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La historia
El principio de un cuento de hadas
Memorial Sloan Kettering
Rapunzel
Madre Gothel
Una interrupción de cuento de hadas
Memorial Sloan Kettering
La reina Arianna
Rapunzel
Gothel
Rapunzel
La habitación secreta
Memorial Sloan Kettering
Rapunzel
Rapunzel
Rapunzel
Rapunzel
Rapunzel y Gina
Gothel
Rapunzel
Memorial Sloan Kettering
Rapunzel
Rapunzel
Rapunzel
Memorial Sloan Kettering
Rapunzel
Rapunzel
El capitán Tregsburg
Rapunzel
Rapunzel
Rapunzel
Memorial Sloan Kettering
Rapunzel
Gothel
Rapunzel
Rapunzel
Rapunzel
Rapunzel
Rapunzel
Memorial Sloan Kettering
Rapunzel
Gothel
Rapunzel
Gina y Flynn
Rapunzel
Flynn y Gina
Rapunzel
Flynn y Gina
Flynn
Gina
Rapunzel
La batalla por el castillo de Bathory
Rapunzel
Rapunzel
Memorial Sloan Kettering
Rapunzel
Epílogo
Memorial Sloan Kettering
Nota de la autora
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Érase una vez, cuando los cielos todavía tenían algo que ver
con lo que pasaba más abajo en la Tierra, el sol brillaba con
tanta intensidad que en un buen día de primavera derramó una
lágrima de pura alegría. En el lugar en el que cayó aquella gota
de luz solar creció una flor dorada y mágica. Brillaba con
fuerza y dulzura como el sol de la mañana y tenía el poder de
curar a los enfermos y a los heridos.
… Pero nunca tuvo la oportunidad de hacerlo. Érase una
vez que los que conocían el bosque y estaban desesperados por
una cura milagrosa buscaban su magia. Pero una guerra tras
otra hicieron estragos en el campo en aquella época oscura y la
peste se llevó a generaciones enteras de hechiceras y antiguos
ermitaños. Con el paso del tiempo, la Flor Gota de Sol
desapareció de la memoria casi por completo.
Transcurrieron muchos años. El mundo siguió girando.
Pero, al final, una joven lista y malvada, guiada por la historia
y los rumores, consiguió encontrar la flor.
Se llamaba Gothel.
Podría haber hecho muchas cosas con la magia. Podría
haberse convertido en una gran curandera o, como mínimo, en
una médica muy buscada que atendiera a los ricos y a la
realeza. Pero decidió mantener la flor en secreto, usando su
magia para detener su envejecimiento, lo que le permitió
permanecer eternamente joven.
Pasaron cien años.
Volvía a reinar la paz en aquellas tierras. El rey Frederic y
la reina Arianna, más justos y sabios de lo que les
correspondía por edad, gobernaban bien su reino. Y, al igual
que en muchos cuentos de hadas, tenían todo lo que podían
desear… excepto hijos.
(Aunque aquel hecho fuera evidentemente angustioso para
el rey y la reina, la falta de heredero también preocupaba a la
gente del reino; sin una línea sucesoria clara, todo acabaría en
un caos y un derramamiento de sangre otra vez. Las baronías
vecinas siempre estaban agitadas, con sed y afán de ampliar su
territorio.)
Tras consultar a matronas, médicos, curas y charlatanes, la
reina por fin se quedó embarazada. Al principio, hubo una
gran alegría en el castillo, pero, por desgracia, como solía
pasar demasiado a menudo en aquella época del érase una vez,
se puso enferma a medida que se acercaba la fecha para dar a
luz y parecía probable que pudiera morir.
De nuevo, el rey convocó a matronas, médicos, curas y
charlatanes, y fue una anciana la que recordó la historia que su
bisabuela le había contado sobre el secreto de la Flor Gota de
Sol.
El rey envió inmediatamente todos sus caballos y todos sus
hombres a peinar el campo en busca de aquella flor mágica y
resplandeciente. Cada noche, desde el crepúsculo hasta el
amanecer, todos los ciudadanos sanos debían hacer la
búsqueda. Lo hacían con mucho gusto, porque el rey y la reina
eran buenos y su pueblo quería que fueran felices; con mucho
gusto también porque todos querían que hubiera heredero y no
volver al caos de los siglos anteriores; con mucho gusto,
porque había una enorme recompensa.
