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TEMA 1:EL DERECHO FINANCIERO: CONCEPTO Y CONTENIDO

I. CONCEPTO Y CONTENIDO DEL DERECHO FINANCIERO

Es una disciplina jurídica que tiene por objeto aquel sector del
ordenamiento jurídico que regula la constitución y gestión de la
Hacienda Pública; esto es, la actividad financiera.

Por actividad financiera se entiende la actividad encaminada a la


obtención de ingresos y realización de gastos, con los que poder
subvenir a la satisfacción de determinadas necesidades colectivas. Al
Derecho Financiero le interesa, como objeto de conocimiento, la
actividad financiera realizada por las entidades públicas territoriales
e institucionales que, respectivamente, son representativas de intereses
generales y de intereses que, aun no siendo generales, alcanzan una
indudable relevancia pública.
Si el concepto de actividad financiera está integrado sustancialmente por dos elementos —
ingresos y gastos—, debemos destacar también la presencia de ciertos caracteres que ayuden a
delimitar con mayor precisión su verdadera naturaleza jurídica. Así, en primer lugar, nos
encontramos ante una actividad sustancialmente política. Tanto la naturaleza de los fines que
tratan de satisfacerse, como el carácter de los entes que tienen constitucionalmente
encomendado tal cometido, ponen de relieve que nos encontramos ante una actividad regida por
criterios políticos, que no puede limitarse a ser analizada exclusivamente con criterios de
rentabilidad económica. En segundo lugar, sin perjuicio de la esencial naturaleza política de tal
actividad, nos encontramos ante una realidad que presenta aspectos muy distintos que, en
cuanto tales, pueden ser asumidos como objeto de conocimiento por distintas ciencias.

Esta actividad financiera no siempre ha presentado la misma fisonomía con que aparece en los
momentos actuales. Su importancia se ha ido acentuando a medida que el Estado ha ido
asumiendo, cada vez con mayor intensidad, objetivos en los distintos ámbitos de la realidad
social.

Hay que partir en este punto de una idea que reputamos esencial: la actividad financiera está en
directa dependencia de los fines que una entidad quiera conseguir. Desde el punto de vista
cuantitativo, porque a medida que se incrementa el número de objetivos que se pretenden
satisfacer deberán incrementarse los ingresos con los que poder subvenir a aquéllos. Desde el
punto de vista cualitativo, porque según cuales sean esos objetivos deberá acudirse a una u otra
fuente de obtención de ingresos —tributos, deuda pública, ingresos patrimoniales, etc.—.

Ello encuentra una clara confirmación en un somero repaso de las pautas esenciales a través de
las cuales se ha desarrollado históricamente la actividad financiera. Así, tanto en la Antigüedad
como en la Edad Media nos encontramos ante una actividad financiera de escasa entidad. Ello
es el claro reflejo de la parquedad de cometidos asumidos como fines públicos por las
organizaciones públicas territoriales vigentes en aquel momento. Estamos ante unos poderes
públicos ocupados esencialmente en tareas bélicas, que se muestran ajenos al cumplimiento de
labores de asistencia sanitaria, docente, etc., que, por lo general, son realizadas por entidades
distintas, como las Órdenes religiosas. Ello justifica la ausencia de una actividad financiera
estable y explica que sólo con ocasión de acontecimientos singulares —campañas bélicas,
coronaciones, fiestas populares, etc.— se realizaran gastos públicos y se exigiera su
financiación mediante detracciones coactivas de ingresos que, en no pocas ocasiones, tenían
carácter sancionador. No existía un sistema de ingresos estable y permanente, porque no existía
una serie de fines a cumplir por los poderes públicos.

A partir del siglo XV, un poderoso fenómeno cultural, el Renacimiento, produce un cambio
esencial en las pautas de comportamiento de las distintas organizaciones sociales. El retorno a
los ideales de la Antigüedad clásica, con la consiguiente reafirmación de la personalidad
individual, determina en el aspecto socio-político la afirmación y el robustecimiento de las
distintas comunidades étnicas, políticas y culturales. Surge así el Estado moderno, y con él, de
forma incipiente, va a surgir también una actividad financiera, que deja de ser espasmódica e
intermitente para gozar de una cierta continuidad.

El declinar de las instituciones feudales, y su sustitución por nuevas fórmulas de organización


política, tiene un reflejo muy claro en la aparición de dos instituciones que hasta entonces sólo
habían actuado de manera esporádica: el ejército y la burocracia. La necesidad de superar la
organización feudal se puso de relieve cuando se vio la imposibilidad de que los monarcas
hicieran frente a sus necesidades militares con las aportaciones personales o materiales que
hasta el momento les venían ofreciendo los distintos señores feudales sobre los cuales ejercían
su poder. Se hacía preciso que el monarca dispusiera, de manera permanente, de un ejército
dispuesto a actuar en cualquier momento y de un aparato burocrático también estable.
Lógicamente, la financiación de estas dos instituciones debía hacerse con los ingresos que, de
manera permanente, pudieran derivarse de la aplicación de ciertas categorías impositivas. Es así
como aparecen, de forma muy rudimentaria, los primeros sistemas tributarios.

SCHUMPETER ha descrito, de manera muy gráfica, dicho proceso, en relación a los Estados
germanos, al afirmar que:

«... la vida iba destruyendo la organización feudal... una vez que los feudos se habían convertido
de facto en hereditarios desde hacía mucho tiempo, los vasallos empezaron a considerarse
señores independientes de su tierra y empezaron a separarse en espíritu del vasallaje...

»El príncipe manifestó su insolvencia e indicó que asuntos tales como las guerras con los turcos
no eran simplemente un asunto personal suyo, sino una exigencia común. En el momento en que
hicieron esto se reconoció un estado de asuntos que iba a desvanecer todas las garantías escritas
contra las peticiones de impuestos. Este estado de asuntos significaba que las viejas formas
habían muerto... El Estado había nacido de la “exigencia común”.»

Esta exigencia común, determinada por la necesidad de unirse para hacer frente a determinados
gastos militares y, al propio tiempo, financiar la burocracia, que se había ido formando para
recaudar y administrar lo recaudado, determina la génesis del Estado moderno.

También en España se produce el mismo fenómeno, si bien adopta unas características


peculiares, puesto que, pese a la unión política conseguida en época de los Reyes Católicos,
subsisten en los distintos territorios diversos sistemas fiscales, hasta que en 1845 la reforma de
ALEJANDRO MON y RAMÓN DE SANTILLÁN establece las bases para la aplicación de
ciertos tributos en todo el territorio nacional, sin perjuicio de la subsistencia de ciertas
singularidades en algunas partes del mismo.

La aparición del Estado moderno, si bien representa la existencia de una actividad financiera
permanente, no supone que la misma tenga una gran importancia, ni que se generalice la
convicción de que los ciudadanos deben contribuir al sostenimiento de los gastos públicos en
proporción a su capacidad económica. Antes al contrario, las necesidades financieras que el
Estado pueda tener son consideradas como algo ajeno a los súbditos, que el Estado debe
resolver con su propio patrimonio o recurriendo a préstamos. El Estado no ha asumido
funciones —enseñanza o sanidad, por ejemplo— cuya importancia contribuya a generalizar la
convicción de que las necesidades que satisface son una «exigencia común», a cuya
financiación deben concurrir los particulares. Buena prueba de ello es que acontecimientos
como el descubrimiento de América son financiados en gran medida mediante préstamos
directamente convenidos por la Corona.

La situación descrita se prolonga, con carácter general, durante los siglos siguientes. Ni siquiera
con el constitucionalismo decimonónico, que representa indudablemente un robustecimiento del
protagonismo del Estado en la vida pública, se consolida una actividad financiera que vaya más
allá de los gastos ocasionados por acontecimientos bélicos, aunque ya se van ejerciendo labores
en los campos de la enseñanza, de la sanidad y demás funciones asistenciales o benéficas. No se
olvide que el siglo XIX contempla el apogeo del liberalismo como filosofía política, cuya
protección constriñe el campo de la actividad del Estado en los sectores en que tradicionalmente
había actuado, básicamente justicia, defensa exterior y seguridad.

Sólo a partir de 1919, con motivo de la crisis subsiguiente a la primera guerra mundial, y con
mayor intensidad a partir de la gran crisis económica de 1929, con el respaldo teórico de los
postulados keynesianos, el Estado abandona la concepción de Estado-policía y adquiere un
obligado

protagonismo en la vida pública económica, que se acentúa en los años posteriores. La actividad
financiera adquiere así la fisonomía propia del Estado intervencionista.

De esta manera, el progresivo ensanchamiento de los fines públicos determina un correlativo


incremento de los gastos públicos y de los ingresos con los que poder financiar aquéllos. Así se
ha hecho realidad la que ADOLFO WAGNER calificó como ley del aumento progresivo de los
gastos públicos.

Este incremento de los gastos públicos es un fenómeno generalizado, que se produce con
independencia de la forma de gobierno, de la estructura social y de las circunstancias naturales e
históricas.

A su vez, ello determina un progresivo ensanchamiento de las fuentes de ingresos a los que el
Estado y los gobiernos locales acuden en búsqueda de recursos financieros. Así se han ido
produciendo algunos fenómenos de los que hay que dejar constancia. De una parte, los ingresos
patrimoniales van perdiendo cada vez mayor importancia —la generalizada privatización de
bienes públicos, tan de moda hoy en toda Europa, constituye el más claro ejemplo de ello— y
correlativamente los ingresos tributarios adquieren carta de ciudadanía en los Estados
contemporáneos, erigiéndose en el principal medio de financiación de los gastos públicos. De
otra parte, la actividad financiera, especialmente a través del sistema tributario, ha pasado a
convertirse en un instrumento de política económica de capital importancia. El Estado no se
limita a financiar gastos públicos, sino que interviene en la economía, protege la industria
nacional y comunitaria mediante la aplicación de gravámenes a la importación de productos,
fomenta la exportación de productos nacionales mediante la adopción de medidas
desgravatorias, interviene en la fijación de precios, etc.

Esta evolución, sin embargo, dista mucho de ser la vigente en el ámbito de la Unión Europea.
Para que su presupuesto pueda hacer frente a las necesidades financieras de los proyectos y
programas que ejecuta en los diferentes ámbitos políticos, debe disponer de unas fuentes de
ingresos estables, y lo lógico y deseable sería que, al menos en parte, a su financiación
contribuyera directamente el propio ciudadano europeo. No obstante, esta idea de un tributo
europeo está apenas germinando, basándose el sistema de financiación, actualmente, en recursos
propios, derechos de aduana, derechos agrícolas, IVA y un recurso basado en la renta nacional
bruta.
Al analizar la actividad financiera realizada por una determinada
entidad pública, hay que prestar especial atención tanto a lo que es la
Hacienda Pública, como a los procedimientos a través de los cuales se
desarrolla.

Desde el punto de vista estático, hay que definir qué es la Hacienda


Pública, cuáles son los elementos que la integran. Es lo que hace, con
relación a la Hacienda Pública estatal, el art. 5.1 de la Ley General
Presupuestaria —Ley 47/2003, de 26 de noviembre—, al definirla
como el conjunto de derechos y

obligaciones de contenido económico cuya titularidad corresponde al


Estado —no, como incorrectamente dice la Ley, a la Administración
General del Estado— y a sus organismos autónomos. El concepto
puede generalizarse y aplicarse a las Comunidades Autónomas, a las
Entidades Locales y, en general, a todas las entidades públicas. Los
derechos económicos pueden ser de naturaleza pública, que derivan
del ejercicio de potestades administrativas —es el caso de los tributos
o de las cotizaciones obligatorias a la Seguridad Social— o de
naturaleza privada, cuya efectividad se lleva a cabo con sujeción a las
normas y procedimientos de derecho privado —caso de los ingresos
que percibe la Administración por la titularidad de unas acciones—.

Junto a esos derechos, existen obligaciones de contenido económico,


de las que es responsable la Hacienda Pública, obligaciones que la
convierten en deudora, y que tienen su fuente en la Ley, en negocios
jurídicos o en aquellos actos o hechos que, según derecho, las generen.
Al Derecho Financiero le interesa en este punto analizar el
ordenamiento jurídico aplicable a las obligaciones imputables a una
determinada Hacienda Pública, sólo en la medida en que la efectividad
de tales obligaciones determina una alteración en la composición de
tal Hacienda. Es decir, existen aspectos cuya ordenación jurídica no
forma parte del ordenamiento financiero, sino que se adscriben a otros
sectores del ordenamiento, fundamentalmente al Derecho
Administrativo, aun cuando también afectan al ordenamiento
financiero.
Piénsese, por ejemplo, en el régimen aplicable a los contratos del Estado o en los casos en que
el Estado contrate con un tercero la prestación de servicios personales. En ambos casos, la
ordenación jurídica de tales relaciones será la que establezca la Ley de Contratos del Estado o la
legislación sobre funcionarios, respectivamente. Al Derecho Financiero sólo le interesará la
ordenación financiera de tales relaciones, esto es, la existencia o no de consignación
presupuestaria con la que financiar el gasto, el reflejo de ello en las correspondientes cuentas
públicas, la forma de pago, etc.

Analizada la composición de la Hacienda Pública, vistos los


elementos que la integran, conviene hacer una referencia a

lo que es la Hacienda Pública desde un punto de vista dinámico. Este


segundo aspecto analiza los procedimientos a través de los cuales se
gestiona la Hacienda Pública. Esto es, el conjunto de procedimientos
mediante los que los derechos y las obligaciones de contenido
económico se convierten, respectivamente, en ingresos y gastos.

Por lo que respecta a los ingresos, habrá que analizar el ordenamiento


jurídico a través del cual se posibilita la obtención de aquéllos.

Por lo que respecta a los gastos, el Derecho Financiero deberá analizar


las normas a través de las cuales los ingresos públicos se destinan de
forma efectiva a la financiación de las necesidades públicas. En este
punto, el Presupuesto adquiere una significación esencial. Partiendo
de la exigencia constitucional de que el gasto público realice una
asignación equitativa de los recursos públicos —art. 31.2 CE—, al
Derecho Financiero le interesará esclarecer los principios
presupuestarios y los procedimientos administrativos a través de los
cuales se aprueban, ejecutan y controlan las decisiones relativas al
empleo de los recursos públicos.
Nos encontramos, en definitiva, ante un sector del ordenamiento cuyo objeto es la regulación
del gasto público.

II. LA AUTONOMÍA CIENTÍFICA DEL DERECHO FINANCIERO

En las páginas precedentes llegábamos a una conclusión clara: existe


en la realidad social una actividad —la actividad financiera— dotada
de una naturaleza compleja, toda vez que presentando un aspecto
sustancialmente político, presenta también aspectos fundamentales de
naturaleza distinta: jurídica, económica, sociológica, etc.

Atendida tal complejidad, cabe preguntarse si la actividad financiera


puede ser asumida como objeto de conocimiento por una sola ciencia
—ciencia de la Hacienda— o si, por el

contrario, cada uno de los aspectos que presenta la actividad financiera


debe ser asumido como objeto de conocimiento por ciencias distintas.
La respuesta generalizada que hoy se da a este interrogante es clara:
cada uno de los aspectos que presenta la actividad financiera debe
ser asumido como objeto de conocimiento por ciencias distintas. Por
una razón esencial: un principio metodológico básico exige que el
objeto de conocimiento de cualquier ciencia esté dotado de una clara
homogeneidad. Cuando se da una explicación unitaria de un fenómeno
que presenta una naturaleza compleja se incurre en una mera
descripción, carente de validez científica.

En conclusión, la complejidad de la actividad financiera exige que los


planteamientos metodológicos conducentes a su estudio asuman tal
punto de partida, configurando como objeto de conocimiento, por
separado, los distintos aspectos que aquélla ofrece.
El economista examinará los efectos que el gasto público produce en la realidad económica o
los distintos efectos económicos que se derivan de que obtenga sus ingresos tributarios de unos
impuestos que graven la renta o que recaigan sobre el consumo, o los efectos que para un
determinado sector agrícola se deriven del establecimiento o no de unos aranceles, etc. Al
jurista le corresponde analizar si las normas que regulan la obtención de ingresos tributarios se
adecuan o no, y en qué medida, a la exigencia — formulada por el art. 31 de la Constitución—
de que la contribución del ciudadano al sostenimiento de los gastos públicos se efectúe de
acuerdo con la capacidad económica; formular juicios de valor sobre la exigencia, también
dotada de cobertura constitucional en el mismo precepto, de que los gastos públicos realicen una
asignación equitativa de los recursos públicos, etc. Al sociólogo le tocará analizar las pautas de
comportamiento social ante las medidas adoptadas por los poderes públicos en materia
financiera, poner de relieve el grado de sensibilización social ante las decisiones sobre ingreso o
gasto público, etc.

Cuanto antecede permite llegar a una conclusión: el Derecho —al


igual que la Política, la Economía, la Sociología, etc.— puede
legítimamente asumir como objeto de conocimiento la actividad
financiera. En concreto, la ordenación jurídica de la actividad
financiera, una actividad integrada esencialmente por dos elementos:
ingresos y gastos públicos. Cada uno de estos elementos, aisladamente

considerados, presenta una riqueza de contenidos y matices que lo


hacen susceptible de ser examinado por separado. De ahí que, de
inmediato, surja la pregunta: ¿la ordenación jurídica de los ingresos —
tanto los derivados de los derechos de naturaleza pública como los que
tienen su origen en el ejercicio de derechos de naturaleza privada— y
de los gastos, puede constituir objeto de análisis científico aislado o,
por el contrario, tal realidad debe examinarse de manera conjunta, con
unos mismos métodos y bajo unos mismos criterios? Se trata, en
definitiva, de determinar si puede afirmarse la existencia de un
Derecho de los Ingresos Públicos y de un Derecho de los Gastos
Públicos, separadamente considerados, o si, por el contrario, cabe
entender que ingresos y gastos públicos pueden ser objeto de análisis
en el marco de una sola disciplina científica.

La respuesta es clara: la conexión entre el ingreso y el gasto público


es la esencia de la actividad financiera y, por consiguiente, su
análisis científico debe realizarse en el marco de una disciplina, de
forma unitaria, con una metodología común y bajo las directrices de
unos principios comunes: los principios de justicia financiera. En
efecto, si la actividad financiera debe regirse por criterios de justicia
—y ello es la principal razón para que tal actividad sea objeto de
análisis por el Derecho—, no cabe hablar de una justicia en la
ordenación de los ingresos públicos que no tenga en cuenta la justicia
en la ordenación del gasto público. Y viceversa.
Como señaló RODRÍGUEZ BEREIJO —y ya antes lo habían hecho, reiteradamente, SAINZ
DE BUJANDA y VICENTE-ARCHE en la doctrina española—, el Derecho Financiero, en
cuanto es ordenación jurídica de la Hacienda Pública de un Estado, es esencialmente un
Derecho redistributivo, cuyo eje central no está constituido tan sólo por los ingresos tributarios,
por las relaciones entre el Fisco y los contribuyentes, sino también, y primordialmente, por los
problemas del empleo de los recursos detraídos de las economías individuales, es decir, por las
relaciones entre los ingresos y los gastos públicos. Ello implica que la ordenación jurídica-
constitucional, en lo que se refiere al ámbito del Derecho Financiero, lleva a un enfoque total y
unitario del fenómeno financiero como un proceso de interdependencia entre los ingresos y los
gastos públicos.

RODRÍGUEZ BEREIJO, que formulaba la citada reflexión al hilo del Proyecto de


Constitución, ponía de relieve la insuficiencia que suponía

establecer, como a la sazón hacía el referido proyecto constitucional, un principio de justicia en


el ingreso público y no prever la existencia de un principio semejante en materia de gasto
público. De ahí que, en la Comisión Constitucional del Senado, el senador Fuentes Quintana
propusiera en una enmienda —aprobada por unanimidad— el establecimiento de tal principio,
que finalmente se recogió en el art. 31 del texto constitucional, razonando al efecto en los
términos siguientes:

«Está basada en dos principios fundamentales: en un deber de coherencia y en una constatación


de la trascendencia que el gasto público tiene en las comunidades contemporáneas.

»En primer lugar, un deber de coherencia. Se ha afirmado en el apartado anterior que el


conjunto de los impuestos vigentes en un país debe distribuirse con arreglo al criterio de la
capacidad económica y con arreglo al principio de progresividad. Pero la Hacienda no
solamente tiene la mano del impuesto para recaudar el conjunto de los fondos que necesita con
objeto de satisfacer las necesidades públicas y atender a los gastos, sino la mano del gasto
público que completa, como es lógico, la mano de la imposición. Constituye una incoherencia
separar estas manos, ya que la Hacienda podría destruir con la mano del gasto público lo que ha
construido y edificado con la mano del impuesto. Por tanto, un deber de coherencia.
»Pero hay, en segundo lugar, un principio de trascendencia. Cuando se analiza el texto
constitucional y se comprueba el conjunto de derechos que el mismo concede a los ciudadanos
españoles, se comprueba que, en adelante, el gasto público tendrá lógicamente que aumentar. Es
evidente, además, que quienes han analizado el contenido del gasto público han contrastado las
deficiencias del servicio público en todas las ramas de la actividad que naturalmente fuerzan a
un crecimiento futuro del gasto, y es evidente que si este gasto público no se plegase a los
principios de equidad estaríamos incumpliendo con la mano del gasto lo que la imposición va a
tratar de conseguir por la vía de la reforma tributaria en el campo de la imposición.»

El art. 31 del texto constitucional, al establecer la exigencia de


principios de justicia en los dos campos de la actividad financiera, ha
robustecido sensiblemente esta imagen de la unidad y
complementariedad de ingresos y gastos.

El problema se suscita en el momento de determinar la operatividad


de los principios de justicia en el gasto público.

En este punto hay una circunstancia que dificulta sensiblemente la


penetración de principios materiales de justicia en el ámbito del
ordenamiento de los gastos públicos: el carácter esencialmente
político de la decisión presupuestaria. Naturaleza política de la
decisión presupuestaria y límites de carácter estrictamente jurídico
son conceptos difícilmente armonizables.
Sin embargo, afrontando claramente el problema, entiende RODRÍGUEZ BEREIJO que la
fijación de los gastos públicos y su destino por el Poder Legislativo está sujeto a un límite
jurídico constitucional y no sólo a un juicio de valoración política, económica o social. En la
Hacienda Pública moderna, la mayor parte de los gastos públicos se cubren mediante ingresos
tributarios, y los ciudadanos tienen el deber, impuesto por la Constitución, de contribuir, según
su capacidad contributiva, al sostenimiento de dichos gastos. Pero la exigencia de este deber
tiene como conditio sine qua non que los gastos que hayan de cubrirse tengan la consideración
de públicos. Y esta condición implica que constitucionalmente quede prohibido fijar gastos que
no respondan a una finalidad pública.

Y ello porque, si no se reconoce la fijación de límites jurídico- constitucionales en materia de


gastos públicos, la amenaza para los derechos y para la seguridad jurídica de los ciudadanos
sería grave. En su esfera patrimonial, por cuanto los gastos públicos se traducen generalmente
en un aumento de la presión tributaria; en su esfera jurídico-política, porque el control sobre el
cumplimiento por el Estado de ciertos deberes constitucionales (seguridad social, educación,
bienestar de la comunidad, equitativa distribución de la renta nacional) puede verse gravemente
comprometido.

El problema no está, pues, en que el gasto público, por ser una decisión de índole política no se
halle sujeto a límites jurídicos, sino más bien en la dificultad, por una parte, de demostrar
cuándo la aprobación por el legislativo de un determinado destino del gasto público viola los
principios y normas sancionados por la Constitución y, por otra parte, establecer los
mecanismos de tutela que garanticen a los ciudadanos el cumplimiento por el Estado del deber
de perseguir fines públicos. Tutela jurídica que, entendemos, no tiene que venir exclusivamente
por la vía procesal, sino también por vías institucionales y orgánicas (distribución de
competencias, controles internos, etc.).
Como consecuencia de ello, el contenido del art. 31.2 del texto constitucional ha trasladado el
debate a otro ámbito. La posibilidad o no de dotar de cobertura constitucional al principio de
justicia en el gasto público deja paso, como ya señaló RODRÍGUEZ BEREIJO, al análisis de
una cuestión distinta: determinar las vías que posibiliten la efectiva penetración del principio en
el ámbito normativo y determinar los mecanismos de tutela aptos para remover los obstáculos y
sancionar las contravenciones al mismo.

A raíz de la Unión Económica y Monetaria, y de exigirse la compatibilidad del equilibrio


presupuestario con una política económica y monetaria convergente, los Reglamentos
1466/1997 y 1467/1997, del Consejo Europeo, de 7 de julio de 1997 —relativos al
reforzamiento de la supervisión de las situaciones presupuestarias y a la supervisión y
coordinación de las políticas económicas, por un lado, y a la aceleración y clarificación del
procedimiento del déficit excesivo, por otro—, de directa aplicación al ordenamiento interno,
provocan la instauración de una disciplina presupuestaria en el conjunto del Sector Público
estatal, autonómico y local.

Asumiendo estos dictados comunitarios, la Ley General de Estabilidad Presupuestaria y Ley


Orgánica complementaria a aquélla —Ley 18/2001, de 12 de diciembre, y LO 5/2001, de 13 de
diciembre, esta última para regular

el sistema de cooperación financiera entre el Estado y las CCAA al servicio del objetivo de
estabilidad presupuestaria— reformularon los principios y procedimientos técnicos de política
presupuestaria. Supone la plasmación de una serie de principios generales —como el de
estabilidad presupuestaria en el sentido de equilibrio o superávit, de plurianualidad, de
transparencia— sin arraigo en nuestro sistema presupuestario, junto con el de eficiencia en la
asignación y utilización de los recursos públicos —éste sí previsto en el art. 31.2 CE—, y que
pretenden incentivar una asignación del gasto público más eficiente.

Sin embargo, debido a la pronta reacción de las Comunidades Autónomas contra dichas Leyes,
interponiendo recursos de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, y a la nada
velada intención de relajar las exigencias del principio de estabilidad presupuestaria, se procedió
a su reforma normativa. Al efecto, se dictaron la Ley 15/2006, de 26 de mayo, de reforma de la
Ley 18/2001, General de Estabilidad Presupuestaria, así como la Ley Orgánica 3/2006, de 26 de
mayo, de reforma de la LO 5/2001, de 13 de diciembre, complementaria de la Ley General de
Estabilidad Presupuestaria, disposiciones hoy derogadas por la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de
abril.

El
reiteradamente declarando la constitucionalidad de las Leyes
impugnadas —Sentencias del Pleno 134/2011, de 20 de julio, sobre
cuya estela se han dictado también por el Pleno las SSTC 185 a
189/2011, de 23 de noviembre, y 195 a 199/2011, de 13 de diciembre,
y 203/2011, de 14 de diciembre—. En todas ellas se declara la plena
constitucionalidad de las normas impugnadas y la competencia
estatal para dictar las normas controvertidas sobre estabilidad
presupuestaria, de conformidad con los títulos competenciales
previstos en el art. 149.1, aps. 13 y 14, CE, por una parte, y 149.1, aps.
11 y 18, por otra.
La reforma del art. 135 de la Constitución, publicada en el BOE el 27
de septiembre de 2011, a instancias de las instituciones comunitarias,
ha tratado de garantizar la observancia del principio de estabilidad
presupuestaria. Con esta reforma constitucional se ha introducido, al
máximo nivel normativo, una regla fiscal que limita el déficit público
de carácter estructural en nuestro país y limita la deuda pública al
valor de referencia del Tratado de Funcionamiento de la Unión
Europea. El nuevo art. 135 ordenó desarrollar el contenido de este
artículo en una Ley Orgánica antes del 30 de junio de 2012, mandato
que se ha concretado con la Ley Orgánica

Tribunal Constitucional se ha pronunciado

2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad


Financiera, con la que también se da cumplimiento al Tratado de
Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y
Monetaria de 2 de marzo de 2012, garantizando una adaptación
continua y automática a la normativa europea. Ley que ya ha sido
modificada por las Leyes Orgánicas 4/2012, de 28 de septiembre;
6/2013, de 14 de noviembre, 9/2013, de 20 de diciembre; 6/2015, de
12 de junio y 1/2016, de 31 de octubre.
El Pleno del TC, en STC 215/2014, de 18 de diciembre de 2014, resolviendo un recurso de
inconstitucionalidad, interpuesto por el Gobierno de Canarias en relación con diversos preceptos
de la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad
financiera, desestimó el recurso, en el que se planteaban importantes interrogantes en relación
con el ámbito de la reserva de ley orgánica; los principios de seguridad jurídica, interdicción de
la arbitrariedad y autonomía financiera y el ámbito de la prórroga presupuestaria. El TC
concluyó admitiendo la constitucionalidad de los preceptos legales que establecen el régimen
jurídico de cumplimiento de los objetivos de estabilidad presupuestaria, si bien fueron cinco los
Magistrados que hicieron constar su voto particular al acuerdo del Pleno, por entender que
determinados preceptos de la misma eran inconstitucionales. En concreto, los arts. 11.6, 16,
25.2 y 26.1 y las Disposiciones Adicionales 2.a y 3.a2.

Materia —estabilidad presupuestaria— sobre la que se está


pronunciando reiteradamente el TC: SSTC 102/2015, de 26 de mayo,
1/2016, 3/2016 y 4/2016, las tres de 18 de enero; 31/2016, de 18 de
febrero; 99/2016, de 25 de mayo; 156/2016, de 22 de septiembre y
43/2017, de 27 de abril.

La Ley tiene tres objetivos: garantizar la sostenibilidad financiera de


todas las Administraciones Públicas, fortalecer la confianza en la
estabilidad de la economía española y reforzar el compromiso de
España con la Unión Europea en materia de estabilidad
presupuestaria. Por ello regula en un texto único la estabilidad
presupuestaria y sostenibilidad financiera de todas las
Administraciones Públicas, tanto del Estado como de las
Comunidades Autónomas, Corporaciones Locales y Seguridad Social.

Igualmente se regula en una disposición adicional el

principio de responsabilidad por incumplimiento de normas de


Derecho comunitario, responsabilidad que afecta por igual

a todas las entidades integrantes del sector público que, en el ejercicio


de sus competencias, incumplieran obligaciones derivadas de normas
del Derecho de la Unión Europea, dando lugar a que el Reino de
España sea sancionado por las instituciones europeas. Todas ellas
asumirán, en la parte que les sea imputable, las responsabilidades que
se devenguen por tal incumplimiento.

La Ley contempla un período transitorio hasta el año 2020, tal como


establece la Constitución. Durante este período se determina una
senda de reducción de los desequilibrios presupuestarios hasta
alcanzar los límites previstos en la Ley, es decir, el equilibrio
estructural y una deuda pública del 60 por 100 del PIB.

La Ley deroga expresamente la Ley Orgánica 5/2001, de 13 de


diciembre, complementaria a la de estabilidad presupuestaria, así
como el Texto Refundido de la Ley General de Estabilidad
Presupuestaria, aprobado por Real Decreto Legislativo 2/2007, de 28
de diciembre.

La Ley entró en vigor el 1 de mayo de 2012, si bien en algunos puntos


se demoró hasta el 1 de enero de 2013.

Determinada la esencial interrelación existente entre el ingreso y el


gasto público, atribuido su análisis al Derecho Financiero, cabe
concluir lógicamente en el reconocimiento de la autonomía científica
del Derecho Financiero.

En conclusión, existe un engarce constitucional entre ingresos y


gastos públicos, de forma que los principios de justicia aplicables en
sus respectivos ámbitos sólo alcanzarán su verdadera dimensión
cuando se integren, en una visión globalizadora, como principios de
justicia financiera. Los principios de justicia tributaria, de acuerdo
con los cuales los ciudadanos deben contribuir en la medida de sus
capacidades económicas, no encuentran en sí mismos explicación —
como no la encuentra el tributo— si no se piensa que, en último
término, las prestaciones tributarias no son más que la cuota a

través de la cual se concurre a la financiación de los gastos públicos.


III. CONCEPTO Y CONTENIDO DEL DERECHO TRIBUTARIO

El Derecho Tributario es la disciplina que tiene por objeto de estudio


el ordenamiento jurídico que regula el establecimiento y aplicación
de los tributos.

El Derecho Tributario es una parte del Derecho Financiero, de la


misma manera que el ordenamiento tributario no constituye más que
una parte, ciertamente importante, de un ordenamiento más amplio
que es el financiero. Es justamente esa indudable significación que el
ordenamiento tributario tiene en el vasto ámbito de la normativa
financiera, la que puede explicar —al margen de ciertas
consideraciones metodológicas— su incorporación al nombre con que
se conoce nuestra disciplina en las Facultades de Derecho españolas.

El Derecho Tributario se ha desarrollado sobre el instituto jurídico que


constituye la columna vertebral de este sector del ordenamiento: el
tributo. En una primera aproximación, puede definirse como una
obligación, pecuniaria, ex lege, en virtud de la cual el Estado u otro
ente público se convierte en acreedor de un sujeto pasivo, como
consecuencia de la realización por éste de un acto o hecho indicativo
de capacidad económica.

El contenido del Derecho Tributario suele agruparse tradicionalmente


en dos grandes partes. En la primera —Parte General— se configuran
como objeto de estudio aquellos conceptos básicos que permiten una
cabal aprehensión de lo que el tributo es, de su significación en el
mundo del Derecho y, en definitiva, de su poderosa individualidad.

Así, partiendo de la delimitación conceptual del tributo, como instituto


jurídico, de las categorías específicas que pueden reconducirse al
género tributo y de su significación actual, deberán analizarse dos
aspectos esenciales: las fuentes normativas reguladoras del tributo —
con especial atención a los principios constitucionales aplicables en la
materia— y la individualización de los entes públicos a los que se
reconoce el poder para establecer y recaudar tributos. Esclarecidas
estas tres grandes cuestiones —qué es el tributo, cómo se establece y
regula, quién lo establece y aplica—, deberá completarse el estudio de
la denominada Parte General prestando atención a los distintos
procedimientos a través de los cuales se llevan a la práctica las
previsiones contenidas en las normas tributarias. De forma sintética
podemos referirnos a los procedimientos de aplicación de los tributos
—que incluye los procedimientos de gestión, inspección y
recaudación—, así como el desarrollo del procedimiento sancionador
y los procedimientos de revisión —esto es, al ejercicio de las
competencias atribuidas a la Administración para juzgar acerca de la
conformidad a Derecho de los actos dictados por la propia
Administración al aplicar las normas tributarias—.
La propia Ley General Tributaria establece que «Las funciones de aplicación de los tributos se
ejercerán de forma separada a la de resolución de las reclamaciones económico-
administrativas que se interpongan contra los actos dictados por la Administración tributaria»
(art. 83.2).

Por último, deberán tomarse en consideración las consecuencias que


derivan del incumplimiento de los mandatos contenidos en las normas
tributarias. En este punto no se da singularidad alguna en materia
tributaria, cuyas normas presentan una estructura análoga a
cualesquiera otras normas: hipótesis normativa, mandato y sanción
por el incumplimiento de éste. La hipótesis normativa está constituida
por un hecho o acto indicativo de capacidad económica, cuya
realización genera un mandato —obligación de contribuir— que, en
caso de incumplimiento, determina la aplicación de unas sanciones.
Así, el estudio de las infracciones y sanciones tributarias constituye el
último de los

aspectos a estudiar, y en el que deberán tenerse muy presentes los


principios propios del ordenamiento penal.
Todo el desarrollo de la Parte General del Derecho Tributario pone de relieve la existencia de
dos grandes parcelas: de una parte, el tributo —y las relaciones jurídicas asociadas al mismo—
y, de otra, los procedimientos para su aplicación. Esta distinción dio lugar hace ya muchos años
a que la doctrina alemana distinguiera entre Derecho Tributario material y formal, distinción en
la que años más tarde insistieron algunos maestros del Derecho Tributario. De forma especial
DINO JARACH y SAINZ DE BUJANDA. Entendía este último que dentro del ordenamiento
tributario era posible separar, conceptualmente, los aspectos materiales del tributo de aquellos
otros puramente formales, de manera que pudiera admitirse una escisión ideal entre la parte
material —aquello en lo que el tributo consiste — y la parte formal —el modo como se aplica y
se hace efectivo—.
A este respecto conviene observar cómo la singularidad de los procedimientos de aplicación de
los tributos —la denominada parte formal —, muy arraigada en el ordenamiento español y
especialmente en el ámbito de la Administración Tributaria, ha ido cediendo el paso, cada vez
más y en un largo caminar que aún no ha terminado, a su asimilación al régimen que es de
general aplicación en las restantes parcelas de la Administración Pública española. En ese
sentido, como reconoce la propia Exposición de Motivos de la LGT vigente, es hoy una realidad
la vis expansiva de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del
Procedimiento Administrativo Común; hoy Ley 39/2015, del Procedimiento Administrativo
Común de las Administraciones Públicas y Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector
Público. Aunque aún queda un largo trecho por recorrer. Podremos constatarlo al analizar los
distintos procedimientos de aplicación de los tributos.

La Parte Especial tiene como objeto de estudio los distintos sistemas


tributarios de los entes públicos territoriales. En ella se analizarán las
distintas modalidades de tributos existentes en cada uno de los
ordenamientos —el de la Administración Central, el autonómico y el
local— y las técnicas de articulación normativa entre los distintos
tributos.

Como veremos, el tributo ha adquirido una significación jurídica que


no puede desconocerse. Nos encontramos ante un instituto jurídico
cuyo nacimiento y desarrollo se encuentra en todo momento
condicionado por las pautas que establece el ordenamiento jurídico.
Por ello, carece hoy de significación pretender conceptuar el tributo
como una relación de poder, difícilmente permeable al Derecho.
Cuestión distinta es reconocer que, al igual que ocurre con toda norma
de Derecho Público, el interés tutelado —el interés del Estado a la

obtención de unos ingresos que van a permitir la satisfacción de los


fines públicos— exige la aplicación de unos procedimientos —el de
ejecución forzosa es el exponente más típico— inaplicables en la
regulación jurídica de relaciones entre particulares. Ello no significa la
negación del lugar que al Derecho le corresponde en la ordenación y
aplicación del tributo, sino que es una consecuencia asociada al hecho
de que la Administración Pública actúa y se relaciona como una
potentior persona, a cuyo servicio se apresta un elenco de potestades
exorbitantes, de las que carecen los particulares en sus relaciones
jurídicas. Naturalmente, todo ello no exime a la Administración de
sujetarse al ordenamiento y en esa sujeción se suscita una de las
cuestiones capitales del Derecho Público, conseguir el equilibrio entre
privilegios a favor de la Administración y garantías a favor del
ciudadano, cuestión ésta que sí se presenta con muy singulares
caracteres en el ámbito del ordenamiento tributario.
TEMA 2 :LOS INGRESOS PÚBLICOS

I. LOS INGRESOS PÚBLICOS: CONCEPTO Y CARACTERES

Se entiende por ingreso público toda cantidad de dinero percibida por


el Estado y los demás entes públicos, cuyo objetivo esencial es
financiar los gastos públicos.

Varias son las notas que definen el concepto de ingreso público.

a) El ingreso público es siempre una suma de dinero. En consecuencia, no


son ingresos públicos:

1) Las prestaciones in natura de las que también son acreedores los entes públicos y que, aun
estando justificadas por la necesidad de satisfacer determinadas necesidades públicas, no
adoptan la forma de recursos monetarios, sino la de prestaciones en especie o prestaciones
personales.

El paradigma de la prestación in natura o personal es el servicio militar (art. 30 CE) que, con
diversas excepciones legales y hasta el año 2001, se impuso obligatoriamente a todos los
españoles varones. Este ejemplo sirve perfectamente para observar las diferencias existentes
entre estas prestaciones y los ingresos públicos.

2) Tampoco pueden calificarse como ingresos públicos los bienes adquiridos mediante
expropiación forzosa o confiscación, por ejemplo.

b) Percibida por un ente público.


El calificativo de público hace referencia al titular del ingreso, no al régimen jurídico aplicable
al ingreso, ya que existen ingresos públicos regulados por normas de Derecho público (el caso
más claro es de los ingresos tributarios), e ingresos públicos cuya disciplina se contiene
esencialmente en normas claramente adscritas al ordenamiento privado (por ejemplo, los
ingresos obtenidos por la enajenación de títulos representativos

de la participación en el capital de sociedades mercantiles, como las acciones, que sean


propiedad del Estado).

c) Tiene como objetivo esencial financiar el gasto público.

El ingreso público se justifica, básicamente, por la necesidad de


financiar los gastos públicos, finalidad que se ha asociado
tradicionalmente a la concepción de la actividad financiera como una
actividad instrumental, dirigida a poner al servicio de la
Administración unos ingresos con los que ésta pudiera realizar
directamente la satisfacción de los fines públicos (de donde deriva el
carácter final o inmediato de la actividad administrativa).
Sin embargo, las funciones que la Hacienda Pública debe cumplir en la actualidad aconsejan
atemperar la nota de instrumentalidad. El reconocimiento de que los ingresos públicos pueden
tener otras finalidades distintas de la financiación de los gastos no es algo nuevo. Se encontraba
ya en el art. 4 de la LGT de 1963, y en la regulación de las Haciendas Locales de los años
cincuenta del siglo pasado, que recogían varias figuras bajo la denominación genérica de
tributos con fines no fiscales. En la actualidad, el art. 2.1, segundo párrafo, LGT sigue
recogiendo el mismo principio [así se recuerda, por ejemplo, en las SSTS de 26 de abril de 2005
(RJ 5729), y 17 de febrero, 19 de junio y 10 de julio de 2014 (RJ 2014\1636, 4237 y 3633); 5 y
11 (dos) de junio y 1 de diciembre de 2015 (RJ 2015\3160, 2932, 2935 y 6332
respectivamente), y de 8, 9, 15 y 30 de marzo de 2016 (RJ 2016\1396, 2185, 2188 y 2191,
respectivamente], entre otras muchas.

Por otra parte, el objetivo de financiar las necesidades públicas es lo que distingue los ingresos
públicos de otros ingresos dinerarios, las sanciones pecuniarias. Éstas, aunque una vez
recaudadas coadyuvan a la satisfacción de los gastos públicos, tienen como razón de ser la
represión de los comportamientos antijurídicos (así se afirma en las SSTS de 26 de abril de
2005, que acabamos de mencionar, y 10 de febrero de 2010 (RJ 2010\1319).

Si el objetivo básico del ingreso es propiciar la cobertura del gasto,


sólo habrá ingreso público cuando el ente que recibe aquél tenga sobre
el mismo plena disponibilidad, esto es, cuando ostente título jurídico
suficiente para afectarlo al cumplimiento de sus fines. De ello deriva
que no pueden calificarse como ingresos públicos aquellas cantidades
que obran en poder de los entes públicos como consecuencia de títulos
jurídicos que no permiten su libre disponibilidad. Tal sería, por
ejemplo, el caso de las fianzas, depósitos o cauciones constituidos en
la Caja General de Depósitos. Al no haber títulos de dominio no puede
hablarse de un ingreso público en sentido estricto.

II. CLASIFICACIÓN DE LOS INGRESOS PÚBLICOS


Los ingresos públicos pueden ser clasificados tomando en cuenta
diversos criterios, algunos de los cuales tienen reflejo legal y otros son
admitidos por la doctrina sólo a efectos convencionales. Los más
relevantes son los siguientes:

a) Ingresos de Derecho público y de Derecho privado.

El criterio distintivo de esta clasificación (que se recoge en el art. 5.2


LGP) se encuentra en la pertenencia de las normas reguladoras de un
determinado ingreso al ordenamiento público o al privado. En el
primer caso, se aplican normas del Derecho público y la
Administración Pública goza de las prerrogativas y poderes que son
propios de los Entes públicos (por ejemplo, derechos de prelación y
preferencia frente a otros acreedores, afección de bienes, presunción
de legalidad de los actos administrativos, ejecutividad de estos
mismos actos, etc., según puede deducirse del art. 10.1 LGP). En el
segundo, se aplican las normas de Derecho privado porque priman sus
principios propios, que regulan relaciones entre iguales (aunque con
algunos matices importantes) (art. 19 LGP).
Para terminar de precisar la distinción podemos hacer algunas consideraciones:

1) Son ingresos de Derecho público los tributos, los ingresos derivados de monopolios, las
prestaciones patrimoniales de Derecho público (con las precisiones que haremos más adelante)
y los ingresos procedentes de la Deuda pública; e ingresos de Derecho privado los derivados de
la explotación de bienes patrimoniales, incluidos los que proceden de actividades mercantiles e
industriales realizadas por entes públicos.

2) La misma distinción se recoge en las normas que regulan las Haciendas de las distintas
Comunidades Autónomas.

3) En el ámbito local, los arts. 2.o, apartado 2; 3.o y 4.o TRLHL reproducen, casi literalmente,
la misma clasificación. Así, el primero alude a los ingresos de Derecho público, y los dos
últimos a los que se rigen por el Derecho privado.

b) Ingresos tributarios, monopolísticos, patrimoniales y crediticios.

Esta clasificación, que pretende superar las dificultades que puede


plantear en ocasiones la distinción anterior, atiende al origen o
instituto jurídico del que dimanan los respectivos ingresos. En unos
casos (tributos y Deuda pública), nos encontramos ante institutos que
de modo inmediato procuran ingresos pecuniarios. En otros supuestos
(bienes patrimoniales, susceptibles de generar precios, rentas o
beneficios) los recursos monetarios se obtendrán indirectamente a
través de su gestión (entendido el término en sentido amplio).

c) Ingresos ordinarios y extraordinarios.

Los primeros son los que afluyen al Estado (o a los demás Entes
públicos) de manera regular, mientras que los segundos sólo se
obtienen en circunstancias especiales, respectivamente.
La distinción puede completarse con algunas aclaraciones:

1) Tradicionalmente se ha citado al tributo como ejemplo de ingreso ordinario de las Haciendas


públicas, mientras que los ingresos obtenidos mediante la emisión de Deuda pública han sido
considerados como el ejemplo más característico de ingreso extraordinario. No obstante, en los
momentos actuales no puede seguir citándose el ingreso crediticio, derivado de la emisión de
Deuda, como un supuesto de ingreso extraordinario, ya que tal instituto ha adquirido carácter
ordinario y son continuas las emisiones de Deuda pública, con el fin no sólo de financiar los
gastos estatales, sino de conseguir las más variadas finalidades de política económica.

2) La doctrina (PALAO) ha cuestionado la validez de esta distinción, defendiendo que debe


considerarse como ingresos extraordinarios únicamente aquellos cuya obtención produce el
agotamiento de la correspondiente fuente, como pueden ser una hipotética leva sobre el capital o
los derivados de la venta de bienes patrimoniales. Estaríamos en tales casos ante ingresos
extraordinarios por naturaleza.

d) Ingresos presupuestarios y extrapresupuestarios.

Los primeros son los que aparecen previstos en el Presupuesto,


mientras que los segundos son los que no tienen reflejo en él.
Hay que tener en cuenta lo siguiente:

1) Es difícil apreciar hoy día la existencia de ingresos extrapresupuestarios, dado que chocan
tanto con el principio presupuestario de universalidad (todos los ingresos y gastos deben estar
consignados en el Presupuesto), como con el principio de unidad (debe existir un único
presupuesto por cada ente público).

2) No obstante, todavía existen algunos ingresos extrapresupuestarios, que forman parte de la


tributación parafiscal, que estudiamos más adelante.

III. LOS INGRESOS PATRIMONIALES


1. CONCEPTO Y SIGNIFICACIÓN

Los ingresos patrimoniales son aquellos que proceden de la


explotación y enajenación de los bienes que constituyen el patrimonio
de los Entes públicos. Los bienes patrimoniales son, en principio, los
que no pueden calificarse como bienes de dominio o uso público; de
aquí que pueda decirse que, en general, los ingresos patrimoniales se
rigen por normas del Derecho privado.
La significación de los ingresos patrimoniales en la Hacienda contemporánea dista mucho de ser
la que tuvo en épocas pretéritas. Estos ingresos tienen una importancia menor ya que, desde un
punto de vista recaudatorio, aportan al Presupuesto cantidades inferiores a las que pueden
obtenerse mediante el recurso a otros institutos generadores de ingresos (especialmente el
tributo y la Deuda pública).

En cuanto a la caracterización de los bienes patrimoniales, debemos


distinguir entre las distintas Administraciones públicas:

A) Por lo que respecta al Estado, la distinción entre bienes de dominio


público y los bienes patrimoniales se encuentra en los arts. 338 a 341
del Código Civil:

a) En el primero de ellos (art. 338) se dice que los bienes del Estado
son de dominio público o de propiedad privada.

b) Según el art. 339, son bienes de dominio público los destinados al


uso público (caminos, ríos, riberas, playas, puentes, etc.), y los
destinados a algún servicio público (siempre que su uso no haya sido
objeto de concesión).

c) El resto de los bienes del Estado tienen la naturaleza de bienes


patrimoniales (art. 340).
A lo anterior, debe añadirse lo siguiente:

1) La distinción entre los bienes de dominio público y los patrimoniales tiene incluso reflejo
constitucional (art. 132).

2) La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas (LPAP) reafirma esta distinción. Los
bienes de dominio público se mencionan en su art. 5.1, y los patrimoniales en el art. 7.1.

B) En la normativa aplicable a las Comunidades Autónomas, también


se encuentra la misma distinción entre los bienes de dominio público y
los bienes patrimoniales (art. 5.2 LOFCA).
Hay que advertir que también se aplican a las Comunidades Autónomas las normas de la Ley de
Patrimonio de las Administraciones Públicas que tengan el carácter de básicas.

C) La misma distinción entre los distintos tipos de bienes se recoge en


el caso de las Corporaciones Locales, si bien los términos utilizados
por las normas se acomodan a las denominaciones tradicionales de los
bienes municipales y provinciales. Su identificación se encuentra en el
Código Civil (arts. 343 y 344) y en la legislación local (art. 79.2 y 3
LBRL y art. 3 TRLHL):

a) Son bienes de dominio público los destinados al uso o servicio


público (caminos, plazas, calles, aguas públicas, obras públicas, etc.).

b) Como categoría peculiar en la Hacienda Local nos encontramos con


los bienes comunales, que son aquellos cuyo aprovechamiento
corresponda a todos los vecinos de un municipio (por ejemplo, los
montes comunales, denominados tradicionalmente montes en mano
común).
El art. 11.4 de la Ley 43/2003, de 21 de noviembre, de Montes, establece lo siguiente:

«Los montes vecinales en mano común tienen naturaleza especial derivada de su propiedad en
común sujeta a las limitaciones de indivisibilidad, inalienabilidad, imprescriptibilidad e
inembargabilidad. Sin perjuicio de lo previsto en el artículo 2.1 de esta Ley, se les aplicará lo
dispuesto para los montes privados.»

c) El resto de los bienes de los Entes locales tienen la consideración de


patrimoniales.
Sin perjuicio de todo lo anterior, también se aplican a los Entes locales las normas de la Ley de
Patrimonio de las Administraciones Públicas que tengan el carácter de básicas.

De lo indiciado hasta aquí es posible extraer alguna conclusión en


relación con la posibilidad de obtener ingresos derivados de ambos
tipos de bienes:

a) Los bienes de dominio público están directamente afectos a la


satisfacción de necesidades públicas, por lo que, en principio, no
tienen como fin obtener ingresos públicos (en el sentido que hemos
dado al término un poco más arriba).
No obstante, en determinados casos sí pueden producirlos. Así ocurrirá cuando la utilización del
dominio público por parte de particulares genere un derecho económico a favor del titular del
dominio, que se concretará en la exigibilidad de una tasa [art. 2.2.a) de la Ley General
Tributaria].

b) Por lo que se refiere a los bienes patrimoniales, aunque su finalidad


esencial no es la de procurar ingresos, sí pueden generarlos, a través
de su explotación que se encuentra regida, por lo general, por normas
de Derecho privado (art. 7.3 LPAP por lo que se refiere a la Hacienda
estatal, y art. 8.2 TRLHL por lo que afecta a las Entidades locales).

c) No existe una correspondencia entre dominio público y bienes


patrimoniales, de una parte, e ingresos de Derecho público y de
Derecho privado, de otra, sino que frecuentemente bienes demaniales
producen ingresos de naturaleza jurídico-privada. Por ejemplo, esto
sucede siempre que tales bienes son explotados por el Estado o ente
público titular por medio de contratos privados (compraventa de los
productos, arrendamiento, etc.), cuando las leyes lo autorizan.

2. RÉGIMEN JURÍDICO GENERAL

El régimen general de los bienes patrimoniales estatales se encuentra


contenido en la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las
Administraciones Públicas (LPAP).
Como hemos apuntado antes, las normas básicas de esta Ley (enumeradas en su Disp. Final 2.a)
se aplican también a las Comunidades Autónomas, a las entidades que integran la
Administración local y a las entidades de Derecho público vinculadas o dependientes de ellas
(art. 2.2 de la Ley). Por otro lado, hay que destacar que, desde su aprobación, la LPAP ha sido
modificada en varias ocasiones, aunque no de forma sustancial (la

última, al redactar estas líneas, por la Ley 6/2018, de 3 de julio, de Presupuestos Generales del
Estado para 2018).
El contenido de la LPAP se puede sintetizar del modo siguiente:

a) En primer lugar, sus normas se aplican a los bienes que integran el


patrimonio del Estado.

b) Por lo que se refiere a la normativa a tener en cuenta, debe


observarse que las normas del Derecho privado civil o mercantil
tienen carácter subsidiario de las normas contenidas en la propia Ley.

c) Por lo que se refiere a la administración del Patrimonio estatal, se


atribuyen competencias, con carácter general, al Ministerio de
Hacienda, que normalmente las ejerce a través de la Dirección General
del Patrimonio del Estado (arts. 9 y 10 LPAP).

d) Debe señalarse la existencia de determinadas prerrogativas de la


Administración, difícilmente inteligibles en el marco de un
ordenamiento estrictamente privado, que sólo encuentran cabal
justificación cuando se pone de relieve el contenido tanto jurídico-
administrativo como jurídico- financiero de los bienes patrimoniales
[a título de ejemplo, la Administración puede recuperar por sí misma
la posesión perdida (art. 55.1 LPAP), y sus bienes no pueden ser
embargados cuando se encuentren materialmente afectados a un
servicio público o a una función pública, cuando sus rendimientos o el
producto de su enajenación estén legalmente afectados a fines
determinados, o cuando se trate de valores o títulos representativos del
capital de sociedades estatales que ejecuten políticas públicas o
presten servicios de interés económico general (art. 30.3 LPAP)].
Por el contrario, en el ámbito local los bienes patrimoniales sí que pueden ser objeto de
ejecución y de embargo, siempre que no estén afectos al uso o servicio público. Así se establece
en el art. 173.2 del TRLHL. El art. 154 LHL, del que procede aquél, hubo de ser modificado,
para permitir la ejecución y embargo de bienes patrimoniales locales, como consecuencia de la
STC 166/1998, de 15 de julio.

e) Debe notarse que será el Ministro de Hacienda quien disponga la


explotación de los bienes patrimoniales del Estado que no convenga
enajenar y que sean susceptibles de aprovechamiento rentable (art.
105 LPAP).
En la actualidad, la administración (entendido el término en sentido muy amplio) de los
inmuebles patrimoniales está encomendada a la Sociedad Estatal de Gestión Inmobiliaria de
Patrimonio, SA (SEGIPSA), que fue constituida por la Disposición Adicional 2.a de la Ley
53/1999, de 28 de diciembre. Su régimen se contiene en la Disposición Adicional 10.a de la
LPAP, modificada por la Disposición Final 6.a2 de la Ley 8/2013, de 26 de junio.
f) La afectación de los ingresos patrimoniales a la financiación de los
gastos públicos se pone de relieve de modo continuo (arts. 108, 109 y
133 LPAP, entre otros).

IV. LOS INGRESOS DE MONOPOLIO


En ocasiones el Estado decide que un determinado servicio sea
prestado, de forma exclusiva, por un sujeto, o que la adquisición,
producción y venta de determinados productos sólo pueda realizarla
igualmente un sujeto. En tales supuestos nos encontramos ante una
situación de monopolio, tutelada por el ordenamiento jurídico, en
virtud de la cual sólo un sujeto de derecho puede prestar un
determinado servicio o puede disponer de un producto. Estamos ante
un monopolio de derecho, así denominado porque es el propio
ordenamiento el que tutela la situación descrita.

En otras ocasiones se produce la misma situación sin que haya sido


expresamente querida por el ordenamiento, sino que es una resultante
de determinadas circunstancias. Piénsese en todos aquellos supuestos
en los que un determinado producto sólo se obtiene en ciertas zonas o
en aquellos casos en los que la comercialización de un bien requiere
tal esfuerzo inversor que sólo una poderosa entidad mercantil decide
abordar tal tarea. Estaremos en tales casos ante un monopolio de
hecho.

Cuando nos referimos a los ingresos de monopolio que el Estado


obtiene, nos referimos a los monopolios de derecho,

esto es, a aquellos que son resultado de la voluntad estatal, plasmada


en el ordenamiento vigente. Las razones por las que el Estado
establece un monopolio son básicamente dos:

a) Mejorar la prestación de determinados servicios públicos


(monopolios no fiscales), uno de cuyos ejemplos tradicionales era el
servicio de correos.

b) Obtener ingresos (monopolios fiscales), entre los que


tradicionalmente estaban los de tabacos y petróleos.

Una vez establecidos los monopolios, el Estado puede obtener


ingresos de naturaleza muy distinta:
1) Ingresos de naturaleza tributaria, cuando se gravan los beneficios
de la entidad a la que se ha concedido el monopolio en la
comercialización de un determinado producto.

2) Ingresos de carácter patrimonial, cuando el Estado gestione


directamente un monopolio o cuando tenga una participación en el
capital social de la entidad a la que se ha atribuido su gestión.

3) También pueden existir ingresos monopolísticos en sentido estricto


(como opinó SAINZ DE BUJANDA). Se entiende por tales la especial
participación en los beneficios del monopolio que se reserva el Estado
cuando concede a un tercero la titularidad o gestión del monopolio.
No obstante, las SSTS de 5 de abril de 2000 (citando algunas anteriores), 10 de septiembre de
2001 y 4 y 7 de noviembre de 2005 calificaron estos ingresos monopolísticos, denominados
tradicionalmente como renta (en estos casos de petróleos), como ingresos tributarios.

Los recursos procedentes de los monopolios fueron frecuentes en


épocas pasadas, no sólo en nuestra Hacienda Pública, sino también en
otras de los países de nuestro entorno (por ejemplo, fueron muy
frecuentes los monopolios sobre la sal, el tabaco, las cerillas, el
azúcar, etc.). En España, los monopolios más importantes fueron los
del tabaco y el petróleo. Estos monopolios sufrieron importantes
modificaciones, sobre todo a raíz del ingreso en la Comunidad
Europea, y han terminado por desaparecer prácticamente. Esto

no ha sido más que una consecuencia derivada de la necesidad de


adaptar el ordenamiento jurídico español a los principios comunitarios
en esta materia, que llegaban incluso a cuestionar su propia existencia.

Así pues, los monopolios fiscales han perdido en España la


importancia jurídica y recaudatoria que tuvieron en otros momentos
de la historia de la Hacienda Pública. Hoy día sólo subsisten el de
Tabacos (aunque con un ámbito material muy reducido) y el de la
Lotería Nacional (con una existencia muy cuestionada por la cantidad
de excepciones y derogaciones que conoce).
Monopolio de Tabacos. La antigua regalía de Tabacos, cuyos orígenes se remontan al siglo
XVII, se reguló por la Ley de 18 de marzo de 1944. Posteriormente, su régimen jurídico se
estableció por la Ley 38/1985, de 22 de noviembre, que lo adecuó a las exigencias del
ordenamiento comunitario. Esta Ley fue modificada varias veces hasta que la Ley 13/1998, de 4
de mayo, de ordenación del mercado de tabacos (que también ha sido modificada en varias
ocasiones), declaró prácticamente extinguido el monopolio.
En la actualidad, el régimen del sector se puede sintetizar del modo siguiente: a) el mercado de
tabacos es libre. La libertad económica abarca la fabricación, importación y comercialización al
por mayor de labores de tabaco; b) se mantiene el monopolio en la venta al por menor, del que
es titular el Estado, que lo ejerce a través de la red de Expendedurías de Tabaco y Timbre; c)
existe un Comisionado para el Mercado de Tabacos, que ejercerá las funciones de regulación y
vigilancia para salvaguardar la aplicación de los criterios de neutralidad y las condiciones de
libre competencia efectiva en el mercado de tabacos en todo el territorio nacional.

El Auto del TS de 1 de julio de 2010 (JUR 2010\287938) planteó una cuestión prejudicial ante
el TJUE preguntando si la prohibición impuesta a los titulares de expendedurías de tabaco para
desarrollar la actividad de importación de labores de tabacos desde otros Estados miembros,
conforme al Derecho interno español, constituía una restricción cuantitativa a la importación o
una medida de efecto equivalente, prohibidas ambas por el art. 34 del Tratado de
Funcionamiento de la Unión Europea (antiguo art. 285 TCE). El TJUE, en la Sentencia de 26 de
abril de 2012 [Asunto C- 56/10, Asociación Nacional de Expendedores de Tabaco y Timbre
(ANETT)], consideró que, en efecto, las prohibiciones indicadas eran contrarias a lo dispuesto
en el art. 34 TFUE.

Monopolio de Loterías. Se trata de un monopolio que se gestiona directamente por el Estado a


través de la Sociedad Estatal Loterías y Apuestas del Estado, SA, creada por el Real Decreto-
Ley 13/2010, de 3 de diciembre. Sus funciones abarcan: a) la gestión de loterías y juegos de
ámbito nacional (siempre que afecten a un territorio superior al de una CA); b) la gestión de
apuestas mutuas deportivo-benéficas; c) la autorización de

sorteos, loterías o juegos cuyo ámbito exceda de una CA; d) la autorización de apuestas
deportivas sea cual sea su ámbito territorial.

El gravamen especial del 20 por 100 sobre los premios de las loterías públicas superiores
actualmente a 20.000 euros, establecido en la Ley 16/2012, de 27 de diciembre, por la que se
adoptan diversas medidas tributarias dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y al
impulso de la actividad económica (art. 2.Tres), no es un ingreso monopolístico, sino un
impuesto directo sobre estas ganancias patrimoniales, impuesto que forma parte del IRPF o del
IS, según la naturaleza de la persona que obtenga el premio.

V. LAS PRESTACIONES PATRIMONIALES DE CARÁCTER PÚBLICO

De lo que hemos examinado hasta aquí se puede extraer, como conclusión importante, que para
hacer frente a sus necesidades (que son las de todos los ciudadanos), los Entes públicos
disponen de una amplia panoplia de ingresos. En alguno de los epígrafes anteriores hemos
realizado una síntesis del régimen de los ingresos públicos de Derecho privado, pero resulta
evidente que nuestro interés debe centrarse en los ingresos que hemos denominado de Derecho
público. A ello se dedicarán las Lecciones que siguen, pero ya podemos adelantar que el tributo
es el ingreso público (y de Derecho público) por antonomasia. Su importancia como
instrumento fundamental de la financiación de los gastos públicos es indudable, por lo que a
definir sus contornos y su régimen jurídico dedicaremos la atención y el detalle que el asunto
merece.

Antes, y en el marco de una Lección que, repetimos, pretende dar una


visión general de los ingresos de los Entes públicos, resulta útil que
nos preguntemos sobre si existe o no una categoría genérica dentro de
la cual puedan englobarse todos los ingresos de Derecho público. La
cuestión puede plantearse porque el art. 31.3 CE vincula el principio
de legalidad no al tributo, sino literalmente «a las prestaciones
personales o patrimoniales de carácter público». Dejando de lado,
por razones evidentes, las prestaciones personales (entre las que ya
hemos citado el servicio militar), parece necesario indagar sobre el
concepto de prestación patrimonial de carácter público y sobre las
relaciones que mantiene esta categoría con la del tributo.
En realidad, como ha puesto de manifiesto RUIZ GARIJO, estas cuestiones sólo comenzaron a
ser objeto de debate a finales de los años 80 del pasado siglo, y las posturas a las que vamos a
hacer referencia de inmediato se fueron perfilando a lo largo de la década siguiente.

Simplificando bastante, las posturas sobre las relaciones que existen entre las prestaciones
patrimoniales de carácter público y los tributos se pueden resumir así:

a) Según la primera, ambas figuras tienen un ámbito material diferente, de tal modo que las
prestaciones patrimoniales de carácter público son el género (más amplio), y el tributo (de
ámbito más restringido) es una de sus especies. Esta postura se defendió en numerosas SSTC,
entre las que podemos mencionar, las n.o 185/1995, de 14 de diciembre, 182/1997, de 28 de
octubre; 63/2003, de 27 de marzo; 102/2005, de 20 de abril; 121/2005, de 10 de mayo, y de 9 de
mayo de 2019 donde se dice expresamente que «el tributo es una especie, dentro la más
genérica categoría de prestaciones patrimoniales de carácter público». Y también en algunas
SSTS, como la de 14 de julio de 2015 (RJ 2015\3278).

b) Según la segunda postura, ambos términos (prestación patrimonial de carácter público y


tributo) son sinónimos. De esta doctrina parecieron participar las SSTS de 10 de abril, 14 de
mayo y 23 de noviembre de 2015 (RJ 2015\1341, 4078 y RJ 2016100, respectivamente), y de 27
de junio (dos), 26 de septiembre (dos), y 6 de octubre (dos) de 2016 (RJ 2016\3528, 4409, 4856,
5298, 5153 y 5156, respectivamente) que equiparaban las prestaciones patrimoniales de carácter
público a las tasas. En la última se llegó a decir «los precios públicos que hemos identificado
como prestaciones de carácter público son materialmente tributos» (Fundamento de derecho
5.o in fine).

Después de algunas vacilaciones legales y jurisprudenciales, que no


tiene sentido detallar ahora, la normativa positiva se ha inclinado
finalmente por la primera postura. Así, la Disposición final undécima
de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público,
modificó la Disposición adicional primera de la LGT, que quedó
redactada en los siguientes términos:
«1. Son prestaciones patrimoniales de carácter público aquellas a las que se refiere el artículo
31.3 de la Constitución que se exigen con carácter coactivo.

2. Las prestaciones patrimoniales de carácter público citadas en el apartado anterior podrán


tener carácter tributario o no tributario.

Tendrán la consideración de tributarias las prestaciones mencionadas en el apartado 1 que


tengan la consideración de tasas, contribuciones especiales e impuestos a las que se refiere el
artículo 2 de esta Ley.
Serán prestaciones patrimoniales de carácter público no tributario las demás prestaciones que
exigidas coactivamente respondan a fines de interés general.

En particular, se considerarán prestaciones patrimoniales de carácter público no tributarias


aquellas que teniendo tal consideración se exijan por prestación de un servicio gestionado de
forma directa mediante personificación privada o mediante gestión indirecta.

En concreto, tendrán tal consideración aquellas exigidas por la explotación de obras o la


prestación de servicios, en régimen de concesión o sociedades de economía mixta, entidades
públicas empresariales, sociedades de capital íntegramente público y demás fórmulas de
Derecho privado.»

Esta disposición se complementó con lo dispuesto en la Disposición adicional cuadragésima


tercera y en las disposiciones finales novena y duodécima de la misma Ley de contratos de
sector público, donde se calificaron como prestaciones patrimoniales de carácter público las
tarifas satisfechas por la explotación de obras o la prestación de servicios en los ámbitos estatal
y local.

La STC de 9 de mayo de 2019 ha confirmado la constitucionalidad del precepto, aunque sus


argumentos no terminan de ser convincentes.

Un análisis del precepto reproducido, necesariamente resumido dado


el carácter de esta obra, pone de relieve lo siguiente:

1) Efectivamente, la categoría de las prestaciones patrimoniales de


carácter público es más amplia que la de tributo. Este no es más que
una de las especies de aquellas.

2) Las prestaciones patrimoniales de carácter público deben


establecerse por ley.

3) Las prestaciones patrimoniales de carácter público se exigen


coactivamente y podrán tener carácter tributario o no tributario.

4) Las prestaciones patrimoniales de carácter público sólo pueden


exigirse para la satisfacción de intereses generales o, dicho de otro
modo, para acceder a bienes, servicios o actividades que son
esenciales para la vida privada o social.

De estas características mencionadas, el TC sólo se ha encargado de


aclarar qué se debe entender por coactividad. Si hemos comprendido
bien su postura, el término presenta dos perspectivas diferentes:

a) Por una parte, hace referencia al modo mismo de establecimiento


de la prestación, decidida de modo unilateral por los poderes públicos,
sin que intervenga para nada la voluntad de los ciudadanos. Es cierto
que se puede evitar su exigencia absteniéndose de realizar el
presupuesto de hecho al

que se vincula la prestación, pero esta libertad es ilusoria porque


conllevaría, en casos extremos, la renuncia a bienes, servicios o
actividades esenciales para la vida privada o social.
Como ejemplos de ello se han citado el pago de una cantidad por el estacionamiento de
vehículos en la vía pública o las tarifas postales, pero estas prestaciones, sobre todo la primera,
tienen la naturaleza de tasa, por lo que no nos sirven para lo que estamos explicando. Fuera de
estos ejemplos no encontramos otra cosa que precios públicos, como las cantidades a satisfacer
por la utilización de instalaciones deportivas públicas [TSJ de Valencia de 10 de junio de 2005
(JUR 2005\211676)], o la cantidad a pagar por el servicio de recogida de enseres y basuras
comerciales [TSJ de Cataluña de 9 de marzo de 2006 (JUR 2006\221378)]; o la cantidad
satisfecha a los Ayuntamientos por la realización de bodas civiles.

b) Por otro lado, hace alusión a los procedimientos para la exigencia


del pago. De este modo, si no se realiza de forma voluntaria y
espontánea, se podrá exigir de forma forzosa.

Es cierto que la figura de la prestación patrimonial de carácter público


no tributario, que ha sido fundamentalmente una creación doctrinal y
jurisprudencial antes que legal, parece tener una justificación
sociológica y política derivada del incremento de los gastos públicos,
y de la necesidad de acudir a nuevas fórmulas de financiación pública
distintas de los tributos.

