiero de las CCAA
se concretan sustancialmente en los siguientes principios:
a) El principio de autonomía y de corresponsabilidad.
Con la atribución a las CCAA de autonomía «para el
desarrollo y ejecución de sus competencias» (art. 156.1
CE), se establece la explícita vinculación constitucional
entre las competencias financieras y las competencias
materiales de las Comunidades Autónomas. Advierte, en
efecto, el Tribunal Constitucional que «la autonomía
financiera de las Comunidades Autónomas se vincula al
desarrollo y ejecución de las competencias que, de
acuerdo con la Constitución, le atribuyan los respectivos
Estatutos y las Leyes (art. 156.1 CE y art. 1.1 LOFCA)»
(STC 13/1992, FJ 7.o). Pues bien, esta conexión o
vinculación constitucional entre potestades o competencias
financieras y ámbito material de competencias, comporta
una doble consecuencia. Una negativa, en cuanto límite
para las Comunidades Autónomas: éstas ostentan la
titularidad de los poderes que les confiere «el bloque de la
constitucionalidad» (y entre ellos, obviamente, el poder
financiero) pero sólo en los límites de sus competencias.
Así lo ha venido reconociendo la jurisprudencia
constitucional al concretar tanto el alcance de la
autonomía financiera de las Comunidades Autónomas
como el de las principales manifestaciones del poder
financiero autonómico.
Pero la referida vinculación competencial supone otra
consecuencia positiva: la autonomía y, desde luego, la
suficiencia financiera de las Comunidades Autónomas
forman parte del contenido inherente de su ámbito
material de competencias y constituyen garantía de su
autonomía política. Advierte el Tribunal que «el principio
de autonomía que preside la organización territorial del
Estado (arts. 2 y 137 CE) ofrece una vertiente económica
importantísima, ya que aun cuando tenga un carácter
instrumental la amplitud de los medios determina la
posibilidad real de alcanzar los fines», habida cuenta de
que «el soporte material de la autonomía financiera son los
ingresos [...]» (STC 135/1992, FJ 8.o; también la STC
96/2002, FJ 3.o).
El poder financiero se concreta, pues, en la atribución a
los entes públicos territoriales de las competencias
financieras necesarias para atender a la realización de
sus competencias materiales. Sin competencias
financieras no existen o son puramente nominales las
competencias materiales atribuidas a las Comunidades
Autónomas. Las CCAA han de disponer, pues, de los
recursos necesarios y suficientes para la prestación de los
servicios correspondientes a las competencias que
asumen.
La doctrina del Tribunal Constitucional tiene reconocido que «el principio
de autonomía financiera de las Comunidades Autónomas «no excluye, sin
embargo, la existencia de controles, incluso específicos», habiendo
rechazado únicamente, por contrarias a ese principio, «las intervenciones
que el Estado realice con rigurosos controles que no se manifiesten
imprescindibles para asegurar la coordinación de la política autonómica en
un determinado sector económico con programación, a nivel nacional [STC
134/2011, de 20 de julio, FJ 8.oa)]. La imposición de límites
presupuestarios a las Comunidades Autónomas no sólo «encuentra su apoyo
en la competencia estatal de dirección de la actividad económica general (ex
art. 149.1.13.a), estando su establecimiento “encaminado a la consecución
de la estabilidad económica y la gradual recuperación del equilibrio
presupuestario”, sino que “encuentra su fundamento en el límite a la
autonomía financiera que establece el principio de coordinación con la
Hacienda estatal del art. 156.1 CE”, sobre todo al corresponderle al Estado
“la responsabilidad de garantizar el equilibrio económico general” [STC
134/2011, de 20 de julio, FJ 8.oa)], límites de la autonomía financiera de las
Comunidades Autónomas “que han de reputarse constitucionales cuando se
deriven de las prescripciones de la propia Constitución o de la ley orgánica
a
la que aquélla remite (art. 157.3 CE)” [STC 134/2011, de 20 de julio, FJ
10]» (STC 215/2014, FJ 7.o).
Uno de los principios fundamentales derivados de la
reforma de la LOFCA por la LO 3/2009, de 28 de
diciembre, es «la corresponsabilidad de las CCAA y el
Estado en consonancia con sus competencias en materia
de ingresos y gastos públicos» [art. 2.Uno.d) LOFCA]. En
el nuevo sistema de financiación autonómica se refuerzan
los principios de autonomía y corresponsabilidad mediante
el aumento de los porcentajes de cesión de los tributos
parcialmente cedidos a las CCAA y mediante el
incremento de sus competencias normativas, aumentando
su capacidad para decidir la composición y el volumen de
sus ingresos.
b) El principio de solidaridad [arts. 2, 138.1, 156.1 y
158.2 CE; y art. 140.1.i) LSP]. La solidaridad constituye,
junto con la autonomía, la «clave de bóveda» que sustenta
la nueva organización territorial del Estado. Como no
tardó en advertir el Tribunal Constitucional, «el derecho a
la autonomía de las nacionalidades y regiones, que lleva
como corolario la solidaridad entre todas ellas, se da sobre
la base de la unidad nacional» (STC 25/1981, de 15 de
julio). El principio de solidaridad es «un factor de
equilibrio entre la autonomía de las nacionalidades o
regiones y la indisoluble unidad de la Nación española»
(STC 135/1992, de 5 de octubre, FJ 7.o), y proyecta sus
exigencias no sólo a las relaciones entre el Estado y las
Comunidades Autónomas, sino también a las relaciones de
estas últimas entre sí, que además deberán velar en sus
respectivos ámbitos territoriales por la realización interna
del principio de solidaridad (SSTC 179/1985, FJ 3.o;
63/1986, FJ 11; 183/1988, FJ 5.o; 250/1988, FJ 4.o).
No es fácil extraer del texto constitucional el contenido
material que permita concretar las exigencias de la
solidaridad, como principio que ha de respetarse en la
ordenación de las relaciones interpersonales e
interterritoriales en el ámbito económico y financiero.
En su proyección interterritorial la solidaridad entre
nacionalidades y regiones (art. 2 CE) requiere, de una
parte, que «en el ejercicio de sus competencias, [éstas] se
abstengan de adoptar decisiones o realizar actos que
perjudiquen o perturben el interés general y tengan, por el
contrario, en cuenta la comunidad de intereses que las
vincula entre sí y que no puede resultar disgregada o
menoscabada a consecuencia de una gestión insolidaria de
los propios intereses» (STC 64/1990, FJ 7.o). En
definitiva, la solidaridad interterritorial exige, desde esta
primera perspectiva, el reconocimiento de una comunidad
de intereses entre las distintas Comunidades Autónomas y
el comportamiento leal de todas ellas en el ejercicio de sus
respectivas atribuciones y competencias.
«La autonomía —ha dicho la STC 4/1981— no se garantiza por la
Constitución —como es obvio— para incidir de forma negativa sobre los
intereses generales de la Nación o sobre intereses generales distintos de los
de la propia entidad» (FJ 10). El principio de solidaridad es su «corolario»
(SSTC 25/1981, FJ 3.o, 64/1990, FJ 7.o).
«Al Estado le corresponde garantizar el principio de solidaridad (art. 138.1
CE), por lo que un Estatuto de Autonomía no puede contener criterios que
desvirtúen o limiten dicha competencia estatal» (STC 31/2010, de 28 de
junio, FJ 131).
La técnica de las denominadas «balanzas fiscales» pretende servir para
cuantificar la diferencia entre lo que una determinada circunscripción
territorial aporta a la circunscripción nacional más amplia en la que se
integra, y lo que de ésta recibe, pretendiendo establecer a partir de ella el
llamado «saldo fiscal». Una balanza fiscal —escribe el profesor Leopoldo
GONZALO— consiste en el registro sistemático de los flujos financieros de
ingresos y gastos públicos que han tenido lugar durante un período de
tiempo (normalmente un año) entre una parte del territorio nacional y el
resto del mismo. Se trata, en definitiva, de un instrumento contable ideado
para conocer el grado de solidaridad entre las diferentes regiones del país,
que sirva además para incrementar, sobre una base objetiva, las políticas
que garanticen el cumplimiento del principio de solidaridad de los arts. 2 y
138 CE. Sin embargo, la solvencia científica de este instrumento contable
es más que discutible, al igual que lo es su operatividad, pues tanto el
concepto de balanza fiscal como el propio art. 2 CE refieren el principio de
solidaridad exclusivamente a los territorios, siendo así que sólo las
personas, los ciudadanos, pueden ser sujetos activos o beneficiarios de tan
solemne imperativo constitucional; de manera que —concluye el profesor
L. GONZALO — el problema de la «redistribución solidaria» habría que
reconducirlo a otro plano distinto: al de los ciudadanos y al del modelo de
Estado.
Pero, además del ejercicio leal de sus propias
competencias conforme a las exigencias de la buena fe y
como «concreción
del más amplio deber de fidelidad a la Constitución» (STC
11/1986, FJ 5.o), la solidaridad interterritorial obliga al
Estado a velar «por el establecimiento de un equilibrio
económico, adecuado y justo entre las diversas partes del
territorio español» (art. 138.1 CE), y ello comporta la
adopción de medidas que aseguren la redistribución de la
riqueza entre las distintas Comunidades Autónomas y la
igualdad en los niveles de provisión de los servicios
públicos esenciales o básicos.
Hay que señalar, además, que las limitaciones derivadas
del principio de solidaridad no sólo se imponen a la acción
del Estado, sino, en general, a la acción de todos los
poderes públicos en el ejercicio de sus competencias; y de
ahí que las exigencias constitucionales de la solidaridad no
sólo se proyecten sobre el sistema de financiación de las
Comunidades Autónomas (art. 156.1 CE), sino sobre el
conjunto de instrumentos a través de los que se
desenvuelve la actividad económico-financiera de los
diferentes entes públicos territoriales.
c) El principio de unidad (arts. 2, 31.1, 128, 131.1, 138.2 y
139.2 CE) como presupuesto de la propia estructura
constitucional del Estado («la Constitución se fundamenta
en la indisoluble unidad de la Nación española [...]»: art. 2
CE) y límite inherente del derecho a la autonomía que la
Constitución reconoce y garantiza. «En ningún caso el
principio de autonomía puede oponerse al de unidad, sino
que es precisamente dentro de éste donde alcanza su
verdadero sentido, de acuerdo con el art. 2 CE» (STC
4/1981). El derecho a la autonomía se da, pues, «sobre la
base de la unidad nacional» (STC 25/1981). «Nuestro
Texto constitucional garantiza tanto la unidad de España
como la autonomía de sus nacionalidades y regiones, lo
que necesariamente obliga a buscar un adecuado equilibrio
entre ambos principios, pues la unidad del Estado no es
óbice para la coexistencia de una diversidad territorial que
admite un importante campo competencial de las
Comunidades Autónomas» (STC 96/2002, de 25 de abril,
FJ 11).
Las exigencias del principio de unidad se proyectan tanto
en el orden económico general como en el
específicamente tributario, correspondiéndole al legislador
estatal la fijación de los principios o criterios básicos de
general aplicación en todo el territorio nacional. «Al
Estado se le atribuye por la Constitución, entonces, el
papel de garante de la unidad, pues la diversidad viene
dada por la estructura territorial compleja, quedando la
consecución del interés general de la Nación confiada a los
órganos generales del Estado» (STC 96/2002, FJ 11).
d) El principio de coordinación con la Hacienda estatal
(art. 156.1 CE y art. 2 LOFCA) como instrumento
imprescindible para la adopción de una política
económica, presupuestaria y fiscal general que garantice el
equilibrio económico y la estabilidad presupuestaria, y
estimule el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más
justa distribución, conforme a lo establecido en los arts.
40.1, 131 y 138 CE.
Conforme a la doctrina del Tribunal Constitucional, «al
Estado le corresponde la coordinación en materia de
financiación de las Comunidades Autónomas,
fundamentalmente, por tres razones. En primer lugar
porque... de conformidad a nuestra doctrina, “[c]on el art.
157.3 CE, que prevé la posibilidad de que una Ley
Orgánica regule las competencias financieras de las
Comunidades Autónomas, no se pretendió sino habilitar la
intervención unilateral del Estado en este ámbito
competencial a fin de alcanzar un mínimo grado de
homogeneidad en el sistema de financiación autonómico,
orillando así la dificultad que habría supuesto que dicho
sistema quedase exclusivamente al albur de lo que se
decidiese en el procedimiento de elaboración de cada uno
de los Estatutos de Autonomía” (STC 68/1996, de 4 de
abril, FJ 9.o).
En segundo lugar porque... es la autonomía financiera de
todos los entes territoriales, lo que exige necesariamente la
intervención del Estado para adoptar las medidas
necesarias y
suficientes a efectos de asegurar la integración de las
diversas partes del sistema en un conjunto unitario (SSTC
11/1984, de 2 de febrero, FJ 4.o; y 144/1985, de 25 de
octubre, FJ 4.o).
Y, en tercer lugar, porque... de acuerdo con la previsión del
art. 2.1.c) LOFCA, las Comunidades Autónomas vienen
obligadas a coordinar el ejercicio de su actividad
financiera con la hacienda del Estado de acuerdo al
principio de “solidaridad entre las diversas nacionalidades
y regiones” [art. 2.1.c) LOFCA]» (STC 13/2007, de 18 de
enero, FJ 7) (STC 101/2016, de 25 de mayo, FJ 9.o).
«También, las técnicas de cooperación son consustanciales a la estructura
compuesta del Estado de las Autonomías, sin que necesiten justificarse en
preceptos constitucionales o estatutarios concretos, al derivar de la
concurrencia misma de títulos competenciales, de manera que, al objeto de
integrar las diferentes competencias, se debe acudir, en primer lugar, a
fórmulas de cooperación mediante las cuales ambos niveles de gobierno
coadyuvan a la consecución de un objetivo común que ninguno de ellos
podría satisfacer, con igual eficacia, actuando por separado. De esta manera,
el principio de cooperación tiende a garantizar la participación de todos los
entes involucrados en la toma de decisiones cuando el sistema de
distribución competencial conduce a una actuación conjunta del Estado y de
las Comunidades Autónomas (SSTC 194/2004, de 4 de noviembre, FJ 9, y
13/2007, de 18 de enero, FJ 7.o)» (STC 101/2016, de 25 de mayo, FJ 9.o).
En la doctrina constitucional sobre el principio de
coordinación es fácil advertir la necesidad de articular
«medios y sistemas de relación» entre la Hacienda estatal
y las Haciendas autonómicas que «hagan posible la
información recíproca, la homogeneidad técnica en
determinados aspectos y la acción conjunta [...]» (STC
32/1983); exigencias todas ellas que conectan con los
principios de colaboración, solidaridad y lealtad
constitucional que inspiran la ordenación de la Hacienda
en el Estado autonómico (STC 96/1990, FJ 16).
Corresponde al Estado adoptar las medidas oportunas para conseguir la
estabilidad económica interna y externa y la estabilidad presupuestaria, así
como el desarrollo armónico entre las diversas partes del territorio español
[art. 2.Uno.b) LOFCA], debiendo el Gobierno fijar los objetivos de
estabilidad presupuestaria y de deuda pública para cada una de las CCAA
(art. 16 LO 2/2012), y establecer mecanismos de coordinación entre todas
las Administraciones Públicas para garantizar la efectividad de los
principios contenidos en la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y su
coherencia con la normativa europea (art. 10.3 LO 2/2012).].
Para la adecuada coordinación entre la actividad financiera
de las CCAA y de la Hacienda del Estado el art. 3 LOFCA
crea el Consejo de Política Fiscal y Financiera de las
CCAA, como órgano consultivo y de deliberación,
constituido por los Ministros de Hacienda y de
Administraciones Públicas y el Consejero de Hacienda de
cada Comunidad o Ciudad Autónoma; «órgano
multilateral en el que el Estado ejercita funciones de
cooperación y coordinación ex art. 149.1.14.a CE» (STC
31/2010, de 28 de junio, FJ 130).
«El Consejo de Política Fiscal y Financiera, en cuyo seno están
representadas individualmente cada una de las CCAA, es, con carácter
general, el órgano de coordinación institucional entre el Estado y las CCAA
en materia de política fiscal y financiera (art. 3.1 LOFCA), y, con carácter
más específico, el órgano encargado de la coordinación de la política
presupuestaria de las CCAA con la del Estado [art. 3.2.a) LOFCA]» (STC
215/2014, de 18 de diciembre, FJ 6.o). El párrafo primero del art. 135.5 CE
reserva a una ley orgánica la regulación de la participación de los órganos
de coordinación institucional entre las Administraciones Públicas en
materia de política fiscal y financiera. Y el art. 10.2 LOEP recuerda que las
competencias del Gobierno se ejercerán «sin perjuicio de las competencias
del Consejo de Política Fiscal y Financiera de las Comunidades
Autónomas».
La coordinación «persigue la integración de la diversidad de las partes o
subsistemas en el conjunto o sistema, evitando contradicciones y
reduciendo disfunciones que, de subsistir, impedirían o dificultarían la
realidad misma del sistema» (STC 32/1983, FJ 2.o).
La coordinación no otorga a su titular competencias que no ostente y, en
concreto, facultades de gestión complementarias [...], por lo que no puede
servir de instrumento para asumir competencias autonómicas, ni siquiera
respecto de una parte del objeto material sobre el que recaen» [STC
227/1988, de 29 de noviembre, FJ 20.e)].
e) El principio de igualdad que, proyectado sobre la
distribución del poder entre los diferentes entes públicos
territoriales del Estado, se manifiesta básicamente en las
exigencias del art. 139.1 («todos los españoles tienen los
mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del
territorio del Estado») y del art. 138.2 CE («las diferencias
entre los Estatutos de las distintas Comunidades
Autónomas no podrán implicar, en ningún caso,
privilegios económicos o sociales»); correspondiéndole al
Estado la competencia exclusiva para la «regulación de las
condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos
los españoles en el ejercicio de
los derechos y en el cumplimiento de los deberes
constitucionales» (art. 149.1.1.a CE).
El art. 140.1.h) LSP incluye, entre los Principios de las relaciones
interadministrativas, la «garantía e igualdad en el ejercicio de los derechos
de todos los ciudadanos en sus relaciones con las diferentes
Administraciones».
«De la misma manera que las subvenciones estatales pueden tender a
asegurar las condiciones básicas de igualdad cuya regulación reserva al
Estado el art. 149.1.1.a CE, poniéndose de este modo su poder de gasto al
servicio del cumplimiento de cláusulas constitucionales genéricas como las
previstas en los arts. 1.1 y 9.2 CE (en términos parecidos, STC 13/1992, de
6 de febrero), el establecimiento de beneficios fiscales puede operar como
una medida dirigida a la promoción de una determinada conducta o a la
consecución de un determinado fin, una y otro, previstos en la
Constitución» (STC 207/2013, de 5 de diciembre, FJ 3.o).
El TC «ha rechazado expresamente que las relaciones entre el Estado y las
Comunidades Autónomas puedan sustentarse en el principio de
reciprocidad (SSTC 132/1998, de 18 de junio, FJ 10, y las allí citadas), dada
la posición de superioridad del Estado (STC 4/1981, FJ 3.o) y que a él le
corresponde la coordinación en la materia financiera, que lleva implícita la
idea de jerarquía» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 132).
Uno de los principios inspiradores del nuevo sistema de
financiación es la garantía de un nivel base equivalente de
financiación de los servicios públicos fundamentales, con
la finalidad de que puedan ser prestados en igualdad de
condiciones a todos los ciudadanos, independientemente
de la Comunidad Autónoma en la que residan [art.
2.Uno.c) LOFCA].
Tiene reconocido el TC que «el principio constitucional de igualdad no
impone que todas las Comunidades Autónomas ostenten las mismas
competencias, ni, menos aún, que tengan que ejercerlas de una manera o
con un contenido y unos resultados idénticos o semejantes. La autonomía
significa precisamente la capacidad de cada nacionalidad o región para
decidir cuándo y cómo ejercer sus propias competencias, en el marco de la
Constitución y del Estatuto.
»Y si, como es lógico, de dicho ejercicio derivan desigualdades en la
posición jurídica de los ciudadanos residentes en cada una de las distintas
Comunidades Autónomas, no por ello resultan necesariamente infringidos
los artículos 1, 9.2, 14, 139.1 y 149.1.1.a de la Constitución, ya que estos
preceptos no exigen un tratamiento jurídico uniforme de los derechos y
deberes de los ciudadanos en todo tipo de materias y en todo el territorio
del Estado, lo que sería frontalmente incompatible con la autonomía, sino,
a lo sumo, y por lo que al ejercicio de los derechos y al cumplimiento de los
deberes constitucionales se refiere, una igualdad de las posiciones jurídicas
fundamentales» (SSTC 37/1987, FJ 10, y 150/1990, FJ 7.o). «El principio
de igualdad —advierte, por su parte, el Tribunal Supremo— no implica en
todos los casos un tratamiento legal e igual con abstracción de cualesquiera
elementos diferenciados de trascendencia jurídica, pues llevado a su última
consecuencia sería incompatible con el de autonomía de la imposición de
exacciones y la intensidad de las cargas tributarias, y como dice el Tribunal
Constitucional en Sentencia 37/1981, de 16 de noviembre, la igualdad no
puede ser entendida como una rigurosa y monolítica uniformidad del
Ordenamiento [...]» (STS de 22 de enero de 2009, Rec. 3372/2004, FJ 2.o).
«Ahora bien, lo que no le es dable al legislador —desde el punto de vista de
la igualdad como garantía básica del sistema tributario— es localizar en una
parte del territorio nacional, y para un sector o grupo de sujetos, un
beneficio tributario sin una justificación plausible que haga prevalecer la
quiebra del genérico deber de contribuir al sostenimiento de los gastos
públicos sobre los objetivos de la redistribución de la renta (art. 131.1 CE) y
de solidaridad (art.138.1 CE), que la Constitución española propugna y que
dotan de contenido al Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1
CE)» (STC 96/2002, de 25 de abril, FJ 8.o). La garantía constitucional del
art. 139.1 CE constituye una «manifestación concreta del principio de
igualdad del art. 14 CE, que, aunque no exige que las consecuencias
jurídicas de la fijación de la residencia deban ser, a todos los efectos, las
mismas en todo el territorio nacional (pudiendo ser las cargas fiscales
distintas sobre la base misma de la diferencia territorial), sí garantiza el
derecho a la igualdad jurídica, «es decir, a no soportar un perjuicio —o una
falta de beneficio— desigual e injustificado en razón de los criterios
jurídicos por los que se guía la actuación de los poderes públicos (STC
8/1986)» (STC 96/2002, FJ 12).
La STC 60/2015, de 18 de marzo, estima la cuestión de inconstitucionalidad
promovida por el Tribunal Supremo respecto del art. 12 bis.A) de la Ley de
la Comunidad Valenciana 13/1997, de 23 de diciembre, por la que se regula
el tramo autonómico del IRPF y restantes tributos cedidos, declarando su
inconstitucionalidad y nulidad; argumentando que «no estamos ante un
supuesto en el que la diferencia de trato venga dada por una pluralidad de
normas fruto de la propia diversidad territorial en que se configura la nación
española, sino ante un supuesto en el que la diferencia se consagra en una
única norma, acudiendo para ello a la residencia o no en el territorio de la
Comunidad Autónoma. Si bien las desigualdades de naturaleza tributaria
producidas por la existencia de diferentes poderes tributarios (estatal,
autonómico y local) se justifican, en principio, no sólo de forma objetiva
sino también razonable, siempre que sus consecuencias sean
proporcionales, en la propia diversidad territorial, al convertirse el territorio
en un elemento diferenciador de situaciones idénticas (por ejemplo, SSTC
76/1983, de 5 de agosto, FJ 2.o; 150/1990, de 4 de octubre, FJ 7.o, y
233/1999 , de 16 de diciembre, FJ 26), en el caso que no ocupa y, como
señala el órgano judicial, el territorio ha dejado de ser un elemento de
diferenciación de situaciones objetivamente comparables, para convertirse
en un elemento de discriminación, pues con la diferencia se ha pretendido
exclusivamente “favorecer a sus residentes”, tratándose así a una misma
categoría de contribuyentes de forma diferente por el solo hecho de su
distinta residencia.
En suma, al carecer de cualquier justificación legitimadora el recurso a la
residencia como elemento de diferenciación, no sólo se vulnera el principio
de igualdad (art. 14 CE), sino que, como con acierto señala el Fiscal
General del Estado, se ha utilizado un criterio de reparto de las cargas
públicas carente de una justificación razonable y, por tanto, incompatible
con un sistema tributario justo (art. 31.1 CE)» (FJ 5.o).
f) El principio de neutralidad, conectado con el de
igualdad y el de territorialidad, se concreta a través del
art. 139.2 CE en el principio de libre circulación de bienes
y personas en todo el territorio nacional; y,
específicamente, en lo que atañe a las medidas tributarias,
en el art. 157.2 CE y en el art. 2.1 LOFCA: «el sistema de
ingresos de las Comunidades Autónomas deberá
establecerse de forma que no pueda implicar, en ningún
caso, privilegios económicos o sociales ni suponer la
existencia de barreras fiscales en el territorio español, de
conformidad con el artículo 157.2 CE».
La STC 37/1981, de 16 de noviembre, precisa que no toda medida
obstaculizadora de la libre circulación debe reputarse inconstitucional: «no
toda incidencia es necesariamente un obstáculo. Lo será sin duda cuando
intencionalmente persiga la finalidad de obstaculizar la circulación». La
infracción del referido principio se producirá, pues, cuando «las
consecuencias objetivas de las medidas adoptadas impliquen el surgimiento
de obstáculos que no guardan relación con el fin constitucionalmente lícito
que aquéllas persiguen» (FJ 2.o). Por su parte, la STC 8/1986, de 21 de
enero, señala que «la libertad de elección de residencia [...] comporta la
obligación correlativa de los poderes públicos de no adoptar medidas que
restrinjan u obstaculicen ese derecho fundamental, pero ello no significa
que las consecuencias jurídicas de la fijación de residencia hayan de ser, a
todos los efectos, las mismas en todo el territorio nacional [...]. La
compatibilidad entre la unidad económica de la nación y la diversidad
jurídica que deriva de la autonomía ha de buscarse —señala la STC 8/1986
— en un equilibrio entre ambos principios, equilibrio que, al menos y en lo
que aquí interesa, admite una pluralidad y diversidad de intervenciones de
los poderes públicos en el ámbito económico, siempre que reúnan las varias
características de que: la regulación autonómica se lleve a cabo dentro del
ámbito de la competencia de la Comunidad; que esa regulación en cuanto
introductora de un régimen diverso del o de los existentes en el resto de la
Nación, resulte proporcionada al objeto legítimo que se persigue, de manera
que las diferencias y peculiaridades en ella previstas resulten adecuadas y
justificadas por su fin, y, por último, que quede en todo caso a salvo la
igualdad básica de todos los españoles» (FJ 6.o). (En igual sentido la STC
64/1990, de 5 de abril, y, en sentido análogo, la STC 66/1991, de 22 de
marzo. Véanse también las SSTC 96/2002, de 25 de abril, FJ 11, y
168/2004, de 6 de octubre, FJ 5.o)
g) «El principio de territorialidad de las competencias es
algo implícito al propio sistema de autonomías
territoriales» (SSTC 13/1988, 101/1995, 132/1996, entre
otras), de forma que la eficacia y el alcance territorial de
las normas y de los actos de las CCAA vienen impuestos
por la organización territorial del Estado (art. 137 CE) y
responden «a la necesidad de hacer compatible el ejercicio
simultáneo de las
competencias asumidas por las distintas Comunidades
Autónomas» (STC 44/1984, FJ 2.o). Por otra parte, el
territorio se configura como «elemento delimitador de las
competencias de los poderes públicos territoriales [...], y,
en concreto, como delimitador de las competencias de las
Comunidades Autónomas en sus relaciones con las demás
Comunidades Autónomas y con el Estado [...]» (STC
132/1996, FJ 4.o), puesto que «los Estatutos de Autonomía
limitan al territorio de la Comunidad el ámbito en el que se
ha de desenvolver sus competencias» (STC 204/2002, de
31 de octubre, FJ 3.o).
No obstante, tiene reconocido el Tribunal Constitucional que el límite
territorial de las normas y actos de las CCAA no puede significar, en modo
alguno, que les esté vedado a sus órganos, en el ejercicio de sus
competencias, adoptar decisiones que puedan producir consecuencias de
hecho en otros lugares del territorio nacional (STC 37/1981, FJ 1.o).
Criterio éste que, específicamente, se reitera en las SSTC 37/1987, FJ 14;
150/1990; 118/1996; 126/2002 y 168/2004, FJ 5.o
Junto a estas dos proyecciones del principio de
territorialidad (como delimitador de la eficacia espacial de
las normas y de los actos autonómicos, y, a la vez, como
elemento delimitador de las competencias atribuidas a los
diferentes entes públicos territoriales), el art. 157.2 CE se
refiere específicamente al poder tributario de las
Comunidades Autónomas, al disponer que éstas «no
podrán en ningún caso adoptar medidas tributarias sobre
bienes situados fuera de su territorio o que supongan
obstáculo para la libre circulación de mercancías o
servicios».
La doctrina ha reparado, sobre todo, en la primera parte
del precepto para concluir que en él se consagra el
principio de territorialidad fiscal. Sin embargo, la
interpretación del precepto en su conjunto obliga a ponerlo
en relación, de una parte, con la libertad de circulación de
bienes y servicios, formulada con carácter de principio
general en el art. 139.2 CE, y, de otra, con el desarrollo y
concreción que del mismo efectúa el legislador en la
LOFCA, como norma integrante del bloque de la
constitucionalidad [en particular, el art. 2.1.a), referido con
carácter general al sistema de ingresos de las CCAA; el
art. 9 en relación con sus impuestos propios, y el
art. 19.2 respecto a los tributos cedidos]. Situada en ese
doble contexto la interpretación global del art. 157.2 CE,
estimamos que lo que en dicho precepto se consagra es —
en los términos de J. LINARES MARTÍN DE ROSALES— la
libertad de circulación [que impide la existencia de
barreras fiscales en el territorio nacional, conforme a los
arts. 2.1.a), 9.c) y 12.2 LOFCA] y la prohibición de la
exportación tributaria interterritorial, que se concreta en
el art. 9.a) y b) LOFCA respecto a los impuestos propios
de las Comunidades Autónomas.
h) La prohibición de duplicidad en la imposición. El art. 6
LOFCA recoge la prohibición de doble imposición, siendo
ésta «la única prohibición de doble imposición en materia
tributaria que se encuentra expresamente recogida en el
bloque de la constitucionalidad [...] y garantiza que sobre
los ciudadanos no pueda recaer la obligación material de
pagar doblemente (al Estado y a las CCAA, o a las
Entidades locales y a las CCAA) por un mismo hecho
imponible» (STC 242/2004, de 16 de diciembre, FJ 4.o).
En efecto, la Ley Orgánica que regula el ejercicio de las
competencias financieras de las CCAA conforme a la
habilitación del art. 157.3 «somete la creación por aquéllas
de tributos propios a dos límites infranqueables: de un
lado, dichos tributos no podrán recaer sobre «hechos
imponibles gravados por el Estado» (art. 6.2 LOFCA); de
otro, «los tributos que establezcan las CCAA no podrán
recaer sobre hechos imponibles gravados por los tributos
locales». No obstante, «las CCAA podrán establecer y
gestionar tributos sobre las materias que la legislación de
régimen local reserve a las Corporaciones Locales», si
bien «en todo caso, deberán establecerse las medidas de
compensación o coordinación adecuadas a favor de
aquellas Corporaciones, de modo que los ingresos de tales
Corporaciones Locales no se vean mermados ni reducidos
tampoco en sus posibilidades de crecimiento futuro» (art.
6.3 LOFCA).
«La doctrina relativa a los límites del poder tributario de las comunidades
autónomas contenidos en el art. 6.2 y 3 LOFCA, ha sido ya objeto de una
amplia jurisprudencia, recordada en las recientes SSTC
120/2018, de 31 de octubre, FJ 3, y 4/2019 de 17 de enero, FJ 3. De
particular interés es la STC 74/2016, de 14 de abril, precisamente referida al
impuesto que constituye el antecedente más directo del que ahora se
impugna [el impuesto sobre elementos radiotóxicos de Cataluña], ya que
tenía por objeto la producción de energía eléctrica de origen nuclear. En el
fundamento jurídico 2 de esa sentencia ya destacábamos que la doctrina
referida al art. 6.2 LOFCA se ha examinado en numerosas resoluciones de
este Tribunal, entre otras muchas, en «las SSTC 122/2012, de 5 de junio
(sobre el impuesto sobre grandes establecimientos comerciales de
Cataluña); 210/2012, de 14 de noviembre (sobre el impuesto sobre
depósitos bancarios de Extremadura); 30/2015, de 19 de febrero; 107/2015,
108/2015 y 111/2015, todas de 28 de mayo; y 202/2015, de 24 de
septiembre, todas ellas referidas a diferentes impuestos autonómicos sobre
depósitos en entidades de crédito». Allí continuábamos afirmando que [...]
«para determinar si un impuesto autonómico es contrario al art. 6.2
LOFCA, por recaer sobre un hecho imponible gravado por el Estado, deben
compararse ambas figuras tributarias partiendo siempre del examen del
hecho imponible, pero analizando también todos los restantes elementos del
tributo que se encuentran conectados con este: sujetos pasivos, base
imponible, y demás elementos de cuantificación del hecho imponible, como
la cuota tributaria o los supuestos de exención». De manera que es preciso
atender no solo a «la riqueza gravada o materia imponible, que es el punto
de partida de toda norma tributaria, sino [también a] la manera en que dicha
riqueza o fuente de capacidad económica es sometida a gravamen en la
estructura del tributo [SSTC 210/2012, FJ 4; 53/2014, de 10 de abril, FJ
3.a); 120/2018, FJ 3, y 4/2019, FJ 3.a)]». En este punto es relevante
subrayar que, entre los elementos a comparar de los correspondientes
impuestos se encuentra la posible concurrencia de fines extrafiscales, ya sea
en el tributo o en alguno de sus elementos, teniendo en cuenta que los
mismos no son incompatibles con el natural propósito recaudatorio de todo
tributo, pues «de la misma manera que los tributos propiamente
recaudatorios, pueden perseguir y de hecho persiguen en la práctica otras
finalidades extrafiscales [...], difícilmente habrá impuestos extrafiscales
químicamente puros, pues en todo caso la propia noción de tributo implica
que no se pueda desconocer o contradecir el principio de capacidad
económica» [STC 53/2014, de 10 de abril, FJ 6.c); doctrina reiterada, entre
otras, en las SSTC 74/2016, FJ 2; 120/2018, FJ 3.d), y 4/2019, FJ 3.d)]»
(STC 43/2019, de 27 de marzo, FJ 3.o).
Véanse asimismo las SSTC 28/2019, de 28 de febrero, sobre el impuesto
sobre los activos no productivos de las personas jurídicas de Cataluña;
22/2019, de 14 de febrero, sobre el impuesto sobre las instalaciones que
incidan en el medio ambiente de la Región de Murcia; y 4/2019, de 17 de
enero, sobre el impuesto sobre las viviendas vacías de Cataluña.
i) Lealtad institucional. «Las actuaciones del Estado y de
las CCAA han de estar presididas por el principio de
lealtad constitucional, principio que, aun cuando no esté
recogido de modo expreso en el texto constitucional,
constituye un soporte esencial del funcionamiento del
Estado autonómico y cuya observancia resulta
obligada»[...] del que deriva un deber de
colaboración e información recíproca entre las
Administraciones implicadas [...] dimanante del general
deber de auxilio recíproco [...] «que debe presidir las
relaciones entre el Estado y las Comunidades Autónomas»
[...] que es concreción, a su vez, de un deber general de
fidelidad a la Constitución [...]. Por esta razón, el art. 2.1
LOFCA somete la actividad financiera de las
Comunidades Autónomas, en coordinación con la
hacienda del Estado, al principio de lealtad institucional
[letra g)], y el art. 9 de la Ley Orgánica 2/2012 obliga a
todas las Administraciones públicas a adecuar sus
actuaciones al mismo principio de lealtad institucional
[...]» (STC 215/2014, de 18 de diciembre, FJ 4.o).(Véase
asimismo la STC 101/2016, de 25 de mayo, FJ 9.o).
Tiene declarado el Tribunal Constitucional que «la
autonomía y las propias competencias son indisponibles
tanto para el Estado como para las CCAA» (STC 13/1992,
FJ 7.o), y «también han de serlo para los Entes Locales»
(STC 48/2004, FJ 13). Por otra parte, en un Estado de
estructura compuesta resulta evidente que el ejercicio del
poder financiero de los Entes territoriales habrá de
desarrollarse dentro de sus respectivos ámbitos
competenciales, sin que ello suponga el vaciamiento o la
anulación de ámbitos competenciales ajenos, ni la
alteración del orden constitucional de distribución de
competencias. De ahí que la lealtad institucional, esto es,
el ejercicio de las respectivas competencias conforme a las
exigencias de la buena fe y como «concreción del más
amplio deber de fidelidad a la Constitución» (STC
11/1986, FJ 5.o), constituya una exigencia implícita e
incluso presupuesto de todas las anteriores, y formalmente
incorporada al actual art. 2.1.g) LOFCA y, más
recientemente, al art. 9 de la LO 2/2012, de Estabilidad
Presupuestaria.
En la LOFCA la lealtad institucional aparece como uno de
los principios que ha de presidir el ejercicio de la actividad
financiera de las CCAA en coordinación con la Hacienda
del Estado.
«La lealtad institucional [...] determinará el impacto, positivo o negativo,
que puedan suponer las actuaciones legislativas del Estado y de las
Comunidades Autónomas en materia tributaria o la adopción de medidas
que eventualmente puedan hacer recaer sobre las Comunidades Autónomas
o sobre el Estado obligaciones de gasto no previstas a la fecha de
aprobación del sistema de financiación vigente, y que deberán ser objeto de
valoración quinquenal en cuanto a su impacto, tanto en materia de ingresos
como de gastos, por el Consejo de Política Fiscal y Financiera de las
Comunidades Autónomas, y en su caso compensación, mediante
modificación del Sistema de Financiación para el siguiente quinquenio»
[art. 2.1.g) LOFCA].
En la Exposición de Motivos de la LO 2/2012, de
Estabilidad Presupuestaria, la lealtad institucional se
presenta como principio rector para armonizar y facilitar la
colaboración y cooperación entre las distintas
Administraciones en materia presupuestaria; pero en la
regulación que del principio se hace en su art. 9, la lealtad
institucional se proyecta, sin distinción, a cualquier ámbito
en el que las Administraciones Públicas realizan
actuaciones y ejercen sus competencias.
En efecto, por exigencias del principio de lealtad institucional cada
Administración deberá:
a) Valorar el impacto que sus actuaciones, sobre las materias a las que se
refiere esta Ley, pudieran provocar en el resto de Administraciones
Públicas.
b) Respetar el ejercicio legítimo de las competencias que cada
Administración Pública tenga atribuidas.
c) Ponderar, en el ejercicio de sus competencias propias, la totalidad de los
intereses públicos implicados y, en concreto, aquellos cuya gestión esté
encomendada a otras Administraciones Públicas.
d) Facilitar al resto de Administraciones Públicas la información que
precisen sobre la actividad que desarrollen en el ejercicio de sus propias
competencias y, en particular, la que se derive del cumplimiento de las
obligaciones de suministro de información y transparencia en el marco de
esta Ley y de otras disposiciones nacionales y comunitarias.
e) Prestar, en el ámbito propio, la cooperación y asistencia activas que el
resto de Administraciones Públicas pudieran recabar para el eficaz ejercicio
de sus competencias. (art. 9 LO 2/2012)
La STC 215/2014, de 18 de diciembre, desestima el recurso de
inconstitucionalidad número 557/2013, promovido por el Gobierno de
Canarias contra diferentes preceptos de la LOEP, entre otros el art. 19
(«Advertencia del riesgo de incumplimiento», al que le reprochaba
desconocer el «principio de lealtad constitucional contenido en el principio
de seguridad jurídica del art. 9.3 CE» (FJ 4.o).
Vulneraría las exigencias, entre otras, de la lealtad
institucional «cualquier transferencia de recursos de una
Hacienda territorial a otra, impuesta unilateralmente por
una de ellas», siempre que esta transferencia forzosa de
recursos no encuentre una habilitación expresa en el
bloque de la constitucionalidad (cfr. STC 48/2004, de 25
de marzo.)
La lealtad institucional constituye asimismo uno de los principios generales
de las relaciones interadministrativas [art. 140.1.a) LSP].
2. EL PODER FINANCIERO DE LAS COMUNIDADES
AUTÓNOMAS EN MATERIA DE INGRESOS
De acuerdo con el art. 157.1 CE, los recursos de las
Comunidades Autónomas estarán constituidos por:
a) Impuestos cedidos total o parcialmente por el Estado;
recargos sobre impuestos estatales y otras participaciones
en los ingresos del Estado.
b) Sus propios impuestos, tasas y contribuciones
especiales.
c) Transferencias de un Fondo de Compensación
Interterritorial y otras asignaciones con cargo a los
Presupuestos Generales del Estado.
d) Rendimientos procedentes de su patrimonio e ingresos
de Derecho privado.
e) El producto de las operaciones de crédito.
El TC ha eludido pronunciarse sobre si el art. 157 CE contiene «una
enumeración exhaustiva o cerrada, o bien por el contrario meramente
enunciativa o abierta», respecto de los recursos que constituyen el soporte
financiero de las CCAA, o sobre la posibilidad o no de establecer una
«inespecífica o atípica fuente de financiación de la Hacienda autonómica»;
pero sí declara que «cualquier transferencia (forzosa) de recursos de una
Hacienda Territorial a otra, impuesta unilateralmente por una de ellas [...],
debe encontrar expresa habilitación en el bloque de la constitucionalidad»
(STC 48/2004, FJ 12).
Refiriéndose a los límites del poder tributario de las CC AA, declara el
Tribunal Constitucional que «el canon de constitucionalidad aplicable a las
normas tributarias de las Comunidades Autónomas parte del texto
constitucional (arts. 133.2, 156.1 y 157.3 CE), del contenido en los
respectivos Estatutos de Autonomía [...] , y de las leyes estatales que, dentro
del marco constitucional, se hubieran dictado para delimitar las
competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas (por todas,
STC 7/2010, de 27 de abril, FJ 4). Entre esas leyes delimitadoras de las
competencias destaca la LOFCA [entre otras, STC 53/2014, de 10 de abril,
FJ 1 a)]» (STC 22/2019, de 14 de febrero, FJ 3.o).
«En la actualidad los tributos cedidos tienen una importancia central como
recurso que, además de garantizar determinados rendimientos a las
Comunidades Autónomas, les permite modular el montante fiscal de su
financiación mediante el ejercicio de competencias normativas en el marco
de lo dispuesto en las correspondientes leyes de cesión de tributos. De esta
manera, el sistema permite en la actualidad que las Comunidades
Autónomas puedan, por sí mismas, incrementar sustancialmente los
recursos con los que han de financiarse» (STC 53/2014, de 10 de abril, FJ
3.o).
Junto al sistema tributario autonómico (tributos propios,
tributos cedidos y recargos sobre impuestos estatales), del
que nos ocupamos en una Lección posterior, los demás
recursos financieros e ingresos de las CCAA están
constituidos por:
A) «Otras participaciones en los ingresos del Estado»
[art. 157.1.a) CE]: el Fondo de Suficiencia Global y los
Fondos de Convergencia Autonómica
«Las decisiones que afecten a la suficiencia financiera de todas las
Comunidades Autónomas han de ser tomadas en el seno de órganos
multilaterales, aunque ello no impide la actuación específica y
complementaria de los órganos bilaterales de cooperación. Por tanto, «en
modo alguno cabe admitir que la determinación del porcentaje de
participación en los ingresos del Estado pueda depender de la voluntad de
una determinada Comunidad Autónoma, pues ello ni resulta de los términos
expresos de los preceptos del bloque de la constitucionalidad a que se ha
hecho referencia, ni es compatible con el carácter exclusivo de la
competencia que corresponde al Estado, de acuerdo con el art. 149.1.14.a
CE, para el señalamiento de los criterios de distribución de la participación
de las Comunidades Autónomas en los ingresos de aquél. Conferir carácter
vinculante a la voluntad autonómica no sólo anularía la potestad exclusiva
del Estado para configurar el sistema de financiación de las Comunidades
Autónomas que considere más idóneo, sino que le privaría tanto de ejercer
sus potestades de coordinación (art. 156.1 CE) como de garantizar la
realización efectiva del principio de solidaridad consagrado en el art. 2 de la
Constitución» (STC 13/2007, FJ 9.o). Por consecuencia, el primer inciso
del art. 210.1 EAC, que formaliza en el Estatuto la existencia de la
Comisión Mixta de Asuntos Económicos y Financieros como órgano
bilateral de cooperación entre el Estado y la Generalitat en “el ámbito de la
financiación autonómica”, no resulta inconstitucional siempre que se
interprete en el sentido de que no excluye ni limita la capacidad de los
mecanismos multilaterales en materia de financiación autonómica ni
quebranta la reserva de Ley Orgánica prevista en el art. 157.3 CE y las
consiguientes competencias estatales» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ
135).
Las Comunidades Autónomas y Ciudades con Estatuto de
Autonomía podrán ser titulares de otras formas de
participación en los ingresos del Estado, a través de los
fondos y mecanismos establecidos en las leyes [arts.
4.Uno.f) y 13.Cinco LOFCA].
La propia LOFCA, modificada por la LO 3/2009, de 18 de
diciembre, crea un fondo específico para instrumentar la
participación de las CCAA en los ingresos del Estado (el
Fondo de Suficiencia Global) destinado a cubrir la
diferencia entre las necesidades de gasto de cada
Comunidad Autónoma y la suma de su capacidad
tributaria y la transferencia del Fondo de Garantía de
Servicios Públicos Fundamentales (art. 15 LOFCA), al
que enseguida se aludirá.
El Fondo de Suficiencia Global permite asegurar la
suficiencia de la financiación de la totalidad de las
competencias de las CCAA y Ciudades con Estatuto de
Autonomía, respetando los resultados del modelo anterior
a través de la cláusula del statu quo, de manera que
ninguna pierda con el cambio de modelo. El valor inicial
del Fondo de Suficiencia Global en el año base se fijará en
la Comisión Mixta de transferencias conforme a lo
previsto en el art. 10 de la Ley 22/2009, de 18 de
diciembre, por la que se regula el sistema de financiación
de las CCAA, que establece asimismo (art. 11) los
criterios para su regularización y evolución.
Con recursos adicionales del Estado, la Ley 22/2009 crea
en su Título II los nuevos Fondos de Convergencia
Autonómica (el Fondo de Competitividad y el Fondo de
Cooperación), con los objetivos de aproximar las CCAA
de régimen común en términos de financiación por
habitante ajustado y de favorecer el equilibrio económico
territorial, contribuyendo a la igualdad y a la equidad (art.
22 de la Ley 22/2009).
El Fondo de Competitividad se dotará anualmente en los
Presupuestos Generales del Estado con el fin de reforzar la
equidad y la eficiencia en la financiación de las
necesidades de
los ciudadanos y reducir las diferencias en la financiación
homogénea per capita entre Comunidades Autónomas,
incentivando su autonomía y capacidad fiscal y
desincentivando la competencia fiscal a la baja.
El Fondo de Competitividad se repartirá anualmente entre
las CCAA con financiación per capita ajustada inferior a
la media o a su capacidad fiscal, en los términos que se
concretan en el art. 23 de la Ley 22/2009.
Las CCAA que cumplan alguna de las condiciones
establecidas en el art. 24 de la Ley 22/2009 serán
beneficiarias del Fondo de Cooperación que se dotará con
recursos adicionales del Estado, en la cantidad que se
prevea anualmente en los PGE, con el objetivo último de
equilibrar y armonizar el desarrollo regional estimulando
el crecimiento de la riqueza y la convergencia regional en
términos de renta.
B) El Fondo de Garantía de Servicios Públicos
Fundamentales (art. 15 LOFCA)
El Fondo de Garantía de Servicios Públicos
Fundamentales es el instrumento con el que el Estado
garantiza en todo el territorio español el nivel mínimo de
los servicios públicos fundamentales de su competencia,
considerándose como tales la educación, la sanidad y los
servicios sociales esenciales (art. 15.Uno LOFCA).
En cumplimiento del art. 158.1 CE, el objeto del Fondo de
Garantía es asegurar que cada Comunidad Autónoma
reciba, en los términos fijados por la Ley, los mismos
recursos por habitante, ajustados en función de sus
necesidades diferenciales, garantizando la cobertura del
nivel mínimo de los servicios fundamentales en todo el
territorio; considerándose que no se llega a cubrir el nivel
mínimo cuando su cobertura se desvíe del nivel medio de
prestación de los servicios públicos en el territorio
nacional.
En la constitución del Fondo participan todas las CCAA
con un porcentaje de sus tributos cedidos, en términos
normativos, y el Estado con aportación de recursos
adicionales, conforme a los criterios que establece el art. 9
de la Ley 22/2009, de 18 de diciembre.
C) Transferencia del Fondo de Compensación
Interterritorial
Junto a los ingresos derivados de tributos propios y de los
tributos cedidos, el art. 158 de la Constitución prevé la
posibilidad de que las Comunidades Autónomas obtengan
ingresos provenientes del Fondo de Compensación
Interterritorial. Dispone dicho precepto, en su ap. 2, que,
con el fin de corregir desequilibrios económicos
interterritoriales y hacer efectivo el principio de
solidaridad, se constituirá un Fondo de Compensación con
destino a gastos de inversión, cuyos recursos serán
distribuidos por las Cortes Generales entre las
Comunidades Autónomas y provincias, en su caso.
D) Ingresos patrimoniales
Las Comunidades Autónomas cuentan asimismo con los
rendimientos procedentes de su patrimonio y con los
ingresos de derecho privado en general: adquisiciones a
título de herencia, legado o donación, ingresos derivados
de explotaciones económicas particulares con capital
público, etc. [arts. 157.d) CE y 5 LOFCA].
E) Ingresos derivados de operaciones de crédito
Los arts. 157.1.d) CE y 4.1.f) LOFCA incluyen entre los
ingresos de Derecho público de las Comunidades
Autónomas «el producto de las operaciones de crédito»,
que constituyen «fuente complementaria en una economía
saneada, nunca principal» (STC 135/1992, FJ 8.o). En
desarrollo de tal previsión el art. 14 LOFCA establece dos
principios básicos:
a) La Comunidad Autónoma podrá realizar operaciones de
crédito por plazo inferior a un año, con objeto de cubrir
sus necesidades transitorias de Tesorería.
b) Podrá concertar operaciones de crédito por plazo
superior a un año siempre que el importe total del crédito
se destine exclusivamente a gastos de inversiones y el
importe
total de las anualidades de amortización por capital e
intereses no exceda del 25 por 100 de los ingresos
corrientes de la Comunidad Autónoma. Las operaciones
de crédito en el extranjero y la emisión de deuda o
cualquier otra apelación al crédito público precisarán
autorización del Estado, para cuya concesión se tendrá en
cuenta el cumplimiento de los principios de estabilidad
presupuestaria y sostenibilidad financiera [art. 2.Uno.b)
LO 2/2012]. Se señala igualmente que la Deuda Pública de
las Comunidades Autónomas y los títulos-valores de
carácter equivalente emitidos por éstas, estarán sujetos a
las mismas normas y gozarán de los mismos beneficios y
condiciones que la Deuda Pública del Estado.
La autorización del Estado a las CCAA para realizar
operaciones de crédito y emisiones de deuda tendrá en
cuenta el cumplimiento de los objetivos de estabilidad
presupuestaria y de deuda pública, así como el
cumplimiento de los principios y obligaciones que se
deriven de la aplicación de la LO 2/2012, de Estabilidad
Presupuestaria (art. 13.4 LO 2/2012).
El límite de deuda pública para el conjunto de las CCAA
será el 13 por 100 del Producto Interior Bruto nacional y, a
su vez, el límite de deuda pública de cada una de ellas no
podrá superar el 13 por 100 de su Producto Interior Bruto
regional; límites que sólo podrán superarse por las
circunstancias excepcionales y en los términos previstos
en el art. 135.4 CE y en el art. 11.3 LO 2/2012, debiendo
aprobarse en estos casos un Plan de reequilibrio que
permita recuperar el límite de deuda (arts. 13.3 y 22 a 24
LO 2/2012).
El Gobierno fijará los objetivos de estabilidad
presupuestaria y de deuda pública para cada una de las
CCAA (art. 16 LO 2/2012), adoptándose medidas
preventivas cuando el volumen de deuda pública se sitúe
por encima del 95 por 100 de los límites establecidos (arts.
18 y 19 LO 2/2012), correctivas una vez constatado el
incumplimiento (art. 20), debiendo adoptarse un Plan
económico-financiero (art. 21) o, en su caso, un Plan de
reequilibrio (arts. 22 y 23); y, en fin, medidas coercitivas
(art. 25) y de cumplimiento forzoso (art.
26 LO 2/2012, en relación con el art. 155 CE) en caso de
falta de presentación, de aprobación o de incumplimiento
del Plan económico-financiero o de reequilibrio.
3. EL PODER FINANCIERO DE LAS COMUNIDADES
AUTÓNOMAS EN MATERIA DE GASTO
«La autonomía política de las Comunidades Autónomas y
su capacidad de autogobierno se manifiesta, sobre todo, en
la capacidad para elaborar sus propias políticas públicas en
las materias de su competencia» (STC 13/1992, FJ 7.o). La
autonomía financiera de las CCAA «en su vertiente de
gasto no entraña sólo la libertad de sus órganos de
gobierno en cuanto a la fijación del destino y orientación
del gasto público, sino también para la cuantificación y
distribución del mismo dentro del marco de sus
competencias» (SSTC 13/1992, FJ 7.o; 68/1996, FJ 10).
Mientras que el poder de gasto del Estado «no se define
por conexión con el reparto competencial de materias que
la Constitución establece (arts. 148 y 149 CE), de manera
que el Estado siempre podrá, en uso de su soberanía
financiera (de gasto, en este caso), asignar fondos públicos
a unas finalidades u otras» (STC 13/1992, FJ 13); no
sucede igual «con la autonomía financiera de las
Comunidades Autónomas que se vincula al desarrollo y
ejecución de las competencias que, de acuerdo con la
Constitución, le atribuyan los respectivos Estatutos y las
Leyes (art. 156.1 CE y art. 1.1 LOFCA)» (STC 13/1992,
FJ 7.o1), y de ahí se desprende que la potestad de gasto
autonómica «no podrá aplicarse sino a actividades en
relación con las que, por razón de la materia, se ostenten
competencias» (STC 95/2001, de 5 de abril, FJ 3.o).
A diferencia de lo que ocurre en materia de ingresos —y,
sobre todo, en materia de ingresos tributarios— hasta la
reforma del art. 135 CE, de 27 de septiembre de 2012, la
Constitución no decía nada acerca del régimen
presupuestario de las CCAA; estableciéndose a partir de
ahora la
«consagración constitucional» del principio de estabilidad
presupuestaria «con el efecto de limitar y orientar, con el
mayor rango normativo, la actuación de los poderes
públicos» (Exposición de Motivos de la Reforma
constitucional). «Tras la reforma del art. 135 CE, la
situación ha cambiado, pues ahora la elaboración,
adopción y ejecución de los Presupuestos, además de
quedar sometida a las prescripciones del art. 134 CE queda
sometida a aquellas establecidas en el art. 135 CE, que
vinculan a todos los poderes públicos» (SSTC 157/2011,
de 18 de octubre, y 199/2011, de 13 de diciembre, FJ 7.o).
Y en efecto, en virtud del art. 135 CE, el Estado y las
CCAA no podrán incurrir en un déficit estructural que
supere los márgenes establecidos, en su caso, por la Unión
Europea para sus Estados miembros (art. 135.2 CE); si
bien estos límites de déficit estructural entrarán en vigor a
partir de 2020 (Disp. Adic. única de la Reforma
constitucional). Las CCAA deberán adoptar las decisiones
que procedan para la aplicación efectiva del principio de
estabilidad en sus normas y decisiones presupuestarias
(art. 135.6 CE).
En desarrollo del art. 135 CE, la LO 2/2012 establece los
principios rectores a los que deberá adecuarse la política
presupuestaria del sector público (principios de estabilidad
presupuestaria, de sostenibilidad financiera, de
plurianualidad, de transparencia, de eficiencia en la
asignación y utilización de los recursos públicos, de
responsabilidad y de lealtad institucional), incorporando la
regla de gasto establecida en la normativa europea, en
virtud de la cual el gasto de las Administraciones Públicas
no podrá aumentar por encima de la tasa de referencia de
crecimiento del Producto Interior Bruto (art. 12 LO
2/2012).
La política presupuestaria de las CCAA habrá de ajustarse
asimismo a los objetivos de estabilidad presupuestaria y de
deuda pública fijados por el Gobierno para cada una de
ellas (art. 16), estableciéndose asimismo medidas
preventivas, correctivas y coercitivas para garantizar su
cumplimiento (Capítulo IV de la LO 2/2012).
4. COMPETENCIAS AUTONÓMICAS EN RELACIÓN CON LAS
HACIENDAS LOCALES
El diseño constitucional ha conducido a una clara
distinción entre la autonomía de las Comunidades y la de
las Corporaciones Locales. La existencia de un poder
legislativo cuyos titulares son las primeras no es más que
el punto más claro de esta diferencia. La distribución
competencial derivada de la Constitución refuerza este
hecho. Ello justifica que cada Comunidad Autónoma esté
obligada a velar por su propio equilibrio territorial y por la
realización interna del principio de solidaridad (art. 2.2
LOFCA).
De ahí precisamente la posibilidad de que, atendiendo al
establecimiento del equilibrio dentro del territorio de una
determinada Comunidad Autónoma, nada impide que sea
la propia Asamblea regional la que apruebe disposiciones
legislativas que afecten al ejercicio del poder tributario por
parte de las Corporaciones Locales. Ello se ajusta
perfectamente a la Constitución, cuyo art. 133.2 dispone
que las Corporaciones Locales podrán establecer y exigir
tributos de acuerdo con la Constitución y las Leyes. Y si
bien es cierto que el Tribunal Constitucional considera
que, «tratándose de tributos que constituyan recursos
propios de las Corporaciones Locales», la reserva de ley
del art. 133.2 CE «habrá de operar necesariamente a través
del legislador estatal [...], en tanto en cuanto la misma
existe también al servicio de otros principios [...] que sólo
puede satisfacer la ley del Estado [...], debiendo
entenderse vedada, por ello, la intervención de las CCAA
en este concreto ámbito normativo» (STC 233/1999, FJ
22); no puede perderse de vista que, como acto seguido
reconoce el mismo Tribunal, «todo ello no es óbice, sin
embargo, para que éstas [las CCAA], al igual que el
Estado, puedan ceder también sus propios impuestos o
tributos en beneficio de las Corporaciones Locales, pues
nada hay que lo impida en la Ley Reguladora de las
Haciendas Locales, ni tampoco en la CE o en la LOFCA,
siempre y
cuando, claro está, las CCAA respeten los límites a su
capacidad impositiva que se establecen en estas dos
últimas» (STC 233/1999, FJ 22).
En aplicación de esta doctrina constitucional, la STC 31/2010, de 28 de
junio, declara la inconstitucionalidad del art. 218.2 EAC que atribuía a la
Generalitat «la capacidad legislativa para establecer y regular los tributos
propios de los gobiernos locales» (FJ 140); reconociendo la competencia
autonómica para «la fijación de los criterios de distribución de las
participaciones de los entes locales en los ingresos propios de la Generalitat,
así como de las subvenciones incondicionadas que ésta decida otorgar,
respetando necesariamente las competencias del Estado para fijar los
criterios homogéneos de distribución de los ingresos de los entes locales
consistentes en participaciones en ingresos estatales [STC 331/1993, FJ
2.oB)]» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 140).
VII. EL PODER FINANCIERO DE LAS COMUNIDADES
AUTÓNOMAS DE RÉGIMEN FORAL
1. PAÍS VASCO
El marco jurídico positivo que establece el régimen
financiero del País Vasco arranca de la Disp. Adic. 1.a de
la Constitución, en virtud de la cual se amparan y respetan
los derechos históricos de los territorios forales, a la vez
que se ordena la actualización general de dicho régimen
foral en el marco de la propia Constitución y del Estatuto
de Autonomía. Por la LO 3/1979, de 18 de diciembre, se
aprueba el Estatuto de Autonomía, en cuyos arts. 40 a 45
se ordena el régimen en materia de Hacienda y
Patrimonio, y se establece como principio esencial y
elemento material constitutivo de la especialidad vasca la
potestad de las instituciones competentes de los Territorios
Históricos del País Vasco de mantener, establecer y regular
su propio sistema tributario. Dispone expresamente el
Estatuto de Autonomía que las relaciones tributarias entre
el Estado y el País Vasco se regularán mediante el sistema
foral tradicional de Concierto Económico, aprobándose
por la Ley 12/1981, de 31 de mayo, el primer Concierto
Económico con el País Vasco, al que se le atribuyó
una duración limitada hasta el 31 de diciembre de 2001,
siendo sus rasgos esenciales: su carácter paccionado, la
distribución de competencias tributarias entre el Estado y
las Instituciones de los Territorios Históricos, y el sistema
de cupo.
El nuevo Concierto económico con el País Vasco se
aprueba por la Ley 12/2002, de 23 de mayo, modificada
por la Ley 28/2007, de 15 de octubre, y por la Ley 7/2014,
de 21 de abril, confiriéndole un carácter indefinido, al
objeto de insertarlo en un marco estable que garantice su
continuidad al amparo de la Constitución y el Estatuto de
Autonomía, y previéndose su adaptación a las
modificaciones que experimente el sistema tributario
estatal.
El nuevo Concierto Económico sigue los mismos
principios, bases y directrices que el Concierto de 1981,
reforzándose los cauces o procedimientos tendentes a
conseguir una mayor seguridad jurídica en su aplicación.
Por Real Decreto 335/2014, de 9 de mayo, se modifica el Reglamento de la
Junta Arbitral prevista en el Concierto Económico con la Comunidad
Autónoma del País Vasco, aprobado por Real Decreto 1.760/2007, de 28 de
diciembre.
2. NAVARRA
También en Navarra la actividad tributaria y financiera se
rige por el sistema tradicional de Convenio Económico,
constitucionalmente tutelado y previsto por el art. 45 de la
LO 13/1982, de 10 de agosto, de reintegración y
amejoramiento del régimen foral de Navarra.
De acuerdo con el mismo, Navarra tiene potestad para
mantener, establecer y regular su propio régimen
tributario, sin perjuicio de lo previsto en el
correspondiente Convenio Económico. El Convenio
vigente se aprobó por Ley 28/1990, de 26 de diciembre
(modificada por Leyes 12/1993, de 13 de diciembre;
19/1998, de 15 de junio; 48/2007, de 19 de diciembre, y
14/2015, de 24 de junio), estableciéndose en el mismo los
criterios de armonización y distribución
competencial entre el sistema foral y el sistema tributario
común.
«[...] no puede sostenerse que en un Territorio Histórico sea obligado
mantener ni los mismos tipos impositivos, ni las mismas bonificaciones que
se conceden para el resto del Estado. Ello implicaría [...] convertir al
legislador fiscal en un mero amanuense —mejor un copista [...]— con lo
que la autonomía proclamada desaparece y se incumple el permiso
contenido en el art. 41.2 (Ley de aprobación del Convenio Económico
Estado-Navarra) que no sólo habla de mantener el régimen tributario, sino
de establecerlo y de regularlo, lo que es distinto del mero mantenimiento, e
implica, desde luego, innovación (establecer) o modificación (regular)»
(STS de 19 de julio 1991, Rec. 1148/1989, FJ 3.o). (Cfr. STS de 22 de enero
de 2009, Rec. 3372/2004, FJ 2.o)
También en Navarra rige el sistema de cupo —si bien su
cuantificación se realiza de manera distinta— y también se
producen ciertas especialidades en la relación entre
Haciendas Locales y Comunidad Autónoma, de acuerdo
con lo previsto en el art. 46 de la LO 13/1982, ya
contempladas en la Ley Paccionada de 16 de agosto de
1841 y en el Real Decreto-Ley Paccionado de 4 de
noviembre de 1925.
VIII. EL PODER FINANCIERO DE LOS ENTES LOCALES
1. La Constitución garantiza la autonomía de los
municipios (art. 140 CE) y de las provincias (art. 141 CE)
«para la gestión de sus respectivos intereses» (art. 137
CE); autonomía local que fue tempranamente concebida
por el Tribunal Constitucional como el «derecho de la
comunidad local a participar, a través de órganos propios,
en el gobierno y administración de cuantos asuntos le
atañen» (STC 32/1981, de 28 de julio, FJ 4.o).
En el art. 2 («Fundamento constitucional y legal de la autonomía local») de
la Carta Europea de Autonomía Local, hecha en Estrasburgo el 15 de
octubre de 1985 (BOE de 24 de febrero de 1989), se declara que «el
principio de autonomía local debe estar reconocido en la legislación interna
y, en lo posible, en la Constitución», añadiendo el art. 3 que «por autonomía
local se entiende el derecho y la capacidad efectiva de las Entidades Locales
de ordenar y gestionar una parte importante de los asuntos públicos, en el
marco de la Ley, bajo su propia responsabilidad y en beneficio de sus
habitantes».
El art. 9 de la Carta Europea de Autonomía Local declara que «las
Entidades Locales tienen derecho, en el marco de la política económica
nacional, a tener recursos propios suficientes de los cuales pueden disponer
libremente en el ejercicio de sus competencias»; recursos financieros que
«deben ser proporcionales a las competencias previstas por la Constitución
o por la Ley»; añadiendo que «los sistemas financieros sobre los cuales
descansan los recursos de que disponen las Entidades Locales deben ser de
una naturaleza suficientemente diversificada y evolutiva como para
permitirles seguir, en la medida de lo posible y en la práctica, la evolución
real de los costes del ejercicio de sus competencias».
En el Instrumento de Ratificación española de la Carta, dado en Madrid a
20 de enero de 1988, se declara que la misma «se aplicará en todo el
territorio del Estado en relación con las colectividades contempladas en la
legislación española de régimen local y previstas en los artículos 140 y 141
de la Constitución». Es evidente que la ratificación española de la Carta
supone no sólo la incorporación de dicho texto a nuestro Derecho interno,
de conformidad con el art. 96 CE, sino también que el mismo deviene
parámetro interpretativo del reconocimiento constitucional del derecho de
las Entidades Locales a la autonomía.
A diferencia de lo que sucede respecto del Estado y de las
Comunidades Autónomas, no existe en nuestro sistema
una delimitación constitucional de las competencias
propias de los Entes locales; delimitación competencial
siempre difícil de efectuar debido a la universalidad de los
fines de los Entes Locales. La «autonomía para la gestión
de sus respectivos intereses» que la Constitución garantiza
(art. 137 CE) no predetermina un elenco de competencias
propias de los Entes locales, sino una noción indefinida de
autonomía local basada en la «participación competencial»
del Ente local en todas las materias y asuntos que afecten a
«sus respectivos intereses», «graduándose la intensidad de
esta participación en función de la relación entre intereses
locales y supralocales dentro de tales asuntos o materias»
(STC 32/1981, FJ 4.o).
A nivel de legalidad ordinaria, la Ley 7/1985, de 2 de
abril, Reguladora de las Bases de Régimen Local (LBRL),
diseñó un modelo competencial que ha dado lugar a
disfuncionalidades, generando en no pocos supuestos
situaciones de concurrencia competencial entre varias
Administraciones Públicas, duplicidad en la prestación de
servicios, o que los Ayuntamientos presten servicios sin un
título competencial específico y sin contar con los recursos
adecuados para ello, dando lugar al ejercicio de
competencias que no tienen
legalmente atribuidas ni delegadas y a la duplicidad de
competencias entre Administraciones.
Como afirma la Exposición de Motivos de la Ley 27/2013, de 27 de
diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la Administración local,
«el sistema competencial de los Municipios españoles se configura en la
praxis como un modelo excesivamente complejo, del que se derivan dos
consecuencias que inciden sobre planos diferentes. Por una parte, [...] hace
que se difumine la responsabilidad de los gobiernos locales en su ejercicio y
se confunda con los ámbitos competenciales propios de otras
Administraciones Públicas, generando, en no pocas ocasiones, el
desconcierto de los ciudadanos que desconocen cuál es la Administración
responsable de los servicios públicos. Por otra parte, existe una estrecha
vinculación entre la disfuncionalidad del modelo competencial y las
Haciendas locales. En un momento en el que el cumplimiento de los
compromisos europeos sobre consolidación fiscal es de máxima prioridad,
la Administración local también debe contribuir a este objetivo
racionalizando su estructura, en algunas ocasiones sobredimensionada, y
garantizando su sostenibilidad financiera». Uno de los objetivos básicos de
esta Ley consiste en «clarificar las competencias municipales para evitar
duplicidades con las competencias de otras Administraciones de forma que
se haga efectivo el principio «una Administración, una competencia» y
evitar «los problemas de solapamientos competenciales entre
Administraciones hasta ahora existentes». [...] El Estado ejerce su
competencia de reforma de la Administración local —añade la Exposición
de Motivos— para tratar de definir con precisión las competencias que
deben ser desarrolladas por la Administración local, diferenciándolas de las
competencias estatales y autonómicas. [...] Las Entidades Locales no deben
volver a asumir competencias que no les atribuye la ley y para las que no
cuenten con la financiación adecuada. Por tanto, sólo podrán ejercer
competencias distintas de las propias o de las atribuidas por delegación
cuando no se ponga en riesgo la sostenibilidad financiera del conjunto de la
Hacienda municipal, y no se incurra en un supuesto de ejecución simultánea
del mismo servicio público con otra Administración Pública».
Con la reforma del art. 135 CE se les impone a las
Entidades Locales el mandato constitucional de presentar
equilibrio presupuestario (art. 135.2 CE), de forma que la
elaboración, aprobación y ejecución de los Presupuestos y
demás actuaciones que afecten a los gastos o ingresos de
las Corporaciones Locales se someterán al principio de
estabilidad presupuestaria y deberán mantener una
posición de equilibrio o superávit presupuestario (arts. 3 y
11.4 LO 2/2012, de Estabilidad Presupuestaria). La Ley
27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y
sostenibilidad de la Administración local, pretende la
adaptación de la normativa básica en materia de
administración local para la adecuada aplicación de los
principios de estabilidad presupuestaria,
sostenibilidad financiera y eficiencia en el uso de los
recursos públicos locales, en línea con las disposiciones de
la Ley de Estabilidad Presupuestaria.
2. Como técnica de protección de la autonomía local el
Tribunal Constitucional español asumió la doctrina de la
«garantía institucional» acuñada por CARL SCHMITT con
fundamento en la Constitución de Weimar de 1919,
propugnando la distribución de competencias en función
de los respectivos intereses: «la garantía institucional de la
autonomía local no asegura un contenido concreto o un
ámbito competencial determinado, sino la preservación de
una institución en términos recognoscibles» (STC
32/1981, FJ 3.o).
El Tribunal Constitucional ha destacado la existencia de
una «garantía constitucional de la autonomía local» (STC
214/1989, de 21 de diciembre), para cuya defensa
específica ante el mismo Tribunal la Ley Orgánica 7/1999,
de 21 de abril, de modificación de la LOTC 2/1979, de 3
de octubre, ha habilitado un nuevo procedimiento,
denominado «De los conflictos en defensa de la autonomía
local», mediante el que los municipios y provincias podrán
reaccionar frente a las normas del Estado con rango de ley
o las disposiciones con rango de ley de las CCAA que
lesionen la autonomía local constitucionalmente
garantizada (art. 75 bis LOTC).
Garantizada la existencia misma del Ente local, el primer
nivel de exigencias y, por lo mismo, el contenido mínimo
necesario de la autonomía local comportará la atribución
legal a los Entes locales de competencias en todas aquellas
materias donde exista un interés de la comunidad local,
generalmente concurrente con el interés del Estado y de
las Comunidades Autónomas. De ahí que, al no existir una
predeterminación constitucional de la autonomía local
(que constituye un derecho constitucional de
configuración legal), corresponda al legislador delimitar el
ámbito material de competencias de los Entes locales,
decidiendo la participación competencial en las diferentes
materias en función de los respectivos intereses.
3. También como elemento integrante de «ese núcleo
mínimo identificable de facultades, competencias y
atribuciones que hace que los Entes locales sean
reconocibles por los ciudadanos como una instancia de
toma de decisiones autónoma e individualizada» (STC
51/2004, de 13 de abril, FJ 9.o), la autonomía local
presupone la existencia de «medios suficientes» para el
desempeño de las funciones que la Ley atribuye a las
Corporaciones locales; suficiencia de medios que para el
«principio de autonomía que preside la organización
territorial del Estado (arts. 2 y 137 CE) ofrece una
vertiente económica importantísima, ya que, aun cuando
tenga un carácter instrumental, la amplitud de los medios
determina la posibilidad real de alcanzar los fines» (STC
237/1992, de 15 de diciembre, FJ 6.o). De manera, pues,
que la suficiencia de medios constituye el presupuesto
indispensable «para posibilitar la consecución efectiva de
la autonomía constitucionalmente garantizada» (STC
96/1990, de 24 de mayo, FJ 7.o).
Así se desprende del art. 142 CE, que ordena que «las
Haciendas locales deberán disponer de los medios
suficientes para el desempeño de las funciones que la ley
atribuye a las Corporaciones respectivas y se nutrirán
fundamentalmente de tributos propios y de participación
en los del Estado y de las Comunidades Autónomas».
Es, pues, el principio de suficiencia de ingresos y no el de
autonomía financiera el que garantiza la Constitución
española en relación con las Haciendas locales, y así se
encargó de matizarlo la jurisprudencia constitucional.
«La Constitución no garantiza a las Corporaciones Locales una autonomía
económico-financiera en el sentido de que dispongan de medios propios —
patrimoniales y tributarios— suficientes para el cumplimiento de sus
funciones. Lo que dispone es que estos medios serán suficientes, pero no
que hayan de ser en su totalidad propios» (STC 4/1981, de 2 de febrero). En
igual sentido, SSTC 179/1985, FJ 3.o; 96/1990, FJ 7.o, y 166/1998, FJ 10.
Sin embargo, el Tribunal Constitucional con base en una
interpretación conjunta de los arts. 137 y 142 CE, ha
terminado reconociendo dentro del contenido necesario de
la
autonomía local constitucionalmente garantizada, un
ámbito o una faceta económica con dos aspectos
claramente diferenciados: la vertiente de los ingresos y la
de los gastos; condicionadas una y otra por las exigencias
de los principios de estabilidad presupuestaria y de
sostenibilidad financiera (art. 135 CE y LO 2/2012, de 27
de abril).
«La autonomía local reconocida en los arts. 137, 140 y 141 CE tiene una
vertiente económica, en ingresos y gastos (STC 48/2004, de 25 de marzo,
FJ 10). En relación con los ingresos, la autonomía local presupone la
existencia de “medios suficientes” para el desempeño de las funciones que
la ley atribuye a las corporaciones locales (art. 142 CE), siendo el principio
de suficiencia de ingresos y no propiamente el de autonomía financiera el
que garantiza la Constitución española en relación con las haciendas locales
(STC 48/2004, de 25 de marzo, FJ 10). De acuerdo con el art. 142 CE son
dos las fuentes primordiales de financiación de las corporaciones locales, la
participación de éstas en los tributos del Estado y de las Comunidades
Autónomas y los tributos propios, teniendo en cuenta que el apartado 1 del
art. 133 CE reserva al Estado de manera exclusiva la potestad originaria
para establecer tributos, mientras que el apartado 2 del mismo precepto
permite a las corporaciones locales establecer y exigir tributos “de acuerdo
con la Constitución y las leyes”, disposición que ha de conectarse con la
reserva de ley en materia tributaria, impuesta por el art. 31.3 CE.
»Por lo que a la autonomía del gasto se refiere, pese a que el art. 142 CE no
la contemple de modo expreso, la Constitución la consagra por la conexión
implícita entre dicho precepto y el art. 137 CE (STC 109/1998, de 21 de
mayo, FJ 10), comprendiendo la plena disponibilidad por las corporaciones
locales de sus ingresos, sin condicionamientos indebidos y en toda su
extensión para poder ejercer las competencias propias y la capacidad de
decisión sobre el destino de sus fondos, también sin condicionamientos
indebidos (STC 48/2004, de 25 de marzo, FJ 10). En todo caso, la
autonomía financiera de que gozan los entes locales en la vertiente del
gasto, “puede ser restringida por el Estado y las Comunidades Autónomas
dentro de los límites establecidos en el bloque de la constitucionalidad”
(STC 109/1998, FJ 10)» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 139).
4. El poder financiero de los entes locales aparece
predeterminado por una normativa —contenida en leyes
estatales y que puede también verse afectada por leyes
autonómicas— en la que se establecen los criterios básicos
conforme a los cuales los entes locales pueden ejercer sus
propias competencias y pueden proyectar su propia
autonomía. El Tribunal Constitucional, a partir de la STC
179/1985, afirma la naturaleza compartida de las
competencias que, en materia de Haciendas Locales,
poseen el Estado y aquellas Comunidades Autónomas que
asumen estatutariamente facultades para el desarrollo de
las bases estatales sobre el
régimen jurídico de las Administraciones Públicas ex art.
149.1.18.a CE (véanse asimismo las SSTC 96/1990, FJ.
7.o; 237/1992, FJ: 6.o; 331/1993, FJ. 2.o y 3.o; 171/1996,
FJ 5.o; 233/1999, FJ 4.o; 134/2011, FJ 14.o).
El art. 106.1 LBRL declara que «las Entidades Locales tendrán autonomía
para establecer y exigir tributos de acuerdo con lo previsto en la legislación
del Estado reguladora de las Haciendas Locales y en las Leyes que dicten
las Comunidades Autónomas en los supuestos expresamente previstos en
aquélla».
El poder tributario local es un poder condicionado y
sometido a límites (constitucionales y legales). Las
exigencias de la reserva de ley en materia tributaria del art.
31.3 CE, junto a las derivadas de las leyes «ordenadoras»
que reclama el art. 133.2 CE, impone necesariamente la
preexistencia de un marco legal que regule y determine
tanto el contenido como los elementos esenciales del
sistema tributario local.
Se especifica así el sentido del art. 133.2 CE que reconoce a las CCAA y a
las Corporaciones Locales poder de «establecer y exigir tributos, de acuerdo
con la Constitución y las Leyes». De ahí que, como recuerda la STC
19/1987, la «potestad tributaria de carácter derivado [de las Corporaciones
Locales] no podrá hacerse valer en detrimento de la reserva de ley presente
en este sector del Ordenamiento (arts. 31.3 y 133.1 CE), y que el
Legislador, por ello, no podrá limitarse, al adoptar las reglas a las que
remite el art. 133.2 en su último inciso, a una mera mediación formal, en
cuya virtud se apodere a las Corporaciones locales para conformar, sin
predeterminación alguna, el tributo de que se trate» (FJ 4.o).
El art. 106.2 de la Ley 7/1985, LBRL, aclara que la potestad normativa que
las Entidades Locales poseen en materia tributaria es de carácter
reglamentario: «La potestad reglamentaria de las Entidades Locales en
materia tributaria se ejercerá a través de Ordenanzas fiscales reguladoras de
sus tributos propios y de Ordenanzas generales de gestión, recaudación e
inspección.» (Véanse los arts. 49 y 70.2 de la Ley 7/1985, LBRL, y arts. 15
a 19 TRLRHL.) Es decir, la autonomía local en materia tributaria se
instrumenta y ejercita mediante la potestad reglamentaria municipal, esto
es, el poder de ordenanza de las Corporaciones Locales, cuyas
manifestaciones en materia tributaria se traducen en la imposición y
ordenación de tributos locales (arts. 15 a 19 TRLRHL).
Advierte la STC 233/1999 que «en virtud de la autonomía de los Entes
Locales constitucionalmente garantizada y del carácter representativo del
Pleno de la Corporación municipal, es preciso que la Ley estatal atribuya a
los Acuerdos fijados por éste (así, los Acuerdos dimanantes del ejercicio de
la potestad de ordenanza), un cierto ámbito de decisión acerca de los
tributos propios del Municipio [...]. Es evidente, sin embargo, que este
ámbito de libre decisión a los Entes Locales —desde luego, mayor que el
que pudiera relegarse a la normativa reglamentaria estatal— no está
exento de límites» [FJ 10.C)]. (Al mismo planteamiento responde la STC
106/2000, de 4 de mayo.)
«Es claro, en suma, que, si bien respecto de los tributos propios de los
municipios esta reserva no deberá extenderse hasta un punto tal en el que se
prive a los mismos de cualquier intervención en la ordenación del tributo o
en su exigencia para el propio ámbito territorial, tampoco podrá el
legislador abdicar de toda regulación directa en el ámbito parcial que así le
reserva la Constitución (art. 133.1 y 2)» (STC 19/1987, FJ 4.o). A este
Tribunal, añade más adelante el FJ 5.o, «no le corresponde señalar
positivamente cuáles sean los posibles modos de ajuste legislativo entre la
autonomía municipal y la determinación por Ley de los elementos
esenciales de cada tributo [...]. Podemos sólo apreciar cuando [...] tal ajuste
o equilibrio ha desaparecido por completo en la normación de Ley,
renunciando el legislador al establecimiento de toda limitación en el
ejercicio de la potestad tributaria de las Corporaciones Locales y
abandonando, en la misma medida, la función que en este campo
corresponde sólo a la Ley de conformidad con unas determinaciones
constitucionales que no son, obviamente, disponibles para el Legislador»
(STC 19/1987, FJ 5.o). Véase, asimismo, la STC 233/1999, de 16 de
diciembre, FJ 10.
Analicemos, en sus líneas generales, el régimen
hacendístico local como ha sido configurado por el Texto
Refundido de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales.
5. Hacienda Municipal. Régimen general.—Los recursos
están integrados por:
a) Los ingresos procedentes de su patrimonio y demás de
Derecho privado.
b) Los tributos propios clasificados en tasas,
contribuciones especiales e impuestos y los recargos
exigibles sobre los impuestos de las Comunidades
Autónomas o de otras Entidades Locales.
La STC 59/2017, de 11 de mayo declara la inconstitucionalidad y nulidad de
los arts. 107.1, 107.2.a) y 110.4 del TRLRHL, relativos al IMIVTU;
aplicando la doctrina establecida en las SSTC 26/2017 y 37/2017.
c) Las participaciones en los tributos del Estado y de las
Comunidades Autónomas.
d) Las subvenciones.