Así pues, la flor fue encontrada. Hicieron una tisana para
calmar la fiebre de la reina enferma. Al poco tiempo, se
recuperó y tuvo a una niña preciosa. Todo el reino lo celebró,
ignorando el error que se había cometido.
Porque no era la Flor Gota de Sol la que había encontrado
aquel campesino que se acababa de hacer rico.
Era la Flor Gota de Luna.
Memorial Sloan Kettering
—Espera, ¿qué?
Daniella bajó los brazos de golpe sobre las sábanas. Las
vías intravenosas hicieron ruido, pero, por suerte, no se salió
nada del sitio.
—La Flor Gota de Luna —repitió Brendan pacientemente
—. Cogieron la flor equivocada. Ya te he dicho que la historia
iba a ser distinta.
—Sí, pero ¿cómo que han cogido la que no era? ¡Es la Flor
Gota de Sol! Es dorada, y brilla, y todo eso.
Daniella frunció el ceño y cruzó los brazos, arrugando los
labios por la estupidez de un personaje que ni siquiera tenía
nombre y que ahora probablemente era rico gracias a su error
y, como campesino, no sabría ni qué hacer con tantas cabras y
oro.
—Vale, mira, las dos flores brillan —dijo Brendan,
inclinándose hacia delante para defender a su personaje
anónimo—. Les dijeron: «Buscad una flor que brilla». Y eso
es lo que hicieron. Pero había más de una. Hace tiempo, la
luna también derramó una lágrima, o algo así, y una planta
creció a partir de ella.
Vio aparecer una mirada de comprensión e intriga en los
ojos de su hermana. Intentó no deleitarse en su triunfo
demasiado abiertamente.
—¿También hay Flores Gota de Estrella?
—No sé. Quizá. ¿Por qué no?
—¿Qué hace la Flor Gota de Luna que sea distinto? —
preguntó Daniella, intentando no sonar impaciente.
—¿Por qué no te relajas y escuchas, boba? Ya lo
descubrirás —dijo Brendan, volviendo a abrir el libro, esta vez
con un poco más de florituras. Su hermana no parecía
satisfecha, pero se recostó en las almohadas, tragando saliva
una o dos veces ruidosamente. Había algo raro en la
quimioterapia que hacía que percibiera el sabor y el olor de
cosas que no estaban ahí. Brendan tomó nota para conseguirle
más caramelos Sour Patch Kids de la máquina expendedora la
próxima vez que hiciera una pausa para ir al baño. No eran los
favoritos de su hermana, pero tenían un sabor fuerte y la
ayudaban un poco.
—De este modo, nació una niña sana, una princesa.
Después de esperar una semana (como era costumbre en
aquellos días, cuando había una mortalidad infantil elevada) le
pusieron nombre: Rapunzel, por el campo de rapónchigos o
campanillas donde habían encontrado la flor mágica. Todo el
reino lo celebró con alegría; hubo festines, bailes, pícnics y
regalos para todos. El rey y la reina lanzaron un farolillo
volador al cielo. En aquel momento, todo era perfecto.
»Y, de repente, el momento se acabó.
Rapunzel
—Espera un segundo.
Daniella no movió nada salvo los labios, ni siquiera abrió
los ojos, tenía demasiado frío y estaba demasiado cansada para
hacer algo más que hablar. Pero su voz era firme y exigente y
atravesó el cráneo de Brendan como las uñas que rasgan una
pizarra, y él estaba sumamente agradecido de que fuera así.
—¿Qué pasa con la reina? —preguntó Daniella.
—¿La reina? —dijo Brendan, confundido—. Pues, eso,
estaba triste por lo que se tenía que hacer y volvió a gobernar
el reino con su marido, estoica pero triste todos los días…
—Ya. No. —Daniella negó con la cabeza un poco—. Una
cosa es que te roben a la bebé y no sepas dónde está y sigas
buscándola, pero otra muy distinta es que tú hayas decidido
entregarla. La reina sabe quién tiene a su bebé, puede que
incluso sepa dónde. ¡No me puedes decir que no quiere como
mínimo ver cómo está su propia hija!