Y es cierto también que con ello se da cobertura legal a ciertas


exacciones cuya naturaleza jurídica (tributaria o no) resultaba dudosa.
A título de ejemplo, podemos mencionar los casos siguientes:

a) Las cantidades percibidas por los concesionarios privados de servicios públicos, sobre todo
en el ámbito local (suministro de agua, transporte público de personas, retirada y reciclaje de
residuos, etc.).

b) Los servicios portuarios a que se refiere la STC 74/2010, de 18 de octubre y, entre otras, la
STS de 8 de febrero de 2012 (RJ 2012\3835).

c) Las cantidades exigidas a las personas físicas, los grupos empresariales y las personas
jurídicas no integradas en ellos, que se dediquen en España a la fabricación o importación de
medicamentos, sustancias medicinales y cualesquiera otros productos sanitarios, establecidas
por la Disposición adicional 9.a de la Ley 25/1990, del Medicamento (que fue añadida por la
disposición adicional 48.a de la Ley 2/2004, de Presupuestos Generales del Estado para 2005).
A estas prestaciones se refirieron las SSTS de 14 julio (dos) de 2015 (RJ 2015\3276 y 3278),
una de ellas ya citada, haciéndose eco de la STC 44/2015, de 5 de marzo. La misma doctrina se
puede ver, entre otras muchas, en las SSTS de
15 de julio (dos) de 2015 (RJ 2015\3934 y 5987), y 11 de febrero (dos) de 2016 (RJ 2016\678 y
681).

d) La inversión obligatoria impuesta por la Ley 25/1994, de 12 de julio, a los operadores de


televisión para financiar largometrajes cinematográficos y películas para televisión europeas. En
el Fundamento de derecho tercero de la STS de 4 de octubre de 2016 (RJ 2016\4884) se puede
leer lo siguiente:

«En este caso tendríamos una prestación patrimonial impuesta coactivamente, sin naturaleza
tributaria, en beneficio de la producción de películas. No cabe duda de que el supuesto supone
en todo caso una modalidad especial de prestación patrimonial pública, puesto que no se
produce en beneficio de ningún otro sujeto público o privado ajeno al propio obligado (aunque
indirectamente sí suponga la existencia de beneficiarios, como lo serían todos los que
participan profesionalmente de un modo u otro en dicha actividad financiada de manera
forzosa). Por otra parte, al carecer de naturaleza tributaria, pierden relevancia los argumentos
de la parte referidos a falta de determinación del hecho imponible o a que la prestación no esté
destinada a un gasto.»

Con todo, esta construcción doctrinal no acaba de convencernos pues


se revela en cierto modo innecesaria y, desde luego, la regulación que
se ha hecho de ella nos parece desafortunada. Podemos sintetizar
nuestra crítica (que parecen compartir, al menos parcialmente, algunos
autores como PALAO Y RUIZ GARIJO) del modo siguiente:

1) La figura de la prestación patrimonial de carácter público nació con


el propósito de dar un contenido propio y específico al art. 31.3 CE.
Ahora bien, no existe el más mínimo indicio en el proceso de
elaboración y aprobación de nuestra Constitución (que está
exhaustivamente documentado) que induzca a pensar que el
constituyente pretendía aludir con esa expresión a otros ingresos
públicos distintos del tributo.
Más aun, esta norma constitucional es una reproducción literal del artículo 23 de la Constitución
italiana, y no hemos visto, ni en su doctrina ni en su jurisprudencia, que en algún momento se
haya pensado en aplicar esta regla a ingresos públicos diferentes a los tributarios.

2) Existe una idea compartida por gran parte de la doctrina y la


jurisprudencia según la cual el principio de capacidad económica no
tiene por qué hacerse presente con la misma fuerza en todos los
tributos. Es evidente que, en el IRPF, por poner un ejemplo, el respeto
al principio exige que se establezca un mínimo exento y unas tarifas
progresivas (y aun esto se pone hoy en duda por muchos). Pero el
principio puede

respetarse en otros tributos, por ejemplo en el caso de las tasas,


simplemente a través de una exención para ciertos ciudadanos (como
por otra parte ya se hace). Si esto es así, es decir si pueden existir
tributos que no graviten exclusivamente sobre el principio de
capacidad económica, la utilidad de la figura de la prestación
patrimonial de carácter público no tributario se diluye en buena
medida.

3) Las situaciones a las que pretende dar solución las prestaciones


patrimoniales de carácter público, de las que hemos ofrecido algunos
ejemplos, tienen fácil acomodo en la clasificación tripartita de los
tributos. Si comportan el ejercicio de potestades públicas la
contraprestación son tasas (o contribuciones especiales); y si no lo
comportan son precios, con las especialidades que puedan derivarse de
la intervención de un Ente público en la realización de la actividad de
que se trate.

4) Se dice que las prestaciones patrimoniales de carácter público


(también las de carácter no tributario) deben establecerse por ley, pero
no se indica en lugar alguno cuál debe ser el alcance de esta reserva de
rango normativo, y la interpretación constitucional es tan laxa que
prácticamente ha convertido la regla en una mera declaración retórica.
En efecto, la STC de 9 de mayo de 2019, ya citada, parece defender que el principio de reserva
de ley se ha respetado por el mero hecho de haber introducido el precepto de la LGT a que antes
hemos hecho referencia, lo que supone convertirle en inexistente. En ella se puede leer lo
siguiente (Fundamento de derecho sexto):

«Dicho lo anterior, y como ya se ha señalado con anterioridad, la Constitución no exige que


todas las prestaciones patrimoniales de carácter público no tributarias estén delimitados por
una ley, sino que sea una norma legal la que establezca los criterios a partir de los cuales debe
cuantificarse, de acuerdo con los fines y principios de la legislación sectorial en la que en cada
caso se inserte...

En este caso, se establecen en la ley de contratos los criterios para su determinación, que se
anudan al coste objeto del propio contrato, pudiendo variar en función del mismo.»

En el ámbito local, que parece ser el más proclive a la aparición de estas prestaciones, al menos
en línea de principio, la regulación no ha podido ser más desafortunada:

a) El artículo 20 TRHL, en cuyo apartado 6 (añadido también por la Ley de contratos del sector
público) se contempla su existencia, está dedicado a la regulación del hecho imponible de las
tasas (que es una prestación pública de carácter tributario).

b) Es evidente que en este campo la deslegalización ha sido total porque se dice que este tipo de
prestaciones económicas se regularán mediante ordenanza, norma que evidentemente tiene
carácter reglamentario.

c) El mismo precepto dice que los Entes locales, durante el procedimiento de aprobación de las
ordenanzas reguladoras de las prestaciones públicas de carácter no tributario, deberán solicitar
un informe preceptivo de aquellas Administraciones Públicas a las que el ordenamiento jurídico
atribuyera alguna facultad de intervención sobre ellas. Pero nada se sabe sobre el contenido de
este informe preceptivo, lo que ya está planteando problemas en la práctica.

Y la deslegalización de la figura que estamos examinando no se ha producido sólo en el ámbito


local, sino también en el estatal, lo que ya es más grave. Podemos citar sólo un ejemplo. La
Orden PCI/810/2018, de 27 de julio, modifica, entre otros, el anexo XI del Reglamento General
de Vehículos, aprobado por el Real Decreto 2822/1998, de 23 de diciembre, incorporando una
nueva señal denominada «Distintivo ambiental». Esta señal ha sido impuesta de forma
obligatoria por ciertas Entidades locales para circular por algunas zonas urbanas, y se obtiene
mediante el pago de una cantidad. Nos parece claro que esta cantidad cabe perfectamente en el
concepto de prestación patrimonial de carácter público. Pues bien, no hemos sido capaces de
encontrar la norma, cualquiera que haya sido su rango, que regule su exigencia y su cuantía.

5) No parece congruente calificar de prestaciones públicas no


tributarias unas cantidades de dinero que en muchas ocasiones serán
percibidas por entes privados (los concesionarios de obras o servicios
públicos).

6) La exigencia coactiva de las prestaciones a que estamos haciendo


referencia, en particular las no tributarias, exigidas por la prestación
de un servicio gestionado de forma directa mediante personificación
privada, o mediante gestión indirecta, plantea un grave problema
dogmático ¿Quién será el encargado de determinar la coactividad de la
prestación patrimonial de carácter público?

Si se pretende que el carácter coactivo de la prestación sea


determinado por la persona privada que, en su caso, lleve a cabo la
obra o preste el servicio, hay que reconocer que ello supondrá
encomendar el ejercicio de una de las manifestaciones esenciales del
poder público a entes privados,

lo que nos parece una dejación de funciones difícilmente tolerable.


Un modo de salvar este escollo sería encomendar la exigencia por la vía de apremio a las
Administraciones públicas, puesto que ello comporta, como acabamos de decir, el ejercicio de
un poder público. El modelo no es nuevo en nuestro Derecho. Así, sólo las Administraciones
públicas son titulares de la potestad de expropiación, pero el beneficiario de ella puede ser una
persona privada (art. 2 de la Ley de expropiación forzosa).

El problema es que no existe norma alguna que prevea lo que hemos apuntado.

7) Nos parece claro que en ámbito de las prestaciones patrimoniales


de carácter público no tributario no cabe imponer sanciones
(administrativas o penales) que deriven única y exclusivamente de los
deberes inherentes a ellas (sobre todo su pago).
El carácter restrictivo de las normas penales y sancionadoras administrativas, defendido hasta la
saciedad por el TC y el TS, hace imposible que se puedan aplicar en estos casos las normas que
regulan los delitos contra la Hacienda pública, o las normas sancionadoras de la LGT.

8) No está claro el régimen de recursos administrativos y el orden


jurisdiccional que debe utilizarse para conocer de los problemas que
plantee la aplicación de las prestaciones patrimoniales de carácter
público.
A primera vista podría pensarse que es razonable que se apliquen los recursos administrativos
previstos en el ámbito tributario y la jurisdicción contencioso-administrativa, pero no hay norma
alguna que regule este extremo y, al menos en esta última, la competencia es improrrogable
(arts. 117, 2 y 3 CE, y 9.6 de la Ley orgánica del Poder judicial).

9) La modificación de la LGT ha supuesto la desaparición de una


mención expresa a los tributos parafiscales en la legislación. Pero la
realidad es muy tozuda, de tal manera que este tipo de tributos, se
mencionen o no en la LGT, seguirán existiendo, como se verá en otra
lección de este Curso.
El caso más claro es el de las aportaciones de los empresarios al sistema de la Seguridad Social
[supuesto recogido en la STC 182/1987, de 28 de octubre, y en las SSTS de 3 de diciembre de
1999 (tres) (RJ 1999\9532, 9533 y 9534)], que no cabe duda de que son unos impuestos
parafiscales. Y otro ejemplo es el de los aranceles de los fedatarios públicos, cuyo carácter de
tasa parafiscal no parece plantear problemas.

TEMA 3:EL PODER FINANCIERO: CONCEPTO Y LÍMITES

I. EL PODER FINANCIERO: CONCEPTO Y EVOLUCIÓN HISTÓRICA

La competencia para establecer tributos ha sido uno de los distintivos


tradicionales de la soberanía política. Cuando las primeras
instituciones parlamentarias —las Asambleas medievales— se reúnen
para discutir asuntos públicos, lo hacen con una finalidad muy
concreta: estudiar y, en su caso, aprobar las peticiones de subsidios
hechas por los Monarcas,

condicionando su concesión al hecho de que se diera explicación


sobre las actividades que iban a financiarse con los medios solicitados.
Tómese, pues, buena nota de un hecho histórico importante: el parlamentarismo surge
íntimamente asociado a las instituciones financieras, a la necesidad de aprobar unos ingresos y
gastos públicos, cuya conexión, ya en los albores del parlamentarismo, aparece de forma
manifiesta.
Así lo advierte el Tribunal Constitucional al recordar que «el Presupuesto nace vinculado al
parlamentarismo», y que «el origen remoto de las actuales Leyes de Presupuestos hay que
buscarlo en la autorización que el monarca debía obtener de las Asambleas estamentales para
recaudar tributos de los súbditos. [...] Como consecuencia directa de este principio de
“autoimposición”, surgió el derecho de los ciudadanos, no sólo a consentir los tributos, sino
también a conocer su justificación y el destino a que se afectaban [...]. Los primeros
Presupuestos [...] constituían la autorización del Parlamento al Monarca respecto de los ingresos
que podía recaudar de los ciudadanos y los gastos máximos que podía realizar y, en este sentido,
cumplían la función de control de toda la actividad financiera del Estado [...]. El Presupuesto
es la clave del parlamentarismo ya que constituye la institución en que históricamente se han
plasmado las luchas políticas de las representaciones del pueblo (Cortes, Parlamentos o
Asambleas) para conquistar el derecho a fiscalizar y controlar el ejercicio del poder financiero:
primero, respecto de la potestad de aprobar los tributos e impuestos; después, para controlar la
administración de los ingresos y la distribución de los gastos públicos» (STC 3/2003, de 16 de
enero, FJ 3.o). Véase también la STC 136/2011, de 13 de septiembre, FJ 11.o

Con la instauración del constitucionalismo en el siglo XIX, tanto el


establecimiento de tributos como la aprobación de los Presupuestos
estatales pasan a ser competencia reservada al Parlamento y tanto la
aplicación y efectividad del tributo como la ejecución del Presupuesto
constituyen actividad administrativa reglada, sometida al Derecho. En
un primer momento, priman los aspectos estrictamente formales —
básicamente el respeto al principio de reserva de ley y al principio de
legalidad en la actuación administrativa—. Años más tarde y en
España, cuando entra en vigor la Constitución de 1978, el carácter
normativo y vinculante del texto constitucional hace que el poder
legislativo no sólo esté condicionado por el respeto a los principios
formales, sino que también los principios materiales resultan
vinculantes para el poder de legislar en materia financiera.

Se ha llegado así a la culminación de un largo proceso histórico que,


iniciado con la imposición de tributos a los pueblos vencidos en
contiendas bélicas, concluye con el establecimiento de tributos por el
Parlamento de forma ordenada y conforme a Derecho. El tributo deja
de ser símbolo de poderío militar y se convierte en un instituto
jurídico que adquiere carta de ciudadanía en el mundo del Derecho.
Admitido que el ejercicio del poder político encuentra su máxima
expresión en la ley, y que es la ley la que atribuye a los diferentes
órganos del Estado la titularidad y el ejercicio de concretos poderes
jurídicos, el poder tributario —en cuanto manifestación del poder
político— deja de concebirse como un arsenal de potestades
discrecionales e ilimitadas para convertirse en el ejercicio de
competencias por parte de un órgano —el Parlamento—, al que la
Constitución limita. En suma, el poder financiero no es más que el
poder para regular el ingreso y el gasto público. Este poder se
concreta inicialmente en la titularidad y ejercicio de una serie de
competencias constitucionales en materia financiera: en esencia,
aprobar los Presupuestos, autorizar el gasto público y establecer y
ordenar los recursos financieros necesarios para sufragarlo.

Si ello es así, si, como ha señalado RODRÍGUEZ BEREIJO, el poder


financiero se identifica con el poder legislativo en materia financiera,
por qué, podemos preguntarnos, se habla de un poder financiero
cuando se legisla en esta materia y no se habla de un poder civil o de
un poder administrativo, ni siquiera de un poder penal, cuando se
legisla en estos campos. Ciertamente no existe una explicación
razonable. Sólo un considerable lastre histórico, que sigue gravitando
sobre las instituciones financieras —y más acusadamente sobre el
tributo—, explica la pervivencia de ese concepto de poder financiero,
que sigue identificándose en ocasiones con un poder incondicionado e
irresistible para el ciudadano, impermeable a todo intento de
penetración del Derecho en esta parcela de la actividad pública.

Las iniciales concepciones autoritarias y la propia naturaleza de las


instituciones financieras han venido ejerciendo, con el transcurso de
los años, un notable influjo en esta parcela del pensamiento jurídico.
En materia presupuestaria se han eternizado las discusiones
doctrinales, hoy ya superadas, sobre el valor y alcance de la Ley de
Presupuestos y sobre su naturaleza material o formal, replanteándose
de forma reiterada las discusiones iniciadas con la teoría dualista de la
ley —material y formal— por LABAND (de esta vieja controversia se
hacen eco, entre otras, las SSTC 27/1981, FJ 2.o; 63/1986, FJ 5.o;
76/1992, FJ 4.o; 274/2000, FJ 4.o; 3/2003, FJ 4.o). En materia
tributaria la aceptación incondicionada de las teorías que conciben la
relación tributaria como una relación de poder, ha dado lugar a
equívocos que conviene deshacer.
Algunos, de carácter dogmático, condujeron a la identificación del tributo con el impuesto
(excluyendo a las tasas y a las contribuciones especiales), reduciendo el objeto del Derecho
Tributario al análisis de esta categoría tributaria en la que se da de forma paradigmática esa
especial relación de poder que no se presenta con tanta nitidez en la tasa y en la contribución
especial, en las que existe una cierta relación sinalagmática entre el pago del tributo y la
(contraprestación) utilidad o servicio recibido. Contraprestación o sinalagma que no se produce
(al menos, uti singuli) en el caso del impuesto.

De otra parte, la fundamentación del tributo en el poder de imperio del Estado comportó la
marginación de los principios de justicia tributaria —y especialmente el de capacidad
económica— al ámbito de lo metajurídico, al no considerarlos vínculos para el legislador sino,
en el mejor de los casos, meras orientaciones de las que se puede prescindir al carecer de la
vinculatoriedad propia de toda norma jurídica.

¿Qué es, en síntesis, lo que hoy permanece de las viejas concepciones


en torno al poder financiero y en torno a la configuración de las
relaciones financieras, y especialmente tributarias, como relaciones de
poder? Aceptada la vinculación del poder legislativo a los principios
sancionados por la Constitución, no puede sostenerse seriamente la
persistencia de tales concepciones.

En primer término, interesa anotar que la expresión «poder


financiero», aunque utilizada por nuestro Tribunal Constitucional, sin
efectuar de ella análisis o desarrollo alguno

(SSTC 13/1992, 163/1994, 68/1996, 3/2003, 136/2011, 32/2012,


89/2012, 123/2012 y 27/2017, entre otras), no aparece expresamente
recogida en la Constitución, que, en cambio, sí alude al poder
tributario («la potestad [...] para establecer los tributos [...]»: art.
133.1) y se refiere, sin mencionarlo, al que en la dogmática
anglosajona se conoce como poder de gasto (art. 133.4 CE), y a otras
competencias en materia financiera, como las referidas a la Deuda
Pública (art. 135.3 CE).

Por otra parte, el poder financiero se ha desvinculado definitivamente


de la idea de soberanía, concepto éste que, adecuado a la
problemática jurídico-política de la Monarquía absoluta, carece de
sentido en el moderno Estado constitucional, en el que el Estado en
cuanto persona, es decir, en cuanto sujeto de derechos y obligaciones,
de potestades y deberes, de situaciones jurídicas en general, no puede
considerarse soberano; como cualquier otra persona se halla sometido
al Ordenamiento, del que brotan en última instancia dichas situaciones
jurídicas (RODRÍGUEZ BEREIJO, RAMALLO MASSANET). Ni siquiera en el
plano internacional conserva su plenitud de sentido la idea de
soberanía, habida cuenta de la quiebra provocada en el dogma clásico
de la indivisibilidad de la soberanía por las organizaciones
supranacionales de integración, de las que constituye una muestra
señera la Unión Europea. Pero desde luego, en el plano interno, la
soberanía se transforma en el conjunto de competencias previstas en la
Constitución y en el resto del Ordenamiento jurídico y distribuidas
entre el Estado y los entes públicos territoriales que lo integran. En
nuestra realidad constitucional ni el carácter «absoluto» e
«irresistible» del poder soberano se compadece con los límites y
exigencias de un Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1
CE), ni el carácter «indivisible» e «inalienable» tradicionalmente
atribuido a dicho poder concuerda con el sistema constitucional de
distribución territorial del poder en el Estado de las Autonomías (art.
137 CE), ni con la posibilidad

constitucionalmente reconocida de «cesión», «atribución»,


«transferencia» o «delegación» de parte de ese poder («facultades» o
«competencias») tanto en favor de organizaciones o instituciones
internacionales o supranacionales (art. 93 CE), como en favor de las
propias Comunidades Autónomas (arts. 150.1 y 2 y 157.1 y 3 CE).

Por último, y en parte como consecuencia de lo anterior, se ha ido


progresivamente reconociendo la heterogeneidad del contenido del
poder financiero, como conjunto de competencias y potestades
proyectadas sobre la actividad financiera o sobre la Hacienda Pública.
La heterogeneidad no deriva sólo de la diversidad de materias
abarcadas por las competencias financieras, aunque sea usual la
distinción entre poder o competencias tributarias y competencias
presupuestarias, sino también de la imposibilidad de reconducir a una
categoría unitaria el conglomerado de poderes, potestades, funciones y
derechos que se proyectan sobre la Hacienda Pública, y de los que son
titulares los diferentes entes públicos territoriales. Se cuestiona por
ello la utilidad y el sentido actual de un concepto tan
omnicomprensivo como el de poder financiero, que paulatinamente va
sustituyéndose (en el lenguaje doctrinal, jurisprudencial y normativo)
por el más preciso de competencias financieras (normativas o de
gestión y ejecución). En efecto, como dejó escrito M. GARCÍA PELAYO,
la «estructuración jurídica del poder, en cuanto asigna a los órganos e
instituciones un círculo de actividad objetivamente delimitado,
establece el procedimiento con arreglo al cual ha de realizarla, y
confiere los poderes adecuados a ello, se manifiesta como un sistema
de competencias [...]».

En definitiva, el poder financiero no puede concebirse en la actualidad


como una categoría unitaria derivada de la soberanía, sino como una
fórmula abreviada para designar las competencias en materia
hacendística; esto es, como el haz de competencias constitucionales y
de potestades administrativas de que gozan los entes públicos
territoriales, representativos
de intereses primarios, para establecer un sistema de ingresos y
gastos.
II. LÍMITES DEL PODER FINANCIERO. CLASES. LÍMITES IMPUESTOS POR EL
DERECHO COMUNITARIO FINANCIERO

No hay lugar, en el Estado de Derecho, para un poder soberano, es decir, para un poder
sustraído a toda regla; de forma que en un Estado de Derecho el poder financiero, al igual que
cualquier otra manifestación del poder político, debe ejercitarse en el marco del Derecho, esto
es, del Ordenamiento jurídico en su conjunto (y no sólo en el de las concretas normas jurídicas,
conforme a los postulados del hoy definitivamente superado positivismo legalista). Es, pues, el
Ordenamiento jurídico en su totalidad el que, al tiempo que legitima, delimita el ejercicio del
poder financiero en sus diferentes manifestaciones.

Siendo cometido esencial del Derecho Financiero (y, en general, de todo el Derecho público) el
de hacer posible la sujeción del Poder al Derecho, asegurando su efectiva juridificación y
control, el estudio de los límites jurídicos del poder financiero se extiende al estudio del
Derecho Financiero en su totalidad, pues como ya advirtiera L. VON STEIN, el Derecho
Financiero no es otra cosa que «los límites jurídicos» del poder financiero.

1. Hay que comenzar con los límites que la Constitución impone al


poder financiero de los entes públicos territoriales que integran el
Estado. Cuando el Estado o las Comunidades Autónomas legislan en
materia financiera, cuando establecen un tributo o aprueban sus
respectivos Presupuestos, están limitados por el conjunto de
mandatos, principios y valores establecidos en la Constitución, al
igual que lo están cuando legislan en cualquier otra materia. Nos
encontramos así ante unos primeros límites al ejercicio del poder
financiero: los directamente derivados del texto constitucional y
referidos a la materia financiera.

Resulta evidente, pues, que los límites al poder financiero de los entes
públicos deben buscarse, en primer término, en las normas y
principios que integran la Constitución financiera y que, básicamente,
aspiran a resolver o afrontar, al menos, los dos problemas
fundamentales planteados en materia financiera y que se concretan en
determinar: a) cómo

distribuir las competencias financieras (para la organización y


asignación de los recursos financieros disponibles y para la
ordenación del gasto público) entre los diferentes entes públicos
territoriales: Estado, Comunidades Autónomas y Entes Locales; y b)
cómo distribuir las cargas públicas entre los ciudadanos que, de una
parte, han de concurrir a su financiación (en particular, fijando los
criterios de contribución al sostenimiento de los gastos públicos) y
que, de otra, se han de beneficiar de la equitativa asignación de los
fondos públicos disponibles.

En relación con el primero de los problemas planteados (la


distribución o la ordenación constitucional de competencias
financieras entre Estado, Comunidades Autónomas y Entes Locales),
hay que empezar señalando que si en el moderno Estado de Derecho
el poder financiero se ejerce a través de las competencias y de las
potestades atribuidas por el Ordenamiento jurídico a los entes públicos
en que se organiza territorialmente el Estado, la concurrencia de entes
públicos dotados de poder o competencias constitucionales financieras
en un Estado de estructura plural o compuesta, constituye la primera
exigencia constitucional que han de respetar todos y cada uno de los
titulares del poder financiero. Sucede, en efecto, que los titulares del
poder financiero, en cuanto manifestación del poder político, gozan,
en principio, de una amplia libertad de configuración normativa de su
Hacienda Pública, esto es, del sistema de ingresos y gastos que les
permita desarrollar las funciones y los fines propios de sus respectivos
ámbitos territoriales y competenciales. Pero esta inicial libertad de
configuración supone el respeto de la asimismo libertad de
configuración atribuida al resto de los entes públicos territoriales.

De ahí se deriva que el ejercicio del poder financiero de un ente


público no pueda suponer el vaciamiento o la anulación del ámbito
competencial —material y financiero— correspondiente a «las esferas
respectivas de soberanía y de autonomía de los entes territoriales»
(SSTC 45/1986, FJ 4.o, y

13/1992, FJ 2.o), puesto que, como también tiene declarado el


Tribunal Constitucional, «es una exigencia evidente cuando se trata
del ejercicio de la actividad de ordenación y gestión de los ingresos y
gastos públicos en un Estado de estructura compuesta, que aquélla
habrá de desarrollarse dentro del orden competencial, o sea,
compatibilizando el ejercicio coordinado de las competencias
financieras y las competencias materiales de los entes públicos que
integran la organización territorial del Estado [...]» (SSTC 13/1992,
FJ 2.o, y 49/1995, FJ 4.o). Respeto, pues, del orden constitucional de
distribución de competencias y ejercicio armónico de los respectivos
ámbitos competenciales, sin abusos ni perturbaciones recíprocas; esto
es, conforme a las exigencias de la buena fe como parte integrante de
la lealtad al sistema constitucional.
Una vez clarificado el orden o el sistema constitucional de
distribución de competencias financieras, entraría en juego el segundo
de los problemas planteados (distribución de las cargas públicas entre
los ciudadanos y equitativa asignación de los fondos públicos
disponibles), que nos remite al examen de los principios y exigencias
constitucionales, que han de guiar el ejercicio de aquellas
competencias, y de los que ya nos ocupamos en una Lección anterior.
Recuerda la reciente STS de 8 de junio de 2017 la necesidad de respetar en todo caso «los
límites al ejercicio del poder tributario que se derivan de los principios constitucionales
contenidos en el art. 31.1 CE, de modo que, cualesquiera que sean los fines que guíen al
legislador “en todo caso deben respetarse los principios establecidos en el art. 31.1 CE”, en
orden a conseguir un sistema tributario justo (STC 19/2012, FJ 4.o)» [FJ 5.ob)].

Sucede, sin embargo, que la Constitución financiera — como el resto


del texto constitucional— se proyecta ahora sobre una realidad
institucional que ya no es la de un Estado fuertemente centralizado y
alejado de la Comunidad Económica Europea, como era el Estado
español de 1978, sino la de un Estado europeo y autonómico,
resultado de casi cuatro décadas de desarrollo constitucional y de
treinta años de integración como miembro de pleno derecho, en el
seno de la Unión Europea.

Esta nueva realidad institucional, unida a «la actual situación


económica y financiera, marcada por una profunda y prolongada
crisis», explica la «legislación constitucional de urgencia» acometida
con la reforma del art. 135 CE, de 27 de septiembre de 2011, para
introducir al máximo nivel normativo de nuestro Ordenamiento
jurídico un mandato para «todas las Administraciones Públicas»
consistente en «adecua[r] sus actuaciones al principio de estabilidad
presupuestaria» (art. 135.1 CE), para afrontar así un problema
fundamental en materia financiera: el déficit público estructural.
«La estabilidad presupuestaria —dice la Exposición de Motivos de la Reforma del art. 135 CE
— adquiere un valor verdaderamente estructural y condicionante de la capacidad de actuación
del Estado, del mantenimiento y desarrollo del Estado Social que proclama el art. 1.1 de la
propia Ley Fundamental y, en definitiva, de la prosperidad presente y futura de los ciudadanos.
Un valor, pues, que justifica su consagración constitucional, con el efecto de limitar y orientar,
con el mayor rango normativo, la actuación de los poderes públicos.»

El art. 135.2 CE obliga al Estado y a las CCAA a elaborar y aprobar


sus Presupuestos anuales de modo que la diferencia entre los gastos
autorizados y los ingresos previstos no incurra en «un déficit
estructural que supere los márgenes establecidos, en su caso, por la
Unión Europea para sus Estados miembros»; correspondiendo al
legislador orgánico la fijación del «déficit estructural máximo
permitido al Estado y a las CCAA en relación con su producto interior
bruto» (art. 135.2 CE), habiéndose promulgado, al efecto, la Ley
Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria que
establece los principios generales a los que deben someterse todos los
poderes públicos en las actuaciones que afecten a los gastos o ingresos
públicos y, en particular, en la elaboración, aprobación y ejecución de
sus Presupuestos (arts. 3 a 10).

2. Junto a los límites directamente derivados de la norma


constitucional, hay un segundo bloque de límites, cada vez más
importantes, derivados de la pertenencia del Estado a la comunidad
internacional. Nos referimos, básicamente, a los Tratados
internacionales. La concurrencia de los poderes

financieros propios de los Estados que coexisten en el orden


internacional provoca —en particular en materia tributaria— la
aparición de dos tipos básicos de problemas (de doble imposición y,
su opuesto, de evasión fiscal internacional), cuya solución puede
afrontarse por normas de Derecho Tributario interno (que integran el
denominado Derecho Tributario Internacional) o bien por normas
convencionales pertenecientes al Derecho Internacional Tributario
(Tratados internacionales), que condicionan y limitan el poder
impositivo de los Estados. Téngase en cuenta que, conforme al art.
96.1 CE, «los Tratados internacionales válidamente celebrados, una
vez publicados oficialmente en España, forman parte del
Ordenamiento interno», conservando en él una posición jerárquica
superior a la ley, en la medida al menos en que se desprende del
propio art. 96.1 CE cuando señala que las disposiciones de los
Tratados «sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la
forma prevista en los propios Tratados o de acuerdo con las normas
generales del Derecho internacional».

3. Particular atención merecen los límites impuestos al poder


financiero del Estado como consecuencia de su adhesión a las
Comunidades Europeas a partir del 1 de enero de 1986. En estas
Comunidades creadas —por el Derecho— y creadoras de Derecho —
el Ordenamiento jurídico comunitario —, junto a las normas que les
dieron origen —los Tratados fundacionales— y las que ellas mismas
producen para el ejercicio y realización de sus funciones —Derecho
comunitario derivado—, hay que tener en cuenta un conjunto de
principios, definidos básicamente en la jurisprudencia del Tribunal de
Justicia de Luxemburgo, y un sistema de valores y objetivos,
usualmente sintetizado todo ello, tanto en la literatura jurídica como
en la práctica de las instituciones, con la expresión «acervo
comunitario». Ha sido el Tribunal de Justicia de las Comunidades
Europeas (TJCE) quien a través de su jurisprudencia ha venido
perfilando los caracteres y los rasgos esenciales (eficacia directa y
primacía) que permitieron

la consolidación del Derecho comunitario como Ordenamiento y


como sistema jurídico, siendo cuestiones fiscales o, en sentido más
amplio, financieras las que, en buena parte, propiciaron la
conformación jurisprudencial del Derecho comunitario. Conviene, no
obstante, destacar que, si bien la eficacia directa y la primacía del
Derecho comunitario están implícitas en los Tratados, el fundamento y
la fuente de validez de estos últimos, y, por consiguiente, del Derecho
comunitario derivado, se hallan en las Constituciones internas de los
Estados miembros, pues el carácter supranacional con el que se refleja
la especificidad del Derecho comunitario no supone reconocer a este
Ordenamiento jurídico una fundamentación al margen de las
Constituciones nacionales de los Estados.
La relación entre el Derecho de la Unión Europea y el Derecho nacional se rige por el principio
de primacía [SSTC 28/1991, de 14 de febrero, FJ 6.o; 64/1991, de 22 de marzo, FJ 4.oa)];
130/1995, de 11 de septiembre, FJ 4.o; 120/1998, de 15 de junio, FJ 4.o; 58/2004, de 19 de
abril, FJ 10.o; 145/2012, de 2 de julio, FJ 5.o; y 239/2012, de 13 de diciembre, FJ 5.o],
conforme al cual, las normas de la Unión Europea «tienen capacidad de desplazar a otras en
virtud de su aplicación preferente o prevalente» (DTC 1/2004, de 13 de diciembre, FJ 4.o; y
STC 145/2012, de 2 de julio, FJ 5.o), pues no sólo «forman parte del acervo comunitario
incorporado a nuestro ordenamiento», sino que tienen un «efecto vinculante», de manera que
opera «como técnica o principio normativo» destinado a asegurar su efectividad [SSTC
145/2012, de 2 de julio, FJ 5.o; y en sentido parecido SSTC 28/1991, de 14 de febrero, FJ 6.o; y
64/1991, de 22 de marzo, FJ 4.oa)]» (STC 215/2014, de 18 de diciembre, FJ 3.o).

Dentro del Ordenamiento jurídico comunitario cabe referirse al


Derecho comunitario financiero en cuanto rama del Derecho
comunitario que se proyecta sobre la materia financiera, esto es, sobre
el sistema de ingresos y gastos o, si se prefiere, sobre el conjunto de
institutos jurídicos-financieros que integran la Hacienda de las
Comunidades Europeas. En otros términos, el Derecho comunitario
financiero está constituido por «el conjunto de pactos, normas y
principios que regulan el ejercicio del poder financiero de los Estados
miembros en el seno de las Comunidades Europeas, así como la
atribución a estas últimas de competencias para el establecimiento de
sus propios recursos y la ordenación

presupuestaria de los ingresos y gastos destinados a la consecución de


sus objetivos fundacionales» (SAINZ DE BUJANDA).

A los fines que ahora interesan basta referirse a una parte de ese
Derecho comunitario financiero que integra, a su vez, el Derecho
fiscal europeo, en el que cabría asimismo destacar una doble
proyección: de una parte, el conjunto de normas y principios que
regulan los recursos tributarios de la Hacienda de las Comunidades y,
de otra, las normas y principios comunitarios que inciden directamente
en el poder impositivo nacional o, más genéricamente, en los
Ordenamientos tributarios de los Estados miembros.

Tanto en una como en otra vertiente la Comunidad ostenta la


titularidad de determinadas competencias, de un propio ámbito de
poder atribuido por los Tratados sobre la base de las Constituciones de
los Estados miembros; «competencias derivadas de la Constitución»
(art. 93 CE), y atribuidas a las Comunidades Europeas en materia
tributaria, y que se proyectan sobre tres planos distintos: por un lado,
los Tratados atribuyen a las Comunidades la potestad de establecer
recursos tributarios propios; por otro, los Tratados imponen
determinados límites, prohibiciones y controles al poder impositivo de
los Estados miembros, y, por último, los Tratados permiten a las
Comunidades Europeas incidir en la legislación fiscal de los Estados
miembros mediante una actividad de armonización.

En la otra vertiente del Derecho comunitario financiero, la relativa a la


ordenación presupuestaria de los ingresos y gastos públicos, conviene
dejar constancia de la existencia de normas comunitarias de carácter
económico y presupuestario que inciden directamente en el poder
financiero de los Estados miembros. Tal ocurre, por ejemplo, con las
normas del Tratado que obligan a los Estados a evitar déficits públicos
excesivos; o establecen las obligaciones y los criterios de
convergencia que han de observar los Estados miembros en relación
con la

realización de la Unión Económica y Monetaria; o, en fin, con la


fijación de objetivos comunes aprobados por las instituciones
comunitarias, y que han de seguir los Estados miembros bajo la
supervisión y vigilancia de la propia Comunidad.

Particular importancia cobra en este ámbito el objetivo de la


estabilidad presupuestaria y las limitaciones que el mismo supone al
poder presupuestario de los Estados miembros.
Como declara la STC 215/2014, de 18 de diciembre, por la que se desestima el recurso de
inconstitucionalidad número 557/2013 promovido por el Gobierno de Canarias contra la LOEP,
«desde la entrada de España en la Comunidad Económica Europea mediante el Acta de
Adhesión de 12 de junio de 1985, la estabilidad presupuestaria se ha erigido en un instrumento
imprescindible para lograr la consolidación fiscal de los Estados miembros» (FJ 2.o).

Como recuerda la STC 215/2014, de 18 de diciembre, «fruto de los compromisos derivados del
«Pacto de Estabilidad y Crecimiento», se aprobaron en España la Ley 18/2001, de 12 de
diciembre, General de Estabilidad Presupuestaria, y la Ley Orgánica 5/2001, de 13 de
diciembre, complementaria a la Ley General de Estabilidad Presupuestaria, con la finalidad de
promover una actuación presupuestaria coordinada de todas las Administraciones públicas
(central, autonómica y local), de cara a la estabilidad económica interna y externa. Las
anteriores normas legales fueron luego modificadas, respectivamente, por la Ley 15/2006, de 26
de mayo y por la Ley Orgánica 3/2006, de 26 de mayo, con la intención de introducir un nuevo
mecanismo para la determinación del objetivo de estabilidad de las Administraciones públicas
territoriales y sus respectivos sectores públicos.

El compromiso de incorporar los límites de déficit y endeudamiento al Derecho nacional


mediante disposiciones que tuviesen fuerza vinculante, de carácter permanente y
preferentemente de rango constitucional, previsto en el «Tratado de Estabilidad, Coordinación y
Gobernanza», unido a la grave situación de crisis económica y financiera, condujo a fortalecer
el objetivo de estabilidad presupuestaria mediante su incorporación al texto de la Constitución,
concretamente, a su art. 135, tras la reforma operada con fecha de 27 de septiembre de 2011»
(FJ 2.o). El art. 135 CE se desarrolla, en primer lugar, por la LO 2/2012, de 27 de abril, de
Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera (LOEP), modificada por la LO 6/2015,
de 12 de junio, y, en segundo lugar, por la LO 6/2013, de 14 de noviembre, de creación de la
Autoridad independiente de Responsabilidad Fiscal.

Importa destacar que conforme a lo previsto en el art. 15.4 y 5 de la LO 2/2012, para la fijación
de los objetivos de estabilidad presupuestaria y de deuda pública el Gobierno tendrá en cuenta
las recomendaciones y opiniones emitidas por las instituciones de la Unión Europea sobre el
Programa de Estabilidad de España o como consecuencia del resto de mecanismos de
supervisión europea; y que la propuesta de fijación de los objetivos de estabilidad
presupuestaria y de deuda pública deberá estar acompañada de un informe elaborado por el
Ministerio de Economía

teniendo en cuenta las previsiones del Banco Central Europeo y de la Comisión Europea.

Conviene no descuidar, en fin, los límites que el Derecho comunitario


impone al poder financiero de las Comunidades Autónomas, aunque
sin perder de vista que el orden constitucional de distribución de
competencias o, si se prefiere, el equilibrio constitucionalmente
establecido entre el Estado y las Comunidades Autónomas, no puede
resultar alterado por el proceso de integración europea, de forma que
«tanto el Estado como las Comunidades Autónomas deberán cumplir
las obligaciones que a España corresponden en cuanto miembro de la
Comunidad Europea, atendiendo al reparto interno de competencias»
(STC 76/1991, FJ 3.o); puesto que la previsión del art. 93 CE no
constituye «por sí sola un título competencial autónomo a favor del
Estado que pueda desplazar o sustituir la competencia autonómica»
(SSTC 80/1993, FJ 3.o y 45/2001, FJ 7.o). Teniendo en cuenta, en fin,
que «las normas del Derecho de la Unión no alteran las reglas
constitucionales y estatutarias de distribución de competencias [...], su
ejecución le corresponde, entonces, a quien materialmente ostente la
competencia» (STC 236/1991, FJ 9.o).
Es reiterada la doctrina del TC señalando que «la distribución competencial que entre el Estado
y las CCAA ha operado el texto constitucional rige también para la ejecución del Derecho
comunitario, pues la traslación de este Derecho supranacional no afecta a los criterios
constitucionales del reparto competencial, de tal manera que el orden competencial establecido
no resulta alterado ni por el ingreso de España en la Comunidad Europea ni por la
promulgación de normas comunitarias» (STC 96/2002, de 25 de abril, FJ 10, y la doctrina que
en él se cita).

En las SSTC 134/2011, de 20 de julio, FJ 8.ob), y 199/2011, de 13 de diciembre, FJ 6.o, rechaza


el Tribunal Constitucional la alegación de los recurrentes de que «el Estado no puede imponer
[a las CCAA] una nueva legislación básica allí donde existen bases, las que se derivan del
Derecho europeo, pues la capacidad del Estado para dictar las bases en una materia no
desaparecen por la existencia de una normativa europea que incide sobre las mismas, máxime
cuando tal normativa no agota el contenido posible de la regulación básica en la materia (SSTC
139/1992, de 6 de febrero, o 79/1992, de 28 de mayo)».

Advierte la STC 215/2014, de 18 de diciembre, que «aun cuando el incumplimiento del Derecho
de la Unión Europea no justifica la asunción por el Estado de una competencia que no le
corresponde, tampoco le impide

“repercutir ad intra, sobre las Administraciones públicas autonómicas competentes, la


responsabilidad que en cada caso proceda” (SSTC 79/1992, de 28 de mayo, FJ 5.o; 148/1998,
de 2 de julio, FJ 8.o; 96/2002, de 25 de abril, FJ 10; 188/2011, de 23 de noviembre, FJ 9.o;
196/2011, de 13 de diciembre, FJ 11; 198/2011, de 13 de diciembre, FJ 14; 36/2013, de 14 de
febrero, FJ 9.o; y 130/2013, de 4 de junio, FJ 9.o). Más concretamente, respecto de una
previsión similar (la de los arts. 4 de la Ley Orgánica 5/2001, de 13 de diciembre,
complementaria a Ley general de estabilidad presupuestaria, y 11 de la Ley 18/2001, de 12 de
diciembre, general de estabilidad presupuestaria), hemos señalado que corresponde al Estado
establecer “los sistemas de compensación interadministrativa de la responsabilidad financiera
que pudiera generarse para el propio Estado en el caso de que dichas irregularidades o carencias
se produjeran efectivamente y así se constatara por las instituciones comunitarias” (SSTC
188/2011, de 23 de noviembre, FJ 9.o; 196/2011, de 13 de diciembre, FJ 11; 198/2011, de 13 de
diciembre, FJ 15; 36/2013, de 14 de febrero, FJ 9.o; y 130/2013, de 4 de junio, FJ 9.o). En
consecuencia, la atribución al Consejo de Ministros de la competencia para declarar la concreta
responsabilidad individual derivada del incumplimiento de las normas de Derecho de la Unión
Europea, no es lesiva de la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas del art. 137
CE, razón por la cual, debe rechazarse la inconstitucionalidad de la disposición adicional
segunda de la Ley Orgánica 2/2012» (FJ 9.o).
Sin embargo, no cabe olvidar la otra exigencia de signo opuesto: la
redistribución o el reajuste de competencias normativas entre el
Estado y las CCAA, consecuencia del carácter dinámico y evolutivo
de todo proceso de descentralización política y financiera, tampoco
podrá afectar a los compromisos contraídos por el Estado en el ámbito
de la Unión Europea; o, en otros términos, a los límites, prohibiciones
y controles que el Derecho comunitario impone a los Estados
miembros, y que habrán de respetarse asimismo por las Comunidades
Autónomas.
Una muestra de ello la ofrece el art. 19.2 LOFCA, según el cual «las competencias [normativas]
que se atribuyan a las Comunidades Autónomas en relación con los tributos cedidos pasarán a
ser ejercidas por el Estado cuando resulte necesario para dar cumplimiento a la normativa sobre
armonización fiscal de la Unión Europea». No obstante, según hemos tenido ocasión de
comprobar, las exigencias impuestas por el Derecho comunitario financiero son mucho más
amplias que las derivadas del proceso de armonización fiscal. Repárese en que el art. 8.o
(«Principio de responsabilidad») y la Disposición Adicional 2.a («Responsabilidad por
incumplimiento de normas de Derecho comunitario») de la LO 2/2012, de Estabilidad
Presupuestaria, en desarrollo del art. 135.5.c) CE, disponen con carácter general que las
Administraciones Públicas y cualesquiera otras entidades integrantes del sector público que, en
el ejercicio de sus competencias, «incumplan las obligaciones contenidas en esta Ley” (art. 8) o
las “obligaciones derivadas de normas del derecho de la Unión Europea«

(Disp. Adic. 2.a), asumirán en la parte que les sea imputable las responsabilidades que se
deriven de tal incumplimiento.

En definitiva, «la ejecución del Derecho comunitario corresponde a quien materialmente


ostente la competencia, según las reglas del Derecho interno, puesto que no existe una
competencia específica para la ejecución del Derecho comunitario» (SSTC 236/1991, FJ 9.o;
79/1992, FJ 1.o). De ahí se desprende que la «responsabilidad ad extra de la Administración del
Estado no justifica la asunción de una competencia que no le corresponde, aunque tampoco le
impide repercutir ad intra, sobre las Administraciones Públicas autonómicas competentes, la
responsabilidad que en cada caso proceda» (STC 148/1998, FJ 8.o). Es más, las dificultades que
pudieran existir en la ejecución de la normativa comunitaria, de existir, no pueden ser alegadas
para eludir competencias que constitucionalmente corresponden a una Comunidad Autónoma
(STC 188/2001, FJ 11) (STC 96/2002, FJ 10). Véase también la STC 215/2014, FJ 9.o

Es evidente, pues, que «las normas y actos de las Comunidades


Europeas pueden entrañar [...] límites y restricciones al ejercicio de las
competencias que corresponden a las Comunidades Autónomas» (STC
165/1994, FJ 4.o), lo que, a su vez, significa que «aun cuando sea el
Estado quien participa directamente en la actividad de las
Comunidades Europeas y no las Comunidades Autónomas, es
indudable que éstas poseen un interés en el desarrollo de esa
dimensión comunitaria» (FJ 4.o).
III. LA DISTRIBUCIÓN FUNCIONAL DEL PODER
FINANCIERO: COMPETENCIAS NORMATIVAS Y DE
GESTIÓN
1. El poder financiero constituye una manifestación y, a la vez, un
atributo esencial del poder político, esto es, de la facultad de dictar
normas generales de conformidad con la idea de Derecho y con el
conjunto de valores, principios y objetivos plasmados en el texto
constitucional.

Como tal manifestación del poder político, el poder financiero sólo se


le reconoce a los entes de naturaleza política, esto es, a los entes
públicos territoriales representativos de los intereses generales y
primarios de un pueblo, es decir de una población establecida en un
territorio.

Los entes públicos institucionales, de tipo corporativo o de carácter


fundacional, no son representativos de intereses generales, sino de
intereses sectoriales; carecen de poder político y, por ende, de poder
financiero. Como más adelante se verá, tales entes institucionales son
titulares de simples facultades o competencias administrativas en
materia financiera: sólo podrán exigir, pero no establecer, los ingresos
de derecho público establecidos y autorizados por las leyes (art. 4,
párrafo 3, LGT).

Pues bien, al igual que todos los poderes y todos los deberes públicos
previstos en la Constitución, el poder financiero requiere de un
proceso de concreción sucesiva para asegurar su operatividad; proceso
a través del cual se dotan de contenido las previsiones y enunciados
(de poder y deber) abstracta y genéricamente formulados en el texto
constitucional. Proceso, en definitiva, mediante el que el poder de
establecer tributos (art. 133 CE) se traduce en las concretas
pretensiones tributarias contenidas en los actos administrativos de
liquidación o imposición, o mediante el que el poder de gastar, esto
es, el poder de aprobar los Presupuestos y autorizar el gasto público,
se convierte —a través de la disposición de los créditos
presupuestarios y del procedimiento de ejecución del gasto público—
en concretas órdenes de pago con las que satisfacer y dar
cumplimiento a determinadas obligaciones económicas de los entes
públicos.
2. En el plano constitucional el poder financiero se concreta en la
atribución de una serie de competencias constitucionales financieras:
en síntesis, aprobar los Presupuestos, autorizar el gasto público y
establecer y ordenar los recursos financieros para financiarlo. Y en un
Estado de estructura plural o compuesta en el que se produce una
distribución vertical del poder político y, por ende, del poder
financiero, tales competencias financieras se atribuyen por la
Constitución a los diferentes entes públicos territoriales para el
desarrollo y ejecución de sus competencias materiales, esto es, de su
ámbito material de competencias.

En virtud de la trascendencia que el principio de reserva de Ley tiene


en materia financiera, son los órganos del poder legislativo del Estado
(Cortes Generales) y de las Comunidades Autónomas (Asambleas
Legislativas) los que a través de la Ley deben establecer la ordenación
fundamental de la actividad financiera. De ahí que las competencias
constitucionales financieras sean, en primer término, competencias de
normación, presentándose así el poder financiero como poder
normativo en materia financiera, cuyo titular coincide con el del
poder legislativo, esto es, las Cortes Generales (o, como queda dicho,
las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas); pues si
bien «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que
emanan los poderes del Estado» (art. 1.2.o CE), «las Cortes Generales
representan al pueblo español» (art. 66.1 CE), «ejercen la potestad
legislativa del Estado y aprueban sus Presupuestos» (art. 66.2 CE).
Destaca el Tribunal Constitucional que «del mismo modo que son los representantes de los
ciudadanos los que deben autorizar la exacción de las prestaciones patrimoniales de carácter
público (art. 31.3 CE), es también el Parlamento a quien corresponde autorizar la cuantía y el
destino del gasto, así como el límite temporal de los créditos presupuestarios (art. 134.2 CE)
[...]. Las Cortes Generales ejercen una función específica y constitucionalmente definida a la
que hicimos referencia en la STC 76/1992, de 14 de mayo [FJ 4.oa)]. A través de ella, cumplen
tres objetivos especialmente relevantes: a) aseguran, en primer lugar, el control democrático
del conjunto de la actividad financiera pública (arts. 9.1 y 66.2, ambos de la Constitución); b)
participan, en segundo lugar, de la actividad de dirección política al aprobar o rechazar el
programa político, económico y social que ha propuesto el Gobierno y que los Presupuestos
representan; c) controlan, en tercer lugar, que la asignación de los recursos públicos se efectúe,
como exige expresamente el art. 31.2 CE, de una forma equitativa, pues el Presupuesto es, a la
vez, requisito esencial y límite para el funcionamiento de la Administración» (STC 3/2003, de
16 de enero, FJ 4.o).

Con el ejercicio de este poder de normación en materia financiera se


efectúa, dentro de la inicial libertad de configuración que le
corresponde al legislador, una primera concreción de la idea de
Derecho formalizada en la Constitución y del conjunto de valores,
principios y objetivos que conforman el programa constitucional,
articulándose —

dentro de las múltiples opciones financieras que tendrán cabida en el


texto constitucional— un determinado sistema de ingresos y gastos
públicos, esto es, un conjunto de decisiones (legislativas) financieras
atinentes a la constitución, organización y gestión de los recursos
financieros y del gasto público.
«La función de legislar —advierte la STC 96/2002, de 25 de abril— no equivale a una simple
ejecución de los preceptos constitucionales, pues, sin perjuicio de la obligación de cumplir los
mandatos que la Constitución impone, el legislador goza de una amplia libertad de
configuración normativa para traducir en reglas de Derecho las plurales opciones políticas que
el cuerpo electoral libremente expresa a través del sistema de representación parlamentaria [...].
Ahora bien, estando el poder legislativo sujeto a la Constitución, es misión de este Tribunal
velar para que se mantenga esa sujeción, que no es más que una específica forma de sumisión a
la voluntad popular, expresada esta vez como poder constituyente. Ese control de la
constitucionalidad de las leyes debe ejercerse, sin embargo, de forma que no imponga
constricciones indebidas al poder legislativo y respete sus opciones políticas» (FJ 6.o).

Pero, también en esta primera manifestación del poder o de


competencias constitucionales financieras como competencias de
normación, hay que destacar —junto a las propias del Legislativo—
las competencias del Gobierno (del Ejecutivo) para dictar normas
jurídicas que, con una posición subordinada a la Ley, desarrollen o
complementen la regulación de la actividad financiera en los
márgenes permitidos por la Constitución y las Leyes. Pues el
Gobierno, en efecto, «ejerce la función ejecutiva y la potestad
reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las Leyes»

(art. 97 CE).
Competencias normativas (reglamentarias) del Gobierno que son más amplias, sobre todo, en
materia presupuestaria, hasta el punto de que, repasando las atribuciones propias del Ejecutivo
en todo el ciclo presupuestario, no es difícil convenir con quienes consideran el poder financiero
como un poder indiviso entre el Parlamento y el Gobierno.

El poder o las competencias constitucionales financieras adquieren así


una primera concreción por medio de la Ley y dentro del marco
establecido por las normas constitucionales. Promulgada la Ley, la
competencia reglamentaria del Gobierno desarrolla las previsiones
contenidas en la misma y concreta su contenido. Estas dos fases
iniciales —Ley y

las
disposiciones reglamentarias— integran el Ordenamiento, lo definen y
ofrecen a la Hacienda Pública, a la Administración y al ciudadano una
situación exacta de la posición en la que respectivamente se
encuentran. Se concreta así por el Ordenamiento financiero:

a) El conjunto de derechos y obligaciones de contenido económico


cuya titularidad corresponde a los diferentes niveles territoriales de la
Hacienda Pública (Estado, Comunidades Autónomas y Corporaciones
Locales).

b) Los derechos (por ejemplo, al reconocimiento de pensiones


derivadas de la Ley de Presupuestos) y obligaciones (por ejemplo, de
pago de tributos en las que se concreta el deber de contribuir del art.
31.1 CE) de los ciudadanos frente a la Hacienda Pública.

c) Las potestades atribuidas por el Ordenamiento a la Administración


financiera para el ejercicio de las funciones gestoras, esto es, los
poderes-deberes confiados por el Ordenamiento jurídico a la
Administración de la Hacienda Pública para la gestión del conjunto de
derechos y de obligaciones de contenido económico cuya titularidad
corresponde al Estado, a las Comunidades Autónomas o, en fin, a las
Entidades Locales.

3. Nos situamos así en un segundo plano o nivel de concreción del


poder financiero que se traduce y manifiesta en un conjunto articulado
de potestades y de competencias administrativo-financieras atribuidas
(en unos casos por la Ley y en otros por el Ordenamiento jurídico)
para el ejercicio de las funciones financieras conducentes a la
realización del gasto público y a la obtención de ingresos para
financiarlo. La Administración de la Hacienda Pública cumplirá las
obligaciones económicas del Estado, mediante la gestión y aplicación
de su haber conforme a las disposiciones del Ordenamiento jurídico.

En materia presupuestaria las potestades de la Administración están


encaminadas al cumplimiento de las

obligaciones económicas del Estado, mediante la ejecución de los


créditos presupuestarios consignados en las Leyes de Presupuestos:
autorización y disposición de gastos y ordenación de pagos.
En materia tributaria, se trata de potestades conferidas por el
Ordenamiento a la Administración para la realización de las diferentes
funciones tributarias relativas tanto a la aplicación de los tributos
(esto es, a hacer líquidas y exigibles las obligaciones tributarias, y a
exigir su cumplimiento) como a la prevención y sanción de los ilícitos
fiscales. En suma, funciones y potestades de gestión tributaria y de
policía fiscal.

Para la realización de los créditos tributarios derivados del bloque de


legalidad y correspondientes a la Hacienda Pública, la Administración
deberá ejercer las funciones tributarias conducentes a la efectividad de
los mismos, es decir, a su liquidación y recaudación. Y para ello
deberá dictar los actos administrativos que permitan la plena
efectividad de las previsiones normativas, es decir, la concreta
actuación de las pretensiones tributarias que el Ordenamiento requiere
de los ciudadanos.

En todo caso, interesa destacar la diferencia entre los actos


normativos y los actos administrativos de liquidación o de imposición.
Los primeros derivan del ejercicio de competencias constitucionales
normativas (legislativas o reglamentarias) en materia financiera, y
pasan a integrarse en el Ordenamiento jurídico, innovándolo y
formando parte del mismo. Los actos a través de los cuales se
desarrollan las competencias y las potestades administrativas de
aplicación de los tributos no forman parte del Ordenamiento jurídico,
sino que son consecuencia del mismo, careciendo de potencialidad
para innovarlo, toda vez que deben sujetarse escrupulosamente al
contenido de aquél.

IV. LA ORDENACIÓN CONSTITUCIONAL DEL PODER


FINANCIERO EN ESPAÑA
El poder financiero se traduce, como queda dicho, en el conjunto de competencias
constitucionales y de potestades administrativas de que gozan los entes públicos territoriales,
representativos de intereses primarios, para establecer y gestionar un sistema de ingresos y
gastos con el que satisfacer los fines y las necesidades públicas. Son, pues, los entes políticos
los únicos que constitucionalmente pueden realizar una actividad financiera en sentido estricto.

La STC 31/2010, de 28 de junio, resuelve el primer recurso de inconstitucionalidad «con el que


se impugna in extenso la reforma de un Estatuto de Autonomía, planteándose cuestiones de la
mayor relevancia y trascendencia para la definición del modelo constitucional de distribución
territorial del poder público» (FJ 1.o). Partiendo de la ambigüedad del término «Estado», aclara
el Tribunal Constitucional que «el Estado, en su acepción más amplia, esto es, como Estado
español erigido por la Constitución Española, comprende a todas las Comunidades Autónomas
en las que aquél territorialmente se organiza (por todas, STC 12/1985, de 30 de enero, FJ 3.o) y
no únicamente al que con mayor propiedad ha de denominarse “Estado central”, con el que el
Estado español no se confunde en absoluto, sino que lo incluye para formar, en unión de las
Comunidades Autónomas, el Estado en su conjunto. No en vano el art. 152.1 CE atribuye a los
Presidentes de Comunidades Autónomas como la de Cataluña la representación ordinaria del
Estado en su territorio, pues la Generalitat es, con perfecta propiedad, Estado; y con igual título,
en el ámbito de sus respectivas competencias, que el “Estado central”, como concepto en el que
sólo se comprenden las instituciones centrales o generales del Estado, con exclusión de las
instituciones autonómicas. [...] Obviamente, la traslación del principio de bilateralidad a la
relación de la Generalitat con el Estado español sería constitucionalmente imposible, pues la
parte sólo puede relacionarse con el todo en términos de integración y no de alteridad.

»Ahora bien, incluso en la única relación posible, la de la Generalitat con el Estado “central” o
“general”, dicha relación, amén de no ser excluyente de la multilateralidad, como el propio
precepto impugnado reconoce, no cabe entenderla como expresiva de una relación entre entes
políticos en situación de igualdad, capaces de negociar entre sí en tal condición, pues, como este
Tribunal ha constatado desde sus primeros pronunciamientos, el Estado siempre ostenta una
posición de superioridad respecto de las Comunidades Autónomas (STC 4/1981, de 2 de
febrero, FJ 3.o). De acuerdo con ello, el principio de bilateralidad sólo puede proyectarse en el
ámbito de las relaciones entre órganos como una manifestación del principio general de
cooperación, implícito en nuestra organización territorial del Estado (STC 194/2004, de 4 de
noviembre, FJ 9.o)» (STC 31/2010, FJ 13).

1. TITULARES DEL PODER FINANCIERO

De acuerdo con el art. 137 CE, el Estado se organiza territorialmente


en Municipios, en Provincias y en las

Comunidades Autónomas que se constituyan, entidades que gozan de


autonomía para la gestión de sus respectivos intereses. Este precepto
—reiterado en otros muchos del propio texto constitucional: arts. 2,
140, 142 y 156 especialmente— nos ofrece la clave para concluir que
los titulares del poder financiero en España son el Estado, las
Comunidades Autónomas, los municipios, las provincias y demás
entidades locales reguladas por la legislación de régimen local.
La configuración que del Estado hace la Constitución de 1978 ha supuesto «una distribución
vertical del poder público entre entidades de distinto nivel que son fundamentalmente el Estado,
titular de la soberanía, las Comunidades Autónomas, caracterizadas por su autonomía política, y
las provincias y municipios, dotados de autonomía administrativa de distinto ámbito» (STC
32/1981, de 28 de julio, FJ 3.o). (Véanse asimismo las SSTC 32/1981, de 28 de julio, FJ 3.o;
247/2011, de 12 de diciembre; FJ 5.o; 111/2016, de 9 de junio, FJ 9.o). Y ya en la primera
sentencia del Pleno del TC se advierte que, si bien la unidad de la Nación española «se traduce
en una organización —el Estado— para todo el territorio nacional», «los órganos generales del
Estado no ejercen la totalidad del poder público, porque la Constitución prevé, con arreglo a una
distribución vertical de poderes, la participación en el ejercicio del poder de entidades
territoriales de distinto rango, tal como se expresa en el art. 137 [...] [que] refleja una
concepción amplia y compleja del Estado, compuesto por una pluralidad de organizaciones de
carácter territorial dotadas de autonomía» (STC 4/1981, de 2 de febrero).
El poder de cada uno de estos entes alcanza una proyección distinta.
Estado y Comunidades Autónomas tienen en común la existencia de
un poder legislativo, del que carecen las Corporaciones Locales, al
tiempo que se diferencian porque el Estado no tiene más límites que
los establecidos por la Constitución, mientras que las Comunidades
Autónomas deben observar los límites establecidos por leyes estatales.
De otra parte, los límites son más intensos en materia de ingresos —
especialmente de ingresos tributarios— que en materia de gastos,
aspecto éste en el que la autonomía política recaba un mayor señorío
de los distintos entes sobre sus propias competencias.

Sin embargo, esta afirmación debe situarse en el contexto de las


limitaciones y exigencias que el principio de estabilidad
presupuestaria (art. 135 CE) impone a la política

presupuestaria y a las decisiones de gasto de todo el sector público.

2. CRITERIOS Y LÍMITES PARA EL EJERCICIO DEL PODER FINANCIERO

Los titulares del poder financiero deberán adecuar su ejercicio al


cuadro de valores, principios y objetivos que integran el programa
constitucional, y respetando el orden de distribución de competencias
—materiales y financieras— establecido en el bloque de la
constitucionalidad. Mención especial merecen los límites que la
reforma del art. 135 introducen a la potestad presupuestaria de los
entes públicos, y que se concretan para el Estado y las CCAA en el
deber de no incurrir en un déficit excesivo, en relación con su
producto interior bruto; y para las Entidades Locales en el deber de
presentar equilibrio presupuestario. Estamos, pues, «ante un mandato
constitucional que, como tal, vincula a todos los poderes públicos y
que por tanto, en su sentido principial, queda fuera de la
disponibilidad —de la competencia— del Estado y de las
Comunidades Autónomas. Cuestión distinta es la de su desarrollo,
pues aquel sentido principial admite diversas formulaciones, de modo
que será ese desarrollo el que perfilará su contenido» (SSTC
157/2011, de 18 de octubre, y 199/2011, de 13 de diciembre, FJ 4.o).
Desarrollo que el art. 135.2 CE encomienda a una ley orgánica, la Ley
de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, LO 2/2012,
de 27 de abril.
Como tiene dicho el Tribunal Constitucional, «si en un Estado compuesto la acción estatal, en
general, debe desplegarse teniendo en cuenta las peculiaridades de un sistema de autonomía
territoriales» (STC 146/1986, FJ 4.o), esta exigencia es asimismo evidente cuando se trata del
ejercicio de la actividad financiera del Estado —ordenación y gestión de los ingresos y gastos
públicos— que, naturalmente, habrá de desarrollarse dentro del orden competencial articulado
en la Constitución. Lo que supone, en definitiva, la necesidad de compatibilizar el ejercicio
coordinado de las competencias financieras y las competencias materiales de los entes públicos
que integran la organización territorial del Estado de modo que no se produzca el vaciamiento
del ámbito competencial —material y financiero— correspondiente a «las esferas respectivas de
soberanía y de autonomía de los entes territoriales» (STC 45/1986, FJ 4.o). Lo que —
ciñéndonos ya a lo

que ahora importa— se traduce en una doble exigencia: de una parte, prevenir que la utilización
del poder financiero del Estado pueda «desconocer, desplazar o limitar» las competencias
materiales autonómicas. Y, de otra, «evitar asimismo que la extremada prevención de
potenciales injerencias competenciales acabe por socavar las competencias estatales en materia
financiera, el manejo y la disponibilidad por el Estado de sus propios recursos y, en definitiva,
la discrecionalidad política del legislador estatal en la configuración y empleo de los
instrumentos esenciales de la actividad financiera pública» (STC 13/1992, FJ 2.o). Doctrina que
ha venido reiterándose, entre otras, en las SSTC 49/1995, FJ 4.o; 68/1996, FJ 2.o; 13/2007, FJ
3.o; 32/2012, FJ 6.o; 123/2012, FJ 7.o y 133/2012, FJ 4.o.

Como señala la STC 31/2010, de 28 de junio, «las competencias del Estado dependen
mediatamente en su contenido y alcance de la existencia y extensión de las competencias
asumidas por las Comunidades Autónomas en el marco extraordinariamente flexible
representado por el límite inferior o mínimo del art. 148 CE y el máximo o superior, a
contrario, del art. 149 CE. Esto no hace del Estatuto, sin embargo, una norma atributiva de las
competencias del Estado. Las estatales son siempre competencias de origen constitucional
directo e inmediato; las autonómicas, por su parte, de origen siempre inmediatamente estatutario
y, por tanto, sólo indirectamente constitucional» (FJ 4.o).

3. INSTANCIAS QUE CONTROLAN EL EJERCICIO DEL PODER FINANCIERO

En el Derecho español el juicio acerca de la constitucionalidad de las


leyes —en determinados casos de los Reglamentos— y del correcto
deslinde de competencias entre los distintos titulares del poder
financiero corresponde emitirlo al Tribunal Constitucional, mientras
que los Tribunales ordinarios deberán enjuiciar la legalidad de la
actividad administrativa desplegada en el ejercicio de las
competencias y de las potestades administrativo-financieras. La
Disposición Adicional 3.a («Control de constitucionalidad») de la LO
2/2012, de Estabilidad Presupuestaria dispone que, en los términos
previstos en la LOTC, «podrán impugnarse ante el Tribunal
Constitucional tanto las leyes, disposiciones normativas o actos con
fuerza de ley de las Comunidades Autónomas como las disposiciones
normativas sin fuerza de ley y resoluciones emanadas de cualquier
órgano de las Comunidades Autónomas que vulneren los principios
establecidos en el art. 135 de la Constitución y desarrollados en la
presente Ley» (cfr. art. 76 LOTC).
No corresponde abordar en este lugar el sistema de fuentes existente
en nuestro Ordenamiento jurídico respecto al control de normas. Tras
la vigencia de la Constitución, la depuración del Ordenamiento legal
corresponde de forma exclusiva al Tribunal Constitucional, que «es el
único que tiene la competencia y la jurisdicción para declarar con
eficacia erga omnes la inconstitucionalidad de las Leyes» (SSTC
73/2000, de 14 de marzo, FJ 4.o; 104/2000, de 13 de abril, FJ 8.o;
137/2002, de 9 de octubre, FJ 9.o).
V. EL PODER FINANCIERO DEL ESTADO

Varias son las parcelas que hay que distinguir dentro de esta materia.
«Hay que partir de que el Estado tiene atribuida la competencia exclusiva en materia de
“Hacienda general” (art. 149.1.14.a CE), así como la potestad originaria para establecer tributos
mediante Ley (art. 133.1 CE), lo que, unido a que también corresponde al legislador orgánico la
regulación del ejercicio de las competencias financieras de las Comunidades Autónomas (art.
157.3 CE), determina que aquél “sea competente para regular no sólo sus propios tributos, sino
también el marco general de todo el sistema tributario y la delimitación de las competencias
financieras de las Comunidades Autónomas respecto de las del propio Estado” (STC 72/2003,
de 10 de abril, FJ 5.o)» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 130).

Por otra parte, como advierte la STC 215/2014, de 18 de diciembre, «el Estado es el competente
para regular la materia relativa a la estabilidad presupuestaria ex art. 149.1, apartados 11.a, 13.a,
14.a y 18.a CE (SSTC 134/2011, de 20 de junio, FJ 11; 157/2011, de 18 de octubre, FJ 3.o y
203/2011, de 14 de diciembre, FJ 5.o), salvo en aquellos aspectos cuyo conocimiento le ha sido
atribuido a las Instituciones de la Unión Europea con fundamento en el art. 93 CE (STC
61/2013, de 14 de marzo, FJ 5.o)» (FJ 3.o).

A) Establecimiento del sistema tributario estatal y del marco general


de todo el sistema tributario

«La potestad originaria para establecer tributos corresponde


exclusivamente al Estado mediante Ley» (art. 133.1 CE y art. 4.1
LGT), que habrá de respetar los mandatos y exigencias que conforman
el programa constitucional y, entre ellas, las específicamente referidas
a la materia tributaria que se establecen en el art. 31.1 CE, reiteradas
ahora en el art. 3.1

LGT: «la ordenación del sistema tributario se basa en la capacidad


económica de las personas obligadas a satisfacer los tributos y en los
principios de justicia, generalidad, igualdad, progresividad, equitativa
distribución de la carga tributaria y no confiscatoriedad».

Pero, puesto que «el régimen jurídico de ordenación de los tributos es


considerado como un sistema» (STC 19/1987, FJ 4.o), el poder de
establecer tributos habrá de atender antes que nada a las exigencias del
sistema, correspondiéndole al legislador estatal regular no sólo sus
propios tributos (el sistema tributario estatal), sino también el marco
general del sistema tributario en todo el territorio nacional, como
indeclinable exigencia de la igualdad de los españoles. Así lo ha
venido reconociendo el Tribunal Constitucional, y así se plasma en la
LGT/2003.
«El sistema tributario debe estar presidido por un conjunto de principios generales comunes
capaz de garantizar la homogeneidad básica que permita configurar el régimen jurídico de la
ordenación de los tributos como un verdadero sistema y asegure la unidad del mismo, que es
exigencia indeclinable de la igualdad de los españoles» (STC 116/1994, de 18 de abril). (Véanse
también las SSTC 6/1983, 19/1987 y 181/1988.)

Ha sido la jurisprudencia constitucional la que ha venido clarificando


las exigencias constitucionales derivadas de la organización territorial
del Estado y del sistema constitucional de distribución de
competencias entre los diferentes niveles territoriales de la Hacienda
Pública (estatal, autonómica y local), pudiendo inferirse de la doctrina
del Tribunal Constitucional la competencia del legislador estatal para
la regulación de las instituciones comunes a las distintas Haciendas y
la fijación del común denominador normativo que garantice las
condiciones básicas de cumplimiento del deber de contribuir, y a
partir del cual cada Comunidad Autónoma, en el ámbito de sus
competencias y en defensa de sus propios intereses, pueda establecer
las peculiaridades que estime convenientes.
Como advierte el Tribunal Constitucional, «la indudable conexión existente entre los arts.
133.1, 149.1.14.a y 157.3 CE determina que el Estado sea competente para regular no sólo sus
propios tributos, sino

también el marco general de todo el sistema tributario y la delimitación de las competencias


financieras de las Comunidades Autónomas respecto de las del propio Estado» (STC 192/2000,
FJ 6.o).

