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Biblioteca Pública Municipal Manuel María Aya Díaz Secretaria de Cultura de Fusagasugá

Julio Cortázar
Nació en Bruselas, Bélgica, un 26 de
agosto de 1914 en el municipio de
Ixelles, y murió el 12 de febrero de
1984, en París, Francia. Fue un
escritor argentino, que en 1981
reclamaría la nacionalidad francesa,
quien es considerado como uno de
los maestros de la literatura del siglo XX gracias a sus
cuentos, sus prosas poéticas y sus novelas, en especial a su
obra cumbre, Rayuela.
_________________________________________________
DISCURSO DEL OSO
Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las
horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la
calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de
departamento en departamento y soy el oso que va por los
caños.

Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los


conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me
gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los
caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del
tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del
horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que
el aire tira mal. De noche ando callado y es cuando más ligero
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ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna


baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las
calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna
picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una
mano, después con la otra, después con las dos juntas, y eso
me produce una grandísima alegría.

Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo


contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y
deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la
luz y escriben un papelito para acordarse de protestar
cuando vean al portero. Yo busco la canilla que siempre
queda abierta en algún piso; por allí saco la nariz y miro la
oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no
pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al
verlos tan torpes y grandes, al oír cómo roncan y sueñan en
voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la
cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy,
vagamente seguro de haber hecho bien.

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Marina Colasanti
Nació en Asmara, capital de Eritrea (África),
el 26 de septiembre de 1937. Hija de padres
italianos vivió su primera infancia en África,
luego se mudó a Italia y en 1948, a la edad
de once años, llegó a Brasil donde reside
actualmente.
Traductora de autores como Alberto
Moravia y Roland Barthes, ha trabajado
como periodista, animadora de televisión, diseñadora gráfica
y acuarelista. Ha escrito ensayos sobre la condición de la
mujer, además de poesía y cuentos, admirados, entre otros
autores, por Julio Cortázar. En el ámbito de la literatura
infantil, ha otorgado nuevo vigor al género tradicional de los
cuentos de hadas.

LA JOVEN TEJEDORA
Se despertaba cuando todavía estaba oscuro, como si
pudiera oír al sol llegando por detrás de los márgenes de la
noche. Luego, se sentaba al telar.
Comenzaba el día con una hebra clara. Era un trazo delicado
del color de la luz que iba pasando entre los hilos extendidos,
mientras afuera la claridad de la mañana dibujaba el
horizonte.

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Después, lanas más vivaces, lanas calientes iban tejiendo


hora tras hora un largo tapiz que no acababa nunca.
Si el sol era demasiado fuerte y los pétalos se desvanecían en
el jardín, la joven mujer ponía en la lanzadera gruesos hilos
grisáceos del algodón más peludo. De la penumbra que
traían las nubes, elegía rápidamente un hilo de plata que
bordaba sobre el tejido con gruesos puntos. Entonces, la
lluvia suave llegaba hasta la ventana a saludarla.
Pero si durante muchos días el viento y el frío peleaban con
las hojas y espantaban los pájaros, bastaba con que la joven
tejiera con sus bellos hilos dorados para que el sol volviera a
apaciguar a la naturaleza.
De esa manera, la muchacha pasaba sus días cruzando la
lanzadera de un lado para el otro y llevando los grandes
peines del telar para adelante y para atrás.
No le faltaba nada. Cuando tenía hambre, tejía un lindo
pescado, poniendo especial cuidado en las escamas. Y
rápidamente el pescado estaba en la mesa, esperando que lo
comiese. Si tenía sed, entremezclaba en el tapiz una lana
suave del color de la leche. Por la noche, dormía tranquila
después de pasar su hilo de oscuridad.
Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería
hacer.
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Pero tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que


se sintió sola, y por primera vez pensó que sería bueno tener
al lado un marido.
No esperó al día siguiente. Con el antojo de quien intenta
hacer algo nuevo, comenzó a entremezclar en el tapiz las
lanas y los colores que le darían compañía. Poco a poco, su
deseo fue apareciendo. Sombrero con plumas, rostro
barbado, cuerpo armonioso, zapatos lustrados. Estaba
justamente a punto de tramar el último hilo de la punta de
los zapatos cuando llamaron a la puerta.
Ni siquiera fue preciso que abriera. El joven puso la mano en
el picaporte, se quitó el sombrero y fue entrando en su vida.
Aquella noche, recostada sobre su hombro, pensó en los
lindos hijos que tendría para que su felicidad fuera aún
mayor.
Y fue feliz por algún tiempo. Pero si el hombre había pensado
en hijos, pronto lo olvidó. Una vez que descubrió el poder del
telar, sólo pensó en todas las cosas que éste podía darle. -,
-Necesitamos una casa mejor- le dijo a su mujer. Y a ella le
pareció justo, porque ahora eran dos. Le exigió que escogiera
las más bellas lanas color ladrillo, hilos verdes para las
puertas y las ventanas, y prisa para que la casa estuviera lista
lo antes posible.
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Pero una vez que la casa estuvo terminada, no le pareció


suficiente. - ¿Por qué tener una casa si podemos tener un
palacio? - preguntó. Sin esperar respuesta, ordenó
inmediatamente que fuera de piedra con terminaciones de
plata.
Días y días, semanas y meses trabajó la joven tejiendo techos
y puertas, patios y escaleras y salones y pozos. Afuera caía la
nieve, pero ella no tenía tiempo para llamar al sol. Cuando
llegaba la noche, ella no tenía tiempo para rematar el día.
Tejía y entristecía, mientras los peines batían sin parar al
ritmo de la lanzadera.
Finalmente, el palacio quedó listo. Y entre tantos ambientes,
el marido escogió para ella y su telar el cuarto más alto, en la
torre más alta.
-Es para que nadie sepa lo del tapiz -dijo. Y antes de poner
llave a la puerta le advirtió: -Faltan los establos. ¡Y no olvides
los caballos!
La mujer tejía sin descanso los caprichos de su marido,
llenando el palacio de lujos, los cofres de monedas, las salas
de criados. Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que
quería hacer.
Y tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que su
tristeza le pareció más grande que el palacio, con riquezas y
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todo. Y por primera vez pensó que sería bueno estar sola
nuevamente.
Sólo esperó a que llegara el anochecer. Se levantó mientras
su marido dormía soñando con nuevas exigencias. Descalza,
para no hacer ruido, subió la larga escalera de la torre y se
sentó al telar.
Esta vez no necesitó elegir ningún hilo. Tomó la lanzadera del
revés y, pasando velozmente de un lado para otro, comenzó
a destejer su tela. Destejió los caballos, los carruajes, los
establos, los jardines. Luego destejió a los criados y al palacio
con todas las maravillas que contenía. Y nuevamente se vio
en su pequeña casa y sonrió mirando el jardín a través de la
ventana.
La noche estaba terminando, cuando el marido se despertó
extrañado por la dureza de la cama. Espantado, miró a su
alrededor. No tuvo tiempo de levantarse. Ella ya había
comenzado a deshacer el oscuro dibujo de sus zapatos y él
vio desaparecer sus pies, esfumarse sus piernas.
Rápidamente la nada subió por el cuerpo, tomó el pecho
armonioso, el sombrero con plumas.
Entonces, como si hubiese percibido la llegada del sol, la
muchacha eligió una hebra clara. Y fue pasándola lentamente
entre los hilos, como un delicado trazo de luz que la mañana
repitió en la línea del horizonte.
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Ed Young
Ha ilustrado más de 40 libros para niños, de
los cuales ha escrito cuatro. Nació y creció en
China, aunque actualmente reside en Nueva
York. Según Young, sus ilustraciones se
inspiran en la filosofía de la pintura china. Por
su libro, Lon Po Po, recibió la Medalla
Caldecott en 1990. Siete ratones ciegos, publicado por
Ediciones Ekaré, es también Libro de Honor Caldecott.
SIETE RATONES CIEGOS
Un día, siete ratones ciegos encontraron un Algo Muy Raro
al lado de su laguna. - ¿Qué es esto? –Chillaron
sorprendidos y corrieron a casa.
El lunes, ratón Rojo fue averiguar. Era el primero en salir.
-Es un pilar –dijo. Nadie le creyó.
El martes, Ratón Verde fue a investigar. Era el segundo en
salir.
-Es una culebra –dijo.
-No -dijo Ratón Amarillo el miércoles.
-Es una lanza. Era el tercero que salía a explorar.
Ratón Morado fue el cuarto. Salió el jueves a indagar.
-Es un acantilado –Dijo.
Ratón Anaranjado salió el viernes. Era el quinto en salir.
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-Es un abanico –gritó-. Sentí cómo se movía.


