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FMUMA
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Es una disciplina jurídica que tiene por objeto aquel sector del
ordenamiento jurídico que regula la constitución y gestión de la
Hacienda Pública; esto es, la actividad financiera.
Esta actividad financiera no siempre ha presentado la misma fisonomía con que aparece en los
momentos actuales. Su importancia se ha ido acentuando a medida que el Estado ha ido
asumiendo, cada vez con mayor intensidad, objetivos en los distintos ámbitos de la realidad
social.
Hay que partir en este punto de una idea que reputamos esencial: la actividad financiera está en
directa dependencia de los fines que una entidad quiera conseguir. Desde el punto de vista
cuantitativo, porque a medida que se incrementa el número de objetivos que se pretenden
satisfacer deberán incrementarse los ingresos con los que poder subvenir a aquéllos. Desde el
punto de vista cualitativo, porque según cuales sean esos objetivos deberá acudirse a una u otra
fuente de obtención de ingresos —tributos, deuda pública, ingresos patrimoniales, etc.—.
Ello encuentra una clara confirmación en un somero repaso de las pautas esenciales a través de
las cuales se ha desarrollado históricamente la actividad financiera. Así, tanto en la Antigüedad
como en la Edad Media nos encontramos ante una actividad financiera de escasa entidad. Ello
es el claro reflejo de la parquedad de cometidos asumidos como fines públicos por las
organizaciones públicas territoriales vigentes en aquel momento. Estamos ante unos poderes
públicos ocupados esencialmente en tareas bélicas, que se muestran ajenos al cumplimiento de
labores de asistencia sanitaria, docente, etc., que, por lo general, son realizadas por entidades
distintas, como las Órdenes religiosas. Ello justifica la ausencia de una actividad financiera
estable y explica que sólo con ocasión de acontecimientos singulares —campañas bélicas,
coronaciones, fiestas populares, etc.— se realizaran gastos públicos y se exigiera su
financiación mediante detracciones coactivas de ingresos que, en no pocas ocasiones, tenían
carácter sancionador. No existía un sistema de ingresos estable y permanente, porque no existía
una serie de fines a cumplir por los poderes públicos.
A partir del siglo XV, un poderoso fenómeno cultural, el Renacimiento, produce un cambio
esencial en las pautas de comportamiento de las distintas organizaciones sociales. El retorno a
los ideales de la Antigüedad clásica, con la consiguiente reafirmación de la personalidad
individual, determina en el aspecto socio-político la afirmación y el robustecimiento de las
distintas comunidades étnicas, políticas y culturales. Surge así el Estado moderno, y con él, de
forma incipiente, va a surgir también una actividad financiera, que deja de ser espasmódica e
intermitente para gozar de una cierta continuidad.
SCHUMPETER ha descrito, de manera muy gráfica, dicho proceso, en relación a los Estados
germanos, al afirmar que:
«... la vida iba destruyendo la organización feudal... una vez que los feudos se habían convertido
de facto en hereditarios desde hacía mucho tiempo, los vasallos empezaron a considerarse
señores independientes de su tierra y empezaron a separarse en espíritu del vasallaje...
»El príncipe manifestó su insolvencia e indicó que asuntos tales como las guerras con los turcos
no eran simplemente un asunto personal suyo, sino una exigencia común. En el momento en que
hicieron esto se reconoció un estado de asuntos que iba a desvanecer todas las garantías escritas
contra las peticiones de impuestos. Este estado de asuntos significaba que las viejas formas
habían muerto... El Estado había nacido de la “exigencia común”.»
Esta exigencia común, determinada por la necesidad de unirse para hacer frente a determinados
gastos militares y, al propio tiempo, financiar la burocracia, que se había ido formando para
recaudar y administrar lo recaudado, determina la génesis del Estado moderno.
La aparición del Estado moderno, si bien representa la existencia de una actividad financiera
permanente, no supone que la misma tenga una gran importancia, ni que se generalice la
convicción de que los ciudadanos deben contribuir al sostenimiento de los gastos públicos en
proporción a su capacidad económica. Antes al contrario, las necesidades financieras que el
Estado pueda tener son consideradas como algo ajeno a los súbditos, que el Estado debe
resolver con su propio patrimonio o recurriendo a préstamos. El Estado no ha asumido
funciones —enseñanza o sanidad, por ejemplo— cuya importancia contribuya a generalizar la
convicción de que las necesidades que satisface son una «exigencia común», a cuya
financiación deben concurrir los particulares. Buena prueba de ello es que acontecimientos
como el descubrimiento de América son financiados en gran medida mediante préstamos
directamente convenidos por la Corona.
La situación descrita se prolonga, con carácter general, durante los siglos siguientes. Ni siquiera
con el constitucionalismo decimonónico, que representa indudablemente un robustecimiento del
protagonismo del Estado en la vida pública, se consolida una actividad financiera que vaya más
allá de los gastos ocasionados por acontecimientos bélicos, aunque ya se van ejerciendo labores
en los campos de la enseñanza, de la sanidad y demás funciones asistenciales o benéficas. No se
olvide que el siglo XIX contempla el apogeo del liberalismo como filosofía política, cuya
protección constriñe el campo de la actividad del Estado en los sectores en que tradicionalmente
había actuado, básicamente justicia, defensa exterior y seguridad.
Sólo a partir de 1919, con motivo de la crisis subsiguiente a la primera guerra mundial, y con
mayor intensidad a partir de la gran crisis económica de 1929, con el respaldo teórico de los
postulados keynesianos, el Estado abandona la concepción de Estado-policía y adquiere un
obligado
protagonismo en la vida pública económica, que se acentúa en los años posteriores. La actividad
financiera adquiere así la fisonomía propia del Estado intervencionista.
Este incremento de los gastos públicos es un fenómeno generalizado, que se produce con
independencia de la forma de gobierno, de la estructura social y de las circunstancias naturales e
históricas.
A su vez, ello determina un progresivo ensanchamiento de las fuentes de ingresos a los que el
Estado y los gobiernos locales acuden en búsqueda de recursos financieros. Así se han ido
produciendo algunos fenómenos de los que hay que dejar constancia. De una parte, los ingresos
patrimoniales van perdiendo cada vez mayor importancia —la generalizada privatización de
bienes públicos, tan de moda hoy en toda Europa, constituye el más claro ejemplo de ello— y
correlativamente los ingresos tributarios adquieren carta de ciudadanía en los Estados
contemporáneos, erigiéndose en el principal medio de financiación de los gastos públicos. De
otra parte, la actividad financiera, especialmente a través del sistema tributario, ha pasado a
convertirse en un instrumento de política económica de capital importancia. El Estado no se
limita a financiar gastos públicos, sino que interviene en la economía, protege la industria
nacional y comunitaria mediante la aplicación de gravámenes a la importación de productos,
fomenta la exportación de productos nacionales mediante la adopción de medidas
desgravatorias, interviene en la fijación de precios, etc.
Esta evolución, sin embargo, dista mucho de ser la vigente en el ámbito de la Unión Europea.
Para que su presupuesto pueda hacer frente a las necesidades financieras de los proyectos y
programas que ejecuta en los diferentes ámbitos políticos, debe disponer de unas fuentes de
ingresos estables, y lo lógico y deseable sería que, al menos en parte, a su financiación
contribuyera directamente el propio ciudadano europeo. No obstante, esta idea de un tributo
europeo está apenas germinando, basándose el sistema de financiación, actualmente, en recursos
propios, derechos de aduana, derechos agrícolas, IVA y un recurso basado en la renta nacional
bruta.
Al analizar la actividad financiera realizada por una determinada
entidad pública, hay que prestar especial atención tanto a lo que es la
Hacienda Pública, como a los procedimientos a través de los cuales se
desarrolla.
El problema no está, pues, en que el gasto público, por ser una decisión de índole política no se
halle sujeto a límites jurídicos, sino más bien en la dificultad, por una parte, de demostrar
cuándo la aprobación por el legislativo de un determinado destino del gasto público viola los
principios y normas sancionados por la Constitución y, por otra parte, establecer los
mecanismos de tutela que garanticen a los ciudadanos el cumplimiento por el Estado del deber
de perseguir fines públicos. Tutela jurídica que, entendemos, no tiene que venir exclusivamente
por la vía procesal, sino también por vías institucionales y orgánicas (distribución de
competencias, controles internos, etc.).
Como consecuencia de ello, el contenido del art. 31.2 del texto constitucional ha trasladado el
debate a otro ámbito. La posibilidad o no de dotar de cobertura constitucional al principio de
justicia en el gasto público deja paso, como ya señaló RODRÍGUEZ BEREIJO, al análisis de
una cuestión distinta: determinar las vías que posibiliten la efectiva penetración del principio en
el ámbito normativo y determinar los mecanismos de tutela aptos para remover los obstáculos y
sancionar las contravenciones al mismo.
el sistema de cooperación financiera entre el Estado y las CCAA al servicio del objetivo de
estabilidad presupuestaria— reformularon los principios y procedimientos técnicos de política
presupuestaria. Supone la plasmación de una serie de principios generales —como el de
estabilidad presupuestaria en el sentido de equilibrio o superávit, de plurianualidad, de
transparencia— sin arraigo en nuestro sistema presupuestario, junto con el de eficiencia en la
asignación y utilización de los recursos públicos —éste sí previsto en el art. 31.2 CE—, y que
pretenden incentivar una asignación del gasto público más eficiente.
Sin embargo, debido a la pronta reacción de las Comunidades Autónomas contra dichas Leyes,
interponiendo recursos de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, y a la nada
velada intención de relajar las exigencias del principio de estabilidad presupuestaria, se procedió
a su reforma normativa. Al efecto, se dictaron la Ley 15/2006, de 26 de mayo, de reforma de la
Ley 18/2001, General de Estabilidad Presupuestaria, así como la Ley Orgánica 3/2006, de 26 de
mayo, de reforma de la LO 5/2001, de 13 de diciembre, complementaria de la Ley General de
Estabilidad Presupuestaria, disposiciones hoy derogadas por la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de
abril.
El
reiteradamente declarando la constitucionalidad de las Leyes
impugnadas —Sentencias del Pleno 134/2011, de 20 de julio, sobre
cuya estela se han dictado también por el Pleno las SSTC 185 a
189/2011, de 23 de noviembre, y 195 a 199/2011, de 13 de diciembre,
y 203/2011, de 14 de diciembre—. En todas ellas se declara la plena
constitucionalidad de las normas impugnadas y la competencia
estatal para dictar las normas controvertidas sobre estabilidad
presupuestaria, de conformidad con los títulos competenciales
previstos en el art. 149.1, aps. 13 y 14, CE, por una parte, y 149.1, aps.
11 y 18, por otra.
La reforma del art. 135 de la Constitución, publicada en el BOE el 27
de septiembre de 2011, a instancias de las instituciones comunitarias,
ha tratado de garantizar la observancia del principio de estabilidad
presupuestaria. Con esta reforma constitucional se ha introducido, al
máximo nivel normativo, una regla fiscal que limita el déficit público
de carácter estructural en nuestro país y limita la deuda pública al
valor de referencia del Tratado de Funcionamiento de la Unión
Europea. El nuevo art. 135 ordenó desarrollar el contenido de este
artículo en una Ley Orgánica antes del 30 de junio de 2012, mandato
que se ha concretado con la Ley Orgánica
1) Las prestaciones in natura de las que también son acreedores los entes públicos y que, aun
estando justificadas por la necesidad de satisfacer determinadas necesidades públicas, no
adoptan la forma de recursos monetarios, sino la de prestaciones en especie o prestaciones
personales.
El paradigma de la prestación in natura o personal es el servicio militar (art. 30 CE) que, con
diversas excepciones legales y hasta el año 2001, se impuso obligatoriamente a todos los
españoles varones. Este ejemplo sirve perfectamente para observar las diferencias existentes
entre estas prestaciones y los ingresos públicos.
2) Tampoco pueden calificarse como ingresos públicos los bienes adquiridos mediante
expropiación forzosa o confiscación, por ejemplo.
Por otra parte, el objetivo de financiar las necesidades públicas es lo que distingue los ingresos
públicos de otros ingresos dinerarios, las sanciones pecuniarias. Éstas, aunque una vez
recaudadas coadyuvan a la satisfacción de los gastos públicos, tienen como razón de ser la
represión de los comportamientos antijurídicos (así se afirma en las SSTS de 26 de abril de
2005, que acabamos de mencionar, y 10 de febrero de 2010 (RJ 2010\1319).
1) Son ingresos de Derecho público los tributos, los ingresos derivados de monopolios, las
prestaciones patrimoniales de Derecho público (con las precisiones que haremos más adelante)
y los ingresos procedentes de la Deuda pública; e ingresos de Derecho privado los derivados de
la explotación de bienes patrimoniales, incluidos los que proceden de actividades mercantiles e
industriales realizadas por entes públicos.
2) La misma distinción se recoge en las normas que regulan las Haciendas de las distintas
Comunidades Autónomas.
3) En el ámbito local, los arts. 2.o, apartado 2; 3.o y 4.o TRLHL reproducen, casi literalmente,
la misma clasificación. Así, el primero alude a los ingresos de Derecho público, y los dos
últimos a los que se rigen por el Derecho privado.
Los primeros son los que afluyen al Estado (o a los demás Entes
públicos) de manera regular, mientras que los segundos sólo se
obtienen en circunstancias especiales, respectivamente.
La distinción puede completarse con algunas aclaraciones:
1) Es difícil apreciar hoy día la existencia de ingresos extrapresupuestarios, dado que chocan
tanto con el principio presupuestario de universalidad (todos los ingresos y gastos deben estar
consignados en el Presupuesto), como con el principio de unidad (debe existir un único
presupuesto por cada ente público).
a) En el primero de ellos (art. 338) se dice que los bienes del Estado
son de dominio público o de propiedad privada.
1) La distinción entre los bienes de dominio público y los patrimoniales tiene incluso reflejo
constitucional (art. 132).
2) La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas (LPAP) reafirma esta distinción. Los
bienes de dominio público se mencionan en su art. 5.1, y los patrimoniales en el art. 7.1.
«Los montes vecinales en mano común tienen naturaleza especial derivada de su propiedad en
común sujeta a las limitaciones de indivisibilidad, inalienabilidad, imprescriptibilidad e
inembargabilidad. Sin perjuicio de lo previsto en el artículo 2.1 de esta Ley, se les aplicará lo
dispuesto para los montes privados.»
última, al redactar estas líneas, por la Ley 6/2018, de 3 de julio, de Presupuestos Generales del
Estado para 2018).
El contenido de la LPAP se puede sintetizar del modo siguiente:
El Auto del TS de 1 de julio de 2010 (JUR 2010\287938) planteó una cuestión prejudicial ante
el TJUE preguntando si la prohibición impuesta a los titulares de expendedurías de tabaco para
desarrollar la actividad de importación de labores de tabacos desde otros Estados miembros,
conforme al Derecho interno español, constituía una restricción cuantitativa a la importación o
una medida de efecto equivalente, prohibidas ambas por el art. 34 del Tratado de
Funcionamiento de la Unión Europea (antiguo art. 285 TCE). El TJUE, en la Sentencia de 26 de
abril de 2012 [Asunto C- 56/10, Asociación Nacional de Expendedores de Tabaco y Timbre
(ANETT)], consideró que, en efecto, las prohibiciones indicadas eran contrarias a lo dispuesto
en el art. 34 TFUE.
sorteos, loterías o juegos cuyo ámbito exceda de una CA; d) la autorización de apuestas
deportivas sea cual sea su ámbito territorial.
El gravamen especial del 20 por 100 sobre los premios de las loterías públicas superiores
actualmente a 20.000 euros, establecido en la Ley 16/2012, de 27 de diciembre, por la que se
adoptan diversas medidas tributarias dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y al
impulso de la actividad económica (art. 2.Tres), no es un ingreso monopolístico, sino un
impuesto directo sobre estas ganancias patrimoniales, impuesto que forma parte del IRPF o del
IS, según la naturaleza de la persona que obtenga el premio.
De lo que hemos examinado hasta aquí se puede extraer, como conclusión importante, que para
hacer frente a sus necesidades (que son las de todos los ciudadanos), los Entes públicos
disponen de una amplia panoplia de ingresos. En alguno de los epígrafes anteriores hemos
realizado una síntesis del régimen de los ingresos públicos de Derecho privado, pero resulta
evidente que nuestro interés debe centrarse en los ingresos que hemos denominado de Derecho
público. A ello se dedicarán las Lecciones que siguen, pero ya podemos adelantar que el tributo
es el ingreso público (y de Derecho público) por antonomasia. Su importancia como
instrumento fundamental de la financiación de los gastos públicos es indudable, por lo que a
definir sus contornos y su régimen jurídico dedicaremos la atención y el detalle que el asunto
merece.
Simplificando bastante, las posturas sobre las relaciones que existen entre las prestaciones
patrimoniales de carácter público y los tributos se pueden resumir así:
a) Según la primera, ambas figuras tienen un ámbito material diferente, de tal modo que las
prestaciones patrimoniales de carácter público son el género (más amplio), y el tributo (de
ámbito más restringido) es una de sus especies. Esta postura se defendió en numerosas SSTC,
entre las que podemos mencionar, las n.o 185/1995, de 14 de diciembre, 182/1997, de 28 de
octubre; 63/2003, de 27 de marzo; 102/2005, de 20 de abril; 121/2005, de 10 de mayo, y de 9 de
mayo de 2019 donde se dice expresamente que «el tributo es una especie, dentro la más
genérica categoría de prestaciones patrimoniales de carácter público». Y también en algunas
SSTS, como la de 14 de julio de 2015 (RJ 2015\3278).
a) Las cantidades percibidas por los concesionarios privados de servicios públicos, sobre todo
en el ámbito local (suministro de agua, transporte público de personas, retirada y reciclaje de
residuos, etc.).
b) Los servicios portuarios a que se refiere la STC 74/2010, de 18 de octubre y, entre otras, la
STS de 8 de febrero de 2012 (RJ 2012\3835).
c) Las cantidades exigidas a las personas físicas, los grupos empresariales y las personas
jurídicas no integradas en ellos, que se dediquen en España a la fabricación o importación de
medicamentos, sustancias medicinales y cualesquiera otros productos sanitarios, establecidas
por la Disposición adicional 9.a de la Ley 25/1990, del Medicamento (que fue añadida por la
disposición adicional 48.a de la Ley 2/2004, de Presupuestos Generales del Estado para 2005).
A estas prestaciones se refirieron las SSTS de 14 julio (dos) de 2015 (RJ 2015\3276 y 3278),
una de ellas ya citada, haciéndose eco de la STC 44/2015, de 5 de marzo. La misma doctrina se
puede ver, entre otras muchas, en las SSTS de
15 de julio (dos) de 2015 (RJ 2015\3934 y 5987), y 11 de febrero (dos) de 2016 (RJ 2016\678 y
681).
«En este caso tendríamos una prestación patrimonial impuesta coactivamente, sin naturaleza
tributaria, en beneficio de la producción de películas. No cabe duda de que el supuesto supone
en todo caso una modalidad especial de prestación patrimonial pública, puesto que no se
produce en beneficio de ningún otro sujeto público o privado ajeno al propio obligado (aunque
indirectamente sí suponga la existencia de beneficiarios, como lo serían todos los que
participan profesionalmente de un modo u otro en dicha actividad financiada de manera
forzosa). Por otra parte, al carecer de naturaleza tributaria, pierden relevancia los argumentos
de la parte referidos a falta de determinación del hecho imponible o a que la prestación no esté
destinada a un gasto.»
En este caso, se establecen en la ley de contratos los criterios para su determinación, que se
anudan al coste objeto del propio contrato, pudiendo variar en función del mismo.»
En el ámbito local, que parece ser el más proclive a la aparición de estas prestaciones, al menos
en línea de principio, la regulación no ha podido ser más desafortunada:
a) El artículo 20 TRHL, en cuyo apartado 6 (añadido también por la Ley de contratos del sector
público) se contempla su existencia, está dedicado a la regulación del hecho imponible de las
tasas (que es una prestación pública de carácter tributario).
b) Es evidente que en este campo la deslegalización ha sido total porque se dice que este tipo de
prestaciones económicas se regularán mediante ordenanza, norma que evidentemente tiene
carácter reglamentario.
c) El mismo precepto dice que los Entes locales, durante el procedimiento de aprobación de las
ordenanzas reguladoras de las prestaciones públicas de carácter no tributario, deberán solicitar
un informe preceptivo de aquellas Administraciones Públicas a las que el ordenamiento jurídico
atribuyera alguna facultad de intervención sobre ellas. Pero nada se sabe sobre el contenido de
este informe preceptivo, lo que ya está planteando problemas en la práctica.
El problema es que no existe norma alguna que prevea lo que hemos apuntado.
De otra parte, la fundamentación del tributo en el poder de imperio del Estado comportó la
marginación de los principios de justicia tributaria —y especialmente el de capacidad
económica— al ámbito de lo metajurídico, al no considerarlos vínculos para el legislador sino,
en el mejor de los casos, meras orientaciones de las que se puede prescindir al carecer de la
vinculatoriedad propia de toda norma jurídica.
No hay lugar, en el Estado de Derecho, para un poder soberano, es decir, para un poder
sustraído a toda regla; de forma que en un Estado de Derecho el poder financiero, al igual que
cualquier otra manifestación del poder político, debe ejercitarse en el marco del Derecho, esto
es, del Ordenamiento jurídico en su conjunto (y no sólo en el de las concretas normas jurídicas,
conforme a los postulados del hoy definitivamente superado positivismo legalista). Es, pues, el
Ordenamiento jurídico en su totalidad el que, al tiempo que legitima, delimita el ejercicio del
poder financiero en sus diferentes manifestaciones.
Siendo cometido esencial del Derecho Financiero (y, en general, de todo el Derecho público) el
de hacer posible la sujeción del Poder al Derecho, asegurando su efectiva juridificación y
control, el estudio de los límites jurídicos del poder financiero se extiende al estudio del
Derecho Financiero en su totalidad, pues como ya advirtiera L. VON STEIN, el Derecho
Financiero no es otra cosa que «los límites jurídicos» del poder financiero.
Resulta evidente, pues, que los límites al poder financiero de los entes
públicos deben buscarse, en primer término, en las normas y
principios que integran la Constitución financiera y que, básicamente,
aspiran a resolver o afrontar, al menos, los dos problemas
fundamentales planteados en materia financiera y que se concretan en
determinar: a) cómo
A los fines que ahora interesan basta referirse a una parte de ese
Derecho comunitario financiero que integra, a su vez, el Derecho
fiscal europeo, en el que cabría asimismo destacar una doble
proyección: de una parte, el conjunto de normas y principios que
regulan los recursos tributarios de la Hacienda de las Comunidades y,
de otra, las normas y principios comunitarios que inciden directamente
en el poder impositivo nacional o, más genéricamente, en los
Ordenamientos tributarios de los Estados miembros.
Como recuerda la STC 215/2014, de 18 de diciembre, «fruto de los compromisos derivados del
«Pacto de Estabilidad y Crecimiento», se aprobaron en España la Ley 18/2001, de 12 de
diciembre, General de Estabilidad Presupuestaria, y la Ley Orgánica 5/2001, de 13 de
diciembre, complementaria a la Ley General de Estabilidad Presupuestaria, con la finalidad de
promover una actuación presupuestaria coordinada de todas las Administraciones públicas
(central, autonómica y local), de cara a la estabilidad económica interna y externa. Las
anteriores normas legales fueron luego modificadas, respectivamente, por la Ley 15/2006, de 26
de mayo y por la Ley Orgánica 3/2006, de 26 de mayo, con la intención de introducir un nuevo
mecanismo para la determinación del objetivo de estabilidad de las Administraciones públicas
territoriales y sus respectivos sectores públicos.