e) Los percibidos en concepto de precios públicos. f) El


producto de las operaciones de crédito.
g) El producto de las multas y sanciones en el ámbito de
sus competencias.
h) Las demás prestaciones de Derecho público (arts. 2 y 56
TRLRHL).
Por lo que respecta a los ingresos de Derecho privado, el
art. 3.1 TRLRHL los define como los rendimientos o
productos de cualquier naturaleza derivados de su
patrimonio, así como las adquisiciones a título de
herencia, legado o donación. El patrimonio de las
Entidades Locales está constituido por los bienes de su
propiedad, así como los derechos reales o personales de
que sean titulares, susceptibles de valoración económica,
siempre que unos y otros no se hallen afectos al uso o
servicio público. Es decir, el legislador incorpora a la Ley
de Haciendas Locales el concepto de bienes patrimoniales
previamente establecido en los arts. 79 de la Ley
Reguladora de las Bases del Régimen Local y 6 del
Reglamento de Bienes de las Entidades Locales.
Así tendrán la consideración de ingresos de Derecho
privado los siguientes:
— Los derivados de aquellos bienes que tengan
jurídicamente la consideración de patrimoniales o de
propios, tanto si derivan de su explotación, como si
provienen de su enajenación o gravamen.
— Las donaciones, herencias, legados y auxilios de toda
índole, procedentes de particulares, siempre que sean
aceptados por el municipio.
En ningún caso tendrán la consideración de ingresos de
Derecho privado los que procedan, por cualquier concepto,
de los bienes de dominio público local (art. 3.3 TRLRHL),
debiéndose observar que los ingresos procedentes de la
enajenación o gravamen de bienes y derechos que tengan
la consideración de patrimoniales no podrán destinarse a la
financiación de gastos corrientes, salvo que se trate de
parcelas
sobrantes de vías públicas no edificables o de efectos no
utilizables en servicios municipales.
La efectividad de estos derechos de la Hacienda local se
llevará a cabo con sujeción a las normas y procedimientos
del Derecho privado (art. 4 TRLRHL).
Ingresos de Derecho público.
Dentro de estos ingresos —para cuya efectividad las
entidades locales ostentarán las prerrogativas establecidas
legalmente para la Hacienda estatal (art. 2 TRLRHL)—
cabe distinguir distintas categorías:
— Los tributos propios clasificados en tasas,
contribuciones especiales e impuestos y los recargos
exigibles sobre los impuestos de las Comunidades
Autónomas o de otras Entidades Locales. De las tres
primeras categorías tributarias indicadas nos ocupamos
más adelante en la Lección correspondiente al Sistema
tributario local, a la que en este punto nos remitimos.
— Recargos exigibles sobre impuestos de las
Comunidades Autónomas o de otras Entidades Locales:
De los mismos se ocupa con carácter general el art. 38
TRLRHL, al disponer, en su ap. 2, que fuera de los
supuestos expresamente previstos en la referida ley, las
Entidades Locales podrán establecer recargos sobre los
impuestos propios de la respectiva Comunidad Autónoma
y de otras Entidades Locales en los casos expresamente
previstos en las leyes de la Comunidad Autónoma.
— Participaciones en los tributos del Estado y de las
Comunidades Autónomas: El art. 39 TRLRHL se ocupa
genéricamente de este recurso de las Entidades Locales al
disponer que las mismas participarán en los tributos del
Estado en la cuantía y según los criterios que se
establezcan en la propia Ley, y asimismo, las Entidades
Locales participarán en los tributos propios de las
Comunidades Autónomas en la
forma y cuantía que se determine por las leyes de sus
respectivos Parlamentos.
Subvenciones.
Las subvenciones de toda índole que obtengan las
Entidades Locales con destino a sus obras y servicios no
podrán ser aplicadas a atenciones distintas de aquellas para
las que fueron otorgadas, salvo, en su caso, los sobrantes
no reintegrables, cuya utilización no estuviese prevista en
la concesión.
A fin de garantizar la correcta aplicación de la subvención,
las Entidades públicas otorgantes podrán verificar el
destino dado a las mismas. Si tras las actuaciones de
verificación resultase que las subvenciones no fueron
destinadas a los fines para los que se hubieran concedido,
la Entidad pública otorgante exigirá el reintegro de su
importe o podrá compensarlo con otras subvenciones o
transferencias a que tuviere derecho la Entidad afectada,
con independencia de las responsabilidades a que haya
lugar (art. 40 TRLRHL).
El art. 9.7 de la Carta Europea de Autonomía Local dispone que «en la
medida de lo posible, las subvenciones concedidas a las Entidades Locales
no deben ser destinadas a la financiación de proyectos específicos. La
concesión de subvenciones no deberá causar perjuicio a la libertad
fundamental de la política de las Entidades locales, en su propio ámbito de
competencia».
Precios públicos.
Se trata de un nuevo recurso que para las Haciendas
Locales ha introducido la Ley. Aparece regulado en los
arts. 41 a 47 TRLRHL y pueden establecerlo cualesquiera
de las Entidades Locales que se contemplan en la Ley.
Véase la STC 106/2000, de 4 de mayo, sobre la regulación contenida en la
LRHL de los precios públicos locales por utilización privativa o
aprovechamiento especial del dominio público.
Operaciones de crédito.
En los términos previstos en los arts. 48 a 55 TRLRHL, las
Entidades Locales podrán concertar operaciones de crédito
en todas sus modalidades, tanto a corto como a largo
plazo, así
como operaciones financieras de cobertura y gestión del
riesgo del tipo de interés y del tipo de cambio. La
autorización del Estado o, en su caso, de las CCAA a las
Corporaciones Locales para realizar operaciones de
crédito y emisiones de deuda (art. 55 TRLRHL) habrá de
tener en cuenta el cumplimiento de los objetivos de
estabilidad presupuestaria y de deuda pública, y el resto de
los principios y obligaciones impuestos por la LO 2/2012,
de Estabilidad Presupuestaria.
Multas y sanciones.
El legislador se limita a citar este recurso de las Entidades
Locales en el art. 2.1 TRLRHL, sin ocuparse
pormenorizadamente del mismo a lo largo de la misma.
Este recurso se obtiene por las Entidades Locales en el
ejercicio de la potestad sancionadora que se les reconoce
en el art. 4.1.f) de la Ley Reguladora de las Bases del
Régimen Local.
En materia presupuestaria, la ordenación jurídica viene
dada por normas estatales, debiendo los municipios
acomodarse al régimen establecido en las mismas, sin
perjuicio, claro está, de que en reconocimiento de su
propia autonomía puedan establecer los fines a los que se
van a asignar los recursos disponibles. Sin embargo, la
estructura, la forma y órganos para la aprobación del
Presupuesto, los medios de impugnación del mismo y, en
definitiva, el régimen jurídico presupuestario viene
establecido por leyes estatales.
En la actualidad, el régimen presupuestario de las Haciendas Locales se
contiene en los arts. 112 al 116 de la Ley Reguladora de las Bases del
Régimen Local y en los arts. 162 a 223 TRLRHL, con el desarrollo
reglamentario que de estos últimos se hace por el Real Decreto 500/1990,
de 20 de abril.
6. Regímenes Especiales.
Baleares: La peculiaridad recogida en el art. 157 TRLRHL
consiste en reconocer a los Consejos Insulares de las Islas
Baleares los mismos recursos previstos con carácter
general para las Diputaciones Provinciales.
Barcelona: Desde 1960, el municipio de Barcelona tiene
un régimen tributario especial. La LHL de 1988
salvaguarda su
especialidad, al disponer que el referido municipio tendrá
un régimen especial, del que la propia LHL será supletoria
(art. 161 TRLRHL). No obstante, la LHL ha sido
directamente aplicable (Disp. Trans. 7.a TRLRHL) hasta
la aprobación de la Ley 1/2006, de 13 de marzo, que
regula el Régimen Especial del Municipio de Barcelona.
Madrid: Desde 1963, el municipio de Madrid tiene un
régimen tributario especial. La LHL de 1988 salvaguarda
su especialidad, al disponer que el referido municipio
tendrá un régimen especial, del que la propia LHL será
supletoria (art. 160 TRLRHL); si bien la LHL vino siendo
directamente aplicable (Disp. Trans. 7.a TRLRHL) hasta
la aprobación de dicho régimen especial por la Ley
22/2006, de 4 de julio, de Capitalidad y de Régimen
Especial de Madrid.
Grandes ciudades: La Ley 57/2003, de 16 de diciembre,
de Medidas para la modernización del gobierno local,
incluye un nuevo Título en la Ley Reguladora de las Bases
de Régimen Local. En este nuevo Título X se establece un
régimen orgánico específico para los municipios con
población superior a los 250.000 habitantes, las capitales
de provincia de población superior a 175.000 habitantes,
los municipios capitales de provincia, capitales
autonómicas o sede de instituciones autonómicas y los
municipios cuya población supere los 75.000 habitantes,
que presenten circunstancias económicas, sociales,
históricas o culturales especiales. Además de las
novedades introducidas en las competencias del Alcalde,
reforzamiento de la Junta de Gobierno Local, etc., destaca
la creación de nuevos órganos como el Consejo Social de
la ciudad, otro dedicado a la participación y defensa de los
derechos de los vecinos, y de modo particular, en el
ámbito de la gestión económico-financiera, la creación de
uno o varios órganos para el ejercicio de las funciones de
presupuestación, contabilidad, tesorería, recaudación y
resolución de reclamaciones sobre actos tributarios de
competencia local. Asimismo, se prevé la creación de un
Observatorio Urbano, en
el seno del Ministerio de Administraciones Públicas, para
el seguimiento de la calidad de vida urbana.
Ceuta y Melilla: Desde el año 1955 Ceuta y Melilla tienen
un régimen tributario especial, especialidad que la Ley de
Haciendas Locales salvaguarda en su art. 159 TRLRHL,
en cuyo ap. 1 se dispone que «las ciudades de Ceuta y
Melilla dispondrán de los recursos previstos en sus
respectivos regímenes fiscales especiales».
Canarias: De acuerdo con el TRLRHL, las Entidades
Locales canarias dispondrán de los recursos previstos con
carácter general por dicha Ley, sin perjuicio de las
peculiaridades previstas en la legislación reguladora del
régimen económico fiscal canario, teniendo los Cabildos
Insulares el mismo tratamiento que las Diputaciones
Provinciales. Con la finalidad de mejorar la financiación
de las Haciendas municipales canarias, la Ley del
Parlamento Canario 3/1999, de 4 de febrero, crea el Fondo
Canario de Financiación Municipal.
Navarra: El TRLRHL salvaguarda la aplicabilidad del
régimen financiero foral de Navarra (art. 1.2). La Ley
28/1990, de 26 de diciembre, por la que se aprueba el
Convenio Económico con Navarra, establece las bases de
la tributación local en dicho territorio, atribuyendo a dicha
Comunidad competencias para establecer tributos locales
sobre la base de que se trate de actividades o bienes
radicados en dicho territorio (arts. 42 a 44). La Ley Foral
2/1995, de 10 de marzo (modificada por Ley Foral 4/1999,
de 2 de marzo), regula las Haciendas Locales de Navarra.
País Vasco: La LHL salvaguarda también la aplicabilidad
del régimen financiero foral del País Vasco (art. 1.2 y
Disp. Adic. 8.a TRLRHL), debiendo tenerse en cuenta las
peculiaridades del régimen foral en la regulación de las
Haciendas Locales vascas (arts. 39 a 42, y 48.5 Ley
12/2002, de 13 de mayo, que aprueba el nuevo Concierto
Económico con el País Vasco).
7. Hacienda Provincial.—A la Hacienda Provincial dedica
el TRLRHL su Título III (arts. 131 al 149).
Las especialidades en relación con la Hacienda Municipal
son, entre otras, las siguientes:
— Los recursos tributarios de las Provincias se reducen a
tasas, contribuciones especiales y a un recargo que pueden
establecer sobre el Impuesto sobre Actividades
Económicas (arts. 132, 133 y 134 TRLRHL).
— La participación de las Provincias en los tributos del
Estado se regula en los arts. 135 a 146 TRLRHL.
— Podrán percibir subvenciones tanto del Estado como de
las Comunidades Autónomas, y dentro de las
subvenciones se considera como tal la participación que
actualmente tienen las Provincias en las Apuestas Mutuas
Deportivas del Estado (art. 147 TRLRHL).
— Pueden establecer precios públicos en los términos
establecidos en el art. 148 TRLRHL.
— Podrán percibir dotaciones de las correspondientes
Comunidades Autónomas, cuando gestionen servicios
propios de éstas, en los términos del art. 149 TRLRHL, así
como concertar operaciones especiales de Tesorería,
cuando asuman por cuenta de los Ayuntamientos de su
ámbito territorial la recaudación de los Impuestos sobre
Bienes Inmuebles y sobre Actividades Económicas (art.
149 TRLRHL).
8. Las Haciendas de las restantes Entidades locales.—La
regulación de esta materia se contiene en el Título IV de la
Ley de Haciendas Locales (arts. 150 a 156), en el que se
distinguen dos Capítulos, dedicados respectivamente a los
recursos de las Entidades Supramunicipales (arts. 131 a
136) y a los recursos de las Entidades de ámbito territorial
inferior al Municipio.
IX. LAS FACULTADES FINANCIERAS DE LOS ENTES
CORPORATIVOS
A diferencia de los entes territoriales existen en nuestro
ordenamiento entes públicos corporativos que no forman
parte de la Administración directa del Estado. No son
representativos de intereses primarios, sino de intereses
sectoriales —corporativos, profesionales, etc.—. Por ello
mismo, carecen de la posibilidad de crear Derecho en
sentido estricto y, en consecuencia, no pueden establecer
tributos. No son titulares de poder tributario en grado
alguno. Sin embargo, y admitiéndose la relevancia de los
fines de que son exponentes, tales entes gozan del carácter
de entes públicos y, por ello mismo, pueden ser titulares de
determinados créditos tributarios que, si bien no han sido
establecidos por ellos mismos, les son reconocidos a su
favor bien en sus normas constitutivas, bien en normas
distintas. Se trata, pues, de entes públicos que no podrán
establecer tributos, «pero sí exigirlos, cuando la Ley lo
determine» (art. 4.3 LGT).
Su status jurídico, en el ámbito tributario, puede
sintetizarse en los puntos siguientes:
a) Pueden ser titulares de derechos de crédito tributarios,
establecidos en normas estatales. Ocupan, pues, la
posición de sujetos activos de la obligación tributaria.
b) En otras ocasiones tienen derecho a la percepción de un
porcentaje de la recaudación obtenida por el Estado en un
tributo establecido y gestionado por el mismo o bien
participan mediante la percepción de lo recaudado como
consecuencia de la aplicación de recargos sobre tributos
estatales o locales. O son titulares de prestaciones
patrimoniales impuestas de naturaleza no tributaria.
c) En ocasiones, la percepción establecida a su favor, se
recauda mediante empleo de efectos timbrados, mientras
que en otras se acude al procedimiento recaudatorio
ordinario, que pueden llevar a cabo a través de sus propios
órganos, si bien,
especialmente cuando se recurra al procedimiento de
apremio, deberán observarse todas las prevenciones que,
con carácter general, se estatuyen en las normas
reguladoras de la función recaudatoria y a las que también
se refieren las normas reguladoras de los entes
corporativos, con carácter general, y las disposiciones
constitutivas de cada uno de ellos.
 