—Vale, tienes razón —admitió Brendan, dando vueltas al
tema. ¿Se habría rendido tan pronto si ella no hubiera estado
enferma? ¿Se habría molestado en considerar lo que le había
dicho su hermana? Quiso pensar que sí.
—Tu mirada masculina está afectando a la historia —dijo
Daniella con una sonrisita. Lo entendía muy bien, incluso
medio dormida—. El gran patriarca aquí solo está interesado
por el argumento, por los elementos que impulsan la historia, y
no comprende que los acontecimientos pueden afectar a
quienes no son los héroes centrales de las mil caras…
—Vale, vale, ¡ya lo pillo!
—Imagínate que fuera mamá.
—Que sí… —dijo Brendan, intentando no reírse—. Vale,
venga, y perdonadme, grandes diosas, guardianas del árbol del
mundo y de todo el subtexto relevante.
—La reina Arianna, despojada de toda esperanza…
La reina Arianna
«¡Madre ha llegado!»
La invadieron demasiadas emociones, como los vientos de
otoño que agitan las nubes y consiguen que cambien de forma
rápidamente.
«¡Qué nervios!»
Las visitas de su madre siempre eran una distracción
agradable. Como Rapunzel había crecido, Gothel solo pasaba
parte del tiempo en la torre. En general, la iba a ver los martes
y los jueves, después de las tres. Pero a veces aparecía de
repente, sin avisar, ¡sorpresaaaa! Casi como si estuviera
controlándola, para asegurarse de que todavía estuviera allí.
Lo que por supuesto era absurdo. ¿Adónde iba a ir?
Estaba nerviosa también porque a veces Gothel le traía
algún regalo. Rapunzel, con diecinueve años, todavía era joven
para que esas cosas le hicieran ilusión. Pero, aunque no
hubiera ningún regalo material, Gothel siempre cocinaba algo
delicioso; buenas verduras del huerto, alguna presa del cazador
o alguna otra cosa rica recogida en el bosque que rodeaba su
casa.
Pero… últimamente… además de los nervios, había algo
más, aunque fuera minúsculo, una mancha gris en una pintura
amarilla intensa. Algo inestable y preocupante. Podría haber
sido…
Turbación.
La Rapunzel más joven había aceptado a Madre Gothel en
todas sus formas y en todos sus estados de ánimo, escuchando
atentamente sus palabras y tomándoselas en serio, sin importar
lo que dijera, y siempre suponiendo que se las decía con amor.
Sin embargo, las cosas que Gothel decía riéndose, cosas
divertidas, ya no parecían tan graciosas. Dolían. Aunque
Gothel se disculpara o le dijera a su hija que no se tomara las
cosas tan a pecho (también la acusaba de ser demasiado
sensible). A veces Rapunzel se pasaba horas delante del espejo
cuando su madre se había marchado o se había acostado,
preguntándose lo que quería decir con «nariz respingona» y
«peca con una forma rara» y «caderas angulares muy poco
femeninas».
Además de todo eso, había la gran cuestión de las luces
flotantes.
Lo que conducía a nerviosismo. Quizá incluso a pánico.
¿Cómo reaccionaría Gothel? Al final de aquel día,
¿Rapunzel estaría tristemente desilusionada o inmensamente
feliz, a punto de embarcarse en una aventura increíble?
Estaba bastante segura de que sería la segunda opción.
—Rapunzel, estoy esperaaaaaaaaaaando —gritó su madre
en una voz más o menos animada. Animadamente irritada.
Exasperada, pero no de forma alarmante.
—¡Ya voy, madre! —dijo Rapunzel, corriendo hasta la
ventana. Con movimientos suaves, conseguidos gracias a la
práctica, se desenrolló la trenza más larga que tenía y la cargó
con el brazo derecho. Entrecerró los ojos, calculó la distancia
y la lanzó.