Importa destacar que conforme a lo previsto en el art. 15.4 y 5 de la LO 2/2012, para la fijación
de los objetivos de estabilidad presupuestaria y de deuda pública el Gobierno tendrá en cuenta
las recomendaciones y opiniones emitidas por las instituciones de la Unión Europea sobre el
Programa de Estabilidad de España o como consecuencia del resto de mecanismos de
supervisión europea; y que la propuesta de fijación de los objetivos de estabilidad
presupuestaria y de deuda pública deberá estar acompañada de un informe elaborado por el
Ministerio de Economía
teniendo en cuenta las previsiones del Banco Central Europeo y de la Comisión Europea.
Advierte la STC 215/2014, de 18 de diciembre, que «aun cuando el incumplimiento del Derecho
de la Unión Europea no justifica la asunción por el Estado de una competencia que no le
corresponde, tampoco le impide
(Disp. Adic. 2.a), asumirán en la parte que les sea imputable las responsabilidades que se
deriven de tal incumplimiento.
Pues bien, al igual que todos los poderes y todos los deberes públicos
previstos en la Constitución, el poder financiero requiere de un
proceso de concreción sucesiva para asegurar su operatividad; proceso
a través del cual se dotan de contenido las previsiones y enunciados
(de poder y deber) abstracta y genéricamente formulados en el texto
constitucional. Proceso, en definitiva, mediante el que el poder de
establecer tributos (art. 133 CE) se traduce en las concretas
pretensiones tributarias contenidas en los actos administrativos de
liquidación o imposición, o mediante el que el poder de gastar, esto
es, el poder de aprobar los Presupuestos y autorizar el gasto público,
se convierte —a través de la disposición de los créditos
presupuestarios y del procedimiento de ejecución del gasto público—
en concretas órdenes de pago con las que satisfacer y dar
cumplimiento a determinadas obligaciones económicas de los entes
públicos.
2. En el plano constitucional el poder financiero se concreta en la
atribución de una serie de competencias constitucionales financieras:
en síntesis, aprobar los Presupuestos, autorizar el gasto público y
establecer y ordenar los recursos financieros para financiarlo. Y en un
Estado de estructura plural o compuesta en el que se produce una
distribución vertical del poder político y, por ende, del poder
financiero, tales competencias financieras se atribuyen por la
Constitución a los diferentes entes públicos territoriales para el
desarrollo y ejecución de sus competencias materiales, esto es, de su
ámbito material de competencias.
(art. 97 CE).
Competencias normativas (reglamentarias) del Gobierno que son más amplias, sobre todo, en
materia presupuestaria, hasta el punto de que, repasando las atribuciones propias del Ejecutivo
en todo el ciclo presupuestario, no es difícil convenir con quienes consideran el poder financiero
como un poder indiviso entre el Parlamento y el Gobierno.
las
disposiciones reglamentarias— integran el Ordenamiento, lo definen y
ofrecen a la Hacienda Pública, a la Administración y al ciudadano una
situación exacta de la posición en la que respectivamente se
encuentran. Se concreta así por el Ordenamiento financiero:
»Ahora bien, incluso en la única relación posible, la de la Generalitat con el Estado “central” o
“general”, dicha relación, amén de no ser excluyente de la multilateralidad, como el propio
precepto impugnado reconoce, no cabe entenderla como expresiva de una relación entre entes
políticos en situación de igualdad, capaces de negociar entre sí en tal condición, pues, como este
Tribunal ha constatado desde sus primeros pronunciamientos, el Estado siempre ostenta una
posición de superioridad respecto de las Comunidades Autónomas (STC 4/1981, de 2 de
febrero, FJ 3.o). De acuerdo con ello, el principio de bilateralidad sólo puede proyectarse en el
ámbito de las relaciones entre órganos como una manifestación del principio general de
cooperación, implícito en nuestra organización territorial del Estado (STC 194/2004, de 4 de
noviembre, FJ 9.o)» (STC 31/2010, FJ 13).
que ahora importa— se traduce en una doble exigencia: de una parte, prevenir que la utilización
del poder financiero del Estado pueda «desconocer, desplazar o limitar» las competencias
materiales autonómicas. Y, de otra, «evitar asimismo que la extremada prevención de
potenciales injerencias competenciales acabe por socavar las competencias estatales en materia
financiera, el manejo y la disponibilidad por el Estado de sus propios recursos y, en definitiva,
la discrecionalidad política del legislador estatal en la configuración y empleo de los
instrumentos esenciales de la actividad financiera pública» (STC 13/1992, FJ 2.o). Doctrina que
ha venido reiterándose, entre otras, en las SSTC 49/1995, FJ 4.o; 68/1996, FJ 2.o; 13/2007, FJ
3.o; 32/2012, FJ 6.o; 123/2012, FJ 7.o y 133/2012, FJ 4.o.
Como señala la STC 31/2010, de 28 de junio, «las competencias del Estado dependen
mediatamente en su contenido y alcance de la existencia y extensión de las competencias
asumidas por las Comunidades Autónomas en el marco extraordinariamente flexible
representado por el límite inferior o mínimo del art. 148 CE y el máximo o superior, a
contrario, del art. 149 CE. Esto no hace del Estatuto, sin embargo, una norma atributiva de las
competencias del Estado. Las estatales son siempre competencias de origen constitucional
directo e inmediato; las autonómicas, por su parte, de origen siempre inmediatamente estatutario
y, por tanto, sólo indirectamente constitucional» (FJ 4.o).
Varias son las parcelas que hay que distinguir dentro de esta materia.
«Hay que partir de que el Estado tiene atribuida la competencia exclusiva en materia de
“Hacienda general” (art. 149.1.14.a CE), así como la potestad originaria para establecer tributos
mediante Ley (art. 133.1 CE), lo que, unido a que también corresponde al legislador orgánico la
regulación del ejercicio de las competencias financieras de las Comunidades Autónomas (art.
157.3 CE), determina que aquél “sea competente para regular no sólo sus propios tributos, sino
también el marco general de todo el sistema tributario y la delimitación de las competencias
financieras de las Comunidades Autónomas respecto de las del propio Estado” (STC 72/2003,
de 10 de abril, FJ 5.o)» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 130).
Por otra parte, como advierte la STC 215/2014, de 18 de diciembre, «el Estado es el competente
para regular la materia relativa a la estabilidad presupuestaria ex art. 149.1, apartados 11.a, 13.a,
14.a y 18.a CE (SSTC 134/2011, de 20 de junio, FJ 11; 157/2011, de 18 de octubre, FJ 3.o y
203/2011, de 14 de diciembre, FJ 5.o), salvo en aquellos aspectos cuyo conocimiento le ha sido
atribuido a las Instituciones de la Unión Europea con fundamento en el art. 93 CE (STC
61/2013, de 14 de marzo, FJ 5.o)» (FJ 3.o).
El legislador estatal resulta asimismo garante tanto de la unidad de la Nación española (art. 2
CE) y de la «unicidad del orden económico nacional» («presupuesto necesario —como
reconoce la STC 1/1982— para que el reparto de competencias entre el Estado y las distintas
Comunidades Autónomas en materias económicas no conduzca a resultados disfuncionales y
desintegradores»), como de la «igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y
en el cumplimiento de los deberes constitucionales» (art. 149.1.1.a CE), y de la «igualdad
sustancial de la situación jurídica de los españoles, en cuanto tales, en todo el territorio nacional
(art. 139.1 CE)» (STC 52/1988, FJ 3.o) y, en fin, de la «igualdad de las condiciones básicas de
ejercicio de la actividad económica», como exigencia de la unidad de mercado (SSTC 88/1986,
FJ 6.o; y 64/1990, FJ 3.o).
La LGT pretende adecuarse a las exigencias de la organización
territorial y a las reglas constitucionales de distribución de
competencias, afirmando en su art. 1 que la Ley «establece los
principios y las normas jurídicas generales del sistema tributario
español y será de aplicación a todas las Administraciones tributarias,
en virtud y con el alcance que se deriva del artículo 149.1.1.a, 8.a,
14.a y 18.a de la Constitución».
Especifica la Exposición de Motivos de la LGT que «de los títulos competenciales previstos en
el apartado 1 del artículo 149 de la Constitución, esta ley se dicta al amparo de lo dispuesto para
las siguientes materias: 1.a, en cuanto regula las condiciones básicas que garantizan la igualdad
en el cumplimiento del deber constitucional de contribuir; 8.a, en cuanto se refiere a la
aplicación y eficacia de las normas jurídicas y a la determinación de las fuentes del derecho
tributario; 14.a, en cuanto establece los conceptos, principios y normas básicas del sistema
tributario en el marco de la Hacienda general; y 18.a, en cuanto adapta a las especialidades del
ámbito tributario la regulación del procedimiento administrativo común, garantizando a los
contribuyentes un tratamiento similar ante todas las Administraciones tributarias».
Resulta evidente, no obstante, que la aplicación de la LGT no se proyecta únicamente sobre las
Administraciones tributarias, como declara el art. 1, ni tampoco ciñe su regulación a «las
relaciones entre la Administración tributaria y los contribuyentes», como empieza diciendo la
Exposición de Motivos. Dentro de los títulos competenciales que invoca, también cabe la
regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad en el cumplimiento del deber
de contribuir (art. 149.1.1.a CE) y el establecimiento de los conceptos, principios y normas
básicas del sistema tributario en el marco de la Hacienda general (art. 149.1.14.a CE).
Hay que hacer referencia a ciertas concepciones que entienden que sólo el Estado tiene poder
financiero originario, mientras Comunidades Autónomas y Corporaciones Locales sólo gozan
de poder derivado. Reaparece así una distinción clásica, que pensamos carece de acomodo
alguno en nuestro vigente ordenamiento constitucional.
La distinción surge en un marco histórico muy distinto: aquel en el que comienza a construirse
el concepto de soberanía política, concretada en la titularidad de los poderes para acuñar
moneda, declarar la guerra y establecer tributos. En este marco —siglos XV y XVI— encuentra
su más cabal significado la distinción entre poder originario y poder derivado. El primero se
manifiesta plenamente coincidente con la acepción sociológica del término, como una categoría
jurídica que rememora un poder autónomo, carente de ulteriores limitaciones externas al mismo,
como un poder, en suma, que encuentra en su misma existencia la razón última y única de su
actuación.
Con posterioridad, la anotada distinción sigue utilizándose como elemento diferenciador entre el
poder atribuido al Estado por la Constitución y el reconocido a otros entes territoriales no ya por
la Constitución, sino por la Ley estatal. Precisamente por ello tal poder se califica como
derivado, en cuanto dimana del poder estatal y carece de cobertura constitucional directa.
En la doctrina española, vigentes las Leyes Fundamentales del régimen del general Franco, se
entendía que sólo el Estado tenía poder originario, puesto que tanto el art. 9 del Fuero de los
Españoles como el art. 19 de la Ley de Cortes atribuían el poder tributario sólo al Estado y tanto
Municipios como Provincias tenían un poder derivado, condicionado por la Ley estatal. Incluso
en los casos de Álava y Navarra se entendía por la doctrina mayoritaria que tenían un poder
derivado, ya que —pese al proclamado carácter pactista de los Conciertos Económicos con
dichos territorios— ninguna referencia explícita al poder financiero de tales territorios se
contenía en las Leyes Fundamentales.
Por todo ello, cabe afirmar que más que la distinción poder originario, poder derivado, lo que
existe es una diferencia en los límites. Conviene, no obstante, hacer notar la rotundidad y el
énfasis puesto por el legislador constituyente en este poder tributario estatal, al predicar del
mismo su carácter originario y su titularidad exclusiva (art. 133.1).
Como advierte la STC 31/2010, de 28 de junio, «las estatales son siempre competencias de
origen constitucional directo e inmediato; las autonómicas, por su parte, de origen siempre
inmediatamente estatutario y, por tanto, sólo indirectamente constitucional» (FJ 4.o).
también, y de forma fundamental, con la capacidad del sistema tributario para generar un
sistema propio de recursos como fuente principal de los ingresos de Derecho público» (SSTC
289/2000, FJ 3.o, y 168/2004, FJ 4.o).
Es manifiesta «la voluntad del legislador estatal de estructurar un nuevo sistema de financiación
menos dependiente de las transferencias estatales y más condicionado a una nueva estructura del
sistema tributario que haga a las Comunidades Autónomas “corresponsables” del mismo [...].
Concepto éste, el de la “corresponsabilidad fiscal”, que no sólo constituye la idea fundamental
de dicho modelo sino que además se erige en el objetivo a conseguir en los futuros modelos de
financiación (STC 289/2000, de 30 de noviembre, FJ 3.o)» (STC 204/2011, de 15 de diciembre,
FJ 8.o). «A esta perspectiva debe añadirse la necesidad de garantizar que el sistema tributario en
su conjunto, y los distintos subsistemas tributarios que lo integran (autonómico y local), puedan
desarrollar la capacidad de sostener los ingresos públicos, dando así cumplimiento a las
exigencias derivadas de la estabilidad presupuestaria» [STC 53/2014, de 10 de abril, FJ 3.oa)].
«Los conflictos entre el Estado y las Comunidades Autónomas — conflictos “de competencia”
los llama la Constitución en su artículo 161.1.c)— están al servicio de la preservación del
«orden de competencias» establecido, para aquél y para éstas, en el bloque de la
constitucionalidad (arts. 62 y 63 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional: LOTC) [...].
Las inconstitucionalidades a depurar por este cauce son, pues, las que traen causa de la
infracción de aquel “orden de competencias” [...]. Así lo viene preservando este Tribunal (...,
véase la STC 162/2013, de 26 de septiembre, FJ 2.o). No hay, en otras palabras, conflicto sin
disputa competencial, por más que ello no necesariamente requiera que quien lo promueva
denuncie una invasión de competencias que reivindique para sí (por todas, SSTC 253/2005, de
11 de octubre, FJ 2, y 6/2012, de 18 de enero, FJ 3.o). Pero esto en modo alguno implica que en
su planteamiento y resolución no quepa invocar y tomar en consideración, junto a las normas
articuladoras de competencias, otros preceptos constitucionales de contenido diverso, preceptos
cuya aducida infracción no permitiría, por sí sola, acudir a este cauce, pero que sí pueden ser
referencia adecuada, para las partes y para el propio Tribunal, a efectos de fijar en sus justos
términos el sentido y alcance de una controversia de este género. Negar tal posibilidad sería
desconocer el principio mismo de unidad de una Constitución que “no es la suma y el agregado
de una multiplicidad de mandatos inconexos” (STC 12/2008, de 29 de enero, FJ 4.o), así como
el valor de la interpretación sistemática trasunto de aquel principio de unidad de la Constitución
(por todas las resoluciones en este sentido, SSTC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 4.o, y 16/2003,
de 30 de enero, FJ 5.o). [...] Es doctrina constante de este Tribunal que el conflicto de
competencia es “un cauce reparador, sin que pueda utilizarse con funciones meramente
preventivas ante posibles sospechas de actuaciones viciadas de incompetencia” (STC 166/1987,
de 28 de octubre, FJ 2; en términos análogos, SSTC 249/1988, de 20 de diciembre, FJ 5.o, y
120/2012, de 4 de junio, FJ 8.o)» (STC 52/2017, de 10 de mayo, FJ 2.o).
facultades para el desarrollo de las bases estatales sobre el régimen jurídico de las
Administraciones Públicas ex art. 149.1.18.a CE.
Conforme a lo dispuesto en el art. 2, apartado 1 de la LBRL, modificado por la Ley 27/1913, de
27 de diciembre, de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, para «la
efectividad de la autonomía garantizada constitucionalmente a las Entidades Locales, la
legislación del Estado y la de las Comunidades Autónomas, reguladora de los distintos sectores
de acción pública, según la distribución constitucional de competencias, deberá asegurar a los
Municipios, las Provincias y las Islas su derecho a intervenir en cuantos asuntos afecten
directamente al círculo de sus intereses, atribuyéndoles las competencias que proceda en
atención a las características de la actividad pública de que se trate y a la capacidad de gestión
de la Entidad Local, de conformidad con los principios de descentralización, proximidad,
eficacia y eficiencia, y con estricta sujeción a la normativa de estabilidad presupuestaria y
sostenibilidad financiera.»
Examinándose más adelante las competencias autonómicas en relación con las Haciendas
Locales, corresponde ahora analizar las competencias del Estado en la ordenación del régimen
financiero local.
«En definitiva, la autonomía local consagrada en el art. 137 CE (con el complemento de los arts.
140 y 141 CE) se traduce en una garantía institucional de los elementos esenciales o del núcleo
primario del autogobierno de los Entes locales territoriales, núcleo que debe necesariamente
ser respetado por el legislador (estatal, autonómico, general o sectorial) para que dichas
Administraciones sean reconocibles en tanto que entes dotados de autogobierno» (STC 51/2004,
de 13 de abril, FJ 9.o).
tributos sobre las materias que la legislación de Régimen Local reserve a las Corporaciones
Locales, aquéllas deberán establecer las medidas de compensación o coordinación adecuadas a
favor de tales Corporaciones Locales, de modo que sus ingresos no se vean mermados ni
tampoco reducidos en sus posibilidades de crecimiento futuro (art. 6.3); el establecimiento de
normas procedimentales (art. 23) y órganos capaces de resolver (la Junta Arbitral del art. 24) los
conflictos que, en el nuevo régimen de cesión de tributos, puedan suscitarse entre las distintas
Comunidades Autónomas, y entre éstas y el Estado, con motivo del ejercicio de sus respectivas
competencias, determinadas por la aplicación de los puntos de conexión en cada tributo cedido.
También en el ámbito del sistema tributario local, la Ley de Haciendas Locales prevé los
mecanismos para que se produzca una adecuada coordinación entre tributos estatales y locales,
bien mediante la fijación de criterios valorativos comunes, bien mediante la deducción en
tributos estatales de cantidades satisfechas por tributos locales, etc. Así se ha reafirmado
expresamente por la STC 179/1985, de 19 de diciembre.
Repárese en que, en esta materia, las Comunidades Autónomas, de acuerdo con sus Estatutos,
podrán establecer su propio régimen patrimonial, en el marco de la legislación básica del Estado
[art. 17.e) LOFCA]. La STC 85/1984, de 26 de julio, ha señalado que dicha legislación básica
no se identifica con la Ley del Patrimonio del Estado, dado que no todo su contenido debe
considerarse como básico, precisando además que la competencia para dictar las bases se
asienta en los aps. 8 y 18 del art. 149.1 CE. También la STC 14/1986, de 31 de enero, declara
competencia del Estado la regulación de sociedades públicas, de acuerdo con los aps. 6 y 18 del
art. 149.1 CE.
F) Ingresos crediticios
Afirma el Tribunal Constitucional que «el poder de gasto del Estado o de autorización
presupuestaria, manifestación del ejercicio de la potestad legislativa atribuida a las Cortes
Generales (arts. 66.2 y 134 CE) no se define por conexión con el reparto competencial de
materias que la Constitución establece (arts. 148 y 149 CE), al contrario de lo que acontece con
la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas que se vincula al desarrollo y ejecución
de las competencias que, de acuerdo con la Constitución, le atribuyan los respectivos Estatutos
y las Leyes (art. 156.1 CE y art. 1.1 LOFCA). Por consiguiente, el Estado siempre podrá, en uso
de su soberanía financiera (de gasto, en este caso), asignar fondos públicos a unas finalidades u
otras, pues existen otros preceptos constitucionales (y singularmente los del Capítulo III del
Título I) que legitiman la capacidad del Estado para disponer de su Presupuesto en la acción
social o económica.
Recuerda la STC 128/2016, de 7 de julio que «ninguna duda puede haber sobre la exclusiva
competencia de la Generalitat para organizar, en el respeto a la Constitución y al Estatuto de
Autonomía de Cataluña, su propia Administración y su Administración tributaria (arts. 150, 204
y 205 EAC, relativo, el primero, a la organización de la Administración de la Generalitat, el
segundo a la Agencia Tributaria de Cataluña y el último a los órganos económico-
administrativos) [...]. Tampoco puede ser objeto de discusión que la Comunidad Autónoma
ostenta o, según los casos, puede ejercer competencias normativas en el orden tributario y ello
tanto respecto de los tributos que cree, competencia in proprio (arts. 133.3 CE y 203.5 EAC),
como por lo que se refiere a los que le hayan sido cedidos por el Estado total o parcialmente, si
bien tal potestad normativa lo será sólo «en su caso» —esto es, de conformidad con lo que
disponga la legislación del Estado— para los tributos objeto de cesión parcial [art. 157.1 a) CE,
apartados a) y b) del art. 203.2 EAC, arts. 10 y 19 LOFCA y art. 2 de la también ya citada Ley
16/2010]. Siendo esto así ninguna objeción merecerían en principio [...] las previsiones de la
disposición adicional vigésima segunda en orden a que por el Gobierno se preparara y
Añade más adelante el Tribunal Constitucional que «una Comunidad Autónoma no puede
asumir más potestades, competencias en sentido propio o funciones, sobre las ya recogidas en
su Estatuto en vigor, si no es mediante modificaciones normativas que quedan extramuros de su
capacidad de decisión. No puede tampoco ni pretender tal asunción por la sola autoridad de sus
órganos ni anticipar en sus normas, como aquí se ha hecho, los resultados de una tal hipotética
modificación competencial. Sí puede siempre la Asamblea de una Comunidad Autónoma
ejercer la atribución que confiere a todas el artículo 86.2 CE para proponer, o solicitar se
proponga, la adopción por las Cortes Generales de determinada legislación o, incluso, la
revisión misma de la Constitución (art. 166 CE), todo ello con independencia del específico
procedimiento establecido en cada Estatuto de Autonomía para su propia reforma. Pero esa
atribución para instar se dé inicio al procedimiento legislativo o al de revisión constitucional no
ampararía nunca el que se anticipara su resultado, incierto por definición, en actuaciones o en
normas» (STC 128/2016, de 7 de julio, FJ 6.o c). Véase en igual sentido la STC 116/2017, de 19
de octubre, FJ 4.o).
la que aquélla remite (art. 157.3 CE)” [STC 134/2011, de 20 de julio, FJ 10]» (STC 215/2014,
FJ 7.o).
«Al Estado le corresponde garantizar el principio de solidaridad (art. 138.1 CE), por lo que un
Estatuto de Autonomía no puede contener criterios que desvirtúen o limiten dicha competencia
estatal» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 131).
La técnica de las denominadas «balanzas fiscales» pretende servir para cuantificar la diferencia
entre lo que una determinada circunscripción territorial aporta a la circunscripción nacional más
amplia en la que se integra, y lo que de ésta recibe, pretendiendo establecer a partir de ella el
llamado «saldo fiscal». Una balanza fiscal —escribe el profesor Leopoldo GONZALO—
consiste en el registro sistemático de los flujos financieros de ingresos y gastos públicos que han
tenido lugar durante un período de tiempo (normalmente un año) entre una parte del territorio
nacional y el resto del mismo. Se trata, en definitiva, de un instrumento contable ideado para
conocer el grado de solidaridad entre las diferentes regiones del país, que sirva además para
incrementar, sobre una base objetiva, las políticas que garanticen el cumplimiento del principio
de solidaridad de los arts. 2 y 138 CE. Sin embargo, la solvencia científica de este instrumento
contable es más que discutible, al igual que lo es su operatividad, pues tanto el concepto de
balanza fiscal como el propio art. 2 CE refieren el principio de solidaridad exclusivamente a los
territorios, siendo así que sólo las personas, los ciudadanos, pueden ser sujetos activos o
beneficiarios de tan solemne imperativo constitucional; de manera que —concluye el profesor
L. GONZALO — el problema de la «redistribución solidaria» habría que reconducirlo a otro
plano distinto: al de los ciudadanos y al del modelo de Estado.
Hay que señalar, además, que las limitaciones derivadas del principio
de solidaridad no sólo se imponen a la acción del Estado, sino, en
general, a la acción de todos los poderes públicos en el ejercicio de
sus competencias; y de ahí que las exigencias constitucionales de la
solidaridad no sólo se proyecten sobre el sistema de financiación de
las Comunidades Autónomas (art. 156.1 CE), sino sobre el conjunto
de instrumentos a través de los que se desenvuelve la actividad
económico-financiera de los diferentes entes públicos territoriales.