TEMA 4: LOS PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES DEL DERECHO
FINANCIERO
 

I. VALOR NORMATIVO DE LOS


PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES
Los principios constitucionales son elementos básicos del
ordenamiento financiero y ejes sobre los que se asientan
los distintos institutos financieros —tributo, ingresos
crediticios, patrimoniales, Presupuesto—. El valor
normativo y vinculante de tales principios y su
aplicabilidad por los Tribunales de Justicia —y muy
especialmente por el Tribunal Constitucional —
constituyen las dos grandes innovaciones introducidas en
esta materia por la vigente Constitución.
De acuerdo con ello, debemos subrayar:

a) La Constitución tiene valor normativo inmediato y


directo.
El texto constitucional es la norma suprema del
ordenamiento jurídico, y, a su vez, forma parte de ese
ordenamiento jurídico. De hecho, según el art. 9 CE, «los
ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la
Constitución y al resto del ordenamiento jurídico». Ello
significa que, además de que debe ser cumplida por los
ciudadanos, también el poder ejecutivo, legislativo y
judicial
resultan vinculados por sus disposiciones. Así lo establece
la Ley Orgánica del Poder Judicial: «la Constitución es la
norma suprema del ordenamiento jurídico y vincula a
todos los Jueces y Tribunales [...]» (art. 5.1 LO 6/1985, de
1 de julio).
El valor normativo de la Constitución se concreta no sólo
en su aplicabilidad directa, sino también en su propia
eficacia derogatoria.
Todas las disposiciones constitucionales tienen un claro
contenido normativo que los poderes públicos no pueden
desconocer, aunque ello no significa que todas ellas tengan
el mismo alcance.
Por ejemplo, los considerados «derechos fundamentales» —arts. 15 a 29 —
necesitan de Ley orgánica para su desarrollo directo que deberá respetar su
contenido esencial, y, además, la protección judicial que se les puede
brindar también es distinta, como establece el art. 53.2 de la Constitución,
pues ante la presunta lesión de los recogidos en el art. 14 y la Sección
Primera del Capítulo II puede interponerse recurso de amparo ante el
Tribunal Constitucional. También, el citado art. 53, cuando se refiere a los
artículos cuyo contenido normativo parecía más cuestionable —arts. 39 a
52, que tipifican los denominados «principios rectores de la política social y
económica»—, prevé expresamente que su «reconocimiento, respeto y
protección [...] informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la
actuación de los poderes públicos».
Ese valor normativo que tiene la Constitución se predica,
también, del deber de contribuir proclamado en el art. 31
del Texto Constitucional, y alcanza de lleno a los
principios específicos del ordenamiento financiero que
dicho precepto constitucionaliza.
«1. Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo
con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado
en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá
alcance confiscatorio.
»2. El gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos
públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de
eficiencia y economía.
»3. Sólo podrán establecerse prestaciones personales o patrimoniales de
carácter público con arreglo a la Ley.»
El precepto constitucional sintetiza e incorpora a nuestro
ordenamiento, con el máximo nivel normativo, principios
tradicionales: capacidad económica, generalidad, igualdad,
progresividad, reserva de ley en el establecimiento de
tributos; al tiempo que plasma principios nuevos, como los
de eficiencia y economía en la programación y ejecución
del gasto público.
Nuestra Constitución de 1978 no se limita a establecer los principios que
tradicionalmente han informado la legislación tributaria. Da un paso más,
muy significativo, y establece principios de ordenación material del gasto
público.
Precisamente, de la ubicación de esos principios en un
precepto constitucional procede su particular eficacia y
valor normativo; irradiándose sobre el resto del
ordenamiento jurídico.
De hecho, el propio Tribunal Constitucional postula una interpretación
unitaria y conjunta de las disposiciones constitucionales, de forma que en
algún supuesto puede admitirse una cierta restricción en alguno de ellos,
siempre y cuando tal restricción vaya encaminada al potenciamiento de
otros derechos, bienes o intereses constitucionalmente protegidos, y
guarden la adecuada proporcionalidad con la naturaleza del proceso y la
finalidad perseguida —cfr. SSTC 27/1981, 10/2005, 111/2006 y 113/2006,
de 5 de abril—.
La reiteración de los principios constitucionales en una Ley ordinaria, como
es la Ley General Tributaria, tenía su sentido cuando fueron recogidos,
inicialmente, en la LGT de 1963, al no existir norma constitucional que les
diera especial fuerza normativa. Sin embargo, su reiteración en el art. 3.1 de
la LGT 58/2003, amén de imprecisa técnicamente, es jurídicamente
superflua, por mucho que pueda servir como recordatorio de su
incuestionable importancia.
Cualquier violación de los referidos principios del art. 31
CE podrá motivar la interposición de un recurso o cuestión
de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional
contra las leyes y disposiciones normativas con fuerza de
ley, de acuerdo con lo dispuesto por los arts. 53.1, 161.1.a)
y 163 del texto constitucional.
b) La importancia decisiva de las Sentencias del Tribunal
Constitucional en el complejo de las fuentes del Derecho.
Su relación con el poder legislativo.
El Tribunal Constitucional, como intérprete supremo de la
Constitución, es independiente de los demás órganos
constitucionales, y tampoco se incardina en el poder
judicial; sólo está sometido a la Constitución y a su propia
Ley
Orgánica (LO 2/1979, de 3 de octubre). Es función
esencial de esta jurisdicción garantizar «la primacía de la
Constitución» (art. 27.1 LOTC), como ha recalcado la
STC 189/2005, de 7 de julio.
El constituyente español opta por un sistema de control concentrado de la
constitucionalidad de las Leyes, similar al sistema kelseniano incorporado a
la Constitución austríaca de 1920. A diferencia de cuanto sucede, por
ejemplo, en los países de tradición jurídica anglosajona, donde no existe un
órgano encargado específicamente del enjuiciamiento de las cuestiones
constitucionales.
El Tribunal Constitucional ostenta el monopolio para la
declaración de inconstitucionalidad de las disposiciones
con valor formal de Ley a través de una doble vía: a)
recurso directo de inconstitucionalidad, y b) resolución de
las cuestiones de inconstitucionalidad.
Ahora bien, sus pronunciamientos deben ser tenidos en
cuenta no sólo por todos los jueces —art. 5.1 LOPJ—,
sino también por el propio órgano legislativo en el
momento de elaborar y aprobar las leyes, ya que los
pronunciamientos sobre el alcance de los preceptos
constitucionales constituyen interpretación auténtica.
Como ha puesto de relieve la STC 96/2002, de 25 de abril, «la función de
legislar no equivale a una simple ejecución de los preceptos
constitucionales, pues, sin perjuicio de la obligación de cumplir los
mandatos que la Constitución impone, el legislador goza de una amplia
libertad de configuración normativa para traducir en reglas de Derecho las
plurales opciones políticas que el cuerpo electoral libremente expresa a
través del sistema de representación parlamentaria. Consiguientemente, si el
Poder legislativo opta por una configuración legal de una determinada
materia o sector del ordenamiento no ha de confundirse lo que es arbitrio
legítimo con capricho, inconsecuencia o incoherencia, creadores de
desigualdad o de distorsión en los efectos legales, ya en lo técnico
legislativo, ya en situaciones personales que se crean o estimen
permanentes (SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 10; 66/1985, de 23 de
mayo, FJ 1.o; y 99/1987, de 11 de junio, FJ 4.o). Ahora bien, estando el
poder legislativo sujeto a la Constitución, es misión de este Tribunal velar
para que se mantenga esa sujeción, que no es más que una específica forma
de sumisión a la voluntad popular, expresada esta vez como poder
constituyente». Por eso, el propio TC destaca que aunque el legislador goza
de un amplio margen de libertad en la configuración de los tributos, no le
corresponde al Tribunal enjuiciar si las soluciones adoptadas en la ley son
las más correctas técnicamente, aunque sí está facultado para determinar si
en el régimen legal del tributo el legislador ha vulnerado un determinado
principio constitucional (STC 96/2002, de 25 de abril).
c) La eficacia jurídica de los principios constitucionales
no queda limitada a su apreciación por el Tribunal
Constitucional. El papel de los Tribunales de Justicia.
El monopolio jurisdiccional del Tribunal Constitucional
sólo alcanza a la declaración de inconstitucionalidad de las
Leyes («monopolio de rechazo»), no a cualquier
aplicación de la Constitución. De hecho, el art. 163 del
texto constitucional obliga a los Jueces ordinarios a
plantear ante el Tribunal Constitucional la posible
inconstitucionalidad de una norma con rango de ley
aplicable al caso que están juzgando, y de cuya validez
dependa el fallo, o, lo que es lo mismo, prohíbe a dichos
Tribunales formular una declaración de
inconstitucionalidad de una norma con rango de Ley.
Ello no obstante, los Jueces ordinarios, cuando entiendan
que concurre tal circunstancia, deben declarar la
inconstitucionalidad de normas con rango inferior a ley,
incluidos los Decretos Legislativos, siempre que no estén
amparados por la Ley delegante —en este último caso,
como la inconstitucionalidad se predicará de aquélla, tal
juicio deberá emitirlo el Tribunal Constitucional (art. 9.1
de la propia Constitución)—. En el mismo sentido, el art. 6
LOPJ dispone que los Jueces y Tribunales no aplicarán los
Reglamentos o cualquier otra disposición contrarios a la
Constitución, a la Ley o al principio de jerarquía
normativa.
También los Tribunales de Justicia ordinarios están
facultados para emitir un juicio de constitucionalidad
positiva, cuando la Ley que deba aplicarse al caso haya
sido tachada de inconstitucional y el Tribunal entienda
que, por el contrario, se ajusta perfectamente a la norma
suprema.
No está de más advertir que tal participación en la tarea de depuración
constitucional del ordenamiento jurídico, declarando la inconstitucionalidad
de los preceptos o elevando cuestiones ante el Tribunal Constitucional, no
está al alcance de los Tribunales Económico-administrativos, dada su
cualidad de órganos insertos en el propio Ministerio de Hacienda. Por eso,
en vez de atribuirles competencia en el conocimiento de Reclamaciones
Económico-administrativas cuya única alegación sea la inconstitucionalidad
de una norma —art. 245.1.b) LGT—, quizá se debiera haber permitido, en
esos casos, un recurso per saltum directamente ante los Tribunales de
Justicia. Sí que tienen en su mano, lógicamente, interpretaciones jurídicas
acordes con los principios constitucionales.
Reflejado el valor esencial que tienen los principios
constitucionales en el ordenamiento financiero, gracias a
su recepción expresa en el art. 31 CE, no está de más
subrayar que el art. 31.1 CE «conecta el citado deber de
contribuir con el criterio de la capacidad económica, y lo
relaciona, a su vez, claramente, no con cualquier figura
tributaria en particular, sino con el conjunto del sistema
tributario» (SSTC 182/1997, 137/2003, 108/2004 y
189/2005, de 7 de julio).
Es reiterada la doctrina del TC sobre la conexión del principio de capacidad
económica con el deber de contribuir establecido en el art. 31.1 CE,
relacionando dicho principio «no con cualquier figura tributaria en
particular, sino con el conjunto del sistema» (SSTC 182/1997, de 28 de
octubre, FJ 7.o; 137/2003, de 3 de julio, FJ 6.o; 108/2004, de 30 de junio,
FJ 7.o, y 189/2005, de 7 de julio), principio que «debe inspirar el sistema
tributario en su conjunto» (STC 134/1996, de 22 de julio, FJ 6.oB),
principio que opera «como criterio inspirador del sistema tributario» (SSTC
19/1987, de 17 de febrero, FJ 3.o, y 193/2004, de 4 de noviembre, FJ 5.o;
Autos TC 97/1993, de 22 de marzo, FJ 3.o, y 24/2005, de 18 de enero, FJ
3.o; 407/2007, de 6 de noviembre, FJ 4.o) o «principio ordenador de dicho
sistema» (SSTC 182/1997, de 28 de octubre, FJ 6.o, y 193/2004, de 4 de
noviembre, FJ 5.o, y Auto TC 24/2005, de 18 de enero FJ 3.o).
Por eso, seguidamente, conviene analizar cada uno de
ellos, distinguiendo entre principios materiales —
principios que alertan sobre el contenido sustantivo que
debe tener una determinada materia— y principios
formales —que se limitan a establecer los cauces formales
que debe seguir la regulación de la materia en cuestión—.
De entre los principios materiales hay que prestar especial
atención a los principios de generalidad, igualdad,
progresividad, no confiscatoriedad, capacidad económica
y eficiencia y economía en la programación y ejecución
del gasto público. El principio formal por excelencia es el
principio de reserva de ley.
II. EL PRINCIPIO DE GENERALIDAD
Dispone el art. 31 de la Constitución que «todos
contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de
acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema
tributario [...]». En el mismo sentido, el art. 3.1 de la Ley
General Tributaria previene que «La ordenación del
sistema tributario se basa en la capacidad económica de las
personas obligadas a satisfacer los tributos y en los
principios de justicia, generalidad, igualdad,
progresividad, equitativa distribución de la carga tributaria
y no confiscatoriedad».
La reiterada insistencia del ordenamiento en que todos
sean llamados a contribuir al levantamiento de las cargas
públicas debe interpretarse en términos actuales, de forma
muy distinta al tiempo en que se acuñó, por vez primera, el
principio de generalidad en la distribución de las cargas
públicas.
En sus orígenes, con dicho principio trataba de
proscribirse la existencia de privilegios e inmunidades que
dispensaran del pago de tributos. Desde que el tributo fue
símbolo de victoria y de poder sobre los pueblos vencidos,
humillados, entre otras cosas, a pagar tributos al vencedor,
hasta que, como hoy ocurre, no es más que una
contribución generalizada socialmente, han transcurrido
largas etapas. En su momento, con el constitucionalismo
se reivindicó en las Cartas Magnas la vigencia del
principio de generalidad. Con el mismo se combatía la
arbitrariedad y se evitaban dispensas arbitrarias del pago
de tributos, tan frecuentes a lo largo de la historia y
debidas, las más de las veces, al capricho regio o al favor
del señor feudal.
Con el término «todos», el Constituyente ha querido
referirse no sólo a los ciudadanos españoles, sino también
a los extranjeros, así como a las personas jurídicas,
españolas y extranjeras. Esto es una consecuencia del
principio de territorialidad en la eficacia de las normas. Y,
a su vez, al igual que sucede con cualquier Ley —
caracterizada por las notas de abstracción e
impersonalidad—, impide la sujeción tributaria intuitu
personae; lo que no significa que sea inadmisible la
imposición tributaria a un determinado sector económico o
a grupos compuestos de personas en idéntica situación.
Ya en Sentencia de 2 de junio de 1986 (Ar. 3316), señaló el TS que: «La
generalidad, como principio de la ordenación de los tributos [...] no
significa que cada figura impositiva haya de afectar a todos los ciudadanos.
Tal generalidad, característica también del concepto de Ley, es compatible
con la regulación de un sector o de grupos compuestos de personas en
idéntica situación. Sus notas son la abstracción y la impersonalidad: su
opuesto, la alusión “intuitu personae”, la acepción de personas. La
generalidad, pues, se encuentra más cerca del principio de igualdad y
rechaza en consecuencia cualquier discriminación.»
En una sociedad en la que el principio de igualdad de los
ciudadanos ante la Ley constituye una conquista
irrenunciable, cuando se postula la generalidad en el
ámbito tributario no se está luchando contra la subsistencia
de privilegios —que es algo que ya no encuentra cabida en
el Estado de Derecho—, sino que se está postulando una
aplicación correcta del ordenamiento tributario, de forma
que no sólo no existan privilegios amparados por Ley,
sino que tampoco puedan producirse situaciones
privilegiadas al aplicar la Ley.
El principio constitucional de generalidad constituye un
requerimiento directamente dirigido al Legislador para
que cumpla con una exigencia: tipificar como hecho
imponible todo acto, hecho o negocio jurídico que sea
indicativo de capacidad económica. El principio de
generalidad pugna así contra la concesión de exenciones
fiscales que carezcan de razón de ser. Éste constituye uno
de los campos en el que más fecundo se manifiesta dicho
principio. Desde este punto de vista, dos son los
significados que hoy cabe atribuir a dicho principio.
En primer lugar, el referido principio debe informar, con
carácter general, el ordenamiento tributario, vedando la
concesión de exenciones y bonificaciones tributarias que
puedan reputarse como discriminatorias. Ello ocurrirá
cuando se traten de forma distinta situaciones que son
idénticas, y cuando tal desigualdad no encuentre una
justificación objetiva y razonable, y resulte
desproporcionada.
De este modo, se pone de relieve la conexión del principio de generalidad
con los otros principios constitucionales y, de forma especial, con el
principio de igualdad, como ha insistido el Tribunal Constitucional. Así, en
Sentencia 96/2002, de 25 de abril (FJ 7.o), señala TC que «la expresión
todos absorbe el deber de cualesquiera personas, físicas o
jurídicas, nacionales o extranjeras, residentes o no residentes, que por sus
relaciones económicas con o desde nuestro territorio (principio de
territorialidad) exteriorizan manifestaciones de capacidad económica, lo que
les convierte también, en principio, en titulares de la obligación de
contribuir conforme al sistema tributario. Se trata, a fin de cuentas, de la
igualdad de todos ante una exigencia constitucional —el deber de contribuir
o la solidaridad en el levantamiento de las cargas públicas— que implica,
de un lado, una exigencia directa al legislador, obligado a buscar la riqueza
allá donde se encuentre, y, de otra parte, la prohibición en la concesión de
privilegios tributarios discriminatorios, es decir, de beneficios tributarios
injustificados desde el punto de vista constitucional, al constituir una
quiebra al deber genérico de contribuir al sostenimiento de los gastos del
Estado» (en el mismo sentido, vid. SSTC 193/2004, de 4 de noviembre, y
10/2005, de 20 de enero).
La concesión de beneficios tributarios puede ser
materialmente legítima cuando, a pesar de favorecer a
personas dotadas de capacidad económica suficiente para
soportar cargas tributarias, el legislador dispensa del pago
de tributos con el fin de satisfacer determinados fines
dotados de cobertura constitucional —manifestación de la
aplicación del principio de interpretación conforme y
unitaria de todas las disposiciones constitucionales—. Ello
nos sitúa ante el problema de la legitimidad del empleo del
sistema tributario con fines de política económica.
En efecto, el sistema tributario se mueve, cada vez más, en
un contexto económico que obliga al Estado a utilizar el
tributo como medio de política económica. Una política
económica en la que el Estado ha asumido un decidido
protagonismo y que ha producido importantes mutaciones
en el ordenamiento jurídico general, que van desde la
superación del Derecho Administrativo clásico, concebido
sobre la base del Estado-policía, hasta la intervención
monetaria — emisiones de Deuda pública, cédulas para
inversiones, bonos del Tesoro— y la ordenación del
crédito oficial y de las inversiones exteriores, pasando por
la planificación económica, por no citar los cambios que
ello ha producido en otros ámbitos del Derecho, como el
Derecho Penal, en el que la comisión de delitos
monetarios, de contrabando o relativos al control de
cambios han originado mutaciones dogmáticas
trascendentales.
No se puede desconocer este hecho, al que ya apunta el art. 2.1 de la Ley
General Tributaria, cuando señala que los tributos, además de ser medios
para recaudar ingresos públicos, podrán servir como instrumentos de la
política económica general y atender a la realización de los principios y
fines contenidos en la Constitución.
De hecho, la STC 46/2000, de 17 de febrero, afirma que el IRPF es un
instrumento idóneo para alcanzar los objetivos de redistribución de la renta
y de solidaridad que la Constitución propugna, y que dotan de contenido al
Estado social y democrático de Derecho.
Precisamente, en este punto desempeñan un papel muy
importante los principios rectores de la política social y
económica, regulados en el Capítulo III del Título I (arts.
39 a 52). Dichos principios pueden legitimar la concesión
de beneficios tributarios, aun cuando desde el punto de
vista de la capacidad económica de los beneficiados, no
esté materialmente justificada su concesión.
Por ejemplo, el art. 40 establece que los poderes públicos realizarán una
política orientada al pleno empleo. El art. 42 preceptúa que «el Estado
velará especialmente por la salvaguarda de los derechos económicos y
sociales de los trabajadores españoles en el extranjero y orientará su política
hacia su retorno». El art. 44 dispone que «los poderes públicos promoverán
y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho [...]». El art.
45 dispone que «todos tienen derecho a disfrutar de un medio ambiente
adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de
conservarlo», añadiendo que «los poderes públicos velarán por la
utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y
mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente,
apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva» (cfr. STS de 6 de
noviembre de 1999). Por fin, el art. 46 prevé que «los poderes públicos
garantizarán la conservación y promoverán el enriquecimiento del
patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los
bienes que lo integran, cualquiera que sea su régimen jurídico y su
titularidad [...]». Pues bien, es evidente que la consecución de todos esos
fines puede aconsejar en ocasiones que se habiliten los cauces precisos para
su más rápida consecución y, de entre ellos, ocupa un lugar importante la
concesión de beneficios fiscales.
Piénsese, por ejemplo, que una sociedad que ha tenido cuantiosos
beneficios económicos y que, en consecuencia, dispone de capacidad
económica suficiente para pagar el correspondiente impuesto sobre los
beneficios obtenidos, puede verse dispensada parcialmente del pago de tal
impuesto, a cambio de que aumente el número de trabajadores y contribuya
así a la política orientada al pleno empleo.
En conclusión, la concesión de beneficios fiscales, de los
que disfrutarán solamente una parte de los que resultan
sujetos al tributo de que se trate, puede estar
materialmente justificada —y ser constitucionalmente
legítima—, siempre que la misma
sea un expediente para la consecución de objetivos que
gozan de respaldo constitucional. No podrá, en tales
supuestos, hablarse de privilegios contrarios al principio
constitucional de generalidad en el levantamiento de las
cargas públicas. De hecho, el Tribunal Constitucional —
STC 10/2005, de 20 de enero— ha señalado la necesidad
de que se tenga en cuenta que «la igualdad ante la ley
tributaria resulta indisociable de los principios de
generalidad, capacidad económica, justicia y
progresividad, igualmente enunciados en el art. 31.1 CE
(SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o, y 193/2004, de 4 de
noviembre, FJ 3.o) [...]».
La finalidad extrafiscal y la utilización del tributo como
instrumento de política económica fue plenamente
reconocida por el Tribunal Constitucional, en su Sentencia
37/1987, de 26 de marzo, posteriormente reiterada en las
SSTC 197/1992, de 19 de noviembre; 186/1993, de 7 de
junio, y 134/1996, de 22 de julio, y en la importante STC
179/2006, de 13 de junio, dictada por el Pleno del TC.
Inveterada doctrina que ha sido reiterada en la STC
10/2005, de 20 de enero, al señalar que «la exención,
como quiebra del principio de generalidad que rige la
materia tributaria [...], es constitucionalmente válida
siempre que responda a fines de interés general que la
justifiquen (por ejemplo, por motivos de política
económica o social, para atender al mínimo de
subsistencia, por razones de técnica tributaria, etc.),
quedando, en caso contrario, proscrita desde el punto de
vista constitucional [...] no debiendo olvidarse que los
principios de igualdad y generalidad se lesionan cuando
«se utiliza un criterio de reparto de las cargas públicas
carente de cualquier justificación razonable y, por tanto,
incompatible con un sistema tributario justo como el que
nuestra Constitución consagra en el art. 31» (STC
134/1996, de 22 de julio, FJ 8.o)». Atendido ello, concluye
el TC que no se ajusta a la Constitución la concesión de
una exención a las Cajas de Ahorro, en el ámbito del
Impuesto sobre Actividades Económicas, por aquellas
actividades que son puramente mercantiles, financieras y,
por ende, lucrativas. En la misma
línea, vid. Sentencias del Pleno del TC 19/2012, de 15 de
febrero, y 196/2012, de 31 de octubre, en la que el TC
reitera la función extrafiscal tanto de los tributos estatales
como de los tributos autonómicos.
En segundo lugar, también el principio de generalidad ha
adquirido hoy una nueva dimensión, como consecuencia
de la estructura territorial plural que ha acuñado nuestra
Constitución. Desde este punto de vista, será contrario al
principio de generalidad —y, por consiguiente, al de
solidaridad— cualquier configuración normativa que
arbitrariamente dispense un tratamiento de favor a
cualquiera de las Comunidades Autónomas en que se ha
vertebrado el Estado. La contribución a las cargas públicas
y al sostenimiento de los gastos públicos debe hacerse con
criterios de generalidad, contrarios a cualquier vestigio de
singularidad no justificada. Ello no sólo en el ámbito
individual, sino también en el territorial, como expresan
los arts. 138.2 y 139.1 CE.
III. EL PRINCIPIO DE IGUALDAD
La recepción constitucional del principio de igualdad.
Consecuencias jurídicas.
La igualdad se ha convertido en elemento básico de
nuestro ordenamiento constitucional, pues el art. 1 CE la
configura como uno de los valores superiores del
ordenamiento jurídico. A su vez, en varios preceptos
constitucionales se concreta la consideración de la
igualdad como principio: en el art. 14 — como igualdad
formal, al propugnar que «los españoles son iguales ante la
Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por
razón de nacimiento, raza, sexo, religión o cualquier otra
condición o circunstancia personal o social—, en el art.
9.2 —como igualdad material, al incitar a los poderes
públicos a que promuevan que la libertad y la igualdad de
los ciudadanos sea real y efectiva— y en el art. 31 —
específicamente, como exigencia de igualdad del sistema
tributario—.
Esta recepción constitucional del principio de igualdad en
diversos preceptos constitucionales despliega importantes
consecuencias jurídicas.
Precisamente, a esa sutil alegación de la modulación del
principio de igualdad del art. 14 CE, en el art. 31, para el
ámbito tributario, se ha abrazado el TC, para que no pueda
ser invocado ante el TC una lesión de este principio
tributario mediante un recurso de amparo, que, como es
sabido, sólo es otorgable para la tutela de los derechos
recogidos en los arts. 14 a 29 y 30.2 de la Constitución. Y,
para ello, acude a la distinción entre discriminación
contraria al art. 14 CE, por estar basada en una
diferenciación de índole subjetiva —sí recurrible ante el
TC en amparo—, y la desigualdad fundada en elementos
objetivos, que es la contemplada en el art. 31 CE —no
recurrible en amparo—.
El Tribunal Constitucional —en el Auto de 22 de febrero de 1993, FJ 3.o —
ha precisado que «el art. 14 y el 31 son reflejo del valor superior
consagrado en el art. 1, pero no tienen la misma eficacia [...] mientras el
derecho reconocido en el art. 14 está tutelado por el recurso de amparo, por
el contrario, la protección de la igualdad como principio inspirador del
sistema tributario reconocido en el art. 31 no tiene cabida en el citado
recurso. Ello obliga a diferenciar las violaciones específicas y autónomas
del derecho a la igualdad ante la Ley, reconocido en el art. 14, de las que
afecten a la igualdad y los restantes principios inspiradores del sistema
tributario a que alude el art. 31.1. Deben por ello rechazarse aquellas
demandas de amparo en que, so pretexto de la invocación formal del art. 14
CE y sin un enlace subsumible en el marco de este precepto, lo que
realmente se denuncia es una vulneración de los principios de capacidad
económica, de justicia, igualdad y progresividad del art. 31.1 CE (Autos TC
230/1984, FJ 1.o, y 392/1985, FJ 2.o, y posteriormente en la STC de 15 de
febrero de 1993, dictada en recurso de amparo n.o 298/1989)». Vid., en el
mismo sentido, SSTC 159/1997, 183/1997, 55/1998, 71/1998, 137/1998,
36/1999, 84/1999, 200/1999, 46/2000 y 164/2005, de 20 de junio.
Lógicamente, como puso de relieve la STC 159/1997, ello no significa que
este Tribunal no pueda apreciar en ningún caso una infracción del artículo
14 CE por una Ley tributaria, como matizó en las SSTC 209/1988 y
45/1989, pero deberá tratarse de una diferenciación tributaria subjetiva. Por
ejemplo, el TC, en SS 1/2001, 57/2005, de 14 de marzo, y 33/2006, de 13
de febrero, aunque desestima el recurso de amparo, sí que ha admitido su
tramitación por apreciar que podía entenderse producida una discriminación
subjetiva al reconocerse exclusivamente a los padres alimentantes que no
conviven con sus hijos el derecho a reducir de la base imponible del
Impuesto el coste de su manutención. En este sentido, afirma que: «lo
determinante para el diferente trato desde el punto de vista del deber de
contribuir (la procedencia o no de la deducción en la base imponible) es, en
última instancia, la cualidad del pagador de las pensiones basada en su
condición de progenitor (relación paterno-filial), cónyuge (relación
matrimonial) o de mero pariente (relación de parentesco) con el beneficiario
de las mismas». Además, en las citadas Sentencias, el TC tampoco apreció
la pretendida «discriminación indirecta» por razón de sexo (SSTC 41/1999,
de 22 de marzo, FJ 4.o; 240/1999, de 20 de diciembre, FJ 6.o; y 253/2004,
de 22 de diciembre, FJ 7.o), pues, para que ésta tenga lugar, considera
necesario que exista una norma o una interpretación o aplicación de la
misma que produzca efectos desfavorables para los integrantes de uno y
otro sexo. Posteriormente —STC 295/2006, de 11 de octubre—, al
examinar la constitucionalidad de una norma que en el IRPF determinaba la
imputación de rentas a los titulares de inmuebles no arrendados —art. 34.b)
de la Ley 18/1991, de 6 de junio, del IRPF, que ya no se encuentra vigente
— señala el TC que «la desigualdad de gravamen que se denuncia se sitúa
exclusivamente en el ámbito del art. 31.1 CE, dado que no se produciría por
razones de naturaleza subjetiva —que son las que, conforme a nuestra
jurisprudencia, se recogen en el art. 14 CE— sino por una causa puramente
objetiva —que sólo resulta subsumible en el art. 31.1 CE—». El citado
precepto otorga un «tratamiento distinto y discriminatorio irrazonable al
imputar un rendimiento distinto a los diferentes sujetos pasivos que ostenten
la titularidad de viviendas iguales o de características muy similares en
función de la adquisición más o menos reciente de aquellas». Así concluye
que «la renta imputada debe ser la misma ante bienes inmuebles idénticos
(misma superficie, situación, valor catastral y valor de mercado), careciendo
de una justificación razonable la utilización de un diferente criterio para la
cuantificación de los rendimientos frente a iguales manifestaciones de
capacidad económica, pues fundamentar en el impuesto sobre la renta de las
personas físicas la diferente imputación de la renta a cada titular de bienes
inmuebles no arrendados en la circunstancia de que se haya o no producido
un acto dispositivo por parte del titular o actuaciones administrativas
dirigidas a su valoración, vulnera el principio de igualdad tributaria previsto
en el art. 31.1 CE, razón por lo cual debe declararse inconstitucional el
párrafo primero del art. 34.b) de la Ley 18/1991 en su versión original, por
vulneración del principio de igualdad en la contribución a las cargas
públicas conforme a la capacidad económica de cada cual, recogido en el
art. 31.1 CE». En STC 77/2015, de 27 de abril, el TC otorgó el amparo por
la vulneración del principio de igualdad ante el deber de contribuir (arts. 14
y 31.1 CE), en conexión con el principio de protección económica de la
familia (art. 39.1 CE), a los padres de una familia numerosa a quienes , por
la adquisición de la vivienda, se les negó la aplicación del tipo reducido en
el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales (4 por 100) por carecer del
título acreditativo de familia numerosa , pese a estar probada la existencia
de la misma. El TC señaló que el formalismo imperante en la denegación de
ese beneficio fiscal no sólo resultaba irrazonable, sino que, además, «no es
conforme con la igualdad de todos (en este caso las familias numerosas) en
el cumplimiento del deber de contribuir a las cargas públicas (arts. 14 y
31.1 CE)».
A su vez, el Tribunal Constitucional también ha vedado toda posibilidad de
que, recurriendo al art. 14 CE, se alegue la existencia de discriminación por
indiferenciación, entendido como hipotético derecho a imponer
diferencias, o exigir diferencias de trato, entre supuestos desiguales o que
recaigan sobre diferentes sectores económicos (SSTC 55/1998, 137/1998,
36/1999 y 84/1999, entre otras).
Además, el TC considera que, con su recepción en el art.
31, la Constitución ha querido concretar y modular, para el
ámbito tributario, el alcance del principio de igualdad
recogido en el art. 14 CE —por todas, la STC 46/2000, de
17 de febrero —. Por eso, para conocer el contenido de
dicho principio en el ámbito financiero, será necesario
partir de los referentes fijados por el Tribunal
Constitucional, y, desde ellos, tratar de advertir sus
singularidades para nuestro sector del ordenamiento
jurídico.
Contenido y ámbito de aplicación del principio de
igualdad.
Es doctrina constitucional reiterada desde la STC 76/1990,
de 26 de abril —Ponente: Jesús Leguina— hasta la más
reciente STC 167/2016, de 6 de octubre —Ponente:
Santiago Martínez-Vares—, que:
a) El principio de igualdad exige que a iguales supuestos
de hecho se apliquen iguales consecuencias jurídicas.
Serán iguales dos supuestos de hecho cuando la utilización
o introducción de elementos diferenciadores sea arbitraria
o carezca de fundamento racional.
b) El principio de igualdad no prohíbe al legislador
cualquier desigualdad de trato, sino sólo aquellas
desigualdades que resulten artificiosas o injustificadas, por
no venir fundadas en criterios objetivos y suficientemente
razonables de acuerdo con criterios o juicios de valor
generalmente aceptados.
c) No toda desigualdad de trato en la ley supone una
infracción del art. 14 de la Constitución, sino que dicha
infracción la produce sólo aquella desigualdad que
introduce una diferencia entre situaciones que pueden
considerarse iguales y que carece de una justificación
objetiva y razonable.
d) Para que la diferenciación resulte constitucionalmente
lícita no basta con que lo sea el fin que con ella se
persigue, sino que es indispensable, además, que las
consecuencias jurídicas que resulten de tal distinción sean
adecuadas y proporcionadas a dicho fin, de manera que la
relación entre la medida adoptada, el resultado que se
produce y el fin pretendido por el legislador superen un
juicio de proporcionalidad en sede constitucional, evitando
resultados especialmente gravosos o desmedidos.
En definitiva, es constante doctrina del Tribunal
Constitucional que el principio de igualdad en la Ley,
reconocido en el art. 14 CE, por una parte, impone al
legislador el deber de dispensar un mismo tratamiento a
quienes se encuentran en situaciones jurídicas iguales, y, a
su vez, prohíbe toda desigualdad que, desde el punto de
vista de la finalidad de la norma cuestionada, carezca de
justificación objetiva y razonable o resulte
desproporcionada en relación con dicha justificación
(SSTC 214/1994, de 14 de julio; 134/1996, de 22 de julio;
117/1998, de 2 de junio; 46/1999, de 22 de marzo; 1/2001,
de 15 de enero, y 47/2001, de 15 de febrero).
La protección del principio de igualdad ante la Ley y en la
aplicación de la Ley.
El TC ha puesto de relieve reiteradamente que el principio
de igualdad incluye no sólo la igualdad ante la ley, sino
también la igualdad en la aplicación de la ley. En este
sentido, un mismo órgano, administrativo o judicial, no
puede modificar arbitrariamente el sentido de sus
decisiones en casos sustancialmente iguales, y, cuando
considere que debe apartarse de sus precedentes, deberá
ofrecer una fundamentación razonable para ello. De ahí la
afirmación del TC de que «la igualdad sólo puede operar
dentro de la legalidad» —SSTC 43/1982, 51/1985 y
151/1986, entre otras —.
Concretamente, por lo que hace a las exigencias que la igualdad impone en
la creación del Derecho —igualdad ante la ley—, el Tribunal
Constitucional ha reiterado que las diferencias normativas son conformes
con la igualdad cuando cabe discernir en ellas una finalidad no
contradictoria con la Constitución y cuando, además, las normas de las que
la diferencia nace muestran una estructura coherente, en términos de
razonable proporcionalidad con el fin así perseguido (SSTC 75/1983, de 3
de agosto, y 96/2002, de 25 de abril). Por eso, en esta tesitura, el Tribunal
ha venido exigiendo, para permitir el trato dispar de situaciones
homologables, la concurrencia de una doble garantía: a) La razonabilidad
de la medida, pues dicha infracción la produce sólo aquella desigualdad que
introduce una diferencia entre situaciones que pueden considerarse iguales
y que carece de una justificación objetiva y razonable; b) la
proporcionalidad de la medida, pues se prohíben al legislador aquellas
desigualdades en las que no existe relación de adecuación y
proporcionalidad entre los medios empleados y la finalidad perseguida,
evitando resultados especialmente gravosos o desmedidos (por todas, las
SSTC 76/1990, de 26 de abril, FJ 9.o; 214/1994, de 14 de julio, FJ 8.o;
46/1999, de 22 de marzo, FJ 2.o; 200/2001, de 4 de octubre, FJ 4.o;
39/2002, de 14 de febrero, FJ 4.o; y 141/2011, de 26 de septiembre.
Sobre el derecho a la igualdad en la aplicación de la Ley, el TC viene
recalcando que, para que pueda apreciarse su vulneración deben concurrir
los siguientes requisitos: en primer lugar, la acreditación de un tertium
comparationis, ya que el juicio de igualdad sólo puede realizarse sobre la
comparación entre la Sentencia impugnada y las precedentes decisiones del
mismo órgano judicial que, en casos sustancialmente iguales, hayan
resuelto de forma contradictoria; en segundo lugar, la existencia de alteridad
en los supuestos contrastados, es decir, la «referencia a otro», lo que
excluye la comparación consigo mismo; en tercer lugar, la identidad de
órgano judicial, entendiendo por tal, no sólo la identidad de Sala, sino
también la de Sección, al considerarse éstas como órganos jurisdiccionales
con entidad diferenciada suficiente para desvirtuar una supuesta
desigualdad en la aplicación judicial de la ley y, finalmente, la ausencia de
toda motivación que justifique en términos generalizables el cambio de
criterio, bien para separarse de una línea doctrinal previa y consolidada,
bien con quiebra de un antecedente inmediato en el tiempo y exactamente
igual desde la perspectiva jurídica con la que se enjuició (cfr. SSTC
132/2005, de 23 de mayo, FJ 3.o; 146/2005, de 6 de junio, FJ 5.o;
164/2005, de 20 de junio, FJ 8.o; 54/2006, de 27 de febrero, y 13/2011, de
28 de febrero). Puntualizando, además, en los casos de alegación de
desigualdad en la aplicación de la ley, que la carga de la prueba recae sobre
el recurrente, quien habrá de aportar los términos de comparación
adecuados (SSTC 102/1999, de 31 de mayo, FJ 2.o, y 111/2001, de 7 de
mayo, FJ 2.o, y ATC 176/2005, de 5 de mayo). Vid. STC 38/2011, de 28 de
marzo, en la que se analiza el principio de igualdad en la aplicación de la
ley en relación con liquidaciones del denominado recurso cameral
permanente.
Análisis de las presuntas vulneraciones del principio de
igualdad desde la normalidad de los casos.
Lógicamente, el enjuiciamiento de la constitucionalidad de
las leyes debe hacerse tomando en consideración el caso
normal, y no las posibles excepciones a la regla prevista en
la
norma. Esto es, no se trata de afirmar que una norma no es
inconstitucional por el mero hecho de que ésta no lesione
derechos fundamentales «en la mayor parte de los casos»
que regula, dado que la vulneración de la Constitución no
puede depender de un dato puramente estadístico.
Lo que el TC ha venido afirmando es que, para apreciar
que el legislador ha vulnerado el art. 14 CE, no basta con
que, en situaciones puntuales y patológicas, no previstas ni
queridas por la Ley y al margen de sus objetivos, puedan
darse situaciones jurídicas puntuales y específicas en las
que unos sujetos pasivos resulten beneficiados. Pues las
leyes «en su pretensión de racionalidad, se proyectan sobre
la normalidad de los casos, sin que baste la aparición de un
supuesto no previsto para determinar su
inconstitucionalidad» —SSTC 73/1996, de 30 de abril, FJ
5.o; 289/2000, de 30 de noviembre, FJ 6.o; 47/2001, de 15
de febrero, FJ 7.o; 212/2001, de 29 de octubre, FJ 5.o;
21/2002, de 28 de febrero, FJ 4.o; 193/2004, de 4 de
noviembre, FJ 3.o; 255/2004, de 22 de diciembre, FJ 4.o, y
111/2006 y 113/2006, de 5 de abril—.
La modulación del principio de igualdad en el ámbito
tributario.
En el ámbito tributario, es frecuente considerar que el
principio de igualdad se traduce en forma de capacidad
contributiva, en el sentido de que situaciones
económicamente iguales sean tratadas de la misma
manera. Es decir, generalmente, la presunta vulneración
del principio de igualdad se fundamenta en el diferente
tratamiento que, desde la perspectiva del deber de
contribuir, atribuye el legislador a idénticas
manifestaciones de riqueza.
Sin embargo, ello no significa que el principio de igualdad
tributaria agote su contenido con el de capacidad
económica (STC 8/1986, de 14 de enero); entre otros
motivos porque, como señaló el TC, las discriminaciones
no son arbitrarias cuando se establecen en función de otro
principio constitucional amparado por el ordenamiento.
El propio TC, en Sentencia 255/2004, de 23 de diciembre, reitera la
individualidad del principio de igualdad en materia tributaria, al señalar que
«la igualdad ha de valorarse en cada caso, teniendo en cuenta el régimen
jurídico sustantivo del ámbito de relaciones en que se proyecte, y en la
materia tributaria es la propia Constitución la que ha concretado y
modulado el alcance de su art. 14 en un precepto, el art. 31.1, cuyas
determinaciones no pueden dejar de ser tenidas aquí en cuenta, pues la
igualdad ante la ley tributaria resulta indisociable de los principios de
generalidad, capacidad, justicia y progresividad que se enuncian en el
último precepto constitucional citado [...]». En los mismos términos se
pronuncia la STC 10/2005, de 20 de enero, en la que —al examinar la
constitucionalidad de la norma que eximía a las Cajas de Ahorros del
Impuesto sobre Actividades Económicas no sólo en relación con su obra
benéfica y monte de piedad, sino también en su actividad puramente
financiera y mercantil— concluía en su inconstitucionalidad, no sólo porque
ello atentaba al deber de todos de contribuir al sostenimiento de los gastos
públicos de forma igualitaria, sino porque a la misma conclusión se debía
llegar desde el Derecho Comunitario, pues el TJCE «consideró contrarias al
Derecho Comunitario, por ser ayudas de Estado, aquellas exenciones
fiscales a favor de entidades públicas o privadas que las coloquen «en una
situación más favorable que a otros contribuyentes».
Como han señalado PALAO TABOADA y HERRERA MOLINA,
la concepción acogida por el TC español es la propuesta
por el constitucionalista alemán Gerhard LEIBHOLZ: el
principio de igualdad prohíbe toda discriminación
arbitraria. Esta concepción del principio de igualdad
resuelve la dificultad que plantea concretar el contenido
del principio de capacidad contributiva —como expresión
del principio de igualdad en el ámbito tributario—, al que
se descarga de la presión que implica el concebirlo como
único criterio de justicia tributaria, al tiempo que justifica
de forma satisfactoria la existencia de tributos con fines
extrafiscales, a los que ya nos hemos referido.
Los Tribunales han acudido al principio de igualdad tributaria para
enjuiciar, por ejemplo, la constitucionalidad o no de determinadas
diferencias de tributación entre personas físicas y jurídicas (STS de 28 de
enero de 1999); de la distinción de la cuantía de las retenciones aplicables a
rendimientos del capital mobiliario o inmobiliario (STS de 25 de enero de
1999); del diferente tratamiento tributario que reciben las rentas regulares y
las irregulares (STC 46/2000), o, también, el distinto trato atribuido a las
retenciones o pagos a cuenta del IRPF que recaen sobre profesionales y
sobre los empresarios (STS de 29 de octubre de 1999).
La conexión con el resto de principios tributarios también ha sido puesta de
relieve por el Tribunal Constitucional de forma reiterada. Así, en la STC
295/2006, de 11 de octubre, reitera el TC que «el art. 31.1 CE conecta de
manera inescindible la igualdad con los principios de generalidad,
capacidad, justicia y progresividad [...]».
Doctrina que se viene reiterando de forma sistemática. Así, el Pleno del TC,
en el Auto 123/2009, de 28 de abril, inadmite a trámite una cuestión de
inconstitucionalidad planteada por un Juzgado de lo Contencioso-
Administrativo de Madrid, en relación con la posibilidad de que los
Ayuntamientos establezcan distintos tipos de gravamen en el IBI atendiendo
al carácter residencial o no de los inmuebles urbanos. Señala el TC que
«aun pudiendo ser iguales los términos de comparación desde un punto de
vista puramente económico, existe una diferencia que no les hace
comparables, cual es, como así señala el Fiscal General del Estado, el
propio uso o destino de los bienes inmuebles. Pero no sólo eso. Debe
tenerse presente, de un lado, que la Constitución otorga una especial
protección a la vivienda (art. 47), ordenando a los poderes públicos la
adopción de las medidas necesarias encaminadas a tal fin, razón por la cual
ningún óbice existe desde un punto de vista constitucional para que se
otorgue un trato más favorable a un bien inmueble de uso residencial,
circunstancia ésta que ya sería suficiente por sí sola para legitimar la
disparidad de trato.
»De otro lado, no puede soslayarse que la reducción de la recaudación
impositiva por el Impuesto sobre Actividades Económicas (como
consecuencia de las exenciones introducidas en este impuesto por la
cuestionada Ley 51/2002), obligaba a aumentar las posibilidades de
recaudación por los restantes tributos locales con el fin de seguir ofreciendo
a las entidades locales una suficiencia de recursos que les garantizase su
autonomía constitucionalmente consagrada. En este sentido, durante los
debates parlamentarios se justificó el establecimiento de este nuevo tipo de
gravamen en el Impuesto sobre Bienes Inmuebles fundada en la supresión
casi total del Impuesto sobre Actividades Económicas y, por tanto, en la
necesidad de dotar a los entes locales de otras alternativas de financiación
que les permitiese compensar la pérdida recaudatoria que supone aquella
supresión a los efectos de poder garantizar el funcionamiento de los
servicios públicos municipales y, en consecuencia, la suficiencia financiera
y autonomía local [...]. En efecto, dado que “la ley perjudicaba al
funcionamiento de los servicios municipales, porque los ayuntamientos
perdían ingresos” y era imprescindible garantizar la suficiencia financiera
—“requisito constitucional básico de la autonomía local”— se hacía
necesario “compensar a los ayuntamientos por la pérdida que les suponía
una medida tan importante como la supresión del Impuesto sobre
Actividades Económicas” [...]. En consecuencia, prever, como se le
denominó en la tramitación parlamentaria, “un IBI comercial” [...], esto es,
una tributación diferenciada en función del uso o destino de los bienes
inmuebles es una opción legislativa que no sólo no afecta al principio de
igualdad en la contribución a las cargas públicas, en la medida que grava de
forma distinta situaciones diferentes, sino que cuenta con una justificación
objetiva y razonable que la legitima desde un punto de vista constitucional
(entre muchas, SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o; 193/2004, de 4 de
noviembre, FJ 3.o, y 10/2005, de 20 de enero, FJ 5.o)» (FJ 5.o).
En la misma línea, el Pleno del Tribunal Constitucional, en el Auto
245/2009, de 29 de septiembre, al inadmitir la cuestión de
inconstitucionalidad planteada por el TSJ de Andalucía sobre el
establecimiento de una reducción en el IRPF, que encuentra límites cuando
se trata de rendimientos del trabajo y no cuando se trata de rendimientos del
capital o de actividades económicas, reitera que, como ya señaló en su STC
46/2000, de 14 de febrero (FJ 6.o), «en el ejercicio de su libertad de
configuración normativa, el legislador puede someter a tributación de forma
distinta a diferentes clases de rendimientos gravados en el impuesto en
atención a su naturaleza, por simples razones de política financiera o de
técnica tributaria», concluyendo que dicho límite «en la medida en que se
aplica por igual a todos los perceptores de rendimientos del trabajo
irregulares, no genera discriminación alguna contraria al principio de