Ratón Azul fue el sexto.
Salió el sábado y dijo: -Es sólo una cuerda.
Pero los otros no estaban de acuerdo.
Comenzaron a discutir:
- ¡Una culebra!
- ¡Una cuerda!
- ¡Un abanico!
- ¡Un acantilado!
Hasta que el domingo, Ratón Blanco, el séptimo ratón, fue a
la laguna.
Cuando se topó con el Algo Muy Raro, subió por un lado y
bajó por el otro. Trepó hasta la cima y recorrió el Algo Muy
Raro de punta a cabo.
-Ahh... –dijo-. Ahora veo. El Algo Muy Raro es:
Firme como un pilar,
Flexible como una culebra,
Ancho como un acantilado,
Filoso como una lanza,
Fresco como un abanico,
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Fuerte como una cuerda,


Pero todo junto, el Algo Muy Raro es:
... ¡un elefante!
Y cuando los otros ratones subieron por un lado y bajaron
por el otro, y recorrieron el Algo Muy Raro de arriba abajo y
de punta a cabo, estuvieron de acuerdo.
Ahora, ellos también veían.
Moraleja ratoneja:
Si sólo conoces por partes dirás siempre tonterías; pero si
puedes ver el todo hablarás con sabiduría.

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Darío Jaramillo Agudelo


28 de julio de 1947 (edad 71 años) ,Santa Rosa de Osos,
Colombia.
Poeta, novelista y ensayista Considerado
el principal renovador de la poesía
amorosa en Colombia y uno de los
mejores poetas tanto de la llamada
"generación desencantada" como de la
segunda mitad del siglo xx.

________________________________________________
CARTA DE MI BISABUELO

Querido Biznieto perdona que te escriba. Prefiero una carta


a aparecerme en una noche en tú casa y que te asustes.
Además, como dices que fui yo la persona la persona que te
enseño el alfabeto, pues no está de más que practiques mis
enseñanzas.

Me di cuenta el otro día. Te han contado historias de


fantasmas, has hablado con fantasmas te han hecho
confidencias.
En fin, dentro de la familia eres el único que nos presta
atención a los fantasmas.
Por eso decidí escribirte.

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Lo principal que quiero decirte es que a veces me siento muy


solo. La mayoría de los fantasmas no conoce la soledad y, sin
embargo, no conocen la soledad. Son por completo
indiferentes al tema.

Otros fantasmas fueron alguna vez hombres o mujeres y


estamos entre esos los pocos fantasmas más que nos
sentimos solos.

Pero muchos no conocieron compañía mientras tuvieron


cuerpo.” sólo conoce la soledad quien conoce la compañía”
decía un amigo mío.

Cuando supe que tu bisabuela se murió. Estuve muy atento,


la busqué en los lugares a donde llegan los muertos a
convertirse en fantasmas, pero no la encontré. Deje razones
y avisos. Y nada. No la pude encontrar.

Definitivamente la parte invisible de tu bisabuela no pasó por


el estado fantasmal.
Yo la había esperado con ansias, pero nada, nunca apareció.
Desde entonces, la esperanza de volver a encontrarme con
ella se trocó en soledad.

Nos amábamos con pasión, con una pasión que nunca se


extinguió. Aquí va una confidencia que creó necesario

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contarte por lo que leerás más adelante: cuando estábamos


solos yo la llamaba “mi yegüita” y le decía también “mi
potranquita”.
Esos nombres cariñosos no eran arbitrarios.
Todo lo contrario. Eran nombres exactos, precisos: cuando
estaba quieta, tenía el porte de una potranca, una yegüita
joven poseída por el don del movimiento danzante de una
yegua fina.

Estudie el asunto y es posible que tu abuela se haya


conseguido otro cuerpo y es ahí donde tú me puedes ayudar.
Cabe una probabilidad de que Isabel Haya tomado el cuerpo
de otro ser humano, pero creo que es muy remota.

Lo que creo que sucedió es que tu bisabuela se transformó


en potranca.
Su movimiento de humana pedía cuerpo de potranca y es
muy posible que apenas se liberó de su condición haya
pasado a ser una yegua.

Como te dije, es ahí donde tú me puedes ayudar. Que vayas


a la feria equina, donde concursan los animales más finos.

Cuando veas una joven potranca que camina como si llevara


música adentro, por favor, Llámala con el nombre que tenía
cuando era tu bisabuela. Dile: “Isabel”. Y si mueve la cabeza,
si alza las orejas, o si mueve la cola al instante, o si responde
con un gesto brusco como un pequeño salto, ¡O! si
directamente contesta con un relincho inequívoco, por favor
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déjame alguna señal, llámame por mi nombre y cuéntame


dónde puedo encontrarla.

Con un abrazo, tu bisabuelo.

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Horacio Silvestre Quiroga Forteza


Cuentista, Dramaturgo y Poeta
Nace el 31 de diciembre de 1878
Salto Uruguay.
Fallece el 19 de febrero de 1937 en
Buenos Aires Argentina.

_________________________________________________
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y
tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas
niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces
con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche
juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta
estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su
parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una


dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseada menos severidad en ese rígido


cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el
impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus


estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos,
columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del
estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba
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aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza


a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un
largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No


obstante, había concluido por echar un velo sobre sus
antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin
querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de


influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no
se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada
en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De
pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la
cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los
brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado,
redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego
los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato
escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día


siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la
examinó con suma atención, ordenándole calma y descansos
absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz


todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y
sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy,
llámeme enseguida.

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Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constátese una


anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable.
Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la
muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces
prendidas y en pleno silencio. Paseábanse horas sin oír el
menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala,
también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un
extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra
ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y
proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su
mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y


flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del
suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no
hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de
la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente.
Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.

- ¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de


mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un


alarido de horror.
- ¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo,


y después de largo rato de estupefacta confrontación, se

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serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,


acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide,


apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en
ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos


una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a
hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta
Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose
de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en
silencio y siguieron al comedor.

-se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso


serio... poco hay que hacer...

- ¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó


bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado


de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas.
Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada
mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que
únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de
sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar
desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde
el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas
podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni
aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores
crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se
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arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la


colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin


cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico
de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía
de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de
Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a


deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el
almohadón.

- ¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay


manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez.


Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que
había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato


de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se


quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por
qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

- ¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

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-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con


él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y
envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta,
llevándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el fondo,
entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas,
había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa.
Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había


aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las
sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón había
impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no
pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en
cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual,


llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones
enormes. La sangre humana parece serles particularmente
favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de
pluma.

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José Zafra

Desde hace varios años, José Zafra se ha


dedicado a escribir libros para niños,
colombiano nacido en 1962.

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UN RAMO DE GIRASOLES
Cuando yo era un ramo de girasoles, vino un día un pintor y
quiso dibujarme.
- ¿De dónde han salido los girasoles? – le pregunto el pintor
a la joven que acababa de dejarme sobre la cómoda.
- Anoche los arrancó la tormenta. Esta mañana me los trajo
Piet cuando fue al pozo. Él sabe cuánto me gustan. ¿te gustan
a ti también?
Pero el pintor, distraído, ni siquiera respondió. Abrió su
carpeta y extrajo de ella un pliego de papel. Luego tomó un
lápiz, afiló su punta y se sentó frente a mí. ¡De qué modo
más extraño me miró entonces! Me sentí desnudo. La
muchacha se acercó a la ventana
- ¿Quieres que aparte la cortina para que entre un poco más
de luz?

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- No la necesito – dijo el pintor.