El legislador estatal resulta asimismo garante tanto de la unidad de la Nación española (art. 2
CE) y de la «unicidad del orden económico nacional» («presupuesto necesario —como
reconoce la STC 1/1982— para que el reparto de competencias entre el Estado y las distintas
Comunidades Autónomas en materias económicas no conduzca a resultados disfuncionales y
desintegradores»), como de la «igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y
en el cumplimiento de los deberes constitucionales» (art. 149.1.1.a CE), y de la «igualdad
sustancial de la situación jurídica de los españoles, en cuanto tales, en todo el territorio nacional
(art. 139.1 CE)» (STC 52/1988, FJ 3.o) y, en fin, de la «igualdad de las condiciones básicas de
ejercicio de la actividad económica», como exigencia de la unidad de mercado (SSTC 88/1986,
FJ 6.o; y 64/1990, FJ 3.o).
La LGT pretende adecuarse a las exigencias de la organización
territorial y a las reglas constitucionales de distribución de
competencias, afirmando en su art. 1 que la Ley «establece los
principios y las normas jurídicas generales del sistema tributario
español y será de aplicación a todas las Administraciones tributarias,
en virtud y con el alcance que se deriva del artículo 149.1.1.a, 8.a,
14.a y 18.a de la Constitución».
Especifica la Exposición de Motivos de la LGT que «de los títulos competenciales previstos en
el apartado 1 del artículo 149 de la Constitución, esta ley se dicta al amparo de lo dispuesto para
las siguientes materias: 1.a, en cuanto regula las condiciones básicas que garantizan la igualdad
en el cumplimiento del deber constitucional de contribuir; 8.a, en cuanto se refiere a la
aplicación y eficacia de las normas jurídicas y a la determinación de las fuentes del derecho
tributario; 14.a, en cuanto establece los conceptos, principios y normas básicas del sistema
tributario en el marco de la Hacienda general; y 18.a, en cuanto adapta a las especialidades del
ámbito tributario la regulación del procedimiento administrativo común, garantizando a los
contribuyentes un tratamiento similar ante todas las Administraciones tributarias».

Resulta evidente, no obstante, que la aplicación de la LGT no se proyecta únicamente sobre las
Administraciones tributarias, como declara el art. 1, ni tampoco ciñe su regulación a «las
relaciones entre la Administración tributaria y los contribuyentes», como empieza diciendo la
Exposición de Motivos. Dentro de los títulos competenciales que invoca, también cabe la
regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad en el cumplimiento del deber
de contribuir (art. 149.1.1.a CE) y el establecimiento de los conceptos, principios y normas
básicas del sistema tributario en el marco de la Hacienda general (art. 149.1.14.a CE).

Un falso debate: poder originario-poder derivado

Hay que hacer referencia a ciertas concepciones que entienden que sólo el Estado tiene poder
financiero originario, mientras Comunidades Autónomas y Corporaciones Locales sólo gozan
de poder derivado. Reaparece así una distinción clásica, que pensamos carece de acomodo
alguno en nuestro vigente ordenamiento constitucional.

La distinción surge en un marco histórico muy distinto: aquel en el que comienza a construirse
el concepto de soberanía política, concretada en la titularidad de los poderes para acuñar
moneda, declarar la guerra y establecer tributos. En este marco —siglos XV y XVI— encuentra
su más cabal significado la distinción entre poder originario y poder derivado. El primero se
manifiesta plenamente coincidente con la acepción sociológica del término, como una categoría
jurídica que rememora un poder autónomo, carente de ulteriores limitaciones externas al mismo,
como un poder, en suma, que encuentra en su misma existencia la razón última y única de su
actuación.

Con posterioridad, la anotada distinción sigue utilizándose como elemento diferenciador entre el
poder atribuido al Estado por la Constitución y el reconocido a otros entes territoriales no ya por
la Constitución, sino por la Ley estatal. Precisamente por ello tal poder se califica como
derivado, en cuanto dimana del poder estatal y carece de cobertura constitucional directa.

En la doctrina española, vigentes las Leyes Fundamentales del régimen del general Franco, se
entendía que sólo el Estado tenía poder originario, puesto que tanto el art. 9 del Fuero de los
Españoles como el art. 19 de la Ley de Cortes atribuían el poder tributario sólo al Estado y tanto
Municipios como Provincias tenían un poder derivado, condicionado por la Ley estatal. Incluso
en los casos de Álava y Navarra se entendía por la doctrina mayoritaria que tenían un poder
derivado, ya que —pese al proclamado carácter pactista de los Conciertos Económicos con
dichos territorios— ninguna referencia explícita al poder financiero de tales territorios se
contenía en las Leyes Fundamentales.

Vigente la Constitución de 1978 la situación, en nuestra opinión, ha cambiado sensiblemente. El


poder financiero de las Comunidades Autónomas y de los Municipios y Provincias aparece
explícitamente reconocido por la Constitución en los arts. 2, 137, 140, 142, 143 y 156. Este
reconocimiento de la autonomía de Comunidades y Corporaciones Locales conlleva ex necesse
que el Estado, las Cortes Generales, no sólo estén facultados para establecer el marco normativo
dentro del cual aquéllas deben ejercer su poder financiero, sino que necesariamente deben dictar
tales normas, porque a ello les obliga la Constitución. El Estado no puede hacer dejación de esa
obligación, constitucionalmente impuesta, de establecer los mecanismos normativos precisos
para que Comunidades Autónomas y Corporaciones Locales hagan realidad el contenido de su
autonomía, contenido que tiene una explícita proyección en materia financiera, si bien con
diverso alcance en materia de ingresos y en materia de gastos. Tal razonamiento se comprenderá
aún más claramente, si se piensa que el poder financiero del Estado se encuentra limitado tanto
por principios formales como por principios materiales. Y, de entre estos últimos, destaca
especialmente el necesario respeto al principio de autonomía de tales entidades públicas
territoriales.

En consecuencia, tan originario es el poder financiero del Estado como el de Comunidades


Autónomas y Corporaciones Locales, ya que todos ellos

encuentran reconocimiento explícito en el texto constitucional. Ahora bien, la no admisión de


tal distinción no puede conducir a equiparar, pura y llanamente, el poder financiero de
Comunidades Autónomas y Corporaciones Locales con el que es propio del Estado. Por una
razón: porque mientras éste no encuentra más límites en su ejercicio que los derivados del texto
constitucional, por el contrario tanto Comunidades Autónomas como Corporaciones Locales
encuentran límites adicionales en la propia Ley estatal dictada con el fin de encauzar
jurídicamente el poder de estas entidades. Esto supone «que aquella potestad originaria del
Estado no puede quedar enervada por disposición alguna de inferior rango, referida a la materia
tributaria» (SSTC 181/1988, de 13 de octubre, FJ 3.o; 192/2000, de 13 de julio, FJ 6.o; y
72/2003, de 10 de abril, FJ 5.o), «pero no impide que sí pueda quedar afectada por disposiciones
de igual o superior rango, ex art. 96.1 CE [...]» (STC 100/2012, FJ. 7.o).

Por todo ello, cabe afirmar que más que la distinción poder originario, poder derivado, lo que
existe es una diferencia en los límites. Conviene, no obstante, hacer notar la rotundidad y el
énfasis puesto por el legislador constituyente en este poder tributario estatal, al predicar del
mismo su carácter originario y su titularidad exclusiva (art. 133.1).

Como advierte la STC 31/2010, de 28 de junio, «las estatales son siempre competencias de
origen constitucional directo e inmediato; las autonómicas, por su parte, de origen siempre
inmediatamente estatutario y, por tanto, sólo indirectamente constitucional» (FJ 4.o).

B) Establecimiento de los criterios básicos informadores del sistema


tributario de las Comunidades Autónomas

El art. 157.3 CE remite a una Ley Orgánica la regulación de las


competencias financieras de las Comunidades Autónomas, debiendo
este precepto ponerse en relación —en lo que respecta a las
competencias de las Comunidades Autónomas en materia tributaria—
con el art. 133.1 del propio texto constitucional, según el cual «la
potestad originaria para establecer los tributos corresponde
exclusivamente al Estado, mediante ley», así como con el art.
149.1.14.a, que reserva al Estado en exclusiva la competencia sobre
Hacienda General. Se advierte así cómo la Constitución de 1978
delega en el legislador estatal la función y la responsabilidad de
concretar el sistema de distribución de competencias financieras y
tributarias entre el Estado y las Comunidades Autónomas,
limitándose a señalar los principios básicos (autonomía, coordinación
y solidaridad) a los que el legislador estatal habría de ajustar su
libertad de configuración normativa.
Como declara el Tribunal Constitucional en la STC 68/1996, FJ 9.o: «Con el art. 157.3 CE, que
prevé la posibilidad de que una Ley Orgánica regule

las competencias financieras de las Comunidades Autónomas, no se pretendió sino habilitar la


intervención unilateral del Estado en este ámbito competencial a fin de alcanzar un mínimo
grado de homogeneidad en el sistema de financiación autonómico, orillando así la dificultad
que habría supuesto que dicho sistema quedase exclusivamente al albur de lo que se decidiese
en el procedimiento de elaboración de cada uno de los Estatutos de Autonomía.» «La
Constitución —declara la STC de 13 de julio de 2000 — no predetermina cuál haya de ser el
sistema de financiación autonómica, sino que atribuye esa función a una Ley Orgánica, que
cumple de este modo una función delimitadora de las competencias financieras estatales y
autonómicas previstas en el art. 157 CE» (FJ 4.o).

En cumplimiento de tal cometido la Ley Orgánica de Financiación de


las Comunidades Autónomas (LO 8/1980, de 22 de septiembre) traza
las pautas y los límites conforme a los cuales las Asambleas
Regionales pueden establecer tributos autonómicos. Límites que en
unos casos son genéricos (art. 6), mientras que en otros van referidos a
cada una de las posibles categorías tributarias: tasas (art. 7),
contribuciones especiales (art. 8), impuestos (art. 9) y recargos sobre
impuestos estatales (art. 12), y tributos cedidos (arts. 10 y 11).

Sin embargo, el modelo de financiación implantado por la LOFCA en


1980 era «uno de los varios constitucionalmente posibles» (STC
68/1996, de 18 de abril, FJ 10), y desde su aprobación ha
experimentado importantes modificaciones en virtud de la LO 3/1996,
de 27 de diciembre, que atribuyó a las CCAA competencias
normativas en los tributos cedidos total o parcialmente por el Estado
[art. 157.1.a) CE]; de la LO 7/2001, de 27 de diciembre; de la LO
3/2009, de 18 de diciembre, en la que se plasma el Acuerdo 6/2009
adoptado el 15 de julio por el Consejo de Política Fiscal y Financiera
de las Comunidades Autónomas, para la reforma del sistema de
financiación de las CCAA de régimen común y Ciudades con Estatuto
de Autonomía y, en fin, de la LO 6/2015, de 12 de junio.
Como más adelante se verá, la concepción del sistema de financiación autonómica ha
evolucionado desde la inicial configuración de una «Hacienda autonómica de transferencias, en
la que el grueso de los ingresos procede del Presupuesto estatal [...] con un fuerte predominio de
las fuentes exógenas de financiación» (STC 68/1996, FJ 10), hasta la actual concepción del
sistema presidida por el principio de corresponsabilidad fiscal, y «conectada no sólo con la
participación en los ingresos del Estado, sino

también, y de forma fundamental, con la capacidad del sistema tributario para generar un
sistema propio de recursos como fuente principal de los ingresos de Derecho público» (SSTC
289/2000, FJ 3.o, y 168/2004, FJ 4.o).

Es manifiesta «la voluntad del legislador estatal de estructurar un nuevo sistema de financiación
menos dependiente de las transferencias estatales y más condicionado a una nueva estructura del
sistema tributario que haga a las Comunidades Autónomas “corresponsables” del mismo [...].
Concepto éste, el de la “corresponsabilidad fiscal”, que no sólo constituye la idea fundamental
de dicho modelo sino que además se erige en el objetivo a conseguir en los futuros modelos de
financiación (STC 289/2000, de 30 de noviembre, FJ 3.o)» (STC 204/2011, de 15 de diciembre,
FJ 8.o). «A esta perspectiva debe añadirse la necesidad de garantizar que el sistema tributario en
su conjunto, y los distintos subsistemas tributarios que lo integran (autonómico y local), puedan
desarrollar la capacidad de sostener los ingresos públicos, dando así cumplimiento a las
exigencias derivadas de la estabilidad presupuestaria» [STC 53/2014, de 10 de abril, FJ 3.oa)].

«Los conflictos entre el Estado y las Comunidades Autónomas — conflictos “de competencia”
los llama la Constitución en su artículo 161.1.c)— están al servicio de la preservación del
«orden de competencias» establecido, para aquél y para éstas, en el bloque de la
constitucionalidad (arts. 62 y 63 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional: LOTC) [...].
Las inconstitucionalidades a depurar por este cauce son, pues, las que traen causa de la
infracción de aquel “orden de competencias” [...]. Así lo viene preservando este Tribunal (...,
véase la STC 162/2013, de 26 de septiembre, FJ 2.o). No hay, en otras palabras, conflicto sin
disputa competencial, por más que ello no necesariamente requiera que quien lo promueva
denuncie una invasión de competencias que reivindique para sí (por todas, SSTC 253/2005, de
11 de octubre, FJ 2, y 6/2012, de 18 de enero, FJ 3.o). Pero esto en modo alguno implica que en
su planteamiento y resolución no quepa invocar y tomar en consideración, junto a las normas
articuladoras de competencias, otros preceptos constitucionales de contenido diverso, preceptos
cuya aducida infracción no permitiría, por sí sola, acudir a este cauce, pero que sí pueden ser
referencia adecuada, para las partes y para el propio Tribunal, a efectos de fijar en sus justos
términos el sentido y alcance de una controversia de este género. Negar tal posibilidad sería
desconocer el principio mismo de unidad de una Constitución que “no es la suma y el agregado
de una multiplicidad de mandatos inconexos” (STC 12/2008, de 29 de enero, FJ 4.o), así como
el valor de la interpretación sistemática trasunto de aquel principio de unidad de la Constitución
(por todas las resoluciones en este sentido, SSTC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 4.o, y 16/2003,
de 30 de enero, FJ 5.o). [...] Es doctrina constante de este Tribunal que el conflicto de
competencia es “un cauce reparador, sin que pueda utilizarse con funciones meramente
preventivas ante posibles sospechas de actuaciones viciadas de incompetencia” (STC 166/1987,
de 28 de octubre, FJ 2; en términos análogos, SSTC 249/1988, de 20 de diciembre, FJ 5.o, y
120/2012, de 4 de junio, FJ 8.o)» (STC 52/2017, de 10 de mayo, FJ 2.o).

C) Establecimiento del sistema tributario de los entes locales


La jurisprudencia constitucional, a partir de la STC 179/1985, afirma la naturaleza compartida
de las competencias que en materia de Haciendas Locales, poseen el Estado y aquellas CCAA
que asumen estatutariamente

facultades para el desarrollo de las bases estatales sobre el régimen jurídico de las
Administraciones Públicas ex art. 149.1.18.a CE.
Conforme a lo dispuesto en el art. 2, apartado 1 de la LBRL, modificado por la Ley 27/1913, de
27 de diciembre, de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, para «la
efectividad de la autonomía garantizada constitucionalmente a las Entidades Locales, la
legislación del Estado y la de las Comunidades Autónomas, reguladora de los distintos sectores
de acción pública, según la distribución constitucional de competencias, deberá asegurar a los
Municipios, las Provincias y las Islas su derecho a intervenir en cuantos asuntos afecten
directamente al círculo de sus intereses, atribuyéndoles las competencias que proceda en
atención a las características de la actividad pública de que se trate y a la capacidad de gestión
de la Entidad Local, de conformidad con los principios de descentralización, proximidad,
eficacia y eficiencia, y con estricta sujeción a la normativa de estabilidad presupuestaria y
sostenibilidad financiera.»

Examinándose más adelante las competencias autonómicas en relación con las Haciendas
Locales, corresponde ahora analizar las competencias del Estado en la ordenación del régimen
financiero local.

La intervención del legislador estatal en la ordenación del sistema


tributario local viene reclamada por el art. 133.1 y 2 CE, disponiendo
aquél de una «inicial libertad de configuración» al objeto de garantizar
la subsistencia equilibrada de dos exigencias constitucionales, que no
podrán abolirse entre sí en su respectivo despliegue: las derivadas de
la reserva de ley en el orden tributario (arts. 31.3 y 133.1 CE) y las
propias de la autonomía local (arts. 137 y 140 CE).
«Los dos títulos competenciales del Estado que operan fundamentalmente en relación con la
financiación de las entidades locales son los referidos a Hacienda general (art. 149.1.14.a CE) y
a las bases del régimen jurídico de las Administraciones públicas (art. 149.1.18.a CE). En
concreto, en la competencia estatal ex art. 149.1.14.a CE se incluyen las medidas dirigidas a la
financiación de las entidades locales, en tanto en cuanto tengan por objeto la relación entre la
hacienda estatal y las haciendas locales, cuya suficiencia financiera corresponde asegurar al
Estado. Ahora bien, pese al carácter exclusivo de la competencia del Estado en cuanto a la
Hacienda general, en la medida en que en materia de Administración local coinciden
competencias estatales y autonómicas, en el ejercicio de aquélla el Estado deberá atenerse al
reparto competencial correspondiente, según señalamos en la STC 179/1985, de 19 de
diciembre, FJ 1.o» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 139.o).

La autonomía local se configura como «garantía institucional» (art.


137 CE) que «opera tanto frente al Estado como frente a los poderes
autonómicos» (STC 213/1988), y corresponde al legislador estatal
«asegurar un nivel mínimo de autonomía a todas las Corporaciones
locales en todo el

territorio nacional, sea cual sea la Comunidad Autónoma en la que


estén localizadas» (STC 213/1988). Compete asimismo al legislador
estatal, en la ordenación del régimen jurídico local, garantizar la
efectividad de la suficiencia financiera ordenada por el art. 142 CE, y
que «implica la necesidad de que los entes locales cuenten con fondos
suficientes para cumplir con las funciones que legalmente les han sido
encomendadas» (STC 96/1990, FJ 7.o); esto es, «para posibilitar y
garantizar, en definitiva, el ejercicio de la autonomía
constitucionalmente reconocida (arts. 137, 140 y 141 CE)» [SSTC
96/1990, FJ 7.o; 331/1993, FJ 2.oB), y 233/1999, FJ 22].
«Sin perjuicio de la contribución que las Comunidades Autónomas puedan tener en la
financiación de las Haciendas Locales (éstas, en virtud del art. 142 CE, se nutrirán también de
la participación en tributos de las Comunidades Autónomas), es al Estado, a tenor de la
competencia exclusiva que en materia de Hacienda general le otorga el art. 149.1.14.a CE, a
quien, a través de la actividad legislativa y en el marco de las disponibilidades presupuestarias,
incumbe en última instancia hacer efectivo el principio de suficiencia financiera de las
Haciendas Locales (SSTC 179/1985, FJ 3.o; 96/1990, FJ 7.o; 237/1992, FJ 6.o; 331/1993, FJ
2.ob); 171/1996, FJ 5.o; 233/1999, FJ 22; 104/2000, FJ 4.o)» (STC 48/2004, de 25 de marzo, FJ
10).

«En definitiva, la autonomía local consagrada en el art. 137 CE (con el complemento de los arts.
140 y 141 CE) se traduce en una garantía institucional de los elementos esenciales o del núcleo
primario del autogobierno de los Entes locales territoriales, núcleo que debe necesariamente
ser respetado por el legislador (estatal, autonómico, general o sectorial) para que dichas
Administraciones sean reconocibles en tanto que entes dotados de autogobierno» (STC 51/2004,
de 13 de abril, FJ 9.o).

Tratándose, específicamente, de «tributos que constituyan recursos


propios de las Corporaciones Locales (carentes de potestad legislativa
para establecer tributos, aunque habilitadas por el art. 133.2 CE para
establecerlos y exigirlos)», entiende el Tribunal Constitucional que
«aquella reserva [del art. 133.2 CE] habrá de operar necesariamente
a través del legislador estatal [...], en tanto en cuanto la misma existe
también al servicio de otros principios (la preservación de la unidad
del Ordenamiento y de una básica igualdad de posición de los
contribuyentes) que sólo puede satisfacer la ley del Estado [...],
debiendo entenderse vedada, por ello, la intervención de

las Comunidades Autónomas en este concreto ámbito normativo»


(STC 233/1999, FJ 22).

En cumplimiento de tales requerimientos constitucionales (arts. 133 y


142 CE) y en ejercicio de los títulos competenciales que le reconoce el
art. 149.1.14.a (Hacienda general) y 18.a (bases del régimen jurídico
de las Administraciones públicas) de la Constitución, las Cortes
Generales aprobaron la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora
de las Haciendas Locales, en la que se contiene el repertorio de
recursos —tributarios y no tributarios— que hacen posible el
cumplimiento de aquellas exigencias. La Ley 39/1988 fue derogada
tras la entrada en vigor del Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de
marzo, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley
Reguladora de las Haciendas Locales (TRLRHL), modificada por la
Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad
de la Administración local, que introdujo una revisión profunda del
conjunto de disposiciones relativas al estatuto jurídico de la
Administración local contenidas básicamente en la Ley 7/1985, de 2
de abril, Reguladora de las Bases de Régimen Local (LBRL), cuyos
arts. 107.1; 107.2.a) y 110.4 han sido declarados inconstitucionales y
nulos por la STC de 11 de mayo de 2017; en aplicación de las SSTC
26/2017 y 37/2017.

D) Fijación de criterios que posibiliten la coordinación entre los


distintos sistemas tributarios

Tanto en la LOFCA como en el TRLRHL el legislador estatal ha


establecido una serie de criterios cuya aplicación va a posibilitar la
coordinación entre los distintos sistemas tributarios, de forma que no
existan contradicciones entre ellos.
Así, por ejemplo, en la LOFCA se prevé que los tributos que establezcan las Comunidades
Autónomas no podrán recaer sobre hechos imponibles gravados por el Estado (art. 6.2), ni
tampoco sobre hechos imponibles gravados por los tributos locales (art. 6.3); la necesidad de
que el Estado compense a las Comunidades Autónomas por la disminución de ingresos que les
ocasione el establecimiento por el Estado de tributos que graven hechos imponibles hasta
entonces gravados por aquéllas (art. 6.2); así como la previsión de que, en el caso de que las
CCAA establezcan y gestionen

tributos sobre las materias que la legislación de Régimen Local reserve a las Corporaciones
Locales, aquéllas deberán establecer las medidas de compensación o coordinación adecuadas a
favor de tales Corporaciones Locales, de modo que sus ingresos no se vean mermados ni
tampoco reducidos en sus posibilidades de crecimiento futuro (art. 6.3); el establecimiento de
normas procedimentales (art. 23) y órganos capaces de resolver (la Junta Arbitral del art. 24) los
conflictos que, en el nuevo régimen de cesión de tributos, puedan suscitarse entre las distintas
Comunidades Autónomas, y entre éstas y el Estado, con motivo del ejercicio de sus respectivas
competencias, determinadas por la aplicación de los puntos de conexión en cada tributo cedido.

También en el ámbito del sistema tributario local, la Ley de Haciendas Locales prevé los
mecanismos para que se produzca una adecuada coordinación entre tributos estatales y locales,
bien mediante la fijación de criterios valorativos comunes, bien mediante la deducción en
tributos estatales de cantidades satisfechas por tributos locales, etc. Así se ha reafirmado
expresamente por la STC 179/1985, de 19 de diciembre.

Se continúa echando en falta, sin embargo, el marco normativo que


permita la coordinación de la actividad financiera de los tres niveles
territoriales de la Hacienda Pública, pues si bien las relaciones
financieras entre el Estado y las CCAA se encuentran reguladas
básicamente en la LOFCA y en los respectivos Estatutos de
Autonomía, y las del Estado y las Entidades Locales en la Ley 7/1985
y en el TRLRHL, no existe marco legal alguno que precise las
relaciones que han de existir entre las Comunidades Autónomas y las
Corporaciones Locales.

La LO 2/2012, de Estabilidad Presupuestaria, habilita al Gobierno


para establecer mecanismos de coordinación entre todas las
Administraciones Públicas, para garantizar la aplicación efectiva de
los principios generales contenidos en la Ley y su coherencia con la
normativa europea (art. 10.3 LO 2/2012).

E) Regulación de los ingresos patrimoniales

El poder financiero estatal se extiende también a los ingresos estatales


de carácter patrimonial. De acuerdo con la Constitución (art. 132.3),
por Ley se regularán el Patrimonio del Estado y el Patrimonio
Nacional, su administración, defensa y conservación.
Así lo confirma la STC 58/1982, de 27 de julio, extendiendo la reserva de Ley a todo el
patrimonio público, según impone el art. 132 CE para el del Estado y los diferentes Estatutos
para los de las Comunidades Autónomas.

Repárese en que, en esta materia, las Comunidades Autónomas, de acuerdo con sus Estatutos,
podrán establecer su propio régimen patrimonial, en el marco de la legislación básica del Estado
[art. 17.e) LOFCA]. La STC 85/1984, de 26 de julio, ha señalado que dicha legislación básica
no se identifica con la Ley del Patrimonio del Estado, dado que no todo su contenido debe
considerarse como básico, precisando además que la competencia para dictar las bases se
asienta en los aps. 8 y 18 del art. 149.1 CE. También la STC 14/1986, de 31 de enero, declara
competencia del Estado la regulación de sociedades públicas, de acuerdo con los aps. 6 y 18 del
art. 149.1 CE.

F) Ingresos crediticios

Como una manifestación más del principio de legalidad al que ha de


subordinarse la actividad financiera pública, la redacción original del
art. 135 CE se limitaba a establecer «que el Gobierno habrá de estar
autorizado por ley para emitir Deuda Pública o contraer crédito». Con
la reforma de 27 de septiembre de 2011 se modifica sustancialmente
el contenido del art. 135 CE, estableciéndose una regulación más
completa de la deuda pública (referida ahora a la del Estado y a la de
las Comunidades Autónomas), limitando su volumen en relación con
el Producto Interior Bruto del Estado en los términos que precisa el
art. 13 de la LO 2/2012, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad
Financiera.
Como regla general, el volumen de deuda pública del conjunto de las
Administraciones Públicas no podrá superar el valor de la referencia
del 60 por 100 del Producto Interior Bruto nacional; aunque, al igual
que todos los principios o reglas generales, también el principio de
estabilidad presupuestaria («los límites del déficit estructural») y el de
limitación del volumen de la deuda pública admite excepciones. El
mismo art. 135.4 CE establece que los limites de déficit estructural y
de volumen de deuda pública sólo podrán superarse en tres
circunstancias excepcionales reiteradas, con algunos matices, en el art.
11.3 de la LO 2/2012, de Estabilidad Presupuestaria; a saber:
catástrofes naturales, recesión económica grave (definida de
conformidad

con lo dispuesto en la normativa europea) y situaciones de emergencia


extraordinaria que escapen al control de las Administraciones Públicas
y perjudiquen considerablemente su situación financiera o su
sostenibilidad económica o social, apreciadas por la mayoría absoluta
de los miembros del Congreso de los Diputados.
El Tribunal Constitucional ha desestimado en SSTC 134/2011, de 20 de julio; 157/2011, de 18
de octubre, y 199/2011, de 13 de diciembre, entre otras, los recursos de inconstitucionalidad
interpuestos contra diferentes preceptos de la Ley 18/2001, de 12 de diciembre, General de
Estabilidad Presupuestaria, y de la LO 5/2001, de 13 de diciembre, complementaria de la
anterior (derogadas ambas por la LO 2/2012, de 27 de abril), considerando que no vulneran la
autonomía financiera de las CCAA ni de los Entes Locales. La STC 215/2014, de 18 de
diciembre, desestima asimismo el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Gobierno
de Canarias contra la LO 2/2012, de 27 de abril.

G) Regulación del gasto público y establecimiento de mecanismos de


coordinación en materia presupuestaria

Éste es un ámbito especialmente significativo del poder financiero del


Estado, que se concreta en la exigencia de ley para la regulación de los
aspectos más importantes del gasto público: aprobación del
Presupuesto, asunción de obligaciones financieras, realización de
gastos, etc. (arts. 66.2, 133.4 y 134.1 de la Constitución), así como en
el establecimiento de los mecanismos de coordinación que aseguren la
estabilidad presupuestaria, siendo el Estado el competente para regular
la materia relativa a la estabilidad presupuestaria ex art. 149.1,
apartados 11.a, 13.a, 14.a y 18.a CE, salvo en aquellos aspectos cuyo
conocimiento le ha sido atribuido a las instituciones de la Unión
Europea con fundamento en el art. 93 CE (SSTC 61/2013, de 14 de
marzo, FJ 5.o; y 215/2014, de 18 de diciembre, FJ 3.o).
Tiene declarado el Tribunal Constitucional que «el art. 149.1.14 CE
da cobertura a regulaciones sobre “la actividad financiera de las
distintas haciendas que tiendan a asegurar los principios
constitucionales que, conforme a nuestra Constitución, han de regir el
gasto público: legalidad (art. 133.4 CE); eficiencia y economía (art.
31.2 CE); asignación

equitativa de los recursos públicos (art. 31.2 CE); subordinación de la


riqueza nacional al interés general (art. 128.1 CE); estabilidad
presupuestaria (art. 135 CE; STC 134/2011, de 20 de julio); y control
(art. 136 CE)”. En particular, aquellas cuyo objeto “sea la protección o
preservación de los recursos públicos que integran las haciendas”
[SSTC 130/2013, de 4 de junio, FJ 5.o, y 135/2013, de 5 de junio, FJ
3.ob)]» (STC 111/2016, de 9 de junio, FJ 5.o).

El art. 10 de la LO 2/2012 atribuye al Gobierno competencia para


establecer los mecanismos de coordinación entre todas las
Administraciones Públicas al objeto de garantizar la aplicación
efectiva de los principios contenidos en dicha Ley y su coherencia con
la normativa europea, así como para velar por la aplicación de dichos
principios en todo el ámbito subjetivo de la Ley, respetando en todo
caso la autonomía financiera de las CCAA y Corporaciones Locales.
Hasta tal punto adquiere relevancia el poder financiero en materia presupuestaria que en la
misma Constitución (art. 66.2) la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado se
configura como un quid jurídicamente diferenciable de la potestad legislativa, siendo así que, en
rigor, la aprobación de los Presupuestos es una manifestación de esa potestad legislativa.

También en esta materia se pone de relieve el importante papel de coordinación atribuido al


Estado, a quien corresponde la garantía del equilibrio económico, siendo «el encargado de
adoptar las medidas oportunas tendentes a conseguir la estabilidad económica interna y externa
y la estabilidad presupuestaria, así como el desarrollo armónico entre las diversas partes del
territorio nacional» [art. 2.1.b) LOFCA].

Afirma el Tribunal Constitucional que «el poder de gasto del Estado o de autorización
presupuestaria, manifestación del ejercicio de la potestad legislativa atribuida a las Cortes
Generales (arts. 66.2 y 134 CE) no se define por conexión con el reparto competencial de
materias que la Constitución establece (arts. 148 y 149 CE), al contrario de lo que acontece con
la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas que se vincula al desarrollo y ejecución
de las competencias que, de acuerdo con la Constitución, le atribuyan los respectivos Estatutos
y las Leyes (art. 156.1 CE y art. 1.1 LOFCA). Por consiguiente, el Estado siempre podrá, en uso
de su soberanía financiera (de gasto, en este caso), asignar fondos públicos a unas finalidades u
otras, pues existen otros preceptos constitucionales (y singularmente los del Capítulo III del
Título I) que legitiman la capacidad del Estado para disponer de su Presupuesto en la acción
social o económica.

VI. EL PODER FINANCIERO DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS DE RÉGIMEN


COMÚN
«Es forzoso partir de la obviedad de que el Ordenamiento español se reduce a unidad en la
Constitución. Desde ella, y en su marco, los Estatutos de Autonomía confieren al Ordenamiento
una diversidad que la Constitución permite, y que se verifica en el nivel legislativo, confiriendo
a la autonomía de las Comunidades Autónomas el insoslayable carácter político que le es propio
(STC 32/1981, de 28 de julio, FJ 3.o, por todas). La primera función constitucional de los
Estatutos de Autonomía radica, por tanto, en la diversificación del Ordenamiento mediante la
creación de sistemas normativos autónomos, todos ellos subordinados jerárquicamente a la
Constitución y ordenados entre sí con arreglo al criterio de competencia. Respecto de tales
sistemas normativos autónomos el Estatuto es norma institucional básica (art. 147.1 CE). Y es
también —en unión de las normas específicamente dictadas para delimitar las competencias del
Estado y de las Comunidades Autónomas (art. 28.1 LOTC)— norma de garantía de la
indemnidad del sistema autónomo, toda vez que el Estatuto es condición de la
constitucionalidad de todas las normas del Ordenamiento en su conjunto, también de las que
comparten su forma y rango» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 4.o).

«Los Estatutos de Autonomía de las Comunidades Autónomas sujetas al régimen común de


financiación pueden regular legítimamente la Hacienda autonómica “como elemento
indispensable para la consecución de la autonomía política” (STC 289/2000, de 30 de
noviembre, FJ 3.o) y, por tanto, para el ejercicio de las competencias que asumen, pero han de
hacerlo teniendo en cuenta que la Constitución dispone que la autonomía financiera de las
Comunidades Autónomas debe ejercerse “con arreglo a los principios de coordinación con la
Hacienda estatal y de solidaridad entre todos los españoles” (art. 156.1 CE) y que el Estado
garantiza la realización efectiva del principio de solidaridad (art. 138.1 CE)» (STC 31/2010, de
28 de junio, FJ 130).

Recuerda la STC 128/2016, de 7 de julio que «ninguna duda puede haber sobre la exclusiva
competencia de la Generalitat para organizar, en el respeto a la Constitución y al Estatuto de
Autonomía de Cataluña, su propia Administración y su Administración tributaria (arts. 150, 204
y 205 EAC, relativo, el primero, a la organización de la Administración de la Generalitat, el
segundo a la Agencia Tributaria de Cataluña y el último a los órganos económico-
administrativos) [...]. Tampoco puede ser objeto de discusión que la Comunidad Autónoma
ostenta o, según los casos, puede ejercer competencias normativas en el orden tributario y ello
tanto respecto de los tributos que cree, competencia in proprio (arts. 133.3 CE y 203.5 EAC),
como por lo que se refiere a los que le hayan sido cedidos por el Estado total o parcialmente, si
bien tal potestad normativa lo será sólo «en su caso» —esto es, de conformidad con lo que
disponga la legislación del Estado— para los tributos objeto de cesión parcial [art. 157.1 a) CE,
apartados a) y b) del art. 203.2 EAC, arts. 10 y 19 LOFCA y art. 2 de la también ya citada Ley
16/2010]. Siendo esto así ninguna objeción merecerían en principio [...] las previsiones de la
disposición adicional vigésima segunda en orden a que por el Gobierno se preparara y

programara, mediante un plan director, una reorganización de la Administración tributaria de la


Comunidad Autónoma y se propusiera según la norma dice in fine, la «normativa tributaria de
Cataluña». Reorganización y normas que habrían de sujetarse en su día, en cualquier caso, a lo
que imponen la propia Constitución y las demás normas que integran, bajo su imperio, el bloque
de la constitucionalidad, cuestión esta sobre la que nada más se ha de decir aquí» (FJ 6.o).

Añade más adelante el Tribunal Constitucional que «una Comunidad Autónoma no puede
asumir más potestades, competencias en sentido propio o funciones, sobre las ya recogidas en
su Estatuto en vigor, si no es mediante modificaciones normativas que quedan extramuros de su
capacidad de decisión. No puede tampoco ni pretender tal asunción por la sola autoridad de sus
órganos ni anticipar en sus normas, como aquí se ha hecho, los resultados de una tal hipotética
modificación competencial. Sí puede siempre la Asamblea de una Comunidad Autónoma
ejercer la atribución que confiere a todas el artículo 86.2 CE para proponer, o solicitar se
proponga, la adopción por las Cortes Generales de determinada legislación o, incluso, la
revisión misma de la Constitución (art. 166 CE), todo ello con independencia del específico
procedimiento establecido en cada Estatuto de Autonomía para su propia reforma. Pero esa
atribución para instar se dé inicio al procedimiento legislativo o al de revisión constitucional no
ampararía nunca el que se anticipara su resultado, incierto por definición, en actuaciones o en
normas» (STC 128/2016, de 7 de julio, FJ 6.o c). Véase en igual sentido la STC 116/2017, de 19
de octubre, FJ 4.o).

1. CONTENIDO Y LÍMITES. PRINCIPIOS INFORMADORES


«En lo que hace específicamente a la distribución de competencias entre el Estado y las
Comunidades Autónomas, los Estatutos son las normas constitucionalmente habilitadas para la
asignación de competencias a las respectivas Comunidades Autónomas en el marco de la
Constitución. Lo que supone no sólo que no puedan atribuir otras competencias que no sean las
que la Constitución permite que sean objeto de atribución estatutaria, sino, ante todo, que la
competencia en sí solo pueda implicar las potestades que la Constitución determine. El Estatuto
puede atribuir una competencia legislativa sobre determinada materia, pero qué haya de
entenderse por “competencia” y qué potestades comprenda la legislativa frente a la competencia
de ejecución son presupuestos de la definición misma del sistema en el que el Ordenamiento
consiste y, por tanto, reservados a la Norma primera que lo constituye. No es otro, al cabo, el
sentido profundo de la diferencia entre el poder constituyente y el constituido ya advertido en la
STC 76/1983, de 5 de agosto. La descentralización del Ordenamiento encuentra un límite de
principio en la necesidad de que las competencias cuya titularidad corresponde al Estado
central, que pueden no ser finalmente las mismas en relación con cada una de las Comunidades
Autónomas —en razón de las distintas atribuciones competenciales verificadas en los diferentes
Estatutos de Autonomía—, consistan en facultades idénticas y se proyecten sobre las mismas
realidades materiales allí donde efectivamente correspondan al Estado si no se quiere que éste
termine reducido a la impotencia ante la necesidad de arbitrar respecto de cada Comunidad
Autónoma no sólo competencias distintas, sino también diversas maneras de ser competente»
(STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 57).

A) Cuando la Constitución reconoce a las Comunidades Autónomas


en sus arts. 137 y 156 autonomía para la gestión de sus respectivos
intereses, se está refiriendo tanto a la autonomía «política» como a la
«financiera», siendo esta última «instrumento indispensable para la
consecución de la autonomía política» (STC 289/2000, de 30 de
noviembre, FJ 3.o).

La doctrina elaborada al respecto por el Tribunal Constitucional se


sintetiza en la STC 239/2002, de 11 de diciembre, donde se insiste en
que las Comunidades Autónomas «disponen de autonomía financiera
para poder elegir sus objetivos políticos, administrativos, sociales y
económicos» (STC 13/1992, FJ 7.o), lo que les permite «ejercer sin
condicionamientos indebidos y en toda su extensión, las competencias
propias, en especial las que figuran como exclusivas» (STC 201/1998,
FJ 4.o), pues dicha autonomía financiera «no entraña sólo la libertad
de sus órganos de gobierno en cuanto a la fijación del destino y
orientación del gasto público, sino también para la cuantificación y
distribución del mismo dentro del marco de sus competencias» (STC
127/1999, FJ 8.o).
La autonomía financiera de las Comunidades Autónomas —
consecuencia y, al mismo tiempo, condicionante de su autonomía
política— se concreta en la atribución de competencias normativas y
de gestión que hagan posible la articulación de su propio sistema de
ingresos y gastos. De ahí que la autonomía financiera se manifieste
tanto en la vertiente de los ingresos como en la vertiente del gasto,
pero sin perder de vista que, tanto en una como en otra vertiente, el
art. 156 CE vincula la autonomía financiera de las Comunidades
Autónomas «al desarrollo y ejecución de sus competencias» (SSTC
13/1992, FJ 7.o, y 48/2004, FJ 11).

Con relación al ingreso, esto es, a la «capacidad para articular un


sistema suficiente de ingresos» (SSTC 289/2000, FJ 3.o, y 104/2000,
FJ 4.o), el Tribunal Constitucional tiene declarado que «la autonomía
financiera [...] implica tanto la

capacidad de las Comunidades Autónomas para establecer y exigir sus


propios tributos, como su aptitud para acceder a un sistema adecuado
—en términos de suficiencia— de ingresos, de acuerdo con los
artículos 133.2 y 157.1 CE» (SSTS 179/1985, FJ 3.o; 63/1996, FJ 11;
233/1999, FJ 22; 104/2000, FJ 4.o; 289/2000, FJ 3.o). «El soporte
material de la autonomía financiera son los ingresos y en tal sentido
la LOFCA configura como principio la suficiencia de recursos [art.
2.1.d)], que tiene un primer límite en la propia naturaleza de las cosas
y no es otro sino las posibilidades reales de la estructura económica
del país en su conjunto» (STC 135/1992, FJ 8.o).
«Es claro que la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas exige un nivel mínimo
de recursos que permita el ejercicio de sus competencias “en el marco de posibilidades reales
del sistema financiero del Estado en su conjunto” (STC 13/2007, de 18 de enero, FJ 5.o, y las
citadas en ella). Puesto que la suficiencia financiera de las Comunidades Autónomas se alcanza
en importante medida a través de impuestos cedidos por el Estado y otras participaciones en
ingresos de este último (art. 157.1 CE), es evidente que las decisiones tendentes a garantizarla
“han de adoptarse con carácter general y de forma homogénea para todo el sistema y, en
consecuencia, por el Estado y en el ámbito estatal de actuación”, no siendo posibles “decisiones
unilaterales que [...] tendrían repercusiones en el conjunto [...] y condicionarían las decisiones
de otras Administraciones Autonómicas y de la propia Administración del Estado” (STC
104/1988, de 8 de junio, FJ 4.o; en igual sentido, STC 14/2004, de 12 de febrero, FJ 7.o).
Resulta, por tanto, necesario que este tipo de decisiones, cuya determinación final corresponde a
las Cortes Generales, se adopten en el órgano multilateral (en este caso, el Consejo de Política
Fiscal y Financiera) en el que el Estado ejercita funciones de cooperación y coordinación ex art.
149.1.14.a CE. Estas actuaciones en el marco multilateral deben integrarse con las funciones
que las Comisiones Mixtas de carácter bilateral tengan, en su caso, atribuidas en las normas
estatutarias “en cuanto órganos bilaterales específicamente previstos para concretar la aplicación
a cada Comunidad Autónoma de los criterios acordados en el seno del Consejo de Política
Fiscal y Financiera” (STC 13/2007, FJ 8.o), permitiendo, bien con carácter previo a la
intervención del órgano multilateral, “acercar posiciones, bien a posteriori, [...] concretar la
aplicación a cada Comunidad Autónoma de los recursos previstos en el sistema de financiación
que, a la vista de las recomendaciones del Consejo de Política Fiscal y Financiera, pudieran
establecer las Cortes Generales” (STC 13/2007, FJ 8.o)» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 130).

Respecto a la otra manifestación de la autonomía financiera, advierte


el Tribunal Constitucional que ésta «ha venido configurándose desde
sus orígenes más por relación a

la vertiente del gasto, que con relación al ingreso» (SSTC 13/1992, FJ


7.o; 104/2000, FJ 4.o), y señala que la autonomía financiera de las
CCAA «en su vertiente de gasto no entraña sólo la libertad de sus
órganos de gobierno en cuanto a la fijación del destino y orientación
del gasto público, sino también para la cuantificación y distribución
del mismo dentro del marco de sus competencias» (SSTC 13/1992, FJ
7.o; 68/1996, FJ 10). No obstante, advierte el Tribunal que «en los
últimos años se ha pasado de una concepción del sistema de
financiación autonómica como algo pendiente o subordinado a los
Presupuestos generales del Estado, a una concepción del sistema
presidido por el principio de “corresponsabilidad fiscal” y conectada
no sólo con la participación en los ingresos del Estado, sino también, y
de forma fundamental, con la capacidad del sistema tributario para
generar un sistema propio de recursos como fuente principal de los
ingresos de Derecho público» (STC 289/2000, FJ 3.o), con lo que se
incrementa el interés por la vertiente de los ingresos» (STC 168/2004,
de 6 de octubre, FJ 4.o). Véase, como más reciente, la STC 53/2014
de 10 de abril, FJ 3.o

B) En cuanto al alcance y los límites del poder financiero reconocido


por la Constitución a las CCAA, interesa retener que «está también
constitucionalmente condicionado en su ejercicio» (STC 289/2000, FJ
3.o). Además de los límites y exigencias constitucionales que, según
hemos visto, condicionan el ejercicio de todo poder financiero y de los
principios rectores que vinculan a todos los poderes públicos, y a los
que deberá adecuarse la política presupuestaria del sector público
orientada a la estabilidad presupuestaria y la sostenibilidad
financiera (arts. 1 y 3 a 10 LO 2/2012), el poder financiero de las
CCAA aparece sometido a límites intrínsecos y extrínsecos que no son
incompatibles con el reconocimiento de la realidad constitucional de
las Haciendas autonómicas» (SSTC 14/1986, FJ 3.o; 63/1986, FJ 11, y
179/1989, FJ 2.o). «En efecto —declara la STC 135/1992, FJ 8.o—,
hay límites intrínsecos y extrínsecos; aquéllos en función de principios
explícitos o no, e incluso de la naturaleza misma de las cosas (las
posibilidades reales de la estructura económica del país en su
conjunto), y otros que proceden del exterior, como consecuencia
necesaria de la interrelación de competencias concurrentes sobre una
misma materia en un mismo ámbito territorial.» En cualquier caso,
importa advertir que la jurisprudencia constitucional ha sentado como
criterio hermenéutico el de que ninguno de los límites constitucionales
que condiciona el poder financiero de las CCAA puede ser
interpretado de tal modo que la haga inviable [SSTC 150/1990, FJ
3.o; 168/2004, FJ 4.o, y 53/2014, de 10 de abril, FJ 3.oa)].

Estos límites específicos al poder financiero de las CCAA se concretan


sustancialmente en los siguientes principios:

a) El principio de autonomía y de corresponsabilidad. Con la


atribución a las CCAA de autonomía «para el desarrollo y ejecución
de sus competencias» (art. 156.1 CE), se establece la explícita
vinculación constitucional entre las competencias financieras y las
competencias materiales de las Comunidades Autónomas. Advierte,
en efecto, el Tribunal Constitucional que «la autonomía financiera de
las Comunidades Autónomas se vincula al desarrollo y ejecución de
las competencias que, de acuerdo con la Constitución, le atribuyan los
respectivos Estatutos y las Leyes (art. 156.1 CE y art. 1.1 LOFCA)»
(STC 13/1992, FJ 7.o). Pues bien, esta conexión o vinculación
constitucional entre potestades o competencias financieras y ámbito
material de competencias, comporta una doble consecuencia. Una
negativa, en cuanto límite para las Comunidades Autónomas: éstas
ostentan la titularidad de los poderes que les confiere «el bloque de la
constitucionalidad» (y entre ellos, obviamente, el poder financiero)
pero sólo en los límites de sus competencias. Así lo ha venido
reconociendo la jurisprudencia constitucional al concretar tanto el
alcance de la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas
como el de las principales manifestaciones del poder financiero
autonómico.

Pero la referida vinculación competencial supone otra consecuencia


positiva: la autonomía y, desde luego, la suficiencia financiera de las
Comunidades Autónomas forman parte del contenido inherente de su
ámbito material de competencias y constituyen garantía de su
autonomía política. Advierte el Tribunal que «el principio de
autonomía que preside la organización territorial del Estado (arts. 2 y
137 CE) ofrece una vertiente económica importantísima, ya que aun
cuando tenga un carácter instrumental la amplitud de los medios
determina la posibilidad real de alcanzar los fines», habida cuenta de
que «el soporte material de la autonomía financiera son los ingresos
[...]» (STC 135/1992, FJ 8.o; también la STC 96/2002, FJ 3.o).

El poder financiero se concreta, pues, en la atribución a los entes


públicos territoriales de las competencias financieras necesarias para
atender a la realización de sus competencias materiales. Sin
competencias financieras no existen o son puramente nominales las
competencias materiales atribuidas a las Comunidades Autónomas.
Las CCAA han de disponer, pues, de los recursos necesarios y
suficientes para la prestación de los servicios correspondientes a las
competencias que asumen.
La doctrina del Tribunal Constitucional tiene reconocido que «el principio de autonomía
financiera de las Comunidades Autónomas «no excluye, sin embargo, la existencia de controles,
incluso específicos», habiendo rechazado únicamente, por contrarias a ese principio, «las
intervenciones que el Estado realice con rigurosos controles que no se manifiesten
imprescindibles para asegurar la coordinación de la política autonómica en un determinado
sector económico con programación, a nivel nacional [STC 134/2011, de 20 de julio, FJ 8.oa)].
La imposición de límites presupuestarios a las Comunidades Autónomas no sólo «encuentra su
apoyo en la competencia estatal de dirección de la actividad económica general (ex art.
149.1.13.a), estando su establecimiento “encaminado a la consecución de la estabilidad
económica y la gradual recuperación del equilibrio presupuestario”, sino que “encuentra su
fundamento en el límite a la autonomía financiera que establece el principio de coordinación
con la Hacienda estatal del art. 156.1 CE”, sobre todo al corresponderle al Estado “la
responsabilidad de garantizar el equilibrio económico general” [STC 134/2011, de 20 de julio,
FJ 8.oa)], límites de la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas “que han de
reputarse constitucionales cuando se deriven de las prescripciones de la propia Constitución o
de la ley orgánica a

la que aquélla remite (art. 157.3 CE)” [STC 134/2011, de 20 de julio, FJ 10]» (STC 215/2014,
FJ 7.o).

Uno de los principios fundamentales derivados de la reforma de la


LOFCA por la LO 3/2009, de 28 de diciembre, es «la
corresponsabilidad de las CCAA y el Estado en consonancia con sus
competencias en materia de ingresos y gastos públicos» [art. 2.Uno.d)
LOFCA]. En el nuevo sistema de financiación autonómica se
refuerzan los principios de autonomía y corresponsabilidad mediante
el aumento de los porcentajes de cesión de los tributos parcialmente
cedidos a las CCAA y mediante el incremento de sus competencias
normativas, aumentando su capacidad para decidir la composición y el
volumen de sus ingresos.
b) El principio de solidaridad [arts. 2, 138.1, 156.1 y 158.2 CE; y art.
140.1.i) LSP]. La solidaridad constituye, junto con la autonomía, la
«clave de bóveda» que sustenta la nueva organización territorial del
Estado. Como no tardó en advertir el Tribunal Constitucional, «el
derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, que lleva
como corolario la solidaridad entre todas ellas, se da sobre la base de
la unidad nacional» (STC 25/1981, de 15 de julio). El principio de
solidaridad es «un factor de equilibrio entre la autonomía de las
nacionalidades o regiones y la indisoluble unidad de la Nación
española» (STC 135/1992, de 5 de octubre, FJ 7.o), y proyecta sus
exigencias no sólo a las relaciones entre el Estado y las Comunidades
Autónomas, sino también a las relaciones de estas últimas entre sí, que
además deberán velar en sus respectivos ámbitos territoriales por la
realización interna del principio de solidaridad (SSTC 179/1985, FJ
3.o; 63/1986, FJ 11; 183/1988, FJ 5.o; 250/1988, FJ 4.o).

No es fácil extraer del texto constitucional el contenido material que


permita concretar las exigencias de la solidaridad, como principio que
ha de respetarse en la ordenación de las relaciones interpersonales e
interterritoriales en el ámbito económico y financiero.

En su proyección interterritorial la solidaridad entre nacionalidades y


regiones (art. 2 CE) requiere, de una parte, que «en el ejercicio de sus
competencias, [éstas] se abstengan de adoptar decisiones o realizar
actos que perjudiquen o perturben el interés general y tengan, por el
contrario, en cuenta la comunidad de intereses que las vincula entre sí
y que no puede resultar disgregada o menoscabada a consecuencia de
una gestión insolidaria de los propios intereses» (STC 64/1990, FJ
7.o). En definitiva, la solidaridad interterritorial exige, desde esta
primera perspectiva, el reconocimiento de una comunidad de intereses
entre las distintas Comunidades Autónomas y el comportamiento leal
de todas ellas en el ejercicio de sus respectivas atribuciones y
competencias.
«La autonomía —ha dicho la STC 4/1981— no se garantiza por la Constitución —como es
obvio— para incidir de forma negativa sobre los intereses generales de la Nación o sobre
intereses generales distintos de los de la propia entidad» (FJ 10). El principio de solidaridad es
su «corolario» (SSTC 25/1981, FJ 3.o, 64/1990, FJ 7.o).

«Al Estado le corresponde garantizar el principio de solidaridad (art. 138.1 CE), por lo que un
Estatuto de Autonomía no puede contener criterios que desvirtúen o limiten dicha competencia
estatal» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 131).
La técnica de las denominadas «balanzas fiscales» pretende servir para cuantificar la diferencia
entre lo que una determinada circunscripción territorial aporta a la circunscripción nacional más
amplia en la que se integra, y lo que de ésta recibe, pretendiendo establecer a partir de ella el
llamado «saldo fiscal». Una balanza fiscal —escribe el profesor Leopoldo GONZALO—
consiste en el registro sistemático de los flujos financieros de ingresos y gastos públicos que han
tenido lugar durante un período de tiempo (normalmente un año) entre una parte del territorio
nacional y el resto del mismo. Se trata, en definitiva, de un instrumento contable ideado para
conocer el grado de solidaridad entre las diferentes regiones del país, que sirva además para
incrementar, sobre una base objetiva, las políticas que garanticen el cumplimiento del principio
de solidaridad de los arts. 2 y 138 CE. Sin embargo, la solvencia científica de este instrumento
contable es más que discutible, al igual que lo es su operatividad, pues tanto el concepto de
balanza fiscal como el propio art. 2 CE refieren el principio de solidaridad exclusivamente a los
territorios, siendo así que sólo las personas, los ciudadanos, pueden ser sujetos activos o
beneficiarios de tan solemne imperativo constitucional; de manera que —concluye el profesor
L. GONZALO — el problema de la «redistribución solidaria» habría que reconducirlo a otro
plano distinto: al de los ciudadanos y al del modelo de Estado.

Pero, además del ejercicio leal de sus propias competencias conforme


a las exigencias de la buena fe y como «concreción

del más amplio deber de fidelidad a la Constitución» (STC 11/1986,


FJ 5.o), la solidaridad interterritorial obliga al Estado a velar «por el
establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo entre las
diversas partes del territorio español» (art. 138.1 CE), y ello comporta
la adopción de medidas que aseguren la redistribución de la riqueza
entre las distintas Comunidades Autónomas y la igualdad en los
niveles de provisión de los servicios públicos esenciales o básicos.

Hay que señalar, además, que las limitaciones derivadas del principio
de solidaridad no sólo se imponen a la acción del Estado, sino, en
general, a la acción de todos los poderes públicos en el ejercicio de
sus competencias; y de ahí que las exigencias constitucionales de la
solidaridad no sólo se proyecten sobre el sistema de financiación de
las Comunidades Autónomas (art. 156.1 CE), sino sobre el conjunto
de instrumentos a través de los que se desenvuelve la actividad
económico-financiera de los diferentes entes públicos territoriales.

c) El principio de unidad (arts. 2, 31.1, 128, 131.1, 138.2 y 139.2 CE)


como presupuesto de la propia estructura constitucional del Estado
(«la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación
española [...]»: art. 2 CE) y límite inherente del derecho a la
autonomía que la Constitución reconoce y garantiza. «En ningún caso
el principio de autonomía puede oponerse al de unidad, sino que es
precisamente dentro de éste donde alcanza su verdadero sentido, de
acuerdo con el art. 2 CE» (STC 4/1981). El derecho a la autonomía se
da, pues, «sobre la base de la unidad nacional» (STC 25/1981).
«Nuestro Texto constitucional garantiza tanto la unidad de España
como la autonomía de sus nacionalidades y regiones, lo que
necesariamente obliga a buscar un adecuado equilibrio entre ambos
principios, pues la unidad del Estado no es óbice para la coexistencia
de una diversidad territorial que admite un importante campo
competencial de las Comunidades Autónomas» (STC 96/2002, de 25
de abril, FJ 11).

Las exigencias del principio de unidad se proyectan tanto en el orden


económico general como en el específicamente tributario,
correspondiéndole al legislador estatal la fijación de los principios o
criterios básicos de general aplicación en todo el territorio nacional.
«Al Estado se le atribuye por la Constitución, entonces, el papel de
garante de la unidad, pues la diversidad viene dada por la estructura
territorial compleja, quedando la consecución del interés general de la
Nación confiada a los órganos generales del Estado» (STC 96/2002,
FJ 11).

d) El principio de coordinación con la Hacienda estatal (art. 156.1 CE


y art. 2 LOFCA) como instrumento imprescindible para la adopción
de una política económica, presupuestaria y fiscal general que
garantice el equilibrio económico y la estabilidad presupuestaria, y
estimule el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa
distribución, conforme a lo establecido en los arts. 40.1, 131 y 138
CE.

Conforme a la doctrina del Tribunal Constitucional, «al Estado le


corresponde la coordinación en materia de financiación de las
Comunidades Autónomas, fundamentalmente, por tres razones. En
primer lugar porque... de conformidad a nuestra doctrina, “[c]on el art.
157.3 CE, que prevé la posibilidad de que una Ley Orgánica regule las
competencias financieras de las Comunidades Autónomas, no se
pretendió sino habilitar la intervención unilateral del Estado en este
ámbito competencial a fin de alcanzar un mínimo grado de
homogeneidad en el sistema de financiación autonómico, orillando así
la dificultad que habría supuesto que dicho sistema quedase
exclusivamente al albur de lo que se decidiese en el procedimiento de
elaboración de cada uno de los Estatutos de Autonomía” (STC
68/1996, de 4 de abril, FJ 9.o).
En segundo lugar porque... es la autonomía financiera de todos los
entes territoriales, lo que exige necesariamente la intervención del
Estado para adoptar las medidas necesarias y

suficientes a efectos de asegurar la integración de las diversas partes


del sistema en un conjunto unitario (SSTC 11/1984, de 2 de febrero,
FJ 4.o; y 144/1985, de 25 de octubre, FJ 4.o).

Y, en tercer lugar, porque... de acuerdo con la previsión del art. 2.1.c)


LOFCA, las Comunidades Autónomas vienen obligadas a coordinar el
ejercicio de su actividad financiera con la hacienda del Estado de
acuerdo al principio de “solidaridad entre las diversas nacionalidades
y regiones” [art. 2.1.c) LOFCA]» (STC 13/2007, de 18 de enero, FJ 7)
(STC 101/2016, de 25 de mayo, FJ 9.o).
«También, las técnicas de cooperación son consustanciales a la estructura compuesta del Estado
de las Autonomías, sin que necesiten justificarse en preceptos constitucionales o estatutarios
concretos, al derivar de la concurrencia misma de títulos competenciales, de manera que, al
objeto de integrar las diferentes competencias, se debe acudir, en primer lugar, a fórmulas de
cooperación mediante las cuales ambos niveles de gobierno coadyuvan a la consecución de un
objetivo común que ninguno de ellos podría satisfacer, con igual eficacia, actuando por
separado. De esta manera, el principio de cooperación tiende a garantizar la participación de
todos los entes involucrados en la toma de decisiones cuando el sistema de distribución
competencial conduce a una actuación conjunta del Estado y de las Comunidades Autónomas
(SSTC 194/2004, de 4 de noviembre, FJ 9, y 13/2007, de 18 de enero, FJ 7.o)» (STC 101/2016,
de 25 de mayo, FJ 9.o).

En la doctrina constitucional sobre el principio de coordinación es


fácil advertir la necesidad de articular «medios y sistemas de relación»
entre la Hacienda estatal y las Haciendas autonómicas que «hagan
posible la información recíproca, la homogeneidad técnica en
determinados aspectos y la acción conjunta [...]» (STC 32/1983);
exigencias todas ellas que conectan con los principios de
colaboración, solidaridad y lealtad constitucional que inspiran la
ordenación de la Hacienda en el Estado autonómico (STC 96/1990, FJ
16).
Corresponde al Estado adoptar las medidas oportunas para conseguir la estabilidad económica
interna y externa y la estabilidad presupuestaria, así como el desarrollo armónico entre las
diversas partes del territorio español [art. 2.Uno.b) LOFCA], debiendo el Gobierno fijar los
objetivos de estabilidad presupuestaria y de deuda pública para cada una de las CCAA (art. 16
LO 2/2012), y establecer mecanismos de coordinación entre todas las Administraciones
Públicas para garantizar la efectividad de los principios contenidos en la Ley Orgánica de
Estabilidad Presupuestaria y su coherencia con la normativa europea (art. 10.3 LO 2/2012).].
Para la adecuada coordinación entre la actividad financiera de las
CCAA y de la Hacienda del Estado el art. 3 LOFCA crea el Consejo
de Política Fiscal y Financiera de las CCAA, como órgano consultivo
y de deliberación, constituido por los Ministros de Hacienda y de
Administraciones Públicas y el Consejero de Hacienda de cada
Comunidad o Ciudad Autónoma; «órgano multilateral en el que el
Estado ejercita funciones de cooperación y coordinación ex art.
149.1.14.a CE» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 130).
«El Consejo de Política Fiscal y Financiera, en cuyo seno están representadas individualmente
cada una de las CCAA, es, con carácter general, el órgano de coordinación institucional entre
el Estado y las CCAA en materia de política fiscal y financiera (art. 3.1 LOFCA), y, con carácter
más específico, el órgano encargado de la coordinación de la política presupuestaria de las
CCAA con la del Estado [art. 3.2.a) LOFCA]» (STC 215/2014, de 18 de diciembre, FJ 6.o). El
párrafo primero del art. 135.5 CE reserva a una ley orgánica la regulación de la participación de
los órganos de coordinación institucional entre las Administraciones Públicas en materia de
política fiscal y financiera. Y el art. 10.2 LOEP recuerda que las competencias del Gobierno se
ejercerán «sin perjuicio de las competencias del Consejo de Política Fiscal y Financiera de las
Comunidades Autónomas».

La coordinación «persigue la integración de la diversidad de las partes o subsistemas en el


conjunto o sistema, evitando contradicciones y reduciendo disfunciones que, de subsistir,
impedirían o dificultarían la realidad misma del sistema» (STC 32/1983, FJ 2.o).

La coordinación no otorga a su titular competencias que no ostente y, en concreto, facultades de


gestión complementarias [...], por lo que no puede servir de instrumento para asumir
competencias autonómicas, ni siquiera respecto de una parte del objeto material sobre el que
recaen» [STC 227/1988, de 29 de noviembre, FJ 20.e)].

e) El principio de igualdad que, proyectado sobre la distribución del


poder entre los diferentes entes públicos territoriales del Estado, se
manifiesta básicamente en las exigencias del art. 139.1 («todos los
españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier
parte del territorio del Estado») y del art. 138.2 CE («las diferencias
entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no
podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales»);
correspondiéndole al Estado la competencia exclusiva para la
«regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de
todos los españoles en el ejercicio de

los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales»


(art. 149.1.1.a CE).
El art. 140.1.h) LSP incluye, entre los Principios de las relaciones interadministrativas, la
«garantía e igualdad en el ejercicio de los derechos de todos los ciudadanos en sus relaciones
con las diferentes Administraciones».
«De la misma manera que las subvenciones estatales pueden tender a asegurar las condiciones
básicas de igualdad cuya regulación reserva al Estado el art. 149.1.1.a CE, poniéndose de este
modo su poder de gasto al servicio del cumplimiento de cláusulas constitucionales genéricas
como las previstas en los arts. 1.1 y 9.2 CE (en términos parecidos, STC 13/1992, de 6 de
febrero), el establecimiento de beneficios fiscales puede operar como una medida dirigida a la
promoción de una determinada conducta o a la consecución de un determinado fin, una y otro,
previstos en la Constitución» (STC 207/2013, de 5 de diciembre, FJ 3.o).

El TC «ha rechazado expresamente que las relaciones entre el Estado y las Comunidades
Autónomas puedan sustentarse en el principio de reciprocidad (SSTC 132/1998, de 18 de junio,
FJ 10, y las allí citadas), dada la posición de superioridad del Estado (STC 4/1981, FJ 3.o) y que
a él le corresponde la coordinación en la materia financiera, que lleva implícita la idea de
jerarquía» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 132).

Uno de los principios inspiradores del nuevo sistema de financiación


es la garantía de un nivel base equivalente de financiación de los
servicios públicos fundamentales, con la finalidad de que puedan ser
prestados en igualdad de condiciones a todos los ciudadanos,
independientemente de la Comunidad Autónoma en la que residan
[art. 2.Uno.c) LOFCA].
Tiene reconocido el TC que «el principio constitucional de igualdad no impone que todas las
Comunidades Autónomas ostenten las mismas competencias, ni, menos aún, que tengan que
ejercerlas de una manera o con un contenido y unos resultados idénticos o semejantes. La
autonomía significa precisamente la capacidad de cada nacionalidad o región para decidir
cuándo y cómo ejercer sus propias competencias, en el marco de la Constitución y del Estatuto.

»Y si, como es lógico, de dicho ejercicio derivan desigualdades en la posición jurídica de los
ciudadanos residentes en cada una de las distintas Comunidades Autónomas, no por ello
resultan necesariamente infringidos los artículos 1, 9.2, 14, 139.1 y 149.1.1.a de la Constitución,
ya que estos preceptos no exigen un tratamiento jurídico uniforme de los derechos y deberes de
los ciudadanos en todo tipo de materias y en todo el territorio del Estado, lo que sería
frontalmente incompatible con la autonomía, sino, a lo sumo, y por lo que al ejercicio de los
derechos y al cumplimiento de los deberes constitucionales se refiere, una igualdad de las
posiciones jurídicas fundamentales» (SSTC 37/1987, FJ 10, y 150/1990, FJ 7.o). «El principio
de igualdad —advierte, por su parte, el Tribunal Supremo— no implica en

todos los casos un tratamiento legal e igual con abstracción de cualesquiera elementos
diferenciados de trascendencia jurídica, pues llevado a su última consecuencia sería
incompatible con el de autonomía de la imposición de exacciones y la intensidad de las cargas
tributarias, y como dice el Tribunal Constitucional en Sentencia 37/1981, de 16 de noviembre,
la igualdad no puede ser entendida como una rigurosa y monolítica uniformidad del
Ordenamiento [...]» (STS de 22 de enero de 2009, Rec. 3372/2004, FJ 2.o). «Ahora bien, lo que
no le es dable al legislador —desde el punto de vista de la igualdad como garantía básica del
sistema tributario— es localizar en una parte del territorio nacional, y para un sector o grupo de
sujetos, un beneficio tributario sin una justificación plausible que haga prevalecer la quiebra del
genérico deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos sobre los objetivos de la
redistribución de la renta (art. 131.1 CE) y de solidaridad (art.138.1 CE), que la Constitución
española propugna y que dotan de contenido al Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1
CE)» (STC 96/2002, de 25 de abril, FJ 8.o). La garantía constitucional del art. 139.1 CE
constituye una «manifestación concreta del principio de igualdad del art. 14 CE, que, aunque no
exige que las consecuencias jurídicas de la fijación de la residencia deban ser, a todos los
efectos, las mismas en todo el territorio nacional (pudiendo ser las cargas fiscales distintas sobre
la base misma de la diferencia territorial), sí garantiza el derecho a la igualdad jurídica, «es
decir, a no soportar un perjuicio —o una falta de beneficio— desigual e injustificado en razón
de los criterios jurídicos por los que se guía la actuación de los poderes públicos (STC 8/1986)»
(STC 96/2002, FJ 12).

La STC 60/2015, de 18 de marzo, estima la cuestión de inconstitucionalidad promovida por el


Tribunal Supremo respecto del art. 12 bis.A) de la Ley de la Comunidad Valenciana 13/1997,
de 23 de diciembre, por la que se regula el tramo autonómico del IRPF y restantes tributos
cedidos, declarando su inconstitucionalidad y nulidad; argumentando que «no estamos ante un
supuesto en el que la diferencia de trato venga dada por una pluralidad de normas fruto de la
propia diversidad territorial en que se configura la nación española, sino ante un supuesto en el
que la diferencia se consagra en una única norma, acudiendo para ello a la residencia o no en el
territorio de la Comunidad Autónoma. Si bien las desigualdades de naturaleza tributaria
producidas por la existencia de diferentes poderes tributarios (estatal, autonómico y local) se
justifican, en principio, no sólo de forma objetiva sino también razonable, siempre que sus
consecuencias sean proporcionales, en la propia diversidad territorial, al convertirse el territorio
en un elemento diferenciador de situaciones idénticas (por ejemplo, SSTC 76/1983, de 5 de
agosto, FJ 2.o; 150/1990, de 4 de octubre, FJ 7.o, y 233/1999 , de 16 de diciembre, FJ 26), en el
caso que no ocupa y, como señala el órgano judicial, el territorio ha dejado de ser un elemento
de diferenciación de situaciones objetivamente comparables, para convertirse en un elemento de
discriminación, pues con la diferencia se ha pretendido exclusivamente “favorecer a sus
residentes”, tratándose así a una misma categoría de contribuyentes de forma diferente por el
solo hecho de su distinta residencia.