igualdad. Y no lo genera porque no cabe comparar situaciones disímiles,
como sería la comparación entre una renta irregular del trabajo y una renta
irregular del capital» (FJ 4.o).
Su relación con el principio de capacidad económica y
con el resto de principios constitucionales tributarios.
El principio de igualdad debe aplicarse teniendo en cuenta
la existencia de otros principios, y especialmente las
exigencias del principio de progresividad (por todas, las
SSTC 134/1996, de 22 de julio, y 46/2000, de 17 de
febrero). Y ahí radica, según la STC 55/1998, de 16 de
marzo, una de las singularidades del principio de igualdad:
entiende el TC que la igualdad del art. 31 CE va
íntimamente enlazada al concepto de capacidad económica
y al principio de progresividad, por lo que no puede ser
reconducida a los términos del art. 14 CE.
Precisamente, esa conexión entre igualdad y progresividad
en el ámbito tributario guarda estrecha relación con la
construcción que del primero de estos principios ha
realizado el Tribunal Constitucional, según el cual, más
allá de la igualdad formal, ha de atenderse también a su
contenido o exigencia de igualdad real, recogida en el art.
9.2 CE. En él se amparan discriminaciones operadas por
las normas tendentes a corregir situaciones de desigualdad
real que no son justificables.
El Tribunal Constitucional, en la Sentencia de 20 de julio de 1981, por vez
primera tuvo ocasión de pronunciarse sobre el alcance y contenido de los
principios constitucionales específicos del orden tributario. Señaló el
Tribunal que «el legislador constituyente ha dejado bien claro que el
sistema —tributario— justo que se proclama no puede separarse, en ningún
caso, del principio de progresividad ni del principio de igualdad. Es por ello
— porque la igualdad que aquí se reclama va íntimamente enlazada al
concepto de capacidad económica y al principio de progresividad— por lo
que no puede ser, a estos efectos, simplemente reconducida a los términos
del art. 14 de la Constitución: una cierta desigualdad cualitativa es
indispensable para entender cumplido este principio. Precisamente la que se
realiza mediante la progresividad global del sistema tributario en que alienta
la aspiración a la redistribución de la renta» (en el mismo sentido, SSTC
54/1993, de 15 de febrero, y 134/1996, de 22 de julio).
Más tarde, el TC insiste en la compatibilidad entre los distintos principios
constitucionales, al señalar que: «La igualdad es perfectamente compatible
con la progresividad del impuesto, que sólo exige que el grado de
progresividad se determine en función de la base imponible y no en razón
del sujeto» (SSTC 45/1989, de 20 de febrero, y 134/1996, de 22 de julio, así
como la Sentencia de la Audiencia Nacional de 11 de mayo de 2000).
En la misma línea, el Tribunal Supremo también pone en relación el
principio de igualdad con los principios de justicia tributaria, señalando que
«la infracción del principio de igualdad en materia tributaria debe
reconducirse al marco del artículo 31.1 CE y que para que el mismo pueda
entenderse lesionado es preciso que se disponga de un término válido de
comparación...» (STS 25 noviembre 2015. Recurso 3270/2014. Ponente M.
Martín Timón. FD 6.b).
El principio de igualdad en el gasto público.
La anterior concepción, con ser cierta, necesita ser
complementada con una visión más amplia. Debe tenerse
en cuenta que el principio de igualdad, tal como aparece
concebido en el art. 31 de nuestra Constitución, no se
predica sólo del sistema tributario, sino también de los
gastos públicos, al disponer el art. 31, en su apartado
segundo, que «El gasto público realizará una asignación
equitativa de los recursos públicos [...]». De esta manera,
la exigencia de igualdad no queda confinada en el ámbito
del ordenamiento tributario, sino que, trascendiendo el
mismo, se inserta como exigencia insoslayable del
ordenamiento financiero en su conjunto.
Así lo ha entendido reiteradamente el Tribunal Constitucional, en SSTC
20/1984, de 14 de febrero; 26/1985, de 22 de febrero, y 72/1985, de 13 de
junio, entre otras. Expresamente, la STC 77/1985, de 27 de junio, afirma la
vigencia insoslayable del principio de igualdad en el gasto público,
expresándose que el legislador debe conjugar los diversos valores y
mandatos constitucionales (citando, entre ellos, la igualdad del art. 9 CE y
la distribución equitativa de la renta del art. 40.1 CE).
Como consecuencia, es necesario proceder a una
valoración conjunta del sistema de ingresos y de gastos
públicos para emitir un juicio acerca de la igualdad como
valor presente en el ordenamiento financiero. Una desigual
presión fiscal sobre un determinado sector profesional, o
sobre un determinado territorio, puede encontrar su
justificación en una desigual proyección del gasto público
sobre ese mismo sector. Por ejemplo, una mayor presión
fiscal sobre las grandes
concentraciones urbanas puede encontrar su compensación
en una política de gasto público que generosamente
oriente los recursos públicos hacia esas grandes
concentraciones urbanas. Y viceversa.
De esta manera, en definitiva, adquiere todo su valor la
postulada unidad científica del ordenamiento financiero, al
existir una profunda interrelación entre los dos sectores —
ingresos y gastos— que los vertebran. Como señaló
VICENTE- ARCHE —con anterioridad a la Constitución de
1978, pero con carácter ya premonitorio, que alcanza todo
su sentido a la vista del art. 31 de la Constitución—,
«existe una íntima relación entre el concepto de gasto
público y el concepto constitucional de tributo, hasta el
punto de que el segundo depende del primero [...]. Los
gastos públicos y la contribución a su sostenimiento se
vinculan recíprocamente a nivel de la normativa
constitucional».
La dimensión territorial del principio de igualdad.
En este sentido, como ha indicado el Tribunal
Constitucional, el principio de igualdad no puede
entenderse de forma tan rígida y monolítica que conduzca
a calificar como inconstitucional la desigualdad que
pueda derivarse del ejercicio legítimo, por parte de las
Comunidades Autónomas, de sus competencias en materia
tributaria y financiera.
Así lo ha establecido, al igual que hacían anteriores sentencias, la STC
14/1998: «[...] si como consecuencia del ejercicio de esas competencias
surgen desigualdades en la posición jurídica de los ciudadanos residentes en
las distintas Comunidades Autónomas, no por ello automáticamente
resultarán infringidos los arts. 14, 139.1 ó 149.1.1.a de la Constitución, ya
que dichos preceptos no exigen un tratamiento jurídico uniforme de los
derechos y deberes de los ciudadanos en todas las materias y en todo el
territorio del Estado [...]. En definitiva, la igualdad de derechos y
obligaciones en su aspecto interterritorial no puede ser entendida en
términos tales que resulte incompatible con el principio de
descentralización política del Estado (art. 2.o CE) [...]». Con idéntica
orientación, la STS de 30 de octubre de 1999. Con posterioridad, el TC ha
reiterado en varias Sentencias que «el ejercicio constitucionalmente lícito
de sus competencias normativas por los legisladores autonómicos puede
deparar que una misma actividad económica, en este caso la distribución
comercial mediante el uso de grandes superficies, quede sujeta a regímenes
distintos dependiendo de la parte del territorio nacional donde se realice.
Esta desigualdad en las condiciones de ejercicio de una determinada
actividad a consecuencia de la
pluralidad de ordenamientos autonómicos, que en principio es
constitucionalmente legítima pues es la manifestación de las competencias
normativas atribuidas a las Comunidades Autónomas [...]». Concluye el TC
señalando que esta desigualdad es constitucionalmente legítima siempre que
concurran tres características: «que la regulación autonómica se lleve a
cabo dentro del ámbito de la competencia de la Comunidad; que esa
regulación, en cuanto introductora de un régimen diverso del o de los
existentes en el resto de la Nación, resulte proporcionada al objeto legítimo
que se persigue, de manera que las diferencias y peculiaridades en ella
previstas resulten adecuadas y justificadas por su fin; y, por último, que
quede en todo caso a salvo la igualdad básica de todos los españoles».
(Vid. STC 96/2013, de 23 de abril, relativa al impuesto autonómico
aragonés sobre daño medioambiental causado por las grandes superficies.
En la misma línea, STC 210/2012, de 14 de noviembre, relativa al impuesto
sobre depósitos de entidades de crédito creado en Extremadura, y SSTC
122/2012, de 5 de junio; 197/2012, de 6 de noviembre, y 208/2012, de 14
de noviembre, recaídas sobre la constitucionalidad del impuesto sobre
grandes establecimientos comerciales, creado por distintas Comunidades
Autónomas: Cataluña, Asturias y Navarra, respectivamente.)
En Sentencia de 25 de abril de 2002, el Tribunal Constitucional entiende
que la Disp. Adic. 8.a de la Ley 42/1994, de 30 de diciembre, de Medidas
Fiscales, Administrativas y del Orden Social Foral —que establece ciertos
beneficios fiscales para los residentes en territorio vasco y en la Unión
Europea—, es contraria al principio de igualdad porque «la consecuencia
final es que la mayoría de los sujetos que intervienen en el mercado
autonómico de referencia (residentes en dichos territorios forales y
residentes en la Unión Europea que no lo sean en España) lo hacen
ofreciendo bienes y servicios a precios con reducida o nula presión fiscal —
lo cual mejora notablemente su posición competitiva en el mercado—,
mientras que otros —los españoles residentes en territorio común— se ven
obligados a intervenir incorporando al precio de sus operaciones el coste
fiscal correspondiente derivado de la aplicación de la normativa común».
Señala el Constitucional que «lo que no le es dable al legislador —desde el
punto de vista de la igualdad como garantía básica del sistema tributario—
es localizar en una parte del territorio nacional, y para un sector o grupo de
sujetos, un beneficio tributario sin una justificación plausible que haga
prevalecer la quiebra del genérico deber de contribuir al sostenimiento de
los gastos públicos sobre los objetivos de redistribución de la renta (art.
131.1 CE) (SSTC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 4.o; 182/1997, de 28 de
octubre, FJ 9.o, y 46/2000, de 17 de febrero, FJ 6.o)» (FJ 8.o). Vid. también,
sobre el mismo asunto, Sentencias del TS de 3 de noviembre y 9 de
diciembre de 2004.
En Sentencia del Pleno del Tribunal Constitucional
60/2015, de 18 de marzo, se profundiza en las exigencias
insitas en el principio de igualdad, al analizar una Ley
autonómica valenciana que concedía importantes
beneficios fiscales en el Impuesto sobre Sucesiones a los
residentes en el territorio valenciano.
Reitera el TC que para comprobar si una determinada
medida es respetuosa con el principio de igualdad ante la
ley tributaria es preciso, en primer lugar, concretar que las
situaciones que se pretenden comparar sean iguales; en
segundo término, una vez concretado que las situaciones
son comparables, que existe una finalidad objetiva y
razonable que legitime el trato desigual de esas situaciones
iguales; y, en tercer lugar, que las consecuencias jurídicas
a que conduce la disparidad de trato sean razonables, por
existir una relación de proporcionalidad entre el medio
empleado y la finalidad perseguida, evitando resultados
especialmente gravosos o desmedidos (FD 4.o).
Tras señalar que ningún óbice existe desde el punto de
vista constitucional para la utilización de la residencia
como un elemento diferenciador entre contribuyentes,
siempre que la diferencia de trato responda a un fin
constitucionalmente legítimo y, por tanto, no se convierta
la residencia, por sí sola, en la razón del trato diferente,
observa que no se alcanza a comprender razón alguna de
política social, en general, o de protección de la familia
directa, en particular, que pueda legitimar la aplicación
dispar de la bonificación entre hermanos, herederos de un
mismo padre y, por tanto, causahabientes de una misma
herencia.
En definitiva, el territorio ha dejado de ser un elemento de
diferenciación de situaciones objetivamente comparables,
para convertirse en un elemento de discriminación, pues
con la diferencia se ha pretendido exclusivamente
«favorecer a sus residentes», tratándose así a una misma
categoría de contribuyentes de forma diferente por el solo
hecho de su distinta residencia.
En suma, concluye, «al carecer de cualquier justificación
legitimadora el recurso a la residencia como elemento de
diferenciación, no sólo se vulnera el principio de igualdad
(art. 14 CE), sino que, como con acierto señala el Fiscal
General del Estado, se ha utilizado un criterio de reparto
de las cargas públicas carente de una justificación
razonable y, por tanto,
incompatible con un sistema tributario justo (art. 31.1
CE)» (FD 5.o).
Conclusión que también puede aplicarse al ejercicio de la
potestad tributaria por parte de los municipios, ejercida en
el ámbito de sus competencias para dar efectividad a los
principios de autonomía local y suficiencia financiera
(arts. 140 y 142 CE) —cfr. la Sentencia del TC 221/1992,
de 11 de diciembre, y la del Tribunal Supremo de 28 de
enero de 1999 —.
En resumen: a) el principio de igualdad en el ámbito
tributario se traduce en el respeto al principio de capacidad
económica, de forma que situaciones económicamente
iguales deben ser tratadas de la misma manera; b) el
principio de igualdad no veda cualquier desigualdad, sino
sólo aquella que pueda reputarse como discriminatoria,
por carecer de justificación objetiva y razonable, y
desplegar consecuencias no proporcionadas; c) el principio
de igualdad no sólo exige la igualdad ante la ley, sino
también la igualdad en la aplicación de la ley; d) el
principio de igualdad no ampara el derecho a imponer o
exigir diferencias de trato en situaciones o supuestos
desiguales (discriminación por indiferenciación); e) el
principio de igualdad debe interpretarse en conexión con
las exigencias derivadas de otros principios
constitucionales; f) la igualdad en el marco del sistema
tributario debe complementarse con la igualdad en el
ordenamiento del gasto público, lo que se traduce en la
necesidad de asignar equitativamente los recursos
públicos.
IV. EL PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD
Y LA NO CONFISCACIÓN
Como ya apuntamos, ambos principios están
explícitamente recogidos en el art. 31 de la Constitución, y
también son mencionados en el art. 3 de la LGT. De
hecho, se convierten en los criterios inspiradores del
conjunto del
sistema tributario justo a que alude dicho precepto —de
ahí que el TC haya tenido que matizar, en diversas
ocasiones, que no puede exigirse la progresividad de cada
una de las figuras tributarias individualmente—. En
sentido análogo, aunque con una proyección más amplia,
dispone el art. 40.1 del propio texto constitucional que
«los poderes públicos promoverán las condiciones
favorables para el progreso social y económico y para una
distribución de la renta regional y personal más equitativa,
en el marco de una política de estabilidad económica».
En este sentido, MARTÍN DELGADO ha definido el principio
de progresividad como «aquella característica de un
sistema tributario según la cual a medida que aumenta la
riqueza de los sujetos pasivos, aumenta la contribución en
proporción superior al incremento de la riqueza». Por eso,
puede afirmarse que la progresividad del sistema
tributario es una manera de ser de ese sistema, que se
tiene que articular técnicamente — mediante tipos de
gravamen progresivos, exenciones, beneficios fiscales, etc.
—, de forma que pueda responder a la consecución de
unos fines que no son estrictamente recaudatorios para
permitir la consecución de unos fines distintos, como
pueden ser la distribución de la renta, o, por ejemplo,
cualquiera de los fines previstos por el propio art. 40 de la
Constitución.
En relación con la progresividad, el TS, en las SS de 2 y 18 de marzo de
2000, considera que «ésta afecta al sistema tributario y a algunos impuestos
—no a todos—». Y entiende inadecuado sostener la quiebra de este
principio respecto de las retenciones o pagos a cuenta, al tratarse de pagos
provisionales no constitutivos de la cuota tributaria, que simplemente
representan un anticipo de lo que en su día será la concreta carga tributaria.
El Tribunal Constitucional ha recordado que «[...] como tantas veces hemos
dicho, la progresividad que reclama el art. 31.1 CE es del “sistema
tributario” en su conjunto, es decir, se trata de “la progresividad global del
sistema tributario” (STC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o), pues a diferencia
del principio de capacidad económica que opera, en principio, respecto
“de cada uno” (SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o; y 7/2010, de 27 de
abril, FJ 6.o; con la matización realizada en el ATC 71/2008, de 26 de
febrero, FJ 5.o), el principio de progresividad se relaciona con el “sistema
tributario” (STC 182/1997, de 28 de octubre, FJ 7.o), al erigirse en un
“criterio inspirador” [STC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 3.o; y también
SSTC 76/1990, de 26 de abril, FJ 6.oB); y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o].
Por esta
razón, hemos tenido ya la oportunidad de afirmar que “en un sistema
tributario justo pueden tener cabida tributos que no sean progresivos,
siempre que no se vea afectada la progresividad del sistema” (STC 7/2010,
de 27 de abril, FJ 6.o), y debemos añadir ahora que el hecho de que, en la
determinación de un tributo, un aspecto pueda tener un efecto regresivo, no
convierte per se ni al tributo en regresivo ni a la medida adoptada en
inconstitucional, siempre y cuando esa medida tenga una incidencia menor
“en el conjunto del sistema tributario” (STC 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o)»
(FD 4.o) (STC, Pleno, 19/2012, de 15 de febrero, recurso de
inconstitucionalidad 1046/1999).
Como ha señalado el Tribunal Constitucional —STC 19/2012, de 15 de
febrero— «la progresividad que reclama el art. 31.1 CE es del “sistema
tributario” en su conjunto, es decir, se trata de “la progresividad global del
sistema tributario” (STC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o), pues a diferencia
del principio de capacidad económica que opera, en principio, respecto
“de cada uno” (SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o; y 7/2010, de 27 de
abril, FJ 6.o; con la matización realizada en el ATC 71/2008, de 26 de
febrero, FJ 5.o), el principio de progresividad se relaciona con el “sistema
tributario” (STC 182/1997, de 28 de octubre, FJ 7.o), al erigirse en un
“criterio inspirador” [STC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 3.o; y también
SSTC 76/1990, de 26 de abril, FJ 6.o B); y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o].
Por esta razón, hemos tenido ya la oportunidad de afirmar que “en un
sistema tributario justo pueden tener cabida tributos que no sean
progresivos, siempre que no se vea afectada la progresividad del sistema”
(STC 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o), y, debemos añadir ahora, que el hecho
de que en la determinación de un tributo, un aspecto pueda tener un efecto
regresivo, no convierte per se ni al tributo en regresivo ni a la medida
adoptada en inconstitucional, siempre y cuando esa medida tenga una
incidencia menor “en el conjunto del sistema tributario” (STC 7/2010, de
27 de abril, FJ 6.o)» [FJ 4.ob)].
La progresividad, por imperativo constitucional, tiene un
límite infranqueable en la no confiscatoriedad (art. 31).
En rigor, la previsión constitucional que veda la
confiscatoriedad del sistema tributario constituye, en
principio, una previsión tautológica, porque la
confiscación constituye un concepto que, por su propia
esencia, permanece extramuros del ordenamiento
tributario. El tributo constituye un instituto jurídico que,
por mandato constitucional y por exigencia dogmática,
está basado en la capacidad económica de quien es
llamado a satisfacerlo. Por el contrario, los principios que
sustentan la confiscación son distintos.
El principio de no confiscatoriedad supone, como ha
señalado LASARTE, un límite extremo que dimana del
reconocimiento del derecho de propiedad. Su finalidad es
impedir una posible conducta patológica de las
prestaciones patrimoniales coactivas, una radical
aplicación de la progresividad que atentara contra la
capacidad económica que la sustenta.
Además de entenderlo como límite a la progresividad del
sistema tributario, ha sido vinculado al principio de
capacidad contributiva, e, incluso, por algunos autores, al
de justicia tributaria.
Ello es reflejo de lo difícil que resulta técnicamente
determinar, en abstracto, si del régimen legal de un tributo
pueden derivarse, per se, efectos confiscatorios, como
reflejó la STC 14/1998, de 22 de enero.
No obstante, según el TC, la imposición puede llegar a
tener alcance confiscatorio cuando, a raíz de la aplicación
de los diferentes tributos vigentes, se llegue a privar al
sujeto pasivo de sus rentas y propiedades —especialmente,
las SS 27/1981 y 150/1990—. En este sentido, resulta
lógico afirmar que el límite máximo de la imposición
resulta cifrado constitucionalmente en la prohibición de su
alcance confiscatorio.
Así lo hizo el TC, al juzgar de la constitucionalidad del Impuesto sobre
Tierras Infrautilizadas establecido por la Comunidad Autónoma de
Andalucía —STC 37/1987, de 26 de marzo—, en la que se descarta
tajantemente la vulneración de dicho principio en el caso debatido y,
posteriormente, en la STC 150/1990, de 4 de octubre, en la que, al juzgar de
la constitucionalidad del recargo del 3 por 100 establecido por la
Comunidad Autónoma de Madrid, señaló que: «dado que este límite
constitucional se establece con referencia al resultado de la imposición,
puesto que lo que se prohíbe no es la confiscación, sino justamente que la
imposición tenga “alcance confiscatorio”, es evidente que el sistema fiscal
tendría dicho efecto si mediante la aplicación de las diversas figuras
tributarias vigentes se llegara a privar al sujeto pasivo de sus rentas y
propiedades, con lo que, además se estaría desconociendo, por la vía fiscal
indirecta, la garantía prevista en el art. 33.1 de la Constitución; como sería
asimismo, y con mayor razón, evidente el resultado confiscatorio de un
IRPF cuya progresividad alcanzara un tipo medio de gravamen del 100 por
100 de la renta [...]». La misma línea se sigue en la STC 186/1993, de 7 de
junio, al resolver el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra la
Ley de Reforma Agraria extremeña, y en la STC 14/1998, de 22 de enero.
Más recientemente, en el mismo sentido, Auto del Pleno del TC 71/2008,
de 26 de febrero (FJ 6.o).
Como ejemplo, el Tribunal Constitucional, en las SS
14/1998 y 233/1999, ha considerado que dicho principio
«obliga a no agotar la riqueza imponible —sustrato, base o
exigencia, de toda imposición— que resultaría vulnerado
de agotarse la riqueza imponible; esto es, como
gráficamente se ha expresado, cuando un Impuesto sobre
la Renta de las Personas Físicas cuya progresividad
alcanzara un gravamen del 100 por 100 de la renta».
Este criterio ha servido a las Sentencias de la Audiencia Nacional de 8 y 29
de junio y 22 de noviembre de 2000 para desechar la existencia de alcance
confiscatorio en el caso del Impuesto sobre el Patrimonio.
Significativamente, la citada SAN de 8 de junio de 2000, fija las siguientes
pautas decisivas para determinar el alcance del «principio de no
confiscatoriedad»:
— «En torno a la consideración del principio de capacidad económica como
incorporación de una exigencia lógica que obliga a buscar la riqueza allí
donde la riqueza se encuentra (STC 27/1981) añade el principio de no
confiscatoriedad que la prohibición del alcance confiscatorio supone
incorporar otra exigencia lógica que obliga a no agotar la riqueza
imponible, que está en la base de toda tributación, so pretexto del deber de
contribuir a los gastos públicos; de ahí que el límite máximo de la
imposición venga cifrado constitucionalmente en la prohibición de su
“alcance confiscatorio”. Y dado que este límite se establece con referencia
al resultado de la tributación (no prohíbe la confiscación sino otra cosa: que
la tributación “tenga alcance confiscatorio”), es claro que el sistema fiscal
tendría dicho efecto si mediante la aplicación de diversas tributaciones se
llegase a privar al sujeto pasivo de sus rentas y bienes, con lo que, además,
se estaría lesionando, por la vía fiscal indirecta, la garantía prevista en el art.
31.1 de la Constitución Española.
— Deberá también tenerse en cuenta no sólo la capacidad económica real
sino también la riqueza potencial en los titulares de los bienes y, por ello
mismo, la existencia de una renta virtual cuya mayor o menor dimensión
condiciona la cuota del impuesto, como así declaraba el TC en su Sentencia
del Pleno (STC n.o 14/1998) de 22 de enero de 1998.
— Finalmente interesa destacar aquí que “basta que la capacidad económica
exista como riqueza o renta real o potencial en la generalidad de los
supuestos contemplados por el legislador al crear el impuesto para que el
principio constitucional de capacidad económica quede a salvo” (STC
14/1998 y STC 186/1993) y siendo esto así tampoco el tributo tendrá
alcance confiscatorio.»
Pero, además, otro criterio que debe observarse es la
existencia de la capacidad económica como riqueza o
renta real o potencial, tanto en el caso de los sujetos
afectados por la norma como en la generalidad de los
supuestos contemplados por el legislador. De lo contrario,
señala el TC,
se entenderá vulnerado el principio de capacidad
económica y, por ende, el de no confiscatoriedad.
Siguiendo estos parámetros de enjuiciamiento de la adecuación a los
principios de capacidad económica y de prohibición del alcance
confiscatorio como resultado de la tributación, las citadas Sentencias de la
Audiencia Nacional han considerado que tener una base Imponible en el
Impuesto sobre el Patrimonio de 5.000 millones de pesetas «delata una
capacidad económica, cuando menos potencial, de generar rendimientos
sensiblemente superiores al 0,5 por 100 que supondría la aplicación del tipo
más alto de la escala con el límite de reducción previsto en el controvertido
art. 31.1.b)». Además, aplicando tan reducido tipo efectivo —0,5 por 100—
en el tramo más alto de la escala resulta evidente que «la afectación al
patrimonio será tan liviana que no puede entenderse de ninguna manera que
tenga alcance confiscatorio».
Y, como ejemplo de regulación normativa vulneradora de este principio del
art. 31 CE, pueden citarse las Sentencias del TS de 10 de julio de 1999 y de
15 de julio de 2000. Ambas consideraron desproporcionado el incremento
en el importe de las retenciones del IRPF del 15 al 20 por 100 sobre los
ingresos brutos de los profesionales, anulando el precepto reglamentario
que las regulaba. Concluye el Tribunal que se lesionaba la capacidad
económica del contribuyente, pudiendo alcanzar efectos confiscatorios en
los profesionales de rendimientos más bajos, en la medida en que las
retenciones rebasasen las cuotas del Impuesto que definitivamente les
correspondiese asumir, lo que obligaría a los sujetos pasivos, para
satisfacerlas, a acudir a recursos diferentes de los rendimientos de su
actividad. Con idéntica orientación, las Sentencias del mismo Tribunal de
29 de octubre de 1999 y las de 2 y 18 de marzo de 2000.
V. EL PRINCIPIO DE CAPACIDAD
ECONÓMICA
Al igual que ocurre con los demás principios
constitucionales tributarios, el principio de capacidad
económica encuentra su formulación en las primeras
Cartas Constitucionales, convirtiéndose en el principio
material de justicia en el ámbito tributario.
En el ordenamiento español, desde la ya lejana Carta otorgada de Bayona
hasta la vigente Constitución, todas las Cartas Magnas han incorporado
dicho principio, como criterio material de justicia tributaria, con fórmulas
casi idénticas y en las que se establece la necesidad de contribuir al
sostenimiento de los gastos públicos «en proporción a los haberes», «de
acuerdo con la capacidad económica de los llamados a contribuir», etc.
En el actual ordenamiento español, el art. 31 de la
Constitución dispone que «Todos contribuirán al
sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su
capacidad económica [...]». En el ámbito de la legislación
ordinaria, también el art. 3.1 LGT dispone que «La
ordenación del sistema tributario se basa en la capacidad
económica de las personas obligadas a satisfacer los
tributos [...]».
Tradicionalmente, dicho principio ha tenido una
proyección exclusiva en el ámbito tributario: sólo podían
establecerse tributos cuando se producía un acto, hecho o
negocio jurídico indicativo de capacidad económica, no
pudiendo establecerse carga tributaria alguna que no
respondiera a la existencia de tal capacidad económica. El
principio de capacidad económica actuaba así como
presupuesto y límite para la tributación.
De acuerdo con dicha concepción, el legislador debía
configurar los distintos hechos imponibles de los tributos
de forma que todos ellos fueran manifestación de una
cierta capacidad económica. El legislador establecía bien
unos índices directos —titularidad de un patrimonio o
percepción de una renta—, bien unos índices que,
indirectamente, ponían de relieve la existencia de una
capacidad económica apta para soportar cargas tributarias,
como ocurría con el consumo de bienes o la circulación y
el tráfico de determinados bienes.
Como presupuesto de la imposición, el principio de
capacidad económica establecido en el art. 31.1 CE impide
que el legislador establezca tributos —sea cual fuere la
posición que los mismos ocupen en el sistema tributario,
de su naturaleza real o personal, e incluso de su fin fiscal o
extrafiscal (por todas, SSTC 37/1987, de 26 de marzo, FJ
13; 194/2000, de 19 de julio, FJ 8.o, y 193/2004, de 4 de
noviembre)— cuya materia u objeto imponible no
constituya una manifestación de riqueza real o potencial,
esto es, no le autoriza a gravar riquezas meramente
virtuales o ficticias y, en consecuencia, inexpresivas de
capacidad económica.
En la tarea de concretar normativamente el principio de
capacidad económica, la doctrina contribuyó
poderosamente a definir los hechos indicativos de
capacidad económica — generalmente, lo son la
titularidad de un patrimonio,
percepción de una renta, consumo de bienes y tráfico o
circulación de riqueza—. Conscientes, por lo demás, de
que la concreción del principio de capacidad económica
no puede petrificarse en fórmulas rígidas que, de forma
matemática, sean, siempre y en todo caso, indicativas de
capacidad económica apta para soportar cargas tributarias.
Así, GIARDINA formuló el denominado principio de
normalidad, según el cual el legislador, cuando configura
una determinada situación como hecho imponible, está
atendiendo a un supuesto que, normalmente, es indicativo
de capacidad económica. Lo cual no quiere decir que en
todos los casos dicho supuesto sea realmente indicativo de
tal capacidad económica. Atendida la nota de generalidad
predicable de la ley, el legislador no puede formular una
casuística que atienda a los supuestos en que un mismo
hecho es o no es indicativo de esa capacidad económica.
Esto es, podrán darse casos en que un hecho, configurado
como hecho imponible, no sea indicativo de capacidad
económica.
Puede traerse a colación la Sentencia del TC 46/2000, de 17 de febrero: el
Tribunal debía pronunciarse sobre un precepto de la Ley del IRPF que
fijaba una tributación mínima del 8 por 100 para los incrementos de
patrimonio irregulares, cuando el tipo medio del ejercicio fuese cero.
Concluyó el TC que dicho precepto vulneraba el principio de capacidad
económica, en relación con el de igualdad, puesto que el resultado que
provocaba la generalidad de la norma aplicable era que quienes tenían
menor capacidad económica soportaban una mayor carga tributaria que los
que manifestaban una capacidad superior. De ahí que anule el precepto,
pues, aunque tenía una finalidad legítima perseguida desde la generalidad
de la norma, provocaba disfunciones concretas contrarias al art. 31 CE.
BERLIRI se preguntaba, por ejemplo, cuál es la capacidad
económica de quien, agobiado por la necesidad, se ve
obligado a vender su casa. Efectivamente en tal supuesto
no existe capacidad económica y, sin embargo, en todos
los sistemas tributarios la venta de un inmueble está
configurado como hecho imponible generador de deudas
tributarias, tanto para el adquirente como para el
transmitente. En aquellos casos en que un hecho aparezca
configurado como hecho imponible y, sin embargo, no sea
indicativo de capacidad económica en ese supuesto
concreto, la solución deberá venir por vía de las
exenciones o bonificaciones, no por vía de la exclusión a
priori de la norma general.
El TC ha señalado al respecto que: «Es constitucionalmente admisible que
el Estado y las CCAA establezcan impuestos que, sin desconocer o
contradecir el principio de capacidad económica o de pago, respondan
principalmente a criterios económicos o sociales orientados al
cumplimiento de fines o a la satisfacción de intereses públicos que la CE
preconiza o garantiza. Basta que dicha capacidad económica exista como
riqueza o renta real o potencial en la generalidad de los supuestos
contemplados por el legislador al crear el impuesto, para que aquel
principio constitucional quede a salvo» (STC 37/1987, de 26 de marzo;
también, STC 134/1996, de 22 de julio).
Lo que en ningún caso resultará admisible, según se
desprende de la doctrina del TC, es la inexistencia de
capacidad económica en un tributo; es decir, que se graven
rentas o riquezas aparentes o inexistentes (STC 221/1992).
Y éste precisamente es el motivo que inclinó al TC, en la Sentencia
194/2000, de 19 de julio, a declarar la nulidad de la Disp. Adic. 4.a de la
Ley de Tasas y Precios Públicos, de 1989. Dicho precepto establecía que
cuando en una transmisión de bienes el valor comprobado excediera del
consignado por las partes en más de un 20 por 100 y dicho exceso fuera
superior a 2.000.000 de pesetas, ese exceso «tendrá para el transmitente y
para el adquirente las repercusiones tributarias de los incrementos
patrimoniales derivados de transmisiones a título lucrativo». El TC entendió
que «al establecer la ficción de que ha tenido lugar al mismo tiempo la
transmisión onerosa y lucrativa de una fracción del valor del bien o
derecho, lejos de someter a gravamen la verdadera riqueza de los sujetos
intervinientes en el negocio jurídico hace tributar a éstos por una riqueza
inexistente, consecuencia ésta que, a la par que desconoce las exigencias de
justicia tributaria que dimanan del art. 31.1 CE, resulta también claramente
contradictoria con el principio de capacidad económica reconocido en el
mismo precepto».
El mismo TC ha señalado que: «La capacidad económica ha de referirse no
a la actual del contribuyente, sino a la que está ínsita en el presupuesto del
tributo y, si ésta hubiera desaparecido o se hallase disminuida en el
momento de entrar en vigor la norma en cuestión, se quebraría la relación
constitucionalmente exigida entre imposición y capacidad contributiva»
(STC 126/1987, de 16 de julio), subrayando en otra Sentencia que la
capacidad económica debe ir referida al individuo, no a grupos como la
familia: «la sujeción conjunta al impuesto [IRPF] de los miembros de la
unidad familiar no puede transformar el impuesto sobre las personas físicas
en un impuesto de grupo, porque esta transformación infringe el derecho
fundamental de cada uno de tales miembros, como sujetos pasivos del
impuesto, a contribuir de acuerdo con su capacidad económica» (STC
45/1989, de 20 de febrero). Más recientemente, el Tribunal Constitucional
—STC 295/2006, de 11 de octubre— ha insistido en la idea, al señalar,
refiriéndose al principio de capacidad económica, que «Dicho principio
quiebra en aquellos impuestos en los que la capacidad económica gravada
por el tributo sea no ya potencial sino inexistente o ficticia (Sentencias TC
221/1992, de 11 de diciembre; 194/2000, de 19 de julio y 193/2004, de 4 de
noviembre). En la misma línea se ha pronunciado el Pleno del TC en las
SSTC 26/2017, de 16 de febrero y 37/2017, de 1 de marzo, al declarar la
inconstitucional de Normas Forales de Guipúzcoa y Álava,
respectivamente, reguladoras del Impuesto Municipal de Plusvalía. El
problema es doble: forma de determinación del incremento del valor e
imposibilidad de acreditar un valor diferente al que resulta de la correcta
aplicación de las normas reguladoras del impuesto. De acuerdo con dichas
normas se establece la ficción de que siempre que se transmite un terreno se
produce un incremento de valor susceptible de gravamen , por el solo hecho
de haberlo mantenido el titular en su patrimonio durante un intervalo
temporal dado, soslayando, no sólo aquellos supuestos en los que no se
haya producido ese incremento, sino incluso aquellos otros en los que se
haya podido producir un decremento en el valor del terreno objeto de
transmisión. Como atinadamente señala el TC «lejos de someter a
gravamen una capacidad económica susceptible de gravamen, les estaría
haciendo tributar por una riqueza inexistente, en abierta contradicción con
el principio de capacidad económica del citado art. 31.1 CE». Y concluye
«no cabe duda de que los preceptos cuestionados fingen, sin admitir prueba
en contrario, que por el solo hecho de haber sido titular de un terreno de
naturaleza urbana durante un determinado período temporal (entre uno y
veinte años), se revela, en todo caso, un incremento de valor y, por tanto,
una capacidad económica susceptible de imposición, impidiendo al
ciudadano cumplir con su obligación de contribuir, no de cualquier manera,
sino exclusivamente «de acuerdo con su capacidad económica» (art. 31.1
CE). Pronunciamiento que ha tenido su obligado epílogo en la Sentencia del
Pleno del propio Tribunal, de 11 de mayo de 2017, que declara la
inconstitucionalidad y nulidad de determinados preceptos del TR de la Ley
de Haciendas Locales que sujetaban a tributación —en territorio regido por
la normativa común— transmisiones de bienes inmuebles en las que no
existía incremento de valor alguno, vulnerándose así el principio de
capacidad económica (art. 31.1 CE). La inconstitucionalidad se proyecta
sólo sobre aquellos casos en que «se someten a tributación situaciones de
inexistencia de incrementos de valor». En consecuencia se acepta, de
contrario, la posibilidad de que, cuando hay incremento de valor, se grave
dicho incremento en una cuantía superior al realmente obtenido. Sobre esta
situación no se proyecta la declaración de inconstitucionalidad. Si, como
dicen las referidas sentencias, «la forma de determinar la existencia o no de
un incremento susceptible de ser sometido a tributación es algo que sólo
corresponde al legislador ordinario, en su libertad de configuración
normativa, a partir de la publicación de esta Sentencia [...]», cabe esperar
que el Legislador atienda también, en aras de la aplicación del principio de
capacidad económica como medida de la tributación, a esta circunstancia,
de forma que el incremento de valor gravado sea el realmente obtenido.
Justamente la imposibilidad de gravar rentas virtuales, ficticias o
prematuras es lo que ha llevado al Tribunal Supremo —Sentencia de 30 de
enero de 2012, Rec. n.o 6318/2008— a anular el art. 54.8 del Reglamento
del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones —RD 1.629/1991— que
permitía a la Administración Tributaria dictar una liquidación provisional a
los herederos, de acuerdo con sus condiciones de parentesco con el causante
y patrimonio propio. Dicho precepto consideraba como herederos a los
designados en el testamento, designación que chocaba frontalmente con la
denominada fiducia aragonesa, institución propia del Derecho foral
aragonés, en virtud de la cual el heredero puede designar a un fiduciario,
que será quien designe herederos —de entre un círculo nominal fijado por
el causante— y fije el porcentaje que cada uno tiene en la masa hereditaria.
El precepto reglamentario estatal permitía que la liquidación por el
Impuesto se practicara, por partes iguales, entre las personas designadas por
el causante, de entre las cuales el fiduciario está facultado para designar
quiénes y en qué proporción van a resultar efectivamente herederos. Como
indica el Tribunal Supremo, el precepto reglamentario debe anularse porque
así lo exige el principio de capacidad económica. Como indica el TS, «[...]
al recaer la liquidación sobre el patrimonio de alguien que no ha recibido
una herencia, ni se sabe si la recibirá, ignora un principio capital, y
constitucional, de nuestro sistema tributario, cual es el de capacidad
contributiva [...]», concluyendo que «[...] a efectos del Impuesto sobre
Sucesiones no cabe hablar de tal en relación con una persona de la que se
ignora incluso si va a llegar a adquirir la condición de heredero y, por
consiguiente, la de sujeto pasivo del tributo [...]».
Otro paradigma que contribuye a precisar mejor la labor
del legislador en la tarea de configurar los hechos
imponibles viene dado por la denominada exención del
mínimo vital, entendiéndose por tal la existencia de una
cantidad que no puede ser objeto de gravamen, toda vez
que la misma se encuentra afectada a la satisfacción de las
mínimas necesidades vitales de su titular. Ahí se
establecería, precisamente, la diferencia entre existencia
de capacidad económica, pero no de capacidad
contributiva.
Como ha señalado MARTÍN DELGADO, «la determinación del mínimo
vital constituirá un problema de justicia que dependerá de cuál sea el ideal
sentido por la comunidad en cada momento histórico y adoptado por el
ordenamiento jurídico. Puede abarcar desde el llamado “mínimo físico” o
exención del conjunto de bienes indispensable para mantener la vida del
individuo, al “mínimo social”, que comprende ya lo que se entiende
indispensable para el tenor de vida del individuo», concluyendo que «la
dimensión de este mínimo de existencia va a depender en concreto de cómo
esté configurado el sistema financiero del Estado y de cuáles sean las
actividades que se desarrollan por el mismo. Es evidente que en un Estado
en que las primeras necesidades de los individuos aparezcan cubiertas por la
actividad pública, es decir, por la actuación del sector público, la exención
del mínimo de existencia tendrá menos sentido que en aquellos Estados en
los que el fundamento liberal de la organización socioeconómica deje al
libre juego de las economías individuales la cobertura de estas
necesidades».
Justamente por esta vía reaparece una concepción del
principio de capacidad económica que, manteniendo en
sus líneas esenciales la concepción tradicional acerca de
los criterios indicativos de capacidad económica —
titularidad de un patrimonio, percepción de una renta,
consumo de bienes y
tráfico o circulación de riqueza—, proyecte dicho
principio sobre un campo más amplio, poniéndolo en
relación tanto con el resto de disposiciones
constitucionales, y, por ello, también específicamente con
otros principios del ordenamiento tributario —igualdad y
progresividad—, como con los principios de justicia del
gasto público. Nos encontramos, en definitiva, ante una
visión sustancialmente más amplia del tradicional
principio de capacidad económica, confirmando cuanto ha
quedado expuesto en páginas anteriores sobre la necesidad
de aplicar criterios de justicia tanto en materia de ingresos
como en materia de gastos públicos.
Lo primero —combinación con otros principios tributarios
— ha sido puesto de relieve tanto por la doctrina como por
el propio Tribunal Constitucional.
Así, tanto PALAO TABOADA como MARTÍN DELGADO han explicado
que:
— El principio de capacidad económica obliga al legislador a estructurar un
sistema tributario en el que la participación de los ciudadanos en el
sostenimiento de los gastos públicos se realice de acuerdo con su capacidad
económica, concebida como titularidad de un patrimonio, percepción de
una renta o tráfico de bienes.
— La capacidad económica veda la existencia de discriminaciones o
tratamientos desiguales de situaciones iguales, siempre que dicho
tratamiento no esté fundado en la consecución de otros principios.
— El principio de capacidad económica rechaza la adopción generalizada
de cualquier criterio de imposición contrario al principio de capacidad
económica.
En esta línea se ha pronunciado el Tribunal Constitucional, al señalar la
necesidad de que el principio de capacidad económica no se configure
como único criterio material de justicia tributaria y la consiguiente
necesidad de aplicarlo teniendo en cuenta los restantes principios
tributarios. Así se pone de relieve en las Sentencias 46/2000 y 134/1996 del
Tribunal Constitucional, entre otras. Concretamente, en la Sentencia de 20
de julio de 1981 afirma el Tribunal que: «A diferencia de otras
Constituciones, la española, pues, alude expresamente al principio de la
capacidad contributiva y, además, lo hace sin agotar en ella —como lo
hiciera cierta doctrina— el principio de justicia en materia contributiva.
Capacidad económica, a efectos de contribuir a los gastos públicos, tanto
significa como la incorporación de una exigencia lógica que obliga a buscar
la riqueza allí donde la riqueza se encuentra. La igualdad que aquí se
reclama va íntimamente enlazada al concepto de capacidad económica y al
principio de progresividad, por lo que no puede ser, a estos efectos,
simplemente reconducida a los términos del art. 14 de la Constitución: una
cierta desigualdad cualitativa es indispensable para entender cumplido este
principio. Precisamente la que se realiza mediante la progresividad global
del sistema tributario en que alienta la aspiración a la redistribución de la
renta.»
Al margen de su relación con los restantes principios
constitucionales, el TC ha venido distinguiendo —por
último en las SSTC 26/2017, de 16 de febrero y 37/2017,
de 1 de marzo— entre la capacidad económica como
«fundamento» de la tributación («de acuerdo con») y la
capacidad económica como «medida» del tributo («en
función de»), pues el deber de contribuir al sostenimiento
de los gastos del Estado que consagra el art. 31.1 CE no
puede llevarse a efecto de cualquier manera, sino única y
exclusivamente «de acuerdo con» la capacidad económica
y, en el caso de los impuestos (STC 71/2014, de 6 de
mayo, FJ 3.o), también «en función de» su capacidad
económica (SSTC 96/2002, de 25 de abril, FJ 7.o; y
60/2015, de 18 de marzo, FJ 4.o).
Como fundamento de la tributación, tal y como ha
señalado el Tribunal Constitucional «el principio de
capacidad económica establecido en el art. 31.1 CE impide
en todo caso «que el legislador establezca tributos —sea
cual fuere la posición que los mismos ocupen en el sistema
tributario, de su naturaleza real o personal, e incluso de su
fin fiscal o extrafiscal (por todas, SSTC 37/1987, de 26 de
marzo, FJ 13, y 194/2000, de 19 de julio, FJ 8.o)— cuya
materia u objeto imponible no constituya una
manifestación de riqueza real o potencial, esto es, no le
autoriza a gravar riquezas meramente virtuales o ficticias
y, en consecuencia, inexpresivas de capacidad económica»
(STC 193/2004, de 4 de noviembre, FJ 5.o) (ATC 71/2008,
de 26 de febrero, FJ 5.o).
Como medida del tributo, también el TC ha señalado que
«[...] aun cuando el principio de capacidad económica
implica que cualquier tributo debe gravar un presupuesto
de hecho revelador de riqueza, la concreta exigencia de
que la carga tributaria se module en la medida de dicha
capacidad sólo resulta predicable del “sistema tributario”
en su conjunto, de manera que puede afirmarse,
trasladando mutatis mutandis nuestra doctrina acerca de
cuándo un Decreto-Ley afecta al
deber de contribuir, que sólo cabe exigir que la carga
tributaria de cada contribuyente varíe en función de la
intensidad en la realización del hecho imponible en
aquellos tributos que por su naturaleza y caracteres
resulten determinantes en la concreción del deber de
contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que
establece el art. 31.1 CE» (ATC 71/2008, de 26 de febrero,
FJ 5.o).
La necesaria referencia del principio de capacidad económica al conjunto
del sistema tributario no impide que también deba hacerse presente en cada
figura tributaria —«aplicable a todas las figuras tributarias, incluidas las
tasas» [Auto del Pleno del TC 407/2007, de 6 de noviembre (FJ 3.o)]—, si
bien «sólo cabe exigir que la carga tributaria de cada contribuyente varíe en
función de la intensidad en la realización del hecho imponible en aquellos
tributos que por su naturaleza y caracteres resulten determinantes en la
concreción del deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos
que establece el art. 31.1 CE» [Auto del Pleno del TC 71/2008, de 26 de
febrero (FJ 5.o)].
Esta exigencia de que la capacidad económica informe
todo el sistema tributario es la que ha llevado a configurar
un concepto de filiación constitucional —el deber de
contribuir— que se ha erigido en elemento esencial de la
doctrina del Tribunal Constitucional. De acuerdo con ella,
«el deber de contribuir debe conectarse con el principio de
capacidad económica (con el contenido que a este
principio de justicia material se ha dado,
fundamentalmente en las SSTC 27/1981, 37/1987,
150/1990, 221/1992 y 134/1996) y lo relaciona, a su vez,
claramente, no con cualquier figura tributaria en particular,
sino con el conjunto del sistema tributario. El art. 31.1 CE,
en efecto, dijimos tempranamente en la STC 27/1981, “al
obligar a todos al sostenimiento de los gastos públicos,
ciñe esta obligación en unas fronteras precisas: la de la
capacidad económica de cada uno y la del establecimiento,
conservación y mejora de un sistema tributario justo
inspirado en los principios de igualdad y progresividad
[...]”» (STC 108/2004, de 30 de junio, FJ 7.o).
Esta proyección del principio de capacidad económica sobre el conjunto del
sistema tributario ha sido reiteradamente señalada por el Tribunal
