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L.B.E Altamira
Taller de Literatura
Panguipulli

UNIDAD2: TRANSFORMEMOS EXPERIENCIAS REALES

Objetivos:
OA 2 Producir textos pertenecientes a diversos géneros discursivos de la literatura que den cuenta de
sus proyectos personales y creativos.
OA 6 Producir textos y otras producciones que den cuenta de sus reflexiones sobre sí mismos y sobre
diversas temáticas del mundo y del ser humano, surgidas de las interpretaciones de las obras leídas, de
sus trayectorias de lectura personales y de los criterios de selección para estas.

Lee el siguiente fragmento de Joseph Brodsky y realiza la actividad que se señala al finalizar.

CÓMO LEER UN LIBRO Joseph Brodsky


(Fragmento)
(…) Los libros son, en efecto, menos finitos que nosotros mismos. Incluso los peores sobreviven a
quienes los escribieron… sobre todo porque ocupan mucho menos espacio que ellos. A menudo
reposan en una estantería acumulando polvo, mucho después de que el propio escritor se haya
convertido en polvo. Pero incluso esta forma de posteridad es mejor que la del recuerdo de unos
cuantos parientes o amigos, de los que poco puede uno fiarse, y suele ser precisamente el ansia de
esta dimensión póstuma la que pone en funcionamiento a la pluma.

Así que no nos equivocaremos del todo si, al sostener en nuestras manos estos objetos rectangulares
—en octavo, cuarto, duodécimo, etc.—, imaginamos que estamos acariciando, por así decirlo, las
urnas, reales o posibles, con nuestras cenizas. Después de todo, lo que se invierte en la escritura de un
libro —sea una novela, un tratado filosófico, una colección de poemas, una biografía, o un relato
policíaco— es, en última instancia, la única vida de que dispone un hombre: buena o mala pero
siempre finita. Quien afirmó que filosofar es ejercitarse en el morir tenía razón en más de un sentido,
pues escribiendo un libro nadie rejuvenece.

Tampoco leyendo un libro se rejuvenece. Por esa razón, lo lógico sería escoger buenos libros. La
paradoja, sin embargo, reside en el hecho de que, en literatura, como en casi cualquier otro ámbito,
“bueno” no es una categoría aislada: se define por oposición a “malo”. Y, lo que, es más, para escribir
un buen libro, un escritor debe leer mucha subliteratura; de lo contrario no podrá desarrollar el criterio
necesario. Esa podrá ser la mejor defensa de la mala literatura el día del Juicio Final; y esa es también
la raison d’être de este acto.
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Puesto que todos somos moribundos y leer libros consume tiempo, debemos idear un sistema que nos
permita mayor economía. No hay duda de que puede resultar placentero retirarse a algún lugar a leer
un largo y mediocre novelón; pero todos sabemos que, en definitiva, muy pocas veces solemos
permitírnoslo. Al fin y al cabo, leemos no solo por leer sino para aprender algo. De ahí la necesidad de
concisión, de condensación, de fusión, de obras que traten sobre el sufrimiento humano de la forma
más directa y exacta posible; en pocas palabras, la necesidad de atajos. De ahí, también, y como
consecuencia de nuestra sospecha de que tales atajos no existen (aunque sí existen, como veremos), la
necesidad de alguna brújula para navegar por el océano de lo publicado. Esa función de brújula, por
supuesto, es la desempeñada por la crítica literaria. Pero su aguja, ¡ay!, oscila locamente. Lo que para
unos es el Norte para otros es el Sur (Sudamérica, para ser más exactos), y lo mismo, pero aún peor,
ocurre con el Este y con el Oeste. El problema con los críticos es (como mínimo) triple: a) que se trate
de comentaristas mediocres, que saben tan poco como nosotros; b) que manifiesten una clara
predilección por un determinado tipo de literatura o, simplemente, que se dejen comprar por la
industria editorial; y c) que se trate de escritores de talento que convierten la crítica en género
literario autónomo (piénsese por ejemplo en Borges), y acabemos leyendo las reseñas sobre los libros
en vez de los propios libros.

En cualquier caso, nos hallaremos a la deriva en pleno océano, rodeados de páginas por todas partes,
subidos a una balsa cuya capacidad para mantenerse a flote resulta harto dudosa. Una alternativa
sería, por tanto, educar nuestro propio gusto, convertirnos en nuestra propia brújula, familiarizarnos
—por así decirlo— con determinadas estrellas y constelaciones, de brillo débil o radiante pero siempre
remoto. Sin embargo, esto lleva muchísimo tiempo, y puede ser que entonces seamos ya unos
ancianos que hacen su mutis con un mohoso volumen bajo el brazo. Otra alternativa —aunque quizá
forme parte de la anterior— consistiría en confiar en lo que otros dicen: la recomendación de un
amigo, una referencia en un texto que nos gusta. Aunque no esté institucionalizado (y no sería mala
idea), este procedimiento “de oídas” nos es familiar desde la más tierna edad. Pero tampoco resulta un
recurso muy seguro, pues el océano de literatura disponible crece de forma continua, como queda
ampliamente demostrado en esta feria del libro, que no constituye sino una tormenta más en tan
proceloso océano.