El pintor miraba los tallos, las hojas, los pétalos, pero yo sabía
que no me estaba mirando a mí. Por eso me sentía desnudo.
Luego, con la punta de su lápiz, trataba de llevarme al papel;
pero las cosas no debían irle muy bien, pues no dejaba de
chasquear los labios y de mostrar de mil formas su
descontento.
-Maldito girasol! – decía-. ¡No se está quieto ni un segundo!
Pero era el que se había levantado de la silla y daba vueltas a
mi alrededor, observándome desde todos los ángulos. A
pesar de todo, seguía sin verme. De vez en cuando se
acercaba, y con sus dedos fríos me desordenaba algún de los
girasoles. Muy enfadado, lanzó un resoplido y volvió sentarse
en la silla. Y otra vez me miró de aquel modo extraño. Pues
yo notaba que él veía mis tallos, mis hojas, mis pétalos, pero
no me veía a mí detrás de todo aquello.
- ¡Este ramo es imposible! – estalló al fin-. Y además, ¿a quién
se le ocurre que un ramo de girasoles pueda llenar todo un
cuadro? ¡Me voy con Piet a dibujar montañas! Y se fue dando
un portazo. La muchacha se acercó y me puso bien los
girasoles que el pintor había cambiado de sitio. Volví a
sentirme entonces muy contento: tanto que hasta el agua
donde tenía mis tallos me supo más fresca.

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Pasó la mañana rápida y alegre como el trino de un pájaro. Y


entonces, un poco antes de la hora de comer, llegó a casa
otro pintor. Saludó a la muchacha con un movimiento de la
pipa, y luego me miró de reojo.
- ¿Y este ramo de aquí? -preguntó.
- me lo trajo Piet esa mañana. ¿también tú lo quieres pintar?
- ¡claro que quiero pintarlo! – repuso el pintor.
Y entonces me miró. Me miró y supe que me había mirado.
En realidad, nos miramos. Ya no me sentía desnudo. Pues
este pintor no se limitó a ver mis tallos, mis hojas o mis
pétalos, sino que me miraba directamente a los ojos. Yo sé
que para un humano resulta muy difícil mirar a un girasol a
los ojos, pero también nosotros tenemos ojos, y solo cuando
nos miran a ellos nos sentimos realmente mirados, el pintor
me miraba y, al mirarme, me iba pintando en el lienzo. Y no
pintaba en él un puñado de tallos, de pétalos y de hojas, sino
que me pintaba a mí, tal y como soy en realidad. Con su
mirada se iba adentrando poco a poco en mi interior, y yo le
dejaba hacer.
Hace de esto más de cien años. El pintor ya no existe, la
muchacha tampoco, ni el ramo que yo fui. Pero mi imagen
sigue viva en esta tela y es feliz, ¡muy feliz! Entre esos cálidos
amarillos, entre esos verdes susurrantes.
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Héctor Hugh Munro (Saki)

Escocia: 1870-1916

Saki es considerado un maestro


del relato corto, a menudo
comparado con O. Henry y
con Dorothy Parker. Sus
personajes están finamente
dibujados y sus elegantes
tramas han recibido muy buenas críticas.

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EL CUENTISTA
Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba
caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a
una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña
pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también
pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un
asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado
opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un
extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño
pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento.
Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada
pero persistente, recordando las atenciones de una mosca

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que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios


de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños
«¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.
-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear
los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con
cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.
El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.
- ¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -
preguntó.
-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más
hierba -respondió la tía débilmente.
-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el
niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo
hay montones de hierba.
-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía
neciamente.
- ¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.
- ¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren
tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera
llamando la atención ante una novedad.
- ¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.
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El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar


ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre
duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una
decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.
La niña más pequeña creó una forma de distracción al
empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la
primera línea, pero utilizó al máximo su limitado
conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz
soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció
como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no
era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas
y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la
apuesta, probablemente la perdería.
-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el
soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de
alarma.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del
compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su
reputación como contadora de historias no ocupaba una alta
posición, según la estimación de los niños.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos
frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los
oyentes, comenzó una historia poco animada y con una
deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena,
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que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al


final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos
rescatadores que admiraban su carácter moral.
- ¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó
la mayor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el
soltero-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo
que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera
gustado mucho.
-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de
las niñas con una inmensa convicción.
-Después de la segunda parte no he escuchado, era
demasiado tonta -dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía
rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición
de su verso favorito.
-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo
de repente el soltero desde su esquina.
-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo
de repente el soltero desde su esquina.
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel
ataque inesperado.

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-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender
y apreciar -dijo fríamente.
-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.
-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la
tía.
-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.
-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña
llamada Berta que era extremadamente buena.
El interés suscitado en los niños momentáneamente
comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían
terriblemente, no importaba quién las explicara.
-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad,
mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera
tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y
tenía buenos modales.
- ¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.
-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-
, pero era terriblemente buena.
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la
palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la
favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba
en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.

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-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas


por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido.
Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y
una tercera por buen comportamiento. Eran medallas
grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando
caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía
esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una
niña extraordinariamente buena.
-Terriblemente buena -citó Cyril.
-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se
enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería
tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su
parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque
muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños,
por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para
poder entrar.
- ¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.
-No -dijo el soltero-, no había ovejas.
- ¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que
surgió de la respuesta anterior.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido
descrita como una mueca.

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-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una


vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era
asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared
que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas
en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
- ¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -
preguntó Cyril.
-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se
hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. De
todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había
muchos cerditos corriendo por todas partes.
- ¿De qué color eran?
-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras,
totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos
eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan
en su imaginación una idea completa de los tesoros del
parque; después prosiguió:
-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había
prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no
arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención

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de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió


tonta al ver que no había flores para coger.
- ¿Por qué no había flores?
-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el
soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al
príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió
tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión
del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario.
-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había
estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con
hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo
aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares
del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando
inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan
extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a
este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él
para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras
al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era
realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí
un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo
para su cena
- ¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un
inmediato aumento de interés.
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-Era completamente del color del barro, con una lengua


negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con
inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a
Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y
limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio
al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que
nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo
lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y
brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se
escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se
acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba
de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta
estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido
tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la
ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el
lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los
arbustos eran tan espesos que podría haber estado
buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que
pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta
temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan
cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las
de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse
cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo
para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba
cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido
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brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la


devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella
fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres
medallas de la bondad.
- ¿Mató a alguno de los cerditos?
-No, todos escaparon.
-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-,
pero ha tenido un final bonito.
-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la
mayor de las niñas, muy decidida.
-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
- ¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños
pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa
enseñanza.
-De todos modos -dijo el soltero cogiendo sus
pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he
mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de
lo que usted pudo.
«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de
Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos niños
la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»
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Gabriel García Márquez


Aracataca, Magdalena, 6 de marzo de 1927
Ciudad de México, 17 de abril de 2014
Escritor, guionista, editor y periodista colombiano.
Premio Nobel de Literatura 1982.

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UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES
Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro
de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado
para tirarlos en el mar, pues el niño recién nacido había
pasado la noche con calenturas y se pensaba que era a causa
de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes.
El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas
de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre,
se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos
podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando

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Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los


cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se
quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho
para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado
boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos
no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de
Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño
enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos
observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba
vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas
descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la
boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo
había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo
grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas
para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta
atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto
del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces
se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto
incomprensible, pero con una voz de navegante. Fue así
como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y
concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago
solitario de alguna nave extranjera abatida por el
temporal.Sin embargo, llamaron para que lo viera a una

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vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a


ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
—Es un ángel —les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero
el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo
tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio
de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos
eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial,
no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo
estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con
su garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras
del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero
alambrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo
y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño
despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se
sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una
balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y
abandonarlo a su suerte en alta mar. Pero cuando salieron al
patio con las primeras luces, encontraron a todo el
vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la
menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos
de las alambradas, como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.

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El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la


desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido
curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían
hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo.
Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del
mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería
ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas
las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera
conservado como semental para implantar en la Tierra una
estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del
Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había
sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó en un
instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la
puerta para examinar de cerca aquel varón de lástima que
más bien parecía una enorme gallina decrépita entre las
gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al
sol las alas extendidas, entre las cáscaras de frutas y las
sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores.
Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas silevantó sus
ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el
padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días
en latín.
El párroco tuvo la primera sospecha de su impostura al
comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar
a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba
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demasiado humano: tenía un insoportable olor de


intemperie, el revés de las alas sembrado de algas
parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos
terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de
acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces
abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los
curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que
el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de
carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que, si las
alas no eran el elemento esencial para determinar las
diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos
podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo,
prometió escribir una carta a su obispo, para que éste
escribiera otra a su primado y para que éste escribiera otra
al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de
los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel
cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas
horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron
que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto
que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el
espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo
entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco
centavos por la entrada para ver al ángel.

