Soy hijo de una violación y sé que eso no significa nada. En definitiva, mi historia es igual que cualquier otra historia, mi suerte igual que cualquier otra suerte. La única diferencia importante, nada más y nada menos, es que se trata de mi historia y de mi suerte. Mías y de nadie más. Por más que conozca otros casos, por más que sepa que existen incontables hombres gestados por violaciones, violentas o no, reales o ficticias, es mi propio egoísmo, y sólo eso, lo que quizá funcione como la única y verdadera causa de que hoy quiera contar mis historias, como si con eso pudiera explicar algo de lo que soy y, por sobre todo, algo de lo que represento. Podría decirles que todo comenzó cuando mi madre, hija desempleada de una familia desempleada del kilómetro 32, cuando el kilómetro Barrio era solamente un rejunte de chapas y baldíos, había empezado a cobrar unos pesos por dejarse tocar los pezones negros y todavía jóvenes por algunos muchachitos que venían de la ciudad. En realidad, eso fue lo único que ella me confesó en vida: una vil mentira de madre, de señora a la que, en realidad y según lo que me enteré después de mucho tiempo, esos muchachitos que venían de la ciudad a debutar en el kilómetro le acababan en las pechos, en la cara y en el pelo por el precio de unos pocos billetes. También sé que, aunque bien regenteada por mi abuela y mi abuelo, la plata que ganaba con sus no tan famosas turcas apenas les alcanzaba para sobrevivir, y sé también que, poco a poco, ella sola se fue dando cuenta que ahí no estaba el verdadero negocio. Esos chicos, esos nenes de mamá que venían a debutar al kilómetro porque las minas de su clase social no estaban dispuestas a entregarles nada antes que tuvieran un título universitario, nunca andaban con la suficiente cantidad de efectivo como para que el trabajo, o el trabajo completo al menos, pudiera valer la pena. O el enjuague. Por eso mismo fue que después de un tiempo, pongamos unos dos o tres años, que es mucho decir en tiempos de la podredumbre carnal, mi madre, una desempleada más del kilómetro 32, cuando éste empezó a tener alguna que otra edificación de material, todavía regenteada por mis abuelos, empezó encamarse con el carnicero para poder llevar a la casa unos menudos de pollo y, a veces, sólo a veces, un poco de carne picada común como para hacer a la plancha. Eso de encamar es, claro, sólo un decir. Aquellos que sepan o conozcan de oídas cómo se manejan esos negocios de la carne entenderán sin necesidad de que yo se los diga que ese término tiene como única intención demostrar que, en realidad, aquel carnicero barrial, mal que mal, trataba a mi madre con algo de respeto. Con todo el respeto que el carnicero de la parte vieja del kilómetro 32 le puede tener a la puta más joven que vive del otro lado de la salita médica. A esa puta de la que todos saben que no se encama por placer a la poronga, sino por una simple necesidad de llenarse el estómago. Eso lo digo porque, según tengo visto, hay putas, putitas mejor dicho, que lo hacen todo por el simple deseo de sentirse gustadas por alguien distinto todas las noches del fin de semana. Y esas putas, esas putitas por lo general de esas buenas familias que salen, a veces, en la página social del diario de la ciudad, no cobran. O al menos no cobran en efectivo. O al menos no cobran unos pocos pesos. En verdad, es por eso que todos dicen que, al final de cuentas, siempre sale más barato pagarse una puta y no salir de levante. Pero también hay que considerar el lugar a donde uno puede o no puede salir de levante. No es lo mismo, y repito, no es lo mismo salir a levantar mujeres en el boliche del kilómetro que en otro como el más cajetilla de la ciudad. Son universos paralelos que, más allá de los incontables contactos relatados siempre como experiencias de viajes a lugares desconocidos o hasta irreales, no deberían mezclarse. De esas mezclas, causa sin duda de un afán por la diferencia, por catalogar al otro desde un punto de vista pura y exclusivamente objetivo, es lo que provoca, en definitiva, una delincuencia necesaria. El territorio debe protegerse con sangre de la sangre, y eso hasta los animales más insignificantes lo saben.