En suma, al carecer de cualquier justificación legitimadora el recurso a la residencia como


elemento de diferenciación, no sólo se vulnera el principio de igualdad (art. 14 CE), sino que,
como con acierto señala el Fiscal General del Estado, se ha utilizado un criterio de reparto de las
cargas públicas carente de una justificación razonable y, por tanto, incompatible con un sistema
tributario justo (art. 31.1 CE)» (FJ 5.o).

f) El principio de neutralidad, conectado con el de igualdad y el de


territorialidad, se concreta a través del art. 139.2 CE en el principio
de libre circulación de bienes y personas en todo el territorio nacional;
y, específicamente, en lo que atañe a las medidas tributarias, en el art.
157.2 CE y en el art. 2.1 LOFCA: «el sistema de ingresos de las
Comunidades Autónomas deberá establecerse de forma que no pueda
implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales ni suponer
la existencia de barreras fiscales en el territorio español, de
conformidad con el artículo 157.2 CE».
La STC 37/1981, de 16 de noviembre, precisa que no toda medida obstaculizadora de la libre
circulación debe reputarse inconstitucional: «no toda incidencia es necesariamente un obstáculo.
Lo será sin duda cuando intencionalmente persiga la finalidad de obstaculizar la circulación».
La infracción del referido principio se producirá, pues, cuando «las consecuencias objetivas de
las medidas adoptadas impliquen el surgimiento de obstáculos que no guardan relación con el
fin constitucionalmente lícito que aquéllas persiguen» (FJ 2.o). Por su parte, la STC 8/1986, de
21 de enero, señala que «la libertad de elección de residencia [...] comporta la obligación
correlativa de los poderes públicos de no adoptar medidas que restrinjan u obstaculicen ese
derecho fundamental, pero ello no significa que las consecuencias jurídicas de la fijación de
residencia hayan de ser, a todos los efectos, las mismas en todo el territorio nacional [...]. La
compatibilidad entre la unidad económica de la nación y la diversidad jurídica que deriva de la
autonomía ha de buscarse —señala la STC 8/1986— en un equilibrio entre ambos principios,
equilibrio que, al menos y en lo que aquí interesa, admite una pluralidad y diversidad de
intervenciones de los poderes públicos en el ámbito económico, siempre que reúnan las varias
características de que: la regulación autonómica se lleve a cabo dentro del ámbito de la
competencia de la Comunidad; que esa regulación en cuanto introductora de un régimen diverso
del o de los existentes en el resto de la Nación, resulte proporcionada al objeto legítimo que se
persigue, de manera que las diferencias y peculiaridades en ella previstas resulten adecuadas y
justificadas por su fin, y, por último, que quede en todo caso a salvo la igualdad básica de todos
los españoles» (FJ 6.o). (En igual sentido la STC 64/1990, de 5 de abril, y, en sentido análogo,
la STC 66/1991, de 22 de marzo. Véanse también las SSTC 96/2002, de 25 de abril, FJ 11, y
168/2004, de 6 de octubre, FJ 5.o)

g) «El principio de territorialidad de las competencias es algo


implícito al propio sistema de autonomías territoriales» (SSTC
13/1988, 101/1995, 132/1996, entre otras), de forma que la eficacia y
el alcance territorial de las normas y de los actos de las CCAA vienen
impuestos por la organización territorial del Estado (art. 137 CE) y
responden «a la necesidad de hacer compatible el ejercicio simultáneo
de las

competencias asumidas por las distintas Comunidades Autónomas»


(STC 44/1984, FJ 2.o). Por otra parte, el territorio se configura como
«elemento delimitador de las competencias de los poderes públicos
territoriales [...], y, en concreto, como delimitador de las competencias
de las Comunidades Autónomas en sus relaciones con las demás
Comunidades Autónomas y con el Estado [...]» (STC 132/1996, FJ
4.o), puesto que «los Estatutos de Autonomía limitan al territorio de la
Comunidad el ámbito en el que se ha de desenvolver sus
competencias» (STC 204/2002, de 31 de octubre, FJ 3.o).
No obstante, tiene reconocido el Tribunal Constitucional que el límite territorial de las normas y
actos de las CCAA no puede significar, en modo alguno, que les esté vedado a sus órganos, en
el ejercicio de sus competencias, adoptar decisiones que puedan producir consecuencias de
hecho en otros lugares del territorio nacional (STC 37/1981, FJ 1.o). Criterio éste que,
específicamente, se reitera en las SSTC 37/1987, FJ 14; 150/1990; 118/1996; 126/2002 y
168/2004, FJ 5.o

Junto a estas dos proyecciones del principio de territorialidad (como


delimitador de la eficacia espacial de las normas y de los actos
autonómicos, y, a la vez, como elemento delimitador de las
competencias atribuidas a los diferentes entes públicos territoriales), el
art. 157.2 CE se refiere específicamente al poder tributario de las
Comunidades Autónomas, al disponer que éstas «no podrán en ningún
caso adoptar medidas tributarias sobre bienes situados fuera de su
territorio o que supongan obstáculo para la libre circulación de
mercancías o servicios».
La doctrina ha reparado, sobre todo, en la primera parte del precepto
para concluir que en él se consagra el principio de territorialidad
fiscal. Sin embargo, la interpretación del precepto en su conjunto
obliga a ponerlo en relación, de una parte, con la libertad de
circulación de bienes y servicios, formulada con carácter de principio
general en el art. 139.2 CE, y, de otra, con el desarrollo y concreción
que del mismo efectúa el legislador en la LOFCA, como norma
integrante del bloque de la constitucionalidad [en particular, el art.
2.1.a), referido con carácter general al sistema de ingresos de las
CCAA; el art. 9 en relación con sus impuestos propios, y el

art. 19.2 respecto a los tributos cedidos]. Situada en ese doble


contexto la interpretación global del art. 157.2 CE, estimamos que lo
que en dicho precepto se consagra es —en los términos de J. LINARES
MARTÍN DE ROSALES— la libertad de circulación [que impide la
existencia de barreras fiscales en el territorio nacional, conforme a los
arts. 2.1.a), 9.c) y 12.2 LOFCA] y la prohibición de la exportación
tributaria interterritorial, que se concreta en el art. 9.a) y b) LOFCA
respecto a los impuestos propios de las Comunidades Autónomas.

h) La prohibición de duplicidad en la imposición. El art. 6 LOFCA


recoge la prohibición de doble imposición, siendo ésta «la única
prohibición de doble imposición en materia tributaria que se encuentra
expresamente recogida en el bloque de la constitucionalidad [...] y
garantiza que sobre los ciudadanos no pueda recaer la obligación
material de pagar doblemente (al Estado y a las CCAA, o a las
Entidades locales y a las CCAA) por un mismo hecho imponible»
(STC 242/2004, de 16 de diciembre, FJ 4.o). En efecto, la Ley
Orgánica que regula el ejercicio de las competencias financieras de las
CCAA conforme a la habilitación del art. 157.3 «somete la creación
por aquéllas de tributos propios a dos límites infranqueables: de un
lado, dichos tributos no podrán recaer sobre «hechos imponibles
gravados por el Estado» (art. 6.2 LOFCA); de otro, «los tributos que
establezcan las CCAA no podrán recaer sobre hechos imponibles
gravados por los tributos locales». No obstante, «las CCAA podrán
establecer y gestionar tributos sobre las materias que la legislación de
régimen local reserve a las Corporaciones Locales», si bien «en todo
caso, deberán establecerse las medidas de compensación o
coordinación adecuadas a favor de aquellas Corporaciones, de modo
que los ingresos de tales Corporaciones Locales no se vean mermados
ni reducidos tampoco en sus posibilidades de crecimiento futuro» (art.
6.3 LOFCA).
«La doctrina relativa a los límites del poder tributario de las comunidades autónomas
contenidos en el art. 6.2 y 3 LOFCA, ha sido ya objeto de una amplia jurisprudencia, recordada
en las recientes SSTC

120/2018, de 31 de octubre, FJ 3, y 4/2019 de 17 de enero, FJ 3. De particular interés es la STC


74/2016, de 14 de abril, precisamente referida al impuesto que constituye el antecedente más
directo del que ahora se impugna [el impuesto sobre elementos radiotóxicos de Cataluña], ya
que tenía por objeto la producción de energía eléctrica de origen nuclear. En el fundamento
jurídico 2 de esa sentencia ya destacábamos que la doctrina referida al art. 6.2 LOFCA se ha
examinado en numerosas resoluciones de este Tribunal, entre otras muchas, en «las SSTC
122/2012, de 5 de junio (sobre el impuesto sobre grandes establecimientos comerciales de
Cataluña); 210/2012, de 14 de noviembre (sobre el impuesto sobre depósitos bancarios de
Extremadura); 30/2015, de 19 de febrero; 107/2015, 108/2015 y 111/2015, todas de 28 de
mayo; y 202/2015, de 24 de septiembre, todas ellas referidas a diferentes impuestos
autonómicos sobre depósitos en entidades de crédito». Allí continuábamos afirmando que [...]
«para determinar si un impuesto autonómico es contrario al art. 6.2 LOFCA, por recaer sobre un
hecho imponible gravado por el Estado, deben compararse ambas figuras tributarias partiendo
siempre del examen del hecho imponible, pero analizando también todos los restantes elementos
del tributo que se encuentran conectados con este: sujetos pasivos, base imponible, y demás
elementos de cuantificación del hecho imponible, como la cuota tributaria o los supuestos de
exención». De manera que es preciso atender no solo a «la riqueza gravada o materia
imponible, que es el punto de partida de toda norma tributaria, sino [también a] la manera en
que dicha riqueza o fuente de capacidad económica es sometida a gravamen en la estructura del
tributo [SSTC 210/2012, FJ 4; 53/2014, de 10 de abril, FJ 3.a); 120/2018, FJ 3, y 4/2019, FJ
3.a)]». En este punto es relevante subrayar que, entre los elementos a comparar de los
correspondientes impuestos se encuentra la posible concurrencia de fines extrafiscales, ya sea en
el tributo o en alguno de sus elementos, teniendo en cuenta que los mismos no son
incompatibles con el natural propósito recaudatorio de todo tributo, pues «de la misma manera
que los tributos propiamente recaudatorios, pueden perseguir y de hecho persiguen en la
práctica otras finalidades extrafiscales [...], difícilmente habrá impuestos extrafiscales
químicamente puros, pues en todo caso la propia noción de tributo implica que no se pueda
desconocer o contradecir el principio de capacidad económica» [STC 53/2014, de 10 de abril,
FJ 6.c); doctrina reiterada, entre otras, en las SSTC 74/2016, FJ 2; 120/2018, FJ 3.d), y 4/2019,
FJ 3.d)]» (STC 43/2019, de 27 de marzo, FJ 3.o).

Véanse asimismo las SSTC 28/2019, de 28 de febrero, sobre el impuesto sobre los activos no
productivos de las personas jurídicas de Cataluña; 22/2019, de 14 de febrero, sobre el
impuesto sobre las instalaciones que incidan en el medio ambiente de la Región de Murcia; y
4/2019, de 17 de enero, sobre el impuesto sobre las viviendas vacías de Cataluña.

i) Lealtad institucional. «Las actuaciones del Estado y de las CCAA


han de estar presididas por el principio de lealtad constitucional,
principio que, aun cuando no esté recogido de modo expreso en el
texto constitucional, constituye un soporte esencial del
funcionamiento del Estado autonómico y cuya observancia resulta
obligada»[...] del que deriva un deber de
colaboración e información recíproca entre las Administraciones
implicadas [...] dimanante del general deber de auxilio recíproco [...]
«que debe presidir las relaciones entre el Estado y las Comunidades
Autónomas» [...] que es concreción, a su vez, de un deber general de
fidelidad a la Constitución [...]. Por esta razón, el art. 2.1 LOFCA
somete la actividad financiera de las Comunidades Autónomas, en
coordinación con la hacienda del Estado, al principio de lealtad
institucional [letra g)], y el art. 9 de la Ley Orgánica 2/2012 obliga a
todas las Administraciones públicas a adecuar sus actuaciones al
mismo principio de lealtad institucional [...]» (STC 215/2014, de 18
de diciembre, FJ 4.o).(Véase asimismo la STC 101/2016, de 25 de
mayo, FJ 9.o).

Tiene declarado el Tribunal Constitucional que «la autonomía y las


propias competencias son indisponibles tanto para el Estado como
para las CCAA» (STC 13/1992, FJ 7.o), y «también han de serlo para
los Entes Locales» (STC 48/2004, FJ 13). Por otra parte, en un Estado
de estructura compuesta resulta evidente que el ejercicio del poder
financiero de los Entes territoriales habrá de desarrollarse dentro de
sus respectivos ámbitos competenciales, sin que ello suponga el
vaciamiento o la anulación de ámbitos competenciales ajenos, ni la
alteración del orden constitucional de distribución de competencias.
De ahí que la lealtad institucional, esto es, el ejercicio de las
respectivas competencias conforme a las exigencias de la buena fe y
como «concreción del más amplio deber de fidelidad a la
Constitución» (STC 11/1986, FJ 5.o), constituya una exigencia
implícita e incluso presupuesto de todas las anteriores, y formalmente
incorporada al actual art. 2.1.g) LOFCA y, más recientemente, al art. 9
de la LO 2/2012, de Estabilidad Presupuestaria.

En la LOFCA la lealtad institucional aparece como uno de los


principios que ha de presidir el ejercicio de la actividad financiera de
las CCAA en coordinación con la Hacienda del Estado.
«La lealtad institucional [...] determinará el impacto, positivo o negativo, que puedan suponer
las actuaciones legislativas del Estado y de las Comunidades Autónomas en materia tributaria o
la adopción de medidas que eventualmente puedan hacer recaer sobre las Comunidades
Autónomas o sobre el Estado obligaciones de gasto no previstas a la fecha de aprobación del
sistema de financiación vigente, y que deberán ser objeto de valoración quinquenal en cuanto a
su impacto, tanto en materia de ingresos como de gastos, por el Consejo de Política Fiscal y
Financiera de las Comunidades Autónomas, y en su caso compensación, mediante modificación
del Sistema de Financiación para el siguiente quinquenio» [art. 2.1.g) LOFCA].
En la Exposición de Motivos de la LO 2/2012, de Estabilidad
Presupuestaria, la lealtad institucional se presenta como principio
rector para armonizar y facilitar la colaboración y cooperación entre
las distintas Administraciones en materia presupuestaria; pero en la
regulación que del principio se hace en su art. 9, la lealtad
institucional se proyecta, sin distinción, a cualquier ámbito en el que
las Administraciones Públicas realizan actuaciones y ejercen sus
competencias.
En efecto, por exigencias del principio de lealtad institucional cada Administración deberá:

a) Valorar el impacto que sus actuaciones, sobre las materias a las que se refiere esta Ley,
pudieran provocar en el resto de Administraciones Públicas.

b) Respetar el ejercicio legítimo de las competencias que cada Administración Pública tenga
atribuidas.

c) Ponderar, en el ejercicio de sus competencias propias, la totalidad de los intereses públicos


implicados y, en concreto, aquellos cuya gestión esté encomendada a otras Administraciones
Públicas.

d) Facilitar al resto de Administraciones Públicas la información que precisen sobre la actividad


que desarrollen en el ejercicio de sus propias competencias y, en particular, la que se derive del
cumplimiento de las obligaciones de suministro de información y transparencia en el marco de
esta Ley y de otras disposiciones nacionales y comunitarias.

e) Prestar, en el ámbito propio, la cooperación y asistencia activas que el resto de


Administraciones Públicas pudieran recabar para el eficaz ejercicio de sus competencias. (art. 9
LO 2/2012)

La STC 215/2014, de 18 de diciembre, desestima el recurso de inconstitucionalidad número


557/2013, promovido por el Gobierno de Canarias contra diferentes preceptos de la LOEP, entre
otros el art. 19 («Advertencia del riesgo de incumplimiento», al que le reprochaba desconocer el
«principio de lealtad constitucional contenido en el principio de seguridad jurídica del art. 9.3
CE» (FJ 4.o).

Vulneraría las exigencias, entre otras, de la lealtad institucional


«cualquier transferencia de recursos de una Hacienda territorial a otra,
impuesta unilateralmente por una de ellas», siempre que esta
transferencia forzosa de recursos no encuentre una habilitación
expresa en el bloque de la constitucionalidad (cfr. STC 48/2004, de 25
de marzo.)
La lealtad institucional constituye asimismo uno de los principios generales de las relaciones
interadministrativas [art. 140.1.a) LSP].

2. EL PODER FINANCIERO DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS EN MATERIA


DE INGRESOS
De acuerdo con el art. 157.1 CE, los recursos de las Comunidades
Autónomas estarán constituidos por:

a) Impuestos cedidos total o parcialmente por el Estado; recargos


sobre impuestos estatales y otras participaciones en los ingresos del
Estado.

b) Sus propios impuestos, tasas y contribuciones especiales.

c) Transferencias de un Fondo de Compensación Interterritorial y


otras asignaciones con cargo a los Presupuestos Generales del Estado.

d) Rendimientos procedentes de su patrimonio e ingresos de Derecho


privado.

e) El producto de las operaciones de crédito.


El TC ha eludido pronunciarse sobre si el art. 157 CE contiene «una enumeración exhaustiva o
cerrada, o bien por el contrario meramente enunciativa o abierta», respecto de los recursos que
constituyen el soporte financiero de las CCAA, o sobre la posibilidad o no de establecer una
«inespecífica o atípica fuente de financiación de la Hacienda autonómica»; pero sí declara que
«cualquier transferencia (forzosa) de recursos de una Hacienda Territorial a otra, impuesta
unilateralmente por una de ellas [...], debe encontrar expresa habilitación en el bloque de la
constitucionalidad» (STC 48/2004, FJ 12).

Refiriéndose a los límites del poder tributario de las CC AA, declara el Tribunal Constitucional
que «el canon de constitucionalidad aplicable a las normas tributarias de las Comunidades
Autónomas parte del texto constitucional (arts. 133.2, 156.1 y 157.3 CE), del contenido en los
respectivos Estatutos de Autonomía [...] , y de las leyes estatales que, dentro del marco
constitucional, se hubieran dictado para delimitar las

competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas (por todas, STC 7/2010, de 27 de
abril, FJ 4). Entre esas leyes delimitadoras de las competencias destaca la LOFCA [entre otras,
STC 53/2014, de 10 de abril, FJ 1 a)]» (STC 22/2019, de 14 de febrero, FJ 3.o).

«En la actualidad los tributos cedidos tienen una importancia central como recurso que, además
de garantizar determinados rendimientos a las Comunidades Autónomas, les permite modular el
montante fiscal de su financiación mediante el ejercicio de competencias normativas en el
marco de lo dispuesto en las correspondientes leyes de cesión de tributos. De esta manera, el
sistema permite en la actualidad que las Comunidades Autónomas puedan, por sí mismas,
incrementar sustancialmente los recursos con los que han de financiarse» (STC 53/2014, de 10
de abril, FJ 3.o).

Junto al sistema tributario autonómico (tributos propios, tributos


cedidos y recargos sobre impuestos estatales), del que nos ocupamos
en una Lección posterior, los demás recursos financieros e ingresos de
las CCAA están constituidos por:
A) «Otras participaciones en los ingresos del Estado» [art. 157.1.a)
CE]: el Fondo de Suficiencia Global y los Fondos de Convergencia
Autonómica
«Las decisiones que afecten a la suficiencia financiera de todas las Comunidades Autónomas
han de ser tomadas en el seno de órganos multilaterales, aunque ello no impide la actuación
específica y complementaria de los órganos bilaterales de cooperación. Por tanto, «en modo
alguno cabe admitir que la determinación del porcentaje de participación en los ingresos del
Estado pueda depender de la voluntad de una determinada Comunidad Autónoma, pues ello ni
resulta de los términos expresos de los preceptos del bloque de la constitucionalidad a que se ha
hecho referencia, ni es compatible con el carácter exclusivo de la competencia que corresponde
al Estado, de acuerdo con el art. 149.1.14.a CE, para el señalamiento de los criterios de
distribución de la participación de las Comunidades Autónomas en los ingresos de aquél.
Conferir carácter vinculante a la voluntad autonómica no sólo anularía la potestad exclusiva del
Estado para configurar el sistema de financiación de las Comunidades Autónomas que
considere más idóneo, sino que le privaría tanto de ejercer sus potestades de coordinación (art.
156.1 CE) como de garantizar la realización efectiva del principio de solidaridad consagrado en
el art. 2 de la Constitución» (STC 13/2007, FJ 9.o). Por consecuencia, el primer inciso del art.
210.1 EAC, que formaliza en el Estatuto la existencia de la Comisión Mixta de Asuntos
Económicos y Financieros como órgano bilateral de cooperación entre el Estado y la Generalitat
en “el ámbito de la financiación autonómica”, no resulta inconstitucional siempre que se
interprete en el sentido de que no excluye ni limita la capacidad de los mecanismos
multilaterales en materia de financiación autonómica ni quebranta la reserva de Ley Orgánica
prevista en el art. 157.3 CE y las consiguientes competencias estatales» (STC 31/2010, de 28 de
junio, FJ 135).

Las Comunidades Autónomas y Ciudades con Estatuto de Autonomía


podrán ser titulares de otras formas de participación en los ingresos
del Estado, a través de los fondos y mecanismos establecidos en las
leyes [arts. 4.Uno.f) y 13.Cinco LOFCA].

La propia LOFCA, modificada por la LO 3/2009, de 18 de diciembre,


crea un fondo específico para instrumentar la participación de las
CCAA en los ingresos del Estado (el Fondo de Suficiencia Global)
destinado a cubrir la diferencia entre las necesidades de gasto de cada
Comunidad Autónoma y la suma de su capacidad tributaria y la
transferencia del Fondo de Garantía de Servicios Públicos
Fundamentales (art. 15 LOFCA), al que enseguida se aludirá.

El Fondo de Suficiencia Global permite asegurar la suficiencia de la


financiación de la totalidad de las competencias de las CCAA y
Ciudades con Estatuto de Autonomía, respetando los resultados del
modelo anterior a través de la cláusula del statu quo, de manera que
ninguna pierda con el cambio de modelo. El valor inicial del Fondo de
Suficiencia Global en el año base se fijará en la Comisión Mixta de
transferencias conforme a lo previsto en el art. 10 de la Ley 22/2009,
de 18 de diciembre, por la que se regula el sistema de financiación de
las CCAA, que establece asimismo (art. 11) los criterios para su
regularización y evolución.

Con recursos adicionales del Estado, la Ley 22/2009 crea en su Título


II los nuevos Fondos de Convergencia Autonómica (el Fondo de
Competitividad y el Fondo de Cooperación), con los objetivos de
aproximar las CCAA de régimen común en términos de financiación
por habitante ajustado y de favorecer el equilibrio económico
territorial, contribuyendo a la igualdad y a la equidad (art. 22 de la
Ley 22/2009).

El Fondo de Competitividad se dotará anualmente en los Presupuestos


Generales del Estado con el fin de reforzar la equidad y la eficiencia
en la financiación de las necesidades de

los ciudadanos y reducir las diferencias en la financiación homogénea


per capita entre Comunidades Autónomas, incentivando su autonomía
y capacidad fiscal y desincentivando la competencia fiscal a la baja.

El Fondo de Competitividad se repartirá anualmente entre las CCAA


con financiación per capita ajustada inferior a la media o a su
capacidad fiscal, en los términos que se concretan en el art. 23 de la
Ley 22/2009.

Las CCAA que cumplan alguna de las condiciones establecidas en el


art. 24 de la Ley 22/2009 serán beneficiarias del Fondo de
Cooperación que se dotará con recursos adicionales del Estado, en la
cantidad que se prevea anualmente en los PGE, con el objetivo último
de equilibrar y armonizar el desarrollo regional estimulando el
crecimiento de la riqueza y la convergencia regional en términos de
renta.

B) El Fondo de Garantía de Servicios Públicos Fundamentales (art.


15 LOFCA)

El Fondo de Garantía de Servicios Públicos Fundamentales es el


instrumento con el que el Estado garantiza en todo el territorio español
el nivel mínimo de los servicios públicos fundamentales de su
competencia, considerándose como tales la educación, la sanidad y los
servicios sociales esenciales (art. 15.Uno LOFCA).
En cumplimiento del art. 158.1 CE, el objeto del Fondo de Garantía
es asegurar que cada Comunidad Autónoma reciba, en los términos
fijados por la Ley, los mismos recursos por habitante, ajustados en
función de sus necesidades diferenciales, garantizando la cobertura del
nivel mínimo de los servicios fundamentales en todo el territorio;
considerándose que no se llega a cubrir el nivel mínimo cuando su
cobertura se desvíe del nivel medio de prestación de los servicios
públicos en el territorio nacional.

En la constitución del Fondo participan todas las CCAA con un


porcentaje de sus tributos cedidos, en términos

normativos, y el Estado con aportación de recursos adicionales,


conforme a los criterios que establece el art. 9 de la Ley 22/2009, de
18 de diciembre.

C) Transferencia del Fondo de Compensación Interterritorial

Junto a los ingresos derivados de tributos propios y de los tributos


cedidos, el art. 158 de la Constitución prevé la posibilidad de que las
Comunidades Autónomas obtengan ingresos provenientes del Fondo
de Compensación Interterritorial. Dispone dicho precepto, en su ap. 2,
que, con el fin de corregir desequilibrios económicos interterritoriales
y hacer efectivo el principio de solidaridad, se constituirá un Fondo de
Compensación con destino a gastos de inversión, cuyos recursos serán
distribuidos por las Cortes Generales entre las Comunidades
Autónomas y provincias, en su caso.

D) Ingresos patrimoniales

Las Comunidades Autónomas cuentan asimismo con los rendimientos


procedentes de su patrimonio y con los ingresos de derecho privado en
general: adquisiciones a título de herencia, legado o donación,
ingresos derivados de explotaciones económicas particulares con
capital público, etc. [arts. 157.d) CE y 5 LOFCA].

E) Ingresos derivados de operaciones de crédito

Los arts. 157.1.d) CE y 4.1.f) LOFCA incluyen entre los ingresos de


Derecho público de las Comunidades Autónomas «el producto de las
operaciones de crédito», que constituyen «fuente complementaria en
una economía saneada, nunca principal» (STC 135/1992, FJ 8.o). En
desarrollo de tal previsión el art. 14 LOFCA establece dos principios
básicos:

a) La Comunidad Autónoma podrá realizar operaciones de crédito por


plazo inferior a un año, con objeto de cubrir sus necesidades
transitorias de Tesorería.

b) Podrá concertar operaciones de crédito por plazo superior a un año


siempre que el importe total del crédito se destine exclusivamente a
gastos de inversiones y el importe

total de las anualidades de amortización por capital e intereses no


exceda del 25 por 100 de los ingresos corrientes de la Comunidad
Autónoma. Las operaciones de crédito en el extranjero y la emisión de
deuda o cualquier otra apelación al crédito público precisarán
autorización del Estado, para cuya concesión se tendrá en cuenta el
cumplimiento de los principios de estabilidad presupuestaria y
sostenibilidad financiera [art. 2.Uno.b) LO 2/2012]. Se señala
igualmente que la Deuda Pública de las Comunidades Autónomas y
los títulos-valores de carácter equivalente emitidos por éstas, estarán
sujetos a las mismas normas y gozarán de los mismos beneficios y
condiciones que la Deuda Pública del Estado.

La autorización del Estado a las CCAA para realizar operaciones de


crédito y emisiones de deuda tendrá en cuenta el cumplimiento de los
objetivos de estabilidad presupuestaria y de deuda pública, así como el
cumplimiento de los principios y obligaciones que se deriven de la
aplicación de la LO 2/2012, de Estabilidad Presupuestaria (art. 13.4
LO 2/2012).

El límite de deuda pública para el conjunto de las CCAA será el 13


por 100 del Producto Interior Bruto nacional y, a su vez, el límite de
deuda pública de cada una de ellas no podrá superar el 13 por 100 de
su Producto Interior Bruto regional; límites que sólo podrán superarse
por las circunstancias excepcionales y en los términos previstos en el
art. 135.4 CE y en el art. 11.3 LO 2/2012, debiendo aprobarse en estos
casos un Plan de reequilibrio que permita recuperar el límite de deuda
(arts. 13.3 y 22 a 24 LO 2/2012).

El Gobierno fijará los objetivos de estabilidad presupuestaria y de


deuda pública para cada una de las CCAA (art. 16 LO 2/2012),
adoptándose medidas preventivas cuando el volumen de deuda pública
se sitúe por encima del 95 por 100 de los límites establecidos (arts. 18
y 19 LO 2/2012), correctivas una vez constatado el incumplimiento
(art. 20), debiendo adoptarse un Plan económico-financiero (art. 21) o,
en su caso, un Plan de reequilibrio (arts. 22 y 23); y, en fin, medidas
coercitivas (art. 25) y de cumplimiento forzoso (art.

26 LO 2/2012, en relación con el art. 155 CE) en caso de falta de


presentación, de aprobación o de incumplimiento del Plan económico-
financiero o de reequilibrio.

3. EL PODER FINANCIERO DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS EN MATERIA


DE GASTO

«La autonomía política de las Comunidades Autónomas y su


capacidad de autogobierno se manifiesta, sobre todo, en la capacidad
para elaborar sus propias políticas públicas en las materias de su
competencia» (STC 13/1992, FJ 7.o). La autonomía financiera de las
CCAA «en su vertiente de gasto no entraña sólo la libertad de sus
órganos de gobierno en cuanto a la fijación del destino y orientación
del gasto público, sino también para la cuantificación y distribución
del mismo dentro del marco de sus competencias» (SSTC 13/1992, FJ
7.o; 68/1996, FJ 10).

Mientras que el poder de gasto del Estado «no se define por conexión
con el reparto competencial de materias que la Constitución establece
(arts. 148 y 149 CE), de manera que el Estado siempre podrá, en uso
de su soberanía financiera (de gasto, en este caso), asignar fondos
públicos a unas finalidades u otras» (STC 13/1992, FJ 13); no sucede
igual «con la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas
que se vincula al desarrollo y ejecución de las competencias que, de
acuerdo con la Constitución, le atribuyan los respectivos Estatutos y
las Leyes (art. 156.1 CE y art. 1.1 LOFCA)» (STC 13/1992, FJ 7.o1),
y de ahí se desprende que la potestad de gasto autonómica «no podrá
aplicarse sino a actividades en relación con las que, por razón de la
materia, se ostenten competencias» (STC 95/2001, de 5 de abril, FJ
3.o).

A diferencia de lo que ocurre en materia de ingresos —y, sobre todo,


en materia de ingresos tributarios— hasta la reforma del art. 135 CE,
de 27 de septiembre de 2012, la Constitución no decía nada acerca del
régimen presupuestario de las CCAA; estableciéndose a partir de
ahora la
«consagración constitucional» del principio de estabilidad
presupuestaria «con el efecto de limitar y orientar, con el mayor rango
normativo, la actuación de los poderes públicos» (Exposición de
Motivos de la Reforma constitucional). «Tras la reforma del art. 135
CE, la situación ha cambiado, pues ahora la elaboración, adopción y
ejecución de los Presupuestos, además de quedar sometida a las
prescripciones del art. 134 CE queda sometida a aquellas establecidas
en el art. 135 CE, que vinculan a todos los poderes públicos» (SSTC
157/2011, de 18 de octubre, y 199/2011, de 13 de diciembre, FJ 7.o).
Y en efecto, en virtud del art. 135 CE, el Estado y las CCAA no
podrán incurrir en un déficit estructural que supere los márgenes
establecidos, en su caso, por la Unión Europea para sus Estados
miembros (art. 135.2 CE); si bien estos límites de déficit estructural
entrarán en vigor a partir de 2020 (Disp. Adic. única de la Reforma
constitucional). Las CCAA deberán adoptar las decisiones que
procedan para la aplicación efectiva del principio de estabilidad en sus
normas y decisiones presupuestarias (art. 135.6 CE).

En desarrollo del art. 135 CE, la LO 2/2012 establece los principios


rectores a los que deberá adecuarse la política presupuestaria del
sector público (principios de estabilidad presupuestaria, de
sostenibilidad financiera, de plurianualidad, de transparencia, de
eficiencia en la asignación y utilización de los recursos públicos, de
responsabilidad y de lealtad institucional), incorporando la regla de
gasto establecida en la normativa europea, en virtud de la cual el gasto
de las Administraciones Públicas no podrá aumentar por encima de la
tasa de referencia de crecimiento del Producto Interior Bruto (art. 12
LO 2/2012).

La política presupuestaria de las CCAA habrá de ajustarse asimismo a


los objetivos de estabilidad presupuestaria y de deuda pública fijados
por el Gobierno para cada una de ellas (art. 16), estableciéndose
asimismo medidas preventivas, correctivas y coercitivas para
garantizar su cumplimiento (Capítulo IV de la LO 2/2012).

4. COMPETENCIAS AUTONÓMICAS EN RELACIÓN CON LAS HACIENDAS


LOCALES

El diseño constitucional ha conducido a una clara distinción entre la


autonomía de las Comunidades y la de las Corporaciones Locales. La
existencia de un poder legislativo cuyos titulares son las primeras no
es más que el punto más claro de esta diferencia. La distribución
competencial derivada de la Constitución refuerza este hecho. Ello
justifica que cada Comunidad Autónoma esté obligada a velar por su
propio equilibrio territorial y por la realización interna del principio de
solidaridad (art. 2.2 LOFCA).

De ahí precisamente la posibilidad de que, atendiendo al


establecimiento del equilibrio dentro del territorio de una determinada
Comunidad Autónoma, nada impide que sea la propia Asamblea
regional la que apruebe disposiciones legislativas que afecten al
ejercicio del poder tributario por parte de las Corporaciones Locales.
Ello se ajusta perfectamente a la Constitución, cuyo art. 133.2 dispone
que las Corporaciones Locales podrán establecer y exigir tributos de
acuerdo con la Constitución y las Leyes. Y si bien es cierto que el
Tribunal Constitucional considera que, «tratándose de tributos que
constituyan recursos propios de las Corporaciones Locales», la
reserva de ley del art. 133.2 CE «habrá de operar necesariamente a
través del legislador estatal [...], en tanto en cuanto la misma existe
también al servicio de otros principios [...] que sólo puede satisfacer la
ley del Estado [...], debiendo entenderse vedada, por ello, la
intervención de las CCAA en este concreto ámbito normativo» (STC
233/1999, FJ 22); no puede perderse de vista que, como acto seguido
reconoce el mismo Tribunal, «todo ello no es óbice, sin embargo,
para que éstas [las CCAA], al igual que el Estado, puedan ceder
también sus propios impuestos o tributos en beneficio de las
Corporaciones Locales, pues nada hay que lo impida en la Ley
Reguladora de las Haciendas Locales, ni tampoco en la CE o en la
LOFCA, siempre y

cuando, claro está, las CCAA respeten los límites a su capacidad


impositiva que se establecen en estas dos últimas» (STC 233/1999, FJ
22).
En aplicación de esta doctrina constitucional, la STC 31/2010, de 28 de junio, declara la
inconstitucionalidad del art. 218.2 EAC que atribuía a la Generalitat «la capacidad legislativa
para establecer y regular los tributos propios de los gobiernos locales» (FJ 140); reconociendo la
competencia autonómica para «la fijación de los criterios de distribución de las participaciones
de los entes locales en los ingresos propios de la Generalitat, así como de las subvenciones
incondicionadas que ésta decida otorgar, respetando necesariamente las competencias del
Estado para fijar los criterios homogéneos de distribución de los ingresos de los entes locales
consistentes en participaciones en ingresos estatales [STC 331/1993, FJ 2.oB)]» (STC 31/2010,
de 28 de junio, FJ 140).

VII. EL PODER FINANCIERO DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS DE


RÉGIMEN FORAL
1. PAÍS VASCO

El marco jurídico positivo que establece el régimen financiero del País


Vasco arranca de la Disp. Adic. 1.a de la Constitución, en virtud de la
cual se amparan y respetan los derechos históricos de los territorios
forales, a la vez que se ordena la actualización general de dicho
régimen foral en el marco de la propia Constitución y del Estatuto de
Autonomía. Por la LO 3/1979, de 18 de diciembre, se aprueba el
Estatuto de Autonomía, en cuyos arts. 40 a 45 se ordena el régimen en
materia de Hacienda y Patrimonio, y se establece como principio
esencial y elemento material constitutivo de la especialidad vasca la
potestad de las instituciones competentes de los Territorios Históricos
del País Vasco de mantener, establecer y regular su propio sistema
tributario. Dispone expresamente el Estatuto de Autonomía que las
relaciones tributarias entre el Estado y el País Vasco se regularán
mediante el sistema foral tradicional de Concierto Económico,
aprobándose por la Ley 12/1981, de 31 de mayo, el primer Concierto
Económico con el País Vasco, al que se le atribuyó

una duración limitada hasta el 31 de diciembre de 2001, siendo sus


rasgos esenciales: su carácter paccionado, la distribución de
competencias tributarias entre el Estado y las Instituciones de los
Territorios Históricos, y el sistema de cupo.

El nuevo Concierto económico con el País Vasco se aprueba por la


Ley 12/2002, de 23 de mayo, modificada por la Ley 28/2007, de 15 de
octubre, y por la Ley 7/2014, de 21 de abril, confiriéndole un carácter
indefinido, al objeto de insertarlo en un marco estable que garantice su
continuidad al amparo de la Constitución y el Estatuto de Autonomía,
y previéndose su adaptación a las modificaciones que experimente el
sistema tributario estatal.

El nuevo Concierto Económico sigue los mismos principios, bases y


directrices que el Concierto de 1981, reforzándose los cauces o
procedimientos tendentes a conseguir una mayor seguridad jurídica en
su aplicación.
Por Real Decreto 335/2014, de 9 de mayo, se modifica el Reglamento de la Junta Arbitral
prevista en el Concierto Económico con la Comunidad Autónoma del País Vasco, aprobado por
Real Decreto 1.760/2007, de 28 de diciembre.

2. NAVARRA
También en Navarra la actividad tributaria y financiera se rige por el
sistema tradicional de Convenio Económico, constitucionalmente
tutelado y previsto por el art. 45 de la LO 13/1982, de 10 de agosto, de
reintegración y amejoramiento del régimen foral de Navarra.

De acuerdo con el mismo, Navarra tiene potestad para mantener,


establecer y regular su propio régimen tributario, sin perjuicio de lo
previsto en el correspondiente Convenio Económico. El Convenio
vigente se aprobó por Ley 28/1990, de 26 de diciembre (modificada
por Leyes 12/1993, de 13 de diciembre; 19/1998, de 15 de junio;
48/2007, de 19 de diciembre, y 14/2015, de 24 de junio),
estableciéndose en el mismo los criterios de armonización y
distribución

competencial entre el sistema foral y el sistema tributario común.


«[...] no puede sostenerse que en un Territorio Histórico sea obligado mantener ni los mismos
tipos impositivos, ni las mismas bonificaciones que se conceden para el resto del Estado. Ello
implicaría [...] convertir al legislador fiscal en un mero amanuense —mejor un copista [...]—
con lo que la autonomía proclamada desaparece y se incumple el permiso contenido en el art.
41.2 (Ley de aprobación del Convenio Económico Estado-Navarra) que no sólo habla de
mantener el régimen tributario, sino de establecerlo y de regularlo, lo que es distinto del mero
mantenimiento, e implica, desde luego, innovación (establecer) o modificación (regular)» (STS
de 19 de julio 1991, Rec. 1148/1989, FJ 3.o). (Cfr. STS de 22 de enero de 2009, Rec.
3372/2004, FJ 2.o)

También en Navarra rige el sistema de cupo —si bien su


cuantificación se realiza de manera distinta— y también se producen
ciertas especialidades en la relación entre Haciendas Locales y
Comunidad Autónoma, de acuerdo con lo previsto en el art. 46 de la
LO 13/1982, ya contempladas en la Ley Paccionada de 16 de agosto
de 1841 y en el Real Decreto-Ley Paccionado de 4 de noviembre de
1925.
VIII. EL PODER FINANCIERO DE LOS ENTES LOCALES

1. La Constitución garantiza la autonomía de los municipios (art. 140


CE) y de las provincias (art. 141 CE) «para la gestión de sus
respectivos intereses» (art. 137 CE); autonomía local que fue
tempranamente concebida por el Tribunal Constitucional como el
«derecho de la comunidad local a participar, a través de órganos
propios, en el gobierno y administración de cuantos asuntos le atañen»
(STC 32/1981, de 28 de julio, FJ 4.o).
En el art. 2 («Fundamento constitucional y legal de la autonomía local») de la Carta Europea
de Autonomía Local, hecha en Estrasburgo el 15 de octubre de 1985 (BOE de 24 de febrero de
1989), se declara que «el principio de autonomía local debe estar reconocido en la legislación
interna y, en lo posible, en la Constitución», añadiendo el art. 3 que «por autonomía local se
entiende el derecho y la capacidad efectiva de las Entidades Locales de ordenar y gestionar una
parte importante de los asuntos públicos, en el marco de la Ley, bajo su propia responsabilidad
y en beneficio de sus habitantes».

El art. 9 de la Carta Europea de Autonomía Local declara que «las Entidades Locales tienen
derecho, en el marco de la política económica nacional, a tener recursos propios suficientes de
los cuales pueden disponer libremente en el ejercicio de sus competencias»; recursos financieros
que «deben ser proporcionales a las competencias previstas por la Constitución o por la Ley»;
añadiendo que «los sistemas financieros sobre los cuales descansan los recursos de que
disponen las Entidades Locales deben ser de una naturaleza suficientemente diversificada y
evolutiva como para permitirles seguir, en la medida de lo posible y en la práctica, la evolución
real de los costes del ejercicio de sus competencias».

En el Instrumento de Ratificación española de la Carta, dado en Madrid a 20 de enero de 1988,


se declara que la misma «se aplicará en todo el territorio del Estado en relación con las
colectividades contempladas en la legislación española de régimen local y previstas en los
artículos 140 y 141 de la Constitución». Es evidente que la ratificación española de la Carta
supone no sólo la incorporación de dicho texto a nuestro Derecho interno, de conformidad con
el art. 96 CE, sino también que el mismo deviene parámetro interpretativo del reconocimiento
constitucional del derecho de las Entidades Locales a la autonomía.

A diferencia de lo que sucede respecto del Estado y de las


Comunidades Autónomas, no existe en nuestro sistema una
delimitación constitucional de las competencias propias de los Entes
locales; delimitación competencial siempre difícil de efectuar debido a
la universalidad de los fines de los Entes Locales. La «autonomía para
la gestión de sus respectivos intereses» que la Constitución garantiza
(art. 137 CE) no predetermina un elenco de competencias propias de
los Entes locales, sino una noción indefinida de autonomía local
basada en la «participación competencial» del Ente local en todas las
materias y asuntos que afecten a «sus respectivos intereses»,
«graduándose la intensidad de esta participación en función de la
relación entre intereses locales y supralocales dentro de tales asuntos o
materias» (STC 32/1981, FJ 4.o).

A nivel de legalidad ordinaria, la Ley 7/1985, de 2 de abril,


Reguladora de las Bases de Régimen Local (LBRL), diseñó un
modelo competencial que ha dado lugar a disfuncionalidades,
generando en no pocos supuestos situaciones de concurrencia
competencial entre varias Administraciones Públicas, duplicidad en la
prestación de servicios, o que los Ayuntamientos presten servicios sin
un título competencial específico y sin contar con los recursos
adecuados para ello, dando lugar al ejercicio de competencias que no
tienen

legalmente atribuidas ni delegadas y a la duplicidad de competencias


entre Administraciones.
Como afirma la Exposición de Motivos de la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de
racionalización y sostenibilidad de la Administración local, «el sistema competencial de los
Municipios españoles se configura en la praxis como un modelo excesivamente complejo, del
que se derivan dos consecuencias que inciden sobre planos diferentes. Por una parte, [...] hace
que se difumine la responsabilidad de los gobiernos locales en su ejercicio y se confunda con
los ámbitos competenciales propios de otras Administraciones Públicas, generando, en no pocas
ocasiones, el desconcierto de los ciudadanos que desconocen cuál es la Administración
responsable de los servicios públicos. Por otra parte, existe una estrecha vinculación entre la
disfuncionalidad del modelo competencial y las Haciendas locales. En un momento en el que el
cumplimiento de los compromisos europeos sobre consolidación fiscal es de máxima prioridad,
la Administración local también debe contribuir a este objetivo racionalizando su estructura, en
algunas ocasiones sobredimensionada, y garantizando su sostenibilidad financiera». Uno de los
objetivos básicos de esta Ley consiste en «clarificar las competencias municipales para evitar
duplicidades con las competencias de otras Administraciones de forma que se haga efectivo el
principio «una Administración, una competencia» y evitar «los problemas de solapamientos
competenciales entre Administraciones hasta ahora existentes». [...] El Estado ejerce su
competencia de reforma de la Administración local —añade la Exposición de Motivos— para
tratar de definir con precisión las competencias que deben ser desarrolladas por la
Administración local, diferenciándolas de las competencias estatales y autonómicas. [...] Las
Entidades Locales no deben volver a asumir competencias que no les atribuye la ley y para las
que no cuenten con la financiación adecuada. Por tanto, sólo podrán ejercer competencias
distintas de las propias o de las atribuidas por delegación cuando no se ponga en riesgo la
sostenibilidad financiera del conjunto de la Hacienda municipal, y no se incurra en un supuesto
de ejecución simultánea del mismo servicio público con otra Administración Pública».

Con la reforma del art. 135 CE se les impone a las Entidades Locales
el mandato constitucional de presentar equilibrio presupuestario (art.
135.2 CE), de forma que la elaboración, aprobación y ejecución de los
Presupuestos y demás actuaciones que afecten a los gastos o ingresos
de las Corporaciones Locales se someterán al principio de estabilidad
presupuestaria y deberán mantener una posición de equilibrio o
superávit presupuestario (arts. 3 y 11.4 LO 2/2012, de Estabilidad
Presupuestaria). La Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de
racionalización y sostenibilidad de la Administración local, pretende
la adaptación de la normativa básica en materia de administración
local para la adecuada aplicación de los principios de estabilidad
presupuestaria,

sostenibilidad financiera y eficiencia en el uso de los recursos públicos


locales, en línea con las disposiciones de la Ley de Estabilidad
Presupuestaria.
2. Como técnica de protección de la autonomía local el Tribunal
Constitucional español asumió la doctrina de la «garantía
institucional» acuñada por CARL SCHMITT con fundamento en la
Constitución de Weimar de 1919, propugnando la distribución de
competencias en función de los respectivos intereses: «la garantía
institucional de la autonomía local no asegura un contenido concreto o
un ámbito competencial determinado, sino la preservación de una
institución en términos recognoscibles» (STC 32/1981, FJ 3.o).

El Tribunal Constitucional ha destacado la existencia de una «garantía


constitucional de la autonomía local» (STC 214/1989, de 21 de
diciembre), para cuya defensa específica ante el mismo Tribunal la
Ley Orgánica 7/1999, de 21 de abril, de modificación de la LOTC
2/1979, de 3 de octubre, ha habilitado un nuevo procedimiento,
denominado «De los conflictos en defensa de la autonomía local»,
mediante el que los municipios y provincias podrán reaccionar frente a
las normas del Estado con rango de ley o las disposiciones con rango
de ley de las CCAA que lesionen la autonomía local
constitucionalmente garantizada (art. 75 bis LOTC).

Garantizada la existencia misma del Ente local, el primer nivel de


exigencias y, por lo mismo, el contenido mínimo necesario de la
autonomía local comportará la atribución legal a los Entes locales de
competencias en todas aquellas materias donde exista un interés de la
comunidad local, generalmente concurrente con el interés del Estado y
de las Comunidades Autónomas. De ahí que, al no existir una
predeterminación constitucional de la autonomía local (que constituye
un derecho constitucional de configuración legal), corresponda al
legislador delimitar el ámbito material de competencias de los Entes
locales, decidiendo la participación competencial en las diferentes
materias en función de los respectivos intereses.

3. También como elemento integrante de «ese núcleo mínimo


identificable de facultades, competencias y atribuciones que hace que
los Entes locales sean reconocibles por los ciudadanos como una
instancia de toma de decisiones autónoma e individualizada» (STC
51/2004, de 13 de abril, FJ 9.o), la autonomía local presupone la
existencia de «medios suficientes» para el desempeño de las funciones
que la Ley atribuye a las Corporaciones locales; suficiencia de medios
que para el «principio de autonomía que preside la organización
territorial del Estado (arts. 2 y 137 CE) ofrece una vertiente
económica importantísima, ya que, aun cuando tenga un carácter
instrumental, la amplitud de los medios determina la posibilidad real
de alcanzar los fines» (STC 237/1992, de 15 de diciembre, FJ 6.o). De
manera, pues, que la suficiencia de medios constituye el presupuesto
indispensable «para posibilitar la consecución efectiva de la
autonomía constitucionalmente garantizada» (STC 96/1990, de 24 de
mayo, FJ 7.o).

Así se desprende del art. 142 CE, que ordena que «las Haciendas
locales deberán disponer de los medios suficientes para el desempeño
de las funciones que la ley atribuye a las Corporaciones respectivas y
se nutrirán fundamentalmente de tributos propios y de participación en
los del Estado y de las Comunidades Autónomas».

Es, pues, el principio de suficiencia de ingresos y no el de autonomía


financiera el que garantiza la Constitución española en relación con
las Haciendas locales, y así se encargó de matizarlo la jurisprudencia
constitucional.
«La Constitución no garantiza a las Corporaciones Locales una autonomía económico-
financiera en el sentido de que dispongan de medios propios —patrimoniales y tributarios—
suficientes para el cumplimiento de sus funciones. Lo que dispone es que estos medios serán
suficientes, pero no que hayan de ser en su totalidad propios» (STC 4/1981, de 2 de febrero). En
igual sentido, SSTC 179/1985, FJ 3.o; 96/1990, FJ 7.o, y 166/1998, FJ 10.

Sin embargo, el Tribunal Constitucional con base en una


interpretación conjunta de los arts. 137 y 142 CE, ha terminado
reconociendo dentro del contenido necesario de la

autonomía local constitucionalmente garantizada, un ámbito o una


faceta económica con dos aspectos claramente diferenciados: la
vertiente de los ingresos y la de los gastos; condicionadas una y otra
por las exigencias de los principios de estabilidad presupuestaria y de
sostenibilidad financiera (art. 135 CE y LO 2/2012, de 27 de abril).
«La autonomía local reconocida en los arts. 137, 140 y 141 CE tiene una vertiente económica,
en ingresos y gastos (STC 48/2004, de 25 de marzo, FJ 10). En relación con los ingresos, la
autonomía local presupone la existencia de “medios suficientes” para el desempeño de las
funciones que la ley atribuye a las corporaciones locales (art. 142 CE), siendo el principio de
suficiencia de ingresos y no propiamente el de autonomía financiera el que garantiza la
Constitución española en relación con las haciendas locales (STC 48/2004, de 25 de marzo, FJ
10). De acuerdo con el art. 142 CE son dos las fuentes primordiales de financiación de las
corporaciones locales, la participación de éstas en los tributos del Estado y de las Comunidades
Autónomas y los tributos propios, teniendo en cuenta que el apartado 1 del art. 133 CE reserva
al Estado de manera exclusiva la potestad originaria para establecer tributos, mientras que el
apartado 2 del mismo precepto permite a las corporaciones locales establecer y exigir tributos
“de acuerdo con la Constitución y las leyes”, disposición que ha de conectarse con la reserva de
ley en materia tributaria, impuesta por el art. 31.3 CE.

»Por lo que a la autonomía del gasto se refiere, pese a que el art. 142 CE no la contemple de
modo expreso, la Constitución la consagra por la conexión implícita entre dicho precepto y el
art. 137 CE (STC 109/1998, de 21 de mayo, FJ 10), comprendiendo la plena disponibilidad por
las corporaciones locales de sus ingresos, sin condicionamientos indebidos y en toda su
extensión para poder ejercer las competencias propias y la capacidad de decisión sobre el
destino de sus fondos, también sin condicionamientos indebidos (STC 48/2004, de 25 de marzo,
FJ 10). En todo caso, la autonomía financiera de que gozan los entes locales en la vertiente del
gasto, “puede ser restringida por el Estado y las Comunidades Autónomas dentro de los límites
establecidos en el bloque de la constitucionalidad” (STC 109/1998, FJ 10)» (STC 31/2010, de
28 de junio, FJ 139).

4. El poder financiero de los entes locales aparece predeterminado por


una normativa —contenida en leyes estatales y que puede también
verse afectada por leyes autonómicas— en la que se establecen los
criterios básicos conforme a los cuales los entes locales pueden ejercer
sus propias competencias y pueden proyectar su propia autonomía. El
Tribunal Constitucional, a partir de la STC 179/1985, afirma la
naturaleza compartida de las competencias que, en materia de
Haciendas Locales, poseen el Estado y aquellas Comunidades
Autónomas que asumen estatutariamente facultades para el desarrollo
de las bases estatales sobre el

régimen jurídico de las Administraciones Públicas ex art. 149.1.18.a


CE (véanse asimismo las SSTC 96/1990, FJ. 7.o; 237/1992, FJ: 6.o;
331/1993, FJ. 2.o y 3.o; 171/1996, FJ 5.o; 233/1999, FJ 4.o; 134/2011,
FJ 14.o).
El art. 106.1 LBRL declara que «las Entidades Locales tendrán autonomía para establecer y
exigir tributos de acuerdo con lo previsto en la legislación del Estado reguladora de las
Haciendas Locales y en las Leyes que dicten las Comunidades Autónomas en los supuestos
expresamente previstos en aquélla».

El poder tributario local es un poder condicionado y sometido a


límites (constitucionales y legales). Las exigencias de la reserva de ley
en materia tributaria del art. 31.3 CE, junto a las derivadas de las leyes
«ordenadoras» que reclama el art. 133.2 CE, impone necesariamente
la preexistencia de un marco legal que regule y determine tanto el
contenido como los elementos esenciales del sistema tributario local.
Se especifica así el sentido del art. 133.2 CE que reconoce a las CCAA y a las Corporaciones
Locales poder de «establecer y exigir tributos, de acuerdo con la Constitución y las Leyes». De
ahí que, como recuerda la STC 19/1987, la «potestad tributaria de carácter derivado [de las
Corporaciones Locales] no podrá hacerse valer en detrimento de la reserva de ley presente en
este sector del Ordenamiento (arts. 31.3 y 133.1 CE), y que el Legislador, por ello, no podrá
limitarse, al adoptar las reglas a las que remite el art. 133.2 en su último inciso, a una mera
mediación formal, en cuya virtud se apodere a las Corporaciones locales para conformar, sin
predeterminación alguna, el tributo de que se trate» (FJ 4.o).

El art. 106.2 de la Ley 7/1985, LBRL, aclara que la potestad normativa que las Entidades
Locales poseen en materia tributaria es de carácter reglamentario: «La potestad reglamentaria de
las Entidades Locales en materia tributaria se ejercerá a través de Ordenanzas fiscales
reguladoras de sus tributos propios y de Ordenanzas generales de gestión, recaudación e
inspección.» (Véanse los arts. 49 y 70.2 de la Ley 7/1985, LBRL, y arts. 15 a 19 TRLRHL.) Es
decir, la autonomía local en materia tributaria se instrumenta y ejercita mediante la potestad
reglamentaria municipal, esto es, el poder de ordenanza de las Corporaciones Locales, cuyas
manifestaciones en materia tributaria se traducen en la imposición y ordenación de tributos
locales (arts. 15 a 19 TRLRHL).

Advierte la STC 233/1999 que «en virtud de la autonomía de los Entes Locales
constitucionalmente garantizada y del carácter representativo del Pleno de la Corporación
municipal, es preciso que la Ley estatal atribuya a los Acuerdos fijados por éste (así, los
Acuerdos dimanantes del ejercicio de la potestad de ordenanza), un cierto ámbito de decisión
acerca de los tributos propios del Municipio [...]. Es evidente, sin embargo, que este ámbito de
libre decisión a los Entes Locales —desde luego, mayor que el que pudiera relegarse a la
normativa reglamentaria estatal— no está

exento de límites» [FJ 10.C)]. (Al mismo planteamiento responde la STC 106/2000, de 4 de
mayo.)

«Es claro, en suma, que, si bien respecto de los tributos propios de los municipios esta reserva
no deberá extenderse hasta un punto tal en el que se prive a los mismos de cualquier
intervención en la ordenación del tributo o en su exigencia para el propio ámbito territorial,
tampoco podrá el legislador abdicar de toda regulación directa en el ámbito parcial que así le
reserva la Constitución (art. 133.1 y 2)» (STC 19/1987, FJ 4.o). A este Tribunal, añade más
adelante el FJ 5.o, «no le corresponde señalar positivamente cuáles sean los posibles modos de
ajuste legislativo entre la autonomía municipal y la determinación por Ley de los elementos
esenciales de cada tributo [...]. Podemos sólo apreciar cuando [...] tal ajuste o equilibrio ha
desaparecido por completo en la normación de Ley, renunciando el legislador al establecimiento
de toda limitación en el ejercicio de la potestad tributaria de las Corporaciones Locales y
abandonando, en la misma medida, la función que en este campo corresponde sólo a la Ley de
conformidad con unas determinaciones constitucionales que no son, obviamente, disponibles
para el Legislador» (STC 19/1987, FJ 5.o). Véase, asimismo, la STC 233/1999, de 16 de
diciembre, FJ 10.

Analicemos, en sus líneas generales, el régimen hacendístico local


como ha sido configurado por el Texto Refundido de la Ley
Reguladora de las Haciendas Locales.

5. Hacienda Municipal. Régimen general.—Los recursos están


integrados por:

a) Los ingresos procedentes de su patrimonio y demás de Derecho


privado.
b) Los tributos propios clasificados en tasas, contribuciones especiales
e impuestos y los recargos exigibles sobre los impuestos de las
Comunidades Autónomas o de otras Entidades Locales.
La STC 59/2017, de 11 de mayo declara la inconstitucionalidad y nulidad de los arts. 107.1,
107.2.a) y 110.4 del TRLRHL, relativos al IMIVTU; aplicando la doctrina establecida en las
SSTC 26/2017 y 37/2017.

c) Las participaciones en los tributos del Estado y de las Comunidades


Autónomas.

d) Las subvenciones.
e) Los percibidos en concepto de precios públicos. f) El producto de
las operaciones de crédito.

g) El producto de las multas y sanciones en el ámbito de sus


competencias.

h) Las demás prestaciones de Derecho público (arts. 2 y 56


TRLRHL).

Por lo que respecta a los ingresos de Derecho privado, el art. 3.1


TRLRHL los define como los rendimientos o productos de cualquier
naturaleza derivados de su patrimonio, así como las adquisiciones a
título de herencia, legado o donación. El patrimonio de las Entidades
Locales está constituido por los bienes de su propiedad, así como los
derechos reales o personales de que sean titulares, susceptibles de
valoración económica, siempre que unos y otros no se hallen afectos
al uso o servicio público. Es decir, el legislador incorpora a la Ley de
Haciendas Locales el concepto de bienes patrimoniales previamente
establecido en los arts. 79 de la Ley Reguladora de las Bases del
Régimen Local y 6 del Reglamento de Bienes de las Entidades
Locales.

Así tendrán la consideración de ingresos de Derecho privado los


siguientes:

— Los derivados de aquellos bienes que tengan jurídicamente la


consideración de patrimoniales o de propios, tanto si derivan de su
explotación, como si provienen de su enajenación o gravamen.
— Las donaciones, herencias, legados y auxilios de toda índole,
procedentes de particulares, siempre que sean aceptados por el
municipio.

En ningún caso tendrán la consideración de ingresos de Derecho


privado los que procedan, por cualquier concepto, de los bienes de
dominio público local (art. 3.3 TRLRHL), debiéndose observar que
los ingresos procedentes de la enajenación o gravamen de bienes y
derechos que tengan la consideración de patrimoniales no podrán
destinarse a la financiación de gastos corrientes, salvo que se trate de
parcelas

sobrantes de vías públicas no edificables o de efectos no utilizables en


servicios municipales.

La efectividad de estos derechos de la Hacienda local se llevará a cabo


con sujeción a las normas y procedimientos del Derecho privado (art.
4 TRLRHL).

Ingresos de Derecho público.

Dentro de estos ingresos —para cuya efectividad las entidades locales


ostentarán las prerrogativas establecidas legalmente para la Hacienda
estatal (art. 2 TRLRHL)— cabe distinguir distintas categorías:

— Los tributos propios clasificados en tasas, contribuciones


especiales e impuestos y los recargos exigibles sobre los impuestos de
las Comunidades Autónomas o de otras Entidades Locales. De las tres
primeras categorías tributarias indicadas nos ocupamos más adelante
en la Lección correspondiente al Sistema tributario local, a la que en
este punto nos remitimos.

— Recargos exigibles sobre impuestos de las Comunidades


Autónomas o de otras Entidades Locales: De los mismos se ocupa con
carácter general el art. 38 TRLRHL, al disponer, en su ap. 2, que fuera
de los supuestos expresamente previstos en la referida ley, las
Entidades Locales podrán establecer recargos sobre los impuestos
propios de la respectiva Comunidad Autónoma y de otras Entidades
Locales en los casos expresamente previstos en las leyes de la
Comunidad Autónoma.
— Participaciones en los tributos del Estado y de las Comunidades
Autónomas: El art. 39 TRLRHL se ocupa genéricamente de este
recurso de las Entidades Locales al disponer que las mismas
participarán en los tributos del Estado en la cuantía y según los
criterios que se establezcan en la propia Ley, y asimismo, las
Entidades Locales participarán en los tributos propios de las
Comunidades Autónomas en la

forma y cuantía que se determine por las leyes de sus respectivos


Parlamentos.

Subvenciones.

Las subvenciones de toda índole que obtengan las Entidades Locales


con destino a sus obras y servicios no podrán ser aplicadas a
atenciones distintas de aquellas para las que fueron otorgadas, salvo,
en su caso, los sobrantes no reintegrables, cuya utilización no
estuviese prevista en la concesión.

A fin de garantizar la correcta aplicación de la subvención, las


Entidades públicas otorgantes podrán verificar el destino dado a las
mismas. Si tras las actuaciones de verificación resultase que las
subvenciones no fueron destinadas a los fines para los que se hubieran
concedido, la Entidad pública otorgante exigirá el reintegro de su
importe o podrá compensarlo con otras subvenciones o transferencias
a que tuviere derecho la Entidad afectada, con independencia de las
responsabilidades a que haya lugar (art. 40 TRLRHL).
El art. 9.7 de la Carta Europea de Autonomía Local dispone que «en la medida de lo posible, las
subvenciones concedidas a las Entidades Locales no deben ser destinadas a la financiación de
proyectos específicos. La concesión de subvenciones no deberá causar perjuicio a la libertad
fundamental de la política de las Entidades locales, en su propio ámbito de competencia».

Precios públicos.

Se trata de un nuevo recurso que para las Haciendas Locales ha


introducido la Ley. Aparece regulado en los arts. 41 a 47 TRLRHL y
pueden establecerlo cualesquiera de las Entidades Locales que se
contemplan en la Ley.
Véase la STC 106/2000, de 4 de mayo, sobre la regulación contenida en la LRHL de los precios
públicos locales por utilización privativa o aprovechamiento especial del dominio público.

Operaciones de crédito.
En los términos previstos en los arts. 48 a 55 TRLRHL, las Entidades
Locales podrán concertar operaciones de crédito en todas sus
modalidades, tanto a corto como a largo plazo, así

como operaciones financieras de cobertura y gestión del riesgo del


tipo de interés y del tipo de cambio. La autorización del Estado o, en
su caso, de las CCAA a las Corporaciones Locales para realizar
operaciones de crédito y emisiones de deuda (art. 55 TRLRHL) habrá
de tener en cuenta el cumplimiento de los objetivos de estabilidad
presupuestaria y de deuda pública, y el resto de los principios y
obligaciones impuestos por la LO 2/2012, de Estabilidad
Presupuestaria.

Multas y sanciones.

El legislador se limita a citar este recurso de las Entidades Locales en


el art. 2.1 TRLRHL, sin ocuparse pormenorizadamente del mismo a lo
largo de la misma. Este recurso se obtiene por las Entidades Locales
en el ejercicio de la potestad sancionadora que se les reconoce en el
art. 4.1.f) de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local.

En materia presupuestaria, la ordenación jurídica viene dada por


normas estatales, debiendo los municipios acomodarse al régimen
establecido en las mismas, sin perjuicio, claro está, de que en
reconocimiento de su propia autonomía puedan establecer los fines a
los que se van a asignar los recursos disponibles. Sin embargo, la
estructura, la forma y órganos para la aprobación del Presupuesto, los
medios de impugnación del mismo y, en definitiva, el régimen
jurídico presupuestario viene establecido por leyes estatales.
En la actualidad, el régimen presupuestario de las Haciendas Locales se contiene en los arts. 112
al 116 de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local y en los arts. 162 a 223 TRLRHL,
con el desarrollo reglamentario que de estos últimos se hace por el Real Decreto 500/1990, de
20 de abril.

6. Regímenes Especiales.

Baleares: La peculiaridad recogida en el art. 157 TRLRHL consiste en


reconocer a los Consejos Insulares de las Islas Baleares los mismos
recursos previstos con carácter general para las Diputaciones
Provinciales.
Barcelona: Desde 1960, el municipio de Barcelona tiene un régimen
tributario especial. La LHL de 1988 salvaguarda su

especialidad, al disponer que el referido municipio tendrá un régimen


especial, del que la propia LHL será supletoria (art. 161 TRLRHL).
No obstante, la LHL ha sido directamente aplicable (Disp. Trans. 7.a
TRLRHL) hasta la aprobación de la Ley 1/2006, de 13 de marzo, que
regula el Régimen Especial del Municipio de Barcelona.

Madrid: Desde 1963, el municipio de Madrid tiene un régimen


tributario especial. La LHL de 1988 salvaguarda su especialidad, al
disponer que el referido municipio tendrá un régimen especial, del que
la propia LHL será supletoria (art. 160 TRLRHL); si bien la LHL vino
siendo directamente aplicable (Disp. Trans. 7.a TRLRHL) hasta la
aprobación de dicho régimen especial por la Ley 22/2006, de 4 de
julio, de Capitalidad y de Régimen Especial de Madrid.

Grandes ciudades: La Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de Medidas


para la modernización del gobierno local, incluye un nuevo Título en
la Ley Reguladora de las Bases de Régimen Local. En este nuevo
Título X se establece un régimen orgánico específico para los
municipios con población superior a los 250.000 habitantes, las
capitales de provincia de población superior a 175.000 habitantes, los
municipios capitales de provincia, capitales autonómicas o sede de
instituciones autonómicas y los municipios cuya población supere los
75.000 habitantes, que presenten circunstancias económicas, sociales,
históricas o culturales especiales. Además de las novedades
introducidas en las competencias del Alcalde, reforzamiento de la
Junta de Gobierno Local, etc., destaca la creación de nuevos órganos
como el Consejo Social de la ciudad, otro dedicado a la participación
y defensa de los derechos de los vecinos, y de modo particular, en el
ámbito de la gestión económico-financiera, la creación de uno o varios
órganos para el ejercicio de las funciones de presupuestación,
contabilidad, tesorería, recaudación y resolución de reclamaciones
sobre actos tributarios de competencia local. Asimismo, se prevé la
creación de un Observatorio Urbano, en

el seno del Ministerio de Administraciones Públicas, para el


seguimiento de la calidad de vida urbana.

Ceuta y Melilla: Desde el año 1955 Ceuta y Melilla tienen un régimen


tributario especial, especialidad que la Ley de Haciendas Locales
salvaguarda en su art. 159 TRLRHL, en cuyo ap. 1 se dispone que
«las ciudades de Ceuta y Melilla dispondrán de los recursos previstos
en sus respectivos regímenes fiscales especiales».

Canarias: De acuerdo con el TRLRHL, las Entidades Locales canarias


dispondrán de los recursos previstos con carácter general por dicha
Ley, sin perjuicio de las peculiaridades previstas en la legislación
reguladora del régimen económico fiscal canario, teniendo los
Cabildos Insulares el mismo tratamiento que las Diputaciones
Provinciales. Con la finalidad de mejorar la financiación de las
Haciendas municipales canarias, la Ley del Parlamento Canario
3/1999, de 4 de febrero, crea el Fondo Canario de Financiación
Municipal.

Navarra: El TRLRHL salvaguarda la aplicabilidad del régimen


financiero foral de Navarra (art. 1.2). La Ley 28/1990, de 26 de
diciembre, por la que se aprueba el Convenio Económico con Navarra,
establece las bases de la tributación local en dicho territorio,
atribuyendo a dicha Comunidad competencias para establecer tributos
locales sobre la base de que se trate de actividades o bienes radicados
en dicho territorio (arts. 42 a 44). La Ley Foral 2/1995, de 10 de
marzo (modificada por Ley Foral 4/1999, de 2 de marzo), regula las
Haciendas Locales de Navarra.

País Vasco: La LHL salvaguarda también la aplicabilidad del régimen


financiero foral del País Vasco (art. 1.2 y Disp. Adic. 8.a TRLRHL),
debiendo tenerse en cuenta las peculiaridades del régimen foral en la
regulación de las Haciendas Locales vascas (arts. 39 a 42, y 48.5 Ley
12/2002, de 13 de mayo, que aprueba el nuevo Concierto Económico
con el País Vasco).

7. Hacienda Provincial.—A la Hacienda Provincial dedica el


TRLRHL su Título III (arts. 131 al 149).

Las especialidades en relación con la Hacienda Municipal son, entre


otras, las siguientes:

— Los recursos tributarios de las Provincias se reducen a tasas,


contribuciones especiales y a un recargo que pueden establecer sobre
el Impuesto sobre Actividades Económicas (arts. 132, 133 y 134
TRLRHL).
— La participación de las Provincias en los tributos del Estado se
regula en los arts. 135 a 146 TRLRHL.

— Podrán percibir subvenciones tanto del Estado como de las


Comunidades Autónomas, y dentro de las subvenciones se considera
como tal la participación que actualmente tienen las Provincias en las
Apuestas Mutuas Deportivas del Estado (art. 147 TRLRHL).

— Pueden establecer precios públicos en los términos establecidos en


el art. 148 TRLRHL.

— Podrán percibir dotaciones de las correspondientes Comunidades


Autónomas, cuando gestionen servicios propios de éstas, en los
términos del art. 149 TRLRHL, así como concertar operaciones
especiales de Tesorería, cuando asuman por cuenta de los
Ayuntamientos de su ámbito territorial la recaudación de los
Impuestos sobre Bienes Inmuebles y sobre Actividades Económicas
(art. 149 TRLRHL).

8. Las Haciendas de las restantes Entidades locales.—La regulación


de esta materia se contiene en el Título IV de la Ley de Haciendas
Locales (arts. 150 a 156), en el que se distinguen dos Capítulos,
dedicados respectivamente a los recursos de las Entidades
Supramunicipales (arts. 131 a 136) y a los recursos de las Entidades
de ámbito territorial inferior al Municipio.
IX. LAS FACULTADES FINANCIERAS DE LOS ENTES CORPORATIVOS

A diferencia de los entes territoriales existen en nuestro ordenamiento


entes públicos corporativos que no forman parte de la Administración
directa del Estado. No son representativos de intereses primarios, sino
de intereses sectoriales —corporativos, profesionales, etc.—. Por ello
mismo, carecen de la posibilidad de crear Derecho en sentido estricto
y, en consecuencia, no pueden establecer tributos. No son titulares de
poder tributario en grado alguno. Sin embargo, y admitiéndose la
relevancia de los fines de que son exponentes, tales entes gozan del
carácter de entes públicos y, por ello mismo, pueden ser titulares de
determinados créditos tributarios que, si bien no han sido establecidos
por ellos mismos, les son reconocidos a su favor bien en sus normas
constitutivas, bien en normas distintas. Se trata, pues, de entes
públicos que no podrán establecer tributos, «pero sí exigirlos, cuando
la Ley lo determine» (art. 4.3 LGT).
Su status jurídico, en el ámbito tributario, puede sintetizarse en los
puntos siguientes:

a) Pueden ser titulares de derechos de crédito tributarios, establecidos


en normas estatales. Ocupan, pues, la posición de sujetos activos de la
obligación tributaria.

b) En otras ocasiones tienen derecho a la percepción de un porcentaje


de la recaudación obtenida por el Estado en un tributo establecido y
gestionado por el mismo o bien participan mediante la percepción de
lo recaudado como consecuencia de la aplicación de recargos sobre
tributos estatales o locales. O son titulares de prestaciones
patrimoniales impuestas de naturaleza no tributaria.

c) En ocasiones, la percepción establecida a su favor, se recauda


mediante empleo de efectos timbrados, mientras que en otras se acude
al procedimiento recaudatorio ordinario, que pueden llevar a cabo a
través de sus propios órganos, si bien,

especialmente cuando se recurra al procedimiento de apremio, deberán


observarse todas las prevenciones que, con carácter general, se
estatuyen en las normas reguladoras de la función recaudatoria y a las
que también se refieren las normas reguladoras de los entes
corporativos, con carácter general, y las disposiciones constitutivas de
cada uno de ellos.