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Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria


ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando
varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le
hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de
murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos
más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña
estaba contando los latidos de su corazón y ya no le
alcanzaban los números, un jamaiquino que no podía dormir
porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un
sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido
las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de
menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio
que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices
de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron
de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que
esperaban turno para entrar llegaba hasta el otro lado del
horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio
acontecimiento. El tiempo se le iba en buscar acomodo en su
nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las
lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban
a las alambradas. Al principio trataron que comiera cristales
de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina
sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los
despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos
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papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue


por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que
papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía
ser la paciencia. Sobre todo, en los primeros tiempos, cuando
lo picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares
que profilaban en sus alas, y los baldados le arrancaban
plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más
piadosos le tiraban piedras tratando que se levantara para
verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron
alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de
marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil
que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado,
despotricando en lengua hermética y con los ojos en
lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un
remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un
ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque
muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino
de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo,
porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un
héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en
reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la
muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica,
mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza
del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción
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de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto


tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo,
si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no
sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de
parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si
un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a
las tribulaciones del párroco.
Sucedió que, por esos días, entre muchas otras atracciones
de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el
espectáculo triste de la mujer que se había convertido en
araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla
no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino
que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su
absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de
modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era
una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la
cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era
su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que
contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña
se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile,
y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado
toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo
en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de
azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las
bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran
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echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta


verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que
derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que
apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además, los
escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un
cierto desorden como el del ciego que no recobró la visión,
pero le salieron tres dientes nuevos, y del paralítico que no
pudo andar, pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y la
del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas.
Aquellos milagros de consolación que más bien parecían
entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la
reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña
terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se
curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a
quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres
días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el
dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas,
con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que
no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de
hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles.
Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca
del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de
alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de
tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que
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usaban las señoras más codiciadas en los domingos de


aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció
atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron
las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor
al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya
andaba como un fantasma por todas partes y estaba
volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño
aprendió a caminar, se cuidaron que no estuviera muy cerca
del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y
acostumbrándose a la peste, y antes que el niño mudara los
dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas
alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue
menos displicente con él que con el resto de los mortales,
pero soportaba las infamias más ingeniosas con una
mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la
varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no
resistió a la tentación de auscultar al ángel, y le encontró
tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones,
que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le
asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban
tan naturales en aquel organismo completamente humano,
que no podía entenderse por qué no las tenían también los
otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el
sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba
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arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin


sueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un
momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar
en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que
se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y
la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una
desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si
podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan
turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le
quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas.
Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de
dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron
que pasaba la noche con calenturas delirando en
trabalenguas de noruego viejo. Fue ésa una de las pocas
veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a
morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué
se hacía con los ángeles muertos. Sin embargo, no sólo
sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor en los
primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón
más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios
de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas
grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien
parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía
conocer la razón de esos cambios, porque se cuidaba muy
bien para que nadie los notara, y para que nadie oyera las
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canciones de navegante que a veces cantaba bajo las


estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas
de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de
alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó a la
ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas de
vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de
arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el
cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en
la luz y no encontraban asidero en que abrió con las uñas un
surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de
desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que
resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero
logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso,
por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas
casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso
aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de
cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era
posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un
estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte
del mar.
-FIN-

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ANTONIO Y EL LADRÓN
CUENTO DE TRADICIÓN ORAL
CHILENA
Un niño llamado Antonio estaba jugando en el corredor de
su casa.
Vino su mamá y le dijo:
- ¡Oye Toño!, anda al pueblo a comprar harina y manteca que
se me han acabado y le pasó un montón de monedas - ¡Y
cuidadito que no se te vayan a perder!
Antonio se las guardó bien guardadas en el bolsillo y
poniéndose su manta y su sombrero partido a Toconce, que
no más que daba al otro ladito del cerro, apretando el dinero
con la mano.
Iba silbando muy alegre, cuando de repente miró para atrás
y ahí venía un hombre siguiéndolo. Nadita bien le pareció
esto al niño, así que aprovechando una curva del camino se
sacó el sombrero lo colocó en el suelo le metió debajo una
piedra y aparentó estar sujetándolo bien pero bien firme.
Llegó el hombre que era un ladrón hasta donde Antonio y le
preguntó:
- Dime, ¿qué tienes en el sombrero?

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- Una gallina tengo encerrada, pero es tan astuta que si la


suelto ¡guay, de inmediato se me vuela! ¿Porque no me la
sujetas un rato?, yo voy a buscar una jaula - le pidió Antonio.
¨Cuando esté chiquillo tonto se vaya yo me quedo con la
gallina en vez de robarle otra cosa¨, pensó el bandido,
¨seguro que no anda trayendo nada que valga tanto¨. Y
agachándose, afirmó bien afirmado el sombrero. Antonio
aprovechó para alejarse ligerito.
El ladrón esperó a que se perdiera de vista, levanto con
cuidado una puntita de sombrero, metió la mano de golpe
y… ¡zas ¡le dio un agarrón a la piedra. –¡Auch! gritó. No
estaba la gallina.
¡Reflautas! - exclamó muy enojado - este chiquillo me
engañó. Ni bien lo pille, me la vas a pagar -. Se encasquetó el
sombrero y siguió apurado al niño.
Al ratito, Antonio miró de nuevo para atrás y vio al mismo
hombre que lo iba alcanzando. Trepó entonces por el cerro
hasta donde había una piedra grande, se sacó la manta, la
dobló bien doblada, la puso en la piedra y apoyo el hombro
contra ella como si estuviera haciendo mucha fuerza para
atajarla.
Llegó el bandido, se paró debajito del niño y le preguntó:
- Dime ¿qué estás haciendo con esa piedra?
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- ¡Cuidado! - le advirtió el muchacho, - esta piedra se va a


caer y nos va aplastar a los dos y a todita la gente de Toconce.
¿Por qué no la sostienes un ratito?, yo voy a buscar una
estaca.
Se asustó el ladrón y apoyando su hombro contra la manta
se puso a sujetar la piedra. Esperó mucho rato el hombre y el
niño no llegaba, se estaba demorando demasiado. ¿Y cómo
no se iba a demorar si había partido corriendo hacia el
pueblo? Al rato el bandido pensó, ¡Uff, ¡qué cansado estoy!,¨
largaré la piedra, no importa que me aplaste a mí y a todo el
pueblo. Soltó el hombre la piedra y ésta no se movió nada.
- ¡Reflautas! - exclamó muy enojado - este niño me engañó
otra vez. Ahora lo voy a alcanzar, le voy a robar todo lo que
tiene y además le daré una feroz paliza- y corrió tras el
muchacho.
Antonio iba llegando a Toconce. Ya podía ver las casas con
sus muros de piedra y techos de paja desparramados entre
el verdor del valle protegido por áridos cerros. A medida que
se acercaba, plantas y algarrobos crecían cada vez más
abundantes a la vera del sendero. Volvió a mirar a sus
espaldas y vio que el hombre se acercaba ahora corriendo.
Rápidamente se arrimó a un algarrobo y comenzó a trenzar
una cuerda.