Constitucional: Sentencias 26/1981, 37/1987, 150/1990, 221/1992,
134/1996 y 182/1997.
En STC 26/2015, de 19 de febrero —Pleno—, el TC abunda en la misma
idea al confirmar la constitucionalidad del Impuesto sobre depósitos de
entidades bancarias, gravado al tipo cero, señalando que «[...] el legislador
(estatal o autonómico) no podrá establecer tributos sobre una materia que
no refleje riqueza real o potencial, o lo que es lo mismo, sea inexpresiva de
capacidad económica (STC 193/2004, de 4 de noviembre, FJ 5.o),
exigiéndose por tanto siempre que se someta a tributación «una concreta
manifestación de riqueza o de renta real, que no inexistente, virtual o
ficticia» (SSTC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 4.o; 193/2004, de 4 de
noviembre, FJ 6.o; y 19/2012, de 15 de febrero, FJ 7.o). Ahora bien, ello no
implica sin embargo que toda fuente de capacidad económica deba ser
objeto de gravamen ni que éste deba configurarse siempre de la misma
manera. En efecto, y como también hemos reiterado, el legislador puede, en
ocasiones, declarar la exoneración de determinadas rentas cuando exista la
oportuna justificación, y siempre que ello no suponga el desconocimiento
de los límites al ejercicio del poder tributario que se derivan de los
principios constitucionales contenidos en el art. 31.1 CE [STC 19/2012, FJ
3.od) con cita de, entre otras muchas, las SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ
4.o; 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 4.o; 214/1994, de 14 de julio, FJ 5.o;
46/2000, de 14 de febrero, FJ 4.o, y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o] [...]
siendo la finalidad de recaudar consustancial al propio concepto de tributo,
la misma se predica del conjunto del sistema tributario, sin impedir el
empleo de técnicas desgravatorias, entre las que se encuentra el tipo de
gravamen cero [...] En concreto la posibilidad de emplear un tipo de
gravamen cero se encuentra además expresamente contemplada en el art.
55.3 de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, general tributaria, que dispone
que “[l]a ley podrá prever la aplicación de un tipo cero, así como de tipos
reducidos o bonificados”. [...] En el caso del impuesto sobre depósitos en
las entidades de crédito, es evidente su finalidad de armonizar la sujeción a
gravamen de la imposición sobre los depósitos en entidades de crédito, tal y
como se anuncia en el propio preámbulo de la norma reguladora [...]».
Ello no obstante, debe dejarse constancia de que en los
últimos pronunciamientos el Tribunal Constitucional viene
insistiendo en la proyección del principio de capacidad
económica sobre cada uno de los tributos que integran el
sistema.
«[...] como tantas veces hemos dicho, la progresividad que reclama el art.
31.1 CE es del “sistema tributario” en su conjunto, es decir, se trata de “la
progresividad global del sistema tributario” (STC 27/1981, de 20 de julio,
FJ 4.o), [...] a diferencia del principio de capacidad económica que opera,
en principio, respecto “de cada uno” (SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ
4.o; y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o; con la matización realizada en el ATC
71/2008, de 26 de febrero, FJ 5.o)» (Sentencia del Pleno del TC 19/2012, de
15 de febrero de 2012, recurso de inconstitucionalidad 1046/1999).
El principio de capacidad económica debe combinarse
también con los principios de justicia en el gasto público.
Ya hemos visto cómo, por ejemplo, la determinación del mínimo exento
dependerá de las prestaciones públicas realizadas a favor de los ciudadanos
a través del gasto público. En la Sentencia de 26 de abril de 1990, el
Tribunal Constitucional ha reiterado la conexión entre el deber de contribuir
y los principios de justicia en la distribución del gasto público, señalando
que «esta recepción constitucional del deber de contribuir al sostenimiento
de los gastos públicos según la capacidad económica de cada contribuyente
configura un mandato que vincula tanto a los poderes públicos como a los
ciudadanos e incide en la naturaleza misma de la relación tributaria [...]; lo
que unos no paguen debiendo pagar, lo tendrán que pagar otros con más
espíritu cívico o con menos posibilidades de defraudar...» (FJ 3.o).
Hay que señalar, por último, que el principio de capacidad
económica no se limita al ámbito del ordenamiento de la
Administración Central, sino que se proyecta con el
mismo alcance y contenido sobre todos y cada uno de los
ordenamientos propios de las entidades públicas
territoriales: Comunidades Autónomas y Corporaciones
Locales.
Así lo puso de relieve el Tribunal Constitucional en su pionera Sentencia de
16 de noviembre de 1981, señalando que la competencia para crear tributos
por parte de la Comunidad Autónoma «debe ser ejercida conforme a la
Constitución y las Leyes». Buena prueba de ello son las ya referidas
Sentencias del Pleno del TC 26/2017, de 16 de febrero y 37/2017, de 1 de
marzo, que declaran la inconstitucionalidad de ciertas Normas Forales de
Guipúzcoa y Álava, respectivamente, reguladoras del Impuesto Municipal
de Plusvalía, que gravan incrementos de valor inexistentes y en
consecuencia se muestra en abierta contradicción con el principio de
capacidad económica.
VI. LOS CRITERIOS DE EFICIENCIA Y ECONOMÍA EN LA
PROGRAMACIÓN Y EJECUCIÓN DEL GASTO PÚBLICO
Dispone el art. 31.2 de la Constitución que «El gasto
público realizará una asignación equitativa de los recursos
públicos, y su programación y ejecución responderán a los
criterios de eficiencia y economía».
La incorporación a la Constitución del precepto transcrito
supone, a diferencia de lo que ocurre con los principios
tributarios, una novedad radical no sólo con relación a la
tradición constitucional española, sino en comparación
también con la historia constitucional de los Estados
europeos continentales, de tradición jurídica afín a la
nuestra.
Tradicionalmente, la regulación constitucional del gasto público ha quedado
confinada en la proclamación del principio de legalidad presupuestaria. En
el mejor de los casos, el constituyente ha regulado la posibilidad de que las
leyes presupuestarias anuales contuvieran disposiciones atinentes a
modificación, creación o supresión de tributos. Se regulaban, en suma,
aspectos relativos a la legalidad formal del gasto público, sin establecer
criterios orientadores de la justicia en el gasto público. Esta orfandad,
siempre criticada por la doctrina, que ponía de relieve la diferencia de
tratamiento entre la ordenación constitucional de los ingresos y gastos
públicos, obedecía, en último extremo, a la arraigada convicción sobre la
imposibilidad técnica de establecer unos principios que vincularan al
legislador en el momento de aprobar las Leyes presupuestarias anuales. De
forma mucho más acentuada que en el ámbito tributario, la decisión sobre
los fines a que se van a destinar los ingresos públicos aparecía como una
decisión sustancialmente política, difícilmente reconducible a unos
parámetros de generalizada aceptación. No existía en el ámbito del gasto
público un principio de justicia que pudiera desempeñar un papel análogo al
que, en materia de ingresos tributarios, desempeñaba el principio de
capacidad económica.
Sin embargo, como consecuencia del esfuerzo doctrinal en reivindicar la
aplicación de criterios de justicia del gasto público, se han abierto paso
concepciones que ponen de relieve la urgencia de definir los cauces para su
operatividad.
En la doctrina española este esfuerzo ha sido sensible. Autores como
SAINZ DE BUJANDA, ALBIÑANA, PALAO, MARTÍN DELGADO y,
muy especialmente, RODRÍGUEZ BEREIJO han venido insistiendo en la
idea de la necesaria penetración del Derecho en el ordenamiento del gasto
público.
Dos son los postulados constitucionales: a) el principio de
equidad en la asignación de los recursos públicos, y b) el
criterio de eficiencia y economía en su programación y
ejecución. El primero introduce un juicio de valor en la
bondad o no de los fines a cuya consecución se van a
destinar los ingresos públicos. El segundo, de carácter
técnico, rememora la necesidad de aplicar procedimientos
eficaces en la gestión del gasto y conseguir una óptima
asignación de esos recursos.
Ello supone la incorporación al aparato administrativo de técnicas de
gestión operativa propias en muchos casos del sector privado, sin que ello
vaya en detrimento de las necesarias cautelas puestas por el ordenamiento al
actuar administrativo: principio de legalidad de las consignaciones
presupuestarias, procedimiento administrativo de gasto con las fases propias
de todo procedimiento administrativo, etc.
El primero de los objetivos marcados —equitativa
asignación de los recursos públicos— trata de proceder a
una delimitación equitativa de los fines que van a
satisfacerse. En este terreno puede aventurarse una vía de
análisis que trate de profundizar en la forma de llevar a la
práctica dicho principio. Esta vía viene dada por la propia
Constitución, que, al exigir a los poderes públicos que
garanticen y defiendan ciertos valores —recogidos en los
«principios rectores de la política social y económica»
(arts. 39 a 52)—, está confiriendo ya a su consecución una
cierta primacía en relación con otras finalidades. La
técnica de los impuestos negativos o pagos de la Hacienda
Pública a quienes se encuentran en paro (art. 40), carecen
de Seguridad Social (art. 41), se encuentran en el
extranjero y desean regresar a España (art. 42), carecen de
vivienda (art. 47), etc., puede ser un medio de concretar un
principio cuya satisfacción se nos aparece plena de
dificultades, pese a la formulación constitucional del
mismo y pese a su carácter normativo, no confinable en
modo alguno en el marco de las declaraciones
programáticas formuladas ad pompam vel ostentationem.
La aludida distinción de planos entre los postulados del art. 31.2 CE ha sido
formulada claramente por el Tribunal Constitucional, que en su STC
20/1985, de 14 de febrero, declara tajantemente que «la máxima eficacia
debe ceder ante la igualdad».
El TC ha señalado reiteradamente la competencia exclusiva del Estado en la
ordenación de la política económica y en la fijación de los criterios a los
cuales debe atenderse la ordenación de la economía. Vid., por todas, la
STC 31/2010, de 28 de junio, en que se analiza la constitucionalidad de la
reforma del Estatuto de Autonomía catalán.
VII. EL PRINCIPIO DE RESERVA DE
LEY. SU ESPECIAL RELEVANCIA EN
MATERIA TRIBUTARIA
La ley como fuente del Derecho siempre ha tenido una
importancia decisiva en la configuración de las
instituciones financieras. Esta fortaleza de la ley se
manifiesta en todos los institutos del ordenamiento
financiero —Tributo, Deuda
Pública, Patrimonio y Monopolios—, y en cada uno de
ellos responde a motivaciones distintas. La primacía de la
ley adquiere especial relieve en el ámbito tributario, por
ser éste el ordenamiento más directamente relacionado con
el derecho de propiedad de los ciudadanos.
Sin embargo, la importancia de la ley como fuente del
ordenamiento financiero no puede limitarse al ámbito
tributario, sino que se proyecta sobre todas las
instituciones financieras básicas.
Como señaló SAINZ DE BUJANDA, la ley cumplió, en una primera época,
hasta el advenimiento del Estado constitucional, la misión de frenar el poder
del Rey en materia financiera. Más tarde, durante todo el siglo XIX y hasta
el momento presente, las no mas financieras han revestido forma de ley
para que no quedara ningún margen a la actividad discrecional de la
Administración en el establecimiento de impuestos y en la elección y
distribución de gastos. La ley se colocó por encima de cualquier otra fuente
del Derecho financiero, no sólo por razones de seguridad jurídica, sino
porque, además, se pensaba que ella constituía la mejor garantía contra
cualquier designio de reforma social o económica que intentara llevarse a
cabo por la vía fiscal.
El hecho de que un principio de tan honda raigambre
subsista en los momentos actuales tiene unas razones muy
claras.
En primer lugar, su conexión con otros principios
constitucionales: el principio de jerarquía normativa y el
de seguridad jurídica.
En segundo lugar, porque en una época en que dominan
las preocupaciones reformadoras y en que la Hacienda
Pública aparece más cargada que antaño de significación
económico- social, la ley, como ha señalado SAINZ DE
BUJANDA, puede prestar un servicio inestimable, no sólo a
la seguridad, sino también a la utilidad y a la justicia. Lo
útil en materia financiera no es que la Administración
actúe deprisa, sino que actúe bien; no es cumplir un
programa, sino que éste sea justo.
Este mismo convencimiento en la bondad de la ley como
elemento configurador de las instituciones financieras ha
llevado al constituyente español a preconizar y establecer
de
manera clara el imperio de la ley en la configuración de las
instituciones básicas del ordenamiento financiero.
Así, en materia tributaria, el principio de reserva de ley en
el establecimiento de los tributos aparece previsto en los
arts. 31.3 y 133.1 y 2, extendiéndose también al
establecimiento de beneficios fiscales que afecten a los
tributos del Estado en el art. 133.3; en materia de Deuda
Pública, el art. 135.1 dispone que «el Gobierno habrá de
estar autorizado por ley para emitir Deuda Pública o
contraer crédito»; en materia de Patrimonio del Estado,
tal previsión se contiene en el art. 132.3, y, finalmente, el
art. 128.2 dispone que «Mediante ley se podrá reservar al
sector público recursos o servicios esenciales,
especialmente en caso de monopolio [...]».
También la ley se proyecta en materia presupuestaria con
rotundidad inequívoca. No sólo es competencia de las
Cortes Generales —o de las Asambleas Regionales en el
caso de las Comunidades Autónomas— la aprobación del
Presupuesto (art. 134.1), sino que la propia Constitución
dispone que «Las Administraciones públicas sólo podrán
contraer obligaciones financieras y realizar gastos de
acuerdo con las leyes» (art. 133.4). Más aún, la aprobación
del Presupuesto, como competencia típica, irrenunciable e
indelegable de las Cámaras, aparece singularizada
específicamente dentro de los cometidos asignados a las
Cortes Generales, al establecer el art. 66.2 del texto
constitucional que «las Cortes Generales ejercen la
potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos
[...]».
En conclusión, la ley sigue hoy desempeñando una
función esencial en la configuración de las instituciones
financieras.
Hasta tal punto es así, que determinadas materias que forman parte del
ordenamiento financiero se encuentran sujetas a regulación por ley
orgánica. Es el caso, por ejemplo, de la firma de Tratados por los que se
atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de
competencias derivadas de la Constitución (art. 93 CE), como ocurrió con
el Tratado de adhesión de España a la Unión Europea. Es también el caso de
la reserva de ley orgánica establecida por el art. 136 CE para la
composición y funcionamiento del Tribunal de Cuentas. Es, por último, el
supuesto previsto por el art. 157.3 CE, según el cual podrá regularse por ley
orgánica
el ejercicio de las competencias financieras de las Comunidades
Autónomas, como efectivamente se hizo por Ley 8/1980, de 22 de
septiembre.
Este papel estelar de la Ley en la regulación de las instituciones financieras
es lo que ha provocado dudas de constitucionalidad en relación con aquellas
Leyes —muy frecuentes en materia financiera— caracterizadas por la
presencia de ciertas notas —urgencia, agrupación en una sola Ley de
modificaciones de otras muchas Leyes, Leyes en que el derecho de
enmienda se limita, etc.— que son muestra de una deficiente técnica
legislativa, desnaturalizan la función legislativa típica y pueden quebrar la
concepción constitucional de la Ley. Es el caso de las Leyes singulares, de
las Leyes multisectoriales o de las denominadas Leyes de coyuntura. Sobre
ellas se ha pronunciado ya el Tribunal Constitucional —vid. STC, Pleno,
136/2011, de 13 de septiembre—, concluyendo que, más allá de los defectos
técnicos que a las mismas pueda imputarse desde el punto de vista de la
técnica legislativa, no se encuentran prohibidas por la Constitución. Vid., no
obstante, el voto particular que a dicho fallo formula el Magistrado M.
ARAGÓN REYES.
Pese al papel estelar de la ley en todo el ámbito jurídico
financiero, su protagonismo es decisivo en el ámbito
tributario. En efecto, de acuerdo con el art. 31.3 CE:
«Sólo podrán establecerse prestaciones personales o patrimoniales de
carácter público con arreglo a la ley.»
En el mismo sentido, el art. 133 del mismo texto establece
que:
«1. La potestad originaria para establecer los tributos
corresponde exclusivamente al Estado, mediante ley.
»2. Las Comunidades Autónomas y las Corporaciones
locales podrán establecer y exigir tributos, de acuerdo con
la Constitución y las leyes.
»3. Todo beneficio fiscal que afecte a los tributos del
Estado deberá establecerse en virtud de ley.»
Ambos preceptos, el art. 31.3 y el 133.1 del texto constitucional,
representan la recepción, al máximo nivel normativo, de un principio
tradicional en los textos constitucionales decimonónicos, que a su vez, lo
incorporaron a sus textos como un legado secular de honda raigambre.
Recuérdese que las primeras Asambleas medievales son convocadas
precisamente para tratar de la concesión al soberano de los recursos
imprescindibles para la gobernación de su reino: reunida la Asamblea, al
tiempo que se votaba la concesión de los auxilios financieros solicitados, se
aprovechaba la ocasión para discutir acerca de las finalidades a que dichos
fondos iban a afectarse. El paralelismo —con todas las salvedades que son
del caso— con lo que actualmente ocurre en las discusiones parlamentarias
sobre el proyecto de Ley de Presupuestos es evidente.
En estos momentos, el principio de reserva de ley desempeña también un
papel determinante a la hora de delimitar las competencias que el Estado y
las Comunidades Autónomas tienen en la ordenación de los tributos
locales. Así, como ha señalado la Sentencia del Pleno del Tribunal
Constitucional 184/2011, de 23 de noviembre, la llamada a la Ley que
efectúan los arts. 31.3 y 133.1 y 2 CE se refiere a la Ley estatal, puesto que
la competencia para regular el sistema tributario local, y por tanto los
tributos propios locales, constituye una potestad exclusiva y excluyente del
Estado que no permite intervención autonómica en la creación y regulación
de los tributos propios de los entes locales. Esta doctrina ya se acuñó en la
STC 233/1999, de 16 de diciembre, y se mantuvo, entre otras, en la
importante STC 31/2010, de 28 de junio.
En el ámbito de la legislación ordinaria son también
numerosos los preceptos que establecen la necesidad de
que el establecimiento de los tributos se realice por medio
de ley: arts. 2.1, 4 y 8 de la Ley General Tributaria; 5, 7 y
9 de la Ley General Presupuestaria; 6 de la Ley de Tasas y
Precios Públicos, etc.
Con el advenimiento del Estado constitucional, el
principio de reserva de ley cumple básicamente una doble
finalidad: a) garantiza el respeto al denominado principio
de autoimposición, de forma que los ciudadanos no pagan
más tributos que aquellos a los que sus legítimos
representantes han otorgado su aquiescencia; b) cumple
una finalidad claramente garantista del derecho de
propiedad. A comienzos del siglo XIX, cuando se
generaliza en los Estados europeos el alborear del
constitucionalismo, el tributo es considerado como una
clara injerencia estatalista en las economías privadas.
Contra la misma hay que poner cuantos diques sean
posibles. La necesidad de ley es uno más.
En el momento presente, la normalidad del tributo y su
consideración como una institución consustancial con el
Estado contemporáneo no deben inducir a entender que el
principio de reserva de ley en materia tributaria ha sido
privado de su fundamento. Muy al contrario, el citado
principio está llamado a desempeñar funciones esenciales:
garantizar la autoimposición y propiciar la distribución
uniforme de las cargas tributarias, lo que cobra un hondo
sentido en un Estado cuya estructura territorial reconoce
varios poderes tributarios.
Así lo ha reconocido el Tribunal Constitucional, al señalar que: «Como
ocurre con otras de las reservas de ley presentes en la Constitución, el
sentido de la aquí establecida no es otro que el de procurar que la regulación
de determinado ámbito vital de las personas dependa exclusivamente de la
voluntad de sus representantes [...]. Esta garantía de autodisposición de la
comunidad sobre sí misma, que en la ley estatal se cifra (art. 133.1), es
también en nuestro Estado constitucional democrático una consecuencia de
la igualdad y, por ello, preservación de la paridad básica de posición de
todos los ciudadanos, con relevancia no menor, de la unidad misma del
ordenamiento (art. 2 de la Constitución)» (STC 19/1987, de 17 de febrero,
y, con idéntica orientación, la STC 233/1999).
Si el fundamento del principio de reserva de ley es claro,
analicemos a continuación los caracteres estructurales del
meritado principio.
En primer lugar, como ha señalado PÉREZ ROYO, la reserva
de ley es un instituto de carácter constitucional, que
constituye el eje de las relaciones entre el ejecutivo y el
legislativo en lo referente a la producción de normas. Por
ello, como apunta CHECA, no tiene sentido una reserva de
ley establecida en ley ordinaria. Presupone la separación
de poderes, y excluye que la regulación de ciertas materias
se realice por cauces distintos a la ley.
En segundo lugar, constituye un límite no sólo para el
poder ejecutivo, sino también para el propio poder
legislativo, que no puede abdicar de unas funciones que no
constituyen ejercicio discrecional, sino que le han sido
atribuidas con el fin de que se ejerzan obligatoriamente.
De ahí que, como indica acertadamente GONZÁLEZ
GARCÍA, haya que separar con claridad el concepto de
reserva de ley en la esfera normativa —como mandato
directamente dirigido al legislador ordinario — y la
proyección de ese mismo principio en la esfera
administrativa —que no es sino el principio de legalidad
que vincula a la Administración—.
En tercer lugar, la operatividad del principio pende tanto
de la efectiva separación de poderes como de la existencia
de una instancia jurisdiccional capaz de juzgar acerca de la
adecuación del legislativo al mandato constitucional ínsito
en el principio de reserva de ley. Función que cumple en
España el Tribunal Constitucional.
¿Cuál es el alcance del principio de reserva de ley
establecido en el art. 31.3 del texto constitucional?
El precepto no puede identificarse sólo con las
prestaciones tributarias. Dicha norma se refiere a las
prestaciones personales o patrimoniales de carácter
público. Dejando de lado las prestaciones personales —
servicio militar, por ejemplo, o las prestaciones personales
de los arts. 118 y 119 LHL, analizadas por la STC
233/1999, actualmente reguladas en los arts. 128 a 130 del
RDLeg. 2/2004—, las prestaciones patrimoniales no
pueden identificarse simplemente con las prestaciones
tributarias, sino que se extienden, cada vez con mayor
intensidad, a un campo muy variado de prestaciones
diversas, tales como precios de servicios públicos
industriales, cotizaciones a la Seguridad Social, pago de
prestaciones farmacéuticas, etc.
Sin embargo, donde el principio de reserva de ley ha
alcanzado una delimitación más precisa ha sido en el
campo de las obligaciones tributarias, como consecuencia
de la clara individualización y singularidad de los tributos
en el campo de las prestaciones patrimoniales de carácter
público.
Por ello, se impone delimitar con precisión cuál es el
contenido del principio de reserva de ley en materia
tributaria. Es preciso fijar el núcleo de materias que
necesariamente deben ser reguladas por ley.
En nuestro ordenamiento, la reserva de ley en materia
tributaria tiene carácter relativo. No toda la materia
tributaria debe ser regulada por ley, sino sólo el
establecimiento de los tributos y de beneficios fiscales que
afecten a tributos del Estado —art. 133.1 y 3 CE—.
Hay que lamentar que la Constitución no haya sido más
explícita. Bastaba que hubiera apoyado y reconocido la
insistente labor de la doctrina y de la legislación ordinaria
— LGT y LTPP—, enriqueciendo su expresión en el
sentido citado; esto es, aludiendo a la necesidad de que la
Ley regule el establecimiento y régimen jurídico de los
tributos o que la Ley regule el establecimiento y su
exigencia, etc. En cualquier caso, no se ha hecho, aunque
entendemos que una interpretación literal carece de
sentido, y, desde luego, la reputamos contraria al propio
espíritu del precepto constitucional —art. 133.1—.
Sencillamente, porque una Ley que pretendiera limitarse a
establecer un tributo, sin fijar sus señas de identidad —
sujetos pasivos, hecho imponible, elementos mínimos de
cuantificación— no habría establecido siquiera dicho
tributo, sino una entelequia. Establecimiento de un tributo,
en definitiva, supone cuando menos definir sus elementos
esenciales. Lo contrario, amén de un sofisma, supone
vaciar de contenido el mandato constitucional.
Por eso, debe destacarse positivamente que la Ley General
Tributaria, en su art. 8 —bajo el epígrafe «Reserva de ley
tributaria»—, haya precisado que:
«Se regularán en todo caso por ley:
»a) La delimitación del hecho imponible, del devengo, de
la base imponible y liquidable, la fijación del tipo de
gravamen y de los demás elementos directamente
determinantes de la cuantía de la deuda tributaria, así
como el establecimiento de presunciones que no admitan
prueba en contrario.
»b) Los supuestos que dan lugar al establecimiento de las
obligaciones tributarias de realizar pagos a cuenta y su
importe máximo.
»c) La determinación de los obligados tributarios [...].
»d) El establecimiento, modificación, supresión y prórroga
de las exenciones, reducciones, bonificaciones,
deducciones y demás beneficios o incentivos fiscales.
»e) El establecimiento y modificación de los recargos y de
la obligación de abonar intereses de demora.
»f) El establecimiento y modificación de los plazos de
prescripción y caducidad, así como de las causas de
interrupción del cómputo de los plazos de prescripción.
»g) El establecimiento y modificación de las infracciones
y sanciones tributarias.
»h) La obligación de presentar declaraciones y
autoliquidaciones [...].
»i) Las consecuencias del incumplimiento de las
obligaciones tributarias respecto de la eficacia de los actos
o negocios jurídicos.
»j) Las obligaciones entre particulares resultantes de los
tributos.
»k) La condonación de deudas y sanciones tributarias y la
concesión de moratorias y quitas.
»l) La determinación de los actos susceptibles de
reclamación en vía económico-administrativa.
»m) Los supuestos en que proceda el establecimiento de
las intervenciones tributarias de carácter permanente.»
Tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal
Supremo han declarado el carácter relativo de la reserva y
la necesidad de ley para regular los elementos esenciales
del tributo.
«Si bien la reserva de ley en materia tributaria ha sido establecida por la
Constitución de manera flexible, tal reserva cubre los criterios o principios
con arreglo a los cuales se ha de regir la materia tributaria y concretamente
la creación ex novo del tributo y la determinación de los elementos
esenciales o configuradores del mismo» (STC 179/1985, de 19 de
diciembre, planteamiento ya sostenido en las SS 37/1981, de 16 de
noviembre; 6/1983, de 4 de febrero; 41/1983, de 18 de mayo; 51/1983, de
14 de junio. Con posterioridad, esta postura se ha ratificado en SS 19/1987,
de 17 de febrero; 37/1987, de 26 de marzo; 182/1997, de 28 de octubre;
14/1998, de 22 de enero, y 233/1999, de 16 de diciembre.
El Tribunal Supremo insiste en el carácter relativo del principio de reserva
de ley, según cuál sea el ámbito sobre el que se proyecta. Así, en Sentencia
de 20 de enero de 2014 (Sala 3.a, Sección 2.a, rec. núm. 2623/2009.
Ponente: Sr. Fernández Montalvo) reitera que «la reserva de Ley no afecta
por igual a todos los elementos integrantes del tributo, pues el grado de
concreción exigible a la Ley es máximo cuando regula el hecho imponible o
los beneficios fiscales, pero es menor cuando se trata de otros elementos,
como la base imponible, que, aun cuando debe estar especificada
por la Ley, no cabe desconocer que puede devenir integrada por una
pluralidad de factores de muy diversa naturaleza, cuya fijación requiere, en
ocasiones, complejas técnicas y, en consecuencia, la remisión a normas
reglamentarias de la concreta y final determinación de algunos aspectos de
tales elementos configuradores de la base [FD 4.o; en el mismo sentido,
nuestras Sentencias de 12 de abril de 2012 (rec. cas. núm. 5216/2006), FD
8.o; y de 24 de mayo de 2012 (rec. cas. núm. 1281/2009 ), FD 4.o]».
También el TC —STC 102/2005, de 20 de abril— ha reiterado su doctrina
sobre el contenido del principio de reserva de ley en materia tributaria,
sintetizando la doctrina del propio TC y precisando:
a) La reserva de ley en materia tributaria no afecta por igual a todos los
elementos integrantes del tributo, sino que el grado de concreción exigible a
la ley es máximo cuando regula el hecho imponible y es menor cuando se
trata de regular otros elementos, como el tipo de gravamen y la base
imposible. Como ha precisado el TC de forma reiterada —vid. por todos el
Auto del Pleno del TC 123/2009, de 28 de abril—, «[...] la reserva de ley
establecida en materia tributaria es relativa, o lo que es lo mismo, limitada a
la creación ex novo del tributo y a la configuración de los elementos
esenciales o configuradores del mismo (entre muchas, SSTC 37/1981, de 16
de noviembre, FJ 4.o, y 150/2003, de 15 de junio, FJ 3.o). Dicha reserva de
ley admite [...] la colaboración del Reglamento, siempre que sea
indispensable por motivos técnicos o para optimizar el cumplimiento de las
finalidades propuestas por la Constitución o por la propia Ley y siempre
que la colaboración se produzca en términos de subordinación, desarrollo y
complementariedad» [entre otras, SSTC 19/1987, de 17 de febrero, FJ
6.oc), y 102/2005, de 20 de abril, FJ 7.o].
El alcance de esa colaboración reglamentaria en materia tributaria depende
de dos factores: De un lado, está «en función de la diversa naturaleza de las
figuras jurídico-tributarias» (SSTC 37/1981, de 16 de noviembre, FJ 4.o, y
150/2003, de 15 de julio, FJ 3.o). En efecto, el alcance de la reserva legal
varía «según se esté ante la creación y ordenación de impuestos o de otras
figuras tributarias» (STC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 4.o), existiendo una
mayor flexibilidad cuando se trata de las tasas (STC 37/1981, de 16 de
noviembre, FJ 4.o) al tratarse de contraprestaciones estrechamente unidas a
los costes de derivados de la prestación de un servicio o de la realización de
una actividad administrativa (STC 185/1995, de 5 de diciembre, FJ 5.o),
esto es, de tributos «en los que se evidencia, de modo directo e inmediato,
un carácter sinalagmático que no se aprecia en otras figuras impositivas»
(SSTC 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 9.o, o 63/2003, de 27 de marzo, FJ
4.o).
De otro lado, depende del elemento del tributo de que se trate (hecho
imponible, sujeto pasivo, base imponible o tipo de gravamen), siendo
máximo el grado de concreción exigible a la ley «cuando regula el hecho
imponible» y menor «cuando se trata de regular otros elementos, como el
tipo de gravamen y la base imponible» (STC 221/1992, de 11 de diciembre,
FJ 7.o, entre otras). En efecto, en la determinación de la base imponible se
admite con mayor flexibilidad la colaboración reglamentaria, dado que su
cuantificación puede deberse a una pluralidad de factores de muy diversa
naturaleza que requiere, en ocasiones, complejas operaciones técnicas, lo
que habilita a la norma reglamentaria para la concreción de algunos de los
elementos configuradores de la base, en función de la naturaleza y objeto
del tributo de que se trate (STC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 7.o),
tanto
más cuando se trata de tributos locales en los que se admite que el
legislador efectúe una parcial regulación de los tipos, predisponiendo
criterios o límites para su ulterior definición por la corporación local a la
que corresponderá la fijación del tipo que haya de ser aplicado (SSTC
179/1985, de 19 de diciembre, FJ 3.o, y 19/1987, de 17 de febrero, FJ 5.o);
es decir, en los que se admite una colaboración especialmente intensa, eso
sí, sin que esa menor regulación del legislador estatal suponga, en ningún
caso, una total abdicación en la determinación de los márgenes de este
elemento esencial, al exigirse a aquél la determinación de los principios
para su fijación (STC 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 19). (En el mismo
sentido, STC 101/2009, de 27 de abril, FFJJ 3.o y 4.o)
b) En el caso de las prestaciones patrimoniales de carácter publico que se
satisfacen por la prestación de un servicio o actividad administrativa —tasas
—, la colaboración del Reglamento puede ser especialmente intensa en la
fijación y modificación de las cuantías —estrechamente relacionadas con
los costes concretos de los diversos servicios y actividades— y de otros
elementos de la prestación dependientes de las específicas circunstancias de
los distintos tipos de servicios y actividades; en cambio, esa especial
intensidad no puede predicarse de la creación ex novo de dichas
prestaciones, ya que en este ámbito la posibilidad de intervención
reglamentaria resulta sumamente reducida, puesto que sólo el legislador
posee la facultad de determinar libremente cuáles son los hechos imponibles
y qué figuras jurídico-tributarias prefiere aplicar en cada caso.
c) Con independencia del nomen iuris, es preciso atender a la verdadera
naturaleza de la figura de cuya aplicación se trata, para ver si estamos o no
ante un tributo. (En el mismo sentido, Sentencias del Tribunal
Constitucional 121 y 122/2005, de 11 de mayo, respectivamente.) También
el Tribunal Supremo ha afirmado, en las SS de 22 de enero y 18 de marzo
de 2000, que se admite la colaboración reglamentaria, dentro de los límites
impuestos por la Ley, para la fijación de los elementos esenciales del
tributo, fundamentalmente los que incidan en la base y el tipo de gravamen,
al poder revestir una acusada complejidad técnica.
En el ámbito de los tributos locales, el principio de reserva de ley adquiere
una intensidad distinta, matizada, atendiendo al hecho de que dichas
entidades no pueden aprobar leyes, sino Ordenanzas Fiscales, que son —al
igual que la Ley— expresión de la voluntad general de los habitantes del
Municipio. Por ello, como ha señalado reiteradamente el TC, «cuando se
trata de tributos locales concurre una peculiaridad adicional que no puede
dejar de tenerse en cuenta, pues en relación con estos tributos la exigencia
de la reserva de ley de los arts. 31.3 y 133 CE hay que analizarla en
conexión con el art. 133.2 CE, donde el Pleno municipal alcanza la
categoría de protagonista (o, lo que es lo mismo, cumple con la garantía de
la autoimposición de la comunidad sobre sí misma), por tratarse del órgano
resultante de la elección directa por sufragio de los vecinos de la
corporación local que cumple con las exigencias del fundamento último de
la reserva de ley tributaria, a saber, “que cuando un ente público impone
coactivamente una prestación patrimonial a los ciudadanos cuenta para ello
con la voluntaria aceptación de sus representantes” [SSTC 185/1995, de 14
de diciembre, FJ 3.oa), y 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 18]. Así lo
señaló tempranamente este Tribunal Constitucional al advertir que los
“Ayuntamientos, como corporaciones representativas que son (art. 140 CE),
pueden, ciertamente, hacer realidad,
mediante sus acuerdos, la autoimposición en el establecimiento de los
deberes tributarios, que es uno de los principios que late en la formación
histórica —y en el reconocimiento actual, en nuestro ordenamiento— de la
regla según la cual deben ser los representantes quienes establezcan los
elementos esenciales para la determinación de la obligación tributaria”
[STC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 4.o; y en el mismo sentido, STC
233/1999, de 16 de diciembre, FJ 10.a)].
»Por lo expuesto, cuando se trata de ordenar por ley los tributos locales, la
reserva de ley “ve confirmada su parcialidad, esto es, la restricción de su
ámbito” [SSTC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 4.o, y 233/1999, de 16 de
diciembre, FJ 10.b)], pues la reserva de ley prevista en el art. 31.3 CE no
puede entenderse desligada “de las condiciones propias al sistema de
autonomías territoriales que la Constitución consagra (art. 137) y
específicamente —en el presente proceso— de la garantía constitucional de
la autonomía de los municipios (art. 140)”, tanto más cuando el art. 133.2
CE establece la posibilidad “de que las Comunidades Autónomas y las
corporaciones locales establezcan y exijan tributos, de acuerdo con la
Constitución y las leyes”, procurando así la Constitución “integrar las
exigencias diversas en este campo, de la reserva de Ley estatal y de la
autonomía territorial, autonomía que, en lo que a las corporaciones locales
se refiere, posee también una proyección en el terreno tributario, pues éstas
habrán de contar con tributos propios y sobre los mismos deberá la Ley
reconocerles una intervención en su establecimiento o en su exigencia,
según previenen los arts. 140 y 133.2 de la misma Norma fundamental”
[STC 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 10.b)].
»Por tanto, “el ámbito de colaboración normativa de los municipios, en
relación con los tributos locales, [es] mayor que el que podría relegarse a la
normativa reglamentaria estatal”, por dos razones: porque “las ordenanzas
municipales se aprueban por un órgano —el Pleno del Ayuntamiento— de
carácter representativo [art. 22.2.d) de la Ley reguladora de las bases del
régimen local de 1985, en adelante LBRL]”; y porque “la garantía local de
la autonomía local (arts. 137 y 140 CE) impide que la ley contenga una
regulación agotadora de una materia —como los tributos locales— donde
está claramente presente el interés local” (STC 132/2001, de 8 de junio, FJ
5.o).
»Pues bien, basta con constatar que, tratándose de la determinación de un
mayor o menor tipo de gravamen por los Ayuntamientos para una clase
concreta de bienes inmuebles, la cuestión debe analizarse desde la concreta
óptica de la reserva de ley tributaria respecto de la determinación del tipo
de gravamen —y no del hecho imponible como pretende el órgano judicial
—, conforme a la cual no cabe sino rechazar las dudas del órgano judicial.
En efecto, cuando el art. 72 LHL regula los tipos de gravamen de los bienes
inmuebles urbanos, estableciendo un límite mínimo (0,4 por 100) y un
límite máximo —que varía en función de la concurrencia de determinadas
circunstancias en el término municipal— (de hasta el 1,30 por 100), está
adoptando una técnica “al servicio de la autonomía de los municipios que, a
la par que se concilia perfectamente con el principio de reserva de ley, sirve
al principio, igualmente reconocido en la CE, de suficiencia, dado que,
garantizando un mínimo de recaudación, posibilita a los municipios
aumentar ésta en función de sus necesidades” (STC 233/1999, de 16 de
diciembre, FJ 26).
»En consecuencia, ningún óbice existe desde un punto de vista
estrictamente constitucional para que un Ayuntamiento fije mediante
ordenanza fiscal, dentro de los márgenes fijados por la norma legal
habilitante, un tipo de gravamen específico para una concreta clase de
bienes inmuebles (en el caso de autos, del 0,8 por 100)» (Auto del Pleno del
TC 123/2009, de 28 de abril, FJ 3.o).
Cuestión distinta, aun tratándose de tributos locales, es que la propia Ley
estatal no respete las exigencias del principio de reserva de ley en la
tipificación del hecho imponible. Como reiteró la Sentencia del Pleno del
Tribunal Constitucional 73/2011, de 19 de mayo —que anuló el inciso final
del art. 20.3.s) de la Ley reguladora de las Haciendas Locales—, «[...] si
bien la creación del impuesto se llevó a cabo formalmente mediante ley, el
inciso impugnado del art. 20.3 apartado s), LHL no satisface las exigencias
del principio de reserva de ley, pues su hecho imponible, el elemento
esencial más relevante de un tributo, no aparece suficientemente precisado
y constituye reiterada y ya citada doctrina de este Tribunal Constitucional
que “la reserva de ley en materia tributaria no afecta por igual a todos los
elementos integrantes del tributo”, sino que “[e]l grado de concreción
exigible a la ley es máximo cuando regula el hecho imponible” (STC
221/1992, de 11 de diciembre, FJ 7.o). Este grado máximo de concreción no
se cumple con la mera referencia del art. 20.3, letra s), LHL a la habilitación
para establecer un gravamen sobre la instalación de anuncios visibles desde
carreteras, caminos vecinales y demás vías públicas [...]» (FJ 5.o).
Debe señalarse, por último, que el principio de reserva de
ley no puede aplicarse con carácter retroactivo. Así lo ha
señalado, con carácter general y de forma reiterada, el
Tribunal Constitucional.
Así, en STC 10/2005, de 20 de enero (FJ 4.o), señala el Tribunal que
«siendo cierto que la Constitución establece en el apartado 3 del art. 133 el
principio de reserva de ley en materia de beneficios fiscales, también lo es
que este Tribunal ha venido manteniendo la doctrina de que no pueden
anularse disposiciones legales o reglamentarias anteriores [a la entrada en
vigor de la Constitución], ni por la ausencia de requisitos luego exigidos por
la Constitución para su aprobación y que, entonces, no venían requeridos, ni
por el hecho de que la Constitución haya exigido un determinado rango para
la regulación de tales materias, dado que la reserva de ley no puede
aplicarse retroactivamente (SSTC 11/1981, de 8 de abril, FJ 5.o, y
194/1998, de 1 de octubre, FJ 6.o) [...]».
En conclusión:
a) De acuerdo con el Tribunal Constitucional, y aunque
nuestra Constitución haya acogido un concepto de reserva
de ley relativa, los arts. 31 y 33 de la Constitución exigen
que el establecimiento de tributos se haga precisamente
con arreglo a ley, «lo que implica la necesidad de que sea
el propio Parlamento el que determine los elementos
esenciales del
tributo». En definitiva, la reserva de ley no se da por
satisfecha cuando el legislador no define los elementos
esenciales del tributo (STC de 16 de noviembre de 1981).
b) La exigencia antedicha se predica tanto cuando la
reserva de ley se refiere a tributos estatales como cuando
la misma va referida a tributos propios de las
Comunidades Autónomas. O, lo que es lo mismo, es una
exigencia constitucionalmente impuesta tanto a las Cortes
Generales como a los Parlamentos regionales y de la que
ni aquéllas ni éstos pueden prescindir cuando establecen
un tributo.
VIII. RECAPITULACIÓN
A guisa de conclusión, tres son los puntos sobre los que
queremos llamar la atención.
En primer lugar, y en relación con los principios
materiales de justicia, debe señalarse que, más allá de su
consideración como fuentes del Derecho —dotadas,
además, de la máxima jerarquía por su incorporación al
texto constitucional—, tales principios encierran una
indudable dimensión como configuradores del Derecho
Financiero. Ello significa, por un lado, que la aplicación e
interpretación de este sector del ordenamiento deberá
efectuarse en consonancia con tales principios y, por otro
lado, que el resultado de su interpretación conjunta y
sistemática deparará el modelo de Hacienda Pública que la
Constitución ha querido establecer.
En este último aspecto, parece oportuno subrayar diversas
conclusiones:
1. El deber de contribuir a los gastos públicos encuentra su
fundamento en la solidaridad, como valor y principio
básico de todo el ordenamiento jurídico.
2. Dado que el principio de igualdad exige la igualdad en
la aplicación de la ley y que encierra un contenido
insoslayable de igualdad real como objetivo de las normas
jurídicas; dado
que la capacidad económica se entiende como cualidad del
sujeto pasivo que se ha de proyectar en toda la estructura
jurídica del tributo, y no sólo en la selección de los hechos
imponibles; y dado, en fin, que la progresividad tributaria
ha de conectarse con la redistribución de la renta y la
riqueza, es posible concluir que el art. 31 CE no agota su
eficacia como mero mandato al legislador, sino que se
proyecta también como exigencia de resultados que debe
perseguir el entero ordenamiento financiero, afectando,
por consiguiente, a todos cuantos intervienen en su
elaboración y aplicación — Legislador, Administración
Pública, Poder Judicial, etc.—.
3. Los principios de justicia financiera no sólo aparecen
como criterios de elaboración y aplicación de las normas,
sino también como fines materiales a cuya consecución se
encaminan aquéllas. Lo que permite formular una doble
conclusión: a) la Constitución impele a un Derecho
Financiero en que ingresos y gastos públicos corrijan las
situaciones discriminatorias existentes, lo que exige tratar
igual a los iguales y de forma desigual a quienes están en
situación desigual; b) el Derecho Financiero tiene unos
fines y objetivos materiales propios, que entroncan con los
generales de justicia del entero ordenamiento jurídico, lo
que permite desmentir su primigenia concepción como
rama instrumental o medial, al servicio de aquellas ramas
que en cada momento señalaban los fines materiales de
justicia. Más aún, cabe plantearse hoy hasta qué punto
sería posible la justicia global del ordenamiento sin la
colaboración del Derecho Financiero y su contenido
redistributivo. No en vano principios propios de esta rama
— como el de capacidad económica— son ya empleados
para lograr la justicia en otros sectores del ordenamiento,
como ocurre, por ejemplo, cuando se toma en
consideración la capacidad económica para asignar
puestos docentes escolares o para adjudicar viviendas de
protección oficial.
En segundo lugar, por lo que se refiere al principio formal
por excelencia —el principio de reserva de ley—, debe
hacerse especial hincapié en su aptitud para conseguir no
sólo
su fin tradicional —que no se paguen más tributos que
aquellos autorizados por el Parlamento—, sino en la
consecución de otros fines de especial relevancia en un
Estado cuya organización territorial reconoce un amplio
poder a las Comunidades Autónomas y Entidades Locales:
igualdad ante la Ley en los distintos territorios,
prohibición de privilegios personales o territoriales, etc.
En tercer lugar, debe llamarse la atención sobre el
creciente contraste entre los principios constitucionales
españoles —y, en general, los reconocidos por las
Constituciones de los distintos Estados europeos— y los
principios que están consolidándose en los textos
constitutivos de la Unión Europea.
Aunque en el ordenamiento comunitario no existe un texto jurídico, a modo
de Carta Magna, que plasme los principios que deben guiar el discurrir de la
materia, y tampoco el TJCE desarrolla la función que, en el ámbito interno,
asumen los Tribunales Constitucionales, cierto es que existen un conjunto
de objetivos y finalidades —algunos plasmados en los Tratados
fundacionales— que impregnan el ordenamiento comunitario:
destacadamente, la consecución de una Unión económica y monetaria, y la
armonización de las legislaciones internas que a ello coadyuven.
Para la consecución de esos objetivos, un conjunto de principios —
particularmente, los principios de primacía del Derecho comunitario sobre
el Derecho nacional y de efecto directo vertical que este Derecho despliega
sobre los ciudadanos— llegan a condicionar el ejercicio de poder financiero
por los Estados miembros, en aras de lograr la efectividad práctica de la
armonización fiscal.
Otros principios comunitarios, como los de no discriminación por motivos
de nacionalidad, de atribución de competencias, de subsidiariedad o de
proporcionalidad —guiados por los objetivos que marcan las competencias
de los Órganos comunitarios—, pueden llegar a incidir en los principios de
justicia del art. 31 CE que se sitúan en el zócalo del Derecho financiero
interno. Aunque, conviene advertir que, en este punto, no existe
pronunciamiento alguno del TC que aclare la solución a un posible
conflicto entre los principios constitucionales de nuestra Carta Magna con
los comunitarios.
Además, estos principios comunitarios observan un desarrollo
jurisprudencial que, en lo atinente a las relaciones entre ambos
ordenamientos, llegan a vincular, no sólo al TJCE y a los órganos
jurisdiccionales internos, sino también a los propios Tribunales
Constitucionales.
TEMA 5: LAS FUENTES DEL ORDENAMIENTO FINANCIERO
. I. INTRODUCCIÓN
Según indica MORTATI, se pueden definir las fuentes de Derecho como aquellos hechos o
sucesos, caracterizados por ciertas notas peculiares, con capacidad y eficacia suficiente
para regular una serie de comportamientos intersubjetivos cuya observancia se considera
necesaria para la conservación de los fines propios de la sociedad. La fuente del Derecho
por excelencia es la Ley, entendiendo por tal, como hacen GARCÍA DE ENTERRÍA y
TOMÁS RAMÓN FERNÁNDEZ, el mandato normativo de los órganos que tienen atribuido
el poder legislativo superior (en nuestro ordenamiento, las Cortes Generales y los
Parlamentos de las Comunidades Autónomas).
No existe un sistema de fuentes específico de nuestra rama jurídica, por lo que podemos
decir que rige aquí el mismo que en el resto de las ramas del Derecho. Por eso, resulta
plausible que las leyes generales del Derecho Financiero, como la Ley General
Presupuestaria, no hagan referencia a esta cuestión. Como excepción, la LGT sí dedica el
art. 7 a regularla, aunque podemos decir de inmediato que, como resultaba previsible, este
precepto no presenta grandes novedades en la materia, de tal modo que, sin grave deterioro
de la seguridad jurídica, podría haberse obviado.
El art. 7 LGT señala que los tributos se regirán por:

a) La Constitución.

b) Los Tratados Internacionales.

c) Las normas de la Unión Europea y demás organismos internacionales o supranacionales.


d) Las leyes.
e) Los reglamentos.

Añade, además, que tendrán carácter supletorio, las disposiciones generales del Derecho
Administrativo y los preceptos del Derecho Común.
En el Derecho Financiero y Tributario el aspecto más relevante del estudio de la Ley como fuente del
Derecho es el que atañe a la determinación de los extremos que necesariamente deben regularse
mediante normas de este rango, es decir, el examen de la reserva de Ley, lo que supone, además,
agotar en buena medida el estudio de la Constitución como fuente de nuestra rama del Derecho. A
todo ello hemos dedicado nuestra atención en la Lección 5. En consecuencia, estudiaremos ahora
otras cuestiones referidas a la Ley y el resto de las fuentes del Derecho.
II. LOS TRATADOS INTERNACIONALES
El art. 96.1 CE establece que los Tratados Internacionales válidamente celebrados formarán
parte del ordenamiento interno, una vez publicados oficialmente en España. Por su parte, el
art. 31 de la Ley 25/2014, de 27 de noviembre, de Tratados y otros Acuerdos
Internacionales establece:
«Las normas jurídicas contenidas en los tratados internacionales válidamente celebrados y
publicados oficialmente prevalecerán sobre cualquier otra norma del ordenamiento interno en caso
de conflicto con ellas, salvo las normas de rango constitucional.»
Véase una aplicación práctica de lo que acabamos de señalar en las SSTS de 6 de marzo de 2014 (RJ
2014\1452), de 27 de noviembre de 2015 (RJ 2015\5654) y de 17 de julio de 2018 (RJ 2018\3555),
entre otras.
Es evidente que, en una obra de estas características, no podemos examinar con detalle la regulación
de los Tratados Internacionales, pero sí que conviene hacer algunas alusiones a su régimen jurídico
porque tiene una aplicación indudable en el Derecho Financiero.
De acuerdo con lo previsto en los arts. 93 y 94 CE, los Tratados Internacionales pueden
clasificarse en tres grupos:
a) Los que requieren previa autorización por Ley Orgánica.
b) Los que requieren previa autorización de las Cortes.
c) Aquellos en los que, una vez concluidos, deberá informarse al Congreso y al Senado.
Desde nuestra perspectiva tiene interés examinar algunos aspectos de las dos primeras
categorías.
1. TRATADOS QUE REQUIEREN PREVIA AUTORIZACIÓN MEDIANTE LEY ÓRGÁNICA
En primer lugar, nos encontramos con los Tratados para los que se requiere autorización
mediante Ley Orgánica, que son aquellos en que se atribuya a una organización o
institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución (art. 93).
El paradigma de este tipo de tratados es el Tratado de 12 de junio de 1985, por el que
España se adhirió a las Comunidades Europeas, y cuya ratificación fue autorizada por la
Ley Orgánica 10/1985, de 2 de agosto.
Pues bien, en los Tratados de la Unión Europea (TUE), firmado en Maastricht el 7 de febrero de
1992, y de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), firmado en Roma el 25 de marzo de 1957
(ambos con Textos consolidados a partir de todas las reformas introducidas por el Tratado de Lisboa
de 13 de diciembre de 2007), se atribuye a la Unión Europea una serie de competencias en materia
financiera y tributaria que, en la Constitución, se reservan a las Cortes Generales.
De entre tales competencias, conviene resaltar las siguientes (arts. 110 a 113 TFUE):
a) Se prohíbe a los Estados miembros gravar directa o indirectamente los productos de los demás
Estados miembros con tributos internos, cualquiera que sea su naturaleza, superiores a los que graven
los productos nacionales similares.
b) Se prohíbe gravar los productos de los demás Estados miembros con tributos internos que puedan
proteger indirectamente otras producciones.
c) En el caso de entregas de productos de un país miembro a otro, se prohíbe la devolución de
tributos superior a los efectivamente soportados.
d) Se prohíbe la imposición de gravámenes compensatorios a las importaciones procedentes de otros
Estados miembros.

e) Se ordena la armonización de las legislaciones de los impuestos sobre el volumen de negocios,


sobre consumos
específicos y otros impuestos indirectos.
Ahora bien, hay que tener claro que las normas comunitarias, ni siquiera los Tratados originarios, no
tienen naturaleza constitucional, aunque sí pueden servir de fuente interpretativa que contribuya a la
mejor identificación del contenido de los derechos que gozan de tutela constitucional (SSTC
136/2011, de 13 de septiembre; 232/2015, de 5 noviembre, y 13/2017, de 30 de enero, entre otras
muchas).
2. TRATADOS PARA LOS QUE SE NECESITA AUTORIZACIÓN PREVIA DE LAS CORTES
A) Ideas generales
En segundo término, se encuentran los Tratados para cuya firma se necesita la autorización
previa de las Cortes Generales, de acuerdo con el procedimiento previsto en el art. 74 de la
Constitución (art. 94.1).
La autorización previa de las Cortes no se lleva a cabo mediante la aprobación de una Ley,
sino por medio de un procedimiento especial previsto, como hemos señalado, en el art. 74
CE, cuyo apartado 2 establece:
«Las decisiones de las Cortes Generales, previstas en los arts. 94.1, 145.2 y 158.2, se adoptarán por
mayoría en cada una de las Cámaras. En el primer caso, el procedimiento se iniciará por el
Congreso, y, en los otros dos, por el Senado. En ambos casos, si no hubiere acuerdo entre Senado y
Congreso, se intentará obtener por una Comisión Mixta compuesta de igual número de Diputados y
Senadores. La comisión presentará un texto que será votado por ambas Cámaras. Si no se aprueba
en la forma establecida, decidirá el Congreso por mayoría absoluta.»
De los supuestos establecidos en el art. 94.1 CE resulta útil que digamos algunas cosas de
los tres últimos.
B) Tratados que afecten a derechos y deberes fundamentales
El primero de ellos es el apartado c), que alude a los Tratados que afecten a los derechos y
deberes fundamentales establecidos en el Título I de la propia Constitución. Entre estos
derechos y deberes, se encuentran incluidos los deberes de contribuir y el principio —no
nos atrevemos a calificarlo de derecho, dada su escasa protección— de que el gasto público
realice una asignación equitativa de los recursos públicos. De acuerdo con ello, serían
múltiples los casos en los que la actividad convencional del Estado se referiría a aspectos
de la actividad financiera estatal.
Tales serían, a título meramente ejemplificativo, los convenios para evitar la doble
imposición internacional y la evasión fiscal; los convenios de adhesión española a
protocolos sobre privilegios e inmunidades de funcionarios de organizaciones
internacionales de nueva creación; los tratados sobre importación de objetos de carácter
educativo, científico o cultural, convenios de asistencia técnica, etc. La categoría podía ser
tan amplia como elástica es la concepción del deber de contribuir.
De los Tratados que deben ser incluidos en esta categoría debemos destacar los que se suscriben para
evitar la doble imposición. De ellos, y por lo que ahora nos interesa, conviene destacar las siguientes
observaciones:
1) Los Convenios se dedican fundamentalmente a delimitar el ámbito de aplicación de los
ordenamientos tributarios de España y del país con el que se suscriben en aquellos supuestos en que
pueden entrar en colisión. Una vez determinada la Administración competente, en general se aplica
su ordenamiento interno [como recuerda la STS de 26 de junio de 2000 (Ar. 7570)].
2) Los Convenios se aplican con preferencia a la legislación interna. Esta regla deriva del art. 96.1
CE, que hemos citado antes, y su validez, ya incluida expresamente en la normativa interna, como
acabamos de ver, ha sido aceptada por el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo en
numerosas ocasiones. Por lo que se refiere al primero, podemos mencionar la STC 207/2013, de 5 de
diciembre. En cuanto al TS citaremos, entre otras muchas, las de 26 de noviembre de 1991, 9 de abril
de 1992, 18 de mayo de 2005 (RJ 2005/5187), de 12 de enero y 27 de marzo de 2012 (RJ 2012\268 y
4835), y de 9 de febrero de 2015 (RJ 2015\903). En la de 2005 se indicó, además, que las normas
reglamentarias aprobadas por los Estados firmantes debían prevalecer sobre las de carácter interno,
aunque estas tuvieran formalmente un rango más elevado (Real Decreto) que aquéllas (Orden
Ministerial).
3) Los Convenios se aplican a los impuestos españoles que estén vigentes en cada momento, aunque
no existieran cuando fueron suscritos.
4) Los Convenios establecen el principio de no discriminación, aunque suelen admitirse diferencias
de trato en las deducciones de carácter personal o familiar.
5) Los Convenios no pueden interpretarse de forma unilateral. En todos ellos existen reglas para
dirimir los conflictos de aplicación (como se recordó en la RTEAC de 26 de mayo de 2000) que, sin
embargo, no se deben utilizar como instrumentos de interpretación, sino sólo para evitar un gravamen
no conforme con el Convenio mismo [SSTS de 30 de junio de 2000 (Ar. 4711) y 15 de junio de 2004
(Ar. 5656); y STSJ de Andalucía, Sevilla, de 20 de noviembre de 2001 (JT 2002, 39)].
Los conflictos de aplicación de los Convenios se dirimen a través de los denominados
procedimientos amistosos, que, en lo que afecta a nuestro ordenamiento, se rigen por el Real Decreto
1.794/2008, de 3 de noviembre (modificado, en diversas ocasiones, la última por el Real Decreto
634/2015, de 10 de julio).
C) Tratados que impliquen obligaciones financieras para la Hacienda Pública

El segundo supuesto que debemos examinar es el del apartado d), que cita los Tratados que
impliquen obligaciones financieras para la Hacienda Pública.
Constituye, sin duda, el precepto que goza de más amplia tradición en nuestra historia
constitucional. Desde 1812 hasta hoy, de forma ininterrumpida, se ha venido recogiendo en
nuestras Constituciones la necesidad de que las Cortes autorizasen la conclusión de todo
Tratado que comportara obligaciones financieras para la Hacienda Pública.
Será difícil encontrar un supuesto en el que la actividad convencional del Estado no suponga, al
mismo tiempo, la asunción de una obligación para la Hacienda Pública. Cabe pensar en que, con el
fin de hurtar al Parlamento su previo pronunciamiento autorizante, la Administración tratará de
remitirse a las consignaciones presupuestarias —cuando las haya, claro está— que cubren el capítulo
al que se refiera la materia regulada en el Tratado. Dependerá tanto de la propia Administración,
como de la postura que adopte el Parlamento en el ejercicio de custodia que le atribuye el art. 94, el
que la recta aplicación del precepto, sin entorpecer innecesariamente la acción exterior del Estado, no
se convierta, por otra parte, en un precepto vaciado de contenido en la realidad.
D) Tratados que supongan modificación o derogación de una Ley
En fin, el apartado e) del art. 94.1 CE menciona los Tratados que supongan modificación o
derogación de alguna Ley o exijan medidas legislativas para su ejecución.
Nos encontramos, sin duda, ante el precepto técnicamente más acabado de cuantos integran
el art. 94 y cuya recta intelección hubiera hecho innecesarios la mayoría de los distintos
apartados que integran dicho artículo.
La importancia del precepto no precisa ser resaltada, puesto que su trascendencia es
manifiesta. Su finalidad fundamental es velar por la observancia del principio de reserva de
Ley —del principio de legalidad, en términos generales—. Con la aplicación de esta
cláusula pueden observarse todos los inconvenientes que derivan de la primacía atribuida al
Gobierno en la dirección de las relaciones exteriores.
No se ha previsto, con carácter general, la participación que las Comunidades Autónomas puedan
tener en la decisión del órgano legislativo sobre las materias previstas en los arts. 93 y 94.
Jurídicamente tal imprevisión no merece reproches, especialmente en el caso del art. 93, en el que las
Cortes Generales no tienen que verse condicionadas. Tampoco, jurídicamente, tal audiencia de las
Comunidades Autónomas es exigible. Sin embargo, desde el punto de vista político, sería cerrar los
ojos a la realidad desconocer la conveniencia de que se les dé audiencia. Piénsese, por ejemplo, en
los tributos cedidos a las Comunidades Autónomas y en la repercusión que sobre ellos tiene la
aplicación del Impuesto sobre el Valor Añadido.
Solamente en el Estatuto de Autonomía de Canarias se recoge (art. 38) que la Comunidad Autónoma
será informada en la elaboración de los tratados y convenios internacionales y en las negociaciones
de adhesión a ellos, así como en los proyectos de legislación aduanera, en cuanto afecten a materias
de su específico interés. Recibida la información, el órgano de Gobierno de la Comunidad Autónoma
emitirá, en su caso, su parecer. Ahora bien, esta previsión del Estatuto canario debe ponerse en
relación, no con el art. 94 CE, sino con la Disposición Adicional 3.a de nuestra Carta Magna, que
requiere el informe previo de esta Comunidad Autónoma ante cualquier modificación de su régimen
económico y fiscal. Así se recordó en las SSTC 164/2013, de 26 de septiembre, y 164/2014, de 7 de
octubre.
III. LA LEY DE PRESUPUESTOS
1. IDEAS GENERALES
La Ley de Presupuestos es una Ley ordinaria, como cualquier otra. Como estudiamos en la
Lección correspondiente, se han acabado las discusiones doctrinales que, en el pasado,
cuestionaron su naturaleza jurídica, si bien es cierto que presenta algunas peculiaridades
que asimismo son examinadas en otras Lecciones.
Estas dos notas, esto es que la Ley de Presupuestos es una Ley ordinaria, y que, no obstante, presenta
ciertas peculiaridades, han sido destacadas reiteradamente por el TC. Pueden verse al respecto las
SSTC 3/2003, de 16 de enero; 34/2005, de 17 de febrero; 82/2005, de 6 de abril, 136/2011, de 13
septiembre, mencionada antes, 217/2013, de 19 de diciembre, y 123/2016, de 23 de junio, que citan
otras muchas en el mismo sentido.
No obstante, hay un aspecto que debe merecer nuestra atención, puesto que se refiere a la
posibilidad de regular, a su través, los tributos. En definitiva, nos interesa estudiar si y en
qué medida la Ley de Presupuestos es fuente de nuestro ordenamiento.
Dice sobre este particular el art. 134.7 CE: «La Ley de Presupuestos no puede crear
tributos. Podrá modificarlos cuando una ley tributaria sustantiva así lo prevea.»
Esta norma trata de encauzar jurídicamente las relaciones entre la anual Ley de
Presupuestos Generales del Estado y el ordenamiento regulador de los tributos, relaciones
que históricamente nunca han sido armoniosas.
Como señaló el Tribunal Constitucional, la limitación del art. 134.7 se encuentra justificada por las
restricciones que la misma CE impone al debate presupuestario (STC 65/1987, de 21 de mayo).
Ahora bien, las limitaciones impuestas por la CE a las leyes presupuestarias no son aplicables a las
Leyes multisectoriales o trasversales (comúnmente conocidas con el nombre de Leyes de
acompañamiento), pues éstas son manifestaciones de la potestad legislativa ordinaria (SSTC
176/2011, de 8 de noviembre, y 209/2012 de 14 de noviembre).
2. MODIFICACIONES QUE AFECTAN A LAS NORMAS TRIBUTARIAS GENERALES
Las posibilidades que tienen las leyes presupuestarias de modificar las normas tributarias
generales y, en particular, la Ley General Tributaria, han sido precisadas por el Tribunal
Constitucional en multitud de sentencias (entre las que podemos citar, a título de ejemplo,
las Sentencias 76/1992, de 14 de mayo, y 34/2005, de 17 de febrero).
El Tribunal ha concluido señalando que el contenido mínimo necesario e indisponible de la
LPGE está constituido por las previsiones de ingresos y habilitaciones de gastos.
Además, ha indicado que, junto a este contenido mínimo, las Leyes de Presupuestos
pueden tener otro contenido posible, no necesario y eventual. Para que este contenido sea
constitucionalmente correcto se exigen dos condiciones:
a) Que guarden relación directa con gastos e ingresos o con los criterios de política
económica general (SSTC 32/2000, de 3 de febrero, 9/2013, de 28 de enero, 206/2013, de 5
de diciembre, y 123/2016, de 23 de junio, ya citada, entre otras muchas).
b) Que no supongan una restricción ilegítima de las competencias del poder legislativo, al
disminuir sus facultades de examen y enmienda sin base constitucional —STC 65/1986—,
o por afectar al principio de seguridad jurídica, debido a la incertidumbre que una
regulación de este tipo origina —SSTC 65/1990, 61/1997, 182/1997 y 203/1998—.
3. MODIFICACIONES REFERIDAS A UN TRIBUTO CONCRETO
Las dudas que plantea el art. 134.7 CE cuando las modificaciones introducidas por las
Leyes de Presupuestos se refieren a algún tributo en particular fueron abordadas de manera
temprana por el TC en la Sentencia 27/1981, de 20 de julio.
Tres son, en síntesis, las cuestiones más debatidas:
a) Determinar el significado del término modificación de los tributos.
b) Precisar el concepto de ley tributaria sustantiva.
c) Aclarar si la exigencia del art. 134.7 debe referirse, también, a los tributos cuyas leyes
sustantivas fueran anteriores a la Constitución.
a) Comencemos por determinar el sentido de la expresión modificación de los tributos. De
la doctrina del TC sobre la cuestión se pueden deducir, sobre el particular, tres ideas: la
primera, que se prohíbe la creación indiscriminada de tributos mediante la Ley de
Presupuestos; la segunda, que es posible introducir a través de ella alteraciones en la
regulación de los tributos, incluso sustanciales y profundas, siempre que exista una norma
adecuada que lo prevea; y la tercera, que, en todo caso, es admisible que lleve a cabo a
través de la Ley de Presupuestos una mera adaptación del tributo a la realidad.
En conclusión, el Tribunal ha entendido que, incluso sin norma habilitante, la Ley de Presupuestos
puede operar una «mera adaptación del tributo a la realidad», lo cual no deja de ser preocupante,
porque no hace más que trasvasar a un ámbito distinto el problema: esto es, determinar si se trata de
«modificación» o de mera «adaptación», trasvase y planteamiento que entendemos que carece de
cobertura constitucional, pues todo lo que sea modificación de tributos en vigor, incluidas las «meras
adaptaciones», deben operarse y realizarse con la consiguiente norma habilitante.
b) En segundo término, es necesario precisar qué se debe entender por ley tributaria
sustantiva. Según el TC, por ley tributaria sustantiva debe entenderse cualquier ley,
excluyendo, claro está, la Ley de Presupuestos, en la que se regulen elementos de la
relación tributaria que no sean meras generalizaciones. En todo caso, deben excluirse de tal
categoría las leyes, o partes de ellas, que regulen cuestiones formales.
Entendemos que se trata de un planteamiento correcto, pues no tendría sentido, habida cuenta de la
dispersión normativa hoy existente, entender que la cláusula de habilitación para su reforma sólo
pudiera estar contenida en la ley digamos esencial y que regula formalmente un determinado tributo.
Hay modificaciones contenidas en otras leyes que, a su vez, pueden contener cláusulas de
habilitación a favor de la Ley de Presupuestos, para que ésta pueda llevar a cabo una modificación
del tributo en cuestión.
Hay otros aspectos que debemos mencionar, referidos a la forma que puede revestir la ley
habilitante:
— La cláusula de habilitación puede estar contenida en una Ley de Bases, puesto que esta
figura puede satisfacer de manera clara las exigencias del principio de reserva de ley
tributaria.
— Mayores problemas puede plantear la posibilidad de que la habilitación se contenga en
un Decreto-Ley. El Tribunal Constitucional no se ha pronunciado directamente sobre la
cuestión y su postura, quizá por ello, no es clara.
Así, en la Sentencia 27/1981, de 20 de julio, parece que se inclinó por negar tal posibilidad, mientras
que, en otras, como en la Sentencia 126/1987, de 16 de julio, pareció aceptar la utilización del
Decreto-Ley como norma habilitante, opinión sustentada efectivamente por el Tribunal Supremo en
la Sentencia de 23 de noviembre de 1983 (RJ 1983\5820).
c) En fin, el análisis del art. 134.7 CE debe servir para precisar su aplicación al
ordenamiento preconstitucional. En este punto deben diferenciarse dos situaciones
distintas:
1) Modificaciones tributarias realizadas por Leyes de Presupuestos anteriores a 1978. El
TC ha señalado, y estamos de acuerdo con ello, que la regla constitucional no puede
aplicarse retroactivamente al ser un precepto regulador de la producción normativa.
El TC ha reiterado —STC de 20 de julio de 1981— que no puede anularse una ley anterior sólo por
la ausencia de requisitos ahora exigidos por la Constitución para su aprobación y que, entonces, no
podían cumplirse, por inexistentes. La misma doctrina se encuentra en la STSJ de Asturias de 4 de
noviembre de 2002 (JT 2002\104).
2) Modificaciones tributarias realizadas por Leyes de Presupuestos posteriores a 1978. En
este punto, el TC ha señalado, en la Sentencia de 1981 reiteradamente citada, que es
exigible la habilitación previa, bien por una ley posterior a la CE, bien por un precepto
habilitante anterior a la CE.
4. APLICACIÓN DEL ARTÍCULO 134.7 CE A LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS
Por último, debemos examinar si la limitación contenida en el art. 134.7 CE es aplicable a
las Leyes de Presupuestos de las Comunidades Autónomas. Nuestra opinión es favorable a
tal aplicación, porque los fines a los que sirve el art. 134 CE (la garantía de los ciudadanos
y la limitación del poder financiero) son exigibles tanto en el ámbito estatal como en el
autonómico.
El TC ha mantenido sobre esta cuestión una postura que podemos calificar de ambigua:
a) En principio, ha negado que el art. 134 CE se pueda aplicar a las leyes de presupuestos de las
CCAA, con el argumento, a nuestro modo de ver excesivamente formalista, de que el precepto tiene
por objeto la regulación de un instituto estatal. Se pueden citar sobre el particular las SS 116/1994, de
18 de abril; 149/1994, de 12 de mayo, 174/1998, de 23 de julio, 86/2013, de 11 de abril y 99/2018, de
19 de septiembre, entre otras muchas.
b) No obstante, ha admitido que las leyes de presupuestos autonómicas tienen el mismo significado y
alcance que las del Estado (S. 174/1998, que acabamos de mencionar), por lo que ha llegado a
declarar inconstitucionales y nulas las disposiciones que no se conformen con ellos (así, en las SS
130/1999, de 1 de julio, 180/2000, de 30 de junio, 74/2011, de 19 de mayo, 86/2013, de 11 de abril y
99/2018, de 19 de septiembre, las dos últimas citadas en la letra anterior). El problema es que estas
sentencias aluden al apartado 2 del art. 137 CE (contenido mínimo y posible de las leyes de
presupuestos), pero no se pronuncian expresamente sobre la posibilidad o no de que en ellas las CC
AA puedan establecer tributos ex novo.
IV. EL DECRETO-LEY
1. IDEAS GENERALES
Dispone la Constitución, en su art. 86.1, que:
«En caso de extraordinaria y urgente necesidad, el Gobierno podrá dictar disposiciones legislativas
provisionales que tomarán la forma de Decretos-Leyes y que no podrán afectar al ordenamiento de
las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados
en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas ni al derecho electoral general.»
Su régimen jurídico se completa en los apartados 2 y 3, según los cuales el Decreto-Ley
debe ser convalidado por el Congreso de los Diputados en un plazo de treinta días y puede,
durante este mismo plazo, tramitarse como un proyecto de Ley.
Las notas que caracterizan el Decreto-Ley como fuente del Derecho son las siguientes: a)
Es un acto normativo con fuerza de Ley que emana del Gobierno.

b) Solamente puede dictarse en caso de extraordinaria y urgente necesidad.


c) Es una norma provisional por proceder de un órgano, el Gobierno, que no tiene potestad
legislativa. Su incorporación definitiva al ordenamiento jurídico se produce cuando se
convalida expresamente por el Congreso de los Diputados. Una vez producida la
convalidación, su régimen jurídico (rango, eficacia, vigencia en el tiempo, etc.) no difiere
del correspondiente a las leyes.
d) Mediante Decreto-Ley no se pueden regular las materias expresamente excluidas por el
art. 86.1. Esta regla, como veremos de inmediato, ha dado lugar a una de las cuestiones
más debatidas
en el estudio de las fuentes del Derecho Tributario.
Desde la perspectiva de la operatividad del Decreto-Ley en el ámbito de las instituciones
tributarias, son tres las cuestiones que interesa estudiar: la determinación de los supuestos
en que concurre una extraordinaria y urgente necesidad; la concreción de los aspectos
tributarios que están excluidos de la regulación a través del Decreto-Ley y el análisis del
procedimiento de convalidación.
2. LA EXTRAORDINARIA Y URGENTE NECESIDAD
La existencia de una necesidad extraordinaria y urgente como circunstancia imprescindible
para la corrección constitucional de un Decreto-Ley ha sido objeto de análisis reiterado por
parte del Tribunal Constitucional. Aunque con un cierto riesgo, dado que sus
pronunciamientos no siempre han sido coincidentes, su doctrina puede ser resumida del
modo siguiente:
a) La extraordinaria y urgente necesidad debe ser explicitada por el Gobierno (en el
expediente de elaboración, en la exposición de motivos, en la tramitación parlamentaria de
la convalidación, etc.).
Por todas, se puede mencionar en este sentido las SSTC 199/2015, de 24 de septiembre; y de
34/2017, de 1 de marzo y 152/2017, de 21 de diciembre, entre otras muchas).
b) La extraordinaria y urgente necesidad no puede entenderse de manera restrictiva, sino
que el Gobierno tiene en cada momento la posibilidad de discernir con gran flexibilidad la
concurrencia o no de tales circunstancias. No obstante, es imprescindible que exista una
necesaria conexión entre la situación de urgencia definida por el Decreto-Ley
correspondiente y la medida concreta adoptada para hacer frente a ella.
En la STC 199/2015, que acabamos de mencionar, se puede leer lo siguiente (FJ 4.o): «[...] el control
que corresponde al Tribunal es externo, jurídico y no de oportunidad política ni de excelencia
técnica, y que ha de ser flexible, en coherencia con el reconocimiento constitucional del decreto-ley,
para no invalidar de forma innecesaria, ni sustituir el juicio político sobre la concurrencia del
presupuesto que corresponde efectuar al Gobierno y al Congreso de los Diputados “en el ejercicio
de la función de control parlamentario (art. 86.2 CE)” (STC 137/2011, de 14 de septiembre).» Lo
mismo se dice (FD 3.o) en la Sentencia de 2017, que también acabamos de citar.
c) Los posibles defectos de un Decreto-Ley no se corrigen con su posterior convalidación o
por su conversión en Ley.
d) La actuación del Gobierno está sometida al control del Tribunal Constitucional
De entre las múltiples dictadas en la materia podemos citar las SSTC 6/1983, de 4 de febrero;
182/1997, de 28 de octubre (que aceptó la constitucionalidad de un Real Decreto-Ley en el que se
modificaba el IRPF); 189/2005, de 7 de julio (que, por el contrario, declaró la inconstitucionalidad de
otro Real Decreto-Ley que asimismo modificó el IRPF); 332/2005, de 15 de diciembre; 68/2007, de
28 de marzo; 21/2011, de 17 de marzo; 137/2011, de 14 de septiembre; 39/2013, de 14 de febrero, y
27/2015, de 19 de febrero, 230/2015, de 5 de noviembre, y 34/2017, de 1 de marzo, ya citada.
También el TS ha aceptado, como no podía menos, la doctrina del TC. Se pueden citar en este
sentido las SS de 21 de mayo de 1990 (RJ 1990\3753) y de 16 de octubre de 1995 (RJ 1995\7275).
3. CONCRECIÓN DE LOS ASPECTOS TRIBUTARIOS EXCLUIDOS DE SU REGULACIÓN
POR DECRETO-LEY
Ésta es, sin duda, la cuestión más importante que se puede suscitar al estudiar los Decretos-Leyes,
naturalmente desde la perspectiva tributaria.
La postura defendida por cierta parte de la doctrina (PÉREZ ROYO Y PALAO) fue acogida
por el Tribunal Constitucional en la Sentencia 182/1997, de 28 de octubre, y, en estos
momentos, es la que se aplica en la práctica. La doctrina sobre esta cuestión se puede
sintetizar del modo siguiente:
a) Respecto de la interpretación de los límites materiales de la utilización del Decreto-Ley
hay que mantener una postura equilibrada que evite las concepciones extremas, de modo
que la cláusula del art. 86.1 CE («no podrán afectar...») debe ser entendida en modo tal que
no reduzca a la nada el Decreto-Ley, ni permita que por este medio se regule el régimen
general de los derechos, deberes y libertades del Título I.
b) La cláusula del art. 86.1 CE como límite al empleo del Decreto-Ley no puede
interpretarse en el sentido de que sólo se impide su utilización para regular el régimen
general de un derecho o deber constitucional porque, en materia tributaria, supondría tanto
como abrir un portillo a cualquier regulación, por incisiva que fuera, mediante Decreto-
Ley.
c) El límite material al Decreto-Ley en materia tributaria no viene señalado por la reserva
de Ley, de modo que lo encomendado a la Ley por el art. 31.3 CE tenga que coincidir
necesariamente con lo que afecta al deber de contribuir establecido en el art. 31.1 CE. A lo
que debe atenderse para interpretar tal límite material no es al modo en que se manifiesta la
reserva de Ley (si es absoluta o relativa y qué aspectos se encuentran amparados por ella),
sino más bien a si ha existido «afectación» por un Decreto-Ley de un derecho (deber en
nuestro caso) regulado en el Título I CE. Esto exige tener en cuenta la configuración
constitucional del derecho o del deber afectado en cada caso.
d) Así pues, los límites al Decreto-Ley en materia tributaria deben buscarse en la
configuración constitucional del deber de contribuir, es decir, deben referirse a sus
elementos esenciales establecidos en el art. 31.1 CE, que no son otros que el de atender al
sostenimiento de los gastos públicos con unas fronteras precisas: la capacidad contributiva
de cada uno y el establecimiento, conservación y mejora de un sistema tributario justo
inspirado en los principios de igualdad, progresividad y no confiscatoriedad. Un Decreto-
Ley, pues, no podrá alterar ni el régimen general ni aquellos elementos esenciales de los
tributos que incidan en la determinación de la carga tributaria, puesto que de otro modo se
afectarían tales elementos esenciales del deber de contribuir. En definitiva, vulnerará el art.
86 CE «cualquier intervención o innovación normativa que, por su entidad cualitativa o
cuantitativa, altere sensiblemente la posición del obligado a contribuir según su capacidad
económica en el conjunto del sistema tributario».
e) Con estas indicaciones no se impide que se utilice el Decreto-Ley en materia tributaria al
servicio de objetivos de política económica. Ahora bien, será preciso tener en cuenta en
qué tributo concreto incide el Decreto-Ley (constatando sobre todo el grado o medida en
que interviene el principio de capacidad económica), qué elementos del mismo (esenciales
o no) resultan alterados por este excepcional modo de producción normativa y, en fin, cuál
es la naturaleza y alcance de la concreta regulación de que se trate.
Como conclusión, y si hemos entendido bien, la doctrina actual del TC sobre esta cuestión
se puede resumir del modo siguiente:
1) Es posible utilizar el Decreto-Ley para regular cualquier aspecto del ordenamiento
tributario.
2) Como excepción, y éstos son los únicos límites a tal utilización, no puede emplearse el
Decreto-Ley:
— Para introducir modificaciones trascendentales en el sistema tributario.
— Ni tampoco cuando, como consecuencia del Decreto-Ley aprobado, la capacidad
económica de los obligados a contribuir se vea sensiblemente afectada.
La doctrina del TC puede verse reflejada en la sentencia n.o 73/2017, de 8 junio.
El art. 86.1 CE establece también que los Decretos-Leyes no pueden afectar al régimen de
las Comunidades Autónomas. Esta limitación puede tener importancia en nuestra materia,
por cuanto las CCAA tienen competencias tanto respecto de los ingresos como de los
gastos públicos. La STC 23/1993, de 21 de enero, señaló los siguientes principios en torno
a esta limitación:
a) El término «régimen de las CCAA» es más extenso y comprensivo que el mero de «Estatuto de
Autonomía». En consecuencia, aquella expresión debe entenderse en el sentido de que el Decreto-
Ley no puede afectar al régimen constitucional de las CCAA, incluida la posición institucional que
les otorga la Constitución.
b) En este régimen constitucional se incluyen las leyes estatales atributivas de competencias y
facultades y las leyes de armonización. En definitiva, no se pueden modificar por Decreto-Ley las
leyes aprobadas para delimitar las competencias del Estado y de las diferentes CCAA o para regular
o armonizar el ejercicio de las competencias de éstas.
c) Más allá de ese régimen constitucional no existe obstáculo alguno para que el Decreto-Ley, en el
ámbito competencial del Estado, pueda regular materias en las que las CCAA tengan competencias.
4. PROCEDIMIENTO DE CONVALIDACIÓN DEL DECRETO-LEY Dispone el art. 86 de la
Constitución que:
«2. Los Decretos-Leyes deberán ser inmediatamente sometidos a debate y votación de totalidad al
Congreso de los Diputados, convocado al efecto, si no estuviere reunido, en el plazo de los treinta
días siguientes a su promulgación. El Congreso habrá de pronunciarse expresamente sobre su
convalidación o derogación, para lo cual el Reglamento establecerá un procedimiento especial y
sumario.
»3. Durante el plazo establecido en el apartado anterior, las Cortes podrán tramitarlos como
proyectos de ley por el procedimiento de urgencia.»
Así pues, son dos las vías a través de las cuales se produce la definitiva incorporación del
Decreto-Ley al ordenamiento jurídico: mediante su convalidación por el Congreso o
mediante su conversión en Ley, cuando se tramite como proyecto de ley y se apruebe.
Ambas posibilidades dan lugar a resultados muy distintos. Si se produce la mera convalidación, el
Decreto-Ley no cambia su naturaleza jurídica (como indicaron las SSTC de 31 de mayo de 1982 y 4
de febrero de 1983, ya citada), por lo que, pese al pronunciamiento favorable del Congreso, el
Decreto-Ley puede ser impugnado y declarado inconstitucional por el Tribunal Constitucional por
haber regulado alguna de las materias excluidas de regulación por el art. 86.1 o, en su caso, por no
concurrir la extraordinaria y urgente necesidad que constituye el presupuesto de hecho habilitante
para su aprobación.
Si, por el contrario, el Congreso en vez de limitarse a su homologación lo aprueba como Ley —si se
presenta como tal proyecto de ley, una vez obtenido el pronunciamiento favorable a la totalidad que
exige el art. 86.2—, el resultado final del procedimiento legislativo será una Ley formal de
Parlamento, que sustituye en el ordenamiento jurídico, tras su promulgación, al Decreto-Ley. Su
corrección constitucional podrá ser planteada y se resolverá del mismo modo y con idéntico
procedimiento que respecto de cualquier otra Ley formal.
V. EL DECRETO LEGISLATIVO
1. IDEAS GENERALES
Podemos entender que el Decreto Legislativo es la disposición con rango de ley dictada por
el Gobierno en virtud de una delegación otorgada por el Parlamento. Se trata del supuesto
paradigmático de delegación recepticia, así denominada porque la norma delegada recibe
de la norma delegante la posibilidad de desplegar la fuerza y eficacia normativa que es
propia de la Ley. En definitiva, lo que se hace mediante esta fórmula es transferir el
ejercicio, pero nunca la titularidad, de la potestad de dictar normas con valor y fuerza de
ley.
La posibilidad de la existencia de esta figura normativa se encuentra en el art. 82.1 CE, según el cual
«Las Cortes Generales podrán delegar en el Gobierno la potestad de dictar normas con rango de ley
sobre materias determinadas no incluidas en el artículo anterior» (esto es, no reservadas a la ley
orgánica).
«Las disposiciones del Gobierno que contengan legislación delegada recibirán el título de Decretos
Legislativos» (art. 85 CE).
Los caracteres con los que, constitucionalmente, aparece configurada la delegación
legislativa en nuestro Derecho son los siguientes:
a) Forma: ha de otorgarse de forma expresa, mediante ley.