TEMA 4: LOS PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES DEL DERECHO FINANCIERO

I. VALOR NORMATIVO DE LOS PRINCIPIOS


CONSTITUCIONALES
Los principios constitucionales son elementos básicos del
ordenamiento financiero y ejes sobre los que se asientan los distintos
institutos financieros —tributo, ingresos crediticios, patrimoniales,
Presupuesto—. El valor normativo y vinculante de tales principios y
su aplicabilidad por los Tribunales de Justicia —y muy especialmente
por el Tribunal Constitucional — constituyen las dos grandes
innovaciones introducidas en esta materia por la vigente Constitución.
De acuerdo con ello, debemos subrayar:
a) La Constitución tiene valor normativo inmediato y

directo.

El texto constitucional es la norma suprema del ordenamiento


jurídico, y, a su vez, forma parte de ese ordenamiento jurídico. De
hecho, según el art. 9 CE, «los ciudadanos y los poderes públicos
están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico».
Ello significa que, además de que debe ser cumplida por los
ciudadanos, también el poder ejecutivo, legislativo y judicial

resultan vinculados por sus disposiciones. Así lo establece la Ley


Orgánica del Poder Judicial: «la Constitución es la norma suprema
del ordenamiento jurídico y vincula a todos los Jueces y Tribunales
[...]» (art. 5.1 LO 6/1985, de 1 de julio).

El valor normativo de la Constitución se concreta no sólo en su


aplicabilidad directa, sino también en su propia eficacia derogatoria.

Todas las disposiciones constitucionales tienen un claro contenido


normativo que los poderes públicos no pueden desconocer, aunque
ello no significa que todas ellas tengan el mismo alcance.
Por ejemplo, los considerados «derechos fundamentales» —arts. 15 a 29 — necesitan de Ley
orgánica para su desarrollo directo que deberá respetar su contenido esencial, y, además, la
protección judicial que se les puede brindar también es distinta, como establece el art. 53.2 de la
Constitución, pues ante la presunta lesión de los recogidos en el art. 14 y la Sección Primera del
Capítulo II puede interponerse recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. También, el
citado art. 53, cuando se refiere a los artículos cuyo contenido normativo parecía más
cuestionable —arts. 39 a 52, que tipifican los denominados «principios rectores de la política
social y económica»—, prevé expresamente que su «reconocimiento, respeto y protección [...]
informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos».

Ese valor normativo que tiene la Constitución se predica, también, del


deber de contribuir proclamado en el art. 31 del Texto Constitucional,
y alcanza de lleno a los principios específicos del ordenamiento
financiero que dicho precepto constitucionaliza.
«1. Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad
económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y
progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.

»2. El gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su
programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía.
»3. Sólo podrán establecerse prestaciones personales o patrimoniales de carácter público con
arreglo a la Ley.»

El precepto constitucional sintetiza e incorpora a nuestro


ordenamiento, con el máximo nivel normativo, principios
tradicionales: capacidad económica, generalidad, igualdad,

progresividad, reserva de ley en el establecimiento de tributos; al


tiempo que plasma principios nuevos, como los de eficiencia y
economía en la programación y ejecución del gasto público.
Nuestra Constitución de 1978 no se limita a establecer los principios que tradicionalmente han
informado la legislación tributaria. Da un paso más, muy significativo, y establece principios de
ordenación material del gasto público.

Precisamente, de la ubicación de esos principios en un precepto


constitucional procede su particular eficacia y valor normativo;
irradiándose sobre el resto del ordenamiento jurídico.
De hecho, el propio Tribunal Constitucional postula una interpretación unitaria y conjunta de las
disposiciones constitucionales, de forma que en algún supuesto puede admitirse una cierta
restricción en alguno de ellos, siempre y cuando tal restricción vaya encaminada al
potenciamiento de otros derechos, bienes o intereses constitucionalmente protegidos, y guarden
la adecuada proporcionalidad con la naturaleza del proceso y la finalidad perseguida —cfr.
SSTC 27/1981, 10/2005, 111/2006 y 113/2006, de 5 de abril—.

La reiteración de los principios constitucionales en una Ley ordinaria, como es la Ley General
Tributaria, tenía su sentido cuando fueron recogidos, inicialmente, en la LGT de 1963, al no
existir norma constitucional que les diera especial fuerza normativa. Sin embargo, su reiteración
en el art. 3.1 de la LGT 58/2003, amén de imprecisa técnicamente, es jurídicamente superflua,
por mucho que pueda servir como recordatorio de su incuestionable importancia.

Cualquier violación de los referidos principios del art. 31 CE podrá


motivar la interposición de un recurso o cuestión de
inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional contra las leyes y
disposiciones normativas con fuerza de ley, de acuerdo con lo
dispuesto por los arts. 53.1, 161.1.a) y 163 del texto constitucional.

b) La importancia decisiva de las Sentencias del Tribunal


Constitucional en el complejo de las fuentes del Derecho. Su relación
con el poder legislativo.

El Tribunal Constitucional, como intérprete supremo de la


Constitución, es independiente de los demás órganos constitucionales,
y tampoco se incardina en el poder judicial; sólo está sometido a la
Constitución y a su propia Ley
Orgánica (LO 2/1979, de 3 de octubre). Es función esencial de esta
jurisdicción garantizar «la primacía de la Constitución» (art. 27.1
LOTC), como ha recalcado la STC 189/2005, de 7 de julio.
El constituyente español opta por un sistema de control concentrado de la constitucionalidad de
las Leyes, similar al sistema kelseniano incorporado a la Constitución austríaca de 1920. A
diferencia de cuanto sucede, por ejemplo, en los países de tradición jurídica anglosajona, donde
no existe un órgano encargado específicamente del enjuiciamiento de las cuestiones
constitucionales.

El Tribunal Constitucional ostenta el monopolio para la declaración de


inconstitucionalidad de las disposiciones con valor formal de Ley a
través de una doble vía: a) recurso directo de inconstitucionalidad, y
b) resolución de las cuestiones de inconstitucionalidad.

Ahora bien, sus pronunciamientos deben ser tenidos en cuenta no sólo


por todos los jueces —art. 5.1 LOPJ—, sino también por el propio
órgano legislativo en el momento de elaborar y aprobar las leyes, ya
que los pronunciamientos sobre el alcance de los preceptos
constitucionales constituyen interpretación auténtica.
Como ha puesto de relieve la STC 96/2002, de 25 de abril, «la función de legislar no equivale a
una simple ejecución de los preceptos constitucionales, pues, sin perjuicio de la obligación de
cumplir los mandatos que la Constitución impone, el legislador goza de una amplia libertad de
configuración normativa para traducir en reglas de Derecho las plurales opciones políticas que
el cuerpo electoral libremente expresa a través del sistema de representación parlamentaria.
Consiguientemente, si el Poder legislativo opta por una configuración legal de una determinada
materia o sector del ordenamiento no ha de confundirse lo que es arbitrio legítimo con capricho,
inconsecuencia o incoherencia, creadores de desigualdad o de distorsión en los efectos legales,
ya en lo técnico legislativo, ya en situaciones personales que se crean o estimen permanentes
(SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 10; 66/1985, de 23 de mayo, FJ 1.o; y 99/1987, de 11 de
junio, FJ 4.o). Ahora bien, estando el poder legislativo sujeto a la Constitución, es misión de
este Tribunal velar para que se mantenga esa sujeción, que no es más que una específica forma
de sumisión a la voluntad popular, expresada esta vez como poder constituyente». Por eso, el
propio TC destaca que aunque el legislador goza de un amplio margen de libertad en la
configuración de los tributos, no le corresponde al Tribunal enjuiciar si las soluciones adoptadas
en la ley son las más correctas técnicamente, aunque sí está facultado para determinar si en el
régimen legal del tributo el legislador ha vulnerado un determinado principio constitucional
(STC 96/2002, de 25 de abril).

c) La eficacia jurídica de los principios constitucionales no queda


limitada a su apreciación por el Tribunal Constitucional. El papel de
los Tribunales de Justicia.

El monopolio jurisdiccional del Tribunal Constitucional sólo alcanza a


la declaración de inconstitucionalidad de las Leyes («monopolio de
rechazo»), no a cualquier aplicación de la Constitución. De hecho, el
art. 163 del texto constitucional obliga a los Jueces ordinarios a
plantear ante el Tribunal Constitucional la posible
inconstitucionalidad de una norma con rango de ley aplicable al caso
que están juzgando, y de cuya validez dependa el fallo, o, lo que es lo
mismo, prohíbe a dichos Tribunales formular una declaración de
inconstitucionalidad de una norma con rango de Ley.

Ello no obstante, los Jueces ordinarios, cuando entiendan que


concurre tal circunstancia, deben declarar la inconstitucionalidad de
normas con rango inferior a ley, incluidos los Decretos Legislativos,
siempre que no estén amparados por la Ley delegante —en este último
caso, como la inconstitucionalidad se predicará de aquélla, tal juicio
deberá emitirlo el Tribunal Constitucional (art. 9.1 de la propia
Constitución)—. En el mismo sentido, el art. 6 LOPJ dispone que los
Jueces y Tribunales no aplicarán los Reglamentos o cualquier otra
disposición contrarios a la Constitución, a la Ley o al principio de
jerarquía normativa.

También los Tribunales de Justicia ordinarios están facultados para


emitir un juicio de constitucionalidad positiva, cuando la Ley que
deba aplicarse al caso haya sido tachada de inconstitucional y el
Tribunal entienda que, por el contrario, se ajusta perfectamente a la
norma suprema.
No está de más advertir que tal participación en la tarea de depuración constitucional del
ordenamiento jurídico, declarando la inconstitucionalidad de los preceptos o elevando
cuestiones ante el Tribunal Constitucional, no está al alcance de los Tribunales Económico-
administrativos, dada su cualidad de órganos insertos en el propio Ministerio de Hacienda. Por
eso, en vez de atribuirles competencia en el conocimiento de Reclamaciones Económico-
administrativas cuya única alegación sea la inconstitucionalidad de una norma —art. 245.1.b)
LGT—, quizá se debiera haber permitido, en esos casos, un recurso per saltum directamente
ante los Tribunales de

Justicia. Sí que tienen en su mano, lógicamente, interpretaciones jurídicas acordes con los
principios constitucionales.

Reflejado el valor esencial que tienen los principios constitucionales


en el ordenamiento financiero, gracias a su recepción expresa en el art.
31 CE, no está de más subrayar que el art. 31.1 CE «conecta el citado
deber de contribuir con el criterio de la capacidad económica, y lo
relaciona, a su vez, claramente, no con cualquier figura tributaria en
particular, sino con el conjunto del sistema tributario» (SSTC
182/1997, 137/2003, 108/2004 y 189/2005, de 7 de julio).
Es reiterada la doctrina del TC sobre la conexión del principio de capacidad económica con el
deber de contribuir establecido en el art. 31.1 CE, relacionando dicho principio «no con
cualquier figura tributaria en particular, sino con el conjunto del sistema» (SSTC 182/1997, de
28 de octubre, FJ 7.o; 137/2003, de 3 de julio, FJ 6.o; 108/2004, de 30 de junio, FJ 7.o, y
189/2005, de 7 de julio), principio que «debe inspirar el sistema tributario en su conjunto» (STC
134/1996, de 22 de julio, FJ 6.oB), principio que opera «como criterio inspirador del sistema
tributario» (SSTC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 3.o, y 193/2004, de 4 de noviembre, FJ 5.o;
Autos TC 97/1993, de 22 de marzo, FJ 3.o, y 24/2005, de 18 de enero, FJ 3.o; 407/2007, de 6 de
noviembre, FJ 4.o) o «principio ordenador de dicho sistema» (SSTC 182/1997, de 28 de
octubre, FJ 6.o, y 193/2004, de 4 de noviembre, FJ 5.o, y Auto TC 24/2005, de 18 de enero FJ
3.o).

Por eso, seguidamente, conviene analizar cada uno de ellos,


distinguiendo entre principios materiales —principios que alertan
sobre el contenido sustantivo que debe tener una determinada materia
— y principios formales —que se limitan a establecer los cauces
formales que debe seguir la regulación de la materia en cuestión—. De
entre los principios materiales hay que prestar especial atención a los
principios de generalidad, igualdad, progresividad, no
confiscatoriedad, capacidad económica y eficiencia y economía en la
programación y ejecución del gasto público. El principio formal por
excelencia es el principio de reserva de ley.
II. EL PRINCIPIO DE GENERALIDAD

Dispone el art. 31 de la Constitución que «todos contribuirán al


sostenimiento de los gastos públicos de

acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario


[...]». En el mismo sentido, el art. 3.1 de la Ley General Tributaria
previene que «La ordenación del sistema tributario se basa en la
capacidad económica de las personas obligadas a satisfacer los
tributos y en los principios de justicia, generalidad, igualdad,
progresividad, equitativa distribución de la carga tributaria y no
confiscatoriedad».

La reiterada insistencia del ordenamiento en que todos sean llamados


a contribuir al levantamiento de las cargas públicas debe interpretarse
en términos actuales, de forma muy distinta al tiempo en que se acuñó,
por vez primera, el principio de generalidad en la distribución de las
cargas públicas.

En sus orígenes, con dicho principio trataba de proscribirse la


existencia de privilegios e inmunidades que dispensaran del pago de
tributos. Desde que el tributo fue símbolo de victoria y de poder sobre
los pueblos vencidos, humillados, entre otras cosas, a pagar tributos al
vencedor, hasta que, como hoy ocurre, no es más que una contribución
generalizada socialmente, han transcurrido largas etapas. En su
momento, con el constitucionalismo se reivindicó en las Cartas
Magnas la vigencia del principio de generalidad. Con el mismo se
combatía la arbitrariedad y se evitaban dispensas arbitrarias del pago
de tributos, tan frecuentes a lo largo de la historia y debidas, las más
de las veces, al capricho regio o al favor del señor feudal.

Con el término «todos», el Constituyente ha querido referirse no sólo


a los ciudadanos españoles, sino también a los extranjeros, así como a
las personas jurídicas, españolas y extranjeras. Esto es una
consecuencia del principio de territorialidad en la eficacia de las
normas. Y, a su vez, al igual que sucede con cualquier Ley —
caracterizada por las notas de abstracción e impersonalidad—, impide
la sujeción tributaria intuitu personae; lo que no significa que sea
inadmisible la imposición tributaria a un determinado sector
económico o a grupos compuestos de personas en idéntica situación.
Ya en Sentencia de 2 de junio de 1986 (Ar. 3316), señaló el TS que: «La generalidad, como
principio de la ordenación de los tributos [...] no significa que cada figura impositiva haya de
afectar a todos los ciudadanos. Tal generalidad, característica también del concepto de Ley, es
compatible con la regulación de un sector o de grupos compuestos de personas en idéntica
situación. Sus notas son la abstracción y la impersonalidad: su opuesto, la alusión “intuitu
personae”, la acepción de personas. La generalidad, pues, se encuentra más cerca del principio
de igualdad y rechaza en consecuencia cualquier discriminación.»

En una sociedad en la que el principio de igualdad de los ciudadanos


ante la Ley constituye una conquista irrenunciable, cuando se postula
la generalidad en el ámbito tributario no se está luchando contra la
subsistencia de privilegios —que es algo que ya no encuentra cabida
en el Estado de Derecho—, sino que se está postulando una
aplicación correcta del ordenamiento tributario, de forma que no sólo
no existan privilegios amparados por Ley, sino que tampoco puedan
producirse situaciones privilegiadas al aplicar la Ley.

El principio constitucional de generalidad constituye un requerimiento


directamente dirigido al Legislador para que cumpla con una
exigencia: tipificar como hecho imponible todo acto, hecho o negocio
jurídico que sea indicativo de capacidad económica. El principio de
generalidad pugna así contra la concesión de exenciones fiscales que
carezcan de razón de ser. Éste constituye uno de los campos en el que
más fecundo se manifiesta dicho principio. Desde este punto de vista,
dos son los significados que hoy cabe atribuir a dicho principio.
En primer lugar, el referido principio debe informar, con carácter
general, el ordenamiento tributario, vedando la concesión de
exenciones y bonificaciones tributarias que puedan reputarse como
discriminatorias. Ello ocurrirá cuando se traten de forma distinta
situaciones que son idénticas, y cuando tal desigualdad no encuentre
una justificación objetiva y razonable, y resulte desproporcionada.
De este modo, se pone de relieve la conexión del principio de generalidad con los otros
principios constitucionales y, de forma especial, con el principio de igualdad, como ha insistido
el Tribunal Constitucional. Así, en Sentencia 96/2002, de 25 de abril (FJ 7.o), señala TC que «la
expresión todos absorbe el deber de cualesquiera personas, físicas o

jurídicas, nacionales o extranjeras, residentes o no residentes, que por sus relaciones económicas
con o desde nuestro territorio (principio de territorialidad) exteriorizan manifestaciones de
capacidad económica, lo que les convierte también, en principio, en titulares de la obligación de
contribuir conforme al sistema tributario. Se trata, a fin de cuentas, de la igualdad de todos ante
una exigencia constitucional —el deber de contribuir o la solidaridad en el levantamiento de las
cargas públicas— que implica, de un lado, una exigencia directa al legislador, obligado a buscar
la riqueza allá donde se encuentre, y, de otra parte, la prohibición en la concesión de privilegios
tributarios discriminatorios, es decir, de beneficios tributarios injustificados desde el punto de
vista constitucional, al constituir una quiebra al deber genérico de contribuir al sostenimiento de
los gastos del Estado» (en el mismo sentido, vid. SSTC 193/2004, de 4 de noviembre, y
10/2005, de 20 de enero).

La concesión de beneficios tributarios puede ser materialmente


legítima cuando, a pesar de favorecer a personas dotadas de capacidad
económica suficiente para soportar cargas tributarias, el legislador
dispensa del pago de tributos con el fin de satisfacer determinados
fines dotados de cobertura constitucional —manifestación de la
aplicación del principio de interpretación conforme y unitaria de todas
las disposiciones constitucionales—. Ello nos sitúa ante el problema
de la legitimidad del empleo del sistema tributario con fines de
política económica.

En efecto, el sistema tributario se mueve, cada vez más, en un


contexto económico que obliga al Estado a utilizar el tributo como
medio de política económica. Una política económica en la que el
Estado ha asumido un decidido protagonismo y que ha producido
importantes mutaciones en el ordenamiento jurídico general, que van
desde la superación del Derecho Administrativo clásico, concebido
sobre la base del Estado-policía, hasta la intervención monetaria —
emisiones de Deuda pública, cédulas para inversiones, bonos del
Tesoro— y la ordenación del crédito oficial y de las inversiones
exteriores, pasando por la planificación económica, por no citar los
cambios que ello ha producido en otros ámbitos del Derecho, como el
Derecho Penal, en el que la comisión de delitos monetarios, de
contrabando o relativos al control de cambios han originado
mutaciones dogmáticas trascendentales.
No se puede desconocer este hecho, al que ya apunta el art. 2.1 de la Ley General Tributaria,
cuando señala que los tributos, además de ser medios para recaudar ingresos públicos, podrán
servir como instrumentos de la política económica general y atender a la realización de los
principios y fines contenidos en la Constitución.

De hecho, la STC 46/2000, de 17 de febrero, afirma que el IRPF es un instrumento idóneo para
alcanzar los objetivos de redistribución de la renta y de solidaridad que la Constitución
propugna, y que dotan de contenido al Estado social y democrático de Derecho.

Precisamente, en este punto desempeñan un papel muy importante los


principios rectores de la política social y económica, regulados en el
Capítulo III del Título I (arts. 39 a 52). Dichos principios pueden
legitimar la concesión de beneficios tributarios, aun cuando desde el
punto de vista de la capacidad económica de los beneficiados, no esté
materialmente justificada su concesión.
Por ejemplo, el art. 40 establece que los poderes públicos realizarán una política orientada al
pleno empleo. El art. 42 preceptúa que «el Estado velará especialmente por la salvaguarda de
los derechos económicos y sociales de los trabajadores españoles en el extranjero y orientará su
política hacia su retorno». El art. 44 dispone que «los poderes públicos promoverán y tutelarán
el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho [...]». El art. 45 dispone que «todos tienen
derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el
deber de conservarlo», añadiendo que «los poderes públicos velarán por la utilización racional
de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender
y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva» (cfr. STS
de 6 de noviembre de 1999). Por fin, el art. 46 prevé que «los poderes públicos garantizarán la
conservación y promoverán el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de
los pueblos de España y de los bienes que lo integran, cualquiera que sea su régimen jurídico y
su titularidad [...]». Pues bien, es evidente que la consecución de todos esos fines puede
aconsejar en ocasiones que se habiliten los cauces precisos para su más rápida consecución y, de
entre ellos, ocupa un lugar importante la concesión de beneficios fiscales.

Piénsese, por ejemplo, que una sociedad que ha tenido cuantiosos beneficios económicos y que,
en consecuencia, dispone de capacidad económica suficiente para pagar el correspondiente
impuesto sobre los beneficios obtenidos, puede verse dispensada parcialmente del pago de tal
impuesto, a cambio de que aumente el número de trabajadores y contribuya así a la política
orientada al pleno empleo.

En conclusión, la concesión de beneficios fiscales, de los que


disfrutarán solamente una parte de los que resultan sujetos al tributo
de que se trate, puede estar materialmente justificada —y ser
constitucionalmente legítima—, siempre que la misma

sea un expediente para la consecución de objetivos que gozan de


respaldo constitucional. No podrá, en tales supuestos, hablarse de
privilegios contrarios al principio constitucional de generalidad en el
levantamiento de las cargas públicas. De hecho, el Tribunal
Constitucional —STC 10/2005, de 20 de enero— ha señalado la
necesidad de que se tenga en cuenta que «la igualdad ante la ley
tributaria resulta indisociable de los principios de generalidad,
capacidad económica, justicia y progresividad, igualmente enunciados
en el art. 31.1 CE (SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o, y 193/2004,
de 4 de noviembre, FJ 3.o) [...]».

La finalidad extrafiscal y la utilización del tributo como instrumento


de política económica fue plenamente reconocida por el Tribunal
Constitucional, en su Sentencia 37/1987, de 26 de marzo,
posteriormente reiterada en las SSTC 197/1992, de 19 de noviembre;
186/1993, de 7 de junio, y 134/1996, de 22 de julio, y en la importante
STC 179/2006, de 13 de junio, dictada por el Pleno del TC. Inveterada
doctrina que ha sido reiterada en la STC 10/2005, de 20 de enero, al
señalar que «la exención, como quiebra del principio de generalidad
que rige la materia tributaria [...], es constitucionalmente válida
siempre que responda a fines de interés general que la justifiquen (por
ejemplo, por motivos de política económica o social, para atender al
mínimo de subsistencia, por razones de técnica tributaria, etc.),
quedando, en caso contrario, proscrita desde el punto de vista
constitucional [...] no debiendo olvidarse que los principios de
igualdad y generalidad se lesionan cuando «se utiliza un criterio de
reparto de las cargas públicas carente de cualquier justificación
razonable y, por tanto, incompatible con un sistema tributario justo
como el que nuestra Constitución consagra en el art. 31» (STC
134/1996, de 22 de julio, FJ 8.o)». Atendido ello, concluye el TC que
no se ajusta a la Constitución la concesión de una exención a las Cajas
de Ahorro, en el ámbito del Impuesto sobre Actividades Económicas,
por aquellas actividades que son puramente mercantiles, financieras y,
por ende, lucrativas. En la misma

línea, vid. Sentencias del Pleno del TC 19/2012, de 15 de febrero, y


196/2012, de 31 de octubre, en la que el TC reitera la función
extrafiscal tanto de los tributos estatales como de los tributos
autonómicos.

En segundo lugar, también el principio de generalidad ha adquirido


hoy una nueva dimensión, como consecuencia de la estructura
territorial plural que ha acuñado nuestra Constitución. Desde este
punto de vista, será contrario al principio de generalidad —y, por
consiguiente, al de solidaridad— cualquier configuración normativa
que arbitrariamente dispense un tratamiento de favor a cualquiera de
las Comunidades Autónomas en que se ha vertebrado el Estado. La
contribución a las cargas públicas y al sostenimiento de los gastos
públicos debe hacerse con criterios de generalidad, contrarios a
cualquier vestigio de singularidad no justificada. Ello no sólo en el
ámbito individual, sino también en el territorial, como expresan los
arts. 138.2 y 139.1 CE.

III. EL PRINCIPIO DE IGUALDAD


La recepción constitucional del principio de igualdad. Consecuencias
jurídicas.

La igualdad se ha convertido en elemento básico de nuestro


ordenamiento constitucional, pues el art. 1 CE la configura como uno
de los valores superiores del ordenamiento jurídico. A su vez, en
varios preceptos constitucionales se concreta la consideración de la
igualdad como principio: en el art. 14 — como igualdad formal, al
propugnar que «los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda
prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo,
religión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social—,
en el art. 9.2 —como igualdad material, al incitar a los poderes
públicos a que promuevan que la libertad y la igualdad de los
ciudadanos sea real y efectiva— y en el art. 31 —

específicamente, como exigencia de igualdad del sistema tributario—.

Esta recepción constitucional del principio de igualdad en diversos


preceptos constitucionales despliega importantes consecuencias
jurídicas.

Precisamente, a esa sutil alegación de la modulación del principio de


igualdad del art. 14 CE, en el art. 31, para el ámbito tributario, se ha
abrazado el TC, para que no pueda ser invocado ante el TC una lesión
de este principio tributario mediante un recurso de amparo, que, como
es sabido, sólo es otorgable para la tutela de los derechos recogidos en
los arts. 14 a 29 y 30.2 de la Constitución. Y, para ello, acude a la
distinción entre discriminación contraria al art. 14 CE, por estar
basada en una diferenciación de índole subjetiva —sí recurrible ante el
TC en amparo—, y la desigualdad fundada en elementos objetivos,
que es la contemplada en el art. 31 CE —no recurrible en amparo—.
El Tribunal Constitucional —en el Auto de 22 de febrero de 1993, FJ 3.o — ha precisado que
«el art. 14 y el 31 son reflejo del valor superior consagrado en el art. 1, pero no tienen la misma
eficacia [...] mientras el derecho reconocido en el art. 14 está tutelado por el recurso de amparo,
por el contrario, la protección de la igualdad como principio inspirador del sistema tributario
reconocido en el art. 31 no tiene cabida en el citado recurso. Ello obliga a diferenciar las
violaciones específicas y autónomas del derecho a la igualdad ante la Ley, reconocido en el art.
14, de las que afecten a la igualdad y los restantes principios inspiradores del sistema tributario
a que alude el art. 31.1. Deben por ello rechazarse aquellas demandas de amparo en que, so
pretexto de la invocación formal del art. 14 CE y sin un enlace subsumible en el marco de este
precepto, lo que realmente se denuncia es una vulneración de los principios de capacidad
económica, de justicia, igualdad y progresividad del art. 31.1 CE (Autos TC 230/1984, FJ 1.o, y
392/1985, FJ 2.o, y posteriormente en la STC de 15 de febrero de 1993, dictada en recurso de
amparo n.o 298/1989)». Vid., en el mismo sentido, SSTC 159/1997, 183/1997, 55/1998,
71/1998, 137/1998, 36/1999, 84/1999, 200/1999, 46/2000 y 164/2005, de 20 de junio.

Lógicamente, como puso de relieve la STC 159/1997, ello no significa que este Tribunal no
pueda apreciar en ningún caso una infracción del artículo 14 CE por una Ley tributaria, como
matizó en las SSTC 209/1988 y 45/1989, pero deberá tratarse de una diferenciación tributaria
subjetiva. Por ejemplo, el TC, en SS 1/2001, 57/2005, de 14 de marzo, y 33/2006, de 13 de
febrero, aunque desestima el recurso de amparo, sí que ha admitido su tramitación por apreciar
que podía entenderse producida una discriminación subjetiva al reconocerse exclusivamente a
los padres alimentantes que no conviven con sus hijos el derecho a reducir de la base imponible
del

Impuesto el coste de su manutención. En este sentido, afirma que: «lo determinante para el
diferente trato desde el punto de vista del deber de contribuir (la procedencia o no de la
deducción en la base imponible) es, en última instancia, la cualidad del pagador de las pensiones
basada en su condición de progenitor (relación paterno-filial), cónyuge (relación matrimonial) o
de mero pariente (relación de parentesco) con el beneficiario de las mismas». Además, en las
citadas Sentencias, el TC tampoco apreció la pretendida «discriminación indirecta» por razón de
sexo (SSTC 41/1999, de 22 de marzo, FJ 4.o; 240/1999, de 20 de diciembre, FJ 6.o; y 253/2004,
de 22 de diciembre, FJ 7.o), pues, para que ésta tenga lugar, considera necesario que exista una
norma o una interpretación o aplicación de la misma que produzca efectos desfavorables para
los integrantes de uno y otro sexo. Posteriormente —STC 295/2006, de 11 de octubre—, al
examinar la constitucionalidad de una norma que en el IRPF determinaba la imputación de
rentas a los titulares de inmuebles no arrendados —art. 34.b) de la Ley 18/1991, de 6 de junio,
del IRPF, que ya no se encuentra vigente— señala el TC que «la desigualdad de gravamen que
se denuncia se sitúa exclusivamente en el ámbito del art. 31.1 CE, dado que no se produciría por
razones de naturaleza subjetiva —que son las que, conforme a nuestra jurisprudencia, se
recogen en el art. 14 CE— sino por una causa puramente objetiva —que sólo resulta subsumible
en el art. 31.1 CE—». El citado precepto otorga un «tratamiento distinto y discriminatorio
irrazonable al imputar un rendimiento distinto a los diferentes sujetos pasivos que ostenten la
titularidad de viviendas iguales o de características muy similares en función de la adquisición
más o menos reciente de aquellas». Así concluye que «la renta imputada debe ser la misma ante
bienes inmuebles idénticos (misma superficie, situación, valor catastral y valor de mercado),
careciendo de una justificación razonable la utilización de un diferente criterio para la
cuantificación de los rendimientos frente a iguales manifestaciones de capacidad económica,
pues fundamentar en el impuesto sobre la renta de las personas físicas la diferente imputación
de la renta a cada titular de bienes inmuebles no arrendados en la circunstancia de que se haya o
no producido un acto dispositivo por parte del titular o actuaciones administrativas dirigidas a
su valoración, vulnera el principio de igualdad tributaria previsto en el art. 31.1 CE, razón por lo
cual debe declararse inconstitucional el párrafo primero del art. 34.b) de la Ley 18/1991 en su
versión original, por vulneración del principio de igualdad en la contribución a las cargas
públicas conforme a la capacidad económica de cada cual, recogido en el art. 31.1 CE». En STC
77/2015, de 27 de abril, el TC otorgó el amparo por la vulneración del principio de igualdad
ante el deber de contribuir (arts. 14 y 31.1 CE), en conexión con el principio de protección
económica de la familia (art. 39.1 CE), a los padres de una familia numerosa a quienes , por la
adquisición de la vivienda, se les negó la aplicación del tipo reducido en el Impuesto sobre
Transmisiones Patrimoniales (4 por 100) por carecer del título acreditativo de familia
numerosa , pese a estar probada la existencia de la misma. El TC señaló que el formalismo
imperante en la denegación de ese beneficio fiscal no sólo resultaba irrazonable, sino que,
además, «no es conforme con la igualdad de todos (en este caso las familias numerosas) en el
cumplimiento del deber de contribuir a las cargas públicas (arts. 14 y 31.1 CE)».

A su vez, el Tribunal Constitucional también ha vedado toda posibilidad de que, recurriendo al


art. 14 CE, se alegue la existencia de discriminación por indiferenciación, entendido como
hipotético derecho a imponer

diferencias, o exigir diferencias de trato, entre supuestos desiguales o que recaigan sobre
diferentes sectores económicos (SSTC 55/1998, 137/1998, 36/1999 y 84/1999, entre otras).

Además, el TC considera que, con su recepción en el art. 31, la


Constitución ha querido concretar y modular, para el ámbito
tributario, el alcance del principio de igualdad recogido en el art. 14
CE —por todas, la STC 46/2000, de 17 de febrero —. Por eso, para
conocer el contenido de dicho principio en el ámbito financiero, será
necesario partir de los referentes fijados por el Tribunal
Constitucional, y, desde ellos, tratar de advertir sus singularidades
para nuestro sector del ordenamiento jurídico.

Contenido y ámbito de aplicación del principio de igualdad.

Es doctrina constitucional reiterada desde la STC 76/1990, de 26 de


abril —Ponente: Jesús Leguina— hasta la más reciente STC
167/2016, de 6 de octubre —Ponente: Santiago Martínez-Vares—,
que:

a) El principio de igualdad exige que a iguales supuestos de hecho se


apliquen iguales consecuencias jurídicas. Serán iguales dos supuestos
de hecho cuando la utilización o introducción de elementos
diferenciadores sea arbitraria o carezca de fundamento racional.

b) El principio de igualdad no prohíbe al legislador cualquier


desigualdad de trato, sino sólo aquellas desigualdades que resulten
artificiosas o injustificadas, por no venir fundadas en criterios
objetivos y suficientemente razonables de acuerdo con criterios o
juicios de valor generalmente aceptados.
c) No toda desigualdad de trato en la ley supone una infracción del art.
14 de la Constitución, sino que dicha infracción la produce sólo
aquella desigualdad que introduce una diferencia entre situaciones que
pueden considerarse iguales y que carece de una justificación objetiva
y razonable.

d) Para que la diferenciación resulte constitucionalmente lícita no


basta con que lo sea el fin que con ella se persigue, sino que es
indispensable, además, que las consecuencias jurídicas que resulten de
tal distinción sean adecuadas y proporcionadas a dicho fin, de manera
que la relación entre la medida adoptada, el resultado que se produce y
el fin pretendido por el legislador superen un juicio de
proporcionalidad en sede constitucional, evitando resultados
especialmente gravosos o desmedidos.

En definitiva, es constante doctrina del Tribunal Constitucional que el


principio de igualdad en la Ley, reconocido en el art. 14 CE, por una
parte, impone al legislador el deber de dispensar un mismo
tratamiento a quienes se encuentran en situaciones jurídicas iguales, y,
a su vez, prohíbe toda desigualdad que, desde el punto de vista de la
finalidad de la norma cuestionada, carezca de justificación objetiva y
razonable o resulte desproporcionada en relación con dicha
justificación (SSTC 214/1994, de 14 de julio; 134/1996, de 22 de
julio; 117/1998, de 2 de junio; 46/1999, de 22 de marzo; 1/2001, de 15
de enero, y 47/2001, de 15 de febrero).

La protección del principio de igualdad ante la Ley y en la aplicación


de la Ley.

El TC ha puesto de relieve reiteradamente que el principio de


igualdad incluye no sólo la igualdad ante la ley, sino también la
igualdad en la aplicación de la ley. En este sentido, un mismo órgano,
administrativo o judicial, no puede modificar arbitrariamente el
sentido de sus decisiones en casos sustancialmente iguales, y, cuando
considere que debe apartarse de sus precedentes, deberá ofrecer una
fundamentación razonable para ello. De ahí la afirmación del TC de
que «la igualdad sólo puede operar dentro de la legalidad» —SSTC
43/1982, 51/1985 y 151/1986, entre otras —.
Concretamente, por lo que hace a las exigencias que la igualdad impone en la creación del
Derecho —igualdad ante la ley—, el Tribunal
Constitucional ha reiterado que las diferencias normativas son conformes con la igualdad
cuando cabe discernir en ellas una finalidad no contradictoria con la Constitución y cuando,
además, las normas de las que la diferencia nace muestran una estructura coherente, en términos
de razonable proporcionalidad con el fin así perseguido (SSTC 75/1983, de 3 de agosto, y
96/2002, de 25 de abril). Por eso, en esta tesitura, el Tribunal ha venido exigiendo, para permitir
el trato dispar de situaciones homologables, la concurrencia de una doble garantía: a) La
razonabilidad de la medida, pues dicha infracción la produce sólo aquella desigualdad que
introduce una diferencia entre situaciones que pueden considerarse iguales y que carece de una
justificación objetiva y razonable; b) la proporcionalidad de la medida, pues se prohíben al
legislador aquellas desigualdades en las que no existe relación de adecuación y
proporcionalidad entre los medios empleados y la finalidad perseguida, evitando resultados
especialmente gravosos o desmedidos (por todas, las SSTC 76/1990, de 26 de abril, FJ 9.o;
214/1994, de 14 de julio, FJ 8.o; 46/1999, de 22 de marzo, FJ 2.o; 200/2001, de 4 de octubre, FJ
4.o; 39/2002, de 14 de febrero, FJ 4.o; y 141/2011, de 26 de septiembre.

Sobre el derecho a la igualdad en la aplicación de la Ley, el TC viene recalcando que, para que
pueda apreciarse su vulneración deben concurrir los siguientes requisitos: en primer lugar, la
acreditación de un tertium comparationis, ya que el juicio de igualdad sólo puede realizarse
sobre la comparación entre la Sentencia impugnada y las precedentes decisiones del mismo
órgano judicial que, en casos sustancialmente iguales, hayan resuelto de forma contradictoria;
en segundo lugar, la existencia de alteridad en los supuestos contrastados, es decir, la
«referencia a otro», lo que excluye la comparación consigo mismo; en tercer lugar, la identidad
de órgano judicial, entendiendo por tal, no sólo la identidad de Sala, sino también la de Sección,
al considerarse éstas como órganos jurisdiccionales con entidad diferenciada suficiente para
desvirtuar una supuesta desigualdad en la aplicación judicial de la ley y, finalmente, la ausencia
de toda motivación que justifique en términos generalizables el cambio de criterio, bien para
separarse de una línea doctrinal previa y consolidada, bien con quiebra de un antecedente
inmediato en el tiempo y exactamente igual desde la perspectiva jurídica con la que se enjuició
(cfr. SSTC 132/2005, de 23 de mayo, FJ 3.o; 146/2005, de 6 de junio, FJ 5.o; 164/2005, de 20
de junio, FJ 8.o; 54/2006, de 27 de febrero, y 13/2011, de 28 de febrero). Puntualizando,
además, en los casos de alegación de desigualdad en la aplicación de la ley, que la carga de la
prueba recae sobre el recurrente, quien habrá de aportar los términos de comparación adecuados
(SSTC 102/1999, de 31 de mayo, FJ 2.o, y 111/2001, de 7 de mayo, FJ 2.o, y ATC 176/2005, de
5 de mayo). Vid. STC 38/2011, de 28 de marzo, en la que se analiza el principio de igualdad en
la aplicación de la ley en relación con liquidaciones del denominado recurso cameral
permanente.

Análisis de las presuntas vulneraciones del principio de igualdad


desde la normalidad de los casos.

Lógicamente, el enjuiciamiento de la constitucionalidad de las leyes


debe hacerse tomando en consideración el caso normal, y no las
posibles excepciones a la regla prevista en la

norma. Esto es, no se trata de afirmar que una norma no es


inconstitucional por el mero hecho de que ésta no lesione derechos
fundamentales «en la mayor parte de los casos» que regula, dado que
la vulneración de la Constitución no puede depender de un dato
puramente estadístico.
Lo que el TC ha venido afirmando es que, para apreciar que el
legislador ha vulnerado el art. 14 CE, no basta con que, en situaciones
puntuales y patológicas, no previstas ni queridas por la Ley y al
margen de sus objetivos, puedan darse situaciones jurídicas puntuales
y específicas en las que unos sujetos pasivos resulten beneficiados.
Pues las leyes «en su pretensión de racionalidad, se proyectan sobre la
normalidad de los casos, sin que baste la aparición de un supuesto no
previsto para determinar su inconstitucionalidad» —SSTC 73/1996,
de 30 de abril, FJ 5.o; 289/2000, de 30 de noviembre, FJ 6.o; 47/2001,
de 15 de febrero, FJ 7.o; 212/2001, de 29 de octubre, FJ 5.o; 21/2002,
de 28 de febrero, FJ 4.o; 193/2004, de 4 de noviembre, FJ 3.o;
255/2004, de 22 de diciembre, FJ 4.o, y 111/2006 y 113/2006, de 5 de
abril—.

La modulación del principio de igualdad en el ámbito tributario.

En el ámbito tributario, es frecuente considerar que el principio de


igualdad se traduce en forma de capacidad contributiva, en el sentido
de que situaciones económicamente iguales sean tratadas de la misma
manera. Es decir, generalmente, la presunta vulneración del principio
de igualdad se fundamenta en el diferente tratamiento que, desde la
perspectiva del deber de contribuir, atribuye el legislador a idénticas
manifestaciones de riqueza.

Sin embargo, ello no significa que el principio de igualdad tributaria


agote su contenido con el de capacidad económica (STC 8/1986, de 14
de enero); entre otros motivos porque, como señaló el TC, las
discriminaciones no son arbitrarias cuando se establecen en función de
otro principio constitucional amparado por el ordenamiento.
El propio TC, en Sentencia 255/2004, de 23 de diciembre, reitera la individualidad del principio
de igualdad en materia tributaria, al señalar que «la igualdad ha de valorarse en cada caso,
teniendo en cuenta el régimen jurídico sustantivo del ámbito de relaciones en que se proyecte, y
en la materia tributaria es la propia Constitución la que ha concretado y modulado el alcance de
su art. 14 en un precepto, el art. 31.1, cuyas determinaciones no pueden dejar de ser tenidas aquí
en cuenta, pues la igualdad ante la ley tributaria resulta indisociable de los principios de
generalidad, capacidad, justicia y progresividad que se enuncian en el último precepto
constitucional citado [...]». En los mismos términos se pronuncia la STC 10/2005, de 20 de
enero, en la que —al examinar la constitucionalidad de la norma que eximía a las Cajas de
Ahorros del Impuesto sobre Actividades Económicas no sólo en relación con su obra benéfica y
monte de piedad, sino también en su actividad puramente financiera y mercantil— concluía en
su inconstitucionalidad, no sólo porque ello atentaba al deber de todos de contribuir al
sostenimiento de los gastos públicos de forma igualitaria, sino porque a la misma conclusión se
debía llegar desde el Derecho Comunitario, pues el TJCE «consideró contrarias al Derecho
Comunitario, por ser ayudas de Estado, aquellas exenciones fiscales a favor de entidades
públicas o privadas que las coloquen «en una situación más favorable que a otros
contribuyentes».

Como han señalado PALAO TABOADA y HERRERA MOLINA, la


concepción acogida por el TC español es la propuesta por el
constitucionalista alemán Gerhard LEIBHOLZ: el principio de igualdad
prohíbe toda discriminación arbitraria. Esta concepción del principio
de igualdad resuelve la dificultad que plantea concretar el contenido
del principio de capacidad contributiva —como expresión del
principio de igualdad en el ámbito tributario—, al que se descarga de
la presión que implica el concebirlo como único criterio de justicia
tributaria, al tiempo que justifica de forma satisfactoria la existencia
de tributos con fines extrafiscales, a los que ya nos hemos referido.
Los Tribunales han acudido al principio de igualdad tributaria para enjuiciar, por ejemplo, la
constitucionalidad o no de determinadas diferencias de tributación entre personas físicas y
jurídicas (STS de 28 de enero de 1999); de la distinción de la cuantía de las retenciones
aplicables a rendimientos del capital mobiliario o inmobiliario (STS de 25 de enero de 1999);
del diferente tratamiento tributario que reciben las rentas regulares y las irregulares (STC
46/2000), o, también, el distinto trato atribuido a las retenciones o pagos a cuenta del IRPF que
recaen sobre profesionales y sobre los empresarios (STS de 29 de octubre de 1999).

La conexión con el resto de principios tributarios también ha sido puesta de relieve por el
Tribunal Constitucional de forma reiterada. Así, en la STC 295/2006, de 11 de octubre, reitera
el TC que «el art. 31.1 CE conecta de manera inescindible la igualdad con los principios de
generalidad, capacidad, justicia y progresividad [...]».

Doctrina que se viene reiterando de forma sistemática. Así, el Pleno del TC, en el Auto
123/2009, de 28 de abril, inadmite a trámite una cuestión de inconstitucionalidad planteada por
un Juzgado de lo Contencioso- Administrativo de Madrid, en relación con la posibilidad de que
los Ayuntamientos establezcan distintos tipos de gravamen en el IBI atendiendo al carácter
residencial o no de los inmuebles urbanos. Señala el TC que «aun pudiendo ser iguales los
términos de comparación desde un punto de vista puramente económico, existe una diferencia
que no les hace comparables, cual es, como así señala el Fiscal General del Estado, el propio
uso o destino de los bienes inmuebles. Pero no sólo eso. Debe tenerse presente, de un lado, que
la Constitución otorga una especial protección a la vivienda (art. 47), ordenando a los poderes
públicos la adopción de las medidas necesarias encaminadas a tal fin, razón por la cual ningún
óbice existe desde un punto de vista constitucional para que se otorgue un trato más favorable a
un bien inmueble de uso residencial, circunstancia ésta que ya sería suficiente por sí sola para
legitimar la disparidad de trato.

»De otro lado, no puede soslayarse que la reducción de la recaudación impositiva por el
Impuesto sobre Actividades Económicas (como consecuencia de las exenciones introducidas en
este impuesto por la cuestionada Ley 51/2002), obligaba a aumentar las posibilidades de
recaudación por los restantes tributos locales con el fin de seguir ofreciendo a las entidades
locales una suficiencia de recursos que les garantizase su autonomía constitucionalmente
consagrada. En este sentido, durante los debates parlamentarios se justificó el establecimiento
de este nuevo tipo de gravamen en el Impuesto sobre Bienes Inmuebles fundada en la supresión
casi total del Impuesto sobre Actividades Económicas y, por tanto, en la necesidad de dotar a
los entes locales de otras alternativas de financiación que les permitiese compensar la pérdida
recaudatoria que supone aquella supresión a los efectos de poder garantizar el funcionamiento
de los servicios públicos municipales y, en consecuencia, la suficiencia financiera y autonomía
local [...]. En efecto, dado que “la ley perjudicaba al funcionamiento de los servicios
municipales, porque los ayuntamientos perdían ingresos” y era imprescindible garantizar la
suficiencia financiera —“requisito constitucional básico de la autonomía local”— se hacía
necesario “compensar a los ayuntamientos por la pérdida que les suponía una medida tan
importante como la supresión del Impuesto sobre Actividades Económicas” [...]. En
consecuencia, prever, como se le denominó en la tramitación parlamentaria, “un IBI comercial”
[...], esto es, una tributación diferenciada en función del uso o destino de los bienes inmuebles
es una opción legislativa que no sólo no afecta al principio de igualdad en la contribución a las
cargas públicas, en la medida que grava de forma distinta situaciones diferentes, sino que cuenta
con una justificación objetiva y razonable que la legitima desde un punto de vista constitucional
(entre muchas, SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o; 193/2004, de 4 de noviembre, FJ 3.o, y
10/2005, de 20 de enero, FJ 5.o)» (FJ 5.o).

En la misma línea, el Pleno del Tribunal Constitucional, en el Auto 245/2009, de 29 de


septiembre, al inadmitir la cuestión de inconstitucionalidad planteada por el TSJ de Andalucía
sobre el establecimiento de una reducción en el IRPF, que encuentra límites cuando se trata de
rendimientos del trabajo y no cuando se trata de rendimientos del capital o de actividades
económicas, reitera que, como ya señaló en su STC 46/2000, de 14 de febrero (FJ 6.o), «en el
ejercicio de su libertad de configuración normativa, el legislador puede someter a tributación de
forma

distinta a diferentes clases de rendimientos gravados en el impuesto en atención a su naturaleza,


por simples razones de política financiera o de técnica tributaria», concluyendo que dicho límite
«en la medida en que se aplica por igual a todos los perceptores de rendimientos del trabajo
irregulares, no genera discriminación alguna contraria al principio de igualdad. Y no lo genera
porque no cabe comparar situaciones disímiles, como sería la comparación entre una renta
irregular del trabajo y una renta irregular del capital» (FJ 4.o).

Su relación con el principio de capacidad económica y con el resto de


principios constitucionales tributarios.

El principio de igualdad debe aplicarse teniendo en cuenta la


existencia de otros principios, y especialmente las exigencias del
principio de progresividad (por todas, las SSTC 134/1996, de 22 de
julio, y 46/2000, de 17 de febrero). Y ahí radica, según la STC
55/1998, de 16 de marzo, una de las singularidades del principio de
igualdad: entiende el TC que la igualdad del art. 31 CE va
íntimamente enlazada al concepto de capacidad económica y al
principio de progresividad, por lo que no puede ser reconducida a los
términos del art. 14 CE.

Precisamente, esa conexión entre igualdad y progresividad en el


ámbito tributario guarda estrecha relación con la construcción que del
primero de estos principios ha realizado el Tribunal Constitucional,
según el cual, más allá de la igualdad formal, ha de atenderse también
a su contenido o exigencia de igualdad real, recogida en el art. 9.2 CE.
En él se amparan discriminaciones operadas por las normas tendentes
a corregir situaciones de desigualdad real que no son justificables.
El Tribunal Constitucional, en la Sentencia de 20 de julio de 1981, por vez primera tuvo ocasión
de pronunciarse sobre el alcance y contenido de los principios constitucionales específicos del
orden tributario. Señaló el Tribunal que «el legislador constituyente ha dejado bien claro que el
sistema —tributario— justo que se proclama no puede separarse, en ningún caso, del principio
de progresividad ni del principio de igualdad. Es por ello — porque la igualdad que aquí se
reclama va íntimamente enlazada al concepto de capacidad económica y al principio de
progresividad— por lo que no puede ser, a estos efectos, simplemente reconducida a los
términos del art. 14 de la Constitución: una cierta desigualdad cualitativa es indispensable para
entender cumplido este principio. Precisamente la que se realiza mediante la progresividad
global del sistema tributario en que alienta la aspiración a la redistribución de la renta» (en el
mismo sentido, SSTC 54/1993, de 15 de febrero, y 134/1996, de 22 de julio).

Más tarde, el TC insiste en la compatibilidad entre los distintos principios constitucionales, al


señalar que: «La igualdad es perfectamente compatible con la progresividad del impuesto, que
sólo exige que el grado de progresividad se determine en función de la base imponible y no en
razón del sujeto» (SSTC 45/1989, de 20 de febrero, y 134/1996, de 22 de julio, así como la
Sentencia de la Audiencia Nacional de 11 de mayo de 2000).

En la misma línea, el Tribunal Supremo también pone en relación el principio de igualdad con
los principios de justicia tributaria, señalando que «la infracción del principio de igualdad en
materia tributaria debe reconducirse al marco del artículo 31.1 CE y que para que el mismo
pueda entenderse lesionado es preciso que se disponga de un término válido de comparación...»
(STS 25 noviembre 2015. Recurso 3270/2014. Ponente M. Martín Timón. FD 6.b).

El principio de igualdad en el gasto público.

La anterior concepción, con ser cierta, necesita ser complementada


con una visión más amplia. Debe tenerse en cuenta que el principio de
igualdad, tal como aparece concebido en el art. 31 de nuestra
Constitución, no se predica sólo del sistema tributario, sino también de
los gastos públicos, al disponer el art. 31, en su apartado segundo, que
«El gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos
públicos [...]». De esta manera, la exigencia de igualdad no queda
confinada en el ámbito del ordenamiento tributario, sino que,
trascendiendo el mismo, se inserta como exigencia insoslayable del
ordenamiento financiero en su conjunto.
Así lo ha entendido reiteradamente el Tribunal Constitucional, en SSTC 20/1984, de 14 de
febrero; 26/1985, de 22 de febrero, y 72/1985, de 13 de junio, entre otras. Expresamente, la STC
77/1985, de 27 de junio, afirma la vigencia insoslayable del principio de igualdad en el gasto
público, expresándose que el legislador debe conjugar los diversos valores y mandatos
constitucionales (citando, entre ellos, la igualdad del art. 9 CE y la distribución equitativa de la
renta del art. 40.1 CE).

Como consecuencia, es necesario proceder a una valoración conjunta


del sistema de ingresos y de gastos públicos para emitir un juicio
acerca de la igualdad como valor presente en el ordenamiento
financiero. Una desigual presión fiscal sobre un determinado sector
profesional, o sobre un determinado territorio, puede encontrar su
justificación en una desigual proyección del gasto público sobre ese
mismo sector. Por ejemplo, una mayor presión fiscal sobre las grandes

concentraciones urbanas puede encontrar su compensación en una


política de gasto público que generosamente oriente los recursos
públicos hacia esas grandes concentraciones urbanas. Y viceversa.

De esta manera, en definitiva, adquiere todo su valor la postulada


unidad científica del ordenamiento financiero, al existir una profunda
interrelación entre los dos sectores — ingresos y gastos— que los
vertebran. Como señaló VICENTE- ARCHE —con anterioridad a la
Constitución de 1978, pero con carácter ya premonitorio, que alcanza
todo su sentido a la vista del art. 31 de la Constitución—, «existe una
íntima relación entre el concepto de gasto público y el concepto
constitucional de tributo, hasta el punto de que el segundo depende del
primero [...]. Los gastos públicos y la contribución a su sostenimiento
se vinculan recíprocamente a nivel de la normativa constitucional».

La dimensión territorial del principio de igualdad.

En este sentido, como ha indicado el Tribunal Constitucional, el


principio de igualdad no puede entenderse de forma tan rígida y
monolítica que conduzca a calificar como inconstitucional la
desigualdad que pueda derivarse del ejercicio legítimo, por parte de
las Comunidades Autónomas, de sus competencias en materia
tributaria y financiera.
Así lo ha establecido, al igual que hacían anteriores sentencias, la STC 14/1998: «[...] si como
consecuencia del ejercicio de esas competencias surgen desigualdades en la posición jurídica de
los ciudadanos residentes en las distintas Comunidades Autónomas, no por ello
automáticamente resultarán infringidos los arts. 14, 139.1 ó 149.1.1.a de la Constitución, ya que
dichos preceptos no exigen un tratamiento jurídico uniforme de los derechos y deberes de los
ciudadanos en todas las materias y en todo el territorio del Estado [...]. En definitiva, la igualdad
de derechos y obligaciones en su aspecto interterritorial no puede ser entendida en términos
tales que resulte incompatible con el principio de descentralización política del Estado (art. 2.o
CE) [...]». Con idéntica orientación, la STS de 30 de octubre de 1999. Con posterioridad, el TC
ha reiterado en varias Sentencias que «el ejercicio constitucionalmente lícito de sus
competencias normativas por los legisladores autonómicos puede deparar que una misma
actividad económica, en este caso la distribución comercial mediante el uso de grandes
superficies, quede sujeta a regímenes distintos dependiendo de la parte del territorio nacional
donde se realice. Esta desigualdad en las condiciones de ejercicio de una determinada
actividad a consecuencia de la

pluralidad de ordenamientos autonómicos, que en principio es constitucionalmente legítima


pues es la manifestación de las competencias normativas atribuidas a las Comunidades
Autónomas [...]». Concluye el TC señalando que esta desigualdad es constitucionalmente
legítima siempre que concurran tres características: «que la regulación autonómica se lleve a
cabo dentro del ámbito de la competencia de la Comunidad; que esa regulación, en cuanto
introductora de un régimen diverso del o de los existentes en el resto de la Nación, resulte
proporcionada al objeto legítimo que se persigue, de manera que las diferencias y
peculiaridades en ella previstas resulten adecuadas y justificadas por su fin; y, por último, que
quede en todo caso a salvo la igualdad básica de todos los españoles». (Vid. STC 96/2013, de
23 de abril, relativa al impuesto autonómico aragonés sobre daño medioambiental causado por
las grandes superficies. En la misma línea, STC 210/2012, de 14 de noviembre, relativa al
impuesto sobre depósitos de entidades de crédito creado en Extremadura, y SSTC 122/2012, de
5 de junio; 197/2012, de 6 de noviembre, y 208/2012, de 14 de noviembre, recaídas sobre la
constitucionalidad del impuesto sobre grandes establecimientos comerciales, creado por
distintas Comunidades Autónomas: Cataluña, Asturias y Navarra, respectivamente.)

En Sentencia de 25 de abril de 2002, el Tribunal Constitucional entiende que la Disp. Adic. 8.a
de la Ley 42/1994, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social
Foral —que establece ciertos beneficios fiscales para los residentes en territorio vasco y en la
Unión Europea—, es contraria al principio de igualdad porque «la consecuencia final es que la
mayoría de los sujetos que intervienen en el mercado autonómico de referencia (residentes en
dichos territorios forales y residentes en la Unión Europea que no lo sean en España) lo hacen
ofreciendo bienes y servicios a precios con reducida o nula presión fiscal — lo cual mejora
notablemente su posición competitiva en el mercado—, mientras que otros —los españoles
residentes en territorio común— se ven obligados a intervenir incorporando al precio de sus
operaciones el coste fiscal correspondiente derivado de la aplicación de la normativa común».
Señala el Constitucional que «lo que no le es dable al legislador —desde el punto de vista de la
igualdad como garantía básica del sistema tributario— es localizar en una parte del territorio
nacional, y para un sector o grupo de sujetos, un beneficio tributario sin una justificación
plausible que haga prevalecer la quiebra del genérico deber de contribuir al sostenimiento de los
gastos públicos sobre los objetivos de redistribución de la renta (art. 131.1 CE) (SSTC 19/1987,
de 17 de febrero, FJ 4.o; 182/1997, de 28 de octubre, FJ 9.o, y 46/2000, de 17 de febrero, FJ
6.o)» (FJ 8.o). Vid. también, sobre el mismo asunto, Sentencias del TS de 3 de noviembre y 9
de diciembre de 2004.

En Sentencia del Pleno del Tribunal Constitucional 60/2015, de 18 de


marzo, se profundiza en las exigencias insitas en el principio de
igualdad, al analizar una Ley autonómica valenciana que concedía
importantes beneficios fiscales en el Impuesto sobre Sucesiones a los
residentes en el territorio valenciano.

Reitera el TC que para comprobar si una determinada medida es


respetuosa con el principio de igualdad ante la ley tributaria es
preciso, en primer lugar, concretar que las situaciones que se
pretenden comparar sean iguales; en segundo término, una vez
concretado que las situaciones son comparables, que existe una
finalidad objetiva y razonable que legitime el trato desigual de esas
situaciones iguales; y, en tercer lugar, que las consecuencias jurídicas
a que conduce la disparidad de trato sean razonables, por existir una
relación de proporcionalidad entre el medio empleado y la finalidad
perseguida, evitando resultados especialmente gravosos o desmedidos
(FD 4.o).
Tras señalar que ningún óbice existe desde el punto de vista
constitucional para la utilización de la residencia como un elemento
diferenciador entre contribuyentes, siempre que la diferencia de trato
responda a un fin constitucionalmente legítimo y, por tanto, no se
convierta la residencia, por sí sola, en la razón del trato diferente,
observa que no se alcanza a comprender razón alguna de política
social, en general, o de protección de la familia directa, en particular,
que pueda legitimar la aplicación dispar de la bonificación entre
hermanos, herederos de un mismo padre y, por tanto, causahabientes
de una misma herencia.

En definitiva, el territorio ha dejado de ser un elemento de


diferenciación de situaciones objetivamente comparables, para
convertirse en un elemento de discriminación, pues con la diferencia
se ha pretendido exclusivamente «favorecer a sus residentes»,
tratándose así a una misma categoría de contribuyentes de forma
diferente por el solo hecho de su distinta residencia.

En suma, concluye, «al carecer de cualquier justificación legitimadora


el recurso a la residencia como elemento de diferenciación, no sólo se
vulnera el principio de igualdad (art. 14 CE), sino que, como con
acierto señala el Fiscal General del Estado, se ha utilizado un criterio
de reparto de las cargas públicas carente de una justificación razonable
y, por tanto,

incompatible con un sistema tributario justo (art. 31.1 CE)» (FD 5.o).

Conclusión que también puede aplicarse al ejercicio de la potestad


tributaria por parte de los municipios, ejercida en el ámbito de sus
competencias para dar efectividad a los principios de autonomía local
y suficiencia financiera (arts. 140 y 142 CE) —cfr. la Sentencia del
TC 221/1992, de 11 de diciembre, y la del Tribunal Supremo de 28 de
enero de 1999 —.

En resumen: a) el principio de igualdad en el ámbito tributario se


traduce en el respeto al principio de capacidad económica, de forma
que situaciones económicamente iguales deben ser tratadas de la
misma manera; b) el principio de igualdad no veda cualquier
desigualdad, sino sólo aquella que pueda reputarse como
discriminatoria, por carecer de justificación objetiva y razonable, y
desplegar consecuencias no proporcionadas; c) el principio de
igualdad no sólo exige la igualdad ante la ley, sino también la
igualdad en la aplicación de la ley; d) el principio de igualdad no
ampara el derecho a imponer o exigir diferencias de trato en
situaciones o supuestos desiguales (discriminación por
indiferenciación); e) el principio de igualdad debe interpretarse en
conexión con las exigencias derivadas de otros principios
constitucionales; f) la igualdad en el marco del sistema tributario debe
complementarse con la igualdad en el ordenamiento del gasto público,
lo que se traduce en la necesidad de asignar equitativamente los
recursos públicos.

IV. EL PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD Y LA NO


CONFISCACIÓN
Como ya apuntamos, ambos principios están explícitamente recogidos
en el art. 31 de la Constitución, y también son mencionados en el art.
3 de la LGT. De hecho, se convierten en los criterios inspiradores del
conjunto del

sistema tributario justo a que alude dicho precepto —de ahí que el TC
haya tenido que matizar, en diversas ocasiones, que no puede exigirse
la progresividad de cada una de las figuras tributarias individualmente
—. En sentido análogo, aunque con una proyección más amplia,
dispone el art. 40.1 del propio texto constitucional que «los poderes
públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso
social y económico y para una distribución de la renta regional y
personal más equitativa, en el marco de una política de estabilidad
económica».

En este sentido, MARTÍN DELGADO ha definido el principio de


progresividad como «aquella característica de un sistema tributario
según la cual a medida que aumenta la riqueza de los sujetos pasivos,
aumenta la contribución en proporción superior al incremento de la
riqueza». Por eso, puede afirmarse que la progresividad del sistema
tributario es una manera de ser de ese sistema, que se tiene que
articular técnicamente — mediante tipos de gravamen progresivos,
exenciones, beneficios fiscales, etc.—, de forma que pueda responder
a la consecución de unos fines que no son estrictamente recaudatorios
para permitir la consecución de unos fines distintos, como pueden ser
la distribución de la renta, o, por ejemplo, cualquiera de los fines
previstos por el propio art. 40 de la Constitución.
En relación con la progresividad, el TS, en las SS de 2 y 18 de marzo de 2000, considera que
«ésta afecta al sistema tributario y a algunos impuestos —no a todos—». Y entiende inadecuado
sostener la quiebra de este principio respecto de las retenciones o pagos a cuenta, al tratarse de
pagos provisionales no constitutivos de la cuota tributaria, que simplemente representan un
anticipo de lo que en su día será la concreta carga tributaria.

El Tribunal Constitucional ha recordado que «[...] como tantas veces hemos dicho, la
progresividad que reclama el art. 31.1 CE es del “sistema tributario” en su conjunto, es decir,
se trata de “la progresividad global del sistema tributario” (STC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o),
pues a diferencia del principio de capacidad económica que opera, en principio, respecto “de
cada uno” (SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o; y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o; con la
matización realizada en el ATC 71/2008, de 26 de febrero, FJ 5.o), el principio de
progresividad se relaciona con el “sistema tributario” (STC 182/1997, de 28 de octubre, FJ 7.o),
al erigirse en un “criterio inspirador” [STC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 3.o; y también SSTC
76/1990, de 26 de abril, FJ 6.oB); y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o]. Por esta

razón, hemos tenido ya la oportunidad de afirmar que “en un sistema tributario justo pueden
tener cabida tributos que no sean progresivos, siempre que no se vea afectada la progresividad
del sistema” (STC 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o), y debemos añadir ahora que el hecho de que,
en la determinación de un tributo, un aspecto pueda tener un efecto regresivo, no convierte per
se ni al tributo en regresivo ni a la medida adoptada en inconstitucional, siempre y cuando esa
medida tenga una incidencia menor “en el conjunto del sistema tributario” (STC 7/2010, de 27
de abril, FJ 6.o)» (FD 4.o) (STC, Pleno, 19/2012, de 15 de febrero, recurso de
inconstitucionalidad 1046/1999).

Como ha señalado el Tribunal Constitucional —STC 19/2012, de 15 de febrero— «la


progresividad que reclama el art. 31.1 CE es del “sistema tributario” en su conjunto, es decir,
se trata de “la progresividad global del sistema tributario” (STC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o),
pues a diferencia del principio de capacidad económica que opera, en principio, respecto “de
cada uno” (SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o; y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o; con la
matización realizada en el ATC 71/2008, de 26 de febrero, FJ 5.o), el principio de
progresividad se relaciona con el “sistema tributario” (STC 182/1997, de 28 de octubre, FJ
7.o), al erigirse en un “criterio inspirador” [STC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 3.o; y también
SSTC 76/1990, de 26 de abril, FJ 6.o B); y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o]. Por esta razón,
hemos tenido ya la oportunidad de afirmar que “en un sistema tributario justo pueden tener
cabida tributos que no sean progresivos, siempre que no se vea afectada la progresividad del
sistema” (STC 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o), y, debemos añadir ahora, que el hecho de que en
la determinación de un tributo, un aspecto pueda tener un efecto regresivo, no convierte per se
ni al tributo en regresivo ni a la medida adoptada en inconstitucional, siempre y cuando esa
medida tenga una incidencia menor “en el conjunto del sistema tributario” (STC 7/2010, de 27
de abril, FJ 6.o)» [FJ 4.ob)].

La progresividad, por imperativo constitucional, tiene un límite


infranqueable en la no confiscatoriedad (art. 31).

En rigor, la previsión constitucional que veda la confiscatoriedad del


sistema tributario constituye, en principio, una previsión tautológica,
porque la confiscación constituye un concepto que, por su propia
esencia, permanece extramuros del ordenamiento tributario. El tributo
constituye un instituto jurídico que, por mandato constitucional y por
exigencia dogmática, está basado en la capacidad económica de quien
es llamado a satisfacerlo. Por el contrario, los principios que sustentan
la confiscación son distintos.

El principio de no confiscatoriedad supone, como ha señalado


LASARTE, un límite extremo que dimana del reconocimiento del
derecho de propiedad. Su finalidad es

impedir una posible conducta patológica de las prestaciones


patrimoniales coactivas, una radical aplicación de la progresividad que
atentara contra la capacidad económica que la sustenta.

Además de entenderlo como límite a la progresividad del sistema


tributario, ha sido vinculado al principio de capacidad contributiva, e,
incluso, por algunos autores, al de justicia tributaria.

Ello es reflejo de lo difícil que resulta técnicamente determinar, en


abstracto, si del régimen legal de un tributo pueden derivarse, per se,
efectos confiscatorios, como reflejó la STC 14/1998, de 22 de enero.

No obstante, según el TC, la imposición puede llegar a tener alcance


confiscatorio cuando, a raíz de la aplicación de los diferentes tributos
vigentes, se llegue a privar al sujeto pasivo de sus rentas y
propiedades —especialmente, las SS 27/1981 y 150/1990—. En este
sentido, resulta lógico afirmar que el límite máximo de la imposición
resulta cifrado constitucionalmente en la prohibición de su alcance
confiscatorio.
Así lo hizo el TC, al juzgar de la constitucionalidad del Impuesto sobre Tierras Infrautilizadas
establecido por la Comunidad Autónoma de Andalucía —STC 37/1987, de 26 de marzo—, en
la que se descarta tajantemente la vulneración de dicho principio en el caso debatido y,
posteriormente, en la STC 150/1990, de 4 de octubre, en la que, al juzgar de la
constitucionalidad del recargo del 3 por 100 establecido por la Comunidad Autónoma de
Madrid, señaló que: «dado que este límite constitucional se establece con referencia al resultado
de la imposición, puesto que lo que se prohíbe no es la confiscación, sino justamente que la
imposición tenga “alcance confiscatorio”, es evidente que el sistema fiscal tendría dicho efecto
si mediante la aplicación de las diversas figuras tributarias vigentes se llegara a privar al sujeto
pasivo de sus rentas y propiedades, con lo que, además se estaría desconociendo, por la vía
fiscal indirecta, la garantía prevista en el art. 33.1 de la Constitución; como sería asimismo, y
con mayor razón, evidente el resultado confiscatorio de un IRPF cuya progresividad alcanzara
un tipo medio de gravamen del 100 por 100 de la renta [...]». La misma línea se sigue en la STC
186/1993, de 7 de junio, al resolver el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra la Ley
de Reforma Agraria extremeña, y en la STC 14/1998, de 22 de enero. Más recientemente, en el
mismo sentido, Auto del Pleno del TC 71/2008, de 26 de febrero (FJ 6.o).

Como ejemplo, el Tribunal Constitucional, en las SS 14/1998 y


233/1999, ha considerado que dicho principio «obliga a no agotar la
riqueza imponible —sustrato, base o exigencia, de toda imposición—
que resultaría vulnerado de agotarse la riqueza imponible; esto es,
como gráficamente se ha expresado, cuando un Impuesto sobre la
Renta de las Personas Físicas cuya progresividad alcanzara un
gravamen del 100 por 100 de la renta».
Este criterio ha servido a las Sentencias de la Audiencia Nacional de 8 y 29 de junio y 22 de
noviembre de 2000 para desechar la existencia de alcance confiscatorio en el caso del Impuesto
sobre el Patrimonio. Significativamente, la citada SAN de 8 de junio de 2000, fija las siguientes
pautas decisivas para determinar el alcance del «principio de no confiscatoriedad»:

— «En torno a la consideración del principio de capacidad económica como incorporación de


una exigencia lógica que obliga a buscar la riqueza allí donde la riqueza se encuentra (STC
27/1981) añade el principio de no confiscatoriedad que la prohibición del alcance confiscatorio
supone incorporar otra exigencia lógica que obliga a no agotar la riqueza imponible, que está en
la base de toda tributación, so pretexto del deber de contribuir a los gastos públicos; de ahí que
el límite máximo de la imposición venga cifrado constitucionalmente en la prohibición de su
“alcance confiscatorio”. Y dado que este límite se establece con referencia al resultado de la
tributación (no prohíbe la confiscación sino otra cosa: que la tributación “tenga alcance
confiscatorio”), es claro que el sistema fiscal tendría dicho efecto si mediante la aplicación de
diversas tributaciones se llegase a privar al sujeto pasivo de sus rentas y bienes, con lo que,
además, se estaría lesionando, por la vía fiscal indirecta, la garantía prevista en el art. 31.1 de la
Constitución Española.