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El bandido llegó hasta donde él estaba:


-Dime, ¿qué haces con esa cuerda? - le preguntó.
-Estoy trenzándola para que quede más resistente- le dijo-
porque la tierra va a darse vuelta y toditos nos caeremos,
menos los algarrobos por eso me voy a amarrar bien
amarrado a este árbol,
- ¿De veras? - se alarmo el hombre, y pensó, ¨si ha de darse
vuelta, no seré yo quien se caiga¨, entonces le exigió al niño:
-A mí me atas primero y después te amarras tú si quieres.
Antonio hizo como que lo pensaba y luego aceptó:
- ¡Está bien! - dijo- a ti te amarraré primero.
Abrázate fuerte al algarrobo.
Y así lo hizo el ladrón y Antonio lo amarró bien apretado.
-No aprietes tanto que me duele- se quejó el hombre, pero
el muchacho siguió apretando.
Cuando acabó de atarlo se fue al pueblo, compró la harina, la
manteca y partió devuelta. Llegó al lugar donde estaba el
ladrón amarrado al árbol y éste le preguntó:
- ¡Oye!, ¿cuándo me dijiste que iba a pasar eso que dijiste?
- ¡Lueguito, lueguito! - le contestó el niño - pero mientras
tanto como está empezando a caer la helada me voy a llevar
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mi manta y mi sombrero para abrigarme. Le sacó el sombrero


y la manta al bandido, se los puso y se fue silbando bien
contento a su casa.

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SOPA DE PIEDRAS
CUENTO DE TRADICIÓN ORAL
BRASILEÑA
Pedro Malasartes era pícaro y muy astuto. Un día se puso a
escuchar la conversación entre varios hombres en la puerta
de un bar. Ellos hablaban de una vieja avara que vivía en una
chacra cerca del río. Cada uno contaba una historia peor que
otra:
-La vieja es una tacaña. No da comida ni para los perros que
cuidan su casa -contaba uno.
-Cuando llega alguien a almorzar, cuenta los porotos antes
de ponerlos en el plato. ¡Es verdad! Quien me lo contó fue
Pancho, el cartero, que no miente -decía otro.

-¡Es una mujer dura! -decía un tercero.- No le sacas ni los


buenos días.

Pedro Malasartes escuchaba y pensaba. Entonces entró en la


ronda de conversaciones:

-¿Quieren apostar a que ella me dará un montón de cosas y


con muchas ganas?

-¡Estás loco! -dijeron todos.- ¡Aquella avara no da ni una


sonrisa!

-Bueno, apuesto a que a mí sí me va a dar -insistió Pedro.


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- ¿Cuánto quieren apostar?

El grupo apostó mucho, porque la conocía muy bien.

Pedro Malasartes, que no era nada tonto, ya había hecho su


plan. Juntó unas ropas, unas ollas, un brasero, preparó la
bolsa y se fue para la casa de la vieja.

Era un poco lejos, pero con tal de ganar la apuesta,


Malasartes no sintió pereza.

Pedro fue acercándose y se instaló frente al portón de la


chacra. Tardó un poco en ser descubierto, y al darse cuenta
de que la vieja ya lo había visto, juntó leña, preparó el
brasero, encendió el fuego y puso una olla llena de agua.

Pasó todo el día fingiendo que cocinaba.

Desde su casa, la mujer espiaba intrigada. La olla continuaba


en el fuego. Y Pedro cada cierto tiempo ponía más leña.

La vieja no resistió más la curiosidad y fue a echar un vistazo.


Pasó cerca, miró y se fue. Pedro continuó como si nada,
poniendo más leña en el fuego, y a veces más agua en la olla.
Al día siguiente, la olla continuaba en el fuego, el agua hervía
y hervía. Pedro ponía más leña y la vieja, sin moverse,
acechaba desde su casa.

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Sin poder aguantar más la curiosidad, salió para ver de cerca.

Pedro pensó: ¡Esta es mi oportunidad!

Tomó unas piedras del suelo, las lavó bien y las puso dentro
de la olla. Continuó abanicando el fuego para cocinarlas más
rápido. La vieja, quien miraba sin hablar, no pudo más y
preguntó:

-Hola, joven, ¿está cocinando piedras?

-Sí, señora, ¿no lo ve usted?- respondió Pedro.- Voy a hacer


una sopa.

-¿Sopa de piedras? preguntó la vieja.- ¡Nunca vi algo


semejante!

-Se puede hacer una rica sopa de piedras- observó Pedro sin
darle mucha importancia a la conversación.

-¿Tardará mucho en cocinarse? -preguntó la avara llena de


dudas.

-¡Tardará bastante!
-¿Y se puede comer?

-¡Claro, señora! Si no, ¿para qué iba a perder el tiempo?

La vieja miraba las piedras y miraba a Pedro. Él, mientras


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tanto, ponía más leña, soplaba el fuego y la olla hervía cada


vez más.
La vieja seguía incrédula.

- ¿Es sabrosa esta sopa? -preguntó después de un silencio no


muy largo.
-Sí -respondió Malasartes-. Pero resulta más rica mientras
más tiempo tarda y, sobre todo, si se le ponen algunos
condimentos.

-Si me permite -dijo la mujer-, yo voy a buscar algunos.

Fue y trajo cebolla, perejil, sal, ajo, y una curiosidad que cada
vez se hacía más grande.

-¿La señora no tiene tomates? -preguntó Pedro.

Ella fue corriendo a buscarlos y volvió con tres, bien maduros.

Pedro puso todo dentro de la olla, junto con las piedras


debidamente lavadas y metió más leña.

-Va a salir bien sabrosa -dijo él-. Pero si tuviera un pedazo de


cerdo-

-Yo tengo en casa -dijo ella y fue a buscarlo.

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El cerdo en la olla, la leña en el fuego y la vieja sentada,


mirando. Solo se escuchaba el hervor de la sopa. Después de
un rato, ella preguntó:

-¿No se necesita nada más?

-Bueno, quedaría más rica si le pusiéramos unas papas y unos


fideos-

La vieja, ya con ganas de tomar sopa, preguntó:

-¿Podré probarla cuando esté lista?

-¡Claro, señora!

Entonces, fue y trajo las papas y los fideos.

Entre tanto, Malasartes atizó el fuego, para que los fideos se


cocinaran rápidamente.

Poco tiempo después, ya con la boca hecha agua y convertida


en ayudante del cocinero Malasartes, la vieja dijo:

-¡Hum, la sopa está bien olorosa! ¿Será que las piedras ya


están blandas?

En vez de responder, Pedro preguntó:

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- ¿No tendría la señora un chorizo ahumado? ¡Quedaría tan


rica!-

La mujer volvió a la casa a buscar el chorizo.

Cuece que te cuece, la sopa quedó lista.

Malasartes pidió dos platos y dos cucharas. La vieja fue a


buscarlos con presteza.

Pedro llenó los platos y le dio uno a ella. Separó las piedras y
las tiró lejos.

-¡Cómo! ¿No vamos a comer las piedras?

-¡Claro que no! -exclamó Malasartes.- ¿Acaso tengo diente


de hierro para comer piedras?
Y dando media vuelta, partió lo más rápido que pudo a cobrar
la apuesta.

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EL PESCADOR Y EL GENIO
CUENTO EXTRAÍDO DE
LAS MIL Y UNA NOCHE
AUTOR ANÓNIMO
Ha llegado a mis oídos, ¡Oh, mi rey, el dichoso! que vivía en
cierto lejano reino un pobre pescador, que ya no era joven y
tenía mujer y tres hijos que mantener.
Pescaba desde la orilla y tenía la costumbre de echar la red
al mar cuatro veces por día.
Un día entre los días, se acercó a la orilla, caminó un poco
dentro del agua, arrojó su red, espero un buen rato hasta que
la sintió asentarse en el fondo, y después comenzó a tirar
para recogerla, como hacía siempre.
Pero esta vez no era fácil sacar la red. Tiró un buen rato de
las cuerdas sintiendo que pesaba mucho más que de
costumbre. Puso en juego todas sus fuerzas y aun así no
consiguió sacarla. Sin soltar los cabos, buscó entonces una
estaca. La clavó profundamente en la arena y ató a ella las
cuerdas de la red para que no se le escapara. Después se
quitó la ropa y se lanzó al agua, para ver qué había pescado,
si la red estaba enganchada en una roca del fondo o si
realmente la pesca era tan extraordinaria. Luchando,

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buceando, esforzándose de mil maneras, logró sacar su red.