El TC «ha rechazado expresamente que las relaciones entre el Estado y las Comunidades
Autónomas puedan sustentarse en el principio de reciprocidad (SSTC 132/1998, de 18 de junio,
FJ 10, y las allí citadas), dada la posición de superioridad del Estado (STC 4/1981, FJ 3.o) y que
a él le corresponde la coordinación en la materia financiera, que lleva implícita la idea de
jerarquía» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 132).
»Y si, como es lógico, de dicho ejercicio derivan desigualdades en la posición jurídica de los
ciudadanos residentes en cada una de las distintas Comunidades Autónomas, no por ello
resultan necesariamente infringidos los artículos 1, 9.2, 14, 139.1 y 149.1.1.a de la Constitución,
ya que estos preceptos no exigen un tratamiento jurídico uniforme de los derechos y deberes de
los ciudadanos en todo tipo de materias y en todo el territorio del Estado, lo que sería
frontalmente incompatible con la autonomía, sino, a lo sumo, y por lo que al ejercicio de los
derechos y al cumplimiento de los deberes constitucionales se refiere, una igualdad de las
posiciones jurídicas fundamentales» (SSTC 37/1987, FJ 10, y 150/1990, FJ 7.o). «El principio
de igualdad —advierte, por su parte, el Tribunal Supremo— no implica en
todos los casos un tratamiento legal e igual con abstracción de cualesquiera elementos
diferenciados de trascendencia jurídica, pues llevado a su última consecuencia sería
incompatible con el de autonomía de la imposición de exacciones y la intensidad de las cargas
tributarias, y como dice el Tribunal Constitucional en Sentencia 37/1981, de 16 de noviembre,
la igualdad no puede ser entendida como una rigurosa y monolítica uniformidad del
Ordenamiento [...]» (STS de 22 de enero de 2009, Rec. 3372/2004, FJ 2.o). «Ahora bien, lo que
no le es dable al legislador —desde el punto de vista de la igualdad como garantía básica del
sistema tributario— es localizar en una parte del territorio nacional, y para un sector o grupo de
sujetos, un beneficio tributario sin una justificación plausible que haga prevalecer la quiebra del
genérico deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos sobre los objetivos de la
redistribución de la renta (art. 131.1 CE) y de solidaridad (art.138.1 CE), que la Constitución
española propugna y que dotan de contenido al Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1
CE)» (STC 96/2002, de 25 de abril, FJ 8.o). La garantía constitucional del art. 139.1 CE
constituye una «manifestación concreta del principio de igualdad del art. 14 CE, que, aunque no
exige que las consecuencias jurídicas de la fijación de la residencia deban ser, a todos los
efectos, las mismas en todo el territorio nacional (pudiendo ser las cargas fiscales distintas sobre
la base misma de la diferencia territorial), sí garantiza el derecho a la igualdad jurídica, «es
decir, a no soportar un perjuicio —o una falta de beneficio— desigual e injustificado en razón
de los criterios jurídicos por los que se guía la actuación de los poderes públicos (STC 8/1986)»
(STC 96/2002, FJ 12).
Véanse asimismo las SSTC 28/2019, de 28 de febrero, sobre el impuesto sobre los activos no
productivos de las personas jurídicas de Cataluña; 22/2019, de 14 de febrero, sobre el
impuesto sobre las instalaciones que incidan en el medio ambiente de la Región de Murcia; y
4/2019, de 17 de enero, sobre el impuesto sobre las viviendas vacías de Cataluña.
a) Valorar el impacto que sus actuaciones, sobre las materias a las que se refiere esta Ley,
pudieran provocar en el resto de Administraciones Públicas.
b) Respetar el ejercicio legítimo de las competencias que cada Administración Pública tenga
atribuidas.
Refiriéndose a los límites del poder tributario de las CC AA, declara el Tribunal Constitucional
que «el canon de constitucionalidad aplicable a las normas tributarias de las Comunidades
Autónomas parte del texto constitucional (arts. 133.2, 156.1 y 157.3 CE), del contenido en los
respectivos Estatutos de Autonomía [...] , y de las leyes estatales que, dentro del marco
constitucional, se hubieran dictado para delimitar las
competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas (por todas, STC 7/2010, de 27 de
abril, FJ 4). Entre esas leyes delimitadoras de las competencias destaca la LOFCA [entre otras,
STC 53/2014, de 10 de abril, FJ 1 a)]» (STC 22/2019, de 14 de febrero, FJ 3.o).
«En la actualidad los tributos cedidos tienen una importancia central como recurso que, además
de garantizar determinados rendimientos a las Comunidades Autónomas, les permite modular el
montante fiscal de su financiación mediante el ejercicio de competencias normativas en el
marco de lo dispuesto en las correspondientes leyes de cesión de tributos. De esta manera, el
sistema permite en la actualidad que las Comunidades Autónomas puedan, por sí mismas,
incrementar sustancialmente los recursos con los que han de financiarse» (STC 53/2014, de 10
de abril, FJ 3.o).
D) Ingresos patrimoniales
Mientras que el poder de gasto del Estado «no se define por conexión
con el reparto competencial de materias que la Constitución establece
(arts. 148 y 149 CE), de manera que el Estado siempre podrá, en uso
de su soberanía financiera (de gasto, en este caso), asignar fondos
públicos a unas finalidades u otras» (STC 13/1992, FJ 13); no sucede
igual «con la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas
que se vincula al desarrollo y ejecución de las competencias que, de
acuerdo con la Constitución, le atribuyan los respectivos Estatutos y
las Leyes (art. 156.1 CE y art. 1.1 LOFCA)» (STC 13/1992, FJ 7.o1),
y de ahí se desprende que la potestad de gasto autonómica «no podrá
aplicarse sino a actividades en relación con las que, por razón de la
materia, se ostenten competencias» (STC 95/2001, de 5 de abril, FJ
3.o).
2. NAVARRA
También en Navarra la actividad tributaria y financiera se rige por el
sistema tradicional de Convenio Económico, constitucionalmente
tutelado y previsto por el art. 45 de la LO 13/1982, de 10 de agosto, de
reintegración y amejoramiento del régimen foral de Navarra.
El art. 9 de la Carta Europea de Autonomía Local declara que «las Entidades Locales tienen
derecho, en el marco de la política económica nacional, a tener recursos propios suficientes de
los cuales pueden disponer libremente en el ejercicio de sus competencias»; recursos financieros
que «deben ser proporcionales a las competencias previstas por la Constitución o por la Ley»;
añadiendo que «los sistemas financieros sobre los cuales descansan los recursos de que
disponen las Entidades Locales deben ser de una naturaleza suficientemente diversificada y
evolutiva como para permitirles seguir, en la medida de lo posible y en la práctica, la evolución
real de los costes del ejercicio de sus competencias».
Con la reforma del art. 135 CE se les impone a las Entidades Locales
el mandato constitucional de presentar equilibrio presupuestario (art.
135.2 CE), de forma que la elaboración, aprobación y ejecución de los
Presupuestos y demás actuaciones que afecten a los gastos o ingresos
de las Corporaciones Locales se someterán al principio de estabilidad
presupuestaria y deberán mantener una posición de equilibrio o
superávit presupuestario (arts. 3 y 11.4 LO 2/2012, de Estabilidad
Presupuestaria). La Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de
racionalización y sostenibilidad de la Administración local, pretende
la adaptación de la normativa básica en materia de administración
local para la adecuada aplicación de los principios de estabilidad
presupuestaria,
Así se desprende del art. 142 CE, que ordena que «las Haciendas
locales deberán disponer de los medios suficientes para el desempeño
de las funciones que la ley atribuye a las Corporaciones respectivas y
se nutrirán fundamentalmente de tributos propios y de participación en
los del Estado y de las Comunidades Autónomas».
»Por lo que a la autonomía del gasto se refiere, pese a que el art. 142 CE no la contemple de
modo expreso, la Constitución la consagra por la conexión implícita entre dicho precepto y el
art. 137 CE (STC 109/1998, de 21 de mayo, FJ 10), comprendiendo la plena disponibilidad por
las corporaciones locales de sus ingresos, sin condicionamientos indebidos y en toda su
extensión para poder ejercer las competencias propias y la capacidad de decisión sobre el
destino de sus fondos, también sin condicionamientos indebidos (STC 48/2004, de 25 de marzo,
FJ 10). En todo caso, la autonomía financiera de que gozan los entes locales en la vertiente del
gasto, “puede ser restringida por el Estado y las Comunidades Autónomas dentro de los límites
establecidos en el bloque de la constitucionalidad” (STC 109/1998, FJ 10)» (STC 31/2010, de
28 de junio, FJ 139).
El art. 106.2 de la Ley 7/1985, LBRL, aclara que la potestad normativa que las Entidades
Locales poseen en materia tributaria es de carácter reglamentario: «La potestad reglamentaria de
las Entidades Locales en materia tributaria se ejercerá a través de Ordenanzas fiscales
reguladoras de sus tributos propios y de Ordenanzas generales de gestión, recaudación e
inspección.» (Véanse los arts. 49 y 70.2 de la Ley 7/1985, LBRL, y arts. 15 a 19 TRLRHL.) Es
decir, la autonomía local en materia tributaria se instrumenta y ejercita mediante la potestad
reglamentaria municipal, esto es, el poder de ordenanza de las Corporaciones Locales, cuyas
manifestaciones en materia tributaria se traducen en la imposición y ordenación de tributos
locales (arts. 15 a 19 TRLRHL).
Advierte la STC 233/1999 que «en virtud de la autonomía de los Entes Locales
constitucionalmente garantizada y del carácter representativo del Pleno de la Corporación
municipal, es preciso que la Ley estatal atribuya a los Acuerdos fijados por éste (así, los
Acuerdos dimanantes del ejercicio de la potestad de ordenanza), un cierto ámbito de decisión
acerca de los tributos propios del Municipio [...]. Es evidente, sin embargo, que este ámbito de
libre decisión a los Entes Locales —desde luego, mayor que el que pudiera relegarse a la
normativa reglamentaria estatal— no está
exento de límites» [FJ 10.C)]. (Al mismo planteamiento responde la STC 106/2000, de 4 de
mayo.)
«Es claro, en suma, que, si bien respecto de los tributos propios de los municipios esta reserva
no deberá extenderse hasta un punto tal en el que se prive a los mismos de cualquier
intervención en la ordenación del tributo o en su exigencia para el propio ámbito territorial,
tampoco podrá el legislador abdicar de toda regulación directa en el ámbito parcial que así le
reserva la Constitución (art. 133.1 y 2)» (STC 19/1987, FJ 4.o). A este Tribunal, añade más
adelante el FJ 5.o, «no le corresponde señalar positivamente cuáles sean los posibles modos de
ajuste legislativo entre la autonomía municipal y la determinación por Ley de los elementos
esenciales de cada tributo [...]. Podemos sólo apreciar cuando [...] tal ajuste o equilibrio ha
desaparecido por completo en la normación de Ley, renunciando el legislador al establecimiento
de toda limitación en el ejercicio de la potestad tributaria de las Corporaciones Locales y
abandonando, en la misma medida, la función que en este campo corresponde sólo a la Ley de
conformidad con unas determinaciones constitucionales que no son, obviamente, disponibles
para el Legislador» (STC 19/1987, FJ 5.o). Véase, asimismo, la STC 233/1999, de 16 de
diciembre, FJ 10.
d) Las subvenciones.
e) Los percibidos en concepto de precios públicos. f) El producto de
las operaciones de crédito.
Subvenciones.
Precios públicos.
Operaciones de crédito.
En los términos previstos en los arts. 48 a 55 TRLRHL, las Entidades
Locales podrán concertar operaciones de crédito en todas sus
modalidades, tanto a corto como a largo plazo, así
Multas y sanciones.
6. Regímenes Especiales.
directo.
»2. El gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su
programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía.
»3. Sólo podrán establecerse prestaciones personales o patrimoniales de carácter público con
arreglo a la Ley.»
La reiteración de los principios constitucionales en una Ley ordinaria, como es la Ley General
Tributaria, tenía su sentido cuando fueron recogidos, inicialmente, en la LGT de 1963, al no
existir norma constitucional que les diera especial fuerza normativa. Sin embargo, su reiteración
en el art. 3.1 de la LGT 58/2003, amén de imprecisa técnicamente, es jurídicamente superflua,
por mucho que pueda servir como recordatorio de su incuestionable importancia.
Justicia. Sí que tienen en su mano, lógicamente, interpretaciones jurídicas acordes con los
principios constitucionales.
jurídicas, nacionales o extranjeras, residentes o no residentes, que por sus relaciones económicas
con o desde nuestro territorio (principio de territorialidad) exteriorizan manifestaciones de
capacidad económica, lo que les convierte también, en principio, en titulares de la obligación de
contribuir conforme al sistema tributario. Se trata, a fin de cuentas, de la igualdad de todos ante
una exigencia constitucional —el deber de contribuir o la solidaridad en el levantamiento de las
cargas públicas— que implica, de un lado, una exigencia directa al legislador, obligado a buscar
la riqueza allá donde se encuentre, y, de otra parte, la prohibición en la concesión de privilegios
tributarios discriminatorios, es decir, de beneficios tributarios injustificados desde el punto de
vista constitucional, al constituir una quiebra al deber genérico de contribuir al sostenimiento de
los gastos del Estado» (en el mismo sentido, vid. SSTC 193/2004, de 4 de noviembre, y
10/2005, de 20 de enero).
De hecho, la STC 46/2000, de 17 de febrero, afirma que el IRPF es un instrumento idóneo para
alcanzar los objetivos de redistribución de la renta y de solidaridad que la Constitución
propugna, y que dotan de contenido al Estado social y democrático de Derecho.
Piénsese, por ejemplo, que una sociedad que ha tenido cuantiosos beneficios económicos y que,
en consecuencia, dispone de capacidad económica suficiente para pagar el correspondiente
impuesto sobre los beneficios obtenidos, puede verse dispensada parcialmente del pago de tal
impuesto, a cambio de que aumente el número de trabajadores y contribuya así a la política
orientada al pleno empleo.
Lógicamente, como puso de relieve la STC 159/1997, ello no significa que este Tribunal no
pueda apreciar en ningún caso una infracción del artículo 14 CE por una Ley tributaria, como
matizó en las SSTC 209/1988 y 45/1989, pero deberá tratarse de una diferenciación tributaria
subjetiva. Por ejemplo, el TC, en SS 1/2001, 57/2005, de 14 de marzo, y 33/2006, de 13 de
febrero, aunque desestima el recurso de amparo, sí que ha admitido su tramitación por apreciar
que podía entenderse producida una discriminación subjetiva al reconocerse exclusivamente a
los padres alimentantes que no conviven con sus hijos el derecho a reducir de la base imponible
del
Impuesto el coste de su manutención. En este sentido, afirma que: «lo determinante para el
diferente trato desde el punto de vista del deber de contribuir (la procedencia o no de la
deducción en la base imponible) es, en última instancia, la cualidad del pagador de las pensiones
basada en su condición de progenitor (relación paterno-filial), cónyuge (relación matrimonial) o
de mero pariente (relación de parentesco) con el beneficiario de las mismas». Además, en las
citadas Sentencias, el TC tampoco apreció la pretendida «discriminación indirecta» por razón de
sexo (SSTC 41/1999, de 22 de marzo, FJ 4.o; 240/1999, de 20 de diciembre, FJ 6.o; y 253/2004,
de 22 de diciembre, FJ 7.o), pues, para que ésta tenga lugar, considera necesario que exista una
norma o una interpretación o aplicación de la misma que produzca efectos desfavorables para
los integrantes de uno y otro sexo. Posteriormente —STC 295/2006, de 11 de octubre—, al
examinar la constitucionalidad de una norma que en el IRPF determinaba la imputación de
rentas a los titulares de inmuebles no arrendados —art. 34.b) de la Ley 18/1991, de 6 de junio,
del IRPF, que ya no se encuentra vigente— señala el TC que «la desigualdad de gravamen que
se denuncia se sitúa exclusivamente en el ámbito del art. 31.1 CE, dado que no se produciría por
razones de naturaleza subjetiva —que son las que, conforme a nuestra jurisprudencia, se
recogen en el art. 14 CE— sino por una causa puramente objetiva —que sólo resulta subsumible
en el art. 31.1 CE—». El citado precepto otorga un «tratamiento distinto y discriminatorio
irrazonable al imputar un rendimiento distinto a los diferentes sujetos pasivos que ostenten la
titularidad de viviendas iguales o de características muy similares en función de la adquisición
más o menos reciente de aquellas». Así concluye que «la renta imputada debe ser la misma ante
bienes inmuebles idénticos (misma superficie, situación, valor catastral y valor de mercado),
careciendo de una justificación razonable la utilización de un diferente criterio para la
cuantificación de los rendimientos frente a iguales manifestaciones de capacidad económica,
pues fundamentar en el impuesto sobre la renta de las personas físicas la diferente imputación
de la renta a cada titular de bienes inmuebles no arrendados en la circunstancia de que se haya o
no producido un acto dispositivo por parte del titular o actuaciones administrativas dirigidas a
su valoración, vulnera el principio de igualdad tributaria previsto en el art. 31.1 CE, razón por lo
cual debe declararse inconstitucional el párrafo primero del art. 34.b) de la Ley 18/1991 en su
versión original, por vulneración del principio de igualdad en la contribución a las cargas
públicas conforme a la capacidad económica de cada cual, recogido en el art. 31.1 CE». En STC
77/2015, de 27 de abril, el TC otorgó el amparo por la vulneración del principio de igualdad
ante el deber de contribuir (arts. 14 y 31.1 CE), en conexión con el principio de protección
económica de la familia (art. 39.1 CE), a los padres de una familia numerosa a quienes , por la
adquisición de la vivienda, se les negó la aplicación del tipo reducido en el Impuesto sobre
Transmisiones Patrimoniales (4 por 100) por carecer del título acreditativo de familia
numerosa , pese a estar probada la existencia de la misma. El TC señaló que el formalismo
imperante en la denegación de ese beneficio fiscal no sólo resultaba irrazonable, sino que,
además, «no es conforme con la igualdad de todos (en este caso las familias numerosas) en el
cumplimiento del deber de contribuir a las cargas públicas (arts. 14 y 31.1 CE)».
diferencias, o exigir diferencias de trato, entre supuestos desiguales o que recaigan sobre
diferentes sectores económicos (SSTC 55/1998, 137/1998, 36/1999 y 84/1999, entre otras).
Sobre el derecho a la igualdad en la aplicación de la Ley, el TC viene recalcando que, para que
pueda apreciarse su vulneración deben concurrir los siguientes requisitos: en primer lugar, la
acreditación de un tertium comparationis, ya que el juicio de igualdad sólo puede realizarse
sobre la comparación entre la Sentencia impugnada y las precedentes decisiones del mismo
órgano judicial que, en casos sustancialmente iguales, hayan resuelto de forma contradictoria;
en segundo lugar, la existencia de alteridad en los supuestos contrastados, es decir, la
«referencia a otro», lo que excluye la comparación consigo mismo; en tercer lugar, la identidad
de órgano judicial, entendiendo por tal, no sólo la identidad de Sala, sino también la de Sección,
al considerarse éstas como órganos jurisdiccionales con entidad diferenciada suficiente para
desvirtuar una supuesta desigualdad en la aplicación judicial de la ley y, finalmente, la ausencia
de toda motivación que justifique en términos generalizables el cambio de criterio, bien para
separarse de una línea doctrinal previa y consolidada, bien con quiebra de un antecedente
inmediato en el tiempo y exactamente igual desde la perspectiva jurídica con la que se enjuició
(cfr. SSTC 132/2005, de 23 de mayo, FJ 3.o; 146/2005, de 6 de junio, FJ 5.o; 164/2005, de 20
de junio, FJ 8.o; 54/2006, de 27 de febrero, y 13/2011, de 28 de febrero). Puntualizando,
además, en los casos de alegación de desigualdad en la aplicación de la ley, que la carga de la
prueba recae sobre el recurrente, quien habrá de aportar los términos de comparación adecuados
(SSTC 102/1999, de 31 de mayo, FJ 2.o, y 111/2001, de 7 de mayo, FJ 2.o, y ATC 176/2005, de
5 de mayo). Vid. STC 38/2011, de 28 de marzo, en la que se analiza el principio de igualdad en
la aplicación de la ley en relación con liquidaciones del denominado recurso cameral
permanente.
La conexión con el resto de principios tributarios también ha sido puesta de relieve por el
Tribunal Constitucional de forma reiterada. Así, en la STC 295/2006, de 11 de octubre, reitera
el TC que «el art. 31.1 CE conecta de manera inescindible la igualdad con los principios de
generalidad, capacidad, justicia y progresividad [...]».
Doctrina que se viene reiterando de forma sistemática. Así, el Pleno del TC, en el Auto
123/2009, de 28 de abril, inadmite a trámite una cuestión de inconstitucionalidad planteada por
un Juzgado de lo Contencioso- Administrativo de Madrid, en relación con la posibilidad de que
los Ayuntamientos establezcan distintos tipos de gravamen en el IBI atendiendo al carácter
residencial o no de los inmuebles urbanos. Señala el TC que «aun pudiendo ser iguales los
términos de comparación desde un punto de vista puramente económico, existe una diferencia
que no les hace comparables, cual es, como así señala el Fiscal General del Estado, el propio
uso o destino de los bienes inmuebles. Pero no sólo eso. Debe tenerse presente, de un lado, que
la Constitución otorga una especial protección a la vivienda (art. 47), ordenando a los poderes
públicos la adopción de las medidas necesarias encaminadas a tal fin, razón por la cual ningún
óbice existe desde un punto de vista constitucional para que se otorgue un trato más favorable a
un bien inmueble de uso residencial, circunstancia ésta que ya sería suficiente por sí sola para
legitimar la disparidad de trato.
»De otro lado, no puede soslayarse que la reducción de la recaudación impositiva por el
Impuesto sobre Actividades Económicas (como consecuencia de las exenciones introducidas en
este impuesto por la cuestionada Ley 51/2002), obligaba a aumentar las posibilidades de
recaudación por los restantes tributos locales con el fin de seguir ofreciendo a las entidades
locales una suficiencia de recursos que les garantizase su autonomía constitucionalmente
consagrada. En este sentido, durante los debates parlamentarios se justificó el establecimiento
de este nuevo tipo de gravamen en el Impuesto sobre Bienes Inmuebles fundada en la supresión
casi total del Impuesto sobre Actividades Económicas y, por tanto, en la necesidad de dotar a
los entes locales de otras alternativas de financiación que les permitiese compensar la pérdida
recaudatoria que supone aquella supresión a los efectos de poder garantizar el funcionamiento
de los servicios públicos municipales y, en consecuencia, la suficiencia financiera y autonomía
local [...]. En efecto, dado que “la ley perjudicaba al funcionamiento de los servicios
municipales, porque los ayuntamientos perdían ingresos” y era imprescindible garantizar la
suficiencia financiera —“requisito constitucional básico de la autonomía local”— se hacía
necesario “compensar a los ayuntamientos por la pérdida que les suponía una medida tan
importante como la supresión del Impuesto sobre Actividades Económicas” [...]. En
consecuencia, prever, como se le denominó en la tramitación parlamentaria, “un IBI comercial”
[...], esto es, una tributación diferenciada en función del uso o destino de los bienes inmuebles
es una opción legislativa que no sólo no afecta al principio de igualdad en la contribución a las
cargas públicas, en la medida que grava de forma distinta situaciones diferentes, sino que cuenta
con una justificación objetiva y razonable que la legitima desde un punto de vista constitucional
(entre muchas, SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o; 193/2004, de 4 de noviembre, FJ 3.o, y
10/2005, de 20 de enero, FJ 5.o)» (FJ 5.o).