Así pues, ¿dónde encontrar nuestra propia tierra firme, aunque se trate de una isla inhóspita? ¿Dónde
está nuestro buen viernes, por no decir nuestra mona Chita? Antes de aportar mi sugerencia —no,
digámoslo claro: la que considero la única solución posible para conseguir un sólido gusto literario—,
me gustaría decir unas pocas palabras sobre el artífice de tal solución, es decir, un servidor; y no por
vanidad personal sino porque, a mi juicio, el valor de una idea se halla en relación con el contexto del
que brota. En efecto, si yo hubiera sido editor, habría hecho constar en las portadas de los libros no
solo los nombres de los autores sino también la edad exacta que tenían al escribirlos, para que sus
lectores pudieran decidir si les interesaba tener en cuenta el contenido o el punto de vista de un libro
escrito por un autor mucho más joven, o mucho mayor, que ellos. (…)
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Ahora que ya saben de qué tipo de persona proviene lo que voy a exponer, no me queda sino
enunciarlo: el modo de conseguir un buen gusto literario consiste en leer poesía. Y si creen detectar en
mi opinión cierto partidismo profesional, alguna voluntad de defender los intereses de mi gremio, se
equivocan: no me interesan tales gremios. La cuestión es que la poesía, siendo la forma suprema de
elocución humana, no solo constituye el modo más conciso, más sintético de expresar la experiencia
vital, sino que permite, asimismo, la mayor creatividad posible en un acto lingüístico, sobre todo en el
caso de los escritos. Cuanta más poesía leemos, más aborrecible nos resulta cualquier tipo de
verborrea, tanto en el discurso político o filosófico, como en los estudios históricos y sociales, o en el
arte de la ficción. El buen estilo en prosa es siempre rehén de la precisión, de la rapidez y de la lacónica
intensidad de la dicción poética. Hija del epitafio y del epigrama, concebida, por lo que parece, como
una forma sintética de tratar cualquier tema, la poesía supone una gran disciplina para la prosa. Le
enseña no solo el valor de cada palabra sino también los ricos esquemas mentales del ser humano, las
posibles alternativas a la composición lineal, la habilidad de omitir lo obvio, el subrayado del detalle, la
técnica del anticlímax. Por encima de todo, la poesía despierta en la prosa el ansia metafísica que
distingue la obra de arte de las meras belles letres.

Reconozcamos, sin embargo, que en este aspecto concreto la prosa ha demostrado ser un alumno más
bien perezoso. Por favor, no se me malinterprete: no pretendo desacreditar la prosa. Lo que ocurre es
que la poesía es más antigua que la prosa y, por tanto, ha recorrido una distancia mayor. La literatura
comenzó con la poesía, con la canción del hombre nómada, que antecede a los garabatos del hombre
sedentario. Y aunque en algún lugar he comparado la diferencia entre poesía y prosa con la existente
entre la aviación y la infantería, lo que ahora sugiera nada tiene que ver con la jerarquía o los orígenes
antropológicos de la literatura. Solo intento ser práctico y ahorrarles a su vista y a su cerebro un gran
número de lecturas inútiles. La poesía, podría decirse, fue creada a este propósito, pues constituye un
sinónimo de economía. Así pues, lo que uno debería hacer sería repetir, aunque a pequeña escala, el
proceso que tuvo lugar en nuestra civilización durante dos milenios. Es más sencillo de lo que parece,
pues el corpus poético resulta muchísimo menos voluminoso que el de la prosa. Y más aún: si lo que
interesa es la literatura contemporánea, miel sobre hojuelas. Hay que hacerse con obras de poetas, a
ser posible de la primera mitad de este siglo, que escriban en nuestra lengua materna. Como vendrán a
ser, calculo, unos doce libros nada gruesos, a finales del verano ya se habrá conseguido una
preparación suficiente.