Y se encontró con que traía un burro muerto. ¡Por eso pesaba
tanto!
Sacó el cuerpo del animal, descompuesto y maloliente,
exprimió bien la red, la desdobló y volvió a arrojarla al agua.
Cuando se le hizo difícil levantarla, pensó que esta vez debía
ser un pez muy grande y gordo. ¡Era imposible sacar dos
burros muertos el mismo día! Se metió en el mar y buceó
para sacar la red, pero todo lo que había pescado ahora era,
un gran trozo de madera rota, desprendida de algún barco,
que no servía para nada.
Muy triste, echó la red por tercera vez. Y no consiguió más
que restos, basura y vidrios rotos.
- ¡Oh, Alá! - rogó el pescador, sin muchas esperanzas.
- Sabes que yo no hecho mi red más de cuatro veces y ya la
eché tres. ¡Haz que la cuarta vez tenga más suerte!
Volvió a quedar la red atrapada por su propio peso y cuando
por fin logró llevarla a la orilla, se encontró, con mucha
alegría, que esta vez había pescado una olla de metal
cerrada. Era de cobre, tenía la tapa sellada con plomo y le
darían por ella en el mercado no menos de diez dinares. ¡Por
fin algo que valía la pena, aunque no fueran peces!

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Cuando la levantó, comprobó que pesaba muchísimo. ¿Qué


tendría adentro? El pescador pensó que podía ser un tesoro.
Con un cuchillo desprendió el sello de plomo y dio vuelta a la
olla para volcar su contenido. Pero el recipiente parecía estar
vacío. Lo único que salió de allí fue una tremenda humareda
que se elevó hasta los confines del cielo. El humo se espesó
hasta tomar la forma de un gigantesco genio, cuya cabeza,
que parecía una cúpula, llegaba hasta las mismas nubes.
Tenía manos como rastrillos, pies como mástiles, una boca
como la entrada de una caverna, unos dientes como rocas,
nariz como una palangana, ojos como antorchas y una
cabellera revuelta y mugrosa.
Al pescador se le secó la boca de miedo y por un segundo vio
todo negro.
Para su sorpresa el genio se postró a sus pies diciendo.
- ¡No hay más Dios que Alá y Salomón es su profeta - ¡Oh
Salomón, profeta de Alá, no me mates! - ¡No volveré a
rebelarme!
El pescador se quedó mudo de asombro.
¿Quién eres tú, que le hablas al rey Salomón como si
estuviera vivo? ¡Salomón murió hace 1800 años!

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-Entonces- dijo el genio-, tengo una buena noticia para ti. Te


mataré ahora mismo. Pero puedes elegir la forma de tu
muerte: piénsalo bien.
- ¿Pero porque me vas a matar a mí un pobre pescador que
te salvó sacándote con su red?
- ¿Por qué callas Sherezada? - preguntó el Sultán-. ¿Mató el
genio al pescador? ¿Qué forma de morir eligió?
Ha llegado Ya la mañana mi señor la hora de despedirnos
para siempre, pero si me concedes un día más de vida, lo
sabrás.

Y a la noche siguiente continuo Scherezada…

El miedo le hacía castañar los dientes al pobre hombre. -Has


de saber pescador que yo conduje una rebelión de genios
contra Salomón hijo de David, la paz sea sobre ellos. El gran
Rey consiguió atraparme y trató de persuadirme a obedecer
su ley. Pero yo me negué. Entonces con un poderoso conjuro
y una invocación a Alá, me obligó a meterme dentro de esta
olla. La selló con plomo y estampó en la tapa el nombre del
Todopoderoso. Después ordenó a unos genios leales que me
arrojasen al mar sin piedad.

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100 años pasé en el fondo del mar y pensaba: ¨A quién me


saqué de aquí lo haré rico¨. Pero en 100 años nadie vino a
salvarme.
Pasaron otros 100 años y yo decía en mi corazón: ¨A quien
venga a salvarme, le describiré todos los tesoros de la tierra¨.
Pero nadie me liberó.
Después pasaron 400 años y yo pensaba dentro de mi alma:
¨Al que me saqué de esta olla, le concederé tres deseos¨. Y
nadie vino.
Entonces decidí loco de rabia: ¨Al que me salvé lo mataré,
pero le dejaré elegir la forma de su muerte¨
Y como tú me salvaste, no tengo más remedio que matarte.
Puedes morir como quieras, elige cuanto antes.
Por el Nombre, el Más Grande, el que está grabado en el
anillo de Salomón, te pido una sola cosa, que no me puedes
negar…-rogó el pescador.
Al oír mencionar el Nombre Divino, el genio tembló y se
agitó.
-Concedido sé breve- le dijo al pescador.
- ¡No puedo creer que estuvieras dentro de esta olla, donde
no cabe ni siquiera una de tus manos!, y no podré creerlo si
no veo con mis propios ojos como vuelves a entrar.
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El genio lo miró con desprecio, se transformó otra vez en


humo y en ese estado se metió poco a poco en la olla.
Entonces el pescador la cerró inmediatamente con la tapa de
plomo que llevaba el sello de Salomón.
- Y ahora ¿de qué muerte prefieres morir tú mi querido
genio?
Y aquí podría haber terminado este cuento, pero cuentan los
que saben (aunque nadie sabe tanto como Alá), que tanto
lloró y suplicó el genio y tantas maravillas prometió en el
nombre de Alá, que el pescador terminó por creerle y abrió
la tapa de la olla.
Apenas el genio se vio otra vez en todo su tamaño y
majestad, lo primero que hizo fue tomar la olla y lanzarla al
medio del mar. ¡El pescador creyó que allí terminaba su vida!
Sin embargo, el genio cumplió su palabra porque temía al
castigo del Todopoderoso y le enseñó cómo y dónde echar la
red para atrapar cuatro peces mágicos cada día.
Cuentan los que cuentan y dicen los que dicen, que con esos
peces mágicos el hombre se ganó el aprecio del Sultán que lo
hizo rico y lo colmo de honores.
Y como la noche aún no había terminado Sherezada comenzó
otra historia.

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Ambros Birce
Ambrose Gwinett Bierce; Meigs, 1842 -
México, 1914. Cuentista y periodista
estadounidense de obra aguda y satírica,
llena de un humor trágico y temas
violentos que giran alrededor de la muerte.
_______________________________________________________________

ACEITE DE PERRO
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de
los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante
de aceite de perro y mi madre poseía un pequeño estudio, a
la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los
no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos
industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar
perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado
por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el
estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi
natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los
alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran
elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido
debatido nunca políticamente: simplemente era así. La
ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era
naturalmente menos impopular, aunque los dueños de
perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que
se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía,
como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que
rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba
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designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa


que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a
realizar sacrificios personales para los que sufren, y era
evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo
tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven
sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí
un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que,
al conducir indirectamente a mis queridos padres a su
muerte, fui el autor de desgracias que afectaron
profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con
el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un
policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos.
Joven como era, yo había aprendido que los actos de un
policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados
por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en
la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta.
Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya
se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla,
que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los
calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes.
Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente
ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un
trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el
cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié
tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a
esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños,

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y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón


que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi
querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza
había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no
me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. “Después
de todo”, me dije, “no puede importar mucho que lo ponga
en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los
de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el
reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie
de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que
crece tan rápidamente”. En resumen, di el primer paso en el
crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el
niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre,
frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a
mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca
vista por los médicos a quienes había llevado muestras.
Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado
ese resultado: los perros habían sido tratados en forma
absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré
mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría
paralizado si hubiera previsto las consecuencias.
Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventajas de una
fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato
medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio
a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en
relación con sus negocios: ya no me necesitaban para
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eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por


qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por
completo, aunque conservaron un lugar destacado en el
nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se
podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso
y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi
querida madre siempre me protegió de las tentaciones que
acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia.
¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan
desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre
se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir
a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos
a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que
podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de
la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y
diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en
aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus
vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de
sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que
también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea
pública en la que se aprobaron resoluciones que los
censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo
nuevo ataque contra la población sería enfrentado con
espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión
desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del
todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no
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ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al


establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo
levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno,
donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan
vivamente como si se esperara una abundante cosecha para
mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba
lentamente, con un misterioso aire contenido, como
tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi
padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de
dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las
miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre,
deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin
habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir.
De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre,
silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se
enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía
en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de
hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que
le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi
ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y
luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban
alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer
chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo
con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos
desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar
ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por
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fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los


combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban
pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con
hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la
mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los
brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero
hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro
con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su
aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día
anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me
cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese
pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde
se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de
remordimiento por el acto de insensatez que provocó un
desastre comercial tan terrible.