La moral de las cucarachas/1.2
Después que mi madre se encamó algunas veces con el carnicero, se corrió la bola y todos los medianos y pequeños comerciantes del kilómetro 32 buscaron sus desprolijos servicios. Ya nadie se acordaba de sus turcas, porque ahora el precio sí valía la pena y el enjuague. También valía el peligro, también valía el dejarse llevar conociendo que, en cierta medida, todo quedaba entre conocidos. Porque siguiendo al carnicero estuvo el verdulero, el huevero, el hielero, y hasta el pescador, que era más bien un visitante semanal que pasaba, con su carro frigorífico, religiosamente todos los martes a dejarle a mi familia, o a la familia de mi madre, medio kilo de gatuzo invendible. Era un círculo cerrado, un contrato de negocio en donde mi madre daba algo a cambio de otra cosa. Creo, visto ahora a la distancia, que ella fue una de las precursoras del Club del Trueque que ahora, en estos nuevos tiempos de crisis, funciona como una salida para todas aquellas y aquellos que siguen considerando al cuerpo como algo sagrado, intocable salvo las manos o el sexo de alguien a quien dicen amar. Igual, no quiero entrar en discusiones ahora acerca del amor. Es algo demasiado complejo y demasiado horrendo como para desviarme del tema principal. Sin entrar en detalles que se pueden imaginar o, si no tienen imaginación, experimentar, puedo decir que, al tiempo, todos, o casi todos los comerciantes de los barrios vecinos tenían algún contrato carnal con mi madre, que hasta ese momento era, simple y llanamente, “La Morocha”. En cierta medida, si bien nadie la respetaba del todo, todos ellos le tenían un cierto afecto, es decir, todo el afecto que se le puede tener a la histórica puta necesitada del kilómetro que, en verdad, cargaba con un ya muy gastado par de pechos, pero con una concha negra, peluda y, según me dijeron, terriblemente devoradora. En todo esto, es cierto, no puedo hablar con mucho conocimiento de causa, porque es claro que nunca me encamé con mi madre. Y no por una prohibición moral o social, sino simplemente por el odio que ella me tenía. Un odio bien racional y hasta entendible. En mi ella veía un rostro mestizo, una mezcla entre lo que ella fue y lo que tantos otros habían sido. Una mezcla de sangres, ese terrible e inevitable origen de toda la población de este lugar.
La moral de las cucarachas/1.3
Estaba contando acerca del afecto que le tenían los comerciantes de la zona barrial a la concha de mi madre, esa cosa oscura, sin arreglar y tan fácil de abrir. Y eso no era amor, ni siquiera deseo. Para esos años había en el barrio una gran cantidad de opciones: actrices recién llegadas que, viendo cómo venía la mano, seguían los pasos de la tradición femenina: o eran dominadas por un solo hombre, o se dejaban dominar por muchos. La diferencia estaba, claro, en el tipo de ganancia que tenían. Pero esas dos opciones no se anulaban entre sí, es más, la gran mayoría de ellas eran tan maltratadas por su marido como por los comerciantes. Por eso mi madre les ganaba a todas, porque no tenía esposo, no estaba esposada a un macho al que, supuestamente había que respetar y defender. Según me dijeron, la gran mayoría de clientes de las mujeres casadas terminaban por abofetearlas encima de los golpes ya dados como forma de castigo por hacer cornudo a su hombre. Una cuestión de defensa de la propia hombría como institución, pero a su vez una estrategia para no ser descubierto. En el fondo, todo consumidor pensaba que su mujer podía ser usada, consumida por otros, y siempre con esa sospecha que le comía el cerebro cualquier marido llegaba hasta su casa, si es que se podía llamar así, y, por las dudas, cagaba bien a palos tanto a su hembra como a todo aquel hijo que, de alguna u otra manera, tuviera algún rasgo físico que lo diferenciara de su padre. Una forma de reaccionar que, ahora, podemos pensar semejante al tema de la clonación: si no es idéntico al padre es claro que salió de otro. Y esa sospecha era algo bastante común en todos los diferentes sectores que ya tenía el kilómetro 32. Tanto los nosotros como los otros, los comerciantes, peleaban a diario contra esa duda que podía, en cualquier momento, llegar a destruir su propio negocio o familia, en ese orden de prioridades, ya fuera por una inevitable separación de bienes, ya por un simple asesinato. Por ese miedo y por esa lucha los comerciantes de la zona trataban con cierto afecto a mi madre. No les quedaba opción. Ella podía contar todo a las respectivas esposas de todos y cada uno de sus proveedores, cosa que, si bien era bastante difícil que le creyeran, podía al menos instalar el tan malvado virus de la duda en las cabezas de esas señoras bien que, ahora, creen que el Club del Trueque es una idea genial e innovadora. Claro, ellas, que nunca antes salieron de sus casitas de material, no pensaron nunca que, sin dinero y con hambre, una mujer, o un hombre, puede llegar a vender parte de su cuerpo para alimentarse. Para ellas todo se redujo siempre a que la prostitución y el robo es cosa de pecadores, de malas gentes, de villeros. Pobres señoras, si al menos entendieran que, de una manera u otra, todos, absolutamente todos nosotros, somos poco menos que una villa miseria de algún otro barrio céntrico.