Si la lengua materna es el inglés, yo recomendaría leer a Robert Frost, Thomas Hardy, W. B. Yeats, T. S.
Eliot, W. H. Auden, Marianne Moore y Elizabeth Bishop. Si se trata del alemán, a Rainer Maria Rilke,
Georg Trakl, Peter Huchel y Gotfried Benn. Si es español, una buena selección incluiría a Antonio
Machado, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez y Octavio Paz. Si es
el polaco, o simplemente si se conoce esta lengua (lo cual supondría una gran ventaja, pues la poesía
más extraordinaria de este siglo está escrita en polaco), me gustaría mencionar los nombres de
Leopold Staff, Czelaw Milosz, Zbigniew Herbert y Wislawa Szymborska. Si es el francés, por supuesto a
Gillaume Apollinaire, Jules Supervielle, Pierre Reverdy, Blaise Cendrars, algo de Paul Éluard, un poco de
Aragon, Victor Segalen y Henri Michaux. Si es el griego, habría que leer a Constantino Cavafis,
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Ghiorghios Seferis, Yannis Ritsos. Si es el holandés, debería leerse a Martinus Nijhoff, en especial su
deslumbranteobra Awater. Si es el portugués, habría que leer a Fernando Pessoa y quizás a Carlos
Drummond de Andrade. Si se trata del sueco, léase a Gunnar Ekelöf, Harry Martinson, Tomas
Traströmer. Si es el ruso, hay que conocer, como mínimo, a Marina Tsvetáieva, Ósip Mandelstam, Ana
Ajmátova, Borís Pasternak, Vladislav Jodasévich, Velimir Jlébnikov, Nikolái Kliúev. En el caso del
italiano, resultaría imprudente por mi parte sugerirles a ustedes algún nombre, y si menciono a
Quasimodo, Saba, Ungaretti y Montale es simplemente porque llevo mucho tiempo queriendo
reconocer mi gratitud y mi deuda a estos cuatro grandes poetas, cuyos versos han ejercido una
influencia crucial en mi vida, y me alegra poder proclamarlo aquí, en suelo italiano. Si a algunos de
ustedes, tras familiarizarse con la obra de cualquiera de estos autores, se les cae de las manos alguna
obra en prosa, que hayan empezado a leer, la culpa será del autor. Si continúan leyéndola, el mérito
será del autor, pues eso significará que tiene algo que añadir a las verdades que sobre la existencia
humana aportaron los grandes poetas antes mencionados; o como mínimo quedará demostrado que
este autor no es redundante, que su lenguaje literario presenta vigor estilístico suficiente. Si siguen
leyendo, aunque el libro no presente tales cualidades, significará que la lectura para ustedes una
adicción incurable. Y, comparada con otras adicciones, no parece esta la peor.

Permítanme esbozar ahora una caricatura, pues las caricaturas acentúan lo esencial. Imagínense a un
lector cuyas dos manos sostienen sendos libros abiertos: en la izquierda, una colección de poemas; en
la derecha, un volumen en prosa. Veamos cuál deja caer primero. Podría, por supuesto, cargar ambas
manos de libros en prosa, pero no le serviría para formarse un criterio. Y, por supuesto, podría
preguntarse cómo distinguir la buena poesía de la mala y quién le asegura que lo que sostiene en su
mano izquierda merece algún interés. Bien, en primer lugar, el peso de su mano izquierda resultará,
con toda probabilidad, más ligero que el de la derecha. En segundo lugar, la poesía, como dijo Montale,
es un arte incurablemente semántico, y este hecho deja muy pocas posibilidades a la charlatanería. Al
tercer verso un lector ya se ha hecho una idea de lo que tiene entre manos, pues la poesía cobra
sentido con rapidez y la calidad de su lenguaje se pone de manifiesto inmediatamente. Después de leer
tres versos, ya puede echar un vistazo a lo que tiene en su mano derecha. Como he dicho, se trata por
supuesto de una caricatura. Pero al mismo tiempo creo que muchos de ustedes van a adoptar sin darse
cuenta esa misma postura en esta feria. Así que asegúrense al menos de que algunos libros sean en
prosa y otros en verso. Sí, ya sé que ese movimiento de ojos de izquierda a derecha puede resultar
enloquecedor, pero ya no hay jinetes por las calles de Turín, y la visión de un cochero azotando a su
caballo no agravará el estado en que se encontrarán ustedes al abandonar este recinto. Además,
dentro de cien años poco importará que alguien esté loco o no lo esté, cuando el número de los
habitantes de la Tierra supere con creces el de las letras negras de todos los libros de esta feria juntos.
Así pues, nada les impide probar el pequeño truco que acabo de sugerirles.

1.- ¿Cuál es el problema que preocupa al autor?

2.- ¿Cuál es la tesis propuesta para solucionar dicho problema?


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3.- ¿Qué argumentos presenta el autor para sustentar su tesis?

4.- Qué ideas destacarías de lo señalado por Brodsky.

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