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Gabriel García Márquez


Aracataca, Magdalena, 6 de
marzo de 1927 - Ciudad de
México, 17 de abril de 2014

Escritor, guionista, editor y periodista colombiano.


Premio Nobel de Literatura 1982
_________________________________________________
EL FINA DE NATANAEL
Decía que lo más grave, lo que perturbó definitivamente su
trayectoria profesional, fue el experimento de los sueños
superpuestos, practicado por Natanael en un momento en
que ya el mundo de las pesadillas guardaba para él muy
escasos secretos.
La cosa empezó cuando Natanael se esforzó por soñar que
estaba soñando. La cuestión así planteada, resultaba de una
incomparable diafanidad. Se acostó bien temprano, realizó
todos los preparativos para que nada interrumpiera su
sueño, y no transcurrió mucho tiempo antes de que Natanael
se encontrará soñando que estaba soñando en una

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habitación exactamente igual a la suya. Natanael, con su


adiestrada pupila de soñador profesional, inspeccionó el
ambiente y comprendió todavía sin despertar, que su
experimento se movía en el alto universo de la perfección.
Al día siguiente difícilmente pudo asistir a la oficina. Lo
embargaba la venerable emoción de estar discurriendo en un
mundo desconocido por quienes le rodeaban, de estar
participando de una satisfacción que muy pocos humanos
habían logrado experimentar. Esa noche, sin comer siquiera,
se retiró a la cama y repitió el sueño. Otra vez fue diáfano,
perfecto: soñó que estaba soñando. Y en la madrugada, se
dio ánimos para una nueva incursión para soñar que estaba
soñando, que estaba soñando que estaba soñando. Natanael
aspiraba a transitar por tres sueños superpuestos.
No hubo ningún accidente en los días posteriores cuando
Natanael se arriesgó del tercer del sueño al cuarto; del cuarto
al quinto: del quinto al sexto; del sexto al séptimo, y del
séptimo al octavo. En una semana Natanael había logrado
ascender hasta un décimo sueño interior, en una galería de
imágenes de sí mismo, que iba desde una realidad de soñar
estudioso, hasta una décima irrealidad, después de haber
pasado por nueve irrealidades idénticas. Y Natanael soñó que
estaba soñando, que estaba soñando…diez veces, como si

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bajo su almohada reposara el secreto del hombrecillo de la


lata de avena.
Así estuvieron las cosas hasta que un día en que Natanael
tenía que levantarse más temprano que de costumbre y
preparó el despertador.
Cuando oyó sonar la campanilla, estaba pacíficamente
reclinado en el décimo sueño y obedeciendo a un proceso
que ya le era familiar empezó a despertar del décimo sueño
al noveno; del noveno al octavo; del octavo al séptimo… ¡Allí
ocurrió el accidente! Cuando Natanael estaba en el cuarto
sueño y se preparaba para despertar al tercero, el
despertador dejó de sonar y el dormidor quedó
desorientado. Sin embargo, siguió despertando del tercero al
segundo; del segundo al primero y, finalmente del primero a
la realidad. ¿Pero era que ella la realidad? Natanael se
encontró en una habitación exactamente igual a las diez que
acababa de abandonar. ¿Cómo podría saber si esa era ya la
realidad o apenas el segundo o acaso el primer sueño?
Desconcertado, siguió despertando. Despertando
indefinidamente, hasta cuando descubrió que la galería no
tenía fin. Entonces volvió a dormirse, otra vez en busca de la
realidad en sentido inverso. Y estuvo así, paseando de sueño
en sueño, durante horas y horas, sin encontrar ninguna

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diferencia, ningún signo que le indicará cuál era la realidad y


cuáles los sueños idénticos a ella.
Cuando llamaron a la puerta, Natanael estaba despierto.
Todos en la casa creen que estaba despierto porque lo vieron
dar las gracias, vestirse y salir apresuradamente. Pero desde
entonces Natanael empezó a entristecer y anda por la calle
como un sonámbulo, tratando de despertar a cada instante;
por si acaso.

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Gabriel García Márquez


Aracataca, Magdalena, 6 de
marzo de 1927 Ciudad de México, 17
de abril de 2014

Escritor, guionista, editor y periodista colombiano.


Premio Nobel de Literatura 1982

ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDER EN ESTE PUEBLO


Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una
señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14.
Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de
preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les
responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo
muy grave va a sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos
de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el
momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el
otro jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.

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Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga


su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola
sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa
que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va
a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a
su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin,
cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque
es un tonto.
- ¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima
estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la
idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a
veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al
carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la
están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan
diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar
preparado.

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El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a


comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo
muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando
cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré
que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra
vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el
momento en que todo el mundo, en el pueblo, está
esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de
pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre.
Alguien dice:
- ¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
- ¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían
instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la
sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto
calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un
pajarito y se corre la voz:
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-Hay un pajarito en la plaza.


Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del
pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el
valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una
carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo
viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan
las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de
nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian
también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un
éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el
presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que
estaba loca.

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Elmo Valencia
29 de marzo de 1926 Cali Colombia -12
de septiembre de 2017, Cali Colombia.
Novelista, ensayista y poeta, perteneció
al género Nadaísmo.

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EL UNIVERSO HUMANO

Había una mujer tan bella que muy pronto quedó


embarazada. Sin embargo, a nadie preocupó lo más mínimo
este hecho, muy normal dentro del prodigio de la naturaleza.
Pero a Cielo, que así se llamaba la mujer, le sucedió algo tan
extraño que su embarazo por un momento hizo temblar las
leyes biológicas de la perpetuidad de nuestra especie.

Sucedió que fueron pasando los meses, y a Cielo, como es de


suponerse, le crecía el vientre. ¿Por qué no? ¿Acaso no le
había crecido a Eva y Brigitte Bardot? ¿Por qué entonces no
le podía crecer el vientre a Cielo, también criatura de Dios y
tan bella?

Pero pasaron las nueve lunas y el alumbramiento no llegó y


vinieron otras lunas y a Cielo le siguió creciendo el vientre.

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¿Qué hacer ante este hecho tan alarmante como


desconocido? ¿Qué decían al respecto los libros sagrados de
las parturientas? ¿Castigo de Dios? ¿Obra del diablo? ¿Mal
de ojo?

Sin embargo, una noche Cielo se dio cuenta de que en lugar


de haber dado luz hacia fuera, había dado luz hacia adentro.
Su hijo había nacido dentro de su propio cuerpo.

Con gran serenidad de ánimo la madre se fue adaptando al


nuevo proceso involutivo, y el hijo, como si se hubiera
resignado desde un comienzo a su absurda situación,
comenzó a organizar su vida.

Cielo se puso a desarrollar a base de reflejos un desconocido


amor maternal por ese cuerpecito que llevaba adentro y que
a veces se movía como un gato. Primero lo sintió gatear; las
rodillas del nene se hundían en ese blando almohadón que
es la capa basal del endometrio. Luego lo sintió caminar: la
cabeza le rozaba algunas vísceras, y Cielo, con la leche
agriada, caía en otra estación de la vigilia.

Ante su sorpresa, los pasos del niño no la lastimaban en lo


más mínimo.
Pasaron los años y Cielo, atenta a sus movimientos, trataba
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de seguirlo, y a cada instante se preguntaba en qué


meridiano de su vientre el pequeño estaría parado.
¿Cómo llamarlo? ¡Ícaro! ¿Por qué no? Al fin y al cabo, Ícaro
es un nombre hermoso. ¿Acaso Ícaro no quiso alcanzar el
cielo? Así que Cielo decidió ponerle por nombre Ícaro.

Un día Cielo oyó ruidos extraños. Eran monosílabos, palabras


entrecortadas. El niño quería aprender a hablar. Entonces
Cielo le enseñó a decir "mamá", a decir "Cielo" y a decir
"Ícaro". Desde ese momento el pequeño fue entendiendo el
significado de los sonidos y una vez posesionado del
esplendor de las palabras, comenzó a desarrollarse entre
madre e hijo la aventura de un diálogo que no terminaría sino
en la separación definitiva de uno de los dos.
__Ícaro, ¿quieres un caballito?
__Sí, mamá.
Y Cielo se tragó un caballito de madera para que su hijo
jugara con él.