— Deberá también tenerse en cuenta no sólo la capacidad económica real sino también la
riqueza potencial en los titulares de los bienes y, por ello mismo, la existencia de una renta
virtual cuya mayor o menor dimensión condiciona la cuota del impuesto, como así declaraba el
TC en su Sentencia del Pleno (STC n.o 14/1998) de 22 de enero de 1998.

— Finalmente interesa destacar aquí que “basta que la capacidad económica exista como
riqueza o renta real o potencial en la generalidad de los supuestos contemplados por el
legislador al crear el impuesto para que el principio constitucional de capacidad económica
quede a salvo” (STC 14/1998 y STC 186/1993) y siendo esto así tampoco el tributo tendrá
alcance confiscatorio.»

Pero, además, otro criterio que debe observarse es la existencia de la


capacidad económica como riqueza o renta real o potencial, tanto en
el caso de los sujetos afectados por la norma como en la generalidad
de los supuestos contemplados por el legislador. De lo contrario,
señala el TC,

se entenderá vulnerado el principio de capacidad económica y, por


ende, el de no confiscatoriedad.
Siguiendo estos parámetros de enjuiciamiento de la adecuación a los principios de capacidad
económica y de prohibición del alcance confiscatorio como resultado de la tributación, las
citadas Sentencias de la Audiencia Nacional han considerado que tener una base Imponible en
el Impuesto sobre el Patrimonio de 5.000 millones de pesetas «delata una capacidad económica,
cuando menos potencial, de generar rendimientos sensiblemente superiores al 0,5 por 100 que
supondría la aplicación del tipo más alto de la escala con el límite de reducción previsto en el
controvertido art. 31.1.b)». Además, aplicando tan reducido tipo efectivo —0,5 por 100— en el
tramo más alto de la escala resulta evidente que «la afectación al patrimonio será tan liviana que
no puede entenderse de ninguna manera que tenga alcance confiscatorio».

Y, como ejemplo de regulación normativa vulneradora de este principio del art. 31 CE, pueden
citarse las Sentencias del TS de 10 de julio de 1999 y de 15 de julio de 2000. Ambas
consideraron desproporcionado el incremento en el importe de las retenciones del IRPF del 15
al 20 por 100 sobre los ingresos brutos de los profesionales, anulando el precepto reglamentario
que las regulaba. Concluye el Tribunal que se lesionaba la capacidad económica del
contribuyente, pudiendo alcanzar efectos confiscatorios en los profesionales de rendimientos
más bajos, en la medida en que las retenciones rebasasen las cuotas del Impuesto que
definitivamente les correspondiese asumir, lo que obligaría a los sujetos pasivos, para
satisfacerlas, a acudir a recursos diferentes de los rendimientos de su actividad. Con idéntica
orientación, las Sentencias del mismo Tribunal de 29 de octubre de 1999 y las de 2 y 18 de
marzo de 2000.

V. EL PRINCIPIO DE CAPACIDAD ECONÓMICA


Al igual que ocurre con los demás principios constitucionales
tributarios, el principio de capacidad económica encuentra su
formulación en las primeras Cartas Constitucionales, convirtiéndose
en el principio material de justicia en el ámbito tributario.
En el ordenamiento español, desde la ya lejana Carta otorgada de Bayona hasta la vigente
Constitución, todas las Cartas Magnas han incorporado dicho principio, como criterio material
de justicia tributaria, con fórmulas casi idénticas y en las que se establece la necesidad de
contribuir al sostenimiento de los gastos públicos «en proporción a los haberes», «de acuerdo
con la capacidad económica de los llamados a contribuir», etc.

En el actual ordenamiento español, el art. 31 de la Constitución


dispone que «Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos
públicos de acuerdo con su

capacidad económica [...]». En el ámbito de la legislación ordinaria,


también el art. 3.1 LGT dispone que «La ordenación del sistema
tributario se basa en la capacidad económica de las personas obligadas
a satisfacer los tributos [...]».

Tradicionalmente, dicho principio ha tenido una proyección exclusiva


en el ámbito tributario: sólo podían establecerse tributos cuando se
producía un acto, hecho o negocio jurídico indicativo de capacidad
económica, no pudiendo establecerse carga tributaria alguna que no
respondiera a la existencia de tal capacidad económica. El principio de
capacidad económica actuaba así como presupuesto y límite para la
tributación.
De acuerdo con dicha concepción, el legislador debía configurar los
distintos hechos imponibles de los tributos de forma que todos ellos
fueran manifestación de una cierta capacidad económica. El legislador
establecía bien unos índices directos —titularidad de un patrimonio o
percepción de una renta—, bien unos índices que, indirectamente,
ponían de relieve la existencia de una capacidad económica apta para
soportar cargas tributarias, como ocurría con el consumo de bienes o
la circulación y el tráfico de determinados bienes.

Como presupuesto de la imposición, el principio de capacidad


económica establecido en el art. 31.1 CE impide que el legislador
establezca tributos —sea cual fuere la posición que los mismos
ocupen en el sistema tributario, de su naturaleza real o personal, e
incluso de su fin fiscal o extrafiscal (por todas, SSTC 37/1987, de 26
de marzo, FJ 13; 194/2000, de 19 de julio, FJ 8.o, y 193/2004, de 4 de
noviembre)— cuya materia u objeto imponible no constituya una
manifestación de riqueza real o potencial, esto es, no le autoriza a
gravar riquezas meramente virtuales o ficticias y, en consecuencia,
inexpresivas de capacidad económica.

En la tarea de concretar normativamente el principio de capacidad


económica, la doctrina contribuyó poderosamente a definir los hechos
indicativos de capacidad económica — generalmente, lo son la
titularidad de un patrimonio,

percepción de una renta, consumo de bienes y tráfico o circulación de


riqueza—. Conscientes, por lo demás, de que la concreción del
principio de capacidad económica no puede petrificarse en fórmulas
rígidas que, de forma matemática, sean, siempre y en todo caso,
indicativas de capacidad económica apta para soportar cargas
tributarias.

Así, GIARDINA formuló el denominado principio de normalidad, según


el cual el legislador, cuando configura una determinada situación
como hecho imponible, está atendiendo a un supuesto que,
normalmente, es indicativo de capacidad económica. Lo cual no
quiere decir que en todos los casos dicho supuesto sea realmente
indicativo de tal capacidad económica. Atendida la nota de
generalidad predicable de la ley, el legislador no puede formular una
casuística que atienda a los supuestos en que un mismo hecho es o no
es indicativo de esa capacidad económica. Esto es, podrán darse casos
en que un hecho, configurado como hecho imponible, no sea
indicativo de capacidad económica.
Puede traerse a colación la Sentencia del TC 46/2000, de 17 de febrero: el Tribunal debía
pronunciarse sobre un precepto de la Ley del IRPF que fijaba una tributación mínima del 8 por
100 para los incrementos de patrimonio irregulares, cuando el tipo medio del ejercicio fuese
cero. Concluyó el TC que dicho precepto vulneraba el principio de capacidad económica, en
relación con el de igualdad, puesto que el resultado que provocaba la generalidad de la norma
aplicable era que quienes tenían menor capacidad económica soportaban una mayor carga
tributaria que los que manifestaban una capacidad superior. De ahí que anule el precepto, pues,
aunque tenía una finalidad legítima perseguida desde la generalidad de la norma, provocaba
disfunciones concretas contrarias al art. 31 CE.

BERLIRI se preguntaba, por ejemplo, cuál es la capacidad económica de


quien, agobiado por la necesidad, se ve obligado a vender su casa.
Efectivamente en tal supuesto no existe capacidad económica y, sin
embargo, en todos los sistemas tributarios la venta de un inmueble
está configurado como hecho imponible generador de deudas
tributarias, tanto para el adquirente como para el transmitente. En
aquellos casos en que un hecho aparezca configurado como hecho
imponible y, sin embargo, no sea indicativo de capacidad económica
en ese supuesto concreto, la solución deberá venir por vía de las

exenciones o bonificaciones, no por vía de la exclusión a priori de la


norma general.
El TC ha señalado al respecto que: «Es constitucionalmente admisible que el Estado y las
CCAA establezcan impuestos que, sin desconocer o contradecir el principio de capacidad
económica o de pago, respondan principalmente a criterios económicos o sociales orientados al
cumplimiento de fines o a la satisfacción de intereses públicos que la CE preconiza o garantiza.
Basta que dicha capacidad económica exista como riqueza o renta real o potencial en la
generalidad de los supuestos contemplados por el legislador al crear el impuesto, para que aquel
principio constitucional quede a salvo» (STC 37/1987, de 26 de marzo; también, STC 134/1996,
de 22 de julio).

Lo que en ningún caso resultará admisible, según se desprende de la


doctrina del TC, es la inexistencia de capacidad económica en un
tributo; es decir, que se graven rentas o riquezas aparentes o
inexistentes (STC 221/1992).
Y éste precisamente es el motivo que inclinó al TC, en la Sentencia 194/2000, de 19 de julio, a
declarar la nulidad de la Disp. Adic. 4.a de la Ley de Tasas y Precios Públicos, de 1989. Dicho
precepto establecía que cuando en una transmisión de bienes el valor comprobado excediera del
consignado por las partes en más de un 20 por 100 y dicho exceso fuera superior a 2.000.000 de
pesetas, ese exceso «tendrá para el transmitente y para el adquirente las repercusiones tributarias
de los incrementos patrimoniales derivados de transmisiones a título lucrativo». El TC entendió
que «al establecer la ficción de que ha tenido lugar al mismo tiempo la transmisión onerosa y
lucrativa de una fracción del valor del bien o derecho, lejos de someter a gravamen la verdadera
riqueza de los sujetos intervinientes en el negocio jurídico hace tributar a éstos por una riqueza
inexistente, consecuencia ésta que, a la par que desconoce las exigencias de justicia tributaria
que dimanan del art. 31.1 CE, resulta también claramente contradictoria con el principio de
capacidad económica reconocido en el mismo precepto».

El mismo TC ha señalado que: «La capacidad económica ha de referirse no a la actual del


contribuyente, sino a la que está ínsita en el presupuesto del tributo y, si ésta hubiera
desaparecido o se hallase disminuida en el momento de entrar en vigor la norma en cuestión, se
quebraría la relación constitucionalmente exigida entre imposición y capacidad contributiva»
(STC 126/1987, de 16 de julio), subrayando en otra Sentencia que la capacidad económica debe
ir referida al individuo, no a grupos como la familia: «la sujeción conjunta al impuesto [IRPF]
de los miembros de la unidad familiar no puede transformar el impuesto sobre las personas
físicas en un impuesto de grupo, porque esta transformación infringe el derecho fundamental de
cada uno de tales miembros, como sujetos pasivos del impuesto, a contribuir de acuerdo con su
capacidad económica» (STC 45/1989, de 20 de febrero). Más recientemente, el Tribunal
Constitucional —STC 295/2006, de 11 de octubre— ha insistido en la idea, al señalar,
refiriéndose al principio de capacidad económica, que «Dicho principio quiebra en aquellos
impuestos en los que la capacidad económica gravada por el tributo sea no ya potencial sino
inexistente o ficticia (Sentencias TC

221/1992, de 11 de diciembre; 194/2000, de 19 de julio y 193/2004, de 4 de noviembre). En la


misma línea se ha pronunciado el Pleno del TC en las SSTC 26/2017, de 16 de febrero y
37/2017, de 1 de marzo, al declarar la inconstitucional de Normas Forales de Guipúzcoa y
Álava, respectivamente, reguladoras del Impuesto Municipal de Plusvalía. El problema es
doble: forma de determinación del incremento del valor e imposibilidad de acreditar un valor
diferente al que resulta de la correcta aplicación de las normas reguladoras del impuesto. De
acuerdo con dichas normas se establece la ficción de que siempre que se transmite un terreno se
produce un incremento de valor susceptible de gravamen , por el solo hecho de haberlo
mantenido el titular en su patrimonio durante un intervalo temporal dado, soslayando, no sólo
aquellos supuestos en los que no se haya producido ese incremento, sino incluso aquellos otros
en los que se haya podido producir un decremento en el valor del terreno objeto de transmisión.
Como atinadamente señala el TC «lejos de someter a gravamen una capacidad económica
susceptible de gravamen, les estaría haciendo tributar por una riqueza inexistente, en abierta
contradicción con el principio de capacidad económica del citado art. 31.1 CE». Y concluye «no
cabe duda de que los preceptos cuestionados fingen, sin admitir prueba en contrario, que por el
solo hecho de haber sido titular de un terreno de naturaleza urbana durante un determinado
período temporal (entre uno y veinte años), se revela, en todo caso, un incremento de valor y,
por tanto, una capacidad económica susceptible de imposición, impidiendo al ciudadano
cumplir con su obligación de contribuir, no de cualquier manera, sino exclusivamente «de
acuerdo con su capacidad económica» (art. 31.1 CE). Pronunciamiento que ha tenido su
obligado epílogo en la Sentencia del Pleno del propio Tribunal, de 11 de mayo de 2017, que
declara la inconstitucionalidad y nulidad de determinados preceptos del TR de la Ley de
Haciendas Locales que sujetaban a tributación —en territorio regido por la normativa común—
transmisiones de bienes inmuebles en las que no existía incremento de valor alguno,
vulnerándose así el principio de capacidad económica (art. 31.1 CE). La inconstitucionalidad se
proyecta sólo sobre aquellos casos en que «se someten a tributación situaciones de inexistencia
de incrementos de valor». En consecuencia se acepta, de contrario, la posibilidad de que,
cuando hay incremento de valor, se grave dicho incremento en una cuantía superior al realmente
obtenido. Sobre esta situación no se proyecta la declaración de inconstitucionalidad. Si, como
dicen las referidas sentencias, «la forma de determinar la existencia o no de un incremento
susceptible de ser sometido a tributación es algo que sólo corresponde al legislador ordinario,
en su libertad de configuración normativa, a partir de la publicación de esta Sentencia [...]»,
cabe esperar que el Legislador atienda también, en aras de la aplicación del principio de
capacidad económica como medida de la tributación, a esta circunstancia, de forma que el
incremento de valor gravado sea el realmente obtenido.
Justamente la imposibilidad de gravar rentas virtuales, ficticias o prematuras es lo que ha
llevado al Tribunal Supremo —Sentencia de 30 de enero de 2012, Rec. n.o 6318/2008— a
anular el art. 54.8 del Reglamento del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones —RD
1.629/1991— que permitía a la Administración Tributaria dictar una liquidación provisional a
los herederos, de acuerdo con sus condiciones de parentesco con el causante y patrimonio
propio. Dicho precepto consideraba como herederos a los designados en el testamento,
designación que chocaba frontalmente con la denominada fiducia aragonesa, institución propia
del Derecho foral

aragonés, en virtud de la cual el heredero puede designar a un fiduciario, que será quien designe
herederos —de entre un círculo nominal fijado por el causante— y fije el porcentaje que cada
uno tiene en la masa hereditaria. El precepto reglamentario estatal permitía que la liquidación
por el Impuesto se practicara, por partes iguales, entre las personas designadas por el causante,
de entre las cuales el fiduciario está facultado para designar quiénes y en qué proporción van a
resultar efectivamente herederos. Como indica el Tribunal Supremo, el precepto reglamentario
debe anularse porque así lo exige el principio de capacidad económica. Como indica el TS, «[...]
al recaer la liquidación sobre el patrimonio de alguien que no ha recibido una herencia, ni se
sabe si la recibirá, ignora un principio capital, y constitucional, de nuestro sistema tributario,
cual es el de capacidad contributiva [...]», concluyendo que «[...] a efectos del Impuesto sobre
Sucesiones no cabe hablar de tal en relación con una persona de la que se ignora incluso si va a
llegar a adquirir la condición de heredero y, por consiguiente, la de sujeto pasivo del tributo
[...]».

Otro paradigma que contribuye a precisar mejor la labor del legislador


en la tarea de configurar los hechos imponibles viene dado por la
denominada exención del mínimo vital, entendiéndose por tal la
existencia de una cantidad que no puede ser objeto de gravamen, toda
vez que la misma se encuentra afectada a la satisfacción de las
mínimas necesidades vitales de su titular. Ahí se establecería,
precisamente, la diferencia entre existencia de capacidad económica,
pero no de capacidad contributiva.
Como ha señalado MARTÍN DELGADO, «la determinación del mínimo vital constituirá un
problema de justicia que dependerá de cuál sea el ideal sentido por la comunidad en cada
momento histórico y adoptado por el ordenamiento jurídico. Puede abarcar desde el llamado
“mínimo físico” o exención del conjunto de bienes indispensable para mantener la vida del
individuo, al “mínimo social”, que comprende ya lo que se entiende indispensable para el tenor
de vida del individuo», concluyendo que «la dimensión de este mínimo de existencia va a
depender en concreto de cómo esté configurado el sistema financiero del Estado y de cuáles
sean las actividades que se desarrollan por el mismo. Es evidente que en un Estado en que las
primeras necesidades de los individuos aparezcan cubiertas por la actividad pública, es decir,
por la actuación del sector público, la exención del mínimo de existencia tendrá menos sentido
que en aquellos Estados en los que el fundamento liberal de la organización socioeconómica
deje al libre juego de las economías individuales la cobertura de estas necesidades».

Justamente por esta vía reaparece una concepción del principio de


capacidad económica que, manteniendo en sus líneas esenciales la
concepción tradicional acerca de los criterios indicativos de capacidad
económica —titularidad de un patrimonio, percepción de una renta,
consumo de bienes y
tráfico o circulación de riqueza—, proyecte dicho principio sobre un
campo más amplio, poniéndolo en relación tanto con el resto de
disposiciones constitucionales, y, por ello, también específicamente
con otros principios del ordenamiento tributario —igualdad y
progresividad—, como con los principios de justicia del gasto público.
Nos encontramos, en definitiva, ante una visión sustancialmente más
amplia del tradicional principio de capacidad económica, confirmando
cuanto ha quedado expuesto en páginas anteriores sobre la necesidad
de aplicar criterios de justicia tanto en materia de ingresos como en
materia de gastos públicos.

Lo primero —combinación con otros principios tributarios — ha sido


puesto de relieve tanto por la doctrina como por el propio Tribunal
Constitucional.
Así, tanto PALAO TABOADA como MARTÍN DELGADO han explicado que:

— El principio de capacidad económica obliga al legislador a estructurar un sistema tributario


en el que la participación de los ciudadanos en el sostenimiento de los gastos públicos se realice
de acuerdo con su capacidad económica, concebida como titularidad de un patrimonio,
percepción de una renta o tráfico de bienes.

— La capacidad económica veda la existencia de discriminaciones o tratamientos desiguales de


situaciones iguales, siempre que dicho tratamiento no esté fundado en la consecución de otros
principios.

— El principio de capacidad económica rechaza la adopción generalizada de cualquier criterio


de imposición contrario al principio de capacidad económica.

En esta línea se ha pronunciado el Tribunal Constitucional, al señalar la necesidad de que el


principio de capacidad económica no se configure como único criterio material de justicia
tributaria y la consiguiente necesidad de aplicarlo teniendo en cuenta los restantes principios
tributarios. Así se pone de relieve en las Sentencias 46/2000 y 134/1996 del Tribunal
Constitucional, entre otras. Concretamente, en la Sentencia de 20 de julio de 1981 afirma el
Tribunal que: «A diferencia de otras Constituciones, la española, pues, alude expresamente al
principio de la capacidad contributiva y, además, lo hace sin agotar en ella —como lo hiciera
cierta doctrina— el principio de justicia en materia contributiva. Capacidad económica, a
efectos de contribuir a los gastos públicos, tanto significa como la incorporación de una
exigencia lógica que obliga a buscar la riqueza allí donde la riqueza se encuentra. La igualdad
que aquí se reclama va íntimamente enlazada al concepto de capacidad económica y al principio
de progresividad, por lo que no puede ser, a estos efectos, simplemente reconducida a los
términos del art. 14 de la Constitución: una cierta desigualdad cualitativa es indispensable para
entender cumplido este principio. Precisamente la que se realiza mediante la progresividad
global

del sistema tributario en que alienta la aspiración a la redistribución de la renta.»

Al margen de su relación con los restantes principios constitucionales,


el TC ha venido distinguiendo —por último en las SSTC 26/2017, de
16 de febrero y 37/2017, de 1 de marzo— entre la capacidad
económica como «fundamento» de la tributación («de acuerdo con»)
y la capacidad económica como «medida» del tributo («en función
de»), pues el deber de contribuir al sostenimiento de los gastos del
Estado que consagra el art. 31.1 CE no puede llevarse a efecto de
cualquier manera, sino única y exclusivamente «de acuerdo con» la
capacidad económica y, en el caso de los impuestos (STC 71/2014, de
6 de mayo, FJ 3.o), también «en función de» su capacidad económica
(SSTC 96/2002, de 25 de abril, FJ 7.o; y 60/2015, de 18 de marzo, FJ
4.o).

Como fundamento de la tributación, tal y como ha señalado el


Tribunal Constitucional «el principio de capacidad económica
establecido en el art. 31.1 CE impide en todo caso «que el legislador
establezca tributos —sea cual fuere la posición que los mismos
ocupen en el sistema tributario, de su naturaleza real o personal, e
incluso de su fin fiscal o extrafiscal (por todas, SSTC 37/1987, de 26
de marzo, FJ 13, y 194/2000, de 19 de julio, FJ 8.o)— cuya materia u
objeto imponible no constituya una manifestación de riqueza real o
potencial, esto es, no le autoriza a gravar riquezas meramente
virtuales o ficticias y, en consecuencia, inexpresivas de capacidad
económica» (STC 193/2004, de 4 de noviembre, FJ 5.o) (ATC
71/2008, de 26 de febrero, FJ 5.o).

Como medida del tributo, también el TC ha señalado que «[...] aun


cuando el principio de capacidad económica implica que cualquier
tributo debe gravar un presupuesto de hecho revelador de riqueza, la
concreta exigencia de que la carga tributaria se module en la medida
de dicha capacidad sólo resulta predicable del “sistema tributario”
en su conjunto, de manera que puede afirmarse, trasladando mutatis
mutandis nuestra doctrina acerca de cuándo un Decreto-Ley afecta al

deber de contribuir, que sólo cabe exigir que la carga tributaria de


cada contribuyente varíe en función de la intensidad en la realización
del hecho imponible en aquellos tributos que por su naturaleza y
caracteres resulten determinantes en la concreción del deber de
contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que establece el art.
31.1 CE» (ATC 71/2008, de 26 de febrero, FJ 5.o).
La necesaria referencia del principio de capacidad económica al conjunto del sistema tributario
no impide que también deba hacerse presente en cada figura tributaria —«aplicable a todas las
figuras tributarias, incluidas las tasas» [Auto del Pleno del TC 407/2007, de 6 de noviembre (FJ
3.o)]—, si bien «sólo cabe exigir que la carga tributaria de cada contribuyente varíe en función
de la intensidad en la realización del hecho imponible en aquellos tributos que por su naturaleza
y caracteres resulten determinantes en la concreción del deber de contribuir al sostenimiento de
los gastos públicos que establece el art. 31.1 CE» [Auto del Pleno del TC 71/2008, de 26 de
febrero (FJ 5.o)].

Esta exigencia de que la capacidad económica informe todo el sistema


tributario es la que ha llevado a configurar un concepto de filiación
constitucional —el deber de contribuir— que se ha erigido en
elemento esencial de la doctrina del Tribunal Constitucional. De
acuerdo con ella, «el deber de contribuir debe conectarse con el
principio de capacidad económica (con el contenido que a este
principio de justicia material se ha dado, fundamentalmente en las
SSTC 27/1981, 37/1987, 150/1990, 221/1992 y 134/1996) y lo
relaciona, a su vez, claramente, no con cualquier figura tributaria en
particular, sino con el conjunto del sistema tributario. El art. 31.1 CE,
en efecto, dijimos tempranamente en la STC 27/1981, “al obligar a
todos al sostenimiento de los gastos públicos, ciñe esta obligación en
unas fronteras precisas: la de la capacidad económica de cada uno y la
del establecimiento, conservación y mejora de un sistema tributario
justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad [...]”»
(STC 108/2004, de 30 de junio, FJ 7.o).
Esta proyección del principio de capacidad económica sobre el conjunto del sistema tributario
ha sido reiteradamente señalada por el Tribunal Constitucional: Sentencias 26/1981, 37/1987,
150/1990, 221/1992, 134/1996 y 182/1997.

En STC 26/2015, de 19 de febrero —Pleno—, el TC abunda en la misma idea al confirmar la


constitucionalidad del Impuesto sobre depósitos de entidades bancarias, gravado al tipo cero,
señalando que «[...] el legislador (estatal o autonómico) no podrá establecer tributos sobre una
materia que no refleje riqueza real o potencial, o lo que es lo mismo, sea inexpresiva de
capacidad económica (STC 193/2004, de 4 de noviembre, FJ 5.o), exigiéndose por tanto
siempre que se someta a tributación «una concreta manifestación de riqueza o de renta real, que
no inexistente, virtual o ficticia» (SSTC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 4.o; 193/2004, de 4
de noviembre, FJ 6.o; y 19/2012, de 15 de febrero, FJ 7.o). Ahora bien, ello no implica sin
embargo que toda fuente de capacidad económica deba ser objeto de gravamen ni que éste deba
configurarse siempre de la misma manera. En efecto, y como también hemos reiterado, el
legislador puede, en ocasiones, declarar la exoneración de determinadas rentas cuando exista la
oportuna justificación, y siempre que ello no suponga el desconocimiento de los límites al
ejercicio del poder tributario que se derivan de los principios constitucionales contenidos en el
art. 31.1 CE [STC 19/2012, FJ 3.od) con cita de, entre otras muchas, las SSTC 27/1981, de 20
de julio, FJ 4.o; 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 4.o; 214/1994, de 14 de julio, FJ 5.o; 46/2000,
de 14 de febrero, FJ 4.o, y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o] [...] siendo la finalidad de recaudar
consustancial al propio concepto de tributo, la misma se predica del conjunto del sistema
tributario, sin impedir el empleo de técnicas desgravatorias, entre las que se encuentra el tipo de
gravamen cero [...] En concreto la posibilidad de emplear un tipo de gravamen cero se encuentra
además expresamente contemplada en el art. 55.3 de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre,
general tributaria, que dispone que “[l]a ley podrá prever la aplicación de un tipo cero, así como
de tipos reducidos o bonificados”. [...] En el caso del impuesto sobre depósitos en las entidades
de crédito, es evidente su finalidad de armonizar la sujeción a gravamen de la imposición sobre
los depósitos en entidades de crédito, tal y como se anuncia en el propio preámbulo de la norma
reguladora [...]».

Ello no obstante, debe dejarse constancia de que en los últimos


pronunciamientos el Tribunal Constitucional viene insistiendo en la
proyección del principio de capacidad económica sobre cada uno de
los tributos que integran el sistema.
«[...] como tantas veces hemos dicho, la progresividad que reclama el art. 31.1 CE es del
“sistema tributario” en su conjunto, es decir, se trata de “la progresividad global del sistema
tributario” (STC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o), [...] a diferencia del principio de capacidad
económica que opera, en principio, respecto “de cada uno” (SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ
4.o; y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o; con la matización realizada en el ATC 71/2008, de 26 de
febrero, FJ 5.o)» (Sentencia del Pleno del TC 19/2012, de 15 de febrero de 2012, recurso de
inconstitucionalidad 1046/1999).

El principio de capacidad económica debe combinarse también con


los principios de justicia en el gasto público.
Ya hemos visto cómo, por ejemplo, la determinación del mínimo exento dependerá de las
prestaciones públicas realizadas a favor de los ciudadanos a través del gasto público. En la
Sentencia de 26 de abril de 1990, el Tribunal Constitucional ha reiterado la conexión entre el
deber de contribuir y los principios de justicia en la distribución del gasto público, señalando
que «esta recepción constitucional del deber de contribuir al sostenimiento de los gastos
públicos según la capacidad económica de cada contribuyente configura un mandato que
vincula tanto a los poderes públicos como a los ciudadanos e incide en la naturaleza misma de la
relación tributaria [...]; lo que unos no paguen debiendo pagar, lo tendrán que pagar otros con
más espíritu cívico o con menos posibilidades de defraudar...» (FJ 3.o).

Hay que señalar, por último, que el principio de capacidad económica


no se limita al ámbito del ordenamiento de la Administración Central,
sino que se proyecta con el mismo alcance y contenido sobre todos y
cada uno de los ordenamientos propios de las entidades públicas
territoriales: Comunidades Autónomas y Corporaciones Locales.
Así lo puso de relieve el Tribunal Constitucional en su pionera Sentencia de 16 de noviembre de
1981, señalando que la competencia para crear tributos por parte de la Comunidad Autónoma
«debe ser ejercida conforme a la Constitución y las Leyes». Buena prueba de ello son las ya
referidas Sentencias del Pleno del TC 26/2017, de 16 de febrero y 37/2017, de 1 de marzo, que
declaran la inconstitucionalidad de ciertas Normas Forales de Guipúzcoa y Álava,
respectivamente, reguladoras del Impuesto Municipal de Plusvalía, que gravan incrementos de
valor inexistentes y en consecuencia se muestra en abierta contradicción con el principio de
capacidad económica.

VI. LOS CRITERIOS DE EFICIENCIA Y ECONOMÍA EN LA PROGRAMACIÓN Y


EJECUCIÓN DEL GASTO PÚBLICO
Dispone el art. 31.2 de la Constitución que «El gasto público realizará
una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación
y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía».

La incorporación a la Constitución del precepto transcrito supone, a


diferencia de lo que ocurre con los principios tributarios, una novedad
radical no sólo con relación a la tradición constitucional española, sino
en comparación

también con la historia constitucional de los Estados europeos


continentales, de tradición jurídica afín a la nuestra.
Tradicionalmente, la regulación constitucional del gasto público ha quedado confinada en la
proclamación del principio de legalidad presupuestaria. En el mejor de los casos, el
constituyente ha regulado la posibilidad de que las leyes presupuestarias anuales contuvieran
disposiciones atinentes a modificación, creación o supresión de tributos. Se regulaban, en suma,
aspectos relativos a la legalidad formal del gasto público, sin establecer criterios orientadores de
la justicia en el gasto público. Esta orfandad, siempre criticada por la doctrina, que ponía de
relieve la diferencia de tratamiento entre la ordenación constitucional de los ingresos y gastos
públicos, obedecía, en último extremo, a la arraigada convicción sobre la imposibilidad técnica
de establecer unos principios que vincularan al legislador en el momento de aprobar las Leyes
presupuestarias anuales. De forma mucho más acentuada que en el ámbito tributario, la decisión
sobre los fines a que se van a destinar los ingresos públicos aparecía como una decisión
sustancialmente política, difícilmente reconducible a unos parámetros de generalizada
aceptación. No existía en el ámbito del gasto público un principio de justicia que pudiera
desempeñar un papel análogo al que, en materia de ingresos tributarios, desempeñaba el
principio de capacidad económica.

Sin embargo, como consecuencia del esfuerzo doctrinal en reivindicar la aplicación de criterios
de justicia del gasto público, se han abierto paso concepciones que ponen de relieve la urgencia
de definir los cauces para su operatividad.

En la doctrina española este esfuerzo ha sido sensible. Autores como SAINZ DE BUJANDA,
ALBIÑANA, PALAO, MARTÍN DELGADO y, muy especialmente, RODRÍGUEZ BEREIJO
han venido insistiendo en la idea de la necesaria penetración del Derecho en el ordenamiento del
gasto público.

Dos son los postulados constitucionales: a) el principio de equidad en


la asignación de los recursos públicos, y b) el criterio de eficiencia y
economía en su programación y ejecución. El primero introduce un
juicio de valor en la bondad o no de los fines a cuya consecución se
van a destinar los ingresos públicos. El segundo, de carácter técnico,
rememora la necesidad de aplicar procedimientos eficaces en la
gestión del gasto y conseguir una óptima asignación de esos recursos.
Ello supone la incorporación al aparato administrativo de técnicas de gestión operativa propias
en muchos casos del sector privado, sin que ello vaya en detrimento de las necesarias cautelas
puestas por el ordenamiento al actuar administrativo: principio de legalidad de las
consignaciones presupuestarias, procedimiento administrativo de gasto con las fases propias de
todo procedimiento administrativo, etc.

El primero de los objetivos marcados —equitativa asignación de los


recursos públicos— trata de proceder a una delimitación equitativa de
los fines que van a satisfacerse. En este terreno puede aventurarse una
vía de análisis que trate de profundizar en la forma de llevar a la
práctica dicho principio. Esta vía viene dada por la propia
Constitución, que, al exigir a los poderes públicos que garanticen y
defiendan ciertos valores —recogidos en los «principios rectores de la
política social y económica» (arts. 39 a 52)—, está confiriendo ya a su
consecución una cierta primacía en relación con otras finalidades. La
técnica de los impuestos negativos o pagos de la Hacienda Pública a
quienes se encuentran en paro (art. 40), carecen de Seguridad Social
(art. 41), se encuentran en el extranjero y desean regresar a España
(art. 42), carecen de vivienda (art. 47), etc., puede ser un medio de
concretar un principio cuya satisfacción se nos aparece plena de
dificultades, pese a la formulación constitucional del mismo y pese a
su carácter normativo, no confinable en modo alguno en el marco de
las declaraciones programáticas formuladas ad pompam vel
ostentationem.
La aludida distinción de planos entre los postulados del art. 31.2 CE ha sido formulada
claramente por el Tribunal Constitucional, que en su STC 20/1985, de 14 de febrero, declara
tajantemente que «la máxima eficacia debe ceder ante la igualdad».

El TC ha señalado reiteradamente la competencia exclusiva del Estado en la ordenación de la


política económica y en la fijación de los criterios a los cuales debe atenderse la ordenación de
la economía. Vid., por todas, la STC 31/2010, de 28 de junio, en que se analiza la
constitucionalidad de la reforma del Estatuto de Autonomía catalán.

VII. EL PRINCIPIO DE RESERVA DE LEY. SU


ESPECIAL RELEVANCIA EN MATERIA TRIBUTARIA
La ley como fuente del Derecho siempre ha tenido una importancia
decisiva en la configuración de las instituciones financieras. Esta
fortaleza de la ley se manifiesta en todos los institutos del
ordenamiento financiero —Tributo, Deuda

Pública, Patrimonio y Monopolios—, y en cada uno de ellos responde


a motivaciones distintas. La primacía de la ley adquiere especial
relieve en el ámbito tributario, por ser éste el ordenamiento más
directamente relacionado con el derecho de propiedad de los
ciudadanos.
Sin embargo, la importancia de la ley como fuente del ordenamiento
financiero no puede limitarse al ámbito tributario, sino que se proyecta
sobre todas las instituciones financieras básicas.
Como señaló SAINZ DE BUJANDA, la ley cumplió, en una primera época, hasta el
advenimiento del Estado constitucional, la misión de frenar el poder del Rey en materia
financiera. Más tarde, durante todo el siglo XIX y hasta el momento presente, las no mas
financieras han revestido forma de ley para que no quedara ningún margen a la actividad
discrecional de la Administración en el establecimiento de impuestos y en la elección y
distribución de gastos. La ley se colocó por encima de cualquier otra fuente del Derecho
financiero, no sólo por razones de seguridad jurídica, sino porque, además, se pensaba que ella
constituía la mejor garantía contra cualquier designio de reforma social o económica que
intentara llevarse a cabo por la vía fiscal.

El hecho de que un principio de tan honda raigambre subsista en los


momentos actuales tiene unas razones muy claras.

En primer lugar, su conexión con otros principios constitucionales: el


principio de jerarquía normativa y el de seguridad jurídica.

En segundo lugar, porque en una época en que dominan las


preocupaciones reformadoras y en que la Hacienda Pública aparece
más cargada que antaño de significación económico- social, la ley,
como ha señalado SAINZ DE BUJANDA, puede prestar un servicio
inestimable, no sólo a la seguridad, sino también a la utilidad y a la
justicia. Lo útil en materia financiera no es que la Administración
actúe deprisa, sino que actúe bien; no es cumplir un programa, sino
que éste sea justo.

Este mismo convencimiento en la bondad de la ley como elemento


configurador de las instituciones financieras ha llevado al
constituyente español a preconizar y establecer de

manera clara el imperio de la ley en la configuración de las


instituciones básicas del ordenamiento financiero.

Así, en materia tributaria, el principio de reserva de ley en el


establecimiento de los tributos aparece previsto en los arts. 31.3 y
133.1 y 2, extendiéndose también al establecimiento de beneficios
fiscales que afecten a los tributos del Estado en el art. 133.3; en
materia de Deuda Pública, el art. 135.1 dispone que «el Gobierno
habrá de estar autorizado por ley para emitir Deuda Pública o
contraer crédito»; en materia de Patrimonio del Estado, tal previsión
se contiene en el art. 132.3, y, finalmente, el art. 128.2 dispone que
«Mediante ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios
esenciales, especialmente en caso de monopolio [...]».

También la ley se proyecta en materia presupuestaria con rotundidad


inequívoca. No sólo es competencia de las Cortes Generales —o de
las Asambleas Regionales en el caso de las Comunidades Autónomas
— la aprobación del Presupuesto (art. 134.1), sino que la propia
Constitución dispone que «Las Administraciones públicas sólo podrán
contraer obligaciones financieras y realizar gastos de acuerdo con las
leyes» (art. 133.4). Más aún, la aprobación del Presupuesto, como
competencia típica, irrenunciable e indelegable de las Cámaras,
aparece singularizada específicamente dentro de los cometidos
asignados a las Cortes Generales, al establecer el art. 66.2 del texto
constitucional que «las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa
del Estado, aprueban sus Presupuestos [...]».

En conclusión, la ley sigue hoy desempeñando una función esencial


en la configuración de las instituciones financieras.
Hasta tal punto es así, que determinadas materias que forman parte del ordenamiento financiero
se encuentran sujetas a regulación por ley orgánica. Es el caso, por ejemplo, de la firma de
Tratados por los que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de
competencias derivadas de la Constitución (art. 93 CE), como ocurrió con el Tratado de
adhesión de España a la Unión Europea. Es también el caso de la reserva de ley orgánica
establecida por el art. 136 CE para la composición y funcionamiento del Tribunal de Cuentas.
Es, por último, el supuesto previsto por el art. 157.3 CE, según el cual podrá regularse por ley
orgánica

el ejercicio de las competencias financieras de las Comunidades Autónomas, como


efectivamente se hizo por Ley 8/1980, de 22 de septiembre.

Este papel estelar de la Ley en la regulación de las instituciones financieras es lo que ha


provocado dudas de constitucionalidad en relación con aquellas Leyes —muy frecuentes en
materia financiera— caracterizadas por la presencia de ciertas notas —urgencia, agrupación en
una sola Ley de modificaciones de otras muchas Leyes, Leyes en que el derecho de enmienda se
limita, etc.— que son muestra de una deficiente técnica legislativa, desnaturalizan la función
legislativa típica y pueden quebrar la concepción constitucional de la Ley. Es el caso de las
Leyes singulares, de las Leyes multisectoriales o de las denominadas Leyes de coyuntura. Sobre
ellas se ha pronunciado ya el Tribunal Constitucional —vid. STC, Pleno, 136/2011, de 13 de
septiembre—, concluyendo que, más allá de los defectos técnicos que a las mismas pueda
imputarse desde el punto de vista de la técnica legislativa, no se encuentran prohibidas por la
Constitución. Vid., no obstante, el voto particular que a dicho fallo formula el Magistrado M.
ARAGÓN REYES.

Pese al papel estelar de la ley en todo el ámbito jurídico financiero, su


protagonismo es decisivo en el ámbito tributario. En efecto, de
acuerdo con el art. 31.3 CE:
«Sólo podrán establecerse prestaciones personales o patrimoniales de carácter público con
arreglo a la ley.»

En el mismo sentido, el art. 133 del mismo texto establece que:

«1. La potestad originaria para establecer los tributos corresponde


exclusivamente al Estado, mediante ley.

»2. Las Comunidades Autónomas y las Corporaciones locales podrán


establecer y exigir tributos, de acuerdo con la Constitución y las leyes.

»3. Todo beneficio fiscal que afecte a los tributos del Estado deberá
establecerse en virtud de ley.»
Ambos preceptos, el art. 31.3 y el 133.1 del texto constitucional, representan la recepción, al
máximo nivel normativo, de un principio tradicional en los textos constitucionales
decimonónicos, que a su vez, lo incorporaron a sus textos como un legado secular de honda
raigambre. Recuérdese que las primeras Asambleas medievales son convocadas precisamente
para tratar de la concesión al soberano de los recursos imprescindibles para la gobernación de su
reino: reunida la Asamblea, al tiempo que se votaba la concesión de los auxilios financieros
solicitados, se aprovechaba la ocasión para discutir acerca de las finalidades a que dichos fondos
iban a afectarse. El paralelismo —con todas las salvedades que son del caso— con lo que
actualmente ocurre en las discusiones parlamentarias sobre el proyecto de Ley de Presupuestos
es evidente.

En estos momentos, el principio de reserva de ley desempeña también un papel determinante a


la hora de delimitar las competencias que el Estado y las Comunidades Autónomas tienen en la
ordenación de los tributos locales. Así, como ha señalado la Sentencia del Pleno del Tribunal
Constitucional 184/2011, de 23 de noviembre, la llamada a la Ley que efectúan los arts. 31.3 y
133.1 y 2 CE se refiere a la Ley estatal, puesto que la competencia para regular el sistema
tributario local, y por tanto los tributos propios locales, constituye una potestad exclusiva y
excluyente del Estado que no permite intervención autonómica en la creación y regulación de
los tributos propios de los entes locales. Esta doctrina ya se acuñó en la STC 233/1999, de 16 de
diciembre, y se mantuvo, entre otras, en la importante STC 31/2010, de 28 de junio.

En el ámbito de la legislación ordinaria son también numerosos los


preceptos que establecen la necesidad de que el establecimiento de los
tributos se realice por medio de ley: arts. 2.1, 4 y 8 de la Ley General
Tributaria; 5, 7 y 9 de la Ley General Presupuestaria; 6 de la Ley de
Tasas y Precios Públicos, etc.

Con el advenimiento del Estado constitucional, el principio de reserva


de ley cumple básicamente una doble finalidad: a) garantiza el respeto
al denominado principio de autoimposición, de forma que los
ciudadanos no pagan más tributos que aquellos a los que sus legítimos
representantes han otorgado su aquiescencia; b) cumple una finalidad
claramente garantista del derecho de propiedad. A comienzos del siglo
XIX, cuando se generaliza en los Estados europeos el alborear del
constitucionalismo, el tributo es considerado como una clara
injerencia estatalista en las economías privadas. Contra la misma hay
que poner cuantos diques sean posibles. La necesidad de ley es uno
más.

En el momento presente, la normalidad del tributo y su consideración


como una institución consustancial con el Estado contemporáneo no
deben inducir a entender que el principio de reserva de ley en materia
tributaria ha sido privado de su fundamento. Muy al contrario, el
citado principio está llamado a desempeñar funciones esenciales:
garantizar la autoimposición y propiciar la distribución uniforme de
las cargas tributarias, lo que cobra un hondo

sentido en un Estado cuya estructura territorial reconoce varios


poderes tributarios.
Así lo ha reconocido el Tribunal Constitucional, al señalar que: «Como ocurre con otras de las
reservas de ley presentes en la Constitución, el sentido de la aquí establecida no es otro que el
de procurar que la regulación de determinado ámbito vital de las personas dependa
exclusivamente de la voluntad de sus representantes [...]. Esta garantía de autodisposición de la
comunidad sobre sí misma, que en la ley estatal se cifra (art. 133.1), es también en nuestro
Estado constitucional democrático una consecuencia de la igualdad y, por ello, preservación de
la paridad básica de posición de todos los ciudadanos, con relevancia no menor, de la unidad
misma del ordenamiento (art. 2 de la Constitución)» (STC 19/1987, de 17 de febrero, y, con
idéntica orientación, la STC 233/1999).

Si el fundamento del principio de reserva de ley es claro, analicemos a


continuación los caracteres estructurales del meritado principio.

En primer lugar, como ha señalado PÉREZ ROYO, la reserva de ley es


un instituto de carácter constitucional, que constituye el eje de las
relaciones entre el ejecutivo y el legislativo en lo referente a la
producción de normas. Por ello, como apunta CHECA, no tiene sentido
una reserva de ley establecida en ley ordinaria. Presupone la
separación de poderes, y excluye que la regulación de ciertas materias
se realice por cauces distintos a la ley.

En segundo lugar, constituye un límite no sólo para el poder


ejecutivo, sino también para el propio poder legislativo, que no puede
abdicar de unas funciones que no constituyen ejercicio discrecional,
sino que le han sido atribuidas con el fin de que se ejerzan
obligatoriamente. De ahí que, como indica acertadamente GONZÁLEZ
GARCÍA, haya que separar con claridad el concepto de reserva de ley
en la esfera normativa —como mandato directamente dirigido al
legislador ordinario — y la proyección de ese mismo principio en la
esfera administrativa —que no es sino el principio de legalidad que
vincula a la Administración—.

En tercer lugar, la operatividad del principio pende tanto de la efectiva


separación de poderes como de la existencia de una instancia
jurisdiccional capaz de juzgar acerca de la

adecuación del legislativo al mandato constitucional ínsito en el


principio de reserva de ley. Función que cumple en España el Tribunal
Constitucional.

¿Cuál es el alcance del principio de reserva de ley establecido en el


art. 31.3 del texto constitucional?

El precepto no puede identificarse sólo con las prestaciones


tributarias. Dicha norma se refiere a las prestaciones personales o
patrimoniales de carácter público. Dejando de lado las prestaciones
personales —servicio militar, por ejemplo, o las prestaciones
personales de los arts. 118 y 119 LHL, analizadas por la STC
233/1999, actualmente reguladas en los arts. 128 a 130 del RDLeg.
2/2004—, las prestaciones patrimoniales no pueden identificarse
simplemente con las prestaciones tributarias, sino que se extienden,
cada vez con mayor intensidad, a un campo muy variado de
prestaciones diversas, tales como precios de servicios públicos
industriales, cotizaciones a la Seguridad Social, pago de prestaciones
farmacéuticas, etc.

Sin embargo, donde el principio de reserva de ley ha alcanzado una


delimitación más precisa ha sido en el campo de las obligaciones
tributarias, como consecuencia de la clara individualización y
singularidad de los tributos en el campo de las prestaciones
patrimoniales de carácter público.

Por ello, se impone delimitar con precisión cuál es el contenido del


principio de reserva de ley en materia tributaria. Es preciso fijar el
núcleo de materias que necesariamente deben ser reguladas por ley.

En nuestro ordenamiento, la reserva de ley en materia tributaria tiene


carácter relativo. No toda la materia tributaria debe ser regulada por
ley, sino sólo el establecimiento de los tributos y de beneficios fiscales
que afecten a tributos del Estado —art. 133.1 y 3 CE—.
Hay que lamentar que la Constitución no haya sido más explícita.
Bastaba que hubiera apoyado y reconocido la

insistente labor de la doctrina y de la legislación ordinaria — LGT y


LTPP—, enriqueciendo su expresión en el sentido citado; esto es,
aludiendo a la necesidad de que la Ley regule el establecimiento y
régimen jurídico de los tributos o que la Ley regule el establecimiento
y su exigencia, etc. En cualquier caso, no se ha hecho, aunque
entendemos que una interpretación literal carece de sentido, y, desde
luego, la reputamos contraria al propio espíritu del precepto
constitucional —art. 133.1—. Sencillamente, porque una Ley que
pretendiera limitarse a establecer un tributo, sin fijar sus señas de
identidad —sujetos pasivos, hecho imponible, elementos mínimos de
cuantificación— no habría establecido siquiera dicho tributo, sino una
entelequia. Establecimiento de un tributo, en definitiva, supone
cuando menos definir sus elementos esenciales. Lo contrario, amén de
un sofisma, supone vaciar de contenido el mandato constitucional.

Por eso, debe destacarse positivamente que la Ley General Tributaria,


en su art. 8 —bajo el epígrafe «Reserva de ley tributaria»—, haya
precisado que:

«Se regularán en todo caso por ley:

»a) La delimitación del hecho imponible, del devengo, de la base


imponible y liquidable, la fijación del tipo de gravamen y de los
demás elementos directamente determinantes de la cuantía de la deuda
tributaria, así como el establecimiento de presunciones que no admitan
prueba en contrario.

»b) Los supuestos que dan lugar al establecimiento de las obligaciones


tributarias de realizar pagos a cuenta y su importe máximo.

»c) La determinación de los obligados tributarios [...].

»d) El establecimiento, modificación, supresión y prórroga de las


exenciones, reducciones, bonificaciones, deducciones y demás
beneficios o incentivos fiscales.

»e) El establecimiento y modificación de los recargos y de la


obligación de abonar intereses de demora.
»f) El establecimiento y modificación de los plazos de prescripción y
caducidad, así como de las causas de interrupción del cómputo de los
plazos de prescripción.

»g) El establecimiento y modificación de las infracciones y sanciones


tributarias.

»h) La obligación de presentar declaraciones y autoliquidaciones [...].

»i) Las consecuencias del incumplimiento de las obligaciones


tributarias respecto de la eficacia de los actos o negocios jurídicos.

»j) Las obligaciones entre particulares resultantes de los tributos.

»k) La condonación de deudas y sanciones tributarias y la concesión


de moratorias y quitas.

»l) La determinación de los actos susceptibles de reclamación en vía


económico-administrativa.

»m) Los supuestos en que proceda el establecimiento de las


intervenciones tributarias de carácter permanente.»

Tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Supremo han


declarado el carácter relativo de la reserva y la necesidad de ley para
regular los elementos esenciales del tributo.
«Si bien la reserva de ley en materia tributaria ha sido establecida por la Constitución de manera
flexible, tal reserva cubre los criterios o principios con arreglo a los cuales se ha de regir la
materia tributaria y concretamente la creación ex novo del tributo y la determinación de los
elementos esenciales o configuradores del mismo» (STC 179/1985, de 19 de diciembre,
planteamiento ya sostenido en las SS 37/1981, de 16 de noviembre; 6/1983, de 4 de febrero;
41/1983, de 18 de mayo; 51/1983, de 14 de junio. Con posterioridad, esta postura se ha
ratificado en SS 19/1987, de 17 de febrero; 37/1987, de 26 de marzo; 182/1997, de 28 de
octubre; 14/1998, de 22 de enero, y 233/1999, de 16 de diciembre.

El Tribunal Supremo insiste en el carácter relativo del principio de reserva de ley, según cuál
sea el ámbito sobre el que se proyecta. Así, en Sentencia de 20 de enero de 2014 (Sala 3.a,
Sección 2.a, rec. núm. 2623/2009. Ponente: Sr. Fernández Montalvo) reitera que «la reserva de
Ley no afecta por igual a todos los elementos integrantes del tributo, pues el grado de
concreción exigible a la Ley es máximo cuando regula el hecho imponible o los beneficios
fiscales, pero es menor cuando se trata de otros elementos, como la base imponible, que, aun
cuando debe estar especificada

por la Ley, no cabe desconocer que puede devenir integrada por una pluralidad de factores de
muy diversa naturaleza, cuya fijación requiere, en ocasiones, complejas técnicas y, en
consecuencia, la remisión a normas reglamentarias de la concreta y final determinación de
algunos aspectos de tales elementos configuradores de la base [FD 4.o; en el mismo sentido,
nuestras Sentencias de 12 de abril de 2012 (rec. cas. núm. 5216/2006), FD 8.o; y de 24 de mayo
de 2012 (rec. cas. núm. 1281/2009 ), FD 4.o]».

También el TC —STC 102/2005, de 20 de abril— ha reiterado su doctrina sobre el contenido


del principio de reserva de ley en materia tributaria, sintetizando la doctrina del propio TC y
precisando:

a) La reserva de ley en materia tributaria no afecta por igual a todos los elementos integrantes
del tributo, sino que el grado de concreción exigible a la ley es máximo cuando regula el hecho
imponible y es menor cuando se trata de regular otros elementos, como el tipo de gravamen y la
base imposible. Como ha precisado el TC de forma reiterada —vid. por todos el Auto del Pleno
del TC 123/2009, de 28 de abril—, «[...] la reserva de ley establecida en materia tributaria es
relativa, o lo que es lo mismo, limitada a la creación ex novo del tributo y a la configuración de
los elementos esenciales o configuradores del mismo (entre muchas, SSTC 37/1981, de 16 de
noviembre, FJ 4.o, y 150/2003, de 15 de junio, FJ 3.o). Dicha reserva de ley admite [...] la
colaboración del Reglamento, siempre que sea indispensable por motivos técnicos o para
optimizar el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la propia Ley
y siempre que la colaboración se produzca en términos de subordinación, desarrollo y
complementariedad» [entre otras, SSTC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 6.oc), y 102/2005, de 20
de abril, FJ 7.o].

El alcance de esa colaboración reglamentaria en materia tributaria depende de dos factores: De


un lado, está «en función de la diversa naturaleza de las figuras jurídico-tributarias» (SSTC
37/1981, de 16 de noviembre, FJ 4.o, y 150/2003, de 15 de julio, FJ 3.o). En efecto, el alcance
de la reserva legal varía «según se esté ante la creación y ordenación de impuestos o de otras
figuras tributarias» (STC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 4.o), existiendo una mayor flexibilidad
cuando se trata de las tasas (STC 37/1981, de 16 de noviembre, FJ 4.o) al tratarse de
contraprestaciones estrechamente unidas a los costes de derivados de la prestación de un
servicio o de la realización de una actividad administrativa (STC 185/1995, de 5 de diciembre,
FJ 5.o), esto es, de tributos «en los que se evidencia, de modo directo e inmediato, un carácter
sinalagmático que no se aprecia en otras figuras impositivas» (SSTC 233/1999, de 16 de
diciembre, FJ 9.o, o 63/2003, de 27 de marzo, FJ 4.o).

De otro lado, depende del elemento del tributo de que se trate (hecho imponible, sujeto pasivo,
base imponible o tipo de gravamen), siendo máximo el grado de concreción exigible a la ley
«cuando regula el hecho imponible» y menor «cuando se trata de regular otros elementos,
como el tipo de gravamen y la base imponible» (STC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 7.o,
entre otras). En efecto, en la determinación de la base imponible se admite con mayor
flexibilidad la colaboración reglamentaria, dado que su cuantificación puede deberse a una
pluralidad de factores de muy diversa naturaleza que requiere, en ocasiones, complejas
operaciones técnicas, lo que habilita a la norma reglamentaria para la concreción de algunos
de los elementos configuradores de la base, en función de la naturaleza y objeto del tributo de
que se trate (STC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 7.o), tanto

más cuando se trata de tributos locales en los que se admite que el legislador efectúe una parcial
regulación de los tipos, predisponiendo criterios o límites para su ulterior definición por la
corporación local a la que corresponderá la fijación del tipo que haya de ser aplicado (SSTC
179/1985, de 19 de diciembre, FJ 3.o, y 19/1987, de 17 de febrero, FJ 5.o); es decir, en los que
se admite una colaboración especialmente intensa, eso sí, sin que esa menor regulación del
legislador estatal suponga, en ningún caso, una total abdicación en la determinación de los
márgenes de este elemento esencial, al exigirse a aquél la determinación de los principios para
su fijación (STC 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 19). (En el mismo sentido, STC 101/2009, de
27 de abril, FFJJ 3.o y 4.o)
b) En el caso de las prestaciones patrimoniales de carácter publico que se satisfacen por la
prestación de un servicio o actividad administrativa —tasas —, la colaboración del Reglamento
puede ser especialmente intensa en la fijación y modificación de las cuantías —estrechamente
relacionadas con los costes concretos de los diversos servicios y actividades— y de otros
elementos de la prestación dependientes de las específicas circunstancias de los distintos tipos
de servicios y actividades; en cambio, esa especial intensidad no puede predicarse de la creación
ex novo de dichas prestaciones, ya que en este ámbito la posibilidad de intervención
reglamentaria resulta sumamente reducida, puesto que sólo el legislador posee la facultad de
determinar libremente cuáles son los hechos imponibles y qué figuras jurídico-tributarias
prefiere aplicar en cada caso.

c) Con independencia del nomen iuris, es preciso atender a la verdadera naturaleza de la figura
de cuya aplicación se trata, para ver si estamos o no ante un tributo. (En el mismo sentido,
Sentencias del Tribunal Constitucional 121 y 122/2005, de 11 de mayo, respectivamente.)
También el Tribunal Supremo ha afirmado, en las SS de 22 de enero y 18 de marzo de 2000,
que se admite la colaboración reglamentaria, dentro de los límites impuestos por la Ley, para la
fijación de los elementos esenciales del tributo, fundamentalmente los que incidan en la base y
el tipo de gravamen, al poder revestir una acusada complejidad técnica.

En el ámbito de los tributos locales, el principio de reserva de ley adquiere una intensidad
distinta, matizada, atendiendo al hecho de que dichas entidades no pueden aprobar leyes, sino
Ordenanzas Fiscales, que son —al igual que la Ley— expresión de la voluntad general de los
habitantes del Municipio. Por ello, como ha señalado reiteradamente el TC, «cuando se trata de
tributos locales concurre una peculiaridad adicional que no puede dejar de tenerse en cuenta,
pues en relación con estos tributos la exigencia de la reserva de ley de los arts. 31.3 y 133 CE
hay que analizarla en conexión con el art. 133.2 CE, donde el Pleno municipal alcanza la
categoría de protagonista (o, lo que es lo mismo, cumple con la garantía de la autoimposición
de la comunidad sobre sí misma), por tratarse del órgano resultante de la elección directa por
sufragio de los vecinos de la corporación local que cumple con las exigencias del fundamento
último de la reserva de ley tributaria, a saber, “que cuando un ente público impone
coactivamente una prestación patrimonial a los ciudadanos cuenta para ello con la voluntaria
aceptación de sus representantes” [SSTC 185/1995, de 14 de diciembre, FJ 3.oa), y 233/1999,
de 16 de diciembre, FJ 18]. Así lo señaló tempranamente este Tribunal Constitucional al
advertir que los “Ayuntamientos, como corporaciones representativas que son (art. 140 CE),
pueden, ciertamente, hacer realidad,

mediante sus acuerdos, la autoimposición en el establecimiento de los deberes tributarios, que es


uno de los principios que late en la formación histórica —y en el reconocimiento actual, en
nuestro ordenamiento— de la regla según la cual deben ser los representantes quienes
establezcan los elementos esenciales para la determinación de la obligación tributaria” [STC
19/1987, de 17 de febrero, FJ 4.o; y en el mismo sentido, STC 233/1999, de 16 de diciembre, FJ
10.a)].

»Por lo expuesto, cuando se trata de ordenar por ley los tributos locales, la reserva de ley “ve
confirmada su parcialidad, esto es, la restricción de su ámbito” [SSTC 19/1987, de 17 de
febrero, FJ 4.o, y 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 10.b)], pues la reserva de ley prevista en el
art. 31.3 CE no puede entenderse desligada “de las condiciones propias al sistema de
autonomías territoriales que la Constitución consagra (art. 137) y específicamente —en el
presente proceso— de la garantía constitucional de la autonomía de los municipios (art. 140)”,
tanto más cuando el art. 133.2 CE establece la posibilidad “de que las Comunidades Autónomas
y las corporaciones locales establezcan y exijan tributos, de acuerdo con la Constitución y las
leyes”, procurando así la Constitución “integrar las exigencias diversas en este campo, de la
reserva de Ley estatal y de la autonomía territorial, autonomía que, en lo que a las corporaciones
locales se refiere, posee también una proyección en el terreno tributario, pues éstas habrán de
contar con tributos propios y sobre los mismos deberá la Ley reconocerles una intervención en
su establecimiento o en su exigencia, según previenen los arts. 140 y 133.2 de la misma Norma
fundamental” [STC 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 10.b)].

»Por tanto, “el ámbito de colaboración normativa de los municipios, en relación con los tributos
locales, [es] mayor que el que podría relegarse a la normativa reglamentaria estatal”, por dos
razones: porque “las ordenanzas municipales se aprueban por un órgano —el Pleno del
Ayuntamiento— de carácter representativo [art. 22.2.d) de la Ley reguladora de las bases del
régimen local de 1985, en adelante LBRL]”; y porque “la garantía local de la autonomía local
(arts. 137 y 140 CE) impide que la ley contenga una regulación agotadora de una materia —
como los tributos locales— donde está claramente presente el interés local” (STC 132/2001, de
8 de junio, FJ 5.o).

»Pues bien, basta con constatar que, tratándose de la determinación de un mayor o menor tipo
de gravamen por los Ayuntamientos para una clase concreta de bienes inmuebles, la cuestión
debe analizarse desde la concreta óptica de la reserva de ley tributaria respecto de la
determinación del tipo de gravamen —y no del hecho imponible como pretende el órgano
judicial —, conforme a la cual no cabe sino rechazar las dudas del órgano judicial. En efecto,
cuando el art. 72 LHL regula los tipos de gravamen de los bienes inmuebles urbanos,
estableciendo un límite mínimo (0,4 por 100) y un límite máximo —que varía en función de la
concurrencia de determinadas circunstancias en el término municipal— (de hasta el 1,30 por
100), está adoptando una técnica “al servicio de la autonomía de los municipios que, a la par
que se concilia perfectamente con el principio de reserva de ley, sirve al principio, igualmente
reconocido en la CE, de suficiencia, dado que, garantizando un mínimo de recaudación,
posibilita a los municipios aumentar ésta en función de sus necesidades” (STC 233/1999, de 16
de diciembre, FJ 26).

»En consecuencia, ningún óbice existe desde un punto de vista estrictamente constitucional para
que un Ayuntamiento fije mediante ordenanza fiscal, dentro de los márgenes fijados por la
norma legal habilitante, un tipo de gravamen específico para una concreta clase de bienes
inmuebles (en el caso de autos, del 0,8 por 100)» (Auto del Pleno del TC 123/2009, de 28 de
abril, FJ 3.o).

Cuestión distinta, aun tratándose de tributos locales, es que la propia Ley estatal no respete las
exigencias del principio de reserva de ley en la tipificación del hecho imponible. Como reiteró
la Sentencia del Pleno del Tribunal Constitucional 73/2011, de 19 de mayo —que anuló el
inciso final del art. 20.3.s) de la Ley reguladora de las Haciendas Locales—, «[...] si bien la
creación del impuesto se llevó a cabo formalmente mediante ley, el inciso impugnado del art.
20.3 apartado s), LHL no satisface las exigencias del principio de reserva de ley, pues su hecho
imponible, el elemento esencial más relevante de un tributo, no aparece suficientemente
precisado y constituye reiterada y ya citada doctrina de este Tribunal Constitucional que “la
reserva de ley en materia tributaria no afecta por igual a todos los elementos integrantes del
tributo”, sino que “[e]l grado de concreción exigible a la ley es máximo cuando regula el hecho
imponible” (STC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 7.o). Este grado máximo de concreción no
se cumple con la mera referencia del art. 20.3, letra s), LHL a la habilitación para establecer un
gravamen sobre la instalación de anuncios visibles desde carreteras, caminos vecinales y demás
vías públicas [...]» (FJ 5.o).

Debe señalarse, por último, que el principio de reserva de ley no


puede aplicarse con carácter retroactivo. Así lo ha señalado, con
carácter general y de forma reiterada, el Tribunal Constitucional.
Así, en STC 10/2005, de 20 de enero (FJ 4.o), señala el Tribunal que «siendo cierto que la
Constitución establece en el apartado 3 del art. 133 el principio de reserva de ley en materia de
beneficios fiscales, también lo es que este Tribunal ha venido manteniendo la doctrina de que no
pueden anularse disposiciones legales o reglamentarias anteriores [a la entrada en vigor de la
Constitución], ni por la ausencia de requisitos luego exigidos por la Constitución para su
aprobación y que, entonces, no venían requeridos, ni por el hecho de que la Constitución haya
exigido un determinado rango para la regulación de tales materias, dado que la reserva de ley no
puede aplicarse retroactivamente (SSTC 11/1981, de 8 de abril, FJ 5.o, y 194/1998, de 1 de
octubre, FJ 6.o) [...]».

En conclusión:

a) De acuerdo con el Tribunal Constitucional, y aunque nuestra


Constitución haya acogido un concepto de reserva de ley relativa, los
arts. 31 y 33 de la Constitución exigen que el establecimiento de
tributos se haga precisamente con arreglo a ley, «lo que implica la
necesidad de que sea el propio Parlamento el que determine los
elementos esenciales del

tributo». En definitiva, la reserva de ley no se da por satisfecha cuando


el legislador no define los elementos esenciales del tributo (STC de 16
de noviembre de 1981).

b) La exigencia antedicha se predica tanto cuando la reserva de ley se


refiere a tributos estatales como cuando la misma va referida a tributos
propios de las Comunidades Autónomas. O, lo que es lo mismo, es
una exigencia constitucionalmente impuesta tanto a las Cortes
Generales como a los Parlamentos regionales y de la que ni aquéllas ni
éstos pueden prescindir cuando establecen un tributo.

VIII. RECAPITULACIÓN
A guisa de conclusión, tres son los puntos sobre los que queremos
llamar la atención.

En primer lugar, y en relación con los principios materiales de justicia,


debe señalarse que, más allá de su consideración como fuentes del
Derecho —dotadas, además, de la máxima jerarquía por su
incorporación al texto constitucional—, tales principios encierran una
indudable dimensión como configuradores del Derecho Financiero.
Ello significa, por un lado, que la aplicación e interpretación de este
sector del ordenamiento deberá efectuarse en consonancia con tales
principios y, por otro lado, que el resultado de su interpretación
conjunta y sistemática deparará el modelo de Hacienda Pública que la
Constitución ha querido establecer.
En este último aspecto, parece oportuno subrayar diversas
conclusiones:

1. El deber de contribuir a los gastos públicos encuentra su


fundamento en la solidaridad, como valor y principio básico de todo el
ordenamiento jurídico.

2. Dado que el principio de igualdad exige la igualdad en la aplicación


de la ley y que encierra un contenido insoslayable de igualdad real
como objetivo de las normas jurídicas; dado

que la capacidad económica se entiende como cualidad del sujeto


pasivo que se ha de proyectar en toda la estructura jurídica del tributo,
y no sólo en la selección de los hechos imponibles; y dado, en fin, que
la progresividad tributaria ha de conectarse con la redistribución de la
renta y la riqueza, es posible concluir que el art. 31 CE no agota su
eficacia como mero mandato al legislador, sino que se proyecta
también como exigencia de resultados que debe perseguir el entero
ordenamiento financiero, afectando, por consiguiente, a todos cuantos
intervienen en su elaboración y aplicación — Legislador,
Administración Pública, Poder Judicial, etc.—.

3. Los principios de justicia financiera no sólo aparecen como criterios


de elaboración y aplicación de las normas, sino también como fines
materiales a cuya consecución se encaminan aquéllas. Lo que permite
formular una doble conclusión: a) la Constitución impele a un
Derecho Financiero en que ingresos y gastos públicos corrijan las
situaciones discriminatorias existentes, lo que exige tratar igual a los
iguales y de forma desigual a quienes están en situación desigual; b) el
Derecho Financiero tiene unos fines y objetivos materiales propios,
que entroncan con los generales de justicia del entero ordenamiento
jurídico, lo que permite desmentir su primigenia concepción como
rama instrumental o medial, al servicio de aquellas ramas que en cada
momento señalaban los fines materiales de justicia. Más aún, cabe
plantearse hoy hasta qué punto sería posible la justicia global del
ordenamiento sin la colaboración del Derecho Financiero y su
contenido redistributivo. No en vano principios propios de esta rama
— como el de capacidad económica— son ya empleados para lograr
la justicia en otros sectores del ordenamiento, como ocurre, por
ejemplo, cuando se toma en consideración la capacidad económica
para asignar puestos docentes escolares o para adjudicar viviendas de
protección oficial.
En segundo lugar, por lo que se refiere al principio formal por
excelencia —el principio de reserva de ley—, debe hacerse especial
hincapié en su aptitud para conseguir no sólo

su fin tradicional —que no se paguen más tributos que aquellos


autorizados por el Parlamento—, sino en la consecución de otros fines
de especial relevancia en un Estado cuya organización territorial
reconoce un amplio poder a las Comunidades Autónomas y Entidades
Locales: igualdad ante la Ley en los distintos territorios, prohibición
de privilegios personales o territoriales, etc.

En tercer lugar, debe llamarse la atención sobre el creciente contraste


entre los principios constitucionales españoles —y, en general, los
reconocidos por las Constituciones de los distintos Estados europeos
— y los principios que están consolidándose en los textos
constitutivos de la Unión Europea.
Aunque en el ordenamiento comunitario no existe un texto jurídico, a modo de Carta Magna,
que plasme los principios que deben guiar el discurrir de la materia, y tampoco el TJCE
desarrolla la función que, en el ámbito interno, asumen los Tribunales Constitucionales, cierto
es que existen un conjunto de objetivos y finalidades —algunos plasmados en los Tratados
fundacionales— que impregnan el ordenamiento comunitario: destacadamente, la consecución
de una Unión económica y monetaria, y la armonización de las legislaciones internas que a ello
coadyuven.

Para la consecución de esos objetivos, un conjunto de principios — particularmente, los


principios de primacía del Derecho comunitario sobre el Derecho nacional y de efecto directo
vertical que este Derecho despliega sobre los ciudadanos— llegan a condicionar el ejercicio de
poder financiero por los Estados miembros, en aras de lograr la efectividad práctica de la
armonización fiscal.

Otros principios comunitarios, como los de no discriminación por motivos de nacionalidad, de


atribución de competencias, de subsidiariedad o de proporcionalidad —guiados por los
objetivos que marcan las competencias de los Órganos comunitarios—, pueden llegar a incidir
en los principios de justicia del art. 31 CE que se sitúan en el zócalo del Derecho financiero
interno. Aunque, conviene advertir que, en este punto, no existe pronunciamiento alguno del TC
que aclare la solución a un posible conflicto entre los principios constitucionales de nuestra
Carta Magna con los comunitarios.

Además, estos principios comunitarios observan un desarrollo jurisprudencial que, en lo


atinente a las relaciones entre ambos ordenamientos, llegan a vincular, no sólo al TJCE y a los
órganos jurisdiccionales internos, sino también a los propios Tribunales Constitucionales.