Por supuesto, podría haberse limitado a dejar caer el pelo,
pero le gustaba hacerlo volar por los aires, desenrollando sus
espirales. Era como un rayo plateado y precioso en el cielo,
como una nube de lluvia que giraba para ser hilada. El final de
la trenza, suave y desflecado como la cola de un asno de un
cuento de hadas (la única clase de burro que conocía
Rapunzel), apenas rozaba el suelo antes de chocar contra la
torre con un golpe increíblemente satisfactorio.
(Para secar aquella cantidad enorme de pelo después de su
lavado mensual, tenía que lanzarlo todo por un lado de la torre
y golpearlo repetidamente contra la pared de piedra, lanzando
cascadas de gotas al suelo.)
Se agarró a la pared, con cuidado de no hacer daño a
ninguna de sus amigas plantas, y esperó. Había más
empujones y tirones que de costumbre; le estaba costando
subir. Rapunzel se asomó por el lado. Gothel tenía una cesta
gigante colgándole del brazo.
¿Era posible?
¿Se había acordado de que era su cumpleaños?
Cerró los ojos con fuerza, sonriendo y procurando no
ponerse a bailar. Todo iba a salir bien. Todo apuntaba a un sí.
En resumen, todo era increíble.
—¡Vaya viaje! —dijo Madre Gothel, cuando por fin llegó
arriba y subió por el alféizar de la ventana. En cuanto recuperó
un poco el aliento, se limpió con las manos la ropa y se arregló
el pelo (el suyo)—. Las cosas que hago por ti, cariño. ¡Si yo te
contara! No tienes ni idea.
Rapunzel tiró del pelo para arriba con cuidado (con plena
atención) y se lo volvió a enrollar en los hombros. Tuvo que
esperar a que Gothel se pusiera cómoda antes de intentar
abrazarla.
Pero simplemente no lo pudo evitar. Con fuerza y alegría,
abrazó a la mujer que todavía seguía jadeando.
—Vale, vale, no hace falta exagerar…
Gothel se apartó y se alisó el vestido de nuevo, un vestido
bien cosido de color burdeos que le quedaba como un guante
en el torso y la cintura diminuta. No llevaba capa ese día, ni
cinta para atarse el grueso pelo negro. Rapunzel la observó un
momento. Aquella mujer que había sido su madre y su única
compañía durante diecinueve años no había envejecido ni un
solo día; no tenía ni una sola cana en el pelo reluciente. El
único sometimiento al paso del tiempo era que había encogido
un poco: aunque continuaba siendo más alta que su hija
adoptiva, cada año el margen era menor.
Gothel estaba demasiado ocupada acicalándose para darse
cuenta de cómo la estaba estudiando; cuando por fin se dio
cuenta, le dijo en broma:
—¿Por qué miras a esta pobre viejita? —preguntó
fingiendo timidez—. ¿Ocurre algo? ¿Tengo… una arruga?
Fue corriendo hasta el espejo preocupada de repente,
tirándose de la piel del contorno de ojos para atrás con la punta
de los dedos.
—No, madre, no seas boba —dijo Rapunzel. Le dio un
beso en la mejilla—. Solo estaba… pensando en ti. En
nosotras.
—Pareces un gato que vaya a escupir un pájaro —dijo
Gothel, un poco recelosa. Después, se animó y cogió algo que
llevaba su hija en el pelo—. ¿Este colgante es nuevo? Oh, es
muy bonito.
Rapunzel se lo tocó con el dedo, era un pequeño hamsa.
—¿Este? No. Me lo regalaste las Navidades pasadas.
¿Dónde iba a conseguir yo un colgante nuevo?
Pero Gothel ya se había dado la vuelta y estaba haciendo
otra cosa, sin prestarle atención.
—Esto empieza a parecer… la selva. Cariño, tenemos que
compartir este espacio las dos. Al menos parte del tiempo.
Somos compañeras de piso.
Rapunzel se quedó desconcertada por aquel cambio de
tema, pero solo un momento. Miró a izquierda y derecha,
como haría alguien criado entre otra gente de verdad y no
entre marionetas, buscando a un aliado, alguien que la
apoyara, que también pusiera los ojos en blanco… pero, claro,
allí no había nadie.
—Madre —dijo, respirando hondo—. Madre, tenemos que
hablar.