Y luego le envió más juguetes, llegando hasta el extremo de


tragarse en diciembre un pino y las bombillitas rojas para que
Ícaro tuviera también su árbol de navidad, e Ícaro lo plantó y
lo alumbró y de noche el fabuloso vientre rosado de Cielo
parecía una lámpara iluminando el mundo.
Y aunque parezca mentira, aquel diciembre el niño Dios le
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trajo como regalo de navidad un trencito eléctrico. A partir


de ese momento, Cielo se acostumbró a quedarse
profundamente dormida cuando el juguete comenzaba a
hacer taque-taque-taque.

Cuando cumplió siete años, Cielo le envió cuadernos y lápices


de colores para que aprendiera a leer y escribir. Y aprendió
muy bien. Su primera frase fue: "Dios hizo al hombre a su
imagen y semejanza"; y su primera lectura: "Las aventuras de
tío conejo".

Y el niño fue creciendo y comenzó a indagar por todo y hasta


llegó a preocuparse por el origen de las cosas: "Mamá,
¿quién hizo al mundo?".
"Mamá, ¿qué fue primero, la gallina o el huevo?". Y Cielo le
contestaba maravillosamente con la bondad en la boca.
Cuando se sintió hombre Ícaro decidió estudiar filosofía para
hallar una respuesta a las preguntas:" ¿Quién soy?", "¿qué
hago aquí encerrado?". Entonces Cielo se tragó desde "la
República de platón hasta El ser y la nada. Al final, no
encontrando en la filosofía la respuesta que buscaba, decidió
ser astronauta y así se lo comunicó a su madre. La mujer
escuchó su súplica y una noche, sin que nadie la viera, se
tragó un vestido espacial y un cohete.

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Biblioteca Pública Municipal Manuel María Aya Díaz Secretaria de Cultura de Fusagasugá

Ícaro empezó a prepararse para la gran aventura. Cuando


llegó el momento levantó vuelo y comenzó a sondear el
Universo de Cielo. Recorrió su cintura; bajó varias veces por
sus muslos hasta el límite de los pies; estudió con
detenimiento el corazón, pues le mortificaba saber que ese
órgano tan lleno de bondad y sabiduría fuera tan falsamente
comprendido; atravesó la vía láctea de sus senos dejando en
su pecho un resplandor de luz anaranjada. Se internó por la
garganta y conoció la andrómeda de sus labios, subió hasta
los dos astros de sus ojos y allí, por vez primera, Cielo e Ícaro
se miraron mutuamente. Le dio varias vueltas al planeta del
cerebro, avanzó tal vez buscando el milagro de la vida por
entre los brillantes tejidos de la carne, se cercioró de la
blancura de los huesos y finalmente, embriagado de tanta
belleza, cayó en el torrente circulatorio de Cielo y allí entre la
espuma del tiempo y de la sangre hasta que Ícaro se agotó
como un meteoro.

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Mario Benedetti
14 de septiembre de 1920 Paso
de los Toros Uruguay, 17 de
mayo de 2009 Montevideo
Uruguay.

Escritor, poeta, dramaturgo y periodista, integrante de


la generación del 45. Su prolífica producción literaria incluyó
más de ochenta libros, algunos de los cuales fueron
traducidos a más de veinte idiomas. En su testamento dejó
creada la Fundación Mario Benedetti para preservar su obra,
apoyar la literatura y la lucha por los derechos humanos.
_________________________________________________________________

BEATRIZ, LA POLUCIÓN

Dijo el tío Rolando que esta ciudad se está poniendo


imbancable de tanta polución que tiene. Yo no dije nada para
no quedar como burra, pero de toda la frase sólo entendí la
palabra ciudad. Después fui al diccionario y busqué la palabra
imbancable y no está. El domingo, cuando fui a visitar al
abuelo le pregunté qué quería decir imbancable y él se río y
me explicó con buenos modos que quería decir insoportable.
Ahí sí comprendí el significado porque Graciela, o sea mi
mami, me dice algunas veces, o más bien casi todos los días,
por favor Beatriz por favor a veces te pones verdaderamente
insoportable. Precisamente ese mismo domingo a la tarde
me lo dijo, aunque esta vez repitió tres veces por favor por
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favor por favor Beatriz a veces te pones verdaderamente


insoportable, y yo muy serena, habrás querido decir que
estoy imbancable, y a ella le hizo gracia, aunque no
demasiada, pero me quitó la penitencia y eso fue muy
importante. La otra palabra, polución, es bastante más difícil.
Esa sí está en el diccionario. Dice, polución: efusión de
semen. Qué será efusión y qué será semen. Busqué efusión y
dice: derramamiento de un líquido. También me fijé en
semen y dice: semilla, simiente, líquido que sirve para la
reproducción. O sea que lo que dijo el tío Rolando quiere
decir esto: esta ciudad se está poniendo insoportable de
tanto derramamiento de semen. Tampoco entendí, así que
la primera vez que me encontré con Rosita mi amiga, le dije
mi grave problema y todo lo que decía el diccionario. Y ella:
tengo la impresión de que semen es una palabra sensual,
pero no sé qué quiere decir. Entonces me prometió que lo
consultaría con su prima Sandra, porque es mayor y en su
escuela dan clase de educación sensual. El jueves vino a
verme muy misteriosa, yo la conozco bien cuando tiene un
misterio se le arruga la nariz, y como en la casa estaba
Graciela, esperó con muchísima paciencia que se fuera a la
cocina a preparar las milanesas, para decirme, ya averigüé,
semen es una cosa que tienen los hombres grandes, no los
niños, y yo, entonces nosotras todavía no tenemos semen, y
ella, no seas bruta, ni ahora ni nunca, semen sólo tienen los
hombres cuando son viejos como mi padre o tu papi el que
está preso, las niñas no tenemos semen ni siquiera cuando
seamos abuelas, y yo, qué raro eh, y ella, Sandra dice que
todos los niños y las niñas venimos del semen porque este
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líquido tiene bichitos que se llaman espermatozoides y


Sandra estaba contenta porque en la clase había aprendido
que espermatozoide se escribe con zeta. Cuando se fue
Rosita yo me quedé pensando y me pareció que el tío
Rolando quizá había querido decir que la ciudad estaba
insoportable de tantos espermatozoides (con zeta) que
tenía. Así que fui otra vez a lo del abuelo, porque él siempre
me entiende y me ayuda, aunque no exageradamente, y
cuando le conté lo que había dicho tío Rolando y le pregunté
si era cierto que la ciudad estaba poniéndose imbancable
porque tenía muchos espermatozoides, al abuelo le vino una
risa tan grande que casi se ahoga y tuve que traerle un vaso
de agua y se puso bien colorado y a mí me dio miedo de que
le diera un patatús y conmigo solita en una situación tan
espantosa. Por suerte de a poco se fue calmando y cuando
pudo hablar me dijo, entre tos y tos, que lo que tío Rolando
había dicho se refería a la contaminación atmosférica. Yo me
sentí más bruta todavía, pero enseguida él me explicó que la
atmósfera era el aire, y como en esta ciudad hay muchas
fábricas y automóviles todo ese humo ensucia el aire o sea la
atmósfera y eso es la maldita polución y no el semen que dice
el diccionario, y no tendríamos que respirarla, pero como si
no respiramos igualito nos morimos, no tenemos más
remedio que respirar toda esa porquería. Yo le dije al abuelo
que ahora sacaba la cuenta que mi papá tenía entonces una
ventajita allá donde está preso porque en ese lugar no hay
muchas fábricas y tampoco hay muchos automóviles porque
los familiares de los presos políticos son pobres y no tienen
automóviles. Y el abuelo dijo que sí, que yo tenía mucha
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razón, y que siempre había que encontrarle el lado bueno a


las cosas. Entonces yo le di un beso muy grande y la barba
me pinchó más que otras veces y me fui corriendo a buscar a
Rosita y como en su casa estaba la mami de ella que se llama
Asunción, igualito que la capital de Paraguay, esperamos las
dos con mucha paciencia hasta que por fin se fue a regar las
plantas y entonces yo muy misteriosa, vas a decirle de mi
parte a tu prima Sandra que ella es mucho más burra que vos
y que yo, porque ahora sí lo averigüé todo y nosotras no
venimos del semen sino de la atmósfera.
-FIN-

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