La moral de las cucarachas/1.4
Con el pasar de los meses, y después de que los comerciantes del kilómetro 32 se acostumbraran a la presencia y predisposición de “La Morocha”, mi madre se predispuso a buscar algún que otro trabajo. Iba todas las mañanas hasta el centro, vestida con ese único trajecito hecho a medida y conseguido, claro está, a cambio de un par de buenas mamadas al veterano sastre de la capilla. Una vez allá relojeaba en algún puesto de revistas los avisos clasificados del diario, poniendo casi siempre en una situación bastante incomoda a todos aquellos hombres que, en ese mismo puesto, hacían exactamente lo mismo que ella. Con mayor dedicación que suerte, terminó por conseguir un puesto dentro de una fábrica de fideos en la punta opuesta de la ciudad, un lugar repleto de maestras normal que no tenían a quién enseñarle y de hijos varones de familias inmigrantes. Cada uno tenía un trabajo mínimo dentro de la empresa, cada uno tenía que hacer su trabajo y sólo su trabajo para poder llevar esos manoseados fideos a las góndolas de los cada vez más numerosos mercados de la ciudad. Aunque es cierto que mi madre no estaba acostumbrada a ese tipo de trabajo, con la mentalidad de pobre en desarrollo que había empezado a crecer en su cabeza, no podía dejarlo así como así, menos todavía si eso le permitía no sólo dejar de chupar porongas, entregar concha y presentar pechos sino también empezar a hacerse de un apellido. Apellido de soltera, claro, pero apellido al fin. Mi madre siempre recordaba esos meses en la fábrica, en particular se acordaba de los descansos al mediodía, cuando, además de comer un sanguchito y tomar todos agua de una canilla que siempre goteaba, todos compartían con ella un cigarrillo y a nadie le importaba que hubiera estado en su boca. Es verdad que por ahí se imaginaban su pasado, pero ahí todos tenían uno, y como nadie quería contarlo completamente, no se hacían preguntas. Nada que ver con el kilómetro, nada que ver con esa parte vieja en donde las señoras, si bien le hablaban de vez en cuando, susurraban a sus espaldas comentando cómo había cambiado esa negrita y de cómo ahora se daba el lujo de pasear con ese único trajecito hecho a medida y conseguido, claro está, a cambio de un par de mamadas al sastre de la capilla. Ni que hablar cuando mi madre empezó a aparecer acompañada por un muchacho, uno de los tantos operarios de la fábrica que le hacía compañía hasta la casa casi en ruinas al otro lado de la ciudad. Él era hijo de inmigrantes italianos que vivían cerca, pero al otro lado, de las vías que daban a la estación de trenes. Era apenas un par de años mayor que mi madre y ya tenía no sólo un puesto fijo en la empresa, sino que además se rumoreaba que había muchas posibilidades de que ascendiera. No creo en la felicidad, pero puedo decir que, en términos más o menos vulgares, aquellos días eran para mi madre lo más parecido a lo que todos llaman así. Incluso se puede decir que ella estaba enamorada, aunque nadie ni nada puede comprobar el amor. Sin embargo, pensando que para muchos el hecho de compartir es signo de un cierto compromiso, y que un compromiso sin papeles es algo que para esos muchos se llama cariño, o hasta amor, no puedo dejar de decir que mi madre y su hombre, o su novio, si aún se usa esa palabra, compartían un almuerzo todos los sábados después de la fábrica. Ahora pienso que para ellos aquellos sábados podían significar más que los domingos en familia. Para él, porque sus ya muy viejos no escuchaban y se pasaban horas y horas sin hablar para no tener que esforzar el oído, lo que hacía de los almuerzos familiares algo muy parecido a los velorios de personas apenas conocidas; para ella, porque durante toda la semana restante no tenía ninguna otra compañía. Pero, la verdad, todo cambió aquella tarde de domingo en que mi madre fue, otra vez, como tantas veces había ido, a la carnicería, a comprar un poco de asado para compartir con Rubén.