La escena era exactamente tal y como la había ensayado, y
una mirada de reojo rápida al espejo confirmó que incluso ella
estaba justo como se había imaginado: con la espalda recta,
expresión seria, las manos juntas con modestia, la barbilla
firmemente hacia fuera. Madura. Razonable.
—¿Qué? ¿Rapunzel? Deja de mascullar. —Gothel estaba
inspeccionando las plantas que acababa de toquetear, hurgando
irritantemente las hojas—. ¿Por qué nunca plantas flores?
¿Algo que alegre este sitio?
—No estoy mascullando —empezó a decir Rapunzel, y
enseguida se calló. No quería parecer una niña contestona.
—Madre —volvió a decir, mucho más claramente, pero no
más alto—. ¿Sabes qué día es hoy?
—¿El Día de los Recuerdos Borrosos? —preguntó
alegremente, y, después, se rio de su propia broma—. ¿A
quién le importa, cariño? Los días laborables son para los
campesinos.
—Es mi cumpleaños —insistió Rapunzel, decidida a no
pararse a pensar en si su madre lo sabía y estaba bromeando o
si se le había olvidado por completo.
—Oh, no lo sabemos seguro —dijo Gothel, con un suspiro
en el que se rendía claramente—. Cuando me hice cargo de ti,
ya tenías unos días. Ya lo sabes, Rapunzel. Te he contado la
historia muchas veces. ¿Es que nunca me escuchas?
—Bueno, es esta semana —dijo Rapunzel, decidida—. Y
escogí este día en concreto hace años. Pero… ¡no pasa nada!
La cuestión es que… cumplo diecinueve este año.
Gothel había dejado las plantas y estaba jugando con una
figurita de «alce» que había hecho Rapunzel durante el Tallado
Intensivo de seis meses al que se había sometido dos años
atrás, y que había hecho tomando como modelo al que se
había quedado atrapado en su despensa.
(Le dio pena ver aquella cosa diminuta y cantarina irse,
pero no era feliz en la torre.)
—¿Y? —preguntó distraídamente.
Rapunzel se volvió a quedar parada. Gothel nunca hablaba
con frases cortas y siempre discutía sobre la edad y los años.
No soportaba que le recordaran esos conceptos, ni el
crecimiento de su hija, ni el paso del tiempo.
Era raro que no le estuviera llevando la contraria ni
armando un escándalo.
—Bueno, cumplir diecinueve significa que soy adulta.
Según cualquier definición —continuó Rapunzel, poniéndose
todo lo derecha que pudo—. Adulta, responsable y… eso.
»Lo que me lleva a mi siguiente punto: todos los años,
durante la semana de mi cumpleaños, hay esas luces flotantes
en el cielo.
—¿Qué? —preguntó Gothel, que parecía sinceramente
confundida (o como si estuviera fingiendo a la perfección estar
confundida).
—Ya lo sabes. —Cogió a su madre de la mano y la llevó
hasta lo que había pintado años atrás, la primera vez que se dio
cuenta de que las luces aparecían regularmente cada año. No
era una obra sofisticada: no eran más que bonitas esferas
doradas bonitas con auras tenues que se elevaban en un cielo
nocturno.
—Todos los años en esta época, las misteriosas cosas
flotantes suben al cielo en el oeste. Este año será
especialmente brillante porque hay luna nueva esta noche, lo
que significa que el cielo todavía estará bastante oscuro al
cabo de unos días y…
—Y quieres que las vea contigo, cariño —dijo Gothel,
frunciendo los labios y apretando las manos de Rapunzel—.
Qué dulce, pero…
—No, quiero ir a verlas. En persona. Contigo.
El silencio se apoderó de la habitación y, de repente,
también se quedó en penumbra cuando una nube dramática
aprovechó la oportunidad para pasar por delante del sol. Las
dos mujeres se quedaron mirando, ambas en silencio: una, que
por fin había escupido las palabras, con una elocuente pausa
de esperanza. La otra, con incredulidad.
Gothel sacó las manos de las de Rapunzel. Se negó en
rotundo.
—Sabes que no puedes. ¿Por qué lo preguntas siquiera?