En la misma línea, el Tribunal Supremo también pone en relación el principio de igualdad con
los principios de justicia tributaria, señalando que «la infracción del principio de igualdad en
materia tributaria debe reconducirse al marco del artículo 31.1 CE y que para que el mismo
pueda entenderse lesionado es preciso que se disponga de un término válido de comparación...»
(STS 25 noviembre 2015. Recurso 3270/2014. Ponente M. Martín Timón. FD 6.b).
En Sentencia de 25 de abril de 2002, el Tribunal Constitucional entiende que la Disp. Adic. 8.a
de la Ley 42/1994, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, Administrativas y del Orden Social
Foral —que establece ciertos beneficios fiscales para los residentes en territorio vasco y en la
Unión Europea—, es contraria al principio de igualdad porque «la consecuencia final es que la
mayoría de los sujetos que intervienen en el mercado autonómico de referencia (residentes en
dichos territorios forales y residentes en la Unión Europea que no lo sean en España) lo hacen
ofreciendo bienes y servicios a precios con reducida o nula presión fiscal — lo cual mejora
notablemente su posición competitiva en el mercado—, mientras que otros —los españoles
residentes en territorio común— se ven obligados a intervenir incorporando al precio de sus
operaciones el coste fiscal correspondiente derivado de la aplicación de la normativa común».
Señala el Constitucional que «lo que no le es dable al legislador —desde el punto de vista de la
igualdad como garantía básica del sistema tributario— es localizar en una parte del territorio
nacional, y para un sector o grupo de sujetos, un beneficio tributario sin una justificación
plausible que haga prevalecer la quiebra del genérico deber de contribuir al sostenimiento de los
gastos públicos sobre los objetivos de redistribución de la renta (art. 131.1 CE) (SSTC 19/1987,
de 17 de febrero, FJ 4.o; 182/1997, de 28 de octubre, FJ 9.o, y 46/2000, de 17 de febrero, FJ
6.o)» (FJ 8.o). Vid. también, sobre el mismo asunto, Sentencias del TS de 3 de noviembre y 9
de diciembre de 2004.
incompatible con un sistema tributario justo (art. 31.1 CE)» (FD 5.o).
sistema tributario justo a que alude dicho precepto —de ahí que el TC
haya tenido que matizar, en diversas ocasiones, que no puede exigirse
la progresividad de cada una de las figuras tributarias individualmente
—. En sentido análogo, aunque con una proyección más amplia,
dispone el art. 40.1 del propio texto constitucional que «los poderes
públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso
social y económico y para una distribución de la renta regional y
personal más equitativa, en el marco de una política de estabilidad
económica».
El Tribunal Constitucional ha recordado que «[...] como tantas veces hemos dicho, la
progresividad que reclama el art. 31.1 CE es del “sistema tributario” en su conjunto, es decir,
se trata de “la progresividad global del sistema tributario” (STC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o),
pues a diferencia del principio de capacidad económica que opera, en principio, respecto “de
cada uno” (SSTC 27/1981, de 20 de julio, FJ 4.o; y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o; con la
matización realizada en el ATC 71/2008, de 26 de febrero, FJ 5.o), el principio de
progresividad se relaciona con el “sistema tributario” (STC 182/1997, de 28 de octubre, FJ 7.o),
al erigirse en un “criterio inspirador” [STC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 3.o; y también SSTC
76/1990, de 26 de abril, FJ 6.oB); y 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o]. Por esta
razón, hemos tenido ya la oportunidad de afirmar que “en un sistema tributario justo pueden
tener cabida tributos que no sean progresivos, siempre que no se vea afectada la progresividad
del sistema” (STC 7/2010, de 27 de abril, FJ 6.o), y debemos añadir ahora que el hecho de que,
en la determinación de un tributo, un aspecto pueda tener un efecto regresivo, no convierte per
se ni al tributo en regresivo ni a la medida adoptada en inconstitucional, siempre y cuando esa
medida tenga una incidencia menor “en el conjunto del sistema tributario” (STC 7/2010, de 27
de abril, FJ 6.o)» (FD 4.o) (STC, Pleno, 19/2012, de 15 de febrero, recurso de
inconstitucionalidad 1046/1999).
— Deberá también tenerse en cuenta no sólo la capacidad económica real sino también la
riqueza potencial en los titulares de los bienes y, por ello mismo, la existencia de una renta
virtual cuya mayor o menor dimensión condiciona la cuota del impuesto, como así declaraba el
TC en su Sentencia del Pleno (STC n.o 14/1998) de 22 de enero de 1998.
— Finalmente interesa destacar aquí que “basta que la capacidad económica exista como
riqueza o renta real o potencial en la generalidad de los supuestos contemplados por el
legislador al crear el impuesto para que el principio constitucional de capacidad económica
quede a salvo” (STC 14/1998 y STC 186/1993) y siendo esto así tampoco el tributo tendrá
alcance confiscatorio.»
Y, como ejemplo de regulación normativa vulneradora de este principio del art. 31 CE, pueden
citarse las Sentencias del TS de 10 de julio de 1999 y de 15 de julio de 2000. Ambas
consideraron desproporcionado el incremento en el importe de las retenciones del IRPF del 15
al 20 por 100 sobre los ingresos brutos de los profesionales, anulando el precepto reglamentario
que las regulaba. Concluye el Tribunal que se lesionaba la capacidad económica del
contribuyente, pudiendo alcanzar efectos confiscatorios en los profesionales de rendimientos
más bajos, en la medida en que las retenciones rebasasen las cuotas del Impuesto que
definitivamente les correspondiese asumir, lo que obligaría a los sujetos pasivos, para
satisfacerlas, a acudir a recursos diferentes de los rendimientos de su actividad. Con idéntica
orientación, las Sentencias del mismo Tribunal de 29 de octubre de 1999 y las de 2 y 18 de
marzo de 2000.
aragonés, en virtud de la cual el heredero puede designar a un fiduciario, que será quien designe
herederos —de entre un círculo nominal fijado por el causante— y fije el porcentaje que cada
uno tiene en la masa hereditaria. El precepto reglamentario estatal permitía que la liquidación
por el Impuesto se practicara, por partes iguales, entre las personas designadas por el causante,
de entre las cuales el fiduciario está facultado para designar quiénes y en qué proporción van a
resultar efectivamente herederos. Como indica el Tribunal Supremo, el precepto reglamentario
debe anularse porque así lo exige el principio de capacidad económica. Como indica el TS, «[...]
al recaer la liquidación sobre el patrimonio de alguien que no ha recibido una herencia, ni se
sabe si la recibirá, ignora un principio capital, y constitucional, de nuestro sistema tributario,
cual es el de capacidad contributiva [...]», concluyendo que «[...] a efectos del Impuesto sobre
Sucesiones no cabe hablar de tal en relación con una persona de la que se ignora incluso si va a
llegar a adquirir la condición de heredero y, por consiguiente, la de sujeto pasivo del tributo
[...]».
Sin embargo, como consecuencia del esfuerzo doctrinal en reivindicar la aplicación de criterios
de justicia del gasto público, se han abierto paso concepciones que ponen de relieve la urgencia
de definir los cauces para su operatividad.
En la doctrina española este esfuerzo ha sido sensible. Autores como SAINZ DE BUJANDA,
ALBIÑANA, PALAO, MARTÍN DELGADO y, muy especialmente, RODRÍGUEZ BEREIJO
han venido insistiendo en la idea de la necesaria penetración del Derecho en el ordenamiento del
gasto público.
»3. Todo beneficio fiscal que afecte a los tributos del Estado deberá
establecerse en virtud de ley.»
Ambos preceptos, el art. 31.3 y el 133.1 del texto constitucional, representan la recepción, al
máximo nivel normativo, de un principio tradicional en los textos constitucionales
decimonónicos, que a su vez, lo incorporaron a sus textos como un legado secular de honda
raigambre. Recuérdese que las primeras Asambleas medievales son convocadas precisamente
para tratar de la concesión al soberano de los recursos imprescindibles para la gobernación de su
reino: reunida la Asamblea, al tiempo que se votaba la concesión de los auxilios financieros
solicitados, se aprovechaba la ocasión para discutir acerca de las finalidades a que dichos fondos
iban a afectarse. El paralelismo —con todas las salvedades que son del caso— con lo que
actualmente ocurre en las discusiones parlamentarias sobre el proyecto de Ley de Presupuestos
es evidente.
El Tribunal Supremo insiste en el carácter relativo del principio de reserva de ley, según cuál
sea el ámbito sobre el que se proyecta. Así, en Sentencia de 20 de enero de 2014 (Sala 3.a,
Sección 2.a, rec. núm. 2623/2009. Ponente: Sr. Fernández Montalvo) reitera que «la reserva de
Ley no afecta por igual a todos los elementos integrantes del tributo, pues el grado de
concreción exigible a la Ley es máximo cuando regula el hecho imponible o los beneficios
fiscales, pero es menor cuando se trata de otros elementos, como la base imponible, que, aun
cuando debe estar especificada
por la Ley, no cabe desconocer que puede devenir integrada por una pluralidad de factores de
muy diversa naturaleza, cuya fijación requiere, en ocasiones, complejas técnicas y, en
consecuencia, la remisión a normas reglamentarias de la concreta y final determinación de
algunos aspectos de tales elementos configuradores de la base [FD 4.o; en el mismo sentido,
nuestras Sentencias de 12 de abril de 2012 (rec. cas. núm. 5216/2006), FD 8.o; y de 24 de mayo
de 2012 (rec. cas. núm. 1281/2009 ), FD 4.o]».
a) La reserva de ley en materia tributaria no afecta por igual a todos los elementos integrantes
del tributo, sino que el grado de concreción exigible a la ley es máximo cuando regula el hecho
imponible y es menor cuando se trata de regular otros elementos, como el tipo de gravamen y la
base imposible. Como ha precisado el TC de forma reiterada —vid. por todos el Auto del Pleno
del TC 123/2009, de 28 de abril—, «[...] la reserva de ley establecida en materia tributaria es
relativa, o lo que es lo mismo, limitada a la creación ex novo del tributo y a la configuración de
los elementos esenciales o configuradores del mismo (entre muchas, SSTC 37/1981, de 16 de
noviembre, FJ 4.o, y 150/2003, de 15 de junio, FJ 3.o). Dicha reserva de ley admite [...] la
colaboración del Reglamento, siempre que sea indispensable por motivos técnicos o para
optimizar el cumplimiento de las finalidades propuestas por la Constitución o por la propia Ley
y siempre que la colaboración se produzca en términos de subordinación, desarrollo y
complementariedad» [entre otras, SSTC 19/1987, de 17 de febrero, FJ 6.oc), y 102/2005, de 20
de abril, FJ 7.o].
De otro lado, depende del elemento del tributo de que se trate (hecho imponible, sujeto pasivo,
base imponible o tipo de gravamen), siendo máximo el grado de concreción exigible a la ley
«cuando regula el hecho imponible» y menor «cuando se trata de regular otros elementos,
como el tipo de gravamen y la base imponible» (STC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 7.o,
entre otras). En efecto, en la determinación de la base imponible se admite con mayor
flexibilidad la colaboración reglamentaria, dado que su cuantificación puede deberse a una
pluralidad de factores de muy diversa naturaleza que requiere, en ocasiones, complejas
operaciones técnicas, lo que habilita a la norma reglamentaria para la concreción de algunos
de los elementos configuradores de la base, en función de la naturaleza y objeto del tributo de
que se trate (STC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 7.o), tanto
más cuando se trata de tributos locales en los que se admite que el legislador efectúe una parcial
regulación de los tipos, predisponiendo criterios o límites para su ulterior definición por la
corporación local a la que corresponderá la fijación del tipo que haya de ser aplicado (SSTC
179/1985, de 19 de diciembre, FJ 3.o, y 19/1987, de 17 de febrero, FJ 5.o); es decir, en los que
se admite una colaboración especialmente intensa, eso sí, sin que esa menor regulación del
legislador estatal suponga, en ningún caso, una total abdicación en la determinación de los
márgenes de este elemento esencial, al exigirse a aquél la determinación de los principios para
su fijación (STC 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 19). (En el mismo sentido, STC 101/2009, de
27 de abril, FFJJ 3.o y 4.o)
b) En el caso de las prestaciones patrimoniales de carácter publico que se satisfacen por la
prestación de un servicio o actividad administrativa —tasas —, la colaboración del Reglamento
puede ser especialmente intensa en la fijación y modificación de las cuantías —estrechamente
relacionadas con los costes concretos de los diversos servicios y actividades— y de otros
elementos de la prestación dependientes de las específicas circunstancias de los distintos tipos
de servicios y actividades; en cambio, esa especial intensidad no puede predicarse de la creación
ex novo de dichas prestaciones, ya que en este ámbito la posibilidad de intervención
reglamentaria resulta sumamente reducida, puesto que sólo el legislador posee la facultad de
determinar libremente cuáles son los hechos imponibles y qué figuras jurídico-tributarias
prefiere aplicar en cada caso.
c) Con independencia del nomen iuris, es preciso atender a la verdadera naturaleza de la figura
de cuya aplicación se trata, para ver si estamos o no ante un tributo. (En el mismo sentido,
Sentencias del Tribunal Constitucional 121 y 122/2005, de 11 de mayo, respectivamente.)
También el Tribunal Supremo ha afirmado, en las SS de 22 de enero y 18 de marzo de 2000,
que se admite la colaboración reglamentaria, dentro de los límites impuestos por la Ley, para la
fijación de los elementos esenciales del tributo, fundamentalmente los que incidan en la base y
el tipo de gravamen, al poder revestir una acusada complejidad técnica.
En el ámbito de los tributos locales, el principio de reserva de ley adquiere una intensidad
distinta, matizada, atendiendo al hecho de que dichas entidades no pueden aprobar leyes, sino
Ordenanzas Fiscales, que son —al igual que la Ley— expresión de la voluntad general de los
habitantes del Municipio. Por ello, como ha señalado reiteradamente el TC, «cuando se trata de
tributos locales concurre una peculiaridad adicional que no puede dejar de tenerse en cuenta,
pues en relación con estos tributos la exigencia de la reserva de ley de los arts. 31.3 y 133 CE
hay que analizarla en conexión con el art. 133.2 CE, donde el Pleno municipal alcanza la
categoría de protagonista (o, lo que es lo mismo, cumple con la garantía de la autoimposición
de la comunidad sobre sí misma), por tratarse del órgano resultante de la elección directa por
sufragio de los vecinos de la corporación local que cumple con las exigencias del fundamento
último de la reserva de ley tributaria, a saber, “que cuando un ente público impone
coactivamente una prestación patrimonial a los ciudadanos cuenta para ello con la voluntaria
aceptación de sus representantes” [SSTC 185/1995, de 14 de diciembre, FJ 3.oa), y 233/1999,
de 16 de diciembre, FJ 18]. Así lo señaló tempranamente este Tribunal Constitucional al
advertir que los “Ayuntamientos, como corporaciones representativas que son (art. 140 CE),
pueden, ciertamente, hacer realidad,
»Por lo expuesto, cuando se trata de ordenar por ley los tributos locales, la reserva de ley “ve
confirmada su parcialidad, esto es, la restricción de su ámbito” [SSTC 19/1987, de 17 de
febrero, FJ 4.o, y 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 10.b)], pues la reserva de ley prevista en el
art. 31.3 CE no puede entenderse desligada “de las condiciones propias al sistema de
autonomías territoriales que la Constitución consagra (art. 137) y específicamente —en el
presente proceso— de la garantía constitucional de la autonomía de los municipios (art. 140)”,
tanto más cuando el art. 133.2 CE establece la posibilidad “de que las Comunidades Autónomas
y las corporaciones locales establezcan y exijan tributos, de acuerdo con la Constitución y las
leyes”, procurando así la Constitución “integrar las exigencias diversas en este campo, de la
reserva de Ley estatal y de la autonomía territorial, autonomía que, en lo que a las corporaciones
locales se refiere, posee también una proyección en el terreno tributario, pues éstas habrán de
contar con tributos propios y sobre los mismos deberá la Ley reconocerles una intervención en
su establecimiento o en su exigencia, según previenen los arts. 140 y 133.2 de la misma Norma
fundamental” [STC 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 10.b)].
»Por tanto, “el ámbito de colaboración normativa de los municipios, en relación con los tributos
locales, [es] mayor que el que podría relegarse a la normativa reglamentaria estatal”, por dos
razones: porque “las ordenanzas municipales se aprueban por un órgano —el Pleno del
Ayuntamiento— de carácter representativo [art. 22.2.d) de la Ley reguladora de las bases del
régimen local de 1985, en adelante LBRL]”; y porque “la garantía local de la autonomía local
(arts. 137 y 140 CE) impide que la ley contenga una regulación agotadora de una materia —
como los tributos locales— donde está claramente presente el interés local” (STC 132/2001, de
8 de junio, FJ 5.o).
»Pues bien, basta con constatar que, tratándose de la determinación de un mayor o menor tipo
de gravamen por los Ayuntamientos para una clase concreta de bienes inmuebles, la cuestión
debe analizarse desde la concreta óptica de la reserva de ley tributaria respecto de la
determinación del tipo de gravamen —y no del hecho imponible como pretende el órgano
judicial —, conforme a la cual no cabe sino rechazar las dudas del órgano judicial. En efecto,
cuando el art. 72 LHL regula los tipos de gravamen de los bienes inmuebles urbanos,
estableciendo un límite mínimo (0,4 por 100) y un límite máximo —que varía en función de la
concurrencia de determinadas circunstancias en el término municipal— (de hasta el 1,30 por
100), está adoptando una técnica “al servicio de la autonomía de los municipios que, a la par
que se concilia perfectamente con el principio de reserva de ley, sirve al principio, igualmente
reconocido en la CE, de suficiencia, dado que, garantizando un mínimo de recaudación,
posibilita a los municipios aumentar ésta en función de sus necesidades” (STC 233/1999, de 16
de diciembre, FJ 26).
»En consecuencia, ningún óbice existe desde un punto de vista estrictamente constitucional para
que un Ayuntamiento fije mediante ordenanza fiscal, dentro de los márgenes fijados por la
norma legal habilitante, un tipo de gravamen específico para una concreta clase de bienes
inmuebles (en el caso de autos, del 0,8 por 100)» (Auto del Pleno del TC 123/2009, de 28 de
abril, FJ 3.o).
Cuestión distinta, aun tratándose de tributos locales, es que la propia Ley estatal no respete las
exigencias del principio de reserva de ley en la tipificación del hecho imponible. Como reiteró
la Sentencia del Pleno del Tribunal Constitucional 73/2011, de 19 de mayo —que anuló el
inciso final del art. 20.3.s) de la Ley reguladora de las Haciendas Locales—, «[...] si bien la
creación del impuesto se llevó a cabo formalmente mediante ley, el inciso impugnado del art.
20.3 apartado s), LHL no satisface las exigencias del principio de reserva de ley, pues su hecho
imponible, el elemento esencial más relevante de un tributo, no aparece suficientemente
precisado y constituye reiterada y ya citada doctrina de este Tribunal Constitucional que “la
reserva de ley en materia tributaria no afecta por igual a todos los elementos integrantes del
tributo”, sino que “[e]l grado de concreción exigible a la ley es máximo cuando regula el hecho
imponible” (STC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 7.o). Este grado máximo de concreción no
se cumple con la mera referencia del art. 20.3, letra s), LHL a la habilitación para establecer un
gravamen sobre la instalación de anuncios visibles desde carreteras, caminos vecinales y demás
vías públicas [...]» (FJ 5.o).
En conclusión:
VIII. RECAPITULACIÓN
A guisa de conclusión, tres son los puntos sobre los que queremos
llamar la atención.
. I. INTRODUCCIÓN
Según indica MORTATI, se pueden definir las fuentes de Derecho como aquellos hechos o sucesos,
caracterizados por ciertas notas peculiares, con capacidad y eficacia suficiente para regular una serie
de comportamientos intersubjetivos cuya observancia se considera necesaria para la conservación de los
fines propios de la sociedad. La fuente del Derecho por excelencia es la Ley, entendiendo por tal, como
hacen GARCÍA DE ENTERRÍA y TOMÁS RAMÓN FERNÁNDEZ, el mandato normativo de los órganos que
tienen atribuido el poder legislativo superior (en nuestro ordenamiento, las Cortes Generales y los
Parlamentos de las Comunidades Autónomas).
No existe un sistema de fuentes específico de nuestra rama jurídica, por lo que podemos decir que rige
aquí el mismo que en el resto de las ramas del Derecho. Por eso, resulta plausible que las leyes generales
del Derecho Financiero, como la Ley General Presupuestaria, no hagan referencia a esta cuestión. Como
excepción, la LGT sí dedica el art. 7 a regularla, aunque podemos decir de inmediato que, como resultaba
previsible, este precepto no presenta grandes novedades en la materia, de tal modo que, sin grave
deterioro de la seguridad jurídica, podría haberse obviado.
e) Los reglamentos.
Añade, además, que tendrán carácter supletorio, las disposiciones generales del Derecho
En el Derecho Financiero y Tributario el aspecto más relevante del estudio de la Ley como fuente del Derecho es el que atañe a la
determinación de los extremos que necesariamente deben regularse mediante normas de este rango, es decir, el examen de la reserva
de Ley, lo que supone, además, agotar en buena medida el estudio de la Constitución como fuente de nuestra rama del Derecho. A
todo ello hemos dedicado nuestra atención en la Lección 5. En consecuencia, estudiaremos ahora otras cuestiones referidas a la Ley
y el resto de las fuentes del Derecho.
El art. 96.1 CE establece que los Tratados Internacionales válidamente celebrados formarán parte del
ordenamiento interno, una vez publicados oficialmente en España. Por su parte, el art. 31 de la Ley
25/2014, de 27 de noviembre, de Tratados y otros Acuerdos Internacionales establece:
«Las normas jurídicas contenidas en los tratados internacionales válidamente celebrados y publicados oficialmente prevalecerán
sobre cualquier otra norma del ordenamiento interno en caso de conflicto con ellas, salvo las normas de rango constitucional.»
Véase una aplicación práctica de lo que acabamos de señalar en las SSTS de 6 de marzo de 2014 (RJ 2014\1452), de 27 de
noviembre de 2015 (RJ 2015\5654) y de 17 de julio de 2018 (RJ 2018\3555), entre otras.
Es evidente que, en una obra de estas características, no podemos examinar con detalle la regulación de los Tratados Internacionales,
pero sí que conviene hacer algunas alusiones a su régimen jurídico porque tiene una aplicación indudable en el Derecho Financiero.
De acuerdo con lo previsto en los arts. 93 y 94 CE, los Tratados Internacionales pueden clasificarse en
tres grupos:
c) Aquellos en los que, una vez concluidos, deberá informarse al Congreso y al Senado.
Desde nuestra perspectiva tiene interés examinar algunos aspectos de las dos primeras categorías.
En primer lugar, nos encontramos con los Tratados para los que se requiere autorización mediante Ley
Orgánica, que son aquellos en que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio
de competencias derivadas de la Constitución (art. 93).
El paradigma de este tipo de tratados es el Tratado de 12 de junio de 1985, por el que España se adhirió a
las Comunidades Europeas, y cuya ratificación fue autorizada por la Ley Orgánica 10/1985, de 2 de
agosto.
Pues bien, en los Tratados de la Unión Europea (TUE), firmado en Maastricht el 7 de febrero de 1992, y de Funcionamiento de la
Unión Europea (TFUE), firmado en Roma el 25 de marzo de 1957 (ambos con Textos consolidados a partir de todas las reformas
introducidas por el Tratado de Lisboa de 13 de diciembre de 2007), se atribuye a la Unión Europea una serie de competencias en
materia financiera y tributaria que, en la Constitución, se reservan a las Cortes Generales.