Pese a las fundadas reservas que ello pueda suscitar, el TS ha admitido que la autorización para dictar
un Decreto
Legislativo puede concederse por Decreto-Ley (STS de 18 de marzo de 1981).
b) Materia: puede referirse a la regulación de cualquier materia, siempre que tal regulación
no esté reservada a ley orgánica. Tampoco puede delegarse la posibilidad de modificar la
propia ley delegante, ni la de dictar normas con carácter retroactivo (art. 83 CE).
Ahora bien, la posibilidad de la regulación de cualquier materia no significa que toda ella se
encomiende al Gobierno. Una de las características esenciales de la delegación legislativa es la
ausencia de delegaciones en blanco o indeterminadas. La delegación, por el contrario, está sometida a
estrictos límites materiales: la identificación de la materia a regular, la determinación del objeto y
alcance de aquélla, la delimitación de los principios y criterios que deben regir su ejercicio, etc. A
todo ello hace referencia el art. 82 CE.
c) Plazo para su ejercicio: la ley delegante debe fijar necesariamente el plazo para el
ejercicio de la delegación por parte del Gobierno, sin que pueda concederse por tiempo
indeterminado.
d) Vigencia de la delegación: se agota bien por el transcurso del plazo para su ejercicio,
bien por el uso que de ella haga el Gobierno mediante la publicación del decreto
legislativo.
e) Destinatario de la delegación: lo es siempre el Gobierno, sin que a su vez éste pueda
subdelegar tal facultad en órganos o autoridades distintos.
f) Procedimiento: el Gobierno deberá seguir el procedimiento ordinario previsto para la
elaboración de disposiciones de carácter general. Así, de acuerdo con el art. 21 de la LO
3/1980, de 22 de abril, el Consejo de Estado en Pleno deberá emitir dictamen —preceptivo,
pero no vinculante — sobre el correspondiente Proyecto de decreto legislativo.
g) Efectos: el más importante es que el decreto legislativo tiene valor de ley, siempre que
no rebase el ámbito normativo cubierto por la ley delegante. Consecuencia de su rango es
que sólo
podrá modificarse por otra norma con rango de ley.
2. CLASES DE DELEGACIÓN LEGISLATIVA
La delegación legislativa se concreta en dos modalidades que son los Textos articulados y
los Textos refundidos.
A) Los Textos articulados
Los Textos articulados constituyen la forma más intensa del ejercicio de la delegación.
Mediante ellos el Gobierno regula ex novo una determinada materia, desarrollando una
previa Ley de Bases (Ley de delegación) en la que se fijan y precisan los principios y
criterios de la delegación (art. 82.4 CE).
Los principios y criterios establecidos por la Ley de Bases deben conjugar dos requisitos:
alcanzar el grado suficiente de claridad y concreción, que posibilite su articulación por el
Gobierno, y evitar un excesivo casuismo, impropio de una ley.
Como última cuestión, debemos señalar que con la publicación del Decreto Legislativo se
agota la delegación efectuada sin que sea posible la remisión del desarrollo de los
preceptos de aquél a una posterior regulación reglamentaria.
Esta modalidad de legislación delegada ha sido utilizada en algunas ocasiones para regular institutos
del Derecho Tributario. Así, durante mucho tiempo las Haciendas Locales estuvieron reguladas a
través de textos articulados, primero por el Decreto de 24 de junio de 1955 (que era, a la vez, un texto
articulado y refundido), y después por el Real Decreto 3.250/1976, de 30 de diciembre (que
desarrolló la Ley de Bases de Régimen Local 41/1975, de 19 de noviembre). También, durante algún
tiempo, el procedimiento económico-administrativo se reguló a través de un texto articulado,
aprobado por el Real Decreto Legislativo 2.795/1980, de 12 de diciembre, disposición que fue
derogada por la LGT de 2003.
B) Los Textos refundidos
Los Textos refundidos son la segunda modalidad que puede revestir la delegación
legislativa. En ella, el Gobierno se limita a estructurar en un único texto las disposiciones
que ya se encuentran vigentes, dispersas en una pluralidad de textos normativos. La ley
delegante deberá especificar si el Gobierno se debe limitar a la mera elaboración de un
texto único o si podrá también regularizar, aclarar y armonizar los textos legales que han de
ser refundidos (art. 85.5 CE). Aunque en este último supuesto las posibilidades operativas
del Gobierno son más amplias, no hay que perder de vista que el ordenamiento a refundir
constituye un límite infranqueable a la acción del Gobierno.
Esta modalidad de delegación legislativa ha sido profusamente utilizada en el Derecho Financiero y
Tributario. Hubo una época (en los años sesenta y setenta) en que todos los tributos estatales estaban
regulados a través de textos refundidos (dictados todos ellos en cumplimiento de la Ley 41/1964, de
11 de junio, de reforma del sistema tributario). En la actualidad se rigen mediante Textos refundidos
los impuestos aduaneros (Real Decreto Legislativo 1.299/1986, de 28 de junio); el ITP (Real Decreto
Legislativo 1/1993, de 24 de septiembre); el IRNR (Real Decreto Legislativo 5/2004, de 5 de marzo);
y las Haciendas Locales (Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo).
3. LA FISCALIZACIÓN DE LA DELEGACIÓN LEGISLATIVA
La posibilidad de que los jueces puedan fiscalizar el uso que el Gobierno ha hecho de la
delegación legislativa concedida es algo unánimemente aceptado, dada su explícita
formulación por el art. 82.6 CE que admite, sin perjuicio de la competencia propia de los
Tribunales, fórmulas de control establecidas por las leyes de delegación.
Esta fiscalización judicial la pueden realizar tanto el Tribunal Constitucional como los Tribunales
ordinarios. El Tribunal Constitucional puede fiscalizar el ejercicio de la delegación legislativa bien
mediante un recurso de inconstitucionalidad [art. 161.a) CE], bien mediante el conocimiento de una
cuestión de inconstitucionalidad (art. 163 CE).
También el Tribunal Supremo ha admitido reiteradamente la fiscalización judicial de los decretos
legislativos. [Vid., entre otras muchas, las Sentencias de 19 de junio de 2001 (RJ 2001\7242), 15 de
julio de 2008 (RJ 2008\4416) y 17 de julio de 2009 (JUR 2009\360217).]
En los casos en que los Decretos Legislativos se extralimiten del contenido prefijado por la
ley delegante, deben reputarse como nulos, puesto que, vigente la Constitución de 1978, no
cabe atribuir carácter de mera disposición administrativa a los preceptos delegados ultra
vires, que deberán considerarse simplemente nulos. La explicación de ello es clara: el
principio de legalidad despliega unos efectos tales que no existe poder reglamentario
independiente.
Al margen de la fiscalización judicial, la Constitución admite que las leyes de delegación puedan
establecer fórmulas adicionales de control. Estas fórmulas se concretan básicamente en la ratificación
por las Cortes del contenido del Decreto
Legislativo. Dicha ratificación sana los posibles errores que el Gobierno hubiera podido cometer al
elaborar el Decreto Legislativo. El procedimiento para ello está previsto en el art. 153 del
Reglamento del Congreso.
Debemos destacar, por último, que el art. 86.1 LGT ordena al Ministerio de Hacienda la
difusión anual (dentro del primer trimestre del año) de los textos actualizados de las
normas estatales con rango de Ley y Real Decreto en materia tributaria. Es evidente que
tales textos no tienen ni el significado ni el valor de los Decretos Legislativos. Su único
valor, que no es poco dada la dispersión legislativa en esta materia, es meramente
didáctico.
Por lo que se refiere a la publicación de los textos actualizados, debemos reconocer que la norma se
está cumpliendo. Basta para ello acudir a la página web del Ministerio. También hay que decir, en
honor a la verdad, que, aunque sea de forma restringida y con una periodicidad variable, el Ministerio
publica de forma tradicional (en libros) la normativa vigente en algún sector del ordenamiento
tributario.
Por su parte, el Boletín Oficial del Estado publica periódicamente el texto consolidado de las normas
tributarias más importante, pero asimismo con carácter informativo y sin valor jurídico.
VI. LA POTESTAD LEGISLATIVA DE LAS COMUNIDADES
AUTÓNOMAS
1. LA LEY
Las Comunidades Autónomas gozan de potestad legislativa en todas aquellas materias
sobre las que tienen atribuidas competencias. La Ley regional tiene, lógicamente, los
mismos caracteres que la Ley aprobada por Cortes Generales. Sin embargo, como ha
señalado J. PÉREZ ROYO, existen ciertas notas que confieren una evidente singularidad a
las Leyes autonómicas. Son las siguientes:
a) El concepto de Ley regional no tiene un alcance exclusivamente formal —acto aprobado
por el Legislativo—, sino que es también un concepto material —su contenido está
determinado por las competencias asumidas por la Comunidad Autónoma—.
De ello se deriva una consecuencia fundamental: las relaciones entre las Cortes Generales
y la Ley regional no se rigen por el principio de jerarquía, sino por el principio de
competencia.
Ésta es una consecuencia de la articulación del Estado en distintas Comunidades Autónomas. Y, al
mismo tiempo, constituye una nota esencial del sistema de fuentes vigente tras la entrada en vigor de
la Constitución de 1978.
b) Existen ciertos principios que vinculan muy directamente a las Asambleas regionales:
unidad de la nación española, igualdad, solidaridad, limitación territorial de sus efectos y
respeto al principio de libre circulación de personas y bienes. Ahora bien, como ha
señalado el Tribunal Constitucional, las Leyes de las Comunidades Autónomas no serán
inconstitucionales por regular materias afectadas por tales principios, sino sólo por vulnerar
su contenido.
c) De acuerdo con el art. 161.2 CE, cuando el Gobierno impugne las Leyes regionales se
produce automáticamente la suspensión de la disposición impugnada, aunque el Tribunal
deberá ratificar o levantar la suspensión en un plazo no superior a cinco meses. Dicha
suspensión no se produce cuando se impugna una Ley aprobada por las Cortes Generales.
2. EL DECRETO-LEY
Hasta hace muy poco se había entendido que la obligación de cumplir los requisitos que
hemos examinado, en especial la exigencia de una urgente necesidad, vedaba la posibilidad
de que los gobiernos de las CCAA pudieran dictar DecretosLeyes. Así, en los Proyectos de
Estatutos de Autonomía de Cataluña y el País Vasco se contempló la posibilidad de que
tales Comunidades aprobaran Decretos-Leyes, pero finalmente se rechazó tal posibilidad.
Ahora bien, los Estatutos de Autonomía vigentes admiten la posibilidad de que los
gobiernos autonómicos puedan dictar Decretos-Leyes.
Así, el art. 44.4 del Estatuto de la Comunidad de Valencia permite al Consell dictar Decretos-Leyes
cuando se dieren los requisitos previstos en el art. 86 CE; y lo mismo establecen los arts. 64 del
Estatuto catalán y 110 del Estatuto de Andalucía. Disposiciones similares se contienen en los
Estatutos de Aragón (art. 44), Baleares (art. 49), Canarias (art. 25) y Castilla y León (art. 25.4).
3. EL DECRETO LEGISLATIVO
Los preceptos dedicados por la Constitución a la regulación de la delegación legislativa
nada dicen sobre su admisibilidad en el ámbito de las Comunidades Autónomas. Sin
embargo, existen diversos elementos que inducen a admitir la posibilidad de que la
delegación legislativa sea también admisible en el ámbito autonómico.
En primer lugar, una consideración de pura lógica normativa: si la delegación legislativa
encuentra su razón de ser en la conveniencia de que el Ejecutivo colabore con el
Legislativo en la regulación de una materia que, por su complejidad técnica, requiere dicha
colaboración, no se ve cuál pueda ser la razón para que esa circunstancia no concurra
también en el ámbito territorial de las Comunidades Autónomas.
En segundo término, negar la admisibilidad de la delegación legislativa en el ámbito
autonómico entraña, en nuestra opinión, una clara tergiversación de lo que es la propia
esencia de la delegación legislativa.
A la misma conclusión debemos llegar si tenemos en cuenta ciertas normas y pronunciamientos de
los Órganos constitucionales:
a) Casi todos los Estatutos de Autonomía admiten y regulan esta figura.
b) El art. 27 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional da por supuesta la admisibilidad de la
delegación legislativa en el ámbito autonómico, al establecer que son susceptibles de declaración de
inconstitucionalidad las leyes, actos y disposiciones normativas con fuerza de Ley de las
Comunidades Autónomas, con la misma salvedad formulada en el apartado b) respecto a los casos de
delegación legislativa. El apartado b) alude a las posibles fórmulas de control del uso de la
delegación legislativa distintas de la intervención de los Tribunales (art. 82 CE), cuestión a la que ya
nos hemos referido.
VII. EL REGLAMENTO
1. CONCEPTO Y FUNDAMENTO DE LA POTESTAD REGLAMENTARIA
Por Reglamento entendemos toda disposición de carácter general que, aprobada por el
poder ejecutivo, pasa a formar parte del ordenamiento jurídico, erigiéndose en fuente del
Derecho.
Tanto la nota de generalidad como su calificación como fuente del Derecho son caracteres
que concurren también en la Ley, pero mientras ésta no está sujeta más que a la
Constitución, el Reglamento tiene un doble límite, la Constitución y las Leyes.
El distinto origen de la potestad legislativa y de la reglamentaria sirve también para
precisar con exactitud cuáles son las relaciones entre Ley y Reglamento. Y en este punto se
manifiesta claramente un principio: el Reglamento se encuentra absolutamente sujeto y
condicionado por la Ley, en varios sentidos:
a) En primer lugar, el ejercicio de la potestad reglamentaria no puede manifestarse en la
regulación de materias que estén constitucionalmente reservadas a la Ley.
b) En segundo término, el Reglamento no podrá ir directa ni indirectamente contra lo
dispuesto en las Leyes, aun cuando se trate de materias no reservadas constitucionalmente
a la Ley, por aplicación del principio de preferencia de Ley.
c) Por último, cuando el Reglamento se dicte en desarrollo de una Ley deberá atenerse
fielmente a los dictados de ella.
En síntesis, el Reglamento y la Ley, aun siendo fuentes del Derecho, presentan entre sí las
diferencias que son propias del poder del que emanan:
a) La Ley es una norma primaria, sólo condicionada por la Constitución, expresión de la
voluntad general y manifestación explícita del denominado «principio democrático» en la
configuración de las fuentes del Derecho.
b) El Reglamento, por el contrario, constituye una norma general, pero con un alcance
doblemente condicionado —por la Constitución y por las Leyes— y representa la
subsistencia del denominado principio monárquico, reminiscencia del Antiguo Régimen,
que ha adquirido carta de naturaleza en el ordenamiento constitucional.
También existen ciertas relaciones de semejanza y algunas diferencias esenciales entre el
Reglamento y los actos administrativos:
a) Son semejantes porque, al igual que los actos administrativos, también el Reglamento es
un acto de la Administración —aunque, como vamos a ver de inmediato, en la mayor parte
de los supuestos el acto administrativo emana de un órgano unipersonal de la
Administración, mientras que la potestad reglamentaria, en el Derecho español, está
atribuida, en principio, al Gobierno—.
b) Son diferentes porque el Reglamento se integra en el ordenamiento jurídico, esto es
constituye una fuente del Derecho, mientras que los actos administrativos son actos
ordenados, que no se integran en el ordenamiento jurídico en cuanto tal, sino que son sólo
una consecuencia de la aplicación de este mismo ordenamiento jurídico.
c) Y son también diferentes porque, como han expuesto GARCÍA DE ENTERRÍA y TOMÁS
RAMÓN FERNÁNDEZ, la eficacia de un acto administrativo se agota al ser dictado,
mientras que el reglamento (como norma general) mantiene su eficacia de manera
indefinida, hasta que desaparece por algunas de las causas previstas en Derecho (sobre
todo, por su derogación).
2. EL EJERCICIO DE LA POTESTAD REGLAMENTARIA
A) Ideas generales
El estudio del Reglamento ha comportado tradicionalmente el examen de tres cuestiones: la
competencia para dictarlos, sus límites materiales y la posibilidad de su control. Son
cuestiones, todas ellas, cuyo examen detallado corresponde a la teoría general del Derecho
público, por lo que no haremos otra cosa que apuntar los aspectos más relevantes desde la
perspectiva de nuestra disciplina:
a) Por lo que se refiere a la primera de las cuestiones, en el ámbito estatal, la potestad
reglamentaria, esto es, la competencia para dictar Reglamentos, se atribuye expresamente
al Gobierno, y nada más que al Gobierno (art. 97 CE). Estas afirmaciones tienen una gran
trascendencia en el ámbito de nuestra disciplina y serán examinadas más adelante.
b) En cuanto a la segunda, la Constitución y las Leyes, como señala el art. 97 CE, se erigen
en límites infranqueables al ejercicio de la potestad reglamentaria. La primacía de una y
otras frente a la potestad reglamentaria se refuerza con una serie de principios también
recogidos en la CE (art. 9), como son los de legalidad, jerarquía normativa, seguridad
jurídica, responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, en
especial este último, como ha puesto de relieve la doctrina.
c) En fin, el control de la potestad reglamentaria está atribuido, con carácter general, a los
Tribunales de Justicia y, en determinados supuestos, al propio Tribunal Constitucional.
Así, de acuerdo con el art. 106 CE, «Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad
de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican». Ello
concuerda plenamente con el art. 1 de la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-
administrativa, que establece que la jurisdicción contencioso-administrativa conocerá de las
pretensiones que se deduzcan en relación con los actos de la Administración Pública sujetos al
Derecho administrativo y con las disposiciones de categoría inferior a la Ley.
Debe recordarse que, de acuerdo con lo dispuesto en los arts. 25 y 26 de la Ley reguladora de la
jurisdicción contencioso- administrativa, se pueden impugnar tanto las disposiciones de carácter
general (esto es, los Reglamentos), como los actos que se produzcan en aplicación de ellas. En la
primera modalidad (que suele denominarse recurso directo), se demanda, sin más, la nulidad del
Reglamento. En la segunda (recurso indirecto), puede solicitarse tal nulidad como procedimiento
para combatir la corrección del acto administrativo dictado. El art. 27 de la misma Ley establece el
procedimiento que se sigue cuando el recurso indirecto finalice con la declaración de nulidad de un
Reglamento.
Esta fiscalización en vía contenciosa no constituye la forma exclusiva de combatir los
Reglamentos. La Constitución (art. 161.2) establece que el Tribunal Constitucional es
competente para conocer de las impugnaciones que el Gobierno realice contra las
«disposiciones y resoluciones adoptadas por los órganos de las Comunidades Autónomas».
B) La potestad para dictar Reglamentos en el ordenamiento financiero estatal
Una vez delimitados los aspectos esenciales de la potestad reglamentaria en el Derecho
español, conviene hacer referencia a algunas cuestiones que tienen relevancia en el ámbito
del ordenamiento financiero, en particular la determinación del titular de tal potestad.
La cuestión no es baladí, pues se trata de determinar, nada menos, el valor normativo de la ingente
cantidad de disposiciones de todo rango (Órdenes, Resoluciones, Circulares, etc.) que aparecen todos
los días en el BOE con la intención de regular extremos, en ocasiones de enorme relevancia, del
Derecho Tributario o del Derecho Presupuestario.
El problema se plantea porque el art. 97 CE atribuye expresamente la titularidad de la
potestad reglamentaria únicamente al Gobierno, con lo cual cabe la duda de si algún otro
órgano de la Administración (en nuestro caso el Ministro de Hacienda) también detenta tal
potestad. Veamos la cuestión con algún detenimiento.
Ante todo, debemos indicar que el art. 97 CE otorga al Gobierno una potestad
reglamentaria que podemos denominar originaria, potestad que por ello no necesita ser
revalidada o recordada en cada momento. Por esta razón, deben considerarse reiterativas e
inútiles, en cuanto no añaden un plus de capacidad y competencia, las normas de rango
legal que encomiendan su desarrollo al Gobierno.
Ahora bien, no parece que con ello se agoten las posibilidades de ejercicio de las
competencias reglamentarias, como la práctica se encarga de recordarlo de modo
constante. Sobre esta cuestión debemos indicar lo siguiente:
a) En nuestra opinión, es posible que órganos administrativos distintos del Gobierno
ejerzan potestades reglamentarias, siempre que estén específicamente habilitados para ello
por una Ley. A esta potestad reglamentaria se la puede denominar derivada, para
distinguirla de la que la CE atribuye al Gobierno.
Esta doctrina tiene un claro respaldo jurisprudencial. Así, en la STC 185/1995, de 14 de diciembre, se
lee: «La atribución genérica de la potestad reglamentaria convierte al Gobierno en el titular
originario de la misma, pero no prohíbe que una Ley pueda otorgar a los ministros el ejercicio de
esta potestad con carácter derivado o les habilite para dictar disposiciones reglamentarias
concretas, acotando y ordenando su ejercicio.»
b) En el ámbito tributario esta potestad reglamentaria derivada se encuentra reconocida
expresamente (y de forma reiterativa, podríamos añadir) en el art. 7.1.e), segundo párrafo,
LGT.
En términos generales, se atribuye la potestad reglamentaria a los Ministros en los arts. 4.1.b) de la
Ley 50/1997, de 27 de noviembre, de Organización, competencia y funcionamiento del Gobierno, y
61.a) de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen jurídico del sector público.
c) La característica fundamental de la potestad reglamentaria derivada es que no puede ser
presumida, como sucede con la reconocida al Gobierno, sino que debe ser atribuida de
forma pormenorizada e individualizada por medio de una Ley.
d) Aunque puede plantear el que el reconocimiento de la potestad reglamentaria a los
Ministros se realice en una norma también de rango reglamentario, lo cierto es que esta
posibilidad está reconocida de forma expresa en el art. 7.1.e), segundo párrafo, LGT, que
acabamos de citar.
Así pues, y por concluir, de acuerdo con estas ideas adquieren sentido y corrección
constitucional las atribuciones de competencias reglamentarias que las normas tributarias
realizan en favor de órganos administrativos diferentes al Gobierno.
VIII. LA POTESTAD REGLAMENTARIA DE LAS COMUNIDADES
AUTÓNOMAS Y ENTIDADES LOCALES
Las Comunidades Autónomas tienen potestades legislativas y, consiguientemente, son
también titulares de la potestad reglamentaria. Tal potestad puede ejercitarse bien en
desarrollo de leyes propias y con sujeción a lo dispuesto en ellas o bien en desarrollo de las
bases contenidas en la normativa estatal, entendiendo por bases —como hizo el Tribunal
Constitucional en su Sentencia de 28 de enero de 1982— no las leyes de bases o leyes
marco, sino aquellas que contienen los principios o criterios básicos que, estén o no
formulados como tales, racionalmente se deducen de la legislación vigente.
El TC, en Sentencias 69 y 80, de 19 y 28 de abril de 1988, ha precisado la conveniencia de que las
normas básicas tengan rango formal de ley.
Por su parte, el TS ha considerado que, en estos casos, las CCAA no están desarrollando una Ley
(función tradicional de los reglamentos), sino ejercitando una competencia propia (así, en la S. de 28
de noviembre de 1999, Ar. 8811).
La titularidad de esa potestad reglamentaria está atribuida expresamente en los distintos
Estatutos de Autonomía a los respectivos Consejos o Gobiernos autónomos. Muchos de
esos Estatutos prevén
la atribución de potestad reglamentaria doméstica a los distintos Consejeros.
El ejercicio de la potestad reglamentaria autonómica y los medios de impugnación de la
misma siguen, con carácter general, las líneas trazadas al analizar la potestad reglamentaria
en el ámbito de la Administración Central.
Hasta tal punto es ello así que el Tribunal Supremo, al igual que ha hecho con actos de desarrollo
reglamentario dictados por los Ministros del Gobierno central, ha anulado también Órdenes dictadas
por Consejeros de distintas Comunidades Autónomas, al haber sido dictadas por «órganos
manifiestamente incompetentes para ejercer la potestad reglamentaria, reservada al Gobierno
regional y no a uno de sus miembros» (Sentencias de 6 de marzo de 1990 y 21 de julio 1992).
El análisis de la potestad reglamentaria de las Entidades Locales presenta unos matices
sustancialmente distintos, porque, a diferencia de lo que ocurre con las Comunidades
Autónomas, las Entidades Locales no tienen potestad legislativa, razón por la cual la
potestad normativa reglamentaria adquiere una inusitada relevancia.
Piénsese al respecto que, aunque las Corporaciones Locales no pueden regular los elementos
esenciales de los tributos — cubiertos por el principio de reserva de Ley—, sí podrán acordar su
establecimiento (en los impuestos de carácter potestativo), regular los procedimientos de liquidación
o de recaudación, etc. En materia presupuestaria las competencias son aún más importantes, una vez
que han desaparecido los controles existentes antes de la aprobación de la Constitución (en virtud de
los cuales el Delegado de Hacienda de la Administración del Estado fiscalizaba y aprobaba tanto los
Presupuestos como las Ordenanzas Fiscales), controles que el Tribunal Constitucional —Sentencia
de 2 de febrero de 1981— eliminó, por reputar contrario al principio de autonomía local el
denominado régimen de tutela.
En otro orden de cosas, desde hace tiempo se ha planteado el problema de si las Diputaciones Forales
tienen potestad legislativa, dadas las peculiaridades del régimen tributario foral. La opinión doctrinal
y jurisprudencial se inclinaba por reconocérselo a la Diputación Foral de Navarra, puesto que es un
auténtico parlamento autonómico; pero no a las Diputaciones Forales del País Vasco, por muy
amplias que fueran sus competencias en la materia, lo que llevaba a la conclusión de que sus normas
tributarias tenían siempre carácter reglamentario. Esta era la doctrina contenida, por ejemplo, en las
SSTS de 9 y 20 de diciembre de 2004 (RJ 2005/130 y 652).
Ahora bien, la Ley Orgánica 1/2010, de 19 de febrero, de modificación de las Leyes Orgánicas del
Tribunal Constitucional y del Poder Judicial ha modificado sustancialmente este estado de cosas. De
acuerdo con lo dispuesto en la Ley Orgánica en cuestión, las normas de las Diputaciones forales en
materia tributaria sólo podrán ser enjuiciadas por el Tribunal Constitucional. En otras palabras, se ha
otorgado rango de ley a tales normas forales tributarias.
La STC 118/2016, de 23 de junio, consideró constitucional la Ley de 19 de febrero de 2010, con dos
importantes precisiones:
a) El TC sólo es competente para enjuiciar la eventual contradicción de las Disposiciones forales
tributarias con las normas que integran el bloque de la constitucionalidad definido en el art. 28 LOTC
(con los preceptos constitucionales y estatutarios, de la ley del concierto, de la ley general tributaria o
de las leyes reguladoras de los diferentes tributos del Estado).
b) Las demás cuestiones litigiosas que puedan plantearse sobre la aplicación de tales Disposiciones
forales deben solventarse ante los Tribunales ordinarios (normalmente contencioso-administrativos).
La potestad reglamentaria de las Corporaciones Locales en materia tributaria se ejercerá a
través de Ordenanzas fiscales reguladoras de sus tributos propios —ya creados por el
Estado— y de Ordenanzas generales de gestión, recaudación e inspección. Las
Corporaciones Locales podrán emanar disposiciones interpretativas y aclaratorias de las
mismas.
De conformidad con la Ley sobre Bases del Régimen Local (arts. 47, 49, 65, 70, 107, 108 y
111) y 15 a 19 del Texto refundido regulador de las Haciendas Locales, las fases a través de
las cuales se desarrolla el procedimiento de aprobación de las Ordenanzas son las
siguientes:
a) Aprobación inicial por el Pleno de la Corporación, por mayoría simple.
b) Información pública y audiencia a los interesados por el plazo mínimo de treinta días
para la presentación de reclamaciones y sugerencias. La presentación de reclamaciones no
suspenderá la tramitación de la Ordenanza.
En este caso no puede hablarse propiamente de interposición de reclamaciones, por lo que el término
correcto sería el de observaciones, porque en puridad de términos sólo se pueden impugnar los
reglamentos (y las Ordenanzas fiscales lo son, según lo que venimos diciendo) cuando hayan entrado
en vigor.
c) Resolución de reclamaciones y sugerencias presentadas dentro del plazo anterior y
aprobación definitiva por el Pleno.
d) Publicación del texto íntegro de la Ordenanza en el Boletín Oficial de la Provincia o, en
su caso, de la Comunidad Autónoma uniprovincial.
e) Entrada en vigor, que se producirá el día en que así se prevea en la propia Ordenanza
[pues es una de las menciones que debe tener, según el art. 16.1.c) TRLHL].
No obstante, opinamos que la ausencia de una mención sobre la entrada en vigor de una Ordenanza
fiscal no es una causa de nulidad de la Ordenanza misma. En este caso, se aplicaría la regla general
de la entrada en vigor de las normas tributarias (que estudiamos en otra Lección). Esto es, entrarían
en vigor a los veinte días de su publicación, según prevé el art. 10 LGT, que es aplicable a las
Haciendas Locales (según dispone el art. 1.o TRLHL).
En materia presupuestaria el procedimiento es similar y aparece regulado en los arts. 112
de la Ley de Bases de Régimen Local y 168 y siguientes TRLHL, que examinaremos en su
momento.
IX. LAS DISPOSICIONES INTERPRETATIVAS Y OTRAS
DISPOSICIONES ADMINISTRATIVAS
1. LAS DISPOSICIONES INTERPRETATIVAS
El art. 12.3 LGT contiene una norma peculiar, que no tiene equivalente en otras ramas del
Derecho público español. Establece este precepto lo siguiente:
«En el ámbito de las competencias del Estado, la facultad de dictar disposiciones interpretativas o
aclaratorias de las leyes y demás normas en materia tributaria corresponde al Ministro de Hacienda
y Administraciones Públicas y a los órganos de la Administración Tributaria a los que se refiere el
artículo 88.5 de esta Ley.
Las disposiciones interpretativas o aclaratorias dictadas por el Ministro serán de obligado
cumplimiento para todos los órganos de la Administración Tributaria.
Las disposiciones interpretativas o aclaratorias dictadas por los órganos de la Administración
Tributaria a los que se refiere el artículo 88.5 de esta Ley tendrán efectos vinculantes para los
órganos y entidades de la Administración Tributaria encargados de la aplicación de los tributos.
Las disposiciones interpretativas o aclaratorias previstas en este apartado se publicarán en el
boletín oficial que corresponda.
Con carácter previo al dictado de las resoluciones a las que se refiere este apartado, y una vez
elaborado su texto, cuando la naturaleza de las mismas lo aconseje, podrán ser sometidas a
información pública.»
Son varias las cuestiones que debemos destacar de este precepto:
1) La obligación de la inserción de tales disposiciones interpretativas en el Boletín Oficial
que corresponda es una regla que introduce un marcado confusionismo en esta materia, al
exigirse para una disposición interpretativa que, al menos en línea de en principio sólo
debe ser vinculante para los órganos administrativos, una publicidad generalizada que es
más propia de una norma reglamentaria que de una disposición interpretativa o aclaratoria.
El problema tiene gran trascendencia. Si nos encontramos ante una disposición meramente
interpretativa es evidente que sus efectos se retrotraerán al momento en que entró en vigor la norma
interpretada y, por otro lado, un administrado podrá basar en dicho precepto interpretativo el porqué
de su actuación en un determinado supuesto, quedando exento de responsabilidad por la comisión de
infracciones tributarias.
2) La facultad de dictar disposiciones interpretativas no corresponde en exclusiva al
Ministro (como había sido lo tradicional desde la aprobación de la LGT de 1963), sino que
se extiende también a los órganos de la Administración tributaria que tengan atribuida la
iniciativa para la elaboración de disposiciones en el orden tributario, su propuesta o
interpretación. Detrás de esta fórmula tan alambicada, se esconde, al menos en el ámbito
estatal, la Dirección General de Tributos, pues es la misma expresión que la LGT utiliza
para atribuir la competencia para contestar las consultas tributarias, como veremos en la
Lección correspondiente.
3) Mientras que las disposiciones interpretativas dictadas por el Ministro vinculan, como
hasta ahora, a todos los órganos de la Administración tributaria, las que dicten el resto de
los órganos sólo vinculan a los órganos de la Administración tributaria encargados de la
aplicación de los tributos. Su eficacia se solapa, por tanto, con la de las consultas
vinculantes. Por ello, este tipo de disposiciones pueden ser calificadas como contestaciones
dictadas in abstracto, es decir, sin que sea necesaria una intervención de los administrados
y sin que lo que se interpreta se refiera a un caso concreto.
Por otro lado, las disposiciones interpretativas no pueden vincular a los Tribunales de Justicia. Así lo
recordó, por ejemplo, la STSJ del País Vasco de 17 de septiembre de 2003 (JT 2003\1488).
4) El problema esencial que plantean este tipo de pronunciamientos administrativos radica
en determinar cuál es su naturaleza jurídica, esto es, si tienen o no valor normativo. En
nuestra opinión, estas disposiciones no poseen tal carácter, es decir, no tienen capacidad
para innovar el ordenamiento jurídico. En consecuencia, si a su amparo se dictan normas
jurídicas, sin la debida habilitación legal, deben ser consideradas nulas.
El Auto del TS de 9 de marzo de 2018 (JUR 2018/75203) ha admitido a trámite un recurso de
casación para que la sección correspondiente de la Sala Tercera se pronuncie precisamente sobre esta
cuestión.
2. OTRAS DISPOSICIONES ADMINISTRATIVAS
En el ámbito del Derecho Público, y de modo especial en el Derecho Tributario, los
órganos superiores de la Administración publican con frecuencia documentos, bajo
distintas denominaciones (Circulares, Instrucciones, Resoluciones, etc.), en los que se
interpretan y analizan normas legales o reglamentarias, o se imparten directrices u órdenes
a los órganos jerárquicamente dependientes. Así lo dispone, por ejemplo, respecto de los
Subsecretarios el art. 63.1.d) de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del
Sector Público. En general, hay que negar el carácter normativo de los indicados
documentos, que no deben sino entenderse como la interpretación administrativa del
contenido que deba darse a una determinada norma, sin posibilidad de vincular a los
administrados ni, en mayor medida, a los Tribunales de Justicia.
Este concepto, dogmáticamente claro, ha sido enturbiado con frecuencia en la práctica,
porque con el ropaje externo de una Circular, Instrucción, etc., y sin que la misma aspirara
formalmente a dejar de serlo, la interpretación normativa que la misma contenía ha
alcanzado una gran difusión, afectando de lleno a las relaciones jurídicas entabladas entre
los ciudadanos y los órganos administrativos vinculados por la Circular.
Y, desde luego, es obvio que no es posible reconocer valor normativo alguno a las Notas y
Comunicados que, bajo la denominación de Criterios de carácter general en la aplicación de los
tributos, hace públicos la Administración tributaria con más frecuencia de la deseada. Este tipo de
escritos no tienen fecha ni están suscritos por alguna autoridad o cargo público. Por todo ello, y a
pesar de que se indica que no tienen carácter vinculante, deberían desaparecer por la confusión que
puede plantear en los contribuyentes.
Si bien, se insiste, debe negarse en general el carácter normativo de las disposiciones
mencionadas, es indudable su importancia. En ocasiones pueden llegar a integrar normas
reglamentarias (por ejemplo, aprobar modelos de declaraciones), siempre que la
integración esté expresamente prevista y que la disposición tenga la misma publicidad que
la norma que integra. También, sirven a la seguridad jurídica por cuanto es posible conocer
a priori la opinión de la Administración sobre aspectos, en muchas ocasiones complejos,
del ordenamiento positivo, y, por último, pueden servir para fundamentar una tacha de
desviación de poder si un órgano administrativo se aparta de lo prevenido en tales
disposiciones.
La STS de 23 de mayo de 2006 (RJ 2006\6386) parece reconocer que órganos inferiores al Ministro,
como son los órganos directivos de la AEAT, puedan dictar normas jurídicas. Nos parece más
correcta la postura contraria mantenida en el voto particular que acompaña a la sentencia. En él se
puede leer lo siguiente:
[...] estas afirmaciones están en flagrante contradicción con los principios políticos y jurídicos que
conforman la potestad reglamentaria, que, irremisiblemente, ha de ostentarse por un ente de
naturaleza incuestionablemente pública y política, lo que de ningún modo puede predicarse de la
AEAT [...]
X. EL DERECHO SUPLETORIO DE LAS NORMAS FINANCIERAS 1.
EL DERECHO SUPLETORIO EN EL ORDENAMIENTO TRIBUTARIO
El art. 7.2 de la Ley General Tributaria dispone que «Tendrán carácter supletorio las
disposiciones generales del derecho administrativo y los preceptos del derecho común».
De esta norma se pueden derivar algunas consideraciones. Son las siguientes:
Primero. El ordenamiento tributario está esencialmente encuadrado dentro del denominado
Derecho Público, con toda la relatividad que tiene la distinción entre Derecho Público y
Derecho Privado. Esta adscripción al ordenamiento público es especialmente intensa en lo
que se refiere a los procedimientos a través de los cuales se aplican las normas tributarias.
Y a estos procedimientos deberían aplicarse, no sólo como derecho supletorio, sino incluso
de manera directa e inmediata, las normas contenidas en la Ley 39/2015, de 1 de octubre,
del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas.
El art. 112.4 y la Disp. Adic. 2.a) de esta Ley establecen que los procedimientos tributarios se regirán
por sus normas específicas y, supletoriamente, por lo dispuesto en ella. Con base en estas normas, la
Administración tributaria ha defendido, en la práctica, la inaplicación de la Ley en su ámbito. La
doctrina, por el contrario, ha mantenido, con mejor criterio, que la inaplicación de las normas
administrativas generales a la materia tributaria sólo se produce en los aspectos puramente
procedimentales y sólo cuando exista una norma expresa que regule la cuestión. Aunque se refiere a
un momento previo a la aprobación de la Ley de 1 de octubre de 2015, se puede aplicar a la situación
actual, en todo conforme con lo que hemos defendido, la postura mantenida por la STS de 22 de
junio de 2016 (RJ 2016\4311).
Segundo. Amén de esa supletoriedad específica en los aspectos formales y
procedimentales, hay que señalar, como ya hacía GARCÍA AÑOVEROS, que las normas
generales de Derecho Público son aplicables a la materia tributaria de modo directo, no
sólo con carácter supletorio.
Tercero. La doctrina jurisprudencial recaída en materias de Derecho Público se proyecta
sobre el ordenamiento tributario.
Cuarto. La referencia al Derecho común como elemento normativo supletorio no debe
entenderse como una referencia exclusiva y excluyente al Derecho Civil. El Derecho
común de una determinada institución puede encontrarse en otra rama del ordenamiento,
como pueden ser el Derecho Mercantil o el Derecho del Trabajo.
Quinto. Ello no obstante, debe reconocerse la aspiración, que el propio Código Civil
exterioriza, de convertirse en el prototipo del Derecho común, al señalar que «las
disposiciones de este Código se aplicarán como supletorias en las materias regidas por
otras Leyes» (art. 4.3). Aspiración cuya consistencia va menguando a medida que el
ordenamiento jurídico va regulando las cada vez más complejas y novedosas relaciones
sociales.
2. EL DERECHO SUPLETORIO EN EL ORDENAMIENTO PRESUPUESTARIO
Cuanto ha quedado expuesto puede trasladarse, mutatis mutandis, al ámbito del Derecho
regulador del gasto público. Sólo debemos añadir que, a diferencia de lo que sucede en
materia tributaria, las normas presupuestarias, en especial la LGP, se aplica sólo a la
Hacienda de la Administración Central del Estado y a la de los Organismos públicos
dependientes de éste. Tanto en el caso de las Corporaciones Locales como en el caso de las
Comunidades Autónomas existen ordenamientos sectoriales distintos, aunque informados
en principios análogos a los que recoge la propia Ley General Presupuestaria.
En el caso de las Corporaciones Locales es el Texto refundido de la Ley reguladora de las Haciendas
Locales, aprobado por el Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo, el que contiene el derecho
básico aplicable en la materia. Las Comunidades Autónomas, en algunos casos —Andalucía,
Cataluña, Cantabria, Galicia, País Vasco, o Comunidad Valenciana —, disponen ya de sus propias
Leyes Generales Presupuestarias, bajo distintas denominaciones; en otros estatuyen en las anuales
Leyes de Presupuestos, aprobadas igualmente por sus correspondientes Asambleas Legislativas, el
régimen jurídico presupuestario básico, con frecuentes remisiones a lo dispuesto por la Ley General
Presupuestaria estatal.
Por lo demás, en materia presupuestaria también revisten gran importancia distintas normas
que contienen lo que podría considerarse como el derecho común en la materia
correspondiente, como ocurre, por ejemplo, con el régimen de contratación (Ley 9/2017, de
8 de noviembre, de contratos del sector público), o con la administración y régimen
presupuestario de los bienes integrantes del Patrimonio del Estado (Ley 32/2003, de 3 de
noviembre, de Patrimonio de las Administraciones públicas).
XI. LA COSTUMBRE Y EL PRECEDENTE ADMINISTRATIVO
De acuerdo con el Código Civil (art. 1.3), «la costumbre sólo regirá en defecto de ley
aplicable, siempre que no sea contraria a la moral o al orden público y que resulte
probada. Los usos jurídicos que no sean meramente interpretativos de una declaración de
voluntad tendrán la consideración de costumbre».
Así pues, son tres los requisitos que debe reunir la costumbre para que sea admitida como
fuente del Derecho:
a) No debe existir Ley aplicable al caso.

b) La costumbre no debe ser contraria a la moral ni al orden público. c) La costumbre debe


ser probada.
La necesaria concurrencia de estos tres requisitos hace que sea muy restringida la admisión
de la costumbre como fuente del Derecho. Además de ello, en el ordenamiento financiero
existe un obstáculo insalvable para la aplicación de la costumbre como tal fuente de
Derecho: la primacía de la Ley como fuente normativa, hasta el punto de que incluso los
reglamentos sólo tendrán la
consideración de fuente en la medida en que sean llamados por la Ley a desarrollar las
previsiones contenidas en aquélla. El principio de reserva de Ley, de una parte, y el
principio de legalidad que vincula a la Administración financiera, de otra, se erigen en
obstáculo insalvable para la alegación de la costumbre como fuente del Derecho
Financiero.
Distintos de la costumbre son el uso y el precedente administrativos. Se entiende por uso o
práctica administrativa la reiteración de las conductas y comportamientos por parte de los
órganos administrativos. El precedente administrativo es algo más, es la norma inducida de
varias decisiones de la Administración en el ejercicio de actividades discrecionales y
vinculantes, por tanto, ante supuestos idénticos o, lo que es lo mismo, el criterio decisorio
aplicado reiteradamente por un órgano administrativo.
Pues bien, ni uno ni otro constituyen fuente del Derecho Financiero. Respecto del uso o
práctica no existe ninguna duda por su carácter interno que no llega a trascender en las
relaciones entre la Administración financiera y los ciudadanos. Por lo que se refiere al
precedente es necesario decir lo mismo; en ningún caso puede ser utilizado como
generador de derechos individuales.
XII. LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO
De acuerdo con el art. 1.4 del Código Civil, los principios generales del Derecho se
aplicarán en defecto de ley o costumbre, sin perjuicio de su carácter informador del
ordenamiento jurídico. Este precepto, cuya aplicabilidad en el ordenamiento financiero
deriva de las remisiones al Derecho común mantenidas en el art. 7.2 LGT, suscita la
necesidad de determinar el concepto y eficacia jurídica de tales principios en materia
financiera.
Por lo que se refiere al concepto, como señaló DE CASTRO, la expresión «principios
generales del Derecho» permite comprender todo el conjunto normativo no formulado, o
sea, aquel impuesto por la comunidad que no se manifiesta en forma de Ley o de
costumbre.
Ésta es, afirma, su ventaja respecto de otros términos, como principios de Justicia, principios de
Derecho natural, equidad o razón natural; con ellos se alude también a los demás tipos de normas no
formuladas, principios sociales (tradicionales) y principios políticos, cuya existencia es igualmente
cierta. Unos y otros, a pesar de su distinto origen y naturaleza, coinciden en tener igual significado en
el ordenamiento jurídico, respecto al Derecho formulado, y se caracterizan, del mismo modo, en que
la evidencia de su realidad y eficacia hace innecesaria su concreción en una regla formulada.
Estos principios generales, base sobre la que descansa la organización jurídica, cumplen
una triple función: son fundamento del orden jurídico, orientan la labor interpretativa y
actúan como fuente en caso de insuficiencia de la Ley y de la costumbre.
XIII. LA JURISPRUDENCIA
De acuerdo con el art. 1.6 del Código Civil, la jurisprudencia complementará el
ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal
Supremo al interpretar y aplicar la Ley, la costumbre y los principios generales del
Derecho.
Este precepto, incorporado al Código por la reforma de la Ley de 17 de marzo de 1973 y el
Decreto de 31 de mayo de 1974 —por el que se sanciona con fuerza de Ley el Texto
Articulado del Título Preliminar—, rompió con la tradicional insensibilidad de nuestro
Derecho ante los pronunciamientos de los Tribunales.
1. JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL SUPREMO
La aplicación de lo dispuesto en el art. 1.6 del CC es aplicable al Derecho Financiero y Tributario sin
especialidad alguna, por lo que nos limitaremos a realizar un examen somero de la cuestión:
A) Sólo la doctrina sentada por el Tribunal Supremo puede ser considerada como
verdadera y propia jurisprudencia.
A pesar de lo obvio de la afirmación, parece que todavía debe ser reiterada para que no se olvide. Así
en la STS de 29 de marzo de 2019 (RJ 2019\1307), se puede leer lo siguiente (Fundamento de
derecho segundo): «Convendría que el TEAC se atuviera al sistema de fuentes del ordenamiento
jurídico establecido en el Título Preliminar del Código Civil, atendiendo a la jurisprudencia como
fuente complementaria (art. 1.6 CC.), según el cual «6. La jurisprudencia complementará el
ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al
interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del derecho».
B) La jurisprudencia no es fuente del Derecho en sentido estricto, sino que constituye un
medio para complementar el ordenamiento jurídico, como señala no sólo el precepto
citado, sino también la Exposición de Motivos del Decreto de 1974, que acabamos de citar.
A la jurisprudencia, sin incluirla entre las fuentes, se le reconoce la misión de complementar el
ordenamiento jurídico. En efecto, la tarea de interpretar y aplicar las normas en contacto con las
realidades de la vida y los conflictos de intereses da lugar a la formulación por el Tribunal Supremo
de criterios que, si no entrañan la elaboración de normas en sentido propio y pleno, contienen
desarrollos singularmente autorizados y dignos, con su reiteración, de adquirir cierta trascendencia
normativa. Este valor normativo complementario de la jurisprudencia ha sido reconocido
reiteradamente tanto por el TC (podemos citar, al respecto, las SS 15/1995, de 24 de enero; 31/1995,
de 6 de febrero; 37/1995, de 7 de febrero, y 105/1995, de 3 de julio), como por el propio TS (SS de
12 de junio de 1991, 3 de septiembre y 13 de diciembre de 1992 y de 5 de marzo de 2018 (RJ
2018/1046) entre muchas otras).
El carácter nomofiláctico de la jurisprudencia emanada de las sentencias del Tribunal Supremo se ha
acentuado con la regulación del recurso de casación llevada a cabo por la Disposición final 3.a, uno
de la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de julio, por la que se modifica la Ley Orgánica del Poder Judicial.
Según establece en la actualidad la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (art. 88.1), el
Tribunal Supremo sólo se pronunciará cuando el recurso correspondiente presente un interés
casacional objetivo para la formación de jurisprudencia, trascendiendo por tanto del caso concreto
planteado [art. 88.2.c)].
C) Pese a no ser fuente del Derecho en sentido estricto, sería necio desconocer la
trascendencia real de los pronunciamientos que constituyen jurisprudencia, que en muchos
casos va más allá de esa función de complemento del ordenamiento jurídico, al punto de
innovarlo sustancialmente.
2. JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL
La doctrina contenida en los pronunciamientos del Tribunal Constitucional, emanada del
órgano que es el supremo intérprete del texto constitucional, tiene una importancia que,
como señaló DE OTTO, es, en muchos casos, propia de una función constituyente.
Ello se confirma también por el art. 5.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, al señalar que «la
Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, y vincula a todos los Jueces y
Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos según los preceptos y
principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las
resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos».
No podemos obviar, sin embargo, el cierto abuso que nuestro TC está haciendo de las denominadas
«sentencias interpretativas» lo que provoca más veces de las deseadas un deterioro de la legalidad
tributaria porque el Derecho termina siendo lo que dice el Tribunal y no lo que dicen las normas. Esto
está provocando en algunas ocasiones una cierta perplejidad y no poca confusión. Dicho de otro
modo, en la aplicación del Derecho se ha abandonado el análisis dogmático de la norma por una
especie de positivismo jurisprudencial o, lo que es lo mismo, se ha sustituido la ley como fuente
primaria del Derecho Tributario por las decisiones de los Tribunales, en especial del TC.
3. JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL DE JUSTICIA DE LAS COMUNIDADES EUROPEAS
Los Tratados comunitarios, tanto el Tratado de la Unión Europea (TUE) como el de
Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), han creado un Tribunal de Justicia que tiene
encomendadas muchas funciones y que, según han puesto de relieve GARCÍA DE
ENTERRÍA Y DÍEZ DE VELASCO, le hacen diferente de los Tribunales Internacionales
stricto sensu, aproximándole a los Tribunales internos de los Estados. Así, tiene
encomendada la función exclusiva de garantizar el respeto del Derecho en la interpretación
y aplicación de los Tratados constitutivos de la Unión Europea y de sus normas comunes.
No cabe ninguna duda de que, en el ejercicio de esta función, el Tribunal de Justicia de la
Unión Europea o, mejor dicho, sus sentencias constituyen una fuente complementaria del
Derecho. Puede llegar, incluso, a expulsar del ordenamiento aquellas normas que
contradigan los Tratados, comportándose entonces como un auténtico Tribunal
Constitucional Comunitario.
GARCÍA DE ENTERRÍA ha puesto de relieve que el Tribunal ha asumido una función capital de
integración a través del Derecho, manteniendo y desarrollando la labor comunitaria. Así, desde esta
posición el Tribunal ha puesto en pie una serie de principios y reglas que forman parte hoy día del
Derecho comunitario (la primacía del Derecho comunitario sobre los Derechos nacionales, el
principio del efecto directo de aquél, su invocabilidad directa por todos los ciudadanos europeos, la
teoría de la interpretación teleológica de los Tratados, etc.).
La primacía del Derecho comunitario es recordada con frecuencia por el Tribunal. Podemos
mencionar sobre el particular las Sentencias de 26 de noviembre de 1998 (Asunto C-7/97, Oscar
Bronner GmbH & Co. KG y otros), 29 de abril de 1999 (Asunto C-224/97, Erich Ciola), 24 de marzo
de 2009 (Asunto C-445/06, Danske Slagterier) y 26 de enero de 2010 (Asunto C-118/08, Transportes
Urbanos y Servicios Generales, S.A.L.). Esta primacía ha sido reconocida también por nuestra
jurisprudencia. Podemos citar al respecto la STC 58/2004, de 19 de abril, y la Declaración del TC
1/2004, de 13 de diciembre;
así como las SSTS de 29 de octubre de 1998 (Ar. 7939), 13 de julio de 2004 (RJ 2004/4863) y 11 de
enero y 10 de julio de 2008 (JUR 2008\28673 y RJ 2008\4371).
El principio del efecto directo del Derecho comunitario, que se aplica no pocas veces conjuntamente
con el de su invocación directa por parte de los ciudadanos, es un lugar común en las SSTJCE, de tal
modo que ya no se hace cuestión expresa de ello. Se pueden citar, como ejemplos, las de 11 de enero
de 2001 (Asunto C-1/99, Kofisa Italia Srl), 8 de marzo de 2001 (Asuntos acumulados C-397/98 y C-
410/98), 13 de marzo de 2001 (Asunto C-379/98, PreussenElektra AG), y 6 de noviembre de 2003
(Asunto C-45/01, Christoph-DornieStiftung für Klinische Psycologie).
El Tribunal tiene numerosas competencias y, según cada una de ellas, varía la legitimación
para interponer recursos o plantear cuestiones prejudiciales. Por lo que nos interesa, su
actuación se produce a instancia de las Instituciones comunitarias (en especial la
Comisión), de alguno o algunos de los Estados miembros, o de algún órgano jurisdiccional,
en nuestro caso español. Esta situación provoca, entre otras consecuencias, que su
influencia sobre la aplicación del Derecho español no sea lo relevante que debiera.
En efecto, la función creadora del Derecho del TJCE se pone de relieve, sobre todo, cuando analiza la
adecuación del ordenamiento interno a las normas de la UE. Ello se lleva a cabo cuando resuelve las
cuestiones prejudiciales que le plantean los órganos jurisdiccionales (art. 267 TFUE). No debemos
olvidar que, según establece el párrafo tercero de este artículo, es obligatorio plantear la cuestión
prejudicial si lo piden las partes ante el órgano judicial nacional de última instancia (que será
diferente en cada caso).
No obstante, incluso en este caso un órgano judicial puede rechazar la solicitud de planteamiento de
la cuestión prejudicial si considerase que nos encontramos ante un supuesto de hecho que no plantea
dudas [es la aplicación del llamado principio del acto claro que tiene su origen en la STJUE de 6 de
octubre de 1982 (Asunto 283-81, Cilfit)].
A nuestro entender de manera poco convincente, el TC ha dejado exclusivamente en manos de los
jueces ordinarios la aplicación de la doctrina del acto claro y, por tanto, el planteamiento o no de una
cuestión prejudicial (STC 212/2014, de 18 de diciembre, y Auto 155/2016, de 20 de septiembre,
entre otros pronunciamientos). Ahora bien, la decisión de no plantear la cuestión prejudicial debe ser
el fruto de una exégesis racional de la legislación, esto es, debe ser razonada [STC 37/2019, de 26 de
marzo (JUR 2019\109451)].
XIV. LA CODIFICACIÓN EN EL ORDENAMIENTO FINANCIERO
No cabe la menor duda de que el principio de seguridad jurídica justifica por sí solo la
existencia, en nuestro sector del ordenamiento, de una legislación que sea, cuanto menos,
claramente identificable y que por sí misma repela el confusionismo, tanto en forma de
lagunas o vacíos normativos como de promiscuidad legislativa.
Por lo que respecta al ordenamiento tributario, el deseo de disponer de un texto legal en
que se contuvieran los principios comunes a todos los tributos viene de antiguo. A ello
aspiraba tanto la doctrina como el propio legislador.
Las aspiraciones doctrinales en torno a la codificación cristalizaron en la Ley 230/1963, de 28 de
diciembre, Ley General Tributaria, que ha sido una pieza básica del ordenamiento tributario español
durante cuarenta años. En su art. 1.o se disponía que «la presente Ley establece los principios básicos
y las normas fundamentales que constituyen el régimen jurídico del sistema tributario español».
Esta norma recogía de forma coherente la declaración contenida en su Exposición de Motivos, que
señalaba: «La Ley General Tributaria aspira a informar, con criterios de unidad, las instituciones y
procesos que integran la estructura del sistema tributario, en cuanto no requiera ordenación específica
excepcional. También se propone incorporar a nuestro ordenamiento un esquema de sistematización
de las normas reguladoras de los tributos que oriente la legislación y, en su día, facilite su
codificación.»
Como acabamos de señalar, el papel trascendental desempeñado por la Ley General Tributaria ha
sido incuestionable. Piénsese que la ausencia de una norma constitucional, en sentido estricto, obligó
a la legislación ordinaria a establecer criterios y principios cuyo contenido era más propio de un texto
constitucional que de una ley ordinaria, cuya jerarquía normativa no era —fuesen cuales fueren sus
aspiraciones— superior a cualquiera otra ley ordinaria.
Con el transcurso de los años, varias circunstancias actuaron de consuno para provocar el
vaciamiento de gran parte de la Ley General Tributaria. Entre ellas:
a) La aprobación de la CE en 1978, pues muchas de las previsiones en ella contenidas no tienen
reflejo alguno en la LGT (el reconocimiento de las CCAA como sujetos activos del poder tributario;
la ordenación de la delegación legislativa, etc.).
b) La reforma de la estructura del sistema tributario, que hizo aparecer ciertos institutos, como el del
retenedor tributario, cuya regulación no encontraba encaje en la ordenación dada por aquélla a los
sujetos pasivos del tributo.
c) La generalización de la autoliquidación como sistema para determinar la cuantía de los tributos, en
detrimento del de liquidación administrativa, único contemplado en la LGT.
d) La aprobación de determinadas reformas de categorías no estrictamente tributarias, que vaciaron
de contenido las previsiones contenidas sobre el particular en la misma Ley. Es, por ejemplo, lo que
ocurrió con los delitos e infracciones de contrabando (regulados actualmente por la LO 12/1995, de
12 de diciembre, y por el RD 791/1983, de 16 de febrero, vigente en lo que no se oponga a aquélla).
Todo ello obligó a modificar la LGT en muchas ocasiones, bien a través de específicas leyes de
reforma (como las Leyes 10/1985, de 26 de abril; 25/1995, de 20 de julio, o 1/1998, de 26 de
febrero); bien a través de preceptos singulares contenidos en leyes de la más dispar filiación (Leyes
de Presupuestos, Ley de Disciplina e Intervención de las Entidades de Crédito, Código Penal, etc.).
Después de bastantes intentos fallidos, se aprobó, por medio de la Ley 58/2003, de 17 de
diciembre, la nueva Ley General Tributaria.
Se trata de una Ley larga y detallada (con 249 artículos, catorce disposiciones adicionales,
cinco transitorias, una derogatoria y cinco finales), mucho más amplia que la vigente hasta
entonces. Desde un punto de vista general, conviene destacar algunos de sus aspectos más
llamativos:
a) La extensión de la LGT obedece a que, por un lado, se regulan ciertos institutos
jurídicos que no tenían reflejo en la Ley de 1963; y, por otra parte, al hecho de que
preceptos que antes se encontraban en normas de rango reglamentario han sido
incorporados al texto legal. Esta circunstancia se puede observar, sobre todo, en la parte
dedicada a regular los procedimientos tributarios, como por otra parte era de esperar.
b) La Ley resulta plausible porque reúne en una sola norma los preceptos, sobre todo
referidos a la aplicación de los tributos, que se habían ido dictando de manera fragmentaria
y asistemática. De esta forma se da cumplimiento a una petición unánime de la doctrina.
c) La LGT plantea dudas sobre su ámbito de aplicación material (como también los
planteaba la de 1963). La vigente Ley nació, como su antecesora, con una vocación de
aplicación general a todas las Administraciones territoriales, como se desprende de algunos
preceptos que, de modo expreso, excluyen la aplicación de ciertas reglas a las
Comunidades Autónomas y a los Entes Locales. Si esto es así, se echa en falta una norma
en la que se justifique el título competencial del Estado en la materia, que posiblemente
podría encontrarse con facilidad en el art. 149.1.14.a de la Constitución.
d) La Exposición de Motivos del Proyecto de Ley señala que su estructura es más detallada
y sistemática que la de la norma que ha venido a sustituir. De lo primero ya hemos dicho
algo; y en cuanto a lo segundo, y sin perjuicio de un análisis más detallado, parece que ello
deriva de la separación, aún más radical que antes, entre los aspectos sustanciales y
procedimentales de los institutos que regula. En algunas ocasiones esto puede estar
justificado, pero en otras muchas, como se justifica sobradamente a lo largo de este
Manual, ello no tiene razón de ser, porque tales aspectos sustanciales no pueden disociarse
de los procedimientos a través de los cuales las Administraciones competentes exigen los
tributos.
La Ley 34/2015, de 21 de septiembre, modificó de manera sustancial la LGT, de tal manera que
podría decirse, sin exageración alguna, que provocó su desmantelamiento formal. Así, en muchas
ocasiones, los artículos debieron duplicarse o triplicarse para que no se perdiera la numeración inicial
e, incluso, en no pocas veces, debió alterarse de manera profunda el orden sistemático de la propia
LGT para evitar que la numeración de los artículos tuviera que repetirse hasta una decena de veces. A
la vista de ello, sería deseable la aprobación de un Texto refundido que hiciera recobrar a la LGT el
orden que tenía, por cierto el más acertado dentro de las normas tributarias vigentes, que no se
caracterizan precisamente por su rigor sistemático.
Por lo que se refiere a la ordenación del gasto público también se ha sentido de antiguo la
necesidad de reunir en un texto legal único las normas del Derecho Presupuestario. Ahora
bien, en este caso la uniformidad no puede ser tan completa como la que es posible
defender en el orden tributario. La autonomía política de Comunidades Autónomas y
Corporaciones Locales se proyecta con una especial intensidad en este ámbito, de tal modo
que, dejando a salvo los criterios unitarios en materia de política económica (a lo que se
dedica hoy día la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y
Sostenibilidad Financiera), es necesario aceptar la diversidad en el ámbito presupuestario
de las distintas Administraciones Públicas españolas.
Limitando nuestro examen a la disciplina del Derecho Presupuestario estatal, los hitos normativos
que debemos tener en cuenta son los siguientes:
a) La Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda Pública, de 1 de julio de 1911. Durante
décadas desempeñó un importante papel en la materia, actuando a modo de norma codificadora en la
que encontraban reflejo los principios tradicionales del orden presupuestario.
b) La Ley 11/1977, de 4 de enero, General Presupuestaria, acorde con las circunstancias en que se
encontraba el Estado (tanto la Administración Central como sus Organismos Autónomos).
c) El Real Decreto Legislativo 1.091/1988, de 23 de septiembre, que aprobó el Texto refundido de la
Ley General Presupuestaria. Su aprobación obedeció a varias razones: sistematizar las continuas
modificaciones que había sufrido la LGP de 1977; adecuar la disciplina presupuestaria a la nueva
configuración del Estado establecida por la Constitución, y a la extensión del ámbito de los
Presupuestos Generales del Estado dispuesta por el art. 134 del propio texto constitucional; acoger
las nuevas técnicas presupuestarias aplicadas por la Administración, etc.
La Ley 47/2003, de 26 de noviembre, aprobó la nueva Ley General Presupuestaria. Según
su exposición de motivos, las finalidades perseguidas con su aprobación fueron, entre
otras, las siguientes:
a) Adecuar la normativa presupuestaria estatal al marco general de equilibrio
presupuestario de las Administraciones Públicas territoriales.
b) Adaptar las normas presupuestarias a las nuevas funciones asumidas por las demás
Administraciones territoriales (CCAA y Corporaciones Locales), así como al nuevo marco
de la Unión Económica y Monetaria Europea.
c) Adoptar las modernas técnicas de presupuestación, control y contabilidad de la gestión
pública.
d) Sistematizar, una vez más, en un texto único las continuas modificaciones introducidas
en la LGP vigente desde 1988.
 