—Pero, madre —dijo Rapunzel, intentando no lloriquear ni
adularla—. Ahora soy mayor. Me puedo controlar. No veré a
nadie ni a nada. No tocaré nada. Tú vendrás conmigo. Me
llevarás allí y te asegurarás de que yo no…
—¿De que no mates a nadie más, como a tu madre y a tu
padre? —dijo Gothel entre dientes.
Rapunzel se desinfló como una torre que tenía una hoguera
en llamas en su interior. Todo se había quemado; el hollín, el
humo y el calor se vieron absorbidos al lugar desde el que
procediera la energía del fuego. Las cenizas le obstruían la
nariz; notaba el cuerpo frágil por haber perdido su estructura
interna.
—Madre —suplicó con una voz débil, mirando al suelo.
—Madre, eso seguro —dijo Gothel, aunque no estaba claro
lo que quería decir.
Así era cómo Rapunzel había vivido durante diecinueve
años. El secreto silencioso que la había destruido por dentro
cuando no tenía fuerza suficiente para pararlo. La cosa que se
llevaba todo el color de su mundo ya diminuto, la luz del sol
lejano, la pequeña cantidad de aire que utilizaban sus
pulmones.
Rapunzel estaba encerrada en una torre porque era una
asesina.
Su precioso y traicionero pelo había matado a sus padres
biológicos justo después de su nacimiento, durante un
berrinche.
El pelo que ahora ataba, trenzaba, anudaba y adornaba con
colgantes para mantenerlo bajo control.
Ni siquiera se lo podía cortar; hacerlo le provocaría la
muerte.
Ahí estaba: con unas trenzas brillantes infinitas, anudadas
con colgantes y deseos, recordándole cada día por qué estaba
prisionera. Porque no le podían dejar que hiciera daño a nadie
más.
—Mira lo que te he traído para tu cumpleaños —dijo
Gothel con frialdad, bajando los brazos y abriendo la cesta
gigante que había traído.
Rapunzel se inclinó con tristeza, adivinando lo que era, con
miedo de lo que encontraría.
Una gallina gorda, bonita y vieja, cuyo tiempo para poner
huevos ya había pasado. Un ave de corral con plumas de
varios colores que evidenciaban la mezcla de razas. La gallina
levantó la vista hacia ella, parpadeó en la luz, pero no hizo
ningún sonido.
—Le iba a retorcer el cuello yo misma —siguió Gothel—.
Porque sé lo remilgada que es mi bella princesa de la torre.
Pero creo que quizá ha llegado el momento de otra lección
sobre por qué estás en esta torre.
—No… —le rogó Rapunzel.
—Hazlo —le ordenó Gothel—. Tienes que hacerlo. Tienes
que recordar por qué estás aquí.
Como si la chica del pelo plateado lo pudiera olvidar.
La mujer cogió a su hija del brazo y la llevó hasta el
armario, poniendo la cesta de golpe sobre una mesa con más
fuerza de lo que era necesario, y que no resultaba tampoco
nada agradable. La gallina graznó bajito.
Rapunzel empezó a llorar.
Extendió la mano hacia la cesta para acariciar al ave, sin
saber si era un engaño horrible o un último favor. Hablando en
voz baja, levantó aquella cosa que iba a ser la cena. Qué
mascota tan maravillosa habría sido la vieja gallina…
… pero una mirada a los grandes y fríos ojos de Gothel
hizo que Rapunzel se olvidara incluso de la idea de pedírselo.
Se quedó abatida, quitando el nudo a una trenza con
desgana. La puso alrededor del cuello de la gallina.
—Lo siento —susurró.
Cerró los ojos y recurrió a su voz, tarareando una canción
triste y sin sentido. Se le quedó la mente en blanco. Sentía una
oscuridad glacial fluyendo desde la cabeza y el pelo hasta las
puntas, como agua helada cayendo por un canal. El pelo
plateado latía con un brillo antinatural, lanzando pequeñas
sombras por todas partes donde no deberían haber estado.
El ave se relajó… por completo. Primero, los pies le
cambiaron de color; después, los ojos se le quedaron en
blanco.
Había muerto.
—¿Has visto eso? —susurró Gothel.