De entre tales competencias, conviene resaltar las siguientes (arts. 110 a 113 TFUE):
a) Se prohíbe a los Estados miembros gravar directa o indirectamente los productos de los demás Estados miembros con tributos
internos, cualquiera que sea su naturaleza, superiores a los que graven los productos nacionales similares.
b) Se prohíbe gravar los productos de los demás Estados miembros con tributos internos que puedan proteger indirectamente otras
producciones.
c) En el caso de entregas de productos de un país miembro a otro, se prohíbe la devolución de tributos superior a los efectivamente
soportados.
d) Se prohíbe la imposición de gravámenes compensatorios a las importaciones procedentes de otros Estados miembros.
e) Se ordena la armonización de las legislaciones de los impuestos sobre el volumen de negocios, sobre consumos
Ahora bien, hay que tener claro que las normas comunitarias, ni siquiera los Tratados originarios, no tienen naturaleza
constitucional, aunque sí pueden servir de fuente interpretativa que contribuya a la mejor identificación del contenido de los
derechos que gozan de tutela constitucional (SSTC 136/2011, de 13 de septiembre; 232/2015, de 5 noviembre, y 13/2017, de 30 de
enero, entre otras muchas).
A) Ideas generales
En segundo término, se encuentran los Tratados para cuya firma se necesita la autorización previa de las
Cortes Generales, de acuerdo con el procedimiento previsto en el art. 74 de la Constitución (art. 94.1).
La autorización previa de las Cortes no se lleva a cabo mediante la aprobación de una Ley, sino por
medio de un procedimiento especial previsto, como hemos señalado, en el art. 74 CE, cuyo apartado 2
establece:
«Las decisiones de las Cortes Generales, previstas en los arts. 94.1, 145.2 y 158.2, se adoptarán por mayoría en cada una de las
Cámaras. En el primer caso, el procedimiento se iniciará por el Congreso, y, en los otros dos, por el Senado. En ambos casos, si no
hubiere acuerdo entre Senado y Congreso, se intentará obtener por una Comisión Mixta compuesta de igual número de Diputados
y Senadores. La comisión presentará un texto que será votado por ambas Cámaras. Si no se aprueba en la forma establecida,
decidirá el Congreso por mayoría absoluta.»
De los supuestos establecidos en el art. 94.1 CE resulta útil que digamos algunas cosas de los tres últimos.
El primero de ellos es el apartado c), que alude a los Tratados que afecten a los derechos y deberes
fundamentales establecidos en el Título I de la propia Constitución. Entre estos derechos y deberes, se
encuentran incluidos los deberes de contribuir y el principio —no nos atrevemos a calificarlo de derecho,
dada su escasa protección— de que el gasto público realice una asignación equitativa de los recursos
públicos. De acuerdo con ello, serían múltiples los casos en los que la actividad convencional del Estado
se referiría a aspectos de la actividad financiera estatal.
Tales serían, a título meramente ejemplificativo, los convenios para evitar la doble imposición
internacional y la evasión fiscal; los convenios de adhesión española a protocolos sobre privilegios e
inmunidades de funcionarios de organizaciones internacionales de nueva creación; los tratados sobre
importación de objetos de carácter educativo, científico o cultural, convenios de asistencia técnica, etc. La
categoría podía ser tan amplia como elástica es la concepción del deber de contribuir.
De los Tratados que deben ser incluidos en esta categoría debemos destacar los que se suscriben para evitar la doble imposición. De
ellos, y por lo que ahora nos interesa, conviene destacar las siguientes observaciones:
1) Los Convenios se dedican fundamentalmente a delimitar el ámbito de aplicación de los ordenamientos tributarios de España y del
país con el que se suscriben en aquellos supuestos en que pueden entrar en colisión. Una vez determinada la Administración
competente, en general se aplica su ordenamiento interno [como recuerda la STS de 26 de junio de 2000 (Ar. 7570)].
2) Los Convenios se aplican con preferencia a la legislación interna. Esta regla deriva del art. 96.1 CE, que hemos citado antes, y su
validez, ya incluida expresamente en la normativa interna, como acabamos de ver, ha sido aceptada por el Tribunal Constitucional y
el Tribunal Supremo en numerosas ocasiones. Por lo que se refiere al primero, podemos mencionar la STC 207/2013, de 5 de
diciembre. En cuanto al TS citaremos, entre otras muchas, las de 26 de noviembre de 1991, 9 de abril de 1992, 18 de mayo de 2005
(RJ 2005/5187), de 12 de enero y 27 de marzo de 2012 (RJ 2012\268 y 4835), y de 9 de febrero de 2015 (RJ 2015\903). En la de
2005 se indicó, además, que las normas reglamentarias aprobadas por los Estados firmantes debían prevalecer sobre las de carácter
interno, aunque estas tuvieran formalmente un rango más elevado (Real Decreto) que aquéllas (Orden Ministerial).
3) Los Convenios se aplican a los impuestos españoles que estén vigentes en cada momento, aunque no existieran cuando fueron
suscritos.
4) Los Convenios establecen el principio de no discriminación, aunque suelen admitirse diferencias de trato en las deducciones de
carácter personal o familiar.
5) Los Convenios no pueden interpretarse de forma unilateral. En todos ellos existen reglas para dirimir los conflictos de aplicación
(como se recordó en la RTEAC de 26 de mayo de 2000) que, sin embargo, no se deben utilizar como instrumentos de interpretación,
sino sólo para evitar un gravamen no conforme con el Convenio mismo [SSTS de 30 de junio de 2000 (Ar. 4711) y 15 de junio de
2004 (Ar. 5656); y STSJ de Andalucía, Sevilla, de 20 de noviembre de 2001 (JT 2002, 39)].
Los conflictos de aplicación de los Convenios se dirimen a través de los denominados procedimientos amistosos, que, en lo que
afecta a nuestro ordenamiento, se rigen por el Real Decreto 1.794/2008, de 3 de noviembre (modificado, en diversas ocasiones, la
última por el Real Decreto 634/2015, de 10 de julio).
Constituye, sin duda, el precepto que goza de más amplia tradición en nuestra historia constitucional.
Desde 1812 hasta hoy, de forma ininterrumpida, se ha venido recogiendo en nuestras Constituciones la
necesidad de que las Cortes autorizasen la conclusión de todo Tratado que comportara obligaciones
financieras para la Hacienda Pública.
Será difícil encontrar un supuesto en el que la actividad convencional del Estado no suponga, al mismo tiempo, la asunción de una
obligación para la Hacienda Pública. Cabe pensar en que, con el fin de hurtar al Parlamento su previo pronunciamiento autorizante,
la Administración tratará de remitirse a las consignaciones presupuestarias —cuando las haya, claro está— que cubren el capítulo al
que se refiera la materia regulada en el Tratado. Dependerá tanto de la propia Administración, como de la postura que adopte el
Parlamento en el ejercicio de custodia que le atribuye el art. 94, el que la recta aplicación del precepto, sin entorpecer
innecesariamente la acción exterior del Estado, no se convierta, por otra parte, en un precepto vaciado de contenido en la realidad.
En fin, el apartado e) del art. 94.1 CE menciona los Tratados que supongan modificación o derogación de
alguna Ley o exijan medidas legislativas para su ejecución.
Nos encontramos, sin duda, ante el precepto técnicamente más acabado de cuantos integran el art. 94 y
cuya recta intelección hubiera hecho innecesarios la mayoría de los distintos apartados que integran dicho
artículo.
La importancia del precepto no precisa ser resaltada, puesto que su trascendencia es manifiesta. Su
finalidad fundamental es velar por la observancia del principio de reserva de Ley —del principio de
legalidad, en términos generales—. Con la aplicación de esta cláusula pueden observarse todos los
inconvenientes que derivan de la primacía atribuida al Gobierno en la dirección de las relaciones
exteriores.
No se ha previsto, con carácter general, la participación que las Comunidades Autónomas puedan tener en la decisión del órgano
legislativo sobre las materias previstas en los arts. 93 y 94. Jurídicamente tal imprevisión no merece reproches, especialmente en el
caso del art. 93, en el que las Cortes Generales no tienen que verse condicionadas. Tampoco, jurídicamente, tal audiencia de las
Comunidades Autónomas es exigible. Sin embargo, desde el punto de vista político, sería cerrar los ojos a la realidad desconocer la
conveniencia de que se les dé audiencia. Piénsese, por ejemplo, en los tributos cedidos a las Comunidades Autónomas y en la
repercusión que sobre ellos tiene la aplicación del Impuesto sobre el Valor Añadido.
Solamente en el Estatuto de Autonomía de Canarias se recoge (art. 38) que la Comunidad Autónoma será informada en la
elaboración de los tratados y convenios internacionales y en las negociaciones de adhesión a ellos, así como en los proyectos de
legislación aduanera, en cuanto afecten a materias de su específico interés. Recibida la información, el órgano de Gobierno de la
Comunidad Autónoma emitirá, en su caso, su parecer. Ahora bien, esta previsión del Estatuto canario debe ponerse en relación, no
con el art. 94 CE, sino con la Disposición Adicional 3.a de nuestra Carta Magna, que requiere el informe previo de esta Comunidad
Autónoma ante cualquier modificación de su régimen económico y fiscal. Así se recordó en las SSTC 164/2013, de 26 de
septiembre, y 164/2014, de 7 de octubre.
1. IDEAS GENERALES
La Ley de Presupuestos es una Ley ordinaria, como cualquier otra. Como estudiamos en la Lección
correspondiente, se han acabado las discusiones doctrinales que, en el pasado, cuestionaron su naturaleza
jurídica, si bien es cierto que presenta algunas peculiaridades que asimismo son examinadas en otras
Lecciones.
Estas dos notas, esto es que la Ley de Presupuestos es una Ley ordinaria, y que, no obstante, presenta ciertas peculiaridades, han
sido destacadas reiteradamente por el TC. Pueden verse al respecto las SSTC 3/2003, de 16 de enero; 34/2005, de 17 de febrero;
82/2005, de 6 de abril, 136/2011, de 13 septiembre, mencionada antes, 217/2013, de 19 de diciembre, y 123/2016, de 23 de junio,
que citan otras muchas en el mismo sentido.
No obstante, hay un aspecto que debe merecer nuestra atención, puesto que se refiere a la posibilidad de
regular, a su través, los tributos. En definitiva, nos interesa estudiar si y en qué medida la Ley de
Presupuestos es fuente de nuestro ordenamiento.
Dice sobre este particular el art. 134.7 CE: «La Ley de Presupuestos no puede crear tributos. Podrá
modificarlos cuando una ley tributaria sustantiva así lo prevea.»
Esta norma trata de encauzar jurídicamente las relaciones entre la anual Ley de Presupuestos Generales
del Estado y el ordenamiento regulador de los tributos, relaciones que históricamente nunca han sido
armoniosas.
Como señaló el Tribunal Constitucional, la limitación del art. 134.7 se encuentra justificada por las restricciones que la misma CE
impone al debate presupuestario (STC 65/1987, de 21 de mayo). Ahora bien, las limitaciones impuestas por la CE a las leyes
presupuestarias no son aplicables a las Leyes multisectoriales o trasversales (comúnmente conocidas con el nombre de Leyes de
acompañamiento), pues éstas son manifestaciones de la potestad legislativa ordinaria (SSTC 176/2011, de 8 de noviembre, y
209/2012 de 14 de noviembre).
Las posibilidades que tienen las leyes presupuestarias de modificar las normas tributarias generales y, en
particular, la Ley General Tributaria, han sido precisadas por el Tribunal Constitucional en multitud de
sentencias (entre las que podemos citar, a título de ejemplo, las Sentencias 76/1992, de 14 de mayo, y
34/2005, de 17 de febrero).
El Tribunal ha concluido señalando que el contenido mínimo necesario e indisponible de la LPGE está
constituido por las previsiones de ingresos y habilitaciones de gastos.
Además, ha indicado que, junto a este contenido mínimo, las Leyes de Presupuestos pueden tener otro
contenido posible, no necesario y eventual. Para que este contenido sea constitucionalmente correcto se
exigen dos condiciones:
a) Que guarden relación directa con gastos e ingresos o con los criterios de política económica general
(SSTC 32/2000, de 3 de febrero, 9/2013, de 28 de enero, 206/2013, de 5 de diciembre, y 123/2016, de 23
de junio, ya citada, entre otras muchas).
b) Que no supongan una restricción ilegítima de las competencias del poder legislativo, al disminuir sus
facultades de examen y enmienda sin base constitucional —STC 65/1986—, o por afectar al principio de
seguridad jurídica, debido a la incertidumbre que una regulación de este tipo origina —SSTC 65/1990,
61/1997, 182/1997 y 203/1998—.
Las dudas que plantea el art. 134.7 CE cuando las modificaciones introducidas por las Leyes de
Presupuestos se refieren a algún tributo en particular fueron abordadas de manera temprana por el TC en
la Sentencia 27/1981, de 20 de julio.
c) Aclarar si la exigencia del art. 134.7 debe referirse, también, a los tributos cuyas leyes sustantivas
fueran anteriores a la Constitución.
a) Comencemos por determinar el sentido de la expresión modificación de los tributos. De la doctrina del
TC sobre la cuestión se pueden deducir, sobre el particular, tres ideas: la primera, que se prohíbe la
creación indiscriminada de tributos mediante la Ley de Presupuestos; la segunda, que es posible
introducir a través de ella alteraciones en la regulación de los tributos, incluso sustanciales y profundas,
siempre que exista una norma adecuada que lo prevea; y la tercera, que, en todo caso, es admisible que
lleve a cabo a través de la Ley de Presupuestos una mera adaptación del tributo a la realidad.
En conclusión, el Tribunal ha entendido que, incluso sin norma habilitante, la Ley de Presupuestos puede operar una «mera
adaptación del tributo a la realidad», lo cual no deja de ser preocupante, porque no hace más que trasvasar a un ámbito distinto el
problema: esto es, determinar si se trata de «modificación» o de mera «adaptación», trasvase y planteamiento que entendemos que
carece de cobertura constitucional, pues todo lo que sea modificación de tributos en vigor, incluidas las «meras adaptaciones»,
deben operarse y realizarse con la consiguiente norma habilitante.
b) En segundo término, es necesario precisar qué se debe entender por ley tributaria sustantiva. Según el
TC, por ley tributaria sustantiva debe entenderse cualquier ley, excluyendo, claro está, la Ley de
Presupuestos, en la que se regulen elementos de la relación tributaria que no sean meras generalizaciones.
En todo caso, deben excluirse de tal categoría las leyes, o partes de ellas, que regulen cuestiones formales.
Entendemos que se trata de un planteamiento correcto, pues no tendría sentido, habida cuenta de la dispersión normativa hoy
existente, entender que la cláusula de habilitación para su reforma sólo pudiera estar contenida en la ley digamos esencial y que
regula formalmente un determinado tributo. Hay modificaciones contenidas en otras leyes que, a su vez, pueden contener cláusulas
de habilitación a favor de la Ley de Presupuestos, para que ésta pueda llevar a cabo una modificación del tributo en cuestión.
Hay otros aspectos que debemos mencionar, referidos a la forma que puede revestir la ley habilitante:
— La cláusula de habilitación puede estar contenida en una Ley de Bases, puesto que esta figura puede
satisfacer de manera clara las exigencias del principio de reserva de ley tributaria.
Así, en la Sentencia 27/1981, de 20 de julio, parece que se inclinó por negar tal posibilidad, mientras que, en otras, como en la
Sentencia 126/1987, de 16 de julio, pareció aceptar la utilización del Decreto-Ley como norma habilitante, opinión sustentada
efectivamente por el Tribunal Supremo en la Sentencia de 23 de noviembre de 1983 (RJ 1983\5820).
c) En fin, el análisis del art. 134.7 CE debe servir para precisar su aplicación al ordenamiento
preconstitucional. En este punto deben diferenciarse dos situaciones distintas:
El TC ha reiterado —STC de 20 de julio de 1981— que no puede anularse una ley anterior sólo por la ausencia de requisitos ahora
exigidos por la Constitución para su aprobación y que, entonces, no podían cumplirse, por inexistentes. La misma doctrina se
encuentra en la STSJ de Asturias de 4 de noviembre de 2002 (JT 2002\104).
2) Modificaciones tributarias realizadas por Leyes de Presupuestos posteriores a 1978. En este punto, el
TC ha señalado, en la Sentencia de 1981 reiteradamente citada, que es exigible la habilitación previa, bien
por una ley posterior a la CE, bien por un precepto habilitante anterior a la CE.
Por último, debemos examinar si la limitación contenida en el art. 134.7 CE es aplicable a las Leyes de
Presupuestos de las Comunidades Autónomas. Nuestra opinión es favorable a tal aplicación, porque los
fines a los que sirve el art. 134 CE (la garantía de los ciudadanos y la limitación del poder financiero) son
exigibles tanto en el ámbito estatal como en el autonómico.
El TC ha mantenido sobre esta cuestión una postura que podemos calificar de ambigua:
a) En principio, ha negado que el art. 134 CE se pueda aplicar a las leyes de presupuestos de las CCAA, con el argumento, a nuestro
modo de ver excesivamente formalista, de que el precepto tiene por objeto la regulación de un instituto estatal. Se pueden citar sobre
el particular las SS 116/1994, de 18 de abril; 149/1994, de 12 de mayo, 174/1998, de 23 de julio, 86/2013, de 11 de abril y 99/2018,
de 19 de septiembre, entre otras muchas.
b) No obstante, ha admitido que las leyes de presupuestos autonómicas tienen el mismo significado y alcance que las del Estado (S.
174/1998, que acabamos de mencionar), por lo que ha llegado a declarar inconstitucionales y nulas las disposiciones que no se
conformen con ellos (así, en las SS 130/1999, de 1 de julio, 180/2000, de 30 de junio, 74/2011, de 19 de mayo, 86/2013, de 11 de
abril y 99/2018, de 19 de septiembre, las dos últimas citadas en la letra anterior). El problema es que estas sentencias aluden al
apartado 2 del art. 137 CE (contenido mínimo y posible de las leyes de presupuestos), pero no se pronuncian expresamente sobre la
posibilidad o no de que en ellas las CC AA puedan establecer tributos ex novo.
IV. EL DECRETO-LEY
1. IDEAS GENERALES
«En caso de extraordinaria y urgente necesidad, el Gobierno podrá dictar disposiciones legislativas provisionales que tomarán la
forma de Decretos-Leyes y que no podrán afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y
libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas ni al derecho electoral general.»
Su régimen jurídico se completa en los apartados 2 y 3, según los cuales el Decreto-Ley debe ser
convalidado por el Congreso de los Diputados en un plazo de treinta días y puede, durante este mismo
plazo, tramitarse como un proyecto de Ley.
Las notas que caracterizan el Decreto-Ley como fuente del Derecho son las siguientes: a) Es un acto
normativo con fuerza de Ley que emana del Gobierno.
b) Solamente puede dictarse en caso de extraordinaria y urgente necesidad.
c) Es una norma provisional por proceder de un órgano, el Gobierno, que no tiene potestad legislativa. Su
incorporación definitiva al ordenamiento jurídico se produce cuando se convalida expresamente por el
Congreso de los Diputados. Una vez producida la convalidación, su régimen jurídico (rango, eficacia,
vigencia en el tiempo, etc.) no difiere del correspondiente a las leyes.
d) Mediante Decreto-Ley no se pueden regular las materias expresamente excluidas por el art. 86.1. Esta
regla, como veremos de inmediato, ha dado lugar a una de las cuestiones más debatidas
en el estudio de las fuentes del Derecho Tributario.
Desde la perspectiva de la operatividad del Decreto-Ley en el ámbito de las instituciones tributarias, son
tres las cuestiones que interesa estudiar: la determinación de los supuestos en que concurre una
extraordinaria y urgente necesidad; la concreción de los aspectos tributarios que están excluidos de la
regulación a través del Decreto-Ley y el análisis del procedimiento de convalidación.
a) La extraordinaria y urgente necesidad debe ser explicitada por el Gobierno (en el expediente de
elaboración, en la exposición de motivos, en la tramitación parlamentaria de la convalidación, etc.).
Por todas, se puede mencionar en este sentido las SSTC 199/2015, de 24 de septiembre; y de 34/2017, de 1 de marzo y 152/2017, de
21 de diciembre, entre otras muchas).
b) La extraordinaria y urgente necesidad no puede entenderse de manera restrictiva, sino que el Gobierno
tiene en cada momento la posibilidad de discernir con gran flexibilidad la concurrencia o no de tales
circunstancias. No obstante, es imprescindible que exista una necesaria conexión entre la situación de
urgencia definida por el Decreto-Ley correspondiente y la medida concreta adoptada para hacer frente a
ella.
En la STC 199/2015, que acabamos de mencionar, se puede leer lo siguiente (FJ 4.o): «[...] el control que corresponde al Tribunal
es externo, jurídico y no de oportunidad política ni de excelencia técnica, y que ha de ser flexible, en coherencia con el
reconocimiento constitucional del decreto-ley, para no invalidar de forma innecesaria, ni sustituir el juicio político sobre la
concurrencia del presupuesto que corresponde efectuar al Gobierno y al Congreso de los Diputados “en el ejercicio de la función
de control parlamentario (art. 86.2 CE)” (STC 137/2011, de 14 de septiembre).» Lo mismo se dice (FD 3.o) en la Sentencia de
2017, que también acabamos de citar.
De entre las múltiples dictadas en la materia podemos citar las SSTC 6/1983, de 4 de febrero; 182/1997, de 28 de octubre (que
aceptó la constitucionalidad de un Real Decreto-Ley en el que se modificaba el IRPF); 189/2005, de 7 de julio (que, por el contrario,
declaró la inconstitucionalidad de otro Real Decreto-Ley que asimismo modificó el IRPF); 332/2005, de 15 de diciembre; 68/2007,
de 28 de marzo; 21/2011, de 17 de marzo; 137/2011, de 14 de septiembre; 39/2013, de 14 de febrero, y 27/2015, de 19 de febrero,
230/2015, de 5 de noviembre, y 34/2017, de 1 de marzo, ya citada. También el TS ha aceptado, como no podía menos, la doctrina
del TC. Se pueden citar en este sentido las SS de 21 de mayo de 1990 (RJ 1990\3753) y de 16 de octubre de 1995 (RJ 1995\7275).
Ésta es, sin duda, la cuestión más importante que se puede suscitar al estudiar los Decretos-Leyes, naturalmente desde la perspectiva
tributaria.
La postura defendida por cierta parte de la doctrina (PÉREZ ROYO Y PALAO) fue acogida por el Tribunal
Constitucional en la Sentencia 182/1997, de 28 de octubre, y, en estos momentos, es la que se aplica en la
práctica. La doctrina sobre esta cuestión se puede sintetizar del modo siguiente:
a) Respecto de la interpretación de los límites materiales de la utilización del Decreto-Ley hay que
mantener una postura equilibrada que evite las concepciones extremas, de modo que la cláusula del art.
86.1 CE («no podrán afectar...») debe ser entendida en modo tal que no reduzca a la nada el Decreto-Ley,
ni permita que por este medio se regule el régimen general de los derechos, deberes y libertades del Título
I.
b) La cláusula del art. 86.1 CE como límite al empleo del Decreto-Ley no puede interpretarse en el
sentido de que sólo se impide su utilización para regular el régimen general de un derecho o deber
constitucional porque, en materia tributaria, supondría tanto como abrir un portillo a cualquier regulación,
por incisiva que fuera, mediante Decreto-Ley.
c) El límite material al Decreto-Ley en materia tributaria no viene señalado por la reserva de Ley, de
modo que lo encomendado a la Ley por el art. 31.3 CE tenga que coincidir necesariamente con lo que
afecta al deber de contribuir establecido en el art. 31.1 CE. A lo que debe atenderse para interpretar tal
límite material no es al modo en que se manifiesta la reserva de Ley (si es absoluta o relativa y qué
aspectos se encuentran amparados por ella), sino más bien a si ha existido «afectación» por un Decreto-
Ley de un derecho (deber en nuestro caso) regulado en el Título I CE. Esto exige tener en cuenta la
configuración constitucional del derecho o del deber afectado en cada caso.
d) Así pues, los límites al Decreto-Ley en materia tributaria deben buscarse en la configuración
constitucional del deber de contribuir, es decir, deben referirse a sus elementos esenciales establecidos en
el art. 31.1 CE, que no son otros que el de atender al sostenimiento de los gastos públicos con unas
fronteras precisas: la capacidad contributiva de cada uno y el establecimiento, conservación y mejora de
un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad, progresividad y no confiscatoriedad.