La moral de las cucarachas/1.5
Comprar asado. Todo un gesto, podrán decir en el kilómetro 32, y no puedo negarlo. Pero, vale aclarar, un gesto que era mucho más importante para mi madre y su novio que para cualquier familia tipo que vive tranquila, ahora, en las casas del barrio, comiéndose, más por costumbre que por verdadero sentimiento, un buen costillar todos los fines de semana. Volviendo a lo que decía, cuando mi madre llegó a la carnicería la estaba esperando, como siempre, el dueño, ansioso de recuperar aquellas viejas tardes de violencia sexual sobre la sangre de las vacas recién carneadas. Sé que cuando ella le dijo que iba a pagar en moneda legal, él le dijo, más o menos, que qué era lo que había pasado, que si no había posibilidad de hacerlo una vez más, por los viejos tiempos, que si no se acordaba de los buenos momentos que pasaron juntos. Un claro pensamiento de machista barrial, obvio, que piensa que con ponérsela entre las piernas el trabajo ya está hecho. No son palabras mías, lo confieso; son palabras que mi madre repetía cada vez que tuvo que soportar los avances de los distintos vendedores del kilómetro, incluso, me duele decirlo, de los que ofrecían la redención terrenal a cambio de una colaboración. Mi madre se negó. Rotundamente, pienso ahora, y casi con la misma violencia con que, en otros tiempos, le gritaba que sí al carnicero mientras él hacía la pantomima de un hombre superdotado. Quizá fue por eso, por esa respuesta, que aquel hombre terminó actuando como lo hizo. O quizá también fue la infausta concatenación de situaciones determinadas, como por ejemplo, que el kilómetro estuviera callado y quieto, que no hubiera nadie en el negocio, que el carnicero supiera que contaba con cierta ayuda, entre otras que no puedo hilar con precisión. Y lo de la ayuda no lo digo por estar inventando. Viendo que se caía a pedazos su imagen de macho, el carnicero optó por agarrar a mi madre y llevarla hasta el frigorífico, en la parte de atrás, y meterla a la fuerza. En ese mismo momento, en el fondo, dos operarios esperaban adentro del camión para hacer una descarga. Y fueron ellos los que no se resistieron en absoluto cuando el carnicero les pidió que le dieran una mano, diciendo eso que tantas veces mi madre repetiría en la cocina: “vamos a enseñarle”. Supongo que la frase completa pudo haber sido “vamos a enseñarle a esta puta”, o “vamos a enseñarle lo que es ser puta”, o incluso “vamos a enseñarle que de puta no se vuelve”. Cualquiera pudo haber sido la correcta, menos esa, justo esa que mi madre repetía, mientras miraba por la ventana de nuestra casa de chapa del otro lado del arroyo. Creo que el cambio no fue sólo producto de un olvido, sino, ante todo, de una elección en el recuerdo. Mi madre, que nunca había tenido educación, debió de haber tomado esa enseñanza como la más valedera de su existencia. Más teniendo en cuenta que fue ella sola la alumna en ese momento en donde tres hombres, acostumbrados al manejo de la carne, le explicaron algo que, la verdad, no tiene mucha ciencia. Lo único que me pude enterar, por comentarios más o menos tendenciosos, es que a mi madre le arrancaron como pudieron la bombacha rosa recién comprada y, mientras dos le sostenían los brazos para que no arañara, por turnos la fueron penetrando de a uno. Esa primera vuelta fue mi origen, creo, ya que todos ellos acabaron adentro de su concha que, ese domingo, estaba burdamente afeitada, sin preocuparse que el semen de otro chorrera el pito, el culo y el piso del lugar. Después, el carnicero, en su rol de organizador y privilegiado, obligó a mi madre, siempre con ayuda, a que se la chupara sin violencia y sin morder, mientras que uno de los otros dos preparaba el terreno metiéndole una pata de cordero por el culo. Esto último, creo yo, es más bien una leyenda que se constituyó en el kilómetro 32 pero, así me lo contaron, y así lo cuento. En