TEMA 7: LOS INGRESOS PÚBLICOS
I. LOS INGRESOS PÚBLICOS: CONCEPTO Y CARACTERES
Se entiende por ingreso público toda cantidad de dinero
percibida por el Estado y los demás entes públicos, cuyo
objetivo esencial es financiar los gastos públicos.
Varias son las notas que definen el concepto de ingreso
público.
a) El ingreso público es siempre una suma de dinero. En
consecuencia, no son ingresos públicos:
1) Las prestaciones in natura de las que también son acreedores los entes
públicos y que, aun estando justificadas por la necesidad de satisfacer
determinadas necesidades públicas, no adoptan la forma de recursos
monetarios, sino la de prestaciones en especie o prestaciones personales.
El paradigma de la prestación in natura o personal es el servicio militar (art.
30 CE) que, con diversas excepciones legales y hasta el año 2001, se
impuso obligatoriamente a todos los españoles varones. Este ejemplo sirve
perfectamente para observar las diferencias existentes entre estas
prestaciones y los ingresos públicos.
2) Tampoco pueden calificarse como ingresos públicos los bienes
adquiridos mediante expropiación forzosa o confiscación, por ejemplo.
b) Percibida por un ente público.
El calificativo de público hace referencia al titular del ingreso, no al
régimen jurídico aplicable al ingreso, ya que existen ingresos públicos
regulados por normas de Derecho público (el caso más claro es de los
ingresos tributarios), e ingresos públicos cuya disciplina se contiene
esencialmente en normas claramente adscritas al ordenamiento privado (por
ejemplo, los ingresos obtenidos por la enajenación de títulos representativos
de la participación en el capital de sociedades mercantiles, como las
acciones, que sean propiedad del Estado).
c) Tiene como objetivo esencial financiar el gasto público.
El ingreso público se justifica, básicamente, por la
necesidad de financiar los gastos públicos, finalidad que se
ha asociado tradicionalmente a la concepción de la
actividad financiera como una actividad instrumental,
dirigida a poner al servicio de la Administración unos
ingresos con los que ésta pudiera realizar directamente la
satisfacción de los fines públicos (de donde deriva el
carácter final o inmediato de la actividad administrativa).
Sin embargo, las funciones que la Hacienda Pública debe cumplir en la
actualidad aconsejan atemperar la nota de instrumentalidad. El
reconocimiento de que los ingresos públicos pueden tener otras finalidades
distintas de la financiación de los gastos no es algo nuevo. Se encontraba ya
en el art. 4 de la LGT de 1963, y en la regulación de las Haciendas Locales
de los años cincuenta del siglo pasado, que recogían varias figuras bajo la
denominación genérica de tributos con fines no fiscales. En la actualidad, el
art. 2.1, segundo párrafo, LGT sigue recogiendo el mismo principio [así se
recuerda, por ejemplo, en las SSTS de 26 de abril de 2005 (RJ 5729), y 17
de febrero, 19 de junio y 10 de julio de 2014 (RJ 2014\1636, 4237 y 3633);
5 y 11 (dos) de junio y 1 de diciembre de 2015 (RJ 2015\3160, 2932, 2935
y 6332 respectivamente), y de 8, 9, 15 y 30 de marzo de 2016 (RJ
2016\1396, 2185, 2188 y 2191, respectivamente], entre otras muchas.
Por otra parte, el objetivo de financiar las necesidades públicas es lo que
distingue los ingresos públicos de otros ingresos dinerarios, las sanciones
pecuniarias. Éstas, aunque una vez recaudadas coadyuvan a la satisfacción
de los gastos públicos, tienen como razón de ser la represión de los
comportamientos antijurídicos (así se afirma en las SSTS de 26 de abril de
2005, que acabamos de mencionar, y 10 de febrero de 2010 (RJ 2010\1319).
Si el objetivo básico del ingreso es propiciar la cobertura
del gasto, sólo habrá ingreso público cuando el ente que
recibe aquél tenga sobre el mismo plena disponibilidad,
esto es, cuando ostente título jurídico suficiente para
afectarlo al cumplimiento de sus fines. De ello deriva que
no pueden calificarse como ingresos públicos aquellas
cantidades que obran en poder de los entes públicos como
consecuencia de títulos jurídicos que no permiten su libre
disponibilidad. Tal sería, por ejemplo, el caso de las
fianzas, depósitos o cauciones constituidos en la Caja
General de Depósitos. Al no haber títulos de dominio no
puede hablarse de un ingreso público en sentido estricto.
II. CLASIFICACIÓN DE LOS INGRESOS PÚBLICOS
Los ingresos públicos pueden ser clasificados tomando en
cuenta diversos criterios, algunos de los cuales tienen
reflejo legal y otros son admitidos por la doctrina sólo a
efectos convencionales. Los más relevantes son los
siguientes:
a) Ingresos de Derecho público y de Derecho privado.
El criterio distintivo de esta clasificación (que se recoge en
el art. 5.2 LGP) se encuentra en la pertenencia de las
normas reguladoras de un determinado ingreso al
ordenamiento público o al privado. En el primer caso, se
aplican normas del Derecho público y la Administración
Pública goza de las prerrogativas y poderes que son
propios de los Entes públicos (por ejemplo, derechos de
prelación y preferencia frente a otros acreedores, afección
de bienes, presunción de legalidad de los actos
administrativos, ejecutividad de estos mismos actos, etc.,
según puede deducirse del art. 10.1 LGP). En el segundo,
se aplican las normas de Derecho privado porque priman
sus principios propios, que regulan relaciones entre iguales
(aunque con algunos matices importantes) (art. 19 LGP).
Para terminar de precisar la distinción podemos hacer algunas
consideraciones:
1) Son ingresos de Derecho público los tributos, los ingresos derivados de
monopolios, las prestaciones patrimoniales de Derecho público (con las
precisiones que haremos más adelante) y los ingresos procedentes de la
Deuda pública; e ingresos de Derecho privado los derivados de la
explotación de bienes patrimoniales, incluidos los que proceden de
actividades mercantiles e industriales realizadas por entes públicos.
2) La misma distinción se recoge en las normas que regulan las Haciendas
de las distintas Comunidades Autónomas.
3) En el ámbito local, los arts. 2.o, apartado 2; 3.o y 4.o TRLHL
reproducen, casi literalmente, la misma clasificación. Así, el primero alude
a los ingresos de Derecho público, y los dos últimos a los que se rigen por
el Derecho privado.
b) Ingresos tributarios, monopolísticos, patrimoniales y
crediticios.
Esta clasificación, que pretende superar las dificultades
que puede plantear en ocasiones la distinción anterior,
atiende al origen o instituto jurídico del que dimanan los
respectivos ingresos. En unos casos (tributos y Deuda
pública), nos encontramos ante institutos que de modo
inmediato procuran ingresos pecuniarios. En otros
supuestos (bienes patrimoniales, susceptibles de generar
precios, rentas o beneficios) los recursos monetarios se
obtendrán indirectamente a través de su gestión (entendido
el término en sentido amplio).
c) Ingresos ordinarios y extraordinarios.
Los primeros son los que afluyen al Estado (o a los demás
Entes públicos) de manera regular, mientras que los
segundos sólo se obtienen en circunstancias especiales,
respectivamente.
La distinción puede completarse con algunas aclaraciones:
1) Tradicionalmente se ha citado al tributo como ejemplo de ingreso
ordinario de las Haciendas públicas, mientras que los ingresos obtenidos
mediante la emisión de Deuda pública han sido considerados como el
ejemplo más característico de ingreso extraordinario. No obstante, en los
momentos actuales no puede seguir citándose el ingreso crediticio, derivado
de la emisión de Deuda, como un supuesto de ingreso extraordinario, ya que
tal instituto ha adquirido carácter ordinario y son continuas las emisiones de
Deuda pública, con el fin no sólo de financiar los gastos estatales, sino de
conseguir las más variadas finalidades de política económica.
2) La doctrina (PALAO) ha cuestionado la validez de esta distinción,
defendiendo que debe considerarse como ingresos extraordinarios
únicamente aquellos cuya obtención produce el agotamiento de la
correspondiente fuente, como pueden ser una hipotética leva sobre el capital
o los derivados de la venta de bienes patrimoniales. Estaríamos en tales
casos ante ingresos extraordinarios por naturaleza.
d) Ingresos presupuestarios y extrapresupuestarios.
Los primeros son los que aparecen previstos en el
Presupuesto, mientras que los segundos son los que no
tienen reflejo en él.
Hay que tener en cuenta lo siguiente:
1) Es difícil apreciar hoy día la existencia de ingresos extrapresupuestarios,
dado que chocan tanto con el principio presupuestario de universalidad
(todos los ingresos y gastos deben estar consignados en el Presupuesto),
como con el principio de unidad (debe existir un único presupuesto por cada
ente público).
2) No obstante, todavía existen algunos ingresos extrapresupuestarios, que
forman parte de la tributación parafiscal, que estudiamos más adelante.
III. LOS INGRESOS PATRIMONIALES
1. CONCEPTO Y SIGNIFICACIÓN
Los ingresos patrimoniales son aquellos que proceden de
la explotación y enajenación de los bienes que constituyen
el patrimonio de los Entes públicos. Los bienes
patrimoniales son, en principio, los que no pueden
calificarse como bienes de dominio o uso público; de aquí
que pueda decirse que, en general, los ingresos
patrimoniales se rigen por normas del Derecho privado.
La significación de los ingresos patrimoniales en la Hacienda
contemporánea dista mucho de ser la que tuvo en épocas pretéritas. Estos
ingresos tienen una importancia menor ya que, desde un punto de vista
recaudatorio, aportan al Presupuesto cantidades inferiores a las que pueden
obtenerse mediante el recurso a otros institutos generadores de ingresos
(especialmente el tributo y la Deuda pública).
En cuanto a la caracterización de los bienes patrimoniales,
debemos distinguir entre las distintas Administraciones
públicas:
A) Por lo que respecta al Estado, la distinción entre bienes
de dominio público y los bienes patrimoniales se
encuentra en los arts. 338 a 341 del Código Civil:
a) En el primero de ellos (art. 338) se dice que los bienes
del Estado son de dominio público o de propiedad privada.
b) Según el art. 339, son bienes de dominio público los
destinados al uso público (caminos, ríos, riberas, playas,
puentes, etc.), y los destinados a algún servicio público
(siempre que su uso no haya sido objeto de concesión).
c) El resto de los bienes del Estado tienen la naturaleza de
bienes patrimoniales (art. 340).
A lo anterior, debe añadirse lo siguiente:
1) La distinción entre los bienes de dominio público y los patrimoniales
tiene incluso reflejo constitucional (art. 132).
2) La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas (LPAP) reafirma
esta distinción. Los bienes de dominio público se mencionan en su art. 5.1,
y los patrimoniales en el art. 7.1.
B) En la normativa aplicable a las Comunidades
Autónomas, también se encuentra la misma distinción
entre los bienes de dominio público y los bienes
patrimoniales (art. 5.2 LOFCA).
Hay que advertir que también se aplican a las Comunidades Autónomas las
normas de la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas que
tengan el carácter de básicas.
C) La misma distinción entre los distintos tipos de bienes
se recoge en el caso de las Corporaciones Locales, si bien
los términos utilizados por las normas se acomodan a las
denominaciones tradicionales de los bienes municipales y
provinciales. Su identificación se encuentra en el Código
Civil (arts. 343 y 344) y en la legislación local (art. 79.2 y
3 LBRL y art. 3 TRLHL):
a) Son bienes de dominio público los destinados al uso o
servicio público (caminos, plazas, calles, aguas públicas,
obras públicas, etc.).
b) Como categoría peculiar en la Hacienda Local nos
encontramos con los bienes comunales, que son aquellos
cuyo aprovechamiento corresponda a todos los vecinos de
un municipio (por ejemplo, los montes comunales,
denominados tradicionalmente montes en mano común).
El art. 11.4 de la Ley 43/2003, de 21 de noviembre, de Montes, establece lo
siguiente:
«Los montes vecinales en mano común tienen naturaleza especial derivada
de su propiedad en común sujeta a las limitaciones de indivisibilidad,
inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad. Sin perjuicio de lo
previsto en el artículo 2.1 de esta Ley, se les aplicará lo dispuesto para los
montes privados.»
c) El resto de los bienes de los Entes locales tienen la
consideración de patrimoniales.
Sin perjuicio de todo lo anterior, también se aplican a los Entes locales las
normas de la Ley de Patrimonio de las Administraciones Públicas que
tengan el carácter de básicas.
De lo indiciado hasta aquí es posible extraer alguna
conclusión en relación con la posibilidad de obtener
ingresos derivados de ambos tipos de bienes:
a) Los bienes de dominio público están directamente
afectos a la satisfacción de necesidades públicas, por lo
que, en principio, no tienen como fin obtener ingresos
públicos (en el sentido que hemos dado al término un poco
más arriba).
No obstante, en determinados casos sí pueden producirlos. Así ocurrirá
cuando la utilización del dominio público por parte de particulares genere
un derecho económico a favor del titular del dominio, que se concretará en
la exigibilidad de una tasa [art. 2.2.a) de la Ley General Tributaria].
b) Por lo que se refiere a los bienes patrimoniales, aunque
su finalidad esencial no es la de procurar ingresos, sí
pueden generarlos, a través de su explotación que se
encuentra regida, por lo general, por normas de Derecho
privado (art. 7.3 LPAP por lo que se refiere a la Hacienda
estatal, y art. 8.2 TRLHL por lo que afecta a las Entidades
locales).
c) No existe una correspondencia entre dominio público y
bienes patrimoniales, de una parte, e ingresos de Derecho
público y de Derecho privado, de otra, sino que
frecuentemente bienes demaniales producen ingresos de
naturaleza jurídico-privada. Por ejemplo, esto sucede
siempre que tales bienes son explotados por el Estado o
ente público titular por medio de contratos privados
(compraventa de los productos, arrendamiento, etc.),
cuando las leyes lo autorizan.
2. RÉGIMEN JURÍDICO GENERAL
El régimen general de los bienes patrimoniales estatales se
encuentra contenido en la Ley 33/2003, de 3 de
noviembre, del Patrimonio de las Administraciones
Públicas (LPAP).
Como hemos apuntado antes, las normas básicas de esta Ley (enumeradas
en su Disp. Final 2.a) se aplican también a las Comunidades Autónomas, a
las entidades que integran la Administración local y a las entidades de
Derecho público vinculadas o dependientes de ellas (art. 2.2 de la Ley). Por
otro lado, hay que destacar que, desde su aprobación, la LPAP ha sido
modificada en varias ocasiones, aunque no de forma sustancial (la
última, al redactar estas líneas, por la Ley 6/2018, de 3 de julio, de
Presupuestos Generales del Estado para 2018).
El contenido de la LPAP se puede sintetizar del modo
siguiente:
a) En primer lugar, sus normas se aplican a los bienes que
integran el patrimonio del Estado.
b) Por lo que se refiere a la normativa a tener en cuenta,
debe observarse que las normas del Derecho privado civil
o mercantil tienen carácter subsidiario de las normas
contenidas en la propia Ley.
c) Por lo que se refiere a la administración del Patrimonio
estatal, se atribuyen competencias, con carácter general, al
Ministerio de Hacienda, que normalmente las ejerce a
través de la Dirección General del Patrimonio del Estado
(arts. 9 y 10 LPAP).
d) Debe señalarse la existencia de determinadas
prerrogativas de la Administración, difícilmente
inteligibles en el marco de un ordenamiento estrictamente
privado, que sólo encuentran cabal justificación cuando se
pone de relieve el contenido tanto jurídico-administrativo
como jurídico- financiero de los bienes patrimoniales [a
título de ejemplo, la Administración puede recuperar por sí
misma la posesión perdida (art. 55.1 LPAP), y sus bienes
no pueden ser embargados cuando se encuentren
materialmente afectados a un servicio público o a una
función pública, cuando sus rendimientos o el producto de
su enajenación estén legalmente afectados a fines
determinados, o cuando se trate de valores o títulos
representativos del capital de sociedades estatales que
ejecuten políticas públicas o presten servicios de interés
económico general (art. 30.3 LPAP)].
Por el contrario, en el ámbito local los bienes patrimoniales sí que pueden
ser objeto de ejecución y de embargo, siempre que no estén afectos al uso o
servicio público. Así se establece en el art. 173.2 del TRLHL. El art. 154
LHL, del que procede aquél, hubo de ser modificado, para permitir la
ejecución y embargo de bienes patrimoniales locales, como consecuencia de
la STC 166/1998, de 15 de julio.
e) Debe notarse que será el Ministro de Hacienda quien
disponga la explotación de los bienes patrimoniales del
Estado que no convenga enajenar y que sean susceptibles
de aprovechamiento rentable (art. 105 LPAP).
En la actualidad, la administración (entendido el término en sentido muy
amplio) de los inmuebles patrimoniales está encomendada a la Sociedad
Estatal de Gestión Inmobiliaria de Patrimonio, SA (SEGIPSA), que fue
constituida por la Disposición Adicional 2.a de la Ley 53/1999, de 28 de
diciembre. Su régimen se contiene en la Disposición Adicional 10.a de la
LPAP, modificada por la Disposición Final 6.a2 de la Ley 8/2013, de 26 de
junio.
f) La afectación de los ingresos patrimoniales a la
financiación de los gastos públicos se pone de relieve de
modo continuo (arts. 108, 109 y 133 LPAP, entre otros).
IV. LOS INGRESOS DE MONOPOLIO
En ocasiones el Estado decide que un determinado
servicio sea prestado, de forma exclusiva, por un sujeto, o
que la adquisición, producción y venta de determinados
productos sólo pueda realizarla igualmente un sujeto. En
tales supuestos nos encontramos ante una situación de
monopolio, tutelada por el ordenamiento jurídico, en
virtud de la cual sólo un sujeto de derecho puede prestar
un determinado servicio o puede disponer de un producto.
Estamos ante un monopolio de derecho, así denominado
porque es el propio ordenamiento el que tutela la situación
descrita.
En otras ocasiones se produce la misma situación sin que
haya sido expresamente querida por el ordenamiento, sino
que es una resultante de determinadas circunstancias.
Piénsese en todos aquellos supuestos en los que un
determinado producto sólo se obtiene en ciertas zonas o en
aquellos casos en los que la comercialización de un bien
requiere tal esfuerzo inversor que sólo una poderosa
entidad mercantil decide abordar tal tarea. Estaremos en
tales casos ante un monopolio de hecho.
Cuando nos referimos a los ingresos de monopolio que el
Estado obtiene, nos referimos a los monopolios de
derecho,
esto es, a aquellos que son resultado de la voluntad estatal,
plasmada en el ordenamiento vigente. Las razones por las
que el Estado establece un monopolio son básicamente
dos:
a) Mejorar la prestación de determinados servicios
públicos (monopolios no fiscales), uno de cuyos ejemplos
tradicionales era el servicio de correos.
b) Obtener ingresos (monopolios fiscales), entre los que
tradicionalmente estaban los de tabacos y petróleos.
Una vez establecidos los monopolios, el Estado puede
obtener ingresos de naturaleza muy distinta:
1) Ingresos de naturaleza tributaria, cuando se gravan los
beneficios de la entidad a la que se ha concedido el
monopolio en la comercialización de un determinado
producto.
2) Ingresos de carácter patrimonial, cuando el Estado
gestione directamente un monopolio o cuando tenga una
participación en el capital social de la entidad a la que se
ha atribuido su gestión.
3) También pueden existir ingresos monopolísticos en
sentido estricto (como opinó SAINZ DE BUJANDA). Se
entiende por tales la especial participación en los
beneficios del monopolio que se reserva el Estado cuando
concede a un tercero la titularidad o gestión del
monopolio.
No obstante, las SSTS de 5 de abril de 2000 (citando algunas anteriores), 10
de septiembre de 2001 y 4 y 7 de noviembre de 2005 calificaron estos
ingresos monopolísticos, denominados tradicionalmente como renta (en
estos casos de petróleos), como ingresos tributarios.
Los recursos procedentes de los monopolios fueron
frecuentes en épocas pasadas, no sólo en nuestra Hacienda
Pública, sino también en otras de los países de nuestro
entorno (por ejemplo, fueron muy frecuentes los
monopolios sobre la sal, el tabaco, las cerillas, el azúcar,
etc.). En España, los monopolios más importantes fueron
los del tabaco y el petróleo. Estos monopolios sufrieron
importantes modificaciones, sobre todo a raíz del ingreso
en la Comunidad Europea, y han terminado por
desaparecer prácticamente. Esto
no ha sido más que una consecuencia derivada de la
necesidad de adaptar el ordenamiento jurídico español a
los principios comunitarios en esta materia, que llegaban
incluso a cuestionar su propia existencia.
Así pues, los monopolios fiscales han perdido en España
la importancia jurídica y recaudatoria que tuvieron en
otros momentos de la historia de la Hacienda Pública. Hoy
día sólo subsisten el de Tabacos (aunque con un ámbito
material muy reducido) y el de la Lotería Nacional (con
una existencia muy cuestionada por la cantidad de
excepciones y derogaciones que conoce).
Monopolio de Tabacos. La antigua regalía de Tabacos, cuyos orígenes se
remontan al siglo XVII, se reguló por la Ley de 18 de marzo de 1944.
Posteriormente, su régimen jurídico se estableció por la Ley 38/1985, de 22
de noviembre, que lo adecuó a las exigencias del ordenamiento
comunitario. Esta Ley fue modificada varias veces hasta que la Ley
13/1998, de 4 de mayo, de ordenación del mercado de tabacos (que también
ha sido modificada en varias ocasiones), declaró prácticamente extinguido
el monopolio.
En la actualidad, el régimen del sector se puede sintetizar del modo
siguiente: a) el mercado de tabacos es libre. La libertad económica abarca la
fabricación, importación y comercialización al por mayor de labores de
tabaco; b) se mantiene el monopolio en la venta al por menor, del que es
titular el Estado, que lo ejerce a través de la red de Expendedurías de
Tabaco y Timbre; c) existe un Comisionado para el Mercado de Tabacos,
que ejercerá las funciones de regulación y vigilancia para salvaguardar la
aplicación de los criterios de neutralidad y las condiciones de libre
competencia efectiva en el mercado de tabacos en todo el territorio
nacional.
El Auto del TS de 1 de julio de 2010 (JUR 2010\287938) planteó una
cuestión prejudicial ante el TJUE preguntando si la prohibición impuesta a
los titulares de expendedurías de tabaco para desarrollar la actividad de
importación de labores de tabacos desde otros Estados miembros, conforme
al Derecho interno español, constituía una restricción cuantitativa a la
importación o una medida de efecto equivalente, prohibidas ambas por el
art. 34 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (antiguo art.
285 TCE). El TJUE, en la Sentencia de 26 de abril de 2012 [Asunto C-
56/10, Asociación Nacional de Expendedores de Tabaco y Timbre
(ANETT)], consideró que, en efecto, las prohibiciones indicadas eran
contrarias a lo dispuesto en el art. 34 TFUE.
Monopolio de Loterías. Se trata de un monopolio que se gestiona
directamente por el Estado a través de la Sociedad Estatal Loterías y
Apuestas del Estado, SA, creada por el Real Decreto-Ley 13/2010, de 3 de
diciembre. Sus funciones abarcan: a) la gestión de loterías y juegos de
ámbito nacional (siempre que afecten a un territorio superior al de una CA);
b) la gestión de apuestas mutuas deportivo-benéficas; c) la autorización de
sorteos, loterías o juegos cuyo ámbito exceda de una CA; d) la autorización
de apuestas deportivas sea cual sea su ámbito territorial.
El gravamen especial del 20 por 100 sobre los premios de las loterías
públicas superiores actualmente a 20.000 euros, establecido en la Ley
16/2012, de 27 de diciembre, por la que se adoptan diversas medidas
tributarias dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y al impulso
de la actividad económica (art. 2.Tres), no es un ingreso monopolístico, sino
un impuesto directo sobre estas ganancias patrimoniales, impuesto que
forma parte del IRPF o del IS, según la naturaleza de la persona que
obtenga el premio.
V. LAS PRESTACIONES PATRIMONIALES DE CARÁCTER PÚBLICO
De lo que hemos examinado hasta aquí se puede extraer, como conclusión
importante, que para hacer frente a sus necesidades (que son las de todos los
ciudadanos), los Entes públicos disponen de una amplia panoplia de
ingresos. En alguno de los epígrafes anteriores hemos realizado una síntesis
del régimen de los ingresos públicos de Derecho privado, pero resulta
evidente que nuestro interés debe centrarse en los ingresos que hemos
denominado de Derecho público. A ello se dedicarán las Lecciones que
siguen, pero ya podemos adelantar que el tributo es el ingreso público (y de
Derecho público) por antonomasia. Su importancia como instrumento
fundamental de la financiación de los gastos públicos es indudable, por lo
que a definir sus contornos y su régimen jurídico dedicaremos la atención y
el detalle que el asunto merece.
Antes, y en el marco de una Lección que, repetimos,
pretende dar una visión general de los ingresos de los
Entes públicos, resulta útil que nos preguntemos sobre si
existe o no una categoría genérica dentro de la cual puedan
englobarse todos los ingresos de Derecho público. La
cuestión puede plantearse porque el art. 31.3 CE vincula el
principio de legalidad no al tributo, sino literalmente «a
las prestaciones personales o patrimoniales de carácter
público». Dejando de lado, por razones evidentes, las
prestaciones personales (entre las que ya hemos citado el
servicio militar), parece necesario indagar sobre el
concepto de prestación patrimonial de carácter público y
sobre las relaciones que mantiene esta categoría con la del
tributo.
En realidad, como ha puesto de manifiesto RUIZ GARIJO, estas cuestiones
sólo comenzaron a ser objeto de debate a finales de los años 80 del pasado
siglo, y las posturas a las que vamos a hacer referencia de inmediato se
fueron perfilando a lo largo de la década siguiente.
Simplificando bastante, las posturas sobre las relaciones que existen entre
las prestaciones patrimoniales de carácter público y los tributos se pueden
resumir así:
a) Según la primera, ambas figuras tienen un ámbito material diferente, de
tal modo que las prestaciones patrimoniales de carácter público son el
género (más amplio), y el tributo (de ámbito más restringido) es una de sus
especies. Esta postura se defendió en numerosas SSTC, entre las que
podemos mencionar, las n.o 185/1995, de 14 de diciembre, 182/1997, de 28
de octubre; 63/2003, de 27 de marzo; 102/2005, de 20 de abril; 121/2005,
de 10 de mayo, y de 9 de mayo de 2019 donde se dice expresamente que «el
tributo es una especie, dentro la más genérica categoría de prestaciones
patrimoniales de carácter público». Y también en algunas SSTS, como la
de 14 de julio de 2015 (RJ 2015\3278).
b) Según la segunda postura, ambos términos (prestación patrimonial de
carácter público y tributo) son sinónimos. De esta doctrina parecieron
participar las SSTS de 10 de abril, 14 de mayo y 23 de noviembre de 2015
(RJ 2015\1341, 4078 y RJ 2016100, respectivamente), y de 27 de junio
(dos), 26 de septiembre (dos), y 6 de octubre (dos) de 2016 (RJ 2016\3528,
4409, 4856, 5298, 5153 y 5156, respectivamente) que equiparaban las
prestaciones patrimoniales de carácter público a las tasas. En la última se
llegó a decir «los precios públicos que hemos identificado como
prestaciones de carácter público son materialmente tributos» (Fundamento
de derecho 5.o in fine).
Después de algunas vacilaciones legales y
jurisprudenciales, que no tiene sentido detallar ahora, la
normativa positiva se ha inclinado finalmente por la
primera postura. Así, la Disposición final undécima de la
Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector
Público, modificó la Disposición adicional primera de la
LGT, que quedó redactada en los siguientes términos:
«1. Son prestaciones patrimoniales de carácter público aquellas a las que
se refiere el artículo 31.3 de la Constitución que se exigen con carácter
coactivo.
2. Las prestaciones patrimoniales de carácter público citadas en el
apartado anterior podrán tener carácter tributario o no tributario.
Tendrán la consideración de tributarias las prestaciones mencionadas en el
apartado 1 que tengan la consideración de tasas, contribuciones especiales
e impuestos a las que se refiere el artículo 2 de esta Ley.
Serán prestaciones patrimoniales de carácter público no tributario las
demás prestaciones que exigidas coactivamente respondan a fines de
interés general.
En particular, se considerarán prestaciones patrimoniales de carácter
público no tributarias aquellas que teniendo tal consideración se exijan por
prestación de un servicio gestionado de forma directa mediante
personificación privada o mediante gestión indirecta.
En concreto, tendrán tal consideración aquellas exigidas por la explotación
de obras o la prestación de servicios, en régimen de concesión o sociedades
de economía mixta, entidades públicas empresariales, sociedades de capital
íntegramente público y demás fórmulas de Derecho privado.»
Esta disposición se complementó con lo dispuesto en la Disposición
adicional cuadragésima tercera y en las disposiciones finales novena y
duodécima de la misma Ley de contratos de sector público, donde se
calificaron como prestaciones patrimoniales de carácter público las tarifas
satisfechas por la explotación de obras o la prestación de servicios en los
ámbitos estatal y local.
La STC de 9 de mayo de 2019 ha confirmado la constitucionalidad del
precepto, aunque sus argumentos no terminan de ser convincentes.
Un análisis del precepto reproducido, necesariamente
resumido dado el carácter de esta obra, pone de relieve lo
siguiente:
1) Efectivamente, la categoría de las prestaciones
patrimoniales de carácter público es más amplia que la de
tributo. Este no es más que una de las especies de aquellas.
2) Las prestaciones patrimoniales de carácter público
deben establecerse por ley.
3) Las prestaciones patrimoniales de carácter público se
exigen coactivamente y podrán tener carácter tributario o
no tributario.
4) Las prestaciones patrimoniales de carácter público sólo
pueden exigirse para la satisfacción de intereses generales
o, dicho de otro modo, para acceder a bienes, servicios o
actividades que son esenciales para la vida privada o
social.
De estas características mencionadas, el TC sólo se ha
encargado de aclarar qué se debe entender por coactividad.
Si hemos comprendido bien su postura, el término
presenta dos perspectivas diferentes:
a) Por una parte, hace referencia al modo mismo de
establecimiento de la prestación, decidida de modo
unilateral por los poderes públicos, sin que intervenga para
nada la voluntad de los ciudadanos. Es cierto que se puede
evitar su exigencia absteniéndose de realizar el
presupuesto de hecho al
que se vincula la prestación, pero esta libertad es ilusoria
porque conllevaría, en casos extremos, la renuncia a
bienes, servicios o actividades esenciales para la vida
privada o social.
Como ejemplos de ello se han citado el pago de una cantidad por el
estacionamiento de vehículos en la vía pública o las tarifas postales, pero
estas prestaciones, sobre todo la primera, tienen la naturaleza de tasa, por lo
que no nos sirven para lo que estamos explicando. Fuera de estos ejemplos
no encontramos otra cosa que precios públicos, como las cantidades a
satisfacer por la utilización de instalaciones deportivas públicas [TSJ de
Valencia de 10 de junio de 2005 (JUR 2005\211676)], o la cantidad a pagar
por el servicio de recogida de enseres y basuras comerciales [TSJ de
Cataluña de 9 de marzo de 2006 (JUR 2006\221378)]; o la cantidad
satisfecha a los Ayuntamientos por la realización de bodas civiles.
b) Por otro lado, hace alusión a los procedimientos para la
exigencia del pago. De este modo, si no se realiza de
forma voluntaria y espontánea, se podrá exigir de forma
forzosa.
Es cierto que la figura de la prestación patrimonial de
carácter público no tributario, que ha sido
fundamentalmente una creación doctrinal y jurisprudencial
antes que legal, parece tener una justificación sociológica
y política derivada del incremento de los gastos públicos,
y de la necesidad de acudir a nuevas fórmulas de
financiación pública distintas de los tributos.
Y es cierto también que con ello se da cobertura legal a
ciertas exacciones cuya naturaleza jurídica (tributaria o no)
resultaba dudosa.
A título de ejemplo, podemos mencionar los casos siguientes:
a) Las cantidades percibidas por los concesionarios privados de servicios
públicos, sobre todo en el ámbito local (suministro de agua, transporte
público de personas, retirada y reciclaje de residuos, etc.).
b) Los servicios portuarios a que se refiere la STC 74/2010, de 18 de
octubre y, entre otras, la STS de 8 de febrero de 2012 (RJ 2012\3835).
c) Las cantidades exigidas a las personas físicas, los grupos empresariales y
las personas jurídicas no integradas en ellos, que se dediquen en España a la
fabricación o importación de medicamentos, sustancias medicinales y
cualesquiera otros productos sanitarios, establecidas por la Disposición
adicional 9.a de la Ley 25/1990, del Medicamento (que fue añadida por la
disposición adicional 48.a de la Ley 2/2004, de Presupuestos Generales del
Estado para 2005). A estas prestaciones se refirieron las SSTS de 14 julio
(dos) de 2015 (RJ 2015\3276 y 3278), una de ellas ya citada, haciéndose
eco de la STC 44/2015, de 5 de marzo. La misma doctrina se puede ver,
entre otras muchas, en las SSTS de
15 de julio (dos) de 2015 (RJ 2015\3934 y 5987), y 11 de febrero (dos) de
2016 (RJ 2016\678 y 681).
d) La inversión obligatoria impuesta por la Ley 25/1994, de 12 de julio, a
los operadores de televisión para financiar largometrajes cinematográficos y
películas para televisión europeas. En el Fundamento de derecho tercero de
la STS de 4 de octubre de 2016 (RJ 2016\4884) se puede leer lo siguiente:
«En este caso tendríamos una prestación patrimonial impuesta
coactivamente, sin naturaleza tributaria, en beneficio de la producción de
películas. No cabe duda de que el supuesto supone en todo caso una
modalidad especial de prestación patrimonial pública, puesto que no se
produce en beneficio de ningún otro sujeto público o privado ajeno al
propio obligado (aunque indirectamente sí suponga la existencia de
beneficiarios, como lo serían todos los que participan profesionalmente de
un modo u otro en dicha actividad financiada de manera forzosa). Por otra
parte, al carecer de naturaleza tributaria, pierden relevancia los
argumentos de la parte referidos a falta de determinación del hecho
imponible o a que la prestación no esté destinada a un gasto.»
Con todo, esta construcción doctrinal no acaba de
convencernos pues se revela en cierto modo innecesaria y,
desde luego, la regulación que se ha hecho de ella nos
parece desafortunada. Podemos sintetizar nuestra crítica
(que parecen compartir, al menos parcialmente, algunos
autores como PALAO Y RUIZ GARIJO) del modo siguiente:
1) La figura de la prestación patrimonial de carácter
público nació con el propósito de dar un contenido propio
y específico al art. 31.3 CE. Ahora bien, no existe el más
mínimo indicio en el proceso de elaboración y aprobación
de nuestra Constitución (que está exhaustivamente
documentado) que induzca a pensar que el constituyente
pretendía aludir con esa expresión a otros ingresos
públicos distintos del tributo.
Más aun, esta norma constitucional es una reproducción literal del artículo
23 de la Constitución italiana, y no hemos visto, ni en su doctrina ni en su
jurisprudencia, que en algún momento se haya pensado en aplicar esta regla
a ingresos públicos diferentes a los tributarios.
2) Existe una idea compartida por gran parte de la doctrina
y la jurisprudencia según la cual el principio de capacidad
económica no tiene por qué hacerse presente con la misma
fuerza en todos los tributos. Es evidente que, en el IRPF,
por poner un ejemplo, el respeto al principio exige que se
establezca un mínimo exento y unas tarifas progresivas (y
aun esto se pone hoy en duda por muchos). Pero el
principio puede
respetarse en otros tributos, por ejemplo en el caso de las
tasas, simplemente a través de una exención para ciertos
ciudadanos (como por otra parte ya se hace). Si esto es así,
es decir si pueden existir tributos que no graviten
exclusivamente sobre el principio de capacidad
económica, la utilidad de la figura de la prestación
patrimonial de carácter público no tributario se diluye en
buena medida.
3) Las situaciones a las que pretende dar solución las
prestaciones patrimoniales de carácter público, de las que
hemos ofrecido algunos ejemplos, tienen fácil acomodo en
la clasificación tripartita de los tributos. Si comportan el
ejercicio de potestades públicas la contraprestación son
tasas (o contribuciones especiales); y si no lo comportan
son precios, con las especialidades que puedan derivarse
de la intervención de un Ente público en la realización de
la actividad de que se trate.
4) Se dice que las prestaciones patrimoniales de carácter
público (también las de carácter no tributario) deben
establecerse por ley, pero no se indica en lugar alguno cuál
debe ser el alcance de esta reserva de rango normativo, y
la interpretación constitucional es tan laxa que
prácticamente ha convertido la regla en una mera
declaración retórica.
En efecto, la STC de 9 de mayo de 2019, ya citada, parece defender que el
principio de reserva de ley se ha respetado por el mero hecho de haber
introducido el precepto de la LGT a que antes hemos hecho referencia, lo
que supone convertirle en inexistente. En ella se puede leer lo siguiente
(Fundamento de derecho sexto):
«Dicho lo anterior, y como ya se ha señalado con anterioridad, la
Constitución no exige que todas las prestaciones patrimoniales de carácter
público no tributarias estén delimitados por una ley, sino que sea una
norma legal la que establezca los criterios a partir de los cuales debe
cuantificarse, de acuerdo con los fines y principios de la legislación
sectorial en la que en cada caso se inserte...
En este caso, se establecen en la ley de contratos los criterios para su
determinación, que se anudan al coste objeto del propio contrato, pudiendo
variar en función del mismo.»
En el ámbito local, que parece ser el más proclive a la aparición de estas
prestaciones, al menos en línea de principio, la regulación no ha podido ser
más desafortunada:
a) El artículo 20 TRHL, en cuyo apartado 6 (añadido también por la Ley de
contratos del sector público) se contempla su existencia, está dedicado a la
regulación del hecho imponible de las tasas (que es una prestación pública
de carácter tributario).
b) Es evidente que en este campo la deslegalización ha sido total porque se
dice que este tipo de prestaciones económicas se regularán mediante
ordenanza, norma que evidentemente tiene carácter reglamentario.
c) El mismo precepto dice que los Entes locales, durante el procedimiento
de aprobación de las ordenanzas reguladoras de las prestaciones públicas de
carácter no tributario, deberán solicitar un informe preceptivo de aquellas
Administraciones Públicas a las que el ordenamiento jurídico atribuyera
alguna facultad de intervención sobre ellas. Pero nada se sabe sobre el
contenido de este informe preceptivo, lo que ya está planteando problemas
en la práctica.
Y la deslegalización de la figura que estamos examinando no se ha
producido sólo en el ámbito local, sino también en el estatal, lo que ya es
más grave. Podemos citar sólo un ejemplo. La Orden PCI/810/2018, de 27
de julio, modifica, entre otros, el anexo XI del Reglamento General de
Vehículos, aprobado por el Real Decreto 2822/1998, de 23 de diciembre,
incorporando una nueva señal denominada «Distintivo ambiental». Esta
señal ha sido impuesta de forma obligatoria por ciertas Entidades locales
para circular por algunas zonas urbanas, y se obtiene mediante el pago de
una cantidad. Nos parece claro que esta cantidad cabe perfectamente en el
concepto de prestación patrimonial de carácter público. Pues bien, no
hemos sido capaces de encontrar la norma, cualquiera que haya sido su
rango, que regule su exigencia y su cuantía.
5) No parece congruente calificar de prestaciones públicas
no tributarias unas cantidades de dinero que en muchas
ocasiones serán percibidas por entes privados (los
concesionarios de obras o servicios públicos).
6) La exigencia coactiva de las prestaciones a que estamos
haciendo referencia, en particular las no tributarias,
exigidas por la prestación de un servicio gestionado de
forma directa mediante personificación privada, o
mediante gestión indirecta, plantea un grave problema
dogmático ¿Quién será el encargado de determinar la
coactividad de la prestación patrimonial de carácter
público?
Si se pretende que el carácter coactivo de la prestación sea
determinado por la persona privada que, en su caso, lleve a
cabo la obra o preste el servicio, hay que reconocer que
ello supondrá encomendar el ejercicio de una de las
manifestaciones esenciales del poder público a entes
privados,
lo que nos parece una dejación de funciones difícilmente
tolerable.
Un modo de salvar este escollo sería encomendar la exigencia por la vía de
apremio a las Administraciones públicas, puesto que ello comporta, como
acabamos de decir, el ejercicio de un poder público. El modelo no es nuevo
en nuestro Derecho. Así, sólo las Administraciones públicas son titulares de
la potestad de expropiación, pero el beneficiario de ella puede ser una
persona privada (art. 2 de la Ley de expropiación forzosa).
El problema es que no existe norma alguna que prevea lo que hemos
apuntado.
7) Nos parece claro que en ámbito de las prestaciones
patrimoniales de carácter público no tributario no cabe
imponer sanciones (administrativas o penales) que deriven
única y exclusivamente de los deberes inherentes a ellas
(sobre todo su pago).
El carácter restrictivo de las normas penales y sancionadoras
administrativas, defendido hasta la saciedad por el TC y el TS, hace
imposible que se puedan aplicar en estos casos las normas que regulan los
delitos contra la Hacienda pública, o las normas sancionadoras de la LGT.
8) No está claro el régimen de recursos administrativos y
el orden jurisdiccional que debe utilizarse para conocer de
los problemas que plantee la aplicación de las prestaciones
patrimoniales de carácter público.
A primera vista podría pensarse que es razonable que se apliquen los
recursos administrativos previstos en el ámbito tributario y la jurisdicción
contencioso-administrativa, pero no hay norma alguna que regule este
extremo y, al menos en esta última, la competencia es improrrogable (arts.
117, 2 y 3 CE, y 9.6 de la Ley orgánica del Poder judicial).
9) La modificación de la LGT ha supuesto la desaparición
de una mención expresa a los tributos parafiscales en la
legislación. Pero la realidad es muy tozuda, de tal manera
que este tipo de tributos, se mencionen o no en la LGT,
seguirán existiendo, como se verá en otra lección de este
Curso.
El caso más claro es el de las aportaciones de los empresarios al sistema de
la Seguridad Social [supuesto recogido en la STC 182/1987, de 28 de
octubre, y en las SSTS de 3 de diciembre de 1999 (tres) (RJ 1999\9532,
9533 y 9534)], que no cabe duda de que son unos impuestos parafiscales. Y
otro ejemplo es el de los aranceles de los fedatarios públicos, cuyo carácter
de tasa parafiscal no parece plantear problemas.
 
 
 
 

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