Un Decreto-Ley, pues, no podrá alterar ni el régimen general ni aquellos elementos esenciales de los
tributos que incidan en la determinación de la carga tributaria, puesto que de otro modo se afectarían tales
elementos esenciales del deber de contribuir. En definitiva, vulnerará el art. 86 CE «cualquier
intervención o innovación normativa que, por su entidad cualitativa o cuantitativa, altere sensiblemente la
posición del obligado a contribuir según su capacidad económica en el conjunto del sistema tributario».
e) Con estas indicaciones no se impide que se utilice el Decreto-Ley en materia tributaria al servicio de
objetivos de política económica. Ahora bien, será preciso tener en cuenta en qué tributo concreto incide el
Decreto-Ley (constatando sobre todo el grado o medida en que interviene el principio de capacidad
económica), qué elementos del mismo (esenciales o no) resultan alterados por este excepcional modo de
producción normativa y, en fin, cuál es la naturaleza y alcance de la concreta regulación de que se trate.
Como conclusión, y si hemos entendido bien, la doctrina actual del TC sobre esta cuestión se puede
resumir del modo siguiente:
1) Es posible utilizar el Decreto-Ley para regular cualquier aspecto del ordenamiento tributario.
2) Como excepción, y éstos son los únicos límites a tal utilización, no puede emplearse el Decreto-Ley:
— Ni tampoco cuando, como consecuencia del Decreto-Ley aprobado, la capacidad económica de los
obligados a contribuir se vea sensiblemente afectada.
El art. 86.1 CE establece también que los Decretos-Leyes no pueden afectar al régimen de las
Comunidades Autónomas. Esta limitación puede tener importancia en nuestra materia, por cuanto las
CCAA tienen competencias tanto respecto de los ingresos como de los gastos públicos. La STC 23/1993,
de 21 de enero, señaló los siguientes principios en torno a esta limitación:
a) El término «régimen de las CCAA» es más extenso y comprensivo que el mero de «Estatuto de Autonomía». En consecuencia,
aquella expresión debe entenderse en el sentido de que el Decreto-Ley no puede afectar al régimen constitucional de las CCAA,
incluida la posición institucional que les otorga la Constitución.
b) En este régimen constitucional se incluyen las leyes estatales atributivas de competencias y facultades y las leyes de
armonización. En definitiva, no se pueden modificar por Decreto-Ley las leyes aprobadas para delimitar las competencias del
Estado y de las diferentes CCAA o para regular o armonizar el ejercicio de las competencias de éstas.
c) Más allá de ese régimen constitucional no existe obstáculo alguno para que el Decreto-Ley, en el ámbito competencial del Estado,
pueda regular materias en las que las CCAA tengan competencias.
4. PROCEDIMIENTO DE CONVALIDACIÓN DEL DECRETO-LEY Dispone el art. 86 de la Constitución que:
«2. Los Decretos-Leyes deberán ser inmediatamente sometidos a debate y votación de totalidad al Congreso de los Diputados,
convocado al efecto, si no estuviere reunido, en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación. El Congreso habrá de
pronunciarse expresamente sobre su convalidación o derogación, para lo cual el Reglamento establecerá un procedimiento
especial y sumario.
»3. Durante el plazo establecido en el apartado anterior, las Cortes podrán tramitarlos como proyectos de ley por el procedimiento
de urgencia.»
Así pues, son dos las vías a través de las cuales se produce la definitiva incorporación del Decreto-Ley al
ordenamiento jurídico: mediante su convalidación por el Congreso o mediante su conversión en Ley,
cuando se tramite como proyecto de ley y se apruebe.
Ambas posibilidades dan lugar a resultados muy distintos. Si se produce la mera convalidación, el Decreto-Ley no cambia su
naturaleza jurídica (como indicaron las SSTC de 31 de mayo de 1982 y 4 de febrero de 1983, ya citada), por lo que, pese al
pronunciamiento favorable del Congreso, el Decreto-Ley puede ser impugnado y declarado inconstitucional por el Tribunal
Constitucional por haber regulado alguna de las materias excluidas de regulación por el art. 86.1 o, en su caso, por no concurrir la
extraordinaria y urgente necesidad que constituye el presupuesto de hecho habilitante para su aprobación.
Si, por el contrario, el Congreso en vez de limitarse a su homologación lo aprueba como Ley —si se presenta como tal proyecto de
ley, una vez obtenido el pronunciamiento favorable a la totalidad que exige el art. 86.2—, el resultado final del procedimiento
legislativo será una Ley formal de Parlamento, que sustituye en el ordenamiento jurídico, tras su promulgación, al Decreto-Ley. Su
corrección constitucional podrá ser planteada y se resolverá del mismo modo y con idéntico procedimiento que respecto de
cualquier otra Ley formal.
V. EL DECRETO LEGISLATIVO
1. IDEAS GENERALES
Podemos entender que el Decreto Legislativo es la disposición con rango de ley dictada por el Gobierno
en virtud de una delegación otorgada por el Parlamento. Se trata del supuesto paradigmático de
delegación recepticia, así denominada porque la norma delegada recibe de la norma delegante la
posibilidad de desplegar la fuerza y eficacia normativa que es propia de la Ley. En definitiva, lo que se
hace mediante esta fórmula es transferir el ejercicio, pero nunca la titularidad, de la potestad de dictar
normas con valor y fuerza de ley.
La posibilidad de la existencia de esta figura normativa se encuentra en el art. 82.1 CE, según el cual «Las Cortes Generales podrán
delegar en el Gobierno la potestad de dictar normas con rango de ley sobre materias determinadas no incluidas en el artículo
anterior» (esto es, no reservadas a la ley orgánica).
«Las disposiciones del Gobierno que contengan legislación delegada recibirán el título de Decretos Legislativos» (art. 85 CE).
Los caracteres con los que, constitucionalmente, aparece configurada la delegación legislativa en nuestro
Derecho son los siguientes:
b) Materia: puede referirse a la regulación de cualquier materia, siempre que tal regulación no esté
reservada a ley orgánica. Tampoco puede delegarse la posibilidad de modificar la propia ley delegante, ni
la de dictar normas con carácter retroactivo (art. 83 CE).
Ahora bien, la posibilidad de la regulación de cualquier materia no significa que toda ella se encomiende al Gobierno. Una de las
características esenciales de la delegación legislativa es la ausencia de delegaciones en blanco o indeterminadas. La delegación, por
el contrario, está sometida a estrictos límites materiales: la identificación de la materia a regular, la determinación del objeto y
alcance de aquélla, la delimitación de los principios y criterios que deben regir su ejercicio, etc. A todo ello hace referencia el art. 82
CE.
c) Plazo para su ejercicio: la ley delegante debe fijar necesariamente el plazo para el ejercicio de la
delegación por parte del Gobierno, sin que pueda concederse por tiempo indeterminado.
d) Vigencia de la delegación: se agota bien por el transcurso del plazo para su ejercicio, bien por el uso
que de ella haga el Gobierno mediante la publicación del decreto legislativo.
e) Destinatario de la delegación: lo es siempre el Gobierno, sin que a su vez éste pueda subdelegar tal
facultad en órganos o autoridades distintos.
g) Efectos: el más importante es que el decreto legislativo tiene valor de ley, siempre que no rebase el
ámbito normativo cubierto por la ley delegante. Consecuencia de su rango es que sólo
La delegación legislativa se concreta en dos modalidades que son los Textos articulados y los Textos
refundidos.
Los Textos articulados constituyen la forma más intensa del ejercicio de la delegación. Mediante ellos el
Gobierno regula ex novo una determinada materia, desarrollando una previa Ley de Bases (Ley de
delegación) en la que se fijan y precisan los principios y criterios de la delegación (art. 82.4 CE).
Los principios y criterios establecidos por la Ley de Bases deben conjugar dos requisitos: alcanzar el
grado suficiente de claridad y concreción, que posibilite su articulación por el Gobierno, y evitar un
excesivo casuismo, impropio de una ley.
Como última cuestión, debemos señalar que con la publicación del Decreto Legislativo se agota la
delegación efectuada sin que sea posible la remisión del desarrollo de los preceptos de aquél a una
posterior regulación reglamentaria.
Esta modalidad de legislación delegada ha sido utilizada en algunas ocasiones para regular institutos del Derecho Tributario. Así,
durante mucho tiempo las Haciendas Locales estuvieron reguladas a través de textos articulados, primero por el Decreto de 24 de
junio de 1955 (que era, a la vez, un texto articulado y refundido), y después por el Real Decreto 3.250/1976, de 30 de diciembre
(que desarrolló la Ley de Bases de Régimen Local 41/1975, de 19 de noviembre). También, durante algún tiempo, el procedimiento
económico-administrativo se reguló a través de un texto articulado, aprobado por el Real Decreto Legislativo 2.795/1980, de 12 de
diciembre, disposición que fue derogada por la LGT de 2003.
Los Textos refundidos son la segunda modalidad que puede revestir la delegación legislativa. En ella, el
Gobierno se limita a estructurar en un único texto las disposiciones que ya se encuentran vigentes,
dispersas en una pluralidad de textos normativos. La ley delegante deberá especificar si el Gobierno se
debe limitar a la mera elaboración de un texto único o si podrá también regularizar, aclarar y armonizar
los textos legales que han de ser refundidos (art. 85.5 CE). Aunque en este último supuesto las
posibilidades operativas del Gobierno son más amplias, no hay que perder de vista que el ordenamiento a
refundir constituye un límite infranqueable a la acción del Gobierno.
Esta modalidad de delegación legislativa ha sido profusamente utilizada en el Derecho Financiero y Tributario. Hubo una época (en
los años sesenta y setenta) en que todos los tributos estatales estaban regulados a través de textos refundidos (dictados todos ellos en
cumplimiento de la Ley 41/1964, de 11 de junio, de reforma del sistema tributario). En la actualidad se rigen mediante Textos
refundidos los impuestos aduaneros (Real Decreto Legislativo 1.299/1986, de 28 de junio); el ITP (Real Decreto Legislativo 1/1993,
de 24 de septiembre); el IRNR (Real Decreto Legislativo 5/2004, de 5 de marzo); y las Haciendas Locales (Real Decreto Legislativo
2/2004, de 5 de marzo).
Esta fiscalización judicial la pueden realizar tanto el Tribunal Constitucional como los Tribunales ordinarios. El Tribunal
Constitucional puede fiscalizar el ejercicio de la delegación legislativa bien mediante un recurso de inconstitucionalidad [art. 161.a)
CE], bien mediante el conocimiento de una cuestión de inconstitucionalidad (art. 163 CE).
También el Tribunal Supremo ha admitido reiteradamente la fiscalización judicial de los decretos legislativos. [Vid., entre otras
muchas, las Sentencias de 19 de junio de 2001 (RJ 2001\7242), 15 de julio de 2008 (RJ 2008\4416) y 17 de julio de 2009 (JUR
2009\360217).]
En los casos en que los Decretos Legislativos se extralimiten del contenido prefijado por la ley delegante,
deben reputarse como nulos, puesto que, vigente la Constitución de 1978, no cabe atribuir carácter de
mera disposición administrativa a los preceptos delegados ultra vires, que deberán considerarse
simplemente nulos. La explicación de ello es clara: el principio de legalidad despliega unos efectos tales
que no existe poder reglamentario independiente.
Al margen de la fiscalización judicial, la Constitución admite que las leyes de delegación puedan establecer fórmulas adicionales de
control. Estas fórmulas se concretan básicamente en la ratificación por las Cortes del contenido del Decreto
Legislativo. Dicha ratificación sana los posibles errores que el Gobierno hubiera podido cometer al elaborar el Decreto Legislativo.
El procedimiento para ello está previsto en el art. 153 del Reglamento del Congreso.
Debemos destacar, por último, que el art. 86.1 LGT ordena al Ministerio de Hacienda la difusión anual
(dentro del primer trimestre del año) de los textos actualizados de las normas estatales con rango de Ley y
Real Decreto en materia tributaria. Es evidente que tales textos no tienen ni el significado ni el valor de
los Decretos Legislativos. Su único valor, que no es poco dada la dispersión legislativa en esta materia, es
meramente didáctico.
Por lo que se refiere a la publicación de los textos actualizados, debemos reconocer que la norma se está cumpliendo. Basta para ello
acudir a la página web del Ministerio. También hay que decir, en honor a la verdad, que, aunque sea de forma restringida y con una
periodicidad variable, el Ministerio publica de forma tradicional (en libros) la normativa vigente en algún sector del ordenamiento
tributario.
Por su parte, el Boletín Oficial del Estado publica periódicamente el texto consolidado de las normas tributarias más importante,
pero asimismo con carácter informativo y sin valor jurídico.
1. LA LEY
Las Comunidades Autónomas gozan de potestad legislativa en todas aquellas materias sobre las que
tienen atribuidas competencias. La Ley regional tiene, lógicamente, los mismos caracteres que la Ley
aprobada por Cortes Generales. Sin embargo, como ha señalado J. PÉREZ ROYO, existen ciertas notas que
confieren una evidente singularidad a las Leyes autonómicas. Son las siguientes:
a) El concepto de Ley regional no tiene un alcance exclusivamente formal —acto aprobado por el
Legislativo—, sino que es también un concepto material —su contenido está determinado por las
competencias asumidas por la Comunidad Autónoma—.
De ello se deriva una consecuencia fundamental: las relaciones entre las Cortes Generales y la Ley
regional no se rigen por el principio de jerarquía, sino por el principio de competencia.
Ésta es una consecuencia de la articulación del Estado en distintas Comunidades Autónomas. Y, al mismo tiempo, constituye una
nota esencial del sistema de fuentes vigente tras la entrada en vigor de la Constitución de 1978.
b) Existen ciertos principios que vinculan muy directamente a las Asambleas regionales: unidad de la
nación española, igualdad, solidaridad, limitación territorial de sus efectos y respeto al principio de libre
circulación de personas y bienes. Ahora bien, como ha señalado el Tribunal Constitucional, las Leyes de
las Comunidades Autónomas no serán inconstitucionales por regular materias afectadas por tales
principios, sino sólo por vulnerar su contenido.
c) De acuerdo con el art. 161.2 CE, cuando el Gobierno impugne las Leyes regionales se produce
automáticamente la suspensión de la disposición impugnada, aunque el Tribunal deberá ratificar o
levantar la suspensión en un plazo no superior a cinco meses. Dicha suspensión no se produce cuando se
impugna una Ley aprobada por las Cortes Generales.
2. EL DECRETO-LEY
Hasta hace muy poco se había entendido que la obligación de cumplir los requisitos que hemos
examinado, en especial la exigencia de una urgente necesidad, vedaba la posibilidad de que los gobiernos
de las CCAA pudieran dictar DecretosLeyes. Así, en los Proyectos de Estatutos de Autonomía de
Cataluña y el País Vasco se contempló la posibilidad de que tales Comunidades aprobaran Decretos-
Leyes, pero finalmente se rechazó tal posibilidad.
Ahora bien, los Estatutos de Autonomía vigentes admiten la posibilidad de que los gobiernos
autonómicos puedan dictar Decretos-Leyes.
Así, el art. 44.4 del Estatuto de la Comunidad de Valencia permite al Consell dictar Decretos-Leyes cuando se dieren los requisitos
previstos en el art. 86 CE; y lo mismo establecen los arts. 64 del Estatuto catalán y 110 del Estatuto de Andalucía. Disposiciones
similares se contienen en los Estatutos de Aragón (art. 44), Baleares (art. 49), Canarias (art. 25) y Castilla y León (art. 25.4).
3. EL DECRETO LEGISLATIVO
Los preceptos dedicados por la Constitución a la regulación de la delegación legislativa nada dicen sobre
su admisibilidad en el ámbito de las Comunidades Autónomas. Sin embargo, existen diversos elementos
que inducen a admitir la posibilidad de que la delegación legislativa sea también admisible en el ámbito
autonómico.
En primer lugar, una consideración de pura lógica normativa: si la delegación legislativa encuentra su
razón de ser en la conveniencia de que el Ejecutivo colabore con el Legislativo en la regulación de una
materia que, por su complejidad técnica, requiere dicha colaboración, no se ve cuál pueda ser la razón
para que esa circunstancia no concurra también en el ámbito territorial de las Comunidades Autónomas.
A la misma conclusión debemos llegar si tenemos en cuenta ciertas normas y pronunciamientos de los Órganos constitucionales:
b) El art. 27 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional da por supuesta la admisibilidad de la delegación legislativa en el
ámbito autonómico, al establecer que son susceptibles de declaración de inconstitucionalidad las leyes, actos y disposiciones
normativas con fuerza de Ley de las Comunidades Autónomas, con la misma salvedad formulada en el apartado b) respecto a los
casos de delegación legislativa. El apartado b) alude a las posibles fórmulas de control del uso de la delegación legislativa distintas
de la intervención de los Tribunales (art. 82 CE), cuestión a la que ya nos hemos referido.
VII. EL REGLAMENTO
Por Reglamento entendemos toda disposición de carácter general que, aprobada por el poder ejecutivo,
pasa a formar parte del ordenamiento jurídico, erigiéndose en fuente del Derecho.
Tanto la nota de generalidad como su calificación como fuente del Derecho son caracteres que concurren
también en la Ley, pero mientras ésta no está sujeta más que a la Constitución, el Reglamento tiene un
doble límite, la Constitución y las Leyes.
El distinto origen de la potestad legislativa y de la reglamentaria sirve también para precisar con exactitud
cuáles son las relaciones entre Ley y Reglamento. Y en este punto se manifiesta claramente un principio:
el Reglamento se encuentra absolutamente sujeto y condicionado por la Ley, en varios sentidos:
c) Por último, cuando el Reglamento se dicte en desarrollo de una Ley deberá atenerse fielmente a los
dictados de ella.
En síntesis, el Reglamento y la Ley, aun siendo fuentes del Derecho, presentan entre sí las diferencias que
son propias del poder del que emanan:
a) La Ley es una norma primaria, sólo condicionada por la Constitución, expresión de la voluntad general
y manifestación explícita del denominado «principio democrático» en la configuración de las fuentes del
Derecho.
b) El Reglamento, por el contrario, constituye una norma general, pero con un alcance doblemente
condicionado —por la Constitución y por las Leyes— y representa la subsistencia del denominado
principio monárquico, reminiscencia del Antiguo Régimen, que ha adquirido carta de naturaleza en el
ordenamiento constitucional.
También existen ciertas relaciones de semejanza y algunas diferencias esenciales entre el Reglamento y
los actos administrativos:
a) Son semejantes porque, al igual que los actos administrativos, también el Reglamento es un acto de la
Administración —aunque, como vamos a ver de inmediato, en la mayor parte de los supuestos el acto
administrativo emana de un órgano unipersonal de la Administración, mientras que la potestad
reglamentaria, en el Derecho español, está atribuida, en principio, al Gobierno—.
b) Son diferentes porque el Reglamento se integra en el ordenamiento jurídico, esto es constituye una
fuente del Derecho, mientras que los actos administrativos son actos ordenados, que no se integran en el
ordenamiento jurídico en cuanto tal, sino que son sólo una consecuencia de la aplicación de este mismo
ordenamiento jurídico.
c) Y son también diferentes porque, como han expuesto GARCÍA DE ENTERRÍA y TOMÁS RAMÓN
FERNÁNDEZ, la eficacia de un acto administrativo se agota al ser dictado, mientras que el reglamento
(como norma general) mantiene su eficacia de manera indefinida, hasta que desaparece por algunas de las
causas previstas en Derecho (sobre todo, por su derogación).
A) Ideas generales
a) Por lo que se refiere a la primera de las cuestiones, en el ámbito estatal, la potestad reglamentaria, esto
es, la competencia para dictar Reglamentos, se atribuye expresamente al Gobierno, y nada más que al
Gobierno (art. 97 CE). Estas afirmaciones tienen una gran trascendencia en el ámbito de nuestra
disciplina y serán examinadas más adelante.
b) En cuanto a la segunda, la Constitución y las Leyes, como señala el art. 97 CE, se erigen en límites
infranqueables al ejercicio de la potestad reglamentaria. La primacía de una y otras frente a la potestad
reglamentaria se refuerza con una serie de principios también recogidos en la CE (art. 9), como son los de
legalidad, jerarquía normativa, seguridad jurídica, responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad de los
poderes públicos, en especial este último, como ha puesto de relieve la doctrina.
c) En fin, el control de la potestad reglamentaria está atribuido, con carácter general, a los Tribunales de
Justicia y, en determinados supuestos, al propio Tribunal Constitucional.
Así, de acuerdo con el art. 106 CE, «Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación
administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican». Ello concuerda plenamente con el art. 1 de la Ley
reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa, que establece que la jurisdicción contencioso-administrativa conocerá de
las pretensiones que se deduzcan en relación con los actos de la Administración Pública sujetos al Derecho administrativo y con las
disposiciones de categoría inferior a la Ley.
Debe recordarse que, de acuerdo con lo dispuesto en los arts. 25 y 26 de la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-
administrativa, se pueden impugnar tanto las disposiciones de carácter general (esto es, los Reglamentos), como los actos que se
produzcan en aplicación de ellas. En la primera modalidad (que suele denominarse recurso directo), se demanda, sin más, la nulidad
del Reglamento. En la segunda (recurso indirecto), puede solicitarse tal nulidad como procedimiento para combatir la corrección del
acto administrativo dictado. El art. 27 de la misma Ley establece el procedimiento que se sigue cuando el recurso indirecto finalice
con la declaración de nulidad de un Reglamento.
Esta fiscalización en vía contenciosa no constituye la forma exclusiva de combatir los Reglamentos. La
Constitución (art. 161.2) establece que el Tribunal Constitucional es competente para conocer de las
impugnaciones que el Gobierno realice contra las «disposiciones y resoluciones adoptadas por los
órganos de las Comunidades Autónomas».
Una vez delimitados los aspectos esenciales de la potestad reglamentaria en el Derecho español, conviene
hacer referencia a algunas cuestiones que tienen relevancia en el ámbito del ordenamiento financiero, en
particular la determinación del titular de tal potestad.
La cuestión no es baladí, pues se trata de determinar, nada menos, el valor normativo de la ingente cantidad de disposiciones de todo
rango (Órdenes, Resoluciones, Circulares, etc.) que aparecen todos los días en el BOE con la intención de regular extremos, en
ocasiones de enorme relevancia, del Derecho Tributario o del Derecho Presupuestario.
Ante todo, debemos indicar que el art. 97 CE otorga al Gobierno una potestad reglamentaria que podemos
denominar originaria, potestad que por ello no necesita ser revalidada o recordada en cada momento. Por
esta razón, deben considerarse reiterativas e inútiles, en cuanto no añaden un plus de capacidad y
competencia, las normas de rango legal que encomiendan su desarrollo al Gobierno.
Ahora bien, no parece que con ello se agoten las posibilidades de ejercicio de las competencias
reglamentarias, como la práctica se encarga de recordarlo de modo constante. Sobre esta cuestión
debemos indicar lo siguiente:
a) En nuestra opinión, es posible que órganos administrativos distintos del Gobierno ejerzan potestades
reglamentarias, siempre que estén específicamente habilitados para ello por una Ley. A esta potestad
reglamentaria se la puede denominar derivada, para distinguirla de la que la CE atribuye al Gobierno.
Esta doctrina tiene un claro respaldo jurisprudencial. Así, en la STC 185/1995, de 14 de diciembre, se lee: «La atribución genérica
de la potestad reglamentaria convierte al Gobierno en el titular originario de la misma, pero no prohíbe que una Ley pueda
otorgar a los ministros el ejercicio de esta potestad con carácter derivado o les habilite para dictar disposiciones reglamentarias
concretas, acotando y ordenando su ejercicio.»
b) En el ámbito tributario esta potestad reglamentaria derivada se encuentra reconocida expresamente (y
de forma reiterativa, podríamos añadir) en el art. 7.1.e), segundo párrafo, LGT.