TEMA 5: LAS FUENTES DEL ORDENAMIENTO FINANCIERO

. I. INTRODUCCIÓN

Según indica MORTATI, se pueden definir las fuentes de Derecho como aquellos hechos o sucesos,
caracterizados por ciertas notas peculiares, con capacidad y eficacia suficiente para regular una serie
de comportamientos intersubjetivos cuya observancia se considera necesaria para la conservación de los
fines propios de la sociedad. La fuente del Derecho por excelencia es la Ley, entendiendo por tal, como
hacen GARCÍA DE ENTERRÍA y TOMÁS RAMÓN FERNÁNDEZ, el mandato normativo de los órganos que
tienen atribuido el poder legislativo superior (en nuestro ordenamiento, las Cortes Generales y los
Parlamentos de las Comunidades Autónomas).

No existe un sistema de fuentes específico de nuestra rama jurídica, por lo que podemos decir que rige
aquí el mismo que en el resto de las ramas del Derecho. Por eso, resulta plausible que las leyes generales
del Derecho Financiero, como la Ley General Presupuestaria, no hagan referencia a esta cuestión. Como
excepción, la LGT sí dedica el art. 7 a regularla, aunque podemos decir de inmediato que, como resultaba
previsible, este precepto no presenta grandes novedades en la materia, de tal modo que, sin grave
deterioro de la seguridad jurídica, podría haberse obviado.

El art. 7 LGT señala que los tributos se regirán por:


a) La Constitución.
b) Los Tratados Internacionales.
c) Las normas de la Unión Europea y demás organismos internacionales o supranacionales. d) Las leyes.

e) Los reglamentos.
Añade, además, que tendrán carácter supletorio, las disposiciones generales del Derecho

Administrativo y los preceptos del Derecho Común.

En el Derecho Financiero y Tributario el aspecto más relevante del estudio de la Ley como fuente del Derecho es el que atañe a la
determinación de los extremos que necesariamente deben regularse mediante normas de este rango, es decir, el examen de la reserva
de Ley, lo que supone, además, agotar en buena medida el estudio de la Constitución como fuente de nuestra rama del Derecho. A
todo ello hemos dedicado nuestra atención en la Lección 5. En consecuencia, estudiaremos ahora otras cuestiones referidas a la Ley
y el resto de las fuentes del Derecho.

II. LOS TRATADOS INTERNACIONALES

El art. 96.1 CE establece que los Tratados Internacionales válidamente celebrados formarán parte del
ordenamiento interno, una vez publicados oficialmente en España. Por su parte, el art. 31 de la Ley
25/2014, de 27 de noviembre, de Tratados y otros Acuerdos Internacionales establece:

«Las normas jurídicas contenidas en los tratados internacionales válidamente celebrados y publicados oficialmente prevalecerán
sobre cualquier otra norma del ordenamiento interno en caso de conflicto con ellas, salvo las normas de rango constitucional.»

Véase una aplicación práctica de lo que acabamos de señalar en las SSTS de 6 de marzo de 2014 (RJ 2014\1452), de 27 de
noviembre de 2015 (RJ 2015\5654) y de 17 de julio de 2018 (RJ 2018\3555), entre otras.

Es evidente que, en una obra de estas características, no podemos examinar con detalle la regulación de los Tratados Internacionales,
pero sí que conviene hacer algunas alusiones a su régimen jurídico porque tiene una aplicación indudable en el Derecho Financiero.

De acuerdo con lo previsto en los arts. 93 y 94 CE, los Tratados Internacionales pueden clasificarse en
tres grupos:

a) Los que requieren previa autorización por Ley Orgánica.

b) Los que requieren previa autorización de las Cortes.

c) Aquellos en los que, una vez concluidos, deberá informarse al Congreso y al Senado.

Desde nuestra perspectiva tiene interés examinar algunos aspectos de las dos primeras categorías.

1. TRATADOS QUE REQUIEREN PREVIA AUTORIZACIÓN MEDIANTE LEY ÓRGÁNICA

En primer lugar, nos encontramos con los Tratados para los que se requiere autorización mediante Ley
Orgánica, que son aquellos en que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio
de competencias derivadas de la Constitución (art. 93).
El paradigma de este tipo de tratados es el Tratado de 12 de junio de 1985, por el que España se adhirió a
las Comunidades Europeas, y cuya ratificación fue autorizada por la Ley Orgánica 10/1985, de 2 de
agosto.

Pues bien, en los Tratados de la Unión Europea (TUE), firmado en Maastricht el 7 de febrero de 1992, y de Funcionamiento de la
Unión Europea (TFUE), firmado en Roma el 25 de marzo de 1957 (ambos con Textos consolidados a partir de todas las reformas
introducidas por el Tratado de Lisboa de 13 de diciembre de 2007), se atribuye a la Unión Europea una serie de competencias en
materia financiera y tributaria que, en la Constitución, se reservan a las Cortes Generales.

De entre tales competencias, conviene resaltar las siguientes (arts. 110 a 113 TFUE):

a) Se prohíbe a los Estados miembros gravar directa o indirectamente los productos de los demás Estados miembros con tributos
internos, cualquiera que sea su naturaleza, superiores a los que graven los productos nacionales similares.

b) Se prohíbe gravar los productos de los demás Estados miembros con tributos internos que puedan proteger indirectamente otras
producciones.

c) En el caso de entregas de productos de un país miembro a otro, se prohíbe la devolución de tributos superior a los efectivamente
soportados.

d) Se prohíbe la imposición de gravámenes compensatorios a las importaciones procedentes de otros Estados miembros.
e) Se ordena la armonización de las legislaciones de los impuestos sobre el volumen de negocios, sobre consumos

específicos y otros impuestos indirectos.

Ahora bien, hay que tener claro que las normas comunitarias, ni siquiera los Tratados originarios, no tienen naturaleza
constitucional, aunque sí pueden servir de fuente interpretativa que contribuya a la mejor identificación del contenido de los
derechos que gozan de tutela constitucional (SSTC 136/2011, de 13 de septiembre; 232/2015, de 5 noviembre, y 13/2017, de 30 de
enero, entre otras muchas).

2. TRATADOS PARA LOS QUE SE NECESITA AUTORIZACIÓN PREVIA DE LAS CORTES

A) Ideas generales

En segundo término, se encuentran los Tratados para cuya firma se necesita la autorización previa de las
Cortes Generales, de acuerdo con el procedimiento previsto en el art. 74 de la Constitución (art. 94.1).

La autorización previa de las Cortes no se lleva a cabo mediante la aprobación de una Ley, sino por
medio de un procedimiento especial previsto, como hemos señalado, en el art. 74 CE, cuyo apartado 2
establece:

«Las decisiones de las Cortes Generales, previstas en los arts. 94.1, 145.2 y 158.2, se adoptarán por mayoría en cada una de las
Cámaras. En el primer caso, el procedimiento se iniciará por el Congreso, y, en los otros dos, por el Senado. En ambos casos, si no
hubiere acuerdo entre Senado y Congreso, se intentará obtener por una Comisión Mixta compuesta de igual número de Diputados
y Senadores. La comisión presentará un texto que será votado por ambas Cámaras. Si no se aprueba en la forma establecida,
decidirá el Congreso por mayoría absoluta.»

De los supuestos establecidos en el art. 94.1 CE resulta útil que digamos algunas cosas de los tres últimos.

B) Tratados que afecten a derechos y deberes fundamentales

El primero de ellos es el apartado c), que alude a los Tratados que afecten a los derechos y deberes
fundamentales establecidos en el Título I de la propia Constitución. Entre estos derechos y deberes, se
encuentran incluidos los deberes de contribuir y el principio —no nos atrevemos a calificarlo de derecho,
dada su escasa protección— de que el gasto público realice una asignación equitativa de los recursos
públicos. De acuerdo con ello, serían múltiples los casos en los que la actividad convencional del Estado
se referiría a aspectos de la actividad financiera estatal.

Tales serían, a título meramente ejemplificativo, los convenios para evitar la doble imposición
internacional y la evasión fiscal; los convenios de adhesión española a protocolos sobre privilegios e
inmunidades de funcionarios de organizaciones internacionales de nueva creación; los tratados sobre
importación de objetos de carácter educativo, científico o cultural, convenios de asistencia técnica, etc. La
categoría podía ser tan amplia como elástica es la concepción del deber de contribuir.

De los Tratados que deben ser incluidos en esta categoría debemos destacar los que se suscriben para evitar la doble imposición. De
ellos, y por lo que ahora nos interesa, conviene destacar las siguientes observaciones:

1) Los Convenios se dedican fundamentalmente a delimitar el ámbito de aplicación de los ordenamientos tributarios de España y del
país con el que se suscriben en aquellos supuestos en que pueden entrar en colisión. Una vez determinada la Administración
competente, en general se aplica su ordenamiento interno [como recuerda la STS de 26 de junio de 2000 (Ar. 7570)].

2) Los Convenios se aplican con preferencia a la legislación interna. Esta regla deriva del art. 96.1 CE, que hemos citado antes, y su
validez, ya incluida expresamente en la normativa interna, como acabamos de ver, ha sido aceptada por el Tribunal Constitucional y
el Tribunal Supremo en numerosas ocasiones. Por lo que se refiere al primero, podemos mencionar la STC 207/2013, de 5 de
diciembre. En cuanto al TS citaremos, entre otras muchas, las de 26 de noviembre de 1991, 9 de abril de 1992, 18 de mayo de 2005
(RJ 2005/5187), de 12 de enero y 27 de marzo de 2012 (RJ 2012\268 y 4835), y de 9 de febrero de 2015 (RJ 2015\903). En la de
2005 se indicó, además, que las normas reglamentarias aprobadas por los Estados firmantes debían prevalecer sobre las de carácter
interno, aunque estas tuvieran formalmente un rango más elevado (Real Decreto) que aquéllas (Orden Ministerial).

3) Los Convenios se aplican a los impuestos españoles que estén vigentes en cada momento, aunque no existieran cuando fueron
suscritos.

4) Los Convenios establecen el principio de no discriminación, aunque suelen admitirse diferencias de trato en las deducciones de
carácter personal o familiar.

5) Los Convenios no pueden interpretarse de forma unilateral. En todos ellos existen reglas para dirimir los conflictos de aplicación
(como se recordó en la RTEAC de 26 de mayo de 2000) que, sin embargo, no se deben utilizar como instrumentos de interpretación,
sino sólo para evitar un gravamen no conforme con el Convenio mismo [SSTS de 30 de junio de 2000 (Ar. 4711) y 15 de junio de
2004 (Ar. 5656); y STSJ de Andalucía, Sevilla, de 20 de noviembre de 2001 (JT 2002, 39)].

Los conflictos de aplicación de los Convenios se dirimen a través de los denominados procedimientos amistosos, que, en lo que
afecta a nuestro ordenamiento, se rigen por el Real Decreto 1.794/2008, de 3 de noviembre (modificado, en diversas ocasiones, la
última por el Real Decreto 634/2015, de 10 de julio).

C) Tratados que impliquen obligaciones financieras para la Hacienda Pública


El segundo supuesto que debemos examinar es el del apartado d), que cita los Tratados que

impliquen obligaciones financieras para la Hacienda Pública.

Constituye, sin duda, el precepto que goza de más amplia tradición en nuestra historia constitucional.
Desde 1812 hasta hoy, de forma ininterrumpida, se ha venido recogiendo en nuestras Constituciones la
necesidad de que las Cortes autorizasen la conclusión de todo Tratado que comportara obligaciones
financieras para la Hacienda Pública.

Será difícil encontrar un supuesto en el que la actividad convencional del Estado no suponga, al mismo tiempo, la asunción de una
obligación para la Hacienda Pública. Cabe pensar en que, con el fin de hurtar al Parlamento su previo pronunciamiento autorizante,
la Administración tratará de remitirse a las consignaciones presupuestarias —cuando las haya, claro está— que cubren el capítulo al
que se refiera la materia regulada en el Tratado. Dependerá tanto de la propia Administración, como de la postura que adopte el
Parlamento en el ejercicio de custodia que le atribuye el art. 94, el que la recta aplicación del precepto, sin entorpecer
innecesariamente la acción exterior del Estado, no se convierta, por otra parte, en un precepto vaciado de contenido en la realidad.

D) Tratados que supongan modificación o derogación de una Ley

En fin, el apartado e) del art. 94.1 CE menciona los Tratados que supongan modificación o derogación de
alguna Ley o exijan medidas legislativas para su ejecución.

Nos encontramos, sin duda, ante el precepto técnicamente más acabado de cuantos integran el art. 94 y
cuya recta intelección hubiera hecho innecesarios la mayoría de los distintos apartados que integran dicho
artículo.

La importancia del precepto no precisa ser resaltada, puesto que su trascendencia es manifiesta. Su
finalidad fundamental es velar por la observancia del principio de reserva de Ley —del principio de
legalidad, en términos generales—. Con la aplicación de esta cláusula pueden observarse todos los
inconvenientes que derivan de la primacía atribuida al Gobierno en la dirección de las relaciones
exteriores.

No se ha previsto, con carácter general, la participación que las Comunidades Autónomas puedan tener en la decisión del órgano
legislativo sobre las materias previstas en los arts. 93 y 94. Jurídicamente tal imprevisión no merece reproches, especialmente en el
caso del art. 93, en el que las Cortes Generales no tienen que verse condicionadas. Tampoco, jurídicamente, tal audiencia de las
Comunidades Autónomas es exigible. Sin embargo, desde el punto de vista político, sería cerrar los ojos a la realidad desconocer la
conveniencia de que se les dé audiencia. Piénsese, por ejemplo, en los tributos cedidos a las Comunidades Autónomas y en la
repercusión que sobre ellos tiene la aplicación del Impuesto sobre el Valor Añadido.

Solamente en el Estatuto de Autonomía de Canarias se recoge (art. 38) que la Comunidad Autónoma será informada en la
elaboración de los tratados y convenios internacionales y en las negociaciones de adhesión a ellos, así como en los proyectos de
legislación aduanera, en cuanto afecten a materias de su específico interés. Recibida la información, el órgano de Gobierno de la
Comunidad Autónoma emitirá, en su caso, su parecer. Ahora bien, esta previsión del Estatuto canario debe ponerse en relación, no
con el art. 94 CE, sino con la Disposición Adicional 3.a de nuestra Carta Magna, que requiere el informe previo de esta Comunidad
Autónoma ante cualquier modificación de su régimen económico y fiscal. Así se recordó en las SSTC 164/2013, de 26 de
septiembre, y 164/2014, de 7 de octubre.

III. LA LEY DE PRESUPUESTOS

1. IDEAS GENERALES

La Ley de Presupuestos es una Ley ordinaria, como cualquier otra. Como estudiamos en la Lección
correspondiente, se han acabado las discusiones doctrinales que, en el pasado, cuestionaron su naturaleza
jurídica, si bien es cierto que presenta algunas peculiaridades que asimismo son examinadas en otras
Lecciones.

Estas dos notas, esto es que la Ley de Presupuestos es una Ley ordinaria, y que, no obstante, presenta ciertas peculiaridades, han
sido destacadas reiteradamente por el TC. Pueden verse al respecto las SSTC 3/2003, de 16 de enero; 34/2005, de 17 de febrero;
82/2005, de 6 de abril, 136/2011, de 13 septiembre, mencionada antes, 217/2013, de 19 de diciembre, y 123/2016, de 23 de junio,
que citan otras muchas en el mismo sentido.

No obstante, hay un aspecto que debe merecer nuestra atención, puesto que se refiere a la posibilidad de
regular, a su través, los tributos. En definitiva, nos interesa estudiar si y en qué medida la Ley de
Presupuestos es fuente de nuestro ordenamiento.

Dice sobre este particular el art. 134.7 CE: «La Ley de Presupuestos no puede crear tributos. Podrá
modificarlos cuando una ley tributaria sustantiva así lo prevea.»

Esta norma trata de encauzar jurídicamente las relaciones entre la anual Ley de Presupuestos Generales
del Estado y el ordenamiento regulador de los tributos, relaciones que históricamente nunca han sido
armoniosas.

Como señaló el Tribunal Constitucional, la limitación del art. 134.7 se encuentra justificada por las restricciones que la misma CE
impone al debate presupuestario (STC 65/1987, de 21 de mayo). Ahora bien, las limitaciones impuestas por la CE a las leyes
presupuestarias no son aplicables a las Leyes multisectoriales o trasversales (comúnmente conocidas con el nombre de Leyes de
acompañamiento), pues éstas son manifestaciones de la potestad legislativa ordinaria (SSTC 176/2011, de 8 de noviembre, y
209/2012 de 14 de noviembre).

2. MODIFICACIONES QUE AFECTAN A LAS NORMAS TRIBUTARIAS GENERALES

Las posibilidades que tienen las leyes presupuestarias de modificar las normas tributarias generales y, en
particular, la Ley General Tributaria, han sido precisadas por el Tribunal Constitucional en multitud de
sentencias (entre las que podemos citar, a título de ejemplo, las Sentencias 76/1992, de 14 de mayo, y
34/2005, de 17 de febrero).

El Tribunal ha concluido señalando que el contenido mínimo necesario e indisponible de la LPGE está
constituido por las previsiones de ingresos y habilitaciones de gastos.

Además, ha indicado que, junto a este contenido mínimo, las Leyes de Presupuestos pueden tener otro
contenido posible, no necesario y eventual. Para que este contenido sea constitucionalmente correcto se
exigen dos condiciones:
a) Que guarden relación directa con gastos e ingresos o con los criterios de política económica general
(SSTC 32/2000, de 3 de febrero, 9/2013, de 28 de enero, 206/2013, de 5 de diciembre, y 123/2016, de 23
de junio, ya citada, entre otras muchas).

b) Que no supongan una restricción ilegítima de las competencias del poder legislativo, al disminuir sus
facultades de examen y enmienda sin base constitucional —STC 65/1986—, o por afectar al principio de
seguridad jurídica, debido a la incertidumbre que una regulación de este tipo origina —SSTC 65/1990,
61/1997, 182/1997 y 203/1998—.

3. MODIFICACIONES REFERIDAS A UN TRIBUTO CONCRETO

Las dudas que plantea el art. 134.7 CE cuando las modificaciones introducidas por las Leyes de
Presupuestos se refieren a algún tributo en particular fueron abordadas de manera temprana por el TC en
la Sentencia 27/1981, de 20 de julio.

Tres son, en síntesis, las cuestiones más debatidas:

a) Determinar el significado del término modificación de los tributos.

b) Precisar el concepto de ley tributaria sustantiva.

c) Aclarar si la exigencia del art. 134.7 debe referirse, también, a los tributos cuyas leyes sustantivas
fueran anteriores a la Constitución.

a) Comencemos por determinar el sentido de la expresión modificación de los tributos. De la doctrina del
TC sobre la cuestión se pueden deducir, sobre el particular, tres ideas: la primera, que se prohíbe la
creación indiscriminada de tributos mediante la Ley de Presupuestos; la segunda, que es posible
introducir a través de ella alteraciones en la regulación de los tributos, incluso sustanciales y profundas,
siempre que exista una norma adecuada que lo prevea; y la tercera, que, en todo caso, es admisible que
lleve a cabo a través de la Ley de Presupuestos una mera adaptación del tributo a la realidad.

En conclusión, el Tribunal ha entendido que, incluso sin norma habilitante, la Ley de Presupuestos puede operar una «mera
adaptación del tributo a la realidad», lo cual no deja de ser preocupante, porque no hace más que trasvasar a un ámbito distinto el
problema: esto es, determinar si se trata de «modificación» o de mera «adaptación», trasvase y planteamiento que entendemos que
carece de cobertura constitucional, pues todo lo que sea modificación de tributos en vigor, incluidas las «meras adaptaciones»,
deben operarse y realizarse con la consiguiente norma habilitante.

b) En segundo término, es necesario precisar qué se debe entender por ley tributaria sustantiva. Según el
TC, por ley tributaria sustantiva debe entenderse cualquier ley, excluyendo, claro está, la Ley de
Presupuestos, en la que se regulen elementos de la relación tributaria que no sean meras generalizaciones.
En todo caso, deben excluirse de tal categoría las leyes, o partes de ellas, que regulen cuestiones formales.

Entendemos que se trata de un planteamiento correcto, pues no tendría sentido, habida cuenta de la dispersión normativa hoy
existente, entender que la cláusula de habilitación para su reforma sólo pudiera estar contenida en la ley digamos esencial y que
regula formalmente un determinado tributo. Hay modificaciones contenidas en otras leyes que, a su vez, pueden contener cláusulas
de habilitación a favor de la Ley de Presupuestos, para que ésta pueda llevar a cabo una modificación del tributo en cuestión.

Hay otros aspectos que debemos mencionar, referidos a la forma que puede revestir la ley habilitante:

— La cláusula de habilitación puede estar contenida en una Ley de Bases, puesto que esta figura puede
satisfacer de manera clara las exigencias del principio de reserva de ley tributaria.

— Mayores problemas puede plantear la posibilidad de que la habilitación se contenga en un Decreto-


Ley. El Tribunal Constitucional no se ha pronunciado directamente sobre la cuestión y su postura, quizá
por ello, no es clara.

Así, en la Sentencia 27/1981, de 20 de julio, parece que se inclinó por negar tal posibilidad, mientras que, en otras, como en la
Sentencia 126/1987, de 16 de julio, pareció aceptar la utilización del Decreto-Ley como norma habilitante, opinión sustentada
efectivamente por el Tribunal Supremo en la Sentencia de 23 de noviembre de 1983 (RJ 1983\5820).
c) En fin, el análisis del art. 134.7 CE debe servir para precisar su aplicación al ordenamiento
preconstitucional. En este punto deben diferenciarse dos situaciones distintas:

1) Modificaciones tributarias realizadas por Leyes de Presupuestos anteriores a 1978. El TC ha señalado,


y estamos de acuerdo con ello, que la regla constitucional no puede aplicarse retroactivamente al ser un
precepto regulador de la producción normativa.

El TC ha reiterado —STC de 20 de julio de 1981— que no puede anularse una ley anterior sólo por la ausencia de requisitos ahora
exigidos por la Constitución para su aprobación y que, entonces, no podían cumplirse, por inexistentes. La misma doctrina se
encuentra en la STSJ de Asturias de 4 de noviembre de 2002 (JT 2002\104).

2) Modificaciones tributarias realizadas por Leyes de Presupuestos posteriores a 1978. En este punto, el
TC ha señalado, en la Sentencia de 1981 reiteradamente citada, que es exigible la habilitación previa, bien
por una ley posterior a la CE, bien por un precepto habilitante anterior a la CE.

4. APLICACIÓN DEL ARTÍCULO 134.7 CE A LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS

Por último, debemos examinar si la limitación contenida en el art. 134.7 CE es aplicable a las Leyes de
Presupuestos de las Comunidades Autónomas. Nuestra opinión es favorable a tal aplicación, porque los
fines a los que sirve el art. 134 CE (la garantía de los ciudadanos y la limitación del poder financiero) son
exigibles tanto en el ámbito estatal como en el autonómico.

El TC ha mantenido sobre esta cuestión una postura que podemos calificar de ambigua:

a) En principio, ha negado que el art. 134 CE se pueda aplicar a las leyes de presupuestos de las CCAA, con el argumento, a nuestro
modo de ver excesivamente formalista, de que el precepto tiene por objeto la regulación de un instituto estatal. Se pueden citar sobre
el particular las SS 116/1994, de 18 de abril; 149/1994, de 12 de mayo, 174/1998, de 23 de julio, 86/2013, de 11 de abril y 99/2018,
de 19 de septiembre, entre otras muchas.

b) No obstante, ha admitido que las leyes de presupuestos autonómicas tienen el mismo significado y alcance que las del Estado (S.
174/1998, que acabamos de mencionar), por lo que ha llegado a declarar inconstitucionales y nulas las disposiciones que no se
conformen con ellos (así, en las SS 130/1999, de 1 de julio, 180/2000, de 30 de junio, 74/2011, de 19 de mayo, 86/2013, de 11 de
abril y 99/2018, de 19 de septiembre, las dos últimas citadas en la letra anterior). El problema es que estas sentencias aluden al
apartado 2 del art. 137 CE (contenido mínimo y posible de las leyes de presupuestos), pero no se pronuncian expresamente sobre la
posibilidad o no de que en ellas las CC AA puedan establecer tributos ex novo.

IV. EL DECRETO-LEY

1. IDEAS GENERALES

Dispone la Constitución, en su art. 86.1, que:

«En caso de extraordinaria y urgente necesidad, el Gobierno podrá dictar disposiciones legislativas provisionales que tomarán la
forma de Decretos-Leyes y que no podrán afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y
libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas ni al derecho electoral general.»

Su régimen jurídico se completa en los apartados 2 y 3, según los cuales el Decreto-Ley debe ser
convalidado por el Congreso de los Diputados en un plazo de treinta días y puede, durante este mismo
plazo, tramitarse como un proyecto de Ley.

Las notas que caracterizan el Decreto-Ley como fuente del Derecho son las siguientes: a) Es un acto
normativo con fuerza de Ley que emana del Gobierno.
b) Solamente puede dictarse en caso de extraordinaria y urgente necesidad.

c) Es una norma provisional por proceder de un órgano, el Gobierno, que no tiene potestad legislativa. Su
incorporación definitiva al ordenamiento jurídico se produce cuando se convalida expresamente por el
Congreso de los Diputados. Una vez producida la convalidación, su régimen jurídico (rango, eficacia,
vigencia en el tiempo, etc.) no difiere del correspondiente a las leyes.

d) Mediante Decreto-Ley no se pueden regular las materias expresamente excluidas por el art. 86.1. Esta
regla, como veremos de inmediato, ha dado lugar a una de las cuestiones más debatidas
en el estudio de las fuentes del Derecho Tributario.

Desde la perspectiva de la operatividad del Decreto-Ley en el ámbito de las instituciones tributarias, son
tres las cuestiones que interesa estudiar: la determinación de los supuestos en que concurre una
extraordinaria y urgente necesidad; la concreción de los aspectos tributarios que están excluidos de la
regulación a través del Decreto-Ley y el análisis del procedimiento de convalidación.

2. LA EXTRAORDINARIA Y URGENTE NECESIDAD

La existencia de una necesidad extraordinaria y urgente como circunstancia imprescindible para la


corrección constitucional de un Decreto-Ley ha sido objeto de análisis reiterado por parte del Tribunal
Constitucional. Aunque con un cierto riesgo, dado que sus pronunciamientos no siempre han sido
coincidentes, su doctrina puede ser resumida del modo siguiente:

a) La extraordinaria y urgente necesidad debe ser explicitada por el Gobierno (en el expediente de
elaboración, en la exposición de motivos, en la tramitación parlamentaria de la convalidación, etc.).

Por todas, se puede mencionar en este sentido las SSTC 199/2015, de 24 de septiembre; y de 34/2017, de 1 de marzo y 152/2017, de
21 de diciembre, entre otras muchas).

b) La extraordinaria y urgente necesidad no puede entenderse de manera restrictiva, sino que el Gobierno
tiene en cada momento la posibilidad de discernir con gran flexibilidad la concurrencia o no de tales
circunstancias. No obstante, es imprescindible que exista una necesaria conexión entre la situación de
urgencia definida por el Decreto-Ley correspondiente y la medida concreta adoptada para hacer frente a
ella.

En la STC 199/2015, que acabamos de mencionar, se puede leer lo siguiente (FJ 4.o): «[...] el control que corresponde al Tribunal
es externo, jurídico y no de oportunidad política ni de excelencia técnica, y que ha de ser flexible, en coherencia con el
reconocimiento constitucional del decreto-ley, para no invalidar de forma innecesaria, ni sustituir el juicio político sobre la
concurrencia del presupuesto que corresponde efectuar al Gobierno y al Congreso de los Diputados “en el ejercicio de la función
de control parlamentario (art. 86.2 CE)” (STC 137/2011, de 14 de septiembre).» Lo mismo se dice (FD 3.o) en la Sentencia de
2017, que también acabamos de citar.

c) Los posibles defectos de un Decreto-Ley no se corrigen con su posterior convalidación o por su


conversión en Ley.

d) La actuación del Gobierno está sometida al control del Tribunal Constitucional

De entre las múltiples dictadas en la materia podemos citar las SSTC 6/1983, de 4 de febrero; 182/1997, de 28 de octubre (que
aceptó la constitucionalidad de un Real Decreto-Ley en el que se modificaba el IRPF); 189/2005, de 7 de julio (que, por el contrario,
declaró la inconstitucionalidad de otro Real Decreto-Ley que asimismo modificó el IRPF); 332/2005, de 15 de diciembre; 68/2007,
de 28 de marzo; 21/2011, de 17 de marzo; 137/2011, de 14 de septiembre; 39/2013, de 14 de febrero, y 27/2015, de 19 de febrero,
230/2015, de 5 de noviembre, y 34/2017, de 1 de marzo, ya citada. También el TS ha aceptado, como no podía menos, la doctrina
del TC. Se pueden citar en este sentido las SS de 21 de mayo de 1990 (RJ 1990\3753) y de 16 de octubre de 1995 (RJ 1995\7275).

3. CONCRECIÓN DE LOS ASPECTOS TRIBUTARIOS EXCLUIDOS DE SU REGULACIÓN POR DECRETO-LEY

Ésta es, sin duda, la cuestión más importante que se puede suscitar al estudiar los Decretos-Leyes, naturalmente desde la perspectiva
tributaria.

La postura defendida por cierta parte de la doctrina (PÉREZ ROYO Y PALAO) fue acogida por el Tribunal
Constitucional en la Sentencia 182/1997, de 28 de octubre, y, en estos momentos, es la que se aplica en la
práctica. La doctrina sobre esta cuestión se puede sintetizar del modo siguiente:

a) Respecto de la interpretación de los límites materiales de la utilización del Decreto-Ley hay que
mantener una postura equilibrada que evite las concepciones extremas, de modo que la cláusula del art.
86.1 CE («no podrán afectar...») debe ser entendida en modo tal que no reduzca a la nada el Decreto-Ley,
ni permita que por este medio se regule el régimen general de los derechos, deberes y libertades del Título
I.
b) La cláusula del art. 86.1 CE como límite al empleo del Decreto-Ley no puede interpretarse en el
sentido de que sólo se impide su utilización para regular el régimen general de un derecho o deber
constitucional porque, en materia tributaria, supondría tanto como abrir un portillo a cualquier regulación,
por incisiva que fuera, mediante Decreto-Ley.

c) El límite material al Decreto-Ley en materia tributaria no viene señalado por la reserva de Ley, de
modo que lo encomendado a la Ley por el art. 31.3 CE tenga que coincidir necesariamente con lo que
afecta al deber de contribuir establecido en el art. 31.1 CE. A lo que debe atenderse para interpretar tal
límite material no es al modo en que se manifiesta la reserva de Ley (si es absoluta o relativa y qué
aspectos se encuentran amparados por ella), sino más bien a si ha existido «afectación» por un Decreto-
Ley de un derecho (deber en nuestro caso) regulado en el Título I CE. Esto exige tener en cuenta la
configuración constitucional del derecho o del deber afectado en cada caso.

d) Así pues, los límites al Decreto-Ley en materia tributaria deben buscarse en la configuración
constitucional del deber de contribuir, es decir, deben referirse a sus elementos esenciales establecidos en
el art. 31.1 CE, que no son otros que el de atender al sostenimiento de los gastos públicos con unas
fronteras precisas: la capacidad contributiva de cada uno y el establecimiento, conservación y mejora de
un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad, progresividad y no confiscatoriedad.
Un Decreto-Ley, pues, no podrá alterar ni el régimen general ni aquellos elementos esenciales de los
tributos que incidan en la determinación de la carga tributaria, puesto que de otro modo se afectarían tales
elementos esenciales del deber de contribuir. En definitiva, vulnerará el art. 86 CE «cualquier
intervención o innovación normativa que, por su entidad cualitativa o cuantitativa, altere sensiblemente la
posición del obligado a contribuir según su capacidad económica en el conjunto del sistema tributario».

e) Con estas indicaciones no se impide que se utilice el Decreto-Ley en materia tributaria al servicio de
objetivos de política económica. Ahora bien, será preciso tener en cuenta en qué tributo concreto incide el
Decreto-Ley (constatando sobre todo el grado o medida en que interviene el principio de capacidad
económica), qué elementos del mismo (esenciales o no) resultan alterados por este excepcional modo de
producción normativa y, en fin, cuál es la naturaleza y alcance de la concreta regulación de que se trate.

Como conclusión, y si hemos entendido bien, la doctrina actual del TC sobre esta cuestión se puede
resumir del modo siguiente:

1) Es posible utilizar el Decreto-Ley para regular cualquier aspecto del ordenamiento tributario.

2) Como excepción, y éstos son los únicos límites a tal utilización, no puede emplearse el Decreto-Ley:

— Para introducir modificaciones trascendentales en el sistema tributario.

— Ni tampoco cuando, como consecuencia del Decreto-Ley aprobado, la capacidad económica de los
obligados a contribuir se vea sensiblemente afectada.

La doctrina del TC puede verse reflejada en la sentencia n.o 73/2017, de 8 junio.

El art. 86.1 CE establece también que los Decretos-Leyes no pueden afectar al régimen de las
Comunidades Autónomas. Esta limitación puede tener importancia en nuestra materia, por cuanto las
CCAA tienen competencias tanto respecto de los ingresos como de los gastos públicos. La STC 23/1993,
de 21 de enero, señaló los siguientes principios en torno a esta limitación:

a) El término «régimen de las CCAA» es más extenso y comprensivo que el mero de «Estatuto de Autonomía». En consecuencia,
aquella expresión debe entenderse en el sentido de que el Decreto-Ley no puede afectar al régimen constitucional de las CCAA,
incluida la posición institucional que les otorga la Constitución.

b) En este régimen constitucional se incluyen las leyes estatales atributivas de competencias y facultades y las leyes de
armonización. En definitiva, no se pueden modificar por Decreto-Ley las leyes aprobadas para delimitar las competencias del
Estado y de las diferentes CCAA o para regular o armonizar el ejercicio de las competencias de éstas.

c) Más allá de ese régimen constitucional no existe obstáculo alguno para que el Decreto-Ley, en el ámbito competencial del Estado,
pueda regular materias en las que las CCAA tengan competencias.
4. PROCEDIMIENTO DE CONVALIDACIÓN DEL DECRETO-LEY Dispone el art. 86 de la Constitución que:

«2. Los Decretos-Leyes deberán ser inmediatamente sometidos a debate y votación de totalidad al Congreso de los Diputados,
convocado al efecto, si no estuviere reunido, en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación. El Congreso habrá de
pronunciarse expresamente sobre su convalidación o derogación, para lo cual el Reglamento establecerá un procedimiento
especial y sumario.

»3. Durante el plazo establecido en el apartado anterior, las Cortes podrán tramitarlos como proyectos de ley por el procedimiento
de urgencia.»

Así pues, son dos las vías a través de las cuales se produce la definitiva incorporación del Decreto-Ley al
ordenamiento jurídico: mediante su convalidación por el Congreso o mediante su conversión en Ley,
cuando se tramite como proyecto de ley y se apruebe.

Ambas posibilidades dan lugar a resultados muy distintos. Si se produce la mera convalidación, el Decreto-Ley no cambia su
naturaleza jurídica (como indicaron las SSTC de 31 de mayo de 1982 y 4 de febrero de 1983, ya citada), por lo que, pese al
pronunciamiento favorable del Congreso, el Decreto-Ley puede ser impugnado y declarado inconstitucional por el Tribunal
Constitucional por haber regulado alguna de las materias excluidas de regulación por el art. 86.1 o, en su caso, por no concurrir la
extraordinaria y urgente necesidad que constituye el presupuesto de hecho habilitante para su aprobación.

Si, por el contrario, el Congreso en vez de limitarse a su homologación lo aprueba como Ley —si se presenta como tal proyecto de
ley, una vez obtenido el pronunciamiento favorable a la totalidad que exige el art. 86.2—, el resultado final del procedimiento
legislativo será una Ley formal de Parlamento, que sustituye en el ordenamiento jurídico, tras su promulgación, al Decreto-Ley. Su
corrección constitucional podrá ser planteada y se resolverá del mismo modo y con idéntico procedimiento que respecto de
cualquier otra Ley formal.

V. EL DECRETO LEGISLATIVO

1. IDEAS GENERALES

Podemos entender que el Decreto Legislativo es la disposición con rango de ley dictada por el Gobierno
en virtud de una delegación otorgada por el Parlamento. Se trata del supuesto paradigmático de
delegación recepticia, así denominada porque la norma delegada recibe de la norma delegante la
posibilidad de desplegar la fuerza y eficacia normativa que es propia de la Ley. En definitiva, lo que se
hace mediante esta fórmula es transferir el ejercicio, pero nunca la titularidad, de la potestad de dictar
normas con valor y fuerza de ley.

La posibilidad de la existencia de esta figura normativa se encuentra en el art. 82.1 CE, según el cual «Las Cortes Generales podrán
delegar en el Gobierno la potestad de dictar normas con rango de ley sobre materias determinadas no incluidas en el artículo
anterior» (esto es, no reservadas a la ley orgánica).

«Las disposiciones del Gobierno que contengan legislación delegada recibirán el título de Decretos Legislativos» (art. 85 CE).

Los caracteres con los que, constitucionalmente, aparece configurada la delegación legislativa en nuestro
Derecho son los siguientes:

a) Forma: ha de otorgarse de forma expresa, mediante ley.


Pese a las fundadas reservas que ello pueda suscitar, el TS ha admitido que la autorización para dictar un Decreto

Legislativo puede concederse por Decreto-Ley (STS de 18 de marzo de 1981).

b) Materia: puede referirse a la regulación de cualquier materia, siempre que tal regulación no esté
reservada a ley orgánica. Tampoco puede delegarse la posibilidad de modificar la propia ley delegante, ni
la de dictar normas con carácter retroactivo (art. 83 CE).

Ahora bien, la posibilidad de la regulación de cualquier materia no significa que toda ella se encomiende al Gobierno. Una de las
características esenciales de la delegación legislativa es la ausencia de delegaciones en blanco o indeterminadas. La delegación, por
el contrario, está sometida a estrictos límites materiales: la identificación de la materia a regular, la determinación del objeto y
alcance de aquélla, la delimitación de los principios y criterios que deben regir su ejercicio, etc. A todo ello hace referencia el art. 82
CE.

c) Plazo para su ejercicio: la ley delegante debe fijar necesariamente el plazo para el ejercicio de la
delegación por parte del Gobierno, sin que pueda concederse por tiempo indeterminado.
d) Vigencia de la delegación: se agota bien por el transcurso del plazo para su ejercicio, bien por el uso
que de ella haga el Gobierno mediante la publicación del decreto legislativo.

e) Destinatario de la delegación: lo es siempre el Gobierno, sin que a su vez éste pueda subdelegar tal
facultad en órganos o autoridades distintos.

f) Procedimiento: el Gobierno deberá seguir el procedimiento ordinario previsto para la elaboración de


disposiciones de carácter general. Así, de acuerdo con el art. 21 de la LO 3/1980, de 22 de abril, el
Consejo de Estado en Pleno deberá emitir dictamen —preceptivo, pero no vinculante — sobre el
correspondiente Proyecto de decreto legislativo.

g) Efectos: el más importante es que el decreto legislativo tiene valor de ley, siempre que no rebase el
ámbito normativo cubierto por la ley delegante. Consecuencia de su rango es que sólo

podrá modificarse por otra norma con rango de ley.

2. CLASES DE DELEGACIÓN LEGISLATIVA

La delegación legislativa se concreta en dos modalidades que son los Textos articulados y los Textos
refundidos.

A) Los Textos articulados

Los Textos articulados constituyen la forma más intensa del ejercicio de la delegación. Mediante ellos el
Gobierno regula ex novo una determinada materia, desarrollando una previa Ley de Bases (Ley de
delegación) en la que se fijan y precisan los principios y criterios de la delegación (art. 82.4 CE).

Los principios y criterios establecidos por la Ley de Bases deben conjugar dos requisitos: alcanzar el
grado suficiente de claridad y concreción, que posibilite su articulación por el Gobierno, y evitar un
excesivo casuismo, impropio de una ley.

Como última cuestión, debemos señalar que con la publicación del Decreto Legislativo se agota la
delegación efectuada sin que sea posible la remisión del desarrollo de los preceptos de aquél a una
posterior regulación reglamentaria.

Esta modalidad de legislación delegada ha sido utilizada en algunas ocasiones para regular institutos del Derecho Tributario. Así,
durante mucho tiempo las Haciendas Locales estuvieron reguladas a través de textos articulados, primero por el Decreto de 24 de
junio de 1955 (que era, a la vez, un texto articulado y refundido), y después por el Real Decreto 3.250/1976, de 30 de diciembre
(que desarrolló la Ley de Bases de Régimen Local 41/1975, de 19 de noviembre). También, durante algún tiempo, el procedimiento
económico-administrativo se reguló a través de un texto articulado, aprobado por el Real Decreto Legislativo 2.795/1980, de 12 de
diciembre, disposición que fue derogada por la LGT de 2003.

B) Los Textos refundidos

Los Textos refundidos son la segunda modalidad que puede revestir la delegación legislativa. En ella, el
Gobierno se limita a estructurar en un único texto las disposiciones que ya se encuentran vigentes,
dispersas en una pluralidad de textos normativos. La ley delegante deberá especificar si el Gobierno se
debe limitar a la mera elaboración de un texto único o si podrá también regularizar, aclarar y armonizar
los textos legales que han de ser refundidos (art. 85.5 CE). Aunque en este último supuesto las
posibilidades operativas del Gobierno son más amplias, no hay que perder de vista que el ordenamiento a
refundir constituye un límite infranqueable a la acción del Gobierno.

Esta modalidad de delegación legislativa ha sido profusamente utilizada en el Derecho Financiero y Tributario. Hubo una época (en
los años sesenta y setenta) en que todos los tributos estatales estaban regulados a través de textos refundidos (dictados todos ellos en
cumplimiento de la Ley 41/1964, de 11 de junio, de reforma del sistema tributario). En la actualidad se rigen mediante Textos
refundidos los impuestos aduaneros (Real Decreto Legislativo 1.299/1986, de 28 de junio); el ITP (Real Decreto Legislativo 1/1993,
de 24 de septiembre); el IRNR (Real Decreto Legislativo 5/2004, de 5 de marzo); y las Haciendas Locales (Real Decreto Legislativo
2/2004, de 5 de marzo).

3. LA FISCALIZACIÓN DE LA DELEGACIÓN LEGISLATIVA


La posibilidad de que los jueces puedan fiscalizar el uso que el Gobierno ha hecho de la delegación
legislativa concedida es algo unánimemente aceptado, dada su explícita formulación por el art. 82.6 CE
que admite, sin perjuicio de la competencia propia de los Tribunales, fórmulas de control establecidas por
las leyes de delegación.

Esta fiscalización judicial la pueden realizar tanto el Tribunal Constitucional como los Tribunales ordinarios. El Tribunal
Constitucional puede fiscalizar el ejercicio de la delegación legislativa bien mediante un recurso de inconstitucionalidad [art. 161.a)
CE], bien mediante el conocimiento de una cuestión de inconstitucionalidad (art. 163 CE).

También el Tribunal Supremo ha admitido reiteradamente la fiscalización judicial de los decretos legislativos. [Vid., entre otras
muchas, las Sentencias de 19 de junio de 2001 (RJ 2001\7242), 15 de julio de 2008 (RJ 2008\4416) y 17 de julio de 2009 (JUR
2009\360217).]

En los casos en que los Decretos Legislativos se extralimiten del contenido prefijado por la ley delegante,
deben reputarse como nulos, puesto que, vigente la Constitución de 1978, no cabe atribuir carácter de
mera disposición administrativa a los preceptos delegados ultra vires, que deberán considerarse
simplemente nulos. La explicación de ello es clara: el principio de legalidad despliega unos efectos tales
que no existe poder reglamentario independiente.

Al margen de la fiscalización judicial, la Constitución admite que las leyes de delegación puedan establecer fórmulas adicionales de
control. Estas fórmulas se concretan básicamente en la ratificación por las Cortes del contenido del Decreto

Legislativo. Dicha ratificación sana los posibles errores que el Gobierno hubiera podido cometer al elaborar el Decreto Legislativo.
El procedimiento para ello está previsto en el art. 153 del Reglamento del Congreso.

Debemos destacar, por último, que el art. 86.1 LGT ordena al Ministerio de Hacienda la difusión anual
(dentro del primer trimestre del año) de los textos actualizados de las normas estatales con rango de Ley y
Real Decreto en materia tributaria. Es evidente que tales textos no tienen ni el significado ni el valor de
los Decretos Legislativos. Su único valor, que no es poco dada la dispersión legislativa en esta materia, es
meramente didáctico.

Por lo que se refiere a la publicación de los textos actualizados, debemos reconocer que la norma se está cumpliendo. Basta para ello
acudir a la página web del Ministerio. También hay que decir, en honor a la verdad, que, aunque sea de forma restringida y con una
periodicidad variable, el Ministerio publica de forma tradicional (en libros) la normativa vigente en algún sector del ordenamiento
tributario.

Por su parte, el Boletín Oficial del Estado publica periódicamente el texto consolidado de las normas tributarias más importante,
pero asimismo con carácter informativo y sin valor jurídico.

VI. LA POTESTAD LEGISLATIVA DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS

1. LA LEY

Las Comunidades Autónomas gozan de potestad legislativa en todas aquellas materias sobre las que
tienen atribuidas competencias. La Ley regional tiene, lógicamente, los mismos caracteres que la Ley
aprobada por Cortes Generales. Sin embargo, como ha señalado J. PÉREZ ROYO, existen ciertas notas que
confieren una evidente singularidad a las Leyes autonómicas. Son las siguientes:

a) El concepto de Ley regional no tiene un alcance exclusivamente formal —acto aprobado por el
Legislativo—, sino que es también un concepto material —su contenido está determinado por las
competencias asumidas por la Comunidad Autónoma—.

De ello se deriva una consecuencia fundamental: las relaciones entre las Cortes Generales y la Ley
regional no se rigen por el principio de jerarquía, sino por el principio de competencia.

Ésta es una consecuencia de la articulación del Estado en distintas Comunidades Autónomas. Y, al mismo tiempo, constituye una
nota esencial del sistema de fuentes vigente tras la entrada en vigor de la Constitución de 1978.

b) Existen ciertos principios que vinculan muy directamente a las Asambleas regionales: unidad de la
nación española, igualdad, solidaridad, limitación territorial de sus efectos y respeto al principio de libre
circulación de personas y bienes. Ahora bien, como ha señalado el Tribunal Constitucional, las Leyes de
las Comunidades Autónomas no serán inconstitucionales por regular materias afectadas por tales
principios, sino sólo por vulnerar su contenido.

c) De acuerdo con el art. 161.2 CE, cuando el Gobierno impugne las Leyes regionales se produce
automáticamente la suspensión de la disposición impugnada, aunque el Tribunal deberá ratificar o
levantar la suspensión en un plazo no superior a cinco meses. Dicha suspensión no se produce cuando se
impugna una Ley aprobada por las Cortes Generales.

2. EL DECRETO-LEY

Hasta hace muy poco se había entendido que la obligación de cumplir los requisitos que hemos
examinado, en especial la exigencia de una urgente necesidad, vedaba la posibilidad de que los gobiernos
de las CCAA pudieran dictar DecretosLeyes. Así, en los Proyectos de Estatutos de Autonomía de
Cataluña y el País Vasco se contempló la posibilidad de que tales Comunidades aprobaran Decretos-
Leyes, pero finalmente se rechazó tal posibilidad.

Ahora bien, los Estatutos de Autonomía vigentes admiten la posibilidad de que los gobiernos
autonómicos puedan dictar Decretos-Leyes.

Así, el art. 44.4 del Estatuto de la Comunidad de Valencia permite al Consell dictar Decretos-Leyes cuando se dieren los requisitos
previstos en el art. 86 CE; y lo mismo establecen los arts. 64 del Estatuto catalán y 110 del Estatuto de Andalucía. Disposiciones
similares se contienen en los Estatutos de Aragón (art. 44), Baleares (art. 49), Canarias (art. 25) y Castilla y León (art. 25.4).

3. EL DECRETO LEGISLATIVO

Los preceptos dedicados por la Constitución a la regulación de la delegación legislativa nada dicen sobre
su admisibilidad en el ámbito de las Comunidades Autónomas. Sin embargo, existen diversos elementos
que inducen a admitir la posibilidad de que la delegación legislativa sea también admisible en el ámbito
autonómico.

En primer lugar, una consideración de pura lógica normativa: si la delegación legislativa encuentra su
razón de ser en la conveniencia de que el Ejecutivo colabore con el Legislativo en la regulación de una
materia que, por su complejidad técnica, requiere dicha colaboración, no se ve cuál pueda ser la razón
para que esa circunstancia no concurra también en el ámbito territorial de las Comunidades Autónomas.

En segundo término, negar la admisibilidad de la delegación legislativa en el ámbito autonómico entraña,


en nuestra opinión, una clara tergiversación de lo que es la propia esencia de la delegación legislativa.

A la misma conclusión debemos llegar si tenemos en cuenta ciertas normas y pronunciamientos de los Órganos constitucionales:

a) Casi todos los Estatutos de Autonomía admiten y regulan esta figura.

b) El art. 27 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional da por supuesta la admisibilidad de la delegación legislativa en el
ámbito autonómico, al establecer que son susceptibles de declaración de inconstitucionalidad las leyes, actos y disposiciones
normativas con fuerza de Ley de las Comunidades Autónomas, con la misma salvedad formulada en el apartado b) respecto a los
casos de delegación legislativa. El apartado b) alude a las posibles fórmulas de control del uso de la delegación legislativa distintas
de la intervención de los Tribunales (art. 82 CE), cuestión a la que ya nos hemos referido.

VII. EL REGLAMENTO

1. CONCEPTO Y FUNDAMENTO DE LA POTESTAD REGLAMENTARIA

Por Reglamento entendemos toda disposición de carácter general que, aprobada por el poder ejecutivo,
pasa a formar parte del ordenamiento jurídico, erigiéndose en fuente del Derecho.

Tanto la nota de generalidad como su calificación como fuente del Derecho son caracteres que concurren
también en la Ley, pero mientras ésta no está sujeta más que a la Constitución, el Reglamento tiene un
doble límite, la Constitución y las Leyes.
El distinto origen de la potestad legislativa y de la reglamentaria sirve también para precisar con exactitud
cuáles son las relaciones entre Ley y Reglamento. Y en este punto se manifiesta claramente un principio:
el Reglamento se encuentra absolutamente sujeto y condicionado por la Ley, en varios sentidos:

a) En primer lugar, el ejercicio de la potestad reglamentaria no puede manifestarse en la regulación de


materias que estén constitucionalmente reservadas a la Ley.

b) En segundo término, el Reglamento no podrá ir directa ni indirectamente contra lo dispuesto en las


Leyes, aun cuando se trate de materias no reservadas constitucionalmente a la Ley, por aplicación del
principio de preferencia de Ley.

c) Por último, cuando el Reglamento se dicte en desarrollo de una Ley deberá atenerse fielmente a los
dictados de ella.

En síntesis, el Reglamento y la Ley, aun siendo fuentes del Derecho, presentan entre sí las diferencias que
son propias del poder del que emanan:

a) La Ley es una norma primaria, sólo condicionada por la Constitución, expresión de la voluntad general
y manifestación explícita del denominado «principio democrático» en la configuración de las fuentes del
Derecho.

b) El Reglamento, por el contrario, constituye una norma general, pero con un alcance doblemente
condicionado —por la Constitución y por las Leyes— y representa la subsistencia del denominado
principio monárquico, reminiscencia del Antiguo Régimen, que ha adquirido carta de naturaleza en el
ordenamiento constitucional.

También existen ciertas relaciones de semejanza y algunas diferencias esenciales entre el Reglamento y
los actos administrativos:

a) Son semejantes porque, al igual que los actos administrativos, también el Reglamento es un acto de la
Administración —aunque, como vamos a ver de inmediato, en la mayor parte de los supuestos el acto
administrativo emana de un órgano unipersonal de la Administración, mientras que la potestad
reglamentaria, en el Derecho español, está atribuida, en principio, al Gobierno—.

b) Son diferentes porque el Reglamento se integra en el ordenamiento jurídico, esto es constituye una
fuente del Derecho, mientras que los actos administrativos son actos ordenados, que no se integran en el
ordenamiento jurídico en cuanto tal, sino que son sólo una consecuencia de la aplicación de este mismo
ordenamiento jurídico.

c) Y son también diferentes porque, como han expuesto GARCÍA DE ENTERRÍA y TOMÁS RAMÓN
FERNÁNDEZ, la eficacia de un acto administrativo se agota al ser dictado, mientras que el reglamento
(como norma general) mantiene su eficacia de manera indefinida, hasta que desaparece por algunas de las
causas previstas en Derecho (sobre todo, por su derogación).

2. EL EJERCICIO DE LA POTESTAD REGLAMENTARIA

A) Ideas generales

El estudio del Reglamento ha comportado tradicionalmente el examen de tres cuestiones: la competencia


para dictarlos, sus límites materiales y la posibilidad de su control. Son cuestiones, todas ellas, cuyo
examen detallado corresponde a la teoría general del Derecho público, por lo que no haremos otra cosa
que apuntar los aspectos más relevantes desde la perspectiva de nuestra disciplina:

a) Por lo que se refiere a la primera de las cuestiones, en el ámbito estatal, la potestad reglamentaria, esto
es, la competencia para dictar Reglamentos, se atribuye expresamente al Gobierno, y nada más que al
Gobierno (art. 97 CE). Estas afirmaciones tienen una gran trascendencia en el ámbito de nuestra
disciplina y serán examinadas más adelante.
b) En cuanto a la segunda, la Constitución y las Leyes, como señala el art. 97 CE, se erigen en límites
infranqueables al ejercicio de la potestad reglamentaria. La primacía de una y otras frente a la potestad
reglamentaria se refuerza con una serie de principios también recogidos en la CE (art. 9), como son los de
legalidad, jerarquía normativa, seguridad jurídica, responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad de los
poderes públicos, en especial este último, como ha puesto de relieve la doctrina.

c) En fin, el control de la potestad reglamentaria está atribuido, con carácter general, a los Tribunales de
Justicia y, en determinados supuestos, al propio Tribunal Constitucional.

Así, de acuerdo con el art. 106 CE, «Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación
administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican». Ello concuerda plenamente con el art. 1 de la Ley
reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa, que establece que la jurisdicción contencioso-administrativa conocerá de
las pretensiones que se deduzcan en relación con los actos de la Administración Pública sujetos al Derecho administrativo y con las
disposiciones de categoría inferior a la Ley.

Debe recordarse que, de acuerdo con lo dispuesto en los arts. 25 y 26 de la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-
administrativa, se pueden impugnar tanto las disposiciones de carácter general (esto es, los Reglamentos), como los actos que se
produzcan en aplicación de ellas. En la primera modalidad (que suele denominarse recurso directo), se demanda, sin más, la nulidad
del Reglamento. En la segunda (recurso indirecto), puede solicitarse tal nulidad como procedimiento para combatir la corrección del
acto administrativo dictado. El art. 27 de la misma Ley establece el procedimiento que se sigue cuando el recurso indirecto finalice
con la declaración de nulidad de un Reglamento.

Esta fiscalización en vía contenciosa no constituye la forma exclusiva de combatir los Reglamentos. La
Constitución (art. 161.2) establece que el Tribunal Constitucional es competente para conocer de las
impugnaciones que el Gobierno realice contra las «disposiciones y resoluciones adoptadas por los
órganos de las Comunidades Autónomas».

B) La potestad para dictar Reglamentos en el ordenamiento financiero estatal

Una vez delimitados los aspectos esenciales de la potestad reglamentaria en el Derecho español, conviene
hacer referencia a algunas cuestiones que tienen relevancia en el ámbito del ordenamiento financiero, en
particular la determinación del titular de tal potestad.

La cuestión no es baladí, pues se trata de determinar, nada menos, el valor normativo de la ingente cantidad de disposiciones de todo
rango (Órdenes, Resoluciones, Circulares, etc.) que aparecen todos los días en el BOE con la intención de regular extremos, en
ocasiones de enorme relevancia, del Derecho Tributario o del Derecho Presupuestario.

El problema se plantea porque el art. 97 CE atribuye expresamente la titularidad de la potestad


reglamentaria únicamente al Gobierno, con lo cual cabe la duda de si algún otro órgano de la
Administración (en nuestro caso el Ministro de Hacienda) también detenta tal potestad. Veamos la
cuestión con algún detenimiento.

Ante todo, debemos indicar que el art. 97 CE otorga al Gobierno una potestad reglamentaria que podemos
denominar originaria, potestad que por ello no necesita ser revalidada o recordada en cada momento. Por
esta razón, deben considerarse reiterativas e inútiles, en cuanto no añaden un plus de capacidad y
competencia, las normas de rango legal que encomiendan su desarrollo al Gobierno.

Ahora bien, no parece que con ello se agoten las posibilidades de ejercicio de las competencias
reglamentarias, como la práctica se encarga de recordarlo de modo constante. Sobre esta cuestión
debemos indicar lo siguiente:

a) En nuestra opinión, es posible que órganos administrativos distintos del Gobierno ejerzan potestades
reglamentarias, siempre que estén específicamente habilitados para ello por una Ley. A esta potestad
reglamentaria se la puede denominar derivada, para distinguirla de la que la CE atribuye al Gobierno.

Esta doctrina tiene un claro respaldo jurisprudencial. Así, en la STC 185/1995, de 14 de diciembre, se lee: «La atribución genérica
de la potestad reglamentaria convierte al Gobierno en el titular originario de la misma, pero no prohíbe que una Ley pueda
otorgar a los ministros el ejercicio de esta potestad con carácter derivado o les habilite para dictar disposiciones reglamentarias
concretas, acotando y ordenando su ejercicio.»
b) En el ámbito tributario esta potestad reglamentaria derivada se encuentra reconocida expresamente (y
de forma reiterativa, podríamos añadir) en el art. 7.1.e), segundo párrafo, LGT.

En términos generales, se atribuye la potestad reglamentaria a los Ministros en los arts. 4.1.b) de la Ley 50/1997, de 27 de
noviembre, de Organización, competencia y funcionamiento del Gobierno, y 61.a) de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen
jurídico del sector público.

c) La característica fundamental de la potestad reglamentaria derivada es que no puede ser presumida,


como sucede con la reconocida al Gobierno, sino que debe ser atribuida de forma pormenorizada e
individualizada por medio de una Ley.

d) Aunque puede plantear el que el reconocimiento de la potestad reglamentaria a los Ministros se realice
en una norma también de rango reglamentario, lo cierto es que esta posibilidad está reconocida de forma
expresa en el art. 7.1.e), segundo párrafo, LGT, que acabamos de citar.

Así pues, y por concluir, de acuerdo con estas ideas adquieren sentido y corrección constitucional las
atribuciones de competencias reglamentarias que las normas tributarias realizan en favor de órganos
administrativos diferentes al Gobierno.

VIII. LA POTESTAD REGLAMENTARIA DE LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS Y


ENTIDADES LOCALES

Las Comunidades Autónomas tienen potestades legislativas y, consiguientemente, son también titulares
de la potestad reglamentaria. Tal potestad puede ejercitarse bien en desarrollo de leyes propias y con
sujeción a lo dispuesto en ellas o bien en desarrollo de las bases contenidas en la normativa estatal,
entendiendo por bases —como hizo el Tribunal Constitucional en su Sentencia de 28 de enero de 1982—
no las leyes de bases o leyes marco, sino aquellas que contienen los principios o criterios básicos que,
estén o no formulados como tales, racionalmente se deducen de la legislación vigente.

El TC, en Sentencias 69 y 80, de 19 y 28 de abril de 1988, ha precisado la conveniencia de que las normas básicas tengan rango
formal de ley.

Por su parte, el TS ha considerado que, en estos casos, las CCAA no están desarrollando una Ley (función tradicional de los
reglamentos), sino ejercitando una competencia propia (así, en la S. de 28 de noviembre de 1999, Ar. 8811).

La titularidad de esa potestad reglamentaria está atribuida expresamente en los distintos Estatutos de
Autonomía a los respectivos Consejos o Gobiernos autónomos. Muchos de esos Estatutos prevén

la atribución de potestad reglamentaria doméstica a los distintos Consejeros.

El ejercicio de la potestad reglamentaria autonómica y los medios de impugnación de la misma siguen,


con carácter general, las líneas trazadas al analizar la potestad reglamentaria en el ámbito de la
Administración Central.

Hasta tal punto es ello así que el Tribunal Supremo, al igual que ha hecho con actos de desarrollo reglamentario dictados por los
Ministros del Gobierno central, ha anulado también Órdenes dictadas por Consejeros de distintas Comunidades Autónomas, al haber
sido dictadas por «órganos manifiestamente incompetentes para ejercer la potestad reglamentaria, reservada al Gobierno regional y
no a uno de sus miembros» (Sentencias de 6 de marzo de 1990 y 21 de julio 1992).

El análisis de la potestad reglamentaria de las Entidades Locales presenta unos matices sustancialmente
distintos, porque, a diferencia de lo que ocurre con las Comunidades Autónomas, las Entidades Locales
no tienen potestad legislativa, razón por la cual la potestad normativa reglamentaria adquiere una
inusitada relevancia.

Piénsese al respecto que, aunque las Corporaciones Locales no pueden regular los elementos esenciales de los tributos — cubiertos
por el principio de reserva de Ley—, sí podrán acordar su establecimiento (en los impuestos de carácter potestativo), regular los
procedimientos de liquidación o de recaudación, etc. En materia presupuestaria las competencias son aún más importantes, una vez
que han desaparecido los controles existentes antes de la aprobación de la Constitución (en virtud de los cuales el Delegado de
Hacienda de la Administración del Estado fiscalizaba y aprobaba tanto los Presupuestos como las Ordenanzas Fiscales), controles
que el Tribunal Constitucional —Sentencia de 2 de febrero de 1981— eliminó, por reputar contrario al principio de autonomía local
el denominado régimen de tutela.
En otro orden de cosas, desde hace tiempo se ha planteado el problema de si las Diputaciones Forales tienen potestad legislativa,
dadas las peculiaridades del régimen tributario foral. La opinión doctrinal y jurisprudencial se inclinaba por reconocérselo a la
Diputación Foral de Navarra, puesto que es un auténtico parlamento autonómico; pero no a las Diputaciones Forales del País Vasco,
por muy amplias que fueran sus competencias en la materia, lo que llevaba a la conclusión de que sus normas tributarias tenían
siempre carácter reglamentario. Esta era la doctrina contenida, por ejemplo, en las SSTS de 9 y 20 de diciembre de 2004 (RJ
2005/130 y 652).

Ahora bien, la Ley Orgánica 1/2010, de 19 de febrero, de modificación de las Leyes Orgánicas del Tribunal Constitucional y del
Poder Judicial ha modificado sustancialmente este estado de cosas. De acuerdo con lo dispuesto en la Ley Orgánica en cuestión, las
normas de las Diputaciones forales en materia tributaria sólo podrán ser enjuiciadas por el Tribunal Constitucional. En otras
palabras, se ha otorgado rango de ley a tales normas forales tributarias.

La STC 118/2016, de 23 de junio, consideró constitucional la Ley de 19 de febrero de 2010, con dos importantes precisiones:

a) El TC sólo es competente para enjuiciar la eventual contradicción de las Disposiciones forales tributarias con las normas que
integran el bloque de la constitucionalidad definido en el art. 28 LOTC (con los preceptos constitucionales y estatutarios, de la ley
del concierto, de la ley general tributaria o de las leyes reguladoras de los diferentes tributos del Estado).

b) Las demás cuestiones litigiosas que puedan plantearse sobre la aplicación de tales Disposiciones forales deben solventarse ante
los Tribunales ordinarios (normalmente contencioso-administrativos).

La potestad reglamentaria de las Corporaciones Locales en materia tributaria se ejercerá a través de


Ordenanzas fiscales reguladoras de sus tributos propios —ya creados por el Estado— y de Ordenanzas
generales de gestión, recaudación e inspección. Las Corporaciones Locales podrán emanar disposiciones
interpretativas y aclaratorias de las mismas.

De conformidad con la Ley sobre Bases del Régimen Local (arts. 47, 49, 65, 70, 107, 108 y 111) y 15 a
19 del Texto refundido regulador de las Haciendas Locales, las fases a través de las cuales se desarrolla el
procedimiento de aprobación de las Ordenanzas son las siguientes:

a) Aprobación inicial por el Pleno de la Corporación, por mayoría simple.

b) Información pública y audiencia a los interesados por el plazo mínimo de treinta días para la
presentación de reclamaciones y sugerencias. La presentación de reclamaciones no suspenderá la
tramitación de la Ordenanza.

En este caso no puede hablarse propiamente de interposición de reclamaciones, por lo que el término correcto sería el de
observaciones, porque en puridad de términos sólo se pueden impugnar los reglamentos (y las Ordenanzas fiscales lo son, según lo
que venimos diciendo) cuando hayan entrado en vigor.

c) Resolución de reclamaciones y sugerencias presentadas dentro del plazo anterior y aprobación


definitiva por el Pleno.

d) Publicación del texto íntegro de la Ordenanza en el Boletín Oficial de la Provincia o, en su caso, de la


Comunidad Autónoma uniprovincial.

e) Entrada en vigor, que se producirá el día en que así se prevea en la propia Ordenanza [pues es una de
las menciones que debe tener, según el art. 16.1.c) TRLHL].

No obstante, opinamos que la ausencia de una mención sobre la entrada en vigor de una Ordenanza fiscal no es una causa de nulidad
de la Ordenanza misma. En este caso, se aplicaría la regla general de la entrada en vigor de las normas tributarias (que estudiamos
en otra Lección). Esto es, entrarían en vigor a los veinte días de su publicación, según prevé el art. 10 LGT, que es aplicable a las
Haciendas Locales (según dispone el art. 1.o TRLHL).

En materia presupuestaria el procedimiento es similar y aparece regulado en los arts. 112 de la Ley de
Bases de Régimen Local y 168 y siguientes TRLHL, que examinaremos en su momento.

IX. LAS DISPOSICIONES INTERPRETATIVAS Y OTRAS DISPOSICIONES


ADMINISTRATIVAS

1. LAS DISPOSICIONES INTERPRETATIVAS


El art. 12.3 LGT contiene una norma peculiar, que no tiene equivalente en otras ramas del Derecho
público español. Establece este precepto lo siguiente:

«En el ámbito de las competencias del Estado, la facultad de dictar disposiciones interpretativas o aclaratorias de las leyes y
demás normas en materia tributaria corresponde al Ministro de Hacienda y Administraciones Públicas y a los órganos de la
Administración Tributaria a los que se refiere el artículo 88.5 de esta Ley.

Las disposiciones interpretativas o aclaratorias dictadas por el Ministro serán de obligado cumplimiento para todos los órganos de
la Administración Tributaria.

Las disposiciones interpretativas o aclaratorias dictadas por los órganos de la Administración Tributaria a los que se refiere el
artículo 88.5 de esta Ley tendrán efectos vinculantes para los órganos y entidades de la Administración Tributaria encargados de
la aplicación de los tributos.

Las disposiciones interpretativas o aclaratorias previstas en este apartado se publicarán en el boletín oficial que corresponda.

Con carácter previo al dictado de las resoluciones a las que se refiere este apartado, y una vez elaborado su texto, cuando la
naturaleza de las mismas lo aconseje, podrán ser sometidas a información pública.»

Son varias las cuestiones que debemos destacar de este precepto:

1) La obligación de la inserción de tales disposiciones interpretativas en el Boletín Oficial que


corresponda es una regla que introduce un marcado confusionismo en esta materia, al exigirse para una
disposición interpretativa que, al menos en línea de en principio sólo debe ser vinculante para los órganos
administrativos, una publicidad generalizada que es más propia de una norma reglamentaria que de una
disposición interpretativa o aclaratoria.

El problema tiene gran trascendencia. Si nos encontramos ante una disposición meramente interpretativa es evidente que sus efectos
se retrotraerán al momento en que entró en vigor la norma interpretada y, por otro lado, un administrado podrá basar en dicho
precepto interpretativo el porqué de su actuación en un determinado supuesto, quedando exento de responsabilidad por la comisión
de infracciones tributarias.

2) La facultad de dictar disposiciones interpretativas no corresponde en exclusiva al Ministro (como había


sido lo tradicional desde la aprobación de la LGT de 1963), sino que se extiende también a los órganos de
la Administración tributaria que tengan atribuida la iniciativa para la elaboración de disposiciones en el
orden tributario, su propuesta o interpretación. Detrás de esta fórmula tan alambicada, se esconde, al
menos en el ámbito estatal, la Dirección General de Tributos, pues es la misma expresión que la LGT
utiliza para atribuir la competencia para contestar las consultas tributarias, como veremos en la Lección
correspondiente.

3) Mientras que las disposiciones interpretativas dictadas por el Ministro vinculan, como hasta ahora, a
todos los órganos de la Administración tributaria, las que dicten el resto de los órganos sólo vinculan a los
órganos de la Administración tributaria encargados de la aplicación de los tributos. Su eficacia se solapa,
por tanto, con la de las consultas vinculantes. Por ello, este tipo de disposiciones pueden ser calificadas
como contestaciones dictadas in abstracto, es decir, sin que sea necesaria una intervención de los
administrados y sin que lo que se interpreta se refiera a un caso concreto.

Por otro lado, las disposiciones interpretativas no pueden vincular a los Tribunales de Justicia. Así lo recordó, por ejemplo, la STSJ
del País Vasco de 17 de septiembre de 2003 (JT 2003\1488).

4) El problema esencial que plantean este tipo de pronunciamientos administrativos radica en determinar
cuál es su naturaleza jurídica, esto es, si tienen o no valor normativo. En nuestra opinión, estas
disposiciones no poseen tal carácter, es decir, no tienen capacidad para innovar el ordenamiento jurídico.
En consecuencia, si a su amparo se dictan normas jurídicas, sin la debida habilitación legal, deben ser
consideradas nulas.

El Auto del TS de 9 de marzo de 2018 (JUR 2018/75203) ha admitido a trámite un recurso de casación para que la sección
correspondiente de la Sala Tercera se pronuncie precisamente sobre esta cuestión.

2. OTRAS DISPOSICIONES ADMINISTRATIVAS


En el ámbito del Derecho Público, y de modo especial en el Derecho Tributario, los órganos superiores de
la Administración publican con frecuencia documentos, bajo distintas denominaciones (Circulares,
Instrucciones, Resoluciones, etc.), en los que se interpretan y analizan normas legales o reglamentarias, o
se imparten directrices u órdenes a los órganos jerárquicamente dependientes. Así lo dispone, por
ejemplo, respecto de los Subsecretarios el art. 63.1.d) de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen
Jurídico del Sector Público. En general, hay que negar el carácter normativo de los indicados documentos,
que no deben sino entenderse como la interpretación administrativa del contenido que deba darse a una
determinada norma, sin posibilidad de vincular a los administrados ni, en mayor medida, a los Tribunales
de Justicia.