definitiva, cuando el carnicero sintió que su miembro estaba listo, lo metió, sin ninguna delicadeza, en el agujero que había dejado el cuarto del animal muerto. Y mientras él se llenaba todo el delantal de sangre y mierda, los otros dos, sin dejar de sostener a mi madre, se masturbaban encima de ella y le acomodaban la bola de menudos en la boca para evitar que gritara. Sé que no dejaron que se fuera enseguida, sino que la escondieron en el baldío que había atrás de la carnicería y la dejaron ahí un par de días más. Mi madre, en la desesperación de ver que los ataques seguían y seguían, sólo que cambiaban, de vez en cuando, los ayudantes, intentó hacerse la buena chica, la que le gustaba. No resultó como ella esperaba. Esa fue una de las tantas excepciones que confirman cualquier regla, ya que para ese hombre, a diferencia de lo que se podía suponer, no le interesaba la mayor o menor resistencia de mi madre, sino mi madre en sí. Vez tras vez, él buscaba con intensidad deformar todo aquello que, en otros tiempos, había sido su elección primera, quizá con el único objetivo de poder olvidar ese pasado juntos, aquellas tan fructíferas transacciones comerciales. Finalmente, cuando hasta al carnicero le parecía desagradable seguir penetrando a esa bola de carne que antes era una mujer, alguien, una mano anónima, fue a abrir la puerta del galponcito antes de que fuera medianoche y desapareció. Así fue como mi madre, que apenas podía caminar, pudo llegar hasta la casa. Esa noche hizo lo que tantas veces quiso hacer durante su estadía temporal en aquella casita: esa noche, mi madre durmió.
La moral de las cucarachas/1.6
Al día siguiente, porque este relato todavía no termina, Rubén, el novio de mi madre, fue hasta la casa a ver si ella había vuelto. No sin sorpresa vio como había quedado y escuchó todo lo sucedido. Él fue el único receptor de aquella historia, y en vez de sentirse orgulloso por semejante honor, cosa que yo, lo digo con total sinceridad, hubiera hecho, se portó como pudo haberse comportado cualquier otro hombre del kilómetro 32. Sobre los golpes de los otros, y los cortes de mi madre, él colocó todos los suyos, como en una suerte de firma sobre el cuerpo que, si las cosas no hubiesen sido como fueron, hubiera pasado a ser sólo suyo. Posesión de los últimos golpes de aquellos días, ese es, hoy por hoy, la única distinción que le queda a Rubén, el único novio de mi madre. En aquel gesto de cobardía, entonces, se conjugaron también las otras palabras, esas oraciones inconexas, ininteligibles e irrepetibles, incluso para ella, que, con el tiempo, mi madre rumió cada vez que caminaba por la casa de chapa. En menos de una semana mi madre quedó soltera, desempleada y embarazada. Rubén, como para terminar su trabajo y no tener el peso moral de ser el novio rescatador de una puta, habló, de hombre a hombre, con el gerente de la fábrica, y entre ambos coincidieron, obviamente, que el supuesto ejemplo que daba ella para las otras operarias, todas maestras normales, era dañino. Hoy, según sé, Rubén sigue estando en el mismo puesto de siempre, sin poder avanzar ni retroceder a pesar de sus ya casi veintiocho años de antigüedad en la empresa. Por su parte, el carnicero sigue paseándose con su mujer y sus nietos por la parte vieja del kilómetro 32, ahora un rejunte de casas medianamente caras y de chicos que van a las escuelas de la ciudad, porque no creen en la educación que le puedan dar esos maestros de alto riesgo. Yo, por mi parte, creo que soy producto de aquellos días. No sé si fue el carnicero o algunos de los ayudantes quien me trajo al mundo. Sólo puedo confesar que cada vez que, en los años siguientes, mis pocos amigos me llevaban de contrabando a ver las películas de la Coca Sarli, terminaba vomitando, cambiándole el color y la textura a la marea de semen que ellos hacían nacer desde los asientos del fondo del único cine para adultos de la ciudad.