En términos generales, se atribuye la potestad reglamentaria a los Ministros en los arts. 4.1.b) de la Ley 50/1997, de 27 de
noviembre, de Organización, competencia y funcionamiento del Gobierno, y 61.a) de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen
jurídico del sector público.
d) Aunque puede plantear el que el reconocimiento de la potestad reglamentaria a los Ministros se realice
en una norma también de rango reglamentario, lo cierto es que esta posibilidad está reconocida de forma
expresa en el art. 7.1.e), segundo párrafo, LGT, que acabamos de citar.
Así pues, y por concluir, de acuerdo con estas ideas adquieren sentido y corrección constitucional las
atribuciones de competencias reglamentarias que las normas tributarias realizan en favor de órganos
administrativos diferentes al Gobierno.
Las Comunidades Autónomas tienen potestades legislativas y, consiguientemente, son también titulares
de la potestad reglamentaria. Tal potestad puede ejercitarse bien en desarrollo de leyes propias y con
sujeción a lo dispuesto en ellas o bien en desarrollo de las bases contenidas en la normativa estatal,
entendiendo por bases —como hizo el Tribunal Constitucional en su Sentencia de 28 de enero de 1982—
no las leyes de bases o leyes marco, sino aquellas que contienen los principios o criterios básicos que,
estén o no formulados como tales, racionalmente se deducen de la legislación vigente.
El TC, en Sentencias 69 y 80, de 19 y 28 de abril de 1988, ha precisado la conveniencia de que las normas básicas tengan rango
formal de ley.
Por su parte, el TS ha considerado que, en estos casos, las CCAA no están desarrollando una Ley (función tradicional de los
reglamentos), sino ejercitando una competencia propia (así, en la S. de 28 de noviembre de 1999, Ar. 8811).
La titularidad de esa potestad reglamentaria está atribuida expresamente en los distintos Estatutos de
Autonomía a los respectivos Consejos o Gobiernos autónomos. Muchos de esos Estatutos prevén
Hasta tal punto es ello así que el Tribunal Supremo, al igual que ha hecho con actos de desarrollo reglamentario dictados por los
Ministros del Gobierno central, ha anulado también Órdenes dictadas por Consejeros de distintas Comunidades Autónomas, al haber
sido dictadas por «órganos manifiestamente incompetentes para ejercer la potestad reglamentaria, reservada al Gobierno regional y
no a uno de sus miembros» (Sentencias de 6 de marzo de 1990 y 21 de julio 1992).
El análisis de la potestad reglamentaria de las Entidades Locales presenta unos matices sustancialmente
distintos, porque, a diferencia de lo que ocurre con las Comunidades Autónomas, las Entidades Locales
no tienen potestad legislativa, razón por la cual la potestad normativa reglamentaria adquiere una
inusitada relevancia.
Piénsese al respecto que, aunque las Corporaciones Locales no pueden regular los elementos esenciales de los tributos — cubiertos
por el principio de reserva de Ley—, sí podrán acordar su establecimiento (en los impuestos de carácter potestativo), regular los
procedimientos de liquidación o de recaudación, etc. En materia presupuestaria las competencias son aún más importantes, una vez
que han desaparecido los controles existentes antes de la aprobación de la Constitución (en virtud de los cuales el Delegado de
Hacienda de la Administración del Estado fiscalizaba y aprobaba tanto los Presupuestos como las Ordenanzas Fiscales), controles
que el Tribunal Constitucional —Sentencia de 2 de febrero de 1981— eliminó, por reputar contrario al principio de autonomía local
el denominado régimen de tutela.
En otro orden de cosas, desde hace tiempo se ha planteado el problema de si las Diputaciones Forales tienen potestad legislativa,
dadas las peculiaridades del régimen tributario foral. La opinión doctrinal y jurisprudencial se inclinaba por reconocérselo a la
Diputación Foral de Navarra, puesto que es un auténtico parlamento autonómico; pero no a las Diputaciones Forales del País Vasco,
por muy amplias que fueran sus competencias en la materia, lo que llevaba a la conclusión de que sus normas tributarias tenían
siempre carácter reglamentario. Esta era la doctrina contenida, por ejemplo, en las SSTS de 9 y 20 de diciembre de 2004 (RJ
2005/130 y 652).
Ahora bien, la Ley Orgánica 1/2010, de 19 de febrero, de modificación de las Leyes Orgánicas del Tribunal Constitucional y del
Poder Judicial ha modificado sustancialmente este estado de cosas. De acuerdo con lo dispuesto en la Ley Orgánica en cuestión, las
normas de las Diputaciones forales en materia tributaria sólo podrán ser enjuiciadas por el Tribunal Constitucional. En otras
palabras, se ha otorgado rango de ley a tales normas forales tributarias.
La STC 118/2016, de 23 de junio, consideró constitucional la Ley de 19 de febrero de 2010, con dos importantes precisiones:
a) El TC sólo es competente para enjuiciar la eventual contradicción de las Disposiciones forales tributarias con las normas que
integran el bloque de la constitucionalidad definido en el art. 28 LOTC (con los preceptos constitucionales y estatutarios, de la ley
del concierto, de la ley general tributaria o de las leyes reguladoras de los diferentes tributos del Estado).
b) Las demás cuestiones litigiosas que puedan plantearse sobre la aplicación de tales Disposiciones forales deben solventarse ante
los Tribunales ordinarios (normalmente contencioso-administrativos).
De conformidad con la Ley sobre Bases del Régimen Local (arts. 47, 49, 65, 70, 107, 108 y 111) y 15 a
19 del Texto refundido regulador de las Haciendas Locales, las fases a través de las cuales se desarrolla el
procedimiento de aprobación de las Ordenanzas son las siguientes:
b) Información pública y audiencia a los interesados por el plazo mínimo de treinta días para la
presentación de reclamaciones y sugerencias. La presentación de reclamaciones no suspenderá la
tramitación de la Ordenanza.
En este caso no puede hablarse propiamente de interposición de reclamaciones, por lo que el término correcto sería el de
observaciones, porque en puridad de términos sólo se pueden impugnar los reglamentos (y las Ordenanzas fiscales lo son, según lo
que venimos diciendo) cuando hayan entrado en vigor.
e) Entrada en vigor, que se producirá el día en que así se prevea en la propia Ordenanza [pues es una de
las menciones que debe tener, según el art. 16.1.c) TRLHL].
No obstante, opinamos que la ausencia de una mención sobre la entrada en vigor de una Ordenanza fiscal no es una causa de nulidad
de la Ordenanza misma. En este caso, se aplicaría la regla general de la entrada en vigor de las normas tributarias (que estudiamos
en otra Lección). Esto es, entrarían en vigor a los veinte días de su publicación, según prevé el art. 10 LGT, que es aplicable a las
Haciendas Locales (según dispone el art. 1.o TRLHL).
En materia presupuestaria el procedimiento es similar y aparece regulado en los arts. 112 de la Ley de
Bases de Régimen Local y 168 y siguientes TRLHL, que examinaremos en su momento.
«En el ámbito de las competencias del Estado, la facultad de dictar disposiciones interpretativas o aclaratorias de las leyes y
demás normas en materia tributaria corresponde al Ministro de Hacienda y Administraciones Públicas y a los órganos de la
Administración Tributaria a los que se refiere el artículo 88.5 de esta Ley.
Las disposiciones interpretativas o aclaratorias dictadas por el Ministro serán de obligado cumplimiento para todos los órganos de
la Administración Tributaria.
Las disposiciones interpretativas o aclaratorias dictadas por los órganos de la Administración Tributaria a los que se refiere el
artículo 88.5 de esta Ley tendrán efectos vinculantes para los órganos y entidades de la Administración Tributaria encargados de
la aplicación de los tributos.
Las disposiciones interpretativas o aclaratorias previstas en este apartado se publicarán en el boletín oficial que corresponda.
Con carácter previo al dictado de las resoluciones a las que se refiere este apartado, y una vez elaborado su texto, cuando la
naturaleza de las mismas lo aconseje, podrán ser sometidas a información pública.»
El problema tiene gran trascendencia. Si nos encontramos ante una disposición meramente interpretativa es evidente que sus efectos
se retrotraerán al momento en que entró en vigor la norma interpretada y, por otro lado, un administrado podrá basar en dicho
precepto interpretativo el porqué de su actuación en un determinado supuesto, quedando exento de responsabilidad por la comisión
de infracciones tributarias.
3) Mientras que las disposiciones interpretativas dictadas por el Ministro vinculan, como hasta ahora, a
todos los órganos de la Administración tributaria, las que dicten el resto de los órganos sólo vinculan a los
órganos de la Administración tributaria encargados de la aplicación de los tributos. Su eficacia se solapa,
por tanto, con la de las consultas vinculantes. Por ello, este tipo de disposiciones pueden ser calificadas
como contestaciones dictadas in abstracto, es decir, sin que sea necesaria una intervención de los
administrados y sin que lo que se interpreta se refiera a un caso concreto.
Por otro lado, las disposiciones interpretativas no pueden vincular a los Tribunales de Justicia. Así lo recordó, por ejemplo, la STSJ
del País Vasco de 17 de septiembre de 2003 (JT 2003\1488).
4) El problema esencial que plantean este tipo de pronunciamientos administrativos radica en determinar
cuál es su naturaleza jurídica, esto es, si tienen o no valor normativo. En nuestra opinión, estas
disposiciones no poseen tal carácter, es decir, no tienen capacidad para innovar el ordenamiento jurídico.
En consecuencia, si a su amparo se dictan normas jurídicas, sin la debida habilitación legal, deben ser
consideradas nulas.
El Auto del TS de 9 de marzo de 2018 (JUR 2018/75203) ha admitido a trámite un recurso de casación para que la sección
correspondiente de la Sala Tercera se pronuncie precisamente sobre esta cuestión.
Este concepto, dogmáticamente claro, ha sido enturbiado con frecuencia en la práctica, porque con el
ropaje externo de una Circular, Instrucción, etc., y sin que la misma aspirara formalmente a dejar de serlo,
la interpretación normativa que la misma contenía ha alcanzado una gran difusión, afectando de lleno a
las relaciones jurídicas entabladas entre los ciudadanos y los órganos administrativos vinculados por la
Circular.
Y, desde luego, es obvio que no es posible reconocer valor normativo alguno a las Notas y Comunicados que, bajo la denominación
de Criterios de carácter general en la aplicación de los tributos, hace públicos la Administración tributaria con más frecuencia de la
deseada. Este tipo de escritos no tienen fecha ni están suscritos por alguna autoridad o cargo público. Por todo ello, y a pesar de que
se indica que no tienen carácter vinculante, deberían desaparecer por la confusión que puede plantear en los contribuyentes.
Si bien, se insiste, debe negarse en general el carácter normativo de las disposiciones mencionadas, es
indudable su importancia. En ocasiones pueden llegar a integrar normas reglamentarias (por ejemplo,
aprobar modelos de declaraciones), siempre que la integración esté expresamente prevista y que la
disposición tenga la misma publicidad que la norma que integra. También, sirven a la seguridad jurídica
por cuanto es posible conocer a priori la opinión de la Administración sobre aspectos, en muchas
ocasiones complejos, del ordenamiento positivo, y, por último, pueden servir para fundamentar una tacha
de desviación de poder si un órgano administrativo se aparta de lo prevenido en tales disposiciones.
La STS de 23 de mayo de 2006 (RJ 2006\6386) parece reconocer que órganos inferiores al Ministro, como son los órganos
directivos de la AEAT, puedan dictar normas jurídicas. Nos parece más correcta la postura contraria mantenida en el voto particular
que acompaña a la sentencia. En él se puede leer lo siguiente:
[...] estas afirmaciones están en flagrante contradicción con los principios políticos y jurídicos que conforman la potestad
reglamentaria, que, irremisiblemente, ha de ostentarse por un ente de naturaleza incuestionablemente pública y política, lo que de
ningún modo puede predicarse de la AEAT [...]
El art. 7.2 de la Ley General Tributaria dispone que «Tendrán carácter supletorio las disposiciones
generales del derecho administrativo y los preceptos del derecho común». De esta norma se pueden
derivar algunas consideraciones. Son las siguientes:
Primero. El ordenamiento tributario está esencialmente encuadrado dentro del denominado Derecho
Público, con toda la relatividad que tiene la distinción entre Derecho Público y Derecho Privado. Esta
adscripción al ordenamiento público es especialmente intensa en lo que se refiere a los procedimientos a
través de los cuales se aplican las normas tributarias. Y a estos procedimientos deberían aplicarse, no sólo
como derecho supletorio, sino incluso de manera directa e inmediata, las normas contenidas en la Ley
39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas.
El art. 112.4 y la Disp. Adic. 2.a) de esta Ley establecen que los procedimientos tributarios se regirán por sus normas específicas y,
supletoriamente, por lo dispuesto en ella. Con base en estas normas, la Administración tributaria ha defendido, en la práctica, la
inaplicación de la Ley en su ámbito. La doctrina, por el contrario, ha mantenido, con mejor criterio, que la inaplicación de las
normas administrativas generales a la materia tributaria sólo se produce en los aspectos puramente procedimentales y sólo cuando
exista una norma expresa que regule la cuestión. Aunque se refiere a un momento previo a la aprobación de la Ley de 1 de octubre
de 2015, se puede aplicar a la situación actual, en todo conforme con lo que hemos defendido, la postura mantenida por la STS de
22 de junio de 2016 (RJ 2016\4311).
Segundo. Amén de esa supletoriedad específica en los aspectos formales y procedimentales, hay que
señalar, como ya hacía GARCÍA AÑOVEROS, que las normas generales de Derecho Público son aplicables
a la materia tributaria de modo directo, no sólo con carácter supletorio.
Tercero. La doctrina jurisprudencial recaída en materias de Derecho Público se proyecta sobre el
ordenamiento tributario.
Cuarto. La referencia al Derecho común como elemento normativo supletorio no debe entenderse como
una referencia exclusiva y excluyente al Derecho Civil. El Derecho común de una determinada institución
puede encontrarse en otra rama del ordenamiento, como pueden ser el Derecho Mercantil o el Derecho
del Trabajo.
Quinto. Ello no obstante, debe reconocerse la aspiración, que el propio Código Civil exterioriza, de
convertirse en el prototipo del Derecho común, al señalar que «las disposiciones de este Código se
aplicarán como supletorias en las materias regidas por otras Leyes» (art. 4.3). Aspiración cuya
consistencia va menguando a medida que el ordenamiento jurídico va regulando las cada vez más
complejas y novedosas relaciones sociales.
Cuanto ha quedado expuesto puede trasladarse, mutatis mutandis, al ámbito del Derecho regulador del
gasto público. Sólo debemos añadir que, a diferencia de lo que sucede en materia tributaria, las normas
presupuestarias, en especial la LGP, se aplica sólo a la Hacienda de la Administración Central del Estado
y a la de los Organismos públicos dependientes de éste. Tanto en el caso de las Corporaciones Locales
como en el caso de las Comunidades Autónomas existen ordenamientos sectoriales distintos, aunque
informados en principios análogos a los que recoge la propia Ley General Presupuestaria.
En el caso de las Corporaciones Locales es el Texto refundido de la Ley reguladora de las Haciendas Locales, aprobado por el Real
Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo, el que contiene el derecho básico aplicable en la materia. Las Comunidades Autónomas,
en algunos casos —Andalucía, Cataluña, Cantabria, Galicia, País Vasco, o Comunidad Valenciana —, disponen ya de sus propias
Leyes Generales Presupuestarias, bajo distintas denominaciones; en otros estatuyen en las anuales Leyes de Presupuestos, aprobadas
igualmente por sus correspondientes Asambleas Legislativas, el régimen jurídico presupuestario básico, con frecuentes remisiones a
lo dispuesto por la Ley General Presupuestaria estatal.
Por lo demás, en materia presupuestaria también revisten gran importancia distintas normas que contienen
lo que podría considerarse como el derecho común en la materia correspondiente, como ocurre, por
ejemplo, con el régimen de contratación (Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de contratos del sector público),
o con la administración y régimen presupuestario de los bienes integrantes del Patrimonio del Estado
(Ley 32/2003, de 3 de noviembre, de Patrimonio de las Administraciones públicas).
De acuerdo con el Código Civil (art. 1.3), «la costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable, siempre
que no sea contraria a la moral o al orden público y que resulte probada. Los usos jurídicos que no sean
meramente interpretativos de una declaración de voluntad tendrán la consideración de costumbre».
Así pues, son tres los requisitos que debe reunir la costumbre para que sea admitida como fuente del
Derecho:
La necesaria concurrencia de estos tres requisitos hace que sea muy restringida la admisión de la
costumbre como fuente del Derecho. Además de ello, en el ordenamiento financiero existe un obstáculo
insalvable para la aplicación de la costumbre como tal fuente de Derecho: la primacía de la Ley como
fuente normativa, hasta el punto de que incluso los reglamentos sólo tendrán la
consideración de fuente en la medida en que sean llamados por la Ley a desarrollar las previsiones
contenidas en aquélla. El principio de reserva de Ley, de una parte, y el principio de legalidad que vincula
a la Administración financiera, de otra, se erigen en obstáculo insalvable para la alegación de la
costumbre como fuente del Derecho Financiero.
Distintos de la costumbre son el uso y el precedente administrativos. Se entiende por uso o práctica
administrativa la reiteración de las conductas y comportamientos por parte de los órganos administrativos.
El precedente administrativo es algo más, es la norma inducida de varias decisiones de la Administración
en el ejercicio de actividades discrecionales y vinculantes, por tanto, ante supuestos idénticos o, lo que es
lo mismo, el criterio decisorio aplicado reiteradamente por un órgano administrativo.
Pues bien, ni uno ni otro constituyen fuente del Derecho Financiero. Respecto del uso o práctica no existe
ninguna duda por su carácter interno que no llega a trascender en las relaciones entre la Administración
financiera y los ciudadanos. Por lo que se refiere al precedente es necesario decir lo mismo; en ningún
caso puede ser utilizado como generador de derechos individuales.
De acuerdo con el art. 1.4 del Código Civil, los principios generales del Derecho se aplicarán en defecto
de ley o costumbre, sin perjuicio de su carácter informador del ordenamiento jurídico. Este precepto, cuya
aplicabilidad en el ordenamiento financiero deriva de las remisiones al Derecho común mantenidas en el
art. 7.2 LGT, suscita la necesidad de determinar el concepto y eficacia jurídica de tales principios en
materia financiera.
Por lo que se refiere al concepto, como señaló DE CASTRO, la expresión «principios generales del
Derecho» permite comprender todo el conjunto normativo no formulado, o sea, aquel impuesto por la
comunidad que no se manifiesta en forma de Ley o de costumbre.
Ésta es, afirma, su ventaja respecto de otros términos, como principios de Justicia, principios de Derecho natural, equidad o razón
natural; con ellos se alude también a los demás tipos de normas no formuladas, principios sociales (tradicionales) y principios
políticos, cuya existencia es igualmente cierta. Unos y otros, a pesar de su distinto origen y naturaleza, coinciden en tener igual
significado en el ordenamiento jurídico, respecto al Derecho formulado, y se caracterizan, del mismo modo, en que la evidencia de
su realidad y eficacia hace innecesaria su concreción en una regla formulada.
Estos principios generales, base sobre la que descansa la organización jurídica, cumplen una triple
función: son fundamento del orden jurídico, orientan la labor interpretativa y actúan como fuente en caso
de insuficiencia de la Ley y de la costumbre.
XIII. LA JURISPRUDENCIA
De acuerdo con el art. 1.6 del Código Civil, la jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico
con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la Ley, la
costumbre y los principios generales del Derecho.
Este precepto, incorporado al Código por la reforma de la Ley de 17 de marzo de 1973 y el Decreto de 31
de mayo de 1974 —por el que se sanciona con fuerza de Ley el Texto Articulado del Título Preliminar—,
rompió con la tradicional insensibilidad de nuestro Derecho ante los pronunciamientos de los Tribunales.
La aplicación de lo dispuesto en el art. 1.6 del CC es aplicable al Derecho Financiero y Tributario sin especialidad alguna, por lo
que nos limitaremos a realizar un examen somero de la cuestión:
A) Sólo la doctrina sentada por el Tribunal Supremo puede ser considerada como verdadera y propia
jurisprudencia.
A pesar de lo obvio de la afirmación, parece que todavía debe ser reiterada para que no se olvide. Así en la STS de 29 de marzo de
2019 (RJ 2019\1307), se puede leer lo siguiente (Fundamento de derecho segundo): «Convendría que el TEAC se atuviera al
sistema de fuentes del ordenamiento jurídico establecido en el Título Preliminar del Código Civil, atendiendo a la jurisprudencia
como fuente complementaria (art. 1.6 CC.), según el cual «6. La jurisprudencia complementará el
ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la
costumbre y los principios generales del derecho».
B) La jurisprudencia no es fuente del Derecho en sentido estricto, sino que constituye un medio para
complementar el ordenamiento jurídico, como señala no sólo el precepto citado, sino también la
Exposición de Motivos del Decreto de 1974, que acabamos de citar.
A la jurisprudencia, sin incluirla entre las fuentes, se le reconoce la misión de complementar el ordenamiento jurídico. En efecto, la
tarea de interpretar y aplicar las normas en contacto con las realidades de la vida y los conflictos de intereses da lugar a la
formulación por el Tribunal Supremo de criterios que, si no entrañan la elaboración de normas en sentido propio y pleno, contienen
desarrollos singularmente autorizados y dignos, con su reiteración, de adquirir cierta trascendencia normativa. Este valor normativo
complementario de la jurisprudencia ha sido reconocido reiteradamente tanto por el TC (podemos citar, al respecto, las SS 15/1995,
de 24 de enero; 31/1995, de 6 de febrero; 37/1995, de 7 de febrero, y 105/1995, de 3 de julio), como por el propio TS (SS de 12 de
junio de 1991, 3 de septiembre y 13 de diciembre de 1992 y de 5 de marzo de 2018 (RJ 2018/1046) entre muchas otras).
El carácter nomofiláctico de la jurisprudencia emanada de las sentencias del Tribunal Supremo se ha acentuado con la regulación
del recurso de casación llevada a cabo por la Disposición final 3.a, uno de la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de julio, por la que se
modifica la Ley Orgánica del Poder Judicial. Según establece en la actualidad la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa
(art. 88.1), el Tribunal Supremo sólo se pronunciará cuando el recurso correspondiente presente un interés casacional objetivo para
la formación de jurisprudencia, trascendiendo por tanto del caso concreto planteado [art. 88.2.c)].
C) Pese a no ser fuente del Derecho en sentido estricto, sería necio desconocer la trascendencia real de los
pronunciamientos que constituyen jurisprudencia, que en muchos casos va más allá de esa función de
complemento del ordenamiento jurídico, al punto de innovarlo sustancialmente.
La doctrina contenida en los pronunciamientos del Tribunal Constitucional, emanada del órgano que es el
supremo intérprete del texto constitucional, tiene una importancia que, como señaló D E OTTO, es, en
muchos casos, propia de una función constituyente.
Ello se confirma también por el art. 5.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, al señalar que «la Constitución es la norma suprema
del ordenamiento jurídico, y vincula a todos los Jueces y Tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos
según los preceptos y principios constitucionales, conforme a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones
dictadas por el Tribunal Constitucional en todo tipo de procesos».
No podemos obviar, sin embargo, el cierto abuso que nuestro TC está haciendo de las denominadas «sentencias interpretativas» lo
que provoca más veces de las deseadas un deterioro de la legalidad tributaria porque el Derecho termina siendo lo que dice el
Tribunal y no lo que dicen las normas. Esto está provocando en algunas ocasiones una cierta perplejidad y no poca confusión. Dicho
de otro modo, en la aplicación del Derecho se ha abandonado el análisis dogmático de la norma por una especie de positivismo
jurisprudencial o, lo que es lo mismo, se ha sustituido la ley como fuente primaria del Derecho Tributario por las decisiones de los
Tribunales, en especial del TC.