Este concepto, dogmáticamente claro, ha sido enturbiado con frecuencia en la práctica, porque con el
ropaje externo de una Circular, Instrucción, etc., y sin que la misma aspirara formalmente a dejar de serlo,
la interpretación normativa que la misma contenía ha alcanzado una gran difusión, afectando de lleno a
las relaciones jurídicas entabladas entre los ciudadanos y los órganos administrativos vinculados por la
Circular.

Y, desde luego, es obvio que no es posible reconocer valor normativo alguno a las Notas y Comunicados que, bajo la denominación
de Criterios de carácter general en la aplicación de los tributos, hace públicos la Administración tributaria con más frecuencia de la
deseada. Este tipo de escritos no tienen fecha ni están suscritos por alguna autoridad o cargo público. Por todo ello, y a pesar de que
se indica que no tienen carácter vinculante, deberían desaparecer por la confusión que puede plantear en los contribuyentes.

Si bien, se insiste, debe negarse en general el carácter normativo de las disposiciones mencionadas, es
indudable su importancia. En ocasiones pueden llegar a integrar normas reglamentarias (por ejemplo,
aprobar modelos de declaraciones), siempre que la integración esté expresamente prevista y que la
disposición tenga la misma publicidad que la norma que integra. También, sirven a la seguridad jurídica
por cuanto es posible conocer a priori la opinión de la Administración sobre aspectos, en muchas
ocasiones complejos, del ordenamiento positivo, y, por último, pueden servir para fundamentar una tacha
de desviación de poder si un órgano administrativo se aparta de lo prevenido en tales disposiciones.

La STS de 23 de mayo de 2006 (RJ 2006\6386) parece reconocer que órganos inferiores al Ministro, como son los órganos
directivos de la AEAT, puedan dictar normas jurídicas. Nos parece más correcta la postura contraria mantenida en el voto particular
que acompaña a la sentencia. En él se puede leer lo siguiente:

[...] estas afirmaciones están en flagrante contradicción con los principios políticos y jurídicos que conforman la potestad
reglamentaria, que, irremisiblemente, ha de ostentarse por un ente de naturaleza incuestionablemente pública y política, lo que de
ningún modo puede predicarse de la AEAT [...]

X. EL DERECHO SUPLETORIO DE LAS NORMAS FINANCIERAS 1. EL DERECHO


SUPLETORIO EN EL ORDENAMIENTO TRIBUTARIO

El art. 7.2 de la Ley General Tributaria dispone que «Tendrán carácter supletorio las disposiciones
generales del derecho administrativo y los preceptos del derecho común». De esta norma se pueden
derivar algunas consideraciones. Son las siguientes:

Primero. El ordenamiento tributario está esencialmente encuadrado dentro del denominado Derecho
Público, con toda la relatividad que tiene la distinción entre Derecho Público y Derecho Privado. Esta
adscripción al ordenamiento público es especialmente intensa en lo que se refiere a los procedimientos a
través de los cuales se aplican las normas tributarias. Y a estos procedimientos deberían aplicarse, no sólo
como derecho supletorio, sino incluso de manera directa e inmediata, las normas contenidas en la Ley
39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas.

El art. 112.4 y la Disp. Adic. 2.a) de esta Ley establecen que los procedimientos tributarios se regirán por sus normas específicas y,
supletoriamente, por lo dispuesto en ella. Con base en estas normas, la Administración tributaria ha defendido, en la práctica, la
inaplicación de la Ley en su ámbito. La doctrina, por el contrario, ha mantenido, con mejor criterio, que la inaplicación de las
normas administrativas generales a la materia tributaria sólo se produce en los aspectos puramente procedimentales y sólo cuando
exista una norma expresa que regule la cuestión. Aunque se refiere a un momento previo a la aprobación de la Ley de 1 de octubre
de 2015, se puede aplicar a la situación actual, en todo conforme con lo que hemos defendido, la postura mantenida por la STS de
22 de junio de 2016 (RJ 2016\4311).

Segundo. Amén de esa supletoriedad específica en los aspectos formales y procedimentales, hay que
señalar, como ya hacía GARCÍA AÑOVEROS, que las normas generales de Derecho Público son aplicables
a la materia tributaria de modo directo, no sólo con carácter supletorio.
Tercero. La doctrina jurisprudencial recaída en materias de Derecho Público se proyecta sobre el
ordenamiento tributario.

Cuarto. La referencia al Derecho común como elemento normativo supletorio no debe entenderse como
una referencia exclusiva y excluyente al Derecho Civil. El Derecho común de una determinada institución
puede encontrarse en otra rama del ordenamiento, como pueden ser el Derecho Mercantil o el Derecho
del Trabajo.

Quinto. Ello no obstante, debe reconocerse la aspiración, que el propio Código Civil exterioriza, de
convertirse en el prototipo del Derecho común, al señalar que «las disposiciones de este Código se
aplicarán como supletorias en las materias regidas por otras Leyes» (art. 4.3). Aspiración cuya
consistencia va menguando a medida que el ordenamiento jurídico va regulando las cada vez más
complejas y novedosas relaciones sociales.

2. EL DERECHO SUPLETORIO EN EL ORDENAMIENTO PRESUPUESTARIO

Cuanto ha quedado expuesto puede trasladarse, mutatis mutandis, al ámbito del Derecho regulador del
gasto público. Sólo debemos añadir que, a diferencia de lo que sucede en materia tributaria, las normas
presupuestarias, en especial la LGP, se aplica sólo a la Hacienda de la Administración Central del Estado
y a la de los Organismos públicos dependientes de éste. Tanto en el caso de las Corporaciones Locales
como en el caso de las Comunidades Autónomas existen ordenamientos sectoriales distintos, aunque
informados en principios análogos a los que recoge la propia Ley General Presupuestaria.

En el caso de las Corporaciones Locales es el Texto refundido de la Ley reguladora de las Haciendas Locales, aprobado por el Real
Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo, el que contiene el derecho básico aplicable en la materia. Las Comunidades Autónomas,
en algunos casos —Andalucía, Cataluña, Cantabria, Galicia, País Vasco, o Comunidad Valenciana —, disponen ya de sus propias
Leyes Generales Presupuestarias, bajo distintas denominaciones; en otros estatuyen en las anuales Leyes de Presupuestos, aprobadas
igualmente por sus correspondientes Asambleas Legislativas, el régimen jurídico presupuestario básico, con frecuentes remisiones a
lo dispuesto por la Ley General Presupuestaria estatal.

Por lo demás, en materia presupuestaria también revisten gran importancia distintas normas que contienen
lo que podría considerarse como el derecho común en la materia correspondiente, como ocurre, por
ejemplo, con el régimen de contratación (Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de contratos del sector público),
o con la administración y régimen presupuestario de los bienes integrantes del Patrimonio del Estado
(Ley 32/2003, de 3 de noviembre, de Patrimonio de las Administraciones públicas).

XI. LA COSTUMBRE Y EL PRECEDENTE ADMINISTRATIVO

De acuerdo con el Código Civil (art. 1.3), «la costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable, siempre
que no sea contraria a la moral o al orden público y que resulte probada. Los usos jurídicos que no sean
meramente interpretativos de una declaración de voluntad tendrán la consideración de costumbre».

Así pues, son tres los requisitos que debe reunir la costumbre para que sea admitida como fuente del
Derecho:

a) No debe existir Ley aplicable al caso.


b) La costumbre no debe ser contraria a la moral ni al orden público. c) La costumbre debe ser probada.

La necesaria concurrencia de estos tres requisitos hace que sea muy restringida la admisión de la
costumbre como fuente del Derecho. Además de ello, en el ordenamiento financiero existe un obstáculo
insalvable para la aplicación de la costumbre como tal fuente de Derecho: la primacía de la Ley como
fuente normativa, hasta el punto de que incluso los reglamentos sólo tendrán la

consideración de fuente en la medida en que sean llamados por la Ley a desarrollar las previsiones
contenidas en aquélla. El principio de reserva de Ley, de una parte, y el principio de legalidad que vincula
a la Administración financiera, de otra, se erigen en obstáculo insalvable para la alegación de la
costumbre como fuente del Derecho Financiero.
Distintos de la costumbre son el uso y el precedente administrativos. Se entiende por uso o práctica
administrativa la reiteración de las conductas y comportamientos por parte de los órganos administrativos.
El precedente administrativo es algo más, es la norma inducida de varias decisiones de la Administración
en el ejercicio de actividades discrecionales y vinculantes, por tanto, ante supuestos idénticos o, lo que es
lo mismo, el criterio decisorio aplicado reiteradamente por un órgano administrativo.

Pues bien, ni uno ni otro constituyen fuente del Derecho Financiero. Respecto del uso o práctica no existe
ninguna duda por su carácter interno que no llega a trascender en las relaciones entre la Administración
financiera y los ciudadanos. Por lo que se refiere al precedente es necesario decir lo mismo; en ningún
caso puede ser utilizado como generador de derechos individuales.

XII. LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO

De acuerdo con el art. 1.4 del Código Civil, los principios generales del Derecho se aplicarán en defecto
de ley o costumbre, sin perjuicio de su carácter informador del ordenamiento jurídico. Este precepto, cuya
aplicabilidad en el ordenamiento financiero deriva de las remisiones al Derecho común mantenidas en el
art. 7.2 LGT, suscita la necesidad de determinar el concepto y eficacia jurídica de tales principios en
materia financiera.

Por lo que se refiere al concepto, como señaló DE CASTRO, la expresión «principios generales del
Derecho» permite comprender todo el conjunto normativo no formulado, o sea, aquel impuesto por la
comunidad que no se manifiesta en forma de Ley o de costumbre.

Ésta es, afirma, su ventaja respecto de otros términos, como principios de Justicia, principios de Derecho natural, equidad o razón
natural; con ellos se alude también a los demás tipos de normas no formuladas, principios sociales (tradicionales) y principios
políticos, cuya existencia es igualmente cierta. Unos y otros, a pesar de su distinto origen y naturaleza, coinciden en tener igual
significado en el ordenamiento jurídico, respecto al Derecho formulado, y se caracterizan, del mismo modo, en que la evidencia de
su realidad y eficacia hace innecesaria su concreción en una regla formulada.

Estos principios generales, base sobre la que descansa la organización jurídica, cumplen una triple
función: son fundamento del orden jurídico, orientan la labor interpretativa y actúan como fuente en caso
de insuficiencia de la Ley y de la costumbre.

XIII. LA JURISPRUDENCIA

De acuerdo con el art. 1.6 del Código Civil, la jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico
con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la Ley, la
costumbre y los principios generales del Derecho.

Este precepto, incorporado al Código por la reforma de la Ley de 17 de marzo de 1973 y el Decreto de 31
de mayo de 1974 —por el que se sanciona con fuerza de Ley el Texto Articulado del Título Preliminar—,
rompió con la tradicional insensibilidad de nuestro Derecho ante los pronunciamientos de los Tribunales.

1. JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL SUPREMO

La aplicación de lo dispuesto en el art. 1.6 del CC es aplicable al Derecho Financiero y Tributario sin especialidad alguna, por lo
que nos limitaremos a realizar un examen somero de la cuestión:

A) Sólo la doctrina sentada por el Tribunal Supremo puede ser considerada como verdadera y propia
jurisprudencia.

A pesar de lo obvio de la afirmación, parece que todavía debe ser reiterada para que no se olvide. Así en la STS de 29 de marzo de
2019 (RJ 2019\1307), se puede leer lo siguiente (Fundamento de derecho segundo): «Convendría que el TEAC se atuviera al
sistema de fuentes del ordenamiento jurídico establecido en el Título Preliminar del Código Civil, atendiendo a la jurisprudencia
como fuente complementaria (art. 1.6 CC.), según el cual «6. La jurisprudencia complementará el

ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la
costumbre y los principios generales del derecho».
B) La jurisprudencia no es fuente del Derecho en sentido estricto, sino que constituye un medio para
complementar el ordenamiento jurídico, como señala no sólo el precepto citado, sino también la
Exposición de Motivos del Decreto de 1974, que acabamos de citar.

A la jurisprudencia, sin incluirla entre las fuentes, se le reconoce la misión de complementar el ordenamiento jurídico. En efecto, la
tarea de interpretar y aplicar las normas en contacto con las realidades de la vida y los conflictos de intereses da lugar a la
formulación por el Tribunal Supremo de criterios que, si no entrañan la elaboración de normas en sentido propio y pleno, contienen
desarrollos singularmente autorizados y dignos, con su reiteración, de adquirir cierta trascendencia normativa. Este valor normativo
complementario de la jurisprudencia ha sido reconocido reiteradamente tanto por el TC (podemos citar, al respecto, las SS 15/1995,
de 24 de enero; 31/1995, de 6 de febrero; 37/1995, de 7 de febrero, y 105/1995, de 3 de julio), como por el propio TS (SS de 12 de
junio de 1991, 3 de septiembre y 13 de diciembre de 1992 y de 5 de marzo de 2018 (RJ 2018/1046) entre muchas otras).

El carácter nomofiláctico de la jurisprudencia emanada de las sentencias del Tribunal Supremo se ha acentuado con la regulación
del recurso de casación llevada a cabo por la Disposición final 3.a, uno de la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de julio, por la que se
modifica la Ley Orgánica del Poder Judicial. Según establece en la actualidad la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa
(art. 88.1), el Tribunal Supremo sólo se pronunciará cuando el recurso correspondiente presente un interés casacional objetivo para
la formación de jurisprudencia, trascendiendo por tanto del caso concreto planteado [art. 88.2.c)].

C) Pese a no ser fuente del Derecho en sentido estricto, sería necio desconocer la trascendencia real de los
pronunciamientos que constituyen jurisprudencia, que en muchos casos va más allá de esa función de
complemento del ordenamiento jurídico, al punto de innovarlo sustancialmente.

2. JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

La doctrina contenida en los pronunciamientos del Tribunal Constitucional, emanada del órgano que es el
supremo intérprete del texto constitucional, tiene una importancia que, como señaló D E OTTO, es, en
muchos casos, propia de una función constituyente.

Ello se confirma también por el art. 5.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, al señalar que «la Constitución es la norma suprema
del ordenamiento jurídico, y vincula a todos los Jueces y Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos
según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones
dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos».

No podemos obviar, sin embargo, el cierto abuso que nuestro TC está haciendo de las denominadas «sentencias interpretativas» lo
que provoca más veces de las deseadas un deterioro de la legalidad tributaria porque el Derecho termina siendo lo que dice el
Tribunal y no lo que dicen las normas. Esto está provocando en algunas ocasiones una cierta perplejidad y no poca confusión. Dicho
de otro modo, en la aplicación del Derecho se ha abandonado el análisis dogmático de la norma por una especie de positivismo
jurisprudencial o, lo que es lo mismo, se ha sustituido la ley como fuente primaria del Derecho Tributario por las decisiones de los
Tribunales, en especial del TC.

3. JURISPRUDENCIA DEL TRIBUNAL DE JUSTICIA DE LAS COMUNIDADES EUROPEAS

Los Tratados comunitarios, tanto el Tratado de la Unión Europea (TUE) como el de Funcionamiento de la
Unión Europea (TFUE), han creado un Tribunal de Justicia que tiene encomendadas muchas funciones y
que, según han puesto de relieve GARCÍA DE ENTERRÍA Y DÍEZ DE VELASCO, le hacen diferente de los
Tribunales Internacionales stricto sensu, aproximándole a los Tribunales internos de los Estados. Así,
tiene encomendada la función exclusiva de garantizar el respeto del Derecho en la interpretación y
aplicación de los Tratados constitutivos de la Unión Europea y de sus normas comunes. No cabe ninguna
duda de que, en el ejercicio de esta función, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea o, mejor dicho,
sus sentencias constituyen una fuente complementaria del Derecho. Puede llegar, incluso, a expulsar del
ordenamiento aquellas normas que contradigan los Tratados, comportándose entonces como un auténtico
Tribunal Constitucional Comunitario.

GARCÍA DE ENTERRÍA ha puesto de relieve que el Tribunal ha asumido una función capital de integración a través del Derecho,
manteniendo y desarrollando la labor comunitaria. Así, desde esta posición el Tribunal ha puesto en pie una serie de principios y
reglas que forman parte hoy día del Derecho comunitario (la primacía del Derecho comunitario sobre los Derechos nacionales, el
principio del efecto directo de aquél, su invocabilidad directa por todos los ciudadanos europeos, la teoría de la interpretación
teleológica de los Tratados, etc.).

La primacía del Derecho comunitario es recordada con frecuencia por el Tribunal. Podemos mencionar sobre el particular las
Sentencias de 26 de noviembre de 1998 (Asunto C-7/97, Oscar Bronner GmbH & Co. KG y otros), 29 de abril de 1999 (Asunto C-
224/97, Erich Ciola), 24 de marzo de 2009 (Asunto C-445/06, Danske Slagterier) y 26 de enero de 2010 (Asunto C-118/08,
Transportes Urbanos y Servicios Generales, S.A.L.). Esta primacía ha sido reconocida también por nuestra jurisprudencia. Podemos
citar al respecto la STC 58/2004, de 19 de abril, y la Declaración del TC 1/2004, de 13 de diciembre;
así como las SSTS de 29 de octubre de 1998 (Ar. 7939), 13 de julio de 2004 (RJ 2004/4863) y 11 de enero y 10 de julio de 2008
(JUR 2008\28673 y RJ 2008\4371).

El principio del efecto directo del Derecho comunitario, que se aplica no pocas veces conjuntamente con el de su invocación directa
por parte de los ciudadanos, es un lugar común en las SSTJCE, de tal modo que ya no se hace cuestión expresa de ello. Se pueden
citar, como ejemplos, las de 11 de enero de 2001 (Asunto C-1/99, Kofisa Italia Srl), 8 de marzo de 2001 (Asuntos acumulados C-
397/98 y C-410/98), 13 de marzo de 2001 (Asunto C-379/98, PreussenElektra AG), y 6 de noviembre de 2003 (Asunto C-45/01,
Christoph-DornieStiftung für Klinische Psycologie).

El Tribunal tiene numerosas competencias y, según cada una de ellas, varía la legitimación para
interponer recursos o plantear cuestiones prejudiciales. Por lo que nos interesa, su actuación se produce a
instancia de las Instituciones comunitarias (en especial la Comisión), de alguno o algunos de los Estados
miembros, o de algún órgano jurisdiccional, en nuestro caso español. Esta situación provoca, entre otras
consecuencias, que su influencia sobre la aplicación del Derecho español no sea lo relevante que debiera.

En efecto, la función creadora del Derecho del TJCE se pone de relieve, sobre todo, cuando analiza la adecuación del ordenamiento
interno a las normas de la UE. Ello se lleva a cabo cuando resuelve las cuestiones prejudiciales que le plantean los órganos
jurisdiccionales (art. 267 TFUE). No debemos olvidar que, según establece el párrafo tercero de este artículo, es obligatorio plantear
la cuestión prejudicial si lo piden las partes ante el órgano judicial nacional de última instancia (que será diferente en cada caso).

No obstante, incluso en este caso un órgano judicial puede rechazar la solicitud de planteamiento de la cuestión prejudicial si
considerase que nos encontramos ante un supuesto de hecho que no plantea dudas [es la aplicación del llamado principio del acto
claro que tiene su origen en la STJUE de 6 de octubre de 1982 (Asunto 283-81, Cilfit)].

A nuestro entender de manera poco convincente, el TC ha dejado exclusivamente en manos de los jueces ordinarios la aplicación de
la doctrina del acto claro y, por tanto, el planteamiento o no de una cuestión prejudicial (STC 212/2014, de 18 de diciembre, y Auto
155/2016, de 20 de septiembre, entre otros pronunciamientos). Ahora bien, la decisión de no plantear la cuestión prejudicial debe ser
el fruto de una exégesis racional de la legislación, esto es, debe ser razonada [STC 37/2019, de 26 de marzo (JUR 2019\109451)].

XIV. LA CODIFICACIÓN EN EL ORDENAMIENTO FINANCIERO

No cabe la menor duda de que el principio de seguridad jurídica justifica por sí solo la existencia, en
nuestro sector del ordenamiento, de una legislación que sea, cuanto menos, claramente identificable y que
por sí misma repela el confusionismo, tanto en forma de lagunas o vacíos normativos como de
promiscuidad legislativa.

Por lo que respecta al ordenamiento tributario, el deseo de disponer de un texto legal en que se
contuvieran los principios comunes a todos los tributos viene de antiguo. A ello aspiraba tanto la doctrina
como el propio legislador.

Las aspiraciones doctrinales en torno a la codificación cristalizaron en la Ley 230/1963, de 28 de diciembre, Ley General Tributaria,
que ha sido una pieza básica del ordenamiento tributario español durante cuarenta años. En su art. 1.o se disponía que «la presente
Ley establece los principios básicos y las normas fundamentales que constituyen el régimen jurídico del sistema tributario español».

Esta norma recogía de forma coherente la declaración contenida en su Exposición de Motivos, que señalaba: «La Ley General
Tributaria aspira a informar, con criterios de unidad, las instituciones y procesos que integran la estructura del sistema tributario, en
cuanto no requiera ordenación específica excepcional. También se propone incorporar a nuestro ordenamiento un esquema de
sistematización de las normas reguladoras de los tributos que oriente la legislación y, en su día, facilite su codificación.»

Como acabamos de señalar, el papel trascendental desempeñado por la Ley General Tributaria ha sido incuestionable. Piénsese que
la ausencia de una norma constitucional, en sentido estricto, obligó a la legislación ordinaria a establecer criterios y principios cuyo
contenido era más propio de un texto constitucional que de una ley ordinaria, cuya jerarquía normativa no era —fuesen cuales
fueren sus aspiraciones— superior a cualquiera otra ley ordinaria.

Con el transcurso de los años, varias circunstancias actuaron de consuno para provocar el vaciamiento de gran parte de la Ley
General Tributaria. Entre ellas:

a) La aprobación de la CE en 1978, pues muchas de las previsiones en ella contenidas no tienen reflejo alguno en la LGT (el
reconocimiento de las CCAA como sujetos activos del poder tributario; la ordenación de la delegación legislativa, etc.).

b) La reforma de la estructura del sistema tributario, que hizo aparecer ciertos institutos, como el del retenedor tributario, cuya
regulación no encontraba encaje en la ordenación dada por aquélla a los sujetos pasivos del tributo.

c) La generalización de la autoliquidación como sistema para determinar la cuantía de los tributos, en detrimento del de liquidación
administrativa, único contemplado en la LGT.
d) La aprobación de determinadas reformas de categorías no estrictamente tributarias, que vaciaron de contenido las previsiones
contenidas sobre el particular en la misma Ley. Es, por ejemplo, lo que ocurrió con los delitos e infracciones de contrabando
(regulados actualmente por la LO 12/1995, de 12 de diciembre, y por el RD 791/1983, de 16 de febrero, vigente en lo que no se
oponga a aquélla).

Todo ello obligó a modificar la LGT en muchas ocasiones, bien a través de específicas leyes de reforma (como las Leyes 10/1985,
de 26 de abril; 25/1995, de 20 de julio, o 1/1998, de 26 de febrero); bien a través de preceptos singulares contenidos en leyes de la
más dispar filiación (Leyes de Presupuestos, Ley de Disciplina e Intervención de las Entidades de Crédito, Código Penal, etc.).

Después de bastantes intentos fallidos, se aprobó, por medio de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, la
nueva Ley General Tributaria.

Se trata de una Ley larga y detallada (con 249 artículos, catorce disposiciones adicionales, cinco
transitorias, una derogatoria y cinco finales), mucho más amplia que la vigente hasta entonces. Desde un
punto de vista general, conviene destacar algunos de sus aspectos más llamativos:

a) La extensión de la LGT obedece a que, por un lado, se regulan ciertos institutos jurídicos que no tenían
reflejo en la Ley de 1963; y, por otra parte, al hecho de que preceptos que antes se encontraban en normas
de rango reglamentario han sido incorporados al texto legal. Esta circunstancia se puede observar, sobre
todo, en la parte dedicada a regular los procedimientos tributarios, como por otra parte era de esperar.

b) La Ley resulta plausible porque reúne en una sola norma los preceptos, sobre todo referidos a la
aplicación de los tributos, que se habían ido dictando de manera fragmentaria y asistemática. De esta
forma se da cumplimiento a una petición unánime de la doctrina.

c) La LGT plantea dudas sobre su ámbito de aplicación material (como también los planteaba la de 1963).
La vigente Ley nació, como su antecesora, con una vocación de aplicación general a todas las
Administraciones territoriales, como se desprende de algunos preceptos que, de modo expreso, excluyen
la aplicación de ciertas reglas a las Comunidades Autónomas y a los Entes Locales. Si esto es así, se echa
en falta una norma en la que se justifique el título competencial del Estado en la materia, que
posiblemente podría encontrarse con facilidad en el art. 149.1.14.a de la Constitución.

d) La Exposición de Motivos del Proyecto de Ley señala que su estructura es más detallada y sistemática
que la de la norma que ha venido a sustituir. De lo primero ya hemos dicho algo; y en cuanto a lo
segundo, y sin perjuicio de un análisis más detallado, parece que ello deriva de la separación, aún más
radical que antes, entre los aspectos sustanciales y procedimentales de los institutos que regula. En
algunas ocasiones esto puede estar justificado, pero en otras muchas, como se justifica sobradamente a lo
largo de este Manual, ello no tiene razón de ser, porque tales aspectos sustanciales no pueden disociarse
de los procedimientos a través de los cuales las Administraciones competentes exigen los tributos.

La Ley 34/2015, de 21 de septiembre, modificó de manera sustancial la LGT, de tal manera que podría decirse, sin exageración
alguna, que provocó su desmantelamiento formal. Así, en muchas ocasiones, los artículos debieron duplicarse o triplicarse para que
no se perdiera la numeración inicial e, incluso, en no pocas veces, debió alterarse de manera profunda el orden sistemático de la
propia LGT para evitar que la numeración de los artículos tuviera que repetirse hasta una decena de veces. A la vista de ello, sería
deseable la aprobación de un Texto refundido que hiciera recobrar a la LGT el orden que tenía, por cierto el más acertado dentro de
las normas tributarias vigentes, que no se caracterizan precisamente por su rigor sistemático.

Por lo que se refiere a la ordenación del gasto público también se ha sentido de antiguo la necesidad de
reunir en un texto legal único las normas del Derecho Presupuestario. Ahora bien, en este caso la
uniformidad no puede ser tan completa como la que es posible defender en el orden tributario. La
autonomía política de Comunidades Autónomas y Corporaciones Locales se proyecta con una especial
intensidad en este ámbito, de tal modo que, dejando a salvo los criterios unitarios en materia de política
económica (a lo que se dedica hoy día la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad
Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera), es necesario aceptar la diversidad en el ámbito
presupuestario de las distintas Administraciones Públicas españolas.

Limitando nuestro examen a la disciplina del Derecho Presupuestario estatal, los hitos normativos que debemos tener en cuenta son
los siguientes:

a) La Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda Pública, de 1 de julio de 1911. Durante décadas desempeñó un
importante papel en la materia, actuando a modo de norma codificadora en la que encontraban reflejo los principios tradicionales del
orden presupuestario.
b) La Ley 11/1977, de 4 de enero, General Presupuestaria, acorde con las circunstancias en que se encontraba el Estado (tanto la
Administración Central como sus Organismos Autónomos).

c) El Real Decreto Legislativo 1.091/1988, de 23 de septiembre, que aprobó el Texto refundido de la Ley General Presupuestaria.
Su aprobación obedeció a varias razones: sistematizar las continuas modificaciones que había sufrido la LGP de 1977; adecuar la
disciplina presupuestaria a la nueva configuración del Estado establecida por la Constitución, y a la extensión del ámbito de los
Presupuestos Generales del Estado dispuesta por el art. 134 del propio texto constitucional; acoger las nuevas técnicas
presupuestarias aplicadas por la Administración, etc.

La Ley 47/2003, de 26 de noviembre, aprobó la nueva Ley General Presupuestaria. Según su exposición
de motivos, las finalidades perseguidas con su aprobación fueron, entre otras, las siguientes:

a) Adecuar la normativa presupuestaria estatal al marco general de equilibrio presupuestario de las


Administraciones Públicas territoriales.

b) Adaptar las normas presupuestarias a las nuevas funciones asumidas por las demás Administraciones
territoriales (CCAA y Corporaciones Locales), así como al nuevo marco de la Unión Económica y
Monetaria Europea.

c) Adoptar las modernas técnicas de presupuestación, control y contabilidad de la gestión pública.

d) Sistematizar, una vez más, en un texto único las continuas modificaciones introducidas en la LGP
vigente desde 1988.

TEMA 7: LOS INGRESOS PÚBLICOS

I. LOS INGRESOS PÚBLICOS: CONCEPTO Y CARACTERES

Se entiende por ingreso público toda cantidad de dinero percibida por


el Estado y los demás entes públicos, cuyo objetivo esencial es
financiar los gastos públicos.

Varias son las notas que definen el concepto de ingreso público.

a) El ingreso público es siempre una suma de dinero. En consecuencia, no


son ingresos públicos:

1) Las prestaciones in natura de las que también son acreedores los entes públicos y que, aun
estando justificadas por la necesidad de satisfacer determinadas necesidades públicas, no
adoptan la forma de recursos monetarios, sino la de prestaciones en especie o prestaciones
personales.

El paradigma de la prestación in natura o personal es el servicio militar (art. 30 CE) que, con
diversas excepciones legales y hasta el año 2001, se impuso obligatoriamente a todos los
españoles varones. Este ejemplo sirve perfectamente para observar las diferencias existentes
entre estas prestaciones y los ingresos públicos.

2) Tampoco pueden calificarse como ingresos públicos los bienes adquiridos mediante
expropiación forzosa o confiscación, por ejemplo.

b) Percibida por un ente público.


El calificativo de público hace referencia al titular del ingreso, no al régimen jurídico aplicable
al ingreso, ya que existen ingresos públicos regulados por normas de Derecho público (el caso
más claro es de los ingresos tributarios), e ingresos públicos cuya disciplina se contiene
esencialmente en normas claramente adscritas al ordenamiento privado (por ejemplo, los
ingresos obtenidos por la enajenación de títulos representativos

de la participación en el capital de sociedades mercantiles, como las acciones, que sean


propiedad del Estado).

c) Tiene como objetivo esencial financiar el gasto público.

El ingreso público se justifica, básicamente, por la necesidad de


financiar los gastos públicos, finalidad que se ha asociado
tradicionalmente a la concepción de la actividad financiera como una
actividad instrumental, dirigida a poner al servicio de la
Administración unos ingresos con los que ésta pudiera realizar
directamente la satisfacción de los fines públicos (de donde deriva el
carácter final o inmediato de la actividad administrativa).
Sin embargo, las funciones que la Hacienda Pública debe cumplir en la actualidad aconsejan
atemperar la nota de instrumentalidad. El reconocimiento de que los ingresos públicos pueden
tener otras finalidades distintas de la financiación de los gastos no es algo nuevo. Se encontraba
ya en el art. 4 de la LGT de 1963, y en la regulación de las Haciendas Locales de los años
cincuenta del siglo pasado, que recogían varias figuras bajo la denominación genérica de
tributos con fines no fiscales. En la actualidad, el art. 2.1, segundo párrafo, LGT sigue
recogiendo el mismo principio [así se recuerda, por ejemplo, en las SSTS de 26 de abril de 2005
(RJ 5729), y 17 de febrero, 19 de junio y 10 de julio de 2014 (RJ 2014\1636, 4237 y 3633); 5 y
11 (dos) de junio y 1 de diciembre de 2015 (RJ 2015\3160, 2932, 2935 y 6332
respectivamente), y de 8, 9, 15 y 30 de marzo de 2016 (RJ 2016\1396, 2185, 2188 y 2191,
respectivamente], entre otras muchas.

Por otra parte, el objetivo de financiar las necesidades públicas es lo que distingue los ingresos
públicos de otros ingresos dinerarios, las sanciones pecuniarias. Éstas, aunque una vez
recaudadas coadyuvan a la satisfacción de los gastos públicos, tienen como razón de ser la
represión de los comportamientos antijurídicos (así se afirma en las SSTS de 26 de abril de
2005, que acabamos de mencionar, y 10 de febrero de 2010 (RJ 2010\1319).

Si el objetivo básico del ingreso es propiciar la cobertura del gasto,


sólo habrá ingreso público cuando el ente que recibe aquél tenga sobre
el mismo plena disponibilidad, esto es, cuando ostente título jurídico
suficiente para afectarlo al cumplimiento de sus fines. De ello deriva
que no pueden calificarse como ingresos públicos aquellas cantidades
que obran en poder de los entes públicos como consecuencia de títulos
jurídicos que no permiten su libre disponibilidad. Tal sería, por
ejemplo, el caso de las fianzas, depósitos o cauciones constituidos en
la Caja General de Depósitos. Al no haber títulos de dominio no puede
hablarse de un ingreso público en sentido estricto.
II. CLASIFICACIÓN DE LOS INGRESOS PÚBLICOS

Los ingresos públicos pueden ser clasificados tomando en cuenta


diversos criterios, algunos de los cuales tienen reflejo legal y otros son
admitidos por la doctrina sólo a efectos convencionales. Los más
relevantes son los siguientes:

a) Ingresos de Derecho público y de Derecho privado.

El criterio distintivo de esta clasificación (que se recoge en el art. 5.2


LGP) se encuentra en la pertenencia de las normas reguladoras de un
determinado ingreso al ordenamiento público o al privado. En el
primer caso, se aplican normas del Derecho público y la
Administración Pública goza de las prerrogativas y poderes que son
propios de los Entes públicos (por ejemplo, derechos de prelación y
preferencia frente a otros acreedores, afección de bienes, presunción
de legalidad de los actos administrativos, ejecutividad de estos
mismos actos, etc., según puede deducirse del art. 10.1 LGP). En el
segundo, se aplican las normas de Derecho privado porque priman sus
principios propios, que regulan relaciones entre iguales (aunque con
algunos matices importantes) (art. 19 LGP).
Para terminar de precisar la distinción podemos hacer algunas consideraciones:

1) Son ingresos de Derecho público los tributos, los ingresos derivados de monopolios, las
prestaciones patrimoniales de Derecho público (con las precisiones que haremos más adelante)
y los ingresos procedentes de la Deuda pública; e ingresos de Derecho privado los derivados de
la explotación de bienes patrimoniales, incluidos los que proceden de actividades mercantiles e
industriales realizadas por entes públicos.

2) La misma distinción se recoge en las normas que regulan las Haciendas de las distintas
Comunidades Autónomas.

3) En el ámbito local, los arts. 2.o, apartado 2; 3.o y 4.o TRLHL reproducen, casi literalmente,
la misma clasificación. Así, el primero alude a los ingresos de Derecho público, y los dos
últimos a los que se rigen por el Derecho privado.

b) Ingresos tributarios, monopolísticos, patrimoniales y crediticios.

Esta clasificación, que pretende superar las dificultades que puede


plantear en ocasiones la distinción anterior, atiende al origen o
instituto jurídico del que dimanan los respectivos ingresos. En unos
casos (tributos y Deuda pública), nos encontramos ante institutos que
de modo inmediato procuran ingresos pecuniarios. En otros supuestos
(bienes patrimoniales, susceptibles de generar precios, rentas o
beneficios) los recursos monetarios se obtendrán indirectamente a
través de su gestión (entendido el término en sentido amplio).

c) Ingresos ordinarios y extraordinarios.

Los primeros son los que afluyen al Estado (o a los demás Entes
públicos) de manera regular, mientras que los segundos sólo se
obtienen en circunstancias especiales, respectivamente.
La distinción puede completarse con algunas aclaraciones:

1) Tradicionalmente se ha citado al tributo como ejemplo de ingreso ordinario de las Haciendas


públicas, mientras que los ingresos obtenidos mediante la emisión de Deuda pública han sido
considerados como el ejemplo más característico de ingreso extraordinario. No obstante, en los
momentos actuales no puede seguir citándose el ingreso crediticio, derivado de la emisión de
Deuda, como un supuesto de ingreso extraordinario, ya que tal instituto ha adquirido carácter
ordinario y son continuas las emisiones de Deuda pública, con el fin no sólo de financiar los
gastos estatales, sino de conseguir las más variadas finalidades de política económica.

2) La doctrina (PALAO) ha cuestionado la validez de esta distinción, defendiendo que debe


considerarse como ingresos extraordinarios únicamente aquellos cuya obtención produce el
agotamiento de la correspondiente fuente, como pueden ser una hipotética leva sobre el capital o
los derivados de la venta de bienes patrimoniales. Estaríamos en tales casos ante ingresos
extraordinarios por naturaleza.

d) Ingresos presupuestarios y extrapresupuestarios.

Los primeros son los que aparecen previstos en el Presupuesto,


mientras que los segundos son los que no tienen reflejo en él.
Hay que tener en cuenta lo siguiente:

1) Es difícil apreciar hoy día la existencia de ingresos extrapresupuestarios, dado que chocan
tanto con el principio presupuestario de universalidad (todos los ingresos y gastos deben estar
consignados en el Presupuesto), como con el principio de unidad (debe existir un único
presupuesto por cada ente público).

2) No obstante, todavía existen algunos ingresos extrapresupuestarios, que forman parte de la


tributación parafiscal, que estudiamos más adelante.

III. LOS INGRESOS PATRIMONIALES


1. CONCEPTO Y SIGNIFICACIÓN

Los ingresos patrimoniales son aquellos que proceden de la


explotación y enajenación de los bienes que constituyen el patrimonio
de los Entes públicos. Los bienes patrimoniales son, en principio, los
que no pueden calificarse como bienes de dominio o uso público; de
aquí que pueda decirse que, en general, los ingresos patrimoniales se
rigen por normas del Derecho privado.
La significación de los ingresos patrimoniales en la Hacienda contemporánea dista mucho de ser
la que tuvo en épocas pretéritas. Estos ingresos tienen una importancia menor ya que, desde un
punto de vista recaudatorio, aportan al Presupuesto cantidades inferiores a las que pueden
obtenerse mediante el recurso a otros institutos generadores de ingresos (especialmente el
tributo y la Deuda pública).

En cuanto a la caracterización de los bienes patrimoniales, debemos


distinguir entre las distintas Administraciones públicas:

A) Por lo que respecta al Estado, la distinción entre bienes de dominio


público y los bienes patrimoniales se encuentra en los arts. 338 a 341
del Código Civil:

a) En el primero de ellos (art. 338) se dice que los bienes del Estado
son de dominio público o de propiedad privada.

b) Según el art. 339, son bienes de dominio público los destinados al


uso público (caminos, ríos, riberas, playas, puentes, etc.), y los
destinados a algún servicio público (siempre que su uso no haya sido
objeto de concesión).

c) El resto de los bienes del Estado tienen la naturaleza de bienes


patrimoniales (art. 340).
A lo anterior, debe añadirse lo siguiente:

1) La distinción entre los bienes de dominio público y los patrimoniales tiene incluso reflejo
constitucional (art. 132).

2) La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas (LPAP) reafirma esta distinción. Los
bienes de dominio público se mencionan en su art. 5.1, y los patrimoniales en el art. 7.1.

B) En la normativa aplicable a las Comunidades Autónomas, también


se encuentra la misma distinción entre los bienes de dominio público y
los bienes patrimoniales (art. 5.2 LOFCA).
Hay que advertir que también se aplican a las Comunidades Autónomas las normas de la Ley de
Patrimonio de las Administraciones Públicas que tengan el carácter de básicas.

C) La misma distinción entre los distintos tipos de bienes se recoge en


el caso de las Corporaciones Locales, si bien los términos utilizados
por las normas se acomodan a las denominaciones tradicionales de los
bienes municipales y provinciales. Su identificación se encuentra en el
Código Civil (arts. 343 y 344) y en la legislación local (art. 79.2 y 3
LBRL y art. 3 TRLHL):

a) Son bienes de dominio público los destinados al uso o servicio


público (caminos, plazas, calles, aguas públicas, obras públicas, etc.).

b) Como categoría peculiar en la Hacienda Local nos encontramos con


los bienes comunales, que son aquellos cuyo aprovechamiento
corresponda a todos los vecinos de un municipio (por ejemplo, los
montes comunales, denominados tradicionalmente montes en mano
común).
El art. 11.4 de la Ley 43/2003, de 21 de noviembre, de Montes, establece lo siguiente:

«Los montes vecinales en mano común tienen naturaleza especial derivada de su propiedad en
común sujeta a las limitaciones de indivisibilidad, inalienabilidad, imprescriptibilidad e
inembargabilidad. Sin perjuicio de lo previsto en el artículo 2.1 de esta Ley, se les aplicará lo
dispuesto para los montes privados.»

c) El resto de los bienes de los Entes locales tienen la consideración de


patrimoniales.
Sin perjuicio de todo lo anterior, también se aplican a los Entes locales las normas de la Ley de
Patrimonio de las Administraciones Públicas que tengan el carácter de básicas.

De lo indiciado hasta aquí es posible extraer alguna conclusión en


relación con la posibilidad de obtener ingresos derivados de ambos
tipos de bienes:

a) Los bienes de dominio público están directamente afectos a la


satisfacción de necesidades públicas, por lo que, en principio, no
tienen como fin obtener ingresos públicos (en el sentido que hemos
dado al término un poco más arriba).
No obstante, en determinados casos sí pueden producirlos. Así ocurrirá cuando la utilización del
dominio público por parte de particulares genere un derecho económico a favor del titular del
dominio, que se concretará en la exigibilidad de una tasa [art. 2.2.a) de la Ley General
Tributaria].

b) Por lo que se refiere a los bienes patrimoniales, aunque su finalidad


esencial no es la de procurar ingresos, sí pueden generarlos, a través
de su explotación que se encuentra regida, por lo general, por normas
de Derecho privado (art. 7.3 LPAP por lo que se refiere a la Hacienda
estatal, y art. 8.2 TRLHL por lo que afecta a las Entidades locales).
c) No existe una correspondencia entre dominio público y bienes
patrimoniales, de una parte, e ingresos de Derecho público y de
Derecho privado, de otra, sino que frecuentemente bienes demaniales
producen ingresos de naturaleza jurídico-privada. Por ejemplo, esto
sucede siempre que tales bienes son explotados por el Estado o ente
público titular por medio de contratos privados (compraventa de los
productos, arrendamiento, etc.), cuando las leyes lo autorizan.

2. RÉGIMEN JURÍDICO GENERAL

El régimen general de los bienes patrimoniales estatales se encuentra


contenido en la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las
Administraciones Públicas (LPAP).
Como hemos apuntado antes, las normas básicas de esta Ley (enumeradas en su Disp. Final 2.a)
se aplican también a las Comunidades Autónomas, a las entidades que integran la
Administración local y a las entidades de Derecho público vinculadas o dependientes de ellas
(art. 2.2 de la Ley). Por otro lado, hay que destacar que, desde su aprobación, la LPAP ha sido
modificada en varias ocasiones, aunque no de forma sustancial (la

última, al redactar estas líneas, por la Ley 6/2018, de 3 de julio, de Presupuestos Generales del
Estado para 2018).

El contenido de la LPAP se puede sintetizar del modo siguiente:

a) En primer lugar, sus normas se aplican a los bienes que integran el


patrimonio del Estado.

b) Por lo que se refiere a la normativa a tener en cuenta, debe


observarse que las normas del Derecho privado civil o mercantil
tienen carácter subsidiario de las normas contenidas en la propia Ley.

c) Por lo que se refiere a la administración del Patrimonio estatal, se


atribuyen competencias, con carácter general, al Ministerio de
Hacienda, que normalmente las ejerce a través de la Dirección General
del Patrimonio del Estado (arts. 9 y 10 LPAP).

d) Debe señalarse la existencia de determinadas prerrogativas de la


Administración, difícilmente inteligibles en el marco de un
ordenamiento estrictamente privado, que sólo encuentran cabal
justificación cuando se pone de relieve el contenido tanto jurídico-
administrativo como jurídico- financiero de los bienes patrimoniales
[a título de ejemplo, la Administración puede recuperar por sí misma
la posesión perdida (art. 55.1 LPAP), y sus bienes no pueden ser
embargados cuando se encuentren materialmente afectados a un
servicio público o a una función pública, cuando sus rendimientos o el
producto de su enajenación estén legalmente afectados a fines
determinados, o cuando se trate de valores o títulos representativos del
capital de sociedades estatales que ejecuten políticas públicas o
presten servicios de interés económico general (art. 30.3 LPAP)].
Por el contrario, en el ámbito local los bienes patrimoniales sí que pueden ser objeto de
ejecución y de embargo, siempre que no estén afectos al uso o servicio público. Así se establece
en el art. 173.2 del TRLHL. El art. 154 LHL, del que procede aquél, hubo de ser modificado,
para permitir la ejecución y embargo de bienes patrimoniales locales, como consecuencia de la
STC 166/1998, de 15 de julio.

e) Debe notarse que será el Ministro de Hacienda quien disponga la


explotación de los bienes patrimoniales del Estado que no convenga
enajenar y que sean susceptibles de aprovechamiento rentable (art.
105 LPAP).
En la actualidad, la administración (entendido el término en sentido muy amplio) de los
inmuebles patrimoniales está encomendada a la Sociedad Estatal de Gestión Inmobiliaria de
Patrimonio, SA (SEGIPSA), que fue constituida por la Disposición Adicional 2.a de la Ley
53/1999, de 28 de diciembre. Su régimen se contiene en la Disposición Adicional 10.a de la
LPAP, modificada por la Disposición Final 6.a2 de la Ley 8/2013, de 26 de junio.

f) La afectación de los ingresos patrimoniales a la financiación de los


gastos públicos se pone de relieve de modo continuo (arts. 108, 109 y
133 LPAP, entre otros).
IV. LOS INGRESOS DE MONOPOLIO

En ocasiones el Estado decide que un determinado servicio sea


prestado, de forma exclusiva, por un sujeto, o que la adquisición,
producción y venta de determinados productos sólo pueda realizarla
igualmente un sujeto. En tales supuestos nos encontramos ante una
situación de monopolio, tutelada por el ordenamiento jurídico, en
virtud de la cual sólo un sujeto de derecho puede prestar un
determinado servicio o puede disponer de un producto. Estamos ante
un monopolio de derecho, así denominado porque es el propio
ordenamiento el que tutela la situación descrita.

En otras ocasiones se produce la misma situación sin que haya sido


expresamente querida por el ordenamiento, sino que es una resultante
de determinadas circunstancias. Piénsese en todos aquellos supuestos
en los que un determinado producto sólo se obtiene en ciertas zonas o
en aquellos casos en los que la comercialización de un bien requiere
tal esfuerzo inversor que sólo una poderosa entidad mercantil decide
abordar tal tarea. Estaremos en tales casos ante un monopolio de
hecho.

Cuando nos referimos a los ingresos de monopolio que el Estado


obtiene, nos referimos a los monopolios de derecho,

esto es, a aquellos que son resultado de la voluntad estatal, plasmada


en el ordenamiento vigente. Las razones por las que el Estado
establece un monopolio son básicamente dos:

a) Mejorar la prestación de determinados servicios públicos


(monopolios no fiscales), uno de cuyos ejemplos tradicionales era el
servicio de correos.

b) Obtener ingresos (monopolios fiscales), entre los que


tradicionalmente estaban los de tabacos y petróleos.

Una vez establecidos los monopolios, el Estado puede obtener


ingresos de naturaleza muy distinta:

1) Ingresos de naturaleza tributaria, cuando se gravan los beneficios


de la entidad a la que se ha concedido el monopolio en la
comercialización de un determinado producto.

2) Ingresos de carácter patrimonial, cuando el Estado gestione


directamente un monopolio o cuando tenga una participación en el
capital social de la entidad a la que se ha atribuido su gestión.

3) También pueden existir ingresos monopolísticos en sentido estricto


(como opinó SAINZ DE BUJANDA). Se entiende por tales la especial
participación en los beneficios del monopolio que se reserva el Estado
cuando concede a un tercero la titularidad o gestión del monopolio.
No obstante, las SSTS de 5 de abril de 2000 (citando algunas anteriores), 10 de septiembre de
2001 y 4 y 7 de noviembre de 2005 calificaron estos ingresos monopolísticos, denominados
tradicionalmente como renta (en estos casos de petróleos), como ingresos tributarios.

Los recursos procedentes de los monopolios fueron frecuentes en


épocas pasadas, no sólo en nuestra Hacienda Pública, sino también en
otras de los países de nuestro entorno (por ejemplo, fueron muy
frecuentes los monopolios sobre la sal, el tabaco, las cerillas, el
azúcar, etc.). En España, los monopolios más importantes fueron los
del tabaco y el petróleo. Estos monopolios sufrieron importantes
modificaciones, sobre todo a raíz del ingreso en la Comunidad
Europea, y han terminado por desaparecer prácticamente. Esto

no ha sido más que una consecuencia derivada de la necesidad de


adaptar el ordenamiento jurídico español a los principios comunitarios
en esta materia, que llegaban incluso a cuestionar su propia existencia.

Así pues, los monopolios fiscales han perdido en España la


importancia jurídica y recaudatoria que tuvieron en otros momentos
de la historia de la Hacienda Pública. Hoy día sólo subsisten el de
Tabacos (aunque con un ámbito material muy reducido) y el de la
Lotería Nacional (con una existencia muy cuestionada por la cantidad
de excepciones y derogaciones que conoce).
Monopolio de Tabacos. La antigua regalía de Tabacos, cuyos orígenes se remontan al siglo
XVII, se reguló por la Ley de 18 de marzo de 1944. Posteriormente, su régimen jurídico se
estableció por la Ley 38/1985, de 22 de noviembre, que lo adecuó a las exigencias del
ordenamiento comunitario. Esta Ley fue modificada varias veces hasta que la Ley 13/1998, de 4
de mayo, de ordenación del mercado de tabacos (que también ha sido modificada en varias
ocasiones), declaró prácticamente extinguido el monopolio.

En la actualidad, el régimen del sector se puede sintetizar del modo siguiente: a) el mercado de
tabacos es libre. La libertad económica abarca la fabricación, importación y comercialización al
por mayor de labores de tabaco; b) se mantiene el monopolio en la venta al por menor, del que
es titular el Estado, que lo ejerce a través de la red de Expendedurías de Tabaco y Timbre; c)
existe un Comisionado para el Mercado de Tabacos, que ejercerá las funciones de regulación y
vigilancia para salvaguardar la aplicación de los criterios de neutralidad y las condiciones de
libre competencia efectiva en el mercado de tabacos en todo el territorio nacional.

El Auto del TS de 1 de julio de 2010 (JUR 2010\287938) planteó una cuestión prejudicial ante
el TJUE preguntando si la prohibición impuesta a los titulares de expendedurías de tabaco para
desarrollar la actividad de importación de labores de tabacos desde otros Estados miembros,
conforme al Derecho interno español, constituía una restricción cuantitativa a la importación o
una medida de efecto equivalente, prohibidas ambas por el art. 34 del Tratado de
Funcionamiento de la Unión Europea (antiguo art. 285 TCE). El TJUE, en la Sentencia de 26 de
abril de 2012 [Asunto C- 56/10, Asociación Nacional de Expendedores de Tabaco y Timbre
(ANETT)], consideró que, en efecto, las prohibiciones indicadas eran contrarias a lo dispuesto
en el art. 34 TFUE.

Monopolio de Loterías. Se trata de un monopolio que se gestiona directamente por el Estado a


través de la Sociedad Estatal Loterías y Apuestas del Estado, SA, creada por el Real Decreto-
Ley 13/2010, de 3 de diciembre. Sus funciones abarcan: a) la gestión de loterías y juegos de
ámbito nacional (siempre que afecten a un territorio superior al de una CA); b) la gestión de
apuestas mutuas deportivo-benéficas; c) la autorización de

sorteos, loterías o juegos cuyo ámbito exceda de una CA; d) la autorización de apuestas
deportivas sea cual sea su ámbito territorial.
El gravamen especial del 20 por 100 sobre los premios de las loterías públicas superiores
actualmente a 20.000 euros, establecido en la Ley 16/2012, de 27 de diciembre, por la que se
adoptan diversas medidas tributarias dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y al
impulso de la actividad económica (art. 2.Tres), no es un ingreso monopolístico, sino un
impuesto directo sobre estas ganancias patrimoniales, impuesto que forma parte del IRPF o del
IS, según la naturaleza de la persona que obtenga el premio.

V. LAS PRESTACIONES PATRIMONIALES DE CARÁCTER PÚBLICO

De lo que hemos examinado hasta aquí se puede extraer, como conclusión importante, que para
hacer frente a sus necesidades (que son las de todos los ciudadanos), los Entes públicos
disponen de una amplia panoplia de ingresos. En alguno de los epígrafes anteriores hemos
realizado una síntesis del régimen de los ingresos públicos de Derecho privado, pero resulta
evidente que nuestro interés debe centrarse en los ingresos que hemos denominado de Derecho
público. A ello se dedicarán las Lecciones que siguen, pero ya podemos adelantar que el tributo
es el ingreso público (y de Derecho público) por antonomasia. Su importancia como
instrumento fundamental de la financiación de los gastos públicos es indudable, por lo que a
definir sus contornos y su régimen jurídico dedicaremos la atención y el detalle que el asunto
merece.

Antes, y en el marco de una Lección que, repetimos, pretende dar una


visión general de los ingresos de los Entes públicos, resulta útil que
nos preguntemos sobre si existe o no una categoría genérica dentro de
la cual puedan englobarse todos los ingresos de Derecho público. La
cuestión puede plantearse porque el art. 31.3 CE vincula el principio
de legalidad no al tributo, sino literalmente «a las prestaciones
personales o patrimoniales de carácter público». Dejando de lado,
por razones evidentes, las prestaciones personales (entre las que ya
hemos citado el servicio militar), parece necesario indagar sobre el
concepto de prestación patrimonial de carácter público y sobre las
relaciones que mantiene esta categoría con la del tributo.
En realidad, como ha puesto de manifiesto RUIZ GARIJO, estas cuestiones sólo comenzaron a
ser objeto de debate a finales de los años 80 del pasado siglo, y las posturas a las que vamos a
hacer referencia de inmediato se fueron perfilando a lo largo de la década siguiente.

Simplificando bastante, las posturas sobre las relaciones que existen entre las prestaciones
patrimoniales de carácter público y los tributos se pueden resumir así:

a) Según la primera, ambas figuras tienen un ámbito material diferente, de tal modo que las
prestaciones patrimoniales de carácter público son el género (más amplio), y el tributo (de
ámbito más restringido) es una de sus especies. Esta postura se defendió en numerosas SSTC,
entre las que podemos mencionar, las n.o 185/1995, de 14 de diciembre, 182/1997, de 28 de
octubre; 63/2003, de 27 de marzo; 102/2005, de 20 de abril; 121/2005, de 10 de mayo, y de 9 de
mayo de 2019 donde se dice expresamente que «el tributo es una especie, dentro la más
genérica categoría de prestaciones patrimoniales de carácter público». Y también en algunas
SSTS, como la de 14 de julio de 2015 (RJ 2015\3278).

b) Según la segunda postura, ambos términos (prestación patrimonial de carácter público y


tributo) son sinónimos. De esta doctrina parecieron participar las SSTS de 10 de abril, 14 de
mayo y 23 de noviembre de 2015 (RJ 2015\1341, 4078 y RJ 2016100, respectivamente), y de 27
de junio (dos), 26 de septiembre (dos), y 6 de octubre (dos) de 2016 (RJ 2016\3528, 4409, 4856,
5298, 5153 y 5156, respectivamente) que equiparaban las prestaciones patrimoniales de carácter
público a las tasas. En la última se llegó a decir «los precios públicos que hemos identificado
como prestaciones de carácter público son materialmente tributos» (Fundamento de derecho
5.o in fine).

Después de algunas vacilaciones legales y jurisprudenciales, que no


tiene sentido detallar ahora, la normativa positiva se ha inclinado
finalmente por la primera postura. Así, la Disposición final undécima
de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público,
modificó la Disposición adicional primera de la LGT, que quedó
redactada en los siguientes términos:
«1. Son prestaciones patrimoniales de carácter público aquellas a las que se refiere el artículo
31.3 de la Constitución que se exigen con carácter coactivo.

2. Las prestaciones patrimoniales de carácter público citadas en el apartado anterior podrán


tener carácter tributario o no tributario.

Tendrán la consideración de tributarias las prestaciones mencionadas en el apartado 1 que


tengan la consideración de tasas, contribuciones especiales e impuestos a las que se refiere el
artículo 2 de esta Ley.

Serán prestaciones patrimoniales de carácter público no tributario las demás prestaciones que
exigidas coactivamente respondan a fines de interés general.

En particular, se considerarán prestaciones patrimoniales de carácter público no tributarias


aquellas que teniendo tal consideración se exijan por prestación de un servicio gestionado de
forma directa mediante personificación privada o mediante gestión indirecta.

En concreto, tendrán tal consideración aquellas exigidas por la explotación de obras o la


prestación de servicios, en régimen de concesión o sociedades de economía mixta, entidades
públicas empresariales, sociedades de capital íntegramente público y demás fórmulas de
Derecho privado.»

Esta disposición se complementó con lo dispuesto en la Disposición adicional cuadragésima


tercera y en las disposiciones finales novena y duodécima de la misma Ley de contratos de
sector público, donde se calificaron como prestaciones patrimoniales de carácter público las
tarifas satisfechas por la explotación de obras o la prestación de servicios en los ámbitos estatal
y local.

La STC de 9 de mayo de 2019 ha confirmado la constitucionalidad del precepto, aunque sus


argumentos no terminan de ser convincentes.

Un análisis del precepto reproducido, necesariamente resumido dado


el carácter de esta obra, pone de relieve lo siguiente:

1) Efectivamente, la categoría de las prestaciones patrimoniales de


carácter público es más amplia que la de tributo. Este no es más que
una de las especies de aquellas.
2) Las prestaciones patrimoniales de carácter público deben
establecerse por ley.

3) Las prestaciones patrimoniales de carácter público se exigen


coactivamente y podrán tener carácter tributario o no tributario.

4) Las prestaciones patrimoniales de carácter público sólo pueden


exigirse para la satisfacción de intereses generales o, dicho de otro
modo, para acceder a bienes, servicios o actividades que son
esenciales para la vida privada o social.

De estas características mencionadas, el TC sólo se ha encargado de


aclarar qué se debe entender por coactividad. Si hemos comprendido
bien su postura, el término presenta dos perspectivas diferentes:

a) Por una parte, hace referencia al modo mismo de establecimiento


de la prestación, decidida de modo unilateral por los poderes públicos,
sin que intervenga para nada la voluntad de los ciudadanos. Es cierto
que se puede evitar su exigencia absteniéndose de realizar el
presupuesto de hecho al

que se vincula la prestación, pero esta libertad es ilusoria porque


conllevaría, en casos extremos, la renuncia a bienes, servicios o
actividades esenciales para la vida privada o social.
Como ejemplos de ello se han citado el pago de una cantidad por el estacionamiento de
vehículos en la vía pública o las tarifas postales, pero estas prestaciones, sobre todo la primera,
tienen la naturaleza de tasa, por lo que no nos sirven para lo que estamos explicando. Fuera de
estos ejemplos no encontramos otra cosa que precios públicos, como las cantidades a satisfacer
por la utilización de instalaciones deportivas públicas [TSJ de Valencia de 10 de junio de 2005
(JUR 2005\211676)], o la cantidad a pagar por el servicio de recogida de enseres y basuras
comerciales [TSJ de Cataluña de 9 de marzo de 2006 (JUR 2006\221378)]; o la cantidad
satisfecha a los Ayuntamientos por la realización de bodas civiles.

b) Por otro lado, hace alusión a los procedimientos para la exigencia


del pago. De este modo, si no se realiza de forma voluntaria y
espontánea, se podrá exigir de forma forzosa.

Es cierto que la figura de la prestación patrimonial de carácter público


no tributario, que ha sido fundamentalmente una creación doctrinal y
jurisprudencial antes que legal, parece tener una justificación
sociológica y política derivada del incremento de los gastos públicos,
y de la necesidad de acudir a nuevas fórmulas de financiación pública
distintas de los tributos.
Y es cierto también que con ello se da cobertura legal a ciertas
exacciones cuya naturaleza jurídica (tributaria o no) resultaba dudosa.
A título de ejemplo, podemos mencionar los casos siguientes:

a) Las cantidades percibidas por los concesionarios privados de servicios públicos, sobre todo
en el ámbito local (suministro de agua, transporte público de personas, retirada y reciclaje de
residuos, etc.).

b) Los servicios portuarios a que se refiere la STC 74/2010, de 18 de octubre y, entre otras, la
STS de 8 de febrero de 2012 (RJ 2012\3835).

c) Las cantidades exigidas a las personas físicas, los grupos empresariales y las personas
jurídicas no integradas en ellos, que se dediquen en España a la fabricación o importación de
medicamentos, sustancias medicinales y cualesquiera otros productos sanitarios, establecidas
por la Disposición adicional 9.a de la Ley 25/1990, del Medicamento (que fue añadida por la
disposición adicional 48.a de la Ley 2/2004, de Presupuestos Generales del Estado para 2005).
A estas prestaciones se refirieron las SSTS de 14 julio (dos) de 2015 (RJ 2015\3276 y 3278),
una de ellas ya citada, haciéndose eco de la STC 44/2015, de 5 de marzo. La misma doctrina se
puede ver, entre otras muchas, en las SSTS de

15 de julio (dos) de 2015 (RJ 2015\3934 y 5987), y 11 de febrero (dos) de 2016 (RJ 2016\678 y
681).

d) La inversión obligatoria impuesta por la Ley 25/1994, de 12 de julio, a los operadores de


televisión para financiar largometrajes cinematográficos y películas para televisión europeas. En
el Fundamento de derecho tercero de la STS de 4 de octubre de 2016 (RJ 2016\4884) se puede
leer lo siguiente:

«En este caso tendríamos una prestación patrimonial impuesta coactivamente, sin naturaleza
tributaria, en beneficio de la producción de películas. No cabe duda de que el supuesto supone
en todo caso una modalidad especial de prestación patrimonial pública, puesto que no se
produce en beneficio de ningún otro sujeto público o privado ajeno al propio obligado (aunque
indirectamente sí suponga la existencia de beneficiarios, como lo serían todos los que
participan profesionalmente de un modo u otro en dicha actividad financiada de manera
forzosa). Por otra parte, al carecer de naturaleza tributaria, pierden relevancia los argumentos
de la parte referidos a falta de determinación del hecho imponible o a que la prestación no esté
destinada a un gasto.»

Con todo, esta construcción doctrinal no acaba de convencernos pues


se revela en cierto modo innecesaria y, desde luego, la regulación que
se ha hecho de ella nos parece desafortunada. Podemos sintetizar
nuestra crítica (que parecen compartir, al menos parcialmente, algunos
autores como PALAO Y RUIZ GARIJO) del modo siguiente:

1) La figura de la prestación patrimonial de carácter público nació con


el propósito de dar un contenido propio y específico al art. 31.3 CE.
Ahora bien, no existe el más mínimo indicio en el proceso de
elaboración y aprobación de nuestra Constitución (que está
exhaustivamente documentado) que induzca a pensar que el
constituyente pretendía aludir con esa expresión a otros ingresos
públicos distintos del tributo.
Más aun, esta norma constitucional es una reproducción literal del artículo 23 de la Constitución
italiana, y no hemos visto, ni en su doctrina ni en su jurisprudencia, que en algún momento se
haya pensado en aplicar esta regla a ingresos públicos diferentes a los tributarios.

2) Existe una idea compartida por gran parte de la doctrina y la


jurisprudencia según la cual el principio de capacidad económica no
tiene por qué hacerse presente con la misma fuerza en todos los
tributos. Es evidente que, en el IRPF, por poner un ejemplo, el respeto
al principio exige que se establezca un mínimo exento y unas tarifas
progresivas (y aun esto se pone hoy en duda por muchos). Pero el
principio puede

respetarse en otros tributos, por ejemplo en el caso de las tasas,


simplemente a través de una exención para ciertos ciudadanos (como
por otra parte ya se hace). Si esto es así, es decir si pueden existir
tributos que no graviten exclusivamente sobre el principio de
capacidad económica, la utilidad de la figura de la prestación
patrimonial de carácter público no tributario se diluye en buena
medida.

3) Las situaciones a las que pretende dar solución las prestaciones


patrimoniales de carácter público, de las que hemos ofrecido algunos
ejemplos, tienen fácil acomodo en la clasificación tripartita de los
tributos. Si comportan el ejercicio de potestades públicas la
contraprestación son tasas (o contribuciones especiales); y si no lo
comportan son precios, con las especialidades que puedan derivarse de
la intervención de un Ente público en la realización de la actividad de
que se trate.

4) Se dice que las prestaciones patrimoniales de carácter público


(también las de carácter no tributario) deben establecerse por ley, pero
no se indica en lugar alguno cuál debe ser el alcance de esta reserva de
rango normativo, y la interpretación constitucional es tan laxa que
prácticamente ha convertido la regla en una mera declaración retórica.
En efecto, la STC de 9 de mayo de 2019, ya citada, parece defender que el principio de reserva
de ley se ha respetado por el mero hecho de haber introducido el precepto de la LGT a que antes
hemos hecho referencia, lo que supone convertirle en inexistente. En ella se puede leer lo
siguiente (Fundamento de derecho sexto):
«Dicho lo anterior, y como ya se ha señalado con anterioridad, la Constitución no exige que
todas las prestaciones patrimoniales de carácter público no tributarias estén delimitados por
una ley, sino que sea una norma legal la que establezca los criterios a partir de los cuales debe
cuantificarse, de acuerdo con los fines y principios de la legislación sectorial en la que en cada
caso se inserte...

En este caso, se establecen en la ley de contratos los criterios para su determinación, que se
anudan al coste objeto del propio contrato, pudiendo variar en función del mismo.»

En el ámbito local, que parece ser el más proclive a la aparición de estas prestaciones, al menos
en línea de principio, la regulación no ha podido ser más desafortunada:

a) El artículo 20 TRHL, en cuyo apartado 6 (añadido también por la Ley de contratos del sector
público) se contempla su existencia, está dedicado a la regulación del hecho imponible de las
tasas (que es una prestación pública de carácter tributario).

b) Es evidente que en este campo la deslegalización ha sido total porque se dice que este tipo de
prestaciones económicas se regularán mediante ordenanza, norma que evidentemente tiene
carácter reglamentario.

c) El mismo precepto dice que los Entes locales, durante el procedimiento de aprobación de las
ordenanzas reguladoras de las prestaciones públicas de carácter no tributario, deberán solicitar
un informe preceptivo de aquellas Administraciones Públicas a las que el ordenamiento jurídico
atribuyera alguna facultad de intervención sobre ellas. Pero nada se sabe sobre el contenido de
este informe preceptivo, lo que ya está planteando problemas en la práctica.

Y la deslegalización de la figura que estamos examinando no se ha producido sólo en el ámbito


local, sino también en el estatal, lo que ya es más grave. Podemos citar sólo un ejemplo. La
Orden PCI/810/2018, de 27 de julio, modifica, entre otros, el anexo XI del Reglamento General
de Vehículos, aprobado por el Real Decreto 2822/1998, de 23 de diciembre, incorporando una
nueva señal denominada «Distintivo ambiental». Esta señal ha sido impuesta de forma
obligatoria por ciertas Entidades locales para circular por algunas zonas urbanas, y se obtiene
mediante el pago de una cantidad. Nos parece claro que esta cantidad cabe perfectamente en el
concepto de prestación patrimonial de carácter público. Pues bien, no hemos sido capaces de
encontrar la norma, cualquiera que haya sido su rango, que regule su exigencia y su cuantía.

5) No parece congruente calificar de prestaciones públicas no


tributarias unas cantidades de dinero que en muchas ocasiones serán
percibidas por entes privados (los concesionarios de obras o servicios
públicos).

6) La exigencia coactiva de las prestaciones a que estamos haciendo


referencia, en particular las no tributarias, exigidas por la prestación
de un servicio gestionado de forma directa mediante personificación
privada, o mediante gestión indirecta, plantea un grave problema
dogmático ¿Quién será el encargado de determinar la coactividad de la
prestación patrimonial de carácter público?

Si se pretende que el carácter coactivo de la prestación sea


determinado por la persona privada que, en su caso, lleve a cabo la
obra o preste el servicio, hay que reconocer que ello supondrá
encomendar el ejercicio de una de las manifestaciones esenciales del
poder público a entes privados,

lo que nos parece una dejación de funciones difícilmente tolerable.


Un modo de salvar este escollo sería encomendar la exigencia por la vía de apremio a las
Administraciones públicas, puesto que ello comporta, como acabamos de decir, el ejercicio de
un poder público. El modelo no es nuevo en nuestro Derecho. Así, sólo las Administraciones
públicas son titulares de la potestad de expropiación, pero el beneficiario de ella puede ser una
persona privada (art. 2 de la Ley de expropiación forzosa).

El problema es que no existe norma alguna que prevea lo que hemos apuntado.

7) Nos parece claro que en ámbito de las prestaciones patrimoniales


de carácter público no tributario no cabe imponer sanciones
(administrativas o penales) que deriven única y exclusivamente de los
deberes inherentes a ellas (sobre todo su pago).
El carácter restrictivo de las normas penales y sancionadoras administrativas, defendido hasta la
saciedad por el TC y el TS, hace imposible que se puedan aplicar en estos casos las normas que
regulan los delitos contra la Hacienda pública, o las normas sancionadoras de la LGT.

8) No está claro el régimen de recursos administrativos y el orden


jurisdiccional que debe utilizarse para conocer de los problemas que
plantee la aplicación de las prestaciones patrimoniales de carácter
público.
A primera vista podría pensarse que es razonable que se apliquen los recursos administrativos
previstos en el ámbito tributario y la jurisdicción contencioso-administrativa, pero no hay norma
alguna que regule este extremo y, al menos en esta última, la competencia es improrrogable
(arts. 117, 2 y 3 CE, y 9.6 de la Ley orgánica del Poder judicial).

9) La modificación de la LGT ha supuesto la desaparición de una


mención expresa a los tributos parafiscales en la legislación. Pero la
realidad es muy tozuda, de tal manera que este tipo de tributos, se
mencionen o no en la LGT, seguirán existiendo, como se verá en otra
lección de este Curso.
El caso más claro es el de las aportaciones de los empresarios al sistema de la Seguridad Social
[supuesto recogido en la STC 182/1987, de 28 de octubre, y en las SSTS de 3 de diciembre de
1999 (tres) (RJ 1999\9532, 9533 y 9534)], que no cabe duda de que son unos impuestos
parafiscales. Y otro ejemplo es el de los aranceles de los fedatarios públicos, cuyo carácter de
tasa parafiscal no parece plantear problemas.

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