Los Tratados comunitarios, tanto el Tratado de la Unión Europea (TUE) como el de Funcionamiento de la
Unión Europea (TFUE), han creado un Tribunal de Justicia que tiene encomendadas muchas funciones y
que, según han puesto de relieve GARCÍA DE ENTERRÍA Y DÍEZ DE VELASCO, le hacen diferente de los
Tribunales Internacionales stricto sensu, aproximándole a los Tribunales internos de los Estados. Así,
tiene encomendada la función exclusiva de garantizar el respeto del Derecho en la interpretación y
aplicación de los Tratados constitutivos de la Unión Europea y de sus normas comunes. No cabe ninguna
duda de que, en el ejercicio de esta función, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea o, mejor dicho,
sus sentencias constituyen una fuente complementaria del Derecho. Puede llegar, incluso, a expulsar del
ordenamiento aquellas normas que contradigan los Tratados, comportándose entonces como un auténtico
Tribunal Constitucional Comunitario.
GARCÍA DE ENTERRÍA ha puesto de relieve que el Tribunal ha asumido una función capital de integración a través del Derecho,
manteniendo y desarrollando la labor comunitaria. Así, desde esta posición el Tribunal ha puesto en pie una serie de principios y
reglas que forman parte hoy día del Derecho comunitario (la primacía del Derecho comunitario sobre los Derechos nacionales, el
principio del efecto directo de aquél, su invocabilidad directa por todos los ciudadanos europeos, la teoría de la interpretación
teleológica de los Tratados, etc.).
La primacía del Derecho comunitario es recordada con frecuencia por el Tribunal. Podemos mencionar sobre el particular las
Sentencias de 26 de noviembre de 1998 (Asunto C-7/97, Oscar Bronner GmbH & Co. KG y otros), 29 de abril de 1999 (Asunto C-
224/97, Erich Ciola), 24 de marzo de 2009 (Asunto C-445/06, Danske Slagterier) y 26 de enero de 2010 (Asunto C-118/08,
Transportes Urbanos y Servicios Generales, S.A.L.). Esta primacía ha sido reconocida también por nuestra jurisprudencia. Podemos
citar al respecto la STC 58/2004, de 19 de abril, y la Declaración del TC 1/2004, de 13 de diciembre;
así como las SSTS de 29 de octubre de 1998 (Ar. 7939), 13 de julio de 2004 (RJ 2004/4863) y 11 de enero y 10 de julio de 2008
(JUR 2008\28673 y RJ 2008\4371).
El principio del efecto directo del Derecho comunitario, que se aplica no pocas veces conjuntamente con el de su invocación directa
por parte de los ciudadanos, es un lugar común en las SSTJCE, de tal modo que ya no se hace cuestión expresa de ello. Se pueden
citar, como ejemplos, las de 11 de enero de 2001 (Asunto C-1/99, Kofisa Italia Srl), 8 de marzo de 2001 (Asuntos acumulados C-
397/98 y C-410/98), 13 de marzo de 2001 (Asunto C-379/98, PreussenElektra AG), y 6 de noviembre de 2003 (Asunto C-45/01,
Christoph-DornieStiftung für Klinische Psycologie).
El Tribunal tiene numerosas competencias y, según cada una de ellas, varía la legitimación para
interponer recursos o plantear cuestiones prejudiciales. Por lo que nos interesa, su actuación se produce a
instancia de las Instituciones comunitarias (en especial la Comisión), de alguno o algunos de los Estados
miembros, o de algún órgano jurisdiccional, en nuestro caso español. Esta situación provoca, entre otras
consecuencias, que su influencia sobre la aplicación del Derecho español no sea lo relevante que debiera.
En efecto, la función creadora del Derecho del TJCE se pone de relieve, sobre todo, cuando analiza la adecuación del ordenamiento
interno a las normas de la UE. Ello se lleva a cabo cuando resuelve las cuestiones prejudiciales que le plantean los órganos
jurisdiccionales (art. 267 TFUE). No debemos olvidar que, según establece el párrafo tercero de este artículo, es obligatorio plantear
la cuestión prejudicial si lo piden las partes ante el órgano judicial nacional de última instancia (que será diferente en cada caso).
No obstante, incluso en este caso un órgano judicial puede rechazar la solicitud de planteamiento de la cuestión prejudicial si
considerase que nos encontramos ante un supuesto de hecho que no plantea dudas [es la aplicación del llamado principio del acto
claro que tiene su origen en la STJUE de 6 de octubre de 1982 (Asunto 283-81, Cilfit)].
A nuestro entender de manera poco convincente, el TC ha dejado exclusivamente en manos de los jueces ordinarios la aplicación de
la doctrina del acto claro y, por tanto, el planteamiento o no de una cuestión prejudicial (STC 212/2014, de 18 de diciembre, y Auto
155/2016, de 20 de septiembre, entre otros pronunciamientos). Ahora bien, la decisión de no plantear la cuestión prejudicial debe ser
el fruto de una exégesis racional de la legislación, esto es, debe ser razonada [STC 37/2019, de 26 de marzo (JUR 2019\109451)].
No cabe la menor duda de que el principio de seguridad jurídica justifica por sí solo la existencia, en
nuestro sector del ordenamiento, de una legislación que sea, cuanto menos, claramente identificable y que
por sí misma repela el confusionismo, tanto en forma de lagunas o vacíos normativos como de
promiscuidad legislativa.
Por lo que respecta al ordenamiento tributario, el deseo de disponer de un texto legal en que se
contuvieran los principios comunes a todos los tributos viene de antiguo. A ello aspiraba tanto la doctrina
como el propio legislador.
Las aspiraciones doctrinales en torno a la codificación cristalizaron en la Ley 230/1963, de 28 de diciembre, Ley General Tributaria,
que ha sido una pieza básica del ordenamiento tributario español durante cuarenta años. En su art. 1.o se disponía que «la presente
Ley establece los principios básicos y las normas fundamentales que constituyen el régimen jurídico del sistema tributario español».
Esta norma recogía de forma coherente la declaración contenida en su Exposición de Motivos, que señalaba: «La Ley General
Tributaria aspira a informar, con criterios de unidad, las instituciones y procesos que integran la estructura del sistema tributario, en
cuanto no requiera ordenación específica excepcional. También se propone incorporar a nuestro ordenamiento un esquema de
sistematización de las normas reguladoras de los tributos que oriente la legislación y, en su día, facilite su codificación.»
Como acabamos de señalar, el papel trascendental desempeñado por la Ley General Tributaria ha sido incuestionable. Piénsese que
la ausencia de una norma constitucional, en sentido estricto, obligó a la legislación ordinaria a establecer criterios y principios cuyo
contenido era más propio de un texto constitucional que de una ley ordinaria, cuya jerarquía normativa no era —fuesen cuales
fueren sus aspiraciones— superior a cualquiera otra ley ordinaria.
Con el transcurso de los años, varias circunstancias actuaron de consuno para provocar el vaciamiento de gran parte de la Ley
General Tributaria. Entre ellas:
a) La aprobación de la CE en 1978, pues muchas de las previsiones en ella contenidas no tienen reflejo alguno en la LGT (el
reconocimiento de las CCAA como sujetos activos del poder tributario; la ordenación de la delegación legislativa, etc.).
b) La reforma de la estructura del sistema tributario, que hizo aparecer ciertos institutos, como el del retenedor tributario, cuya
regulación no encontraba encaje en la ordenación dada por aquélla a los sujetos pasivos del tributo.
c) La generalización de la autoliquidación como sistema para determinar la cuantía de los tributos, en detrimento del de liquidación
administrativa, único contemplado en la LGT.
d) La aprobación de determinadas reformas de categorías no estrictamente tributarias, que vaciaron de contenido las previsiones
contenidas sobre el particular en la misma Ley. Es, por ejemplo, lo que ocurrió con los delitos e infracciones de contrabando
(regulados actualmente por la LO 12/1995, de 12 de diciembre, y por el RD 791/1983, de 16 de febrero, vigente en lo que no se
oponga a aquélla).
Todo ello obligó a modificar la LGT en muchas ocasiones, bien a través de específicas leyes de reforma (como las Leyes 10/1985,
de 26 de abril; 25/1995, de 20 de julio, o 1/1998, de 26 de febrero); bien a través de preceptos singulares contenidos en leyes de la
más dispar filiación (Leyes de Presupuestos, Ley de Disciplina e Intervención de las Entidades de Crédito, Código Penal, etc.).
Después de bastantes intentos fallidos, se aprobó, por medio de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, la
nueva Ley General Tributaria.
Se trata de una Ley larga y detallada (con 249 artículos, catorce disposiciones adicionales, cinco
transitorias, una derogatoria y cinco finales), mucho más amplia que la vigente hasta entonces. Desde un
punto de vista general, conviene destacar algunos de sus aspectos más llamativos:
a) La extensión de la LGT obedece a que, por un lado, se regulan ciertos institutos jurídicos que no tenían
reflejo en la Ley de 1963; y, por otra parte, al hecho de que preceptos que antes se encontraban en normas
de rango reglamentario han sido incorporados al texto legal. Esta circunstancia se puede observar, sobre
todo, en la parte dedicada a regular los procedimientos tributarios, como por otra parte era de esperar.
b) La Ley resulta plausible porque reúne en una sola norma los preceptos, sobre todo referidos a la
aplicación de los tributos, que se habían ido dictando de manera fragmentaria y asistemática. De esta
forma se da cumplimiento a una petición unánime de la doctrina.
c) La LGT plantea dudas sobre su ámbito de aplicación material (como también los planteaba la de 1963).
La vigente Ley nació, como su antecesora, con una vocación de aplicación general a todas las
Administraciones territoriales, como se desprende de algunos preceptos que, de modo expreso, excluyen
la aplicación de ciertas reglas a las Comunidades Autónomas y a los Entes Locales. Si esto es así, se echa
en falta una norma en la que se justifique el título competencial del Estado en la materia, que
posiblemente podría encontrarse con facilidad en el art. 149.1.14.a de la Constitución.
d) La Exposición de Motivos del Proyecto de Ley señala que su estructura es más detallada y sistemática
que la de la norma que ha venido a sustituir. De lo primero ya hemos dicho algo; y en cuanto a lo
segundo, y sin perjuicio de un análisis más detallado, parece que ello deriva de la separación, aún más
radical que antes, entre los aspectos sustanciales y procedimentales de los institutos que regula. En
algunas ocasiones esto puede estar justificado, pero en otras muchas, como se justifica sobradamente a lo
largo de este Manual, ello no tiene razón de ser, porque tales aspectos sustanciales no pueden disociarse
de los procedimientos a través de los cuales las Administraciones competentes exigen los tributos.
La Ley 34/2015, de 21 de septiembre, modificó de manera sustancial la LGT, de tal manera que podría decirse, sin exageración
alguna, que provocó su desmantelamiento formal. Así, en muchas ocasiones, los artículos debieron duplicarse o triplicarse para que
no se perdiera la numeración inicial e, incluso, en no pocas veces, debió alterarse de manera profunda el orden sistemático de la
propia LGT para evitar que la numeración de los artículos tuviera que repetirse hasta una decena de veces. A la vista de ello, sería
deseable la aprobación de un Texto refundido que hiciera recobrar a la LGT el orden que tenía, por cierto el más acertado dentro de
las normas tributarias vigentes, que no se caracterizan precisamente por su rigor sistemático.
Por lo que se refiere a la ordenación del gasto público también se ha sentido de antiguo la necesidad de
reunir en un texto legal único las normas del Derecho Presupuestario. Ahora bien, en este caso la
uniformidad no puede ser tan completa como la que es posible defender en el orden tributario. La
autonomía política de Comunidades Autónomas y Corporaciones Locales se proyecta con una especial
intensidad en este ámbito, de tal modo que, dejando a salvo los criterios unitarios en materia de política
económica (a lo que se dedica hoy día la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad
Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera), es necesario aceptar la diversidad en el ámbito
presupuestario de las distintas Administraciones Públicas españolas.
Limitando nuestro examen a la disciplina del Derecho Presupuestario estatal, los hitos normativos que debemos tener en cuenta son
los siguientes:
a) La Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda Pública, de 1 de julio de 1911. Durante décadas desempeñó un
importante papel en la materia, actuando a modo de norma codificadora en la que encontraban reflejo los principios tradicionales del
orden presupuestario.
b) La Ley 11/1977, de 4 de enero, General Presupuestaria, acorde con las circunstancias en que se encontraba el Estado (tanto la
Administración Central como sus Organismos Autónomos).
c) El Real Decreto Legislativo 1.091/1988, de 23 de septiembre, que aprobó el Texto refundido de la Ley General Presupuestaria.
Su aprobación obedeció a varias razones: sistematizar las continuas modificaciones que había sufrido la LGP de 1977; adecuar la
disciplina presupuestaria a la nueva configuración del Estado establecida por la Constitución, y a la extensión del ámbito de los
Presupuestos Generales del Estado dispuesta por el art. 134 del propio texto constitucional; acoger las nuevas técnicas
presupuestarias aplicadas por la Administración, etc.
La Ley 47/2003, de 26 de noviembre, aprobó la nueva Ley General Presupuestaria. Según su exposición
de motivos, las finalidades perseguidas con su aprobación fueron, entre otras, las siguientes:
b) Adaptar las normas presupuestarias a las nuevas funciones asumidas por las demás Administraciones
territoriales (CCAA y Corporaciones Locales), así como al nuevo marco de la Unión Económica y
Monetaria Europea.
d) Sistematizar, una vez más, en un texto único las continuas modificaciones introducidas en la LGP
vigente desde 1988.
1) Las prestaciones in natura de las que también son acreedores los entes públicos y que, aun
estando justificadas por la necesidad de satisfacer determinadas necesidades públicas, no
adoptan la forma de recursos monetarios, sino la de prestaciones en especie o prestaciones
personales.
El paradigma de la prestación in natura o personal es el servicio militar (art. 30 CE) que, con
diversas excepciones legales y hasta el año 2001, se impuso obligatoriamente a todos los
españoles varones. Este ejemplo sirve perfectamente para observar las diferencias existentes
entre estas prestaciones y los ingresos públicos.
2) Tampoco pueden calificarse como ingresos públicos los bienes adquiridos mediante
expropiación forzosa o confiscación, por ejemplo.
Por otra parte, el objetivo de financiar las necesidades públicas es lo que distingue los ingresos
públicos de otros ingresos dinerarios, las sanciones pecuniarias. Éstas, aunque una vez
recaudadas coadyuvan a la satisfacción de los gastos públicos, tienen como razón de ser la
represión de los comportamientos antijurídicos (así se afirma en las SSTS de 26 de abril de
2005, que acabamos de mencionar, y 10 de febrero de 2010 (RJ 2010\1319).
1) Son ingresos de Derecho público los tributos, los ingresos derivados de monopolios, las
prestaciones patrimoniales de Derecho público (con las precisiones que haremos más adelante)
y los ingresos procedentes de la Deuda pública; e ingresos de Derecho privado los derivados de
la explotación de bienes patrimoniales, incluidos los que proceden de actividades mercantiles e
industriales realizadas por entes públicos.
2) La misma distinción se recoge en las normas que regulan las Haciendas de las distintas
Comunidades Autónomas.
3) En el ámbito local, los arts. 2.o, apartado 2; 3.o y 4.o TRLHL reproducen, casi literalmente,
la misma clasificación. Así, el primero alude a los ingresos de Derecho público, y los dos
últimos a los que se rigen por el Derecho privado.
Los primeros son los que afluyen al Estado (o a los demás Entes
públicos) de manera regular, mientras que los segundos sólo se
obtienen en circunstancias especiales, respectivamente.
La distinción puede completarse con algunas aclaraciones:
1) Es difícil apreciar hoy día la existencia de ingresos extrapresupuestarios, dado que chocan
tanto con el principio presupuestario de universalidad (todos los ingresos y gastos deben estar
consignados en el Presupuesto), como con el principio de unidad (debe existir un único
presupuesto por cada ente público).
a) En el primero de ellos (art. 338) se dice que los bienes del Estado
son de dominio público o de propiedad privada.
1) La distinción entre los bienes de dominio público y los patrimoniales tiene incluso reflejo
constitucional (art. 132).
2) La Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas (LPAP) reafirma esta distinción. Los
bienes de dominio público se mencionan en su art. 5.1, y los patrimoniales en el art. 7.1.
«Los montes vecinales en mano común tienen naturaleza especial derivada de su propiedad en
común sujeta a las limitaciones de indivisibilidad, inalienabilidad, imprescriptibilidad e
inembargabilidad. Sin perjuicio de lo previsto en el artículo 2.1 de esta Ley, se les aplicará lo
dispuesto para los montes privados.»
última, al redactar estas líneas, por la Ley 6/2018, de 3 de julio, de Presupuestos Generales del
Estado para 2018).
En la actualidad, el régimen del sector se puede sintetizar del modo siguiente: a) el mercado de
tabacos es libre. La libertad económica abarca la fabricación, importación y comercialización al
por mayor de labores de tabaco; b) se mantiene el monopolio en la venta al por menor, del que
es titular el Estado, que lo ejerce a través de la red de Expendedurías de Tabaco y Timbre; c)
existe un Comisionado para el Mercado de Tabacos, que ejercerá las funciones de regulación y
vigilancia para salvaguardar la aplicación de los criterios de neutralidad y las condiciones de
libre competencia efectiva en el mercado de tabacos en todo el territorio nacional.
El Auto del TS de 1 de julio de 2010 (JUR 2010\287938) planteó una cuestión prejudicial ante
el TJUE preguntando si la prohibición impuesta a los titulares de expendedurías de tabaco para
desarrollar la actividad de importación de labores de tabacos desde otros Estados miembros,
conforme al Derecho interno español, constituía una restricción cuantitativa a la importación o
una medida de efecto equivalente, prohibidas ambas por el art. 34 del Tratado de
Funcionamiento de la Unión Europea (antiguo art. 285 TCE). El TJUE, en la Sentencia de 26 de
abril de 2012 [Asunto C- 56/10, Asociación Nacional de Expendedores de Tabaco y Timbre
(ANETT)], consideró que, en efecto, las prohibiciones indicadas eran contrarias a lo dispuesto
en el art. 34 TFUE.
sorteos, loterías o juegos cuyo ámbito exceda de una CA; d) la autorización de apuestas
deportivas sea cual sea su ámbito territorial.
El gravamen especial del 20 por 100 sobre los premios de las loterías públicas superiores
actualmente a 20.000 euros, establecido en la Ley 16/2012, de 27 de diciembre, por la que se
adoptan diversas medidas tributarias dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y al
impulso de la actividad económica (art. 2.Tres), no es un ingreso monopolístico, sino un
impuesto directo sobre estas ganancias patrimoniales, impuesto que forma parte del IRPF o del
IS, según la naturaleza de la persona que obtenga el premio.
De lo que hemos examinado hasta aquí se puede extraer, como conclusión importante, que para
hacer frente a sus necesidades (que son las de todos los ciudadanos), los Entes públicos
disponen de una amplia panoplia de ingresos. En alguno de los epígrafes anteriores hemos
realizado una síntesis del régimen de los ingresos públicos de Derecho privado, pero resulta
evidente que nuestro interés debe centrarse en los ingresos que hemos denominado de Derecho
público. A ello se dedicarán las Lecciones que siguen, pero ya podemos adelantar que el tributo
es el ingreso público (y de Derecho público) por antonomasia. Su importancia como
instrumento fundamental de la financiación de los gastos públicos es indudable, por lo que a
definir sus contornos y su régimen jurídico dedicaremos la atención y el detalle que el asunto
merece.
Simplificando bastante, las posturas sobre las relaciones que existen entre las prestaciones
patrimoniales de carácter público y los tributos se pueden resumir así:
a) Según la primera, ambas figuras tienen un ámbito material diferente, de tal modo que las
prestaciones patrimoniales de carácter público son el género (más amplio), y el tributo (de
ámbito más restringido) es una de sus especies. Esta postura se defendió en numerosas SSTC,
entre las que podemos mencionar, las n.o 185/1995, de 14 de diciembre, 182/1997, de 28 de
octubre; 63/2003, de 27 de marzo; 102/2005, de 20 de abril; 121/2005, de 10 de mayo, y de 9 de
mayo de 2019 donde se dice expresamente que «el tributo es una especie, dentro la más
genérica categoría de prestaciones patrimoniales de carácter público». Y también en algunas
SSTS, como la de 14 de julio de 2015 (RJ 2015\3278).
Serán prestaciones patrimoniales de carácter público no tributario las demás prestaciones que
exigidas coactivamente respondan a fines de interés general.
a) Las cantidades percibidas por los concesionarios privados de servicios públicos, sobre todo
en el ámbito local (suministro de agua, transporte público de personas, retirada y reciclaje de
residuos, etc.).
b) Los servicios portuarios a que se refiere la STC 74/2010, de 18 de octubre y, entre otras, la
STS de 8 de febrero de 2012 (RJ 2012\3835).
c) Las cantidades exigidas a las personas físicas, los grupos empresariales y las personas
jurídicas no integradas en ellos, que se dediquen en España a la fabricación o importación de
medicamentos, sustancias medicinales y cualesquiera otros productos sanitarios, establecidas
por la Disposición adicional 9.a de la Ley 25/1990, del Medicamento (que fue añadida por la
disposición adicional 48.a de la Ley 2/2004, de Presupuestos Generales del Estado para 2005).
A estas prestaciones se refirieron las SSTS de 14 julio (dos) de 2015 (RJ 2015\3276 y 3278),
una de ellas ya citada, haciéndose eco de la STC 44/2015, de 5 de marzo. La misma doctrina se
puede ver, entre otras muchas, en las SSTS de
15 de julio (dos) de 2015 (RJ 2015\3934 y 5987), y 11 de febrero (dos) de 2016 (RJ 2016\678 y
681).
«En este caso tendríamos una prestación patrimonial impuesta coactivamente, sin naturaleza
tributaria, en beneficio de la producción de películas. No cabe duda de que el supuesto supone
en todo caso una modalidad especial de prestación patrimonial pública, puesto que no se
produce en beneficio de ningún otro sujeto público o privado ajeno al propio obligado (aunque
indirectamente sí suponga la existencia de beneficiarios, como lo serían todos los que
participan profesionalmente de un modo u otro en dicha actividad financiada de manera
forzosa). Por otra parte, al carecer de naturaleza tributaria, pierden relevancia los argumentos
de la parte referidos a falta de determinación del hecho imponible o a que la prestación no esté
destinada a un gasto.»
En este caso, se establecen en la ley de contratos los criterios para su determinación, que se
anudan al coste objeto del propio contrato, pudiendo variar en función del mismo.»
En el ámbito local, que parece ser el más proclive a la aparición de estas prestaciones, al menos
en línea de principio, la regulación no ha podido ser más desafortunada:
a) El artículo 20 TRHL, en cuyo apartado 6 (añadido también por la Ley de contratos del sector
público) se contempla su existencia, está dedicado a la regulación del hecho imponible de las
tasas (que es una prestación pública de carácter tributario).
b) Es evidente que en este campo la deslegalización ha sido total porque se dice que este tipo de
prestaciones económicas se regularán mediante ordenanza, norma que evidentemente tiene
carácter reglamentario.
c) El mismo precepto dice que los Entes locales, durante el procedimiento de aprobación de las
ordenanzas reguladoras de las prestaciones públicas de carácter no tributario, deberán solicitar
un informe preceptivo de aquellas Administraciones Públicas a las que el ordenamiento jurídico
atribuyera alguna facultad de intervención sobre ellas. Pero nada se sabe sobre el contenido de
este informe preceptivo, lo que ya está planteando problemas en la práctica.
El problema es que no existe norma alguna que prevea lo que hemos apuntado.