—Sí, madre —dijo Rapunzel débilmente.
—¿Entiendes por qué nunca puedes dejar esta torre?
—Sí, madre.
Gothel negó con la cabeza. Llevaba la gallina muerta en
una mano y dio unas palmaditas en la mejilla a Rapunzel con
la otra.
—Cariño, ya sabes que solo lo hago por tu bien. Eres
demasiado peligrosa para estar con más gente. Les harás daño.
—Sí, madre.
—Ya verás, ya sabes que tengo razón. —Hizo una pausa,
entrecerrando los ojos—. Tu madre sabe lo que te conviene.
La habitación secreta
¡PROHIBIDA LA ENTRADA!
¡¡¡PLAGA!!!
MENDIGOS Y VÍCTIMAS DE VIRUELA AQUÍ
NO ENTRE
Por supuesto que no viajó dos días hasta el pueblo costero que
tenía las conchas que producían el pigmento blanco brillante
especial que quería Rapunzel. Conocía a alguien a menos de
una tercera parte de camino que normalmente tenía aquella
pintura blanca que vendía a mercaderes ambulantes.
Él tenía la pintura, ella la pagó. Gothel estaba de vuelta en
la torre exactamente cuando le había dicho a Rapunzel que
estaría.
(Con una parada rápida en la Flor Gota de Sol para un
retoque juvenil.)
Madre Gothel estaba de muy buen humor. Ya tenía tres
ofertas, y todas de más de cincuenta monedas de oro. Tendría
la vida resuelta incluso si la puja acababa pronto.
De todas formas, a decir verdad, el dinero no era lo que
quería realmente.
Si había algo que quisiera aparte de la eterna juventud, era
relacionarse con los nobles y hacer que confiaran en ella. Le
encantaba ser una de las personas que tenían información
privilegiada en las discusiones que determinaban el destino de
un pueblo o la quema de otro.
Solo una persona ganaría la subasta, eso era cierto. Pero el
resto perdería. Y al haberse perdido la oportunidad de tener a
una esposa (o sirvienta) mágica, sentirían que necesitaban otra
cosa. Algo igual de bueno, o mejor. Se convertiría en una
carrera armamentística. Y, oh, quizá Gothel tenía otro as bajo
la manga…
… o encontraría algo…
—¡Rapunzel, lanza el pelo! —exclamó.
Se sentía generosa. Dos días eran más que suficientes para
que la adolescente hubiera superado su enfado. Y tenía la
pintura. Gothel estaba medio mareada por sus tejemanejes.
Ni siquiera le importaba que Rapunzel estuviera tardando
más de un minuto en llegar a la ventana.
—Rapunzel, ¡estoy esperandooooooo! —gritó.
Pero nada.
—Me estoy haciendo vieja aquí… vale, en realidad, no, no
tengo ni una sola cana aún, pero ya me entiendes. ¡Rapunzel!
—espetó. El humor le había cambiado al final de la frase.
Aunque la chica estuviera en el armario, podía gritar, decir que
iba enseguida—. He estado viajando constantemente y mami
está agotada. Déjame subir.
«No seguirá enfurruñada, ¿verdad?»
Un grillo del bosque decidió cantar al cabo de un rato,
como si fuera a propósito, como para hacer hincapié en el
silencio evidente.
—¡Rapunzel! —gritó Gothel—. ¡Ahora! ¡Ven aquí!
Ni por un instante se le ocurrió que le pudiera haber pasado
algo (aunque la mercancía dañada pudiera afectar a su
subasta). Rapunzel tenía diecinueve años y estaba sana; no
tenía ningún tipo de ataque ni la hemofilia que solían tener las
personas de noble cuna y su sangrado mensual no era
excesivamente doloroso.
Gothel ni siquiera tuvo un momento de pánico al pensar
que su hija se podría haber desmayado después de resbalarse
en aquel suelo excesivamente pulido, o haberse cortado sin
querer con el cuchillo de cocina, o haberse envenenado por
alguna seta rara pero no desconocida que crecía en el trigo y
que hacía que los que la consumían bailaran hasta la muerte.
No, Gothel no pensaba nada de eso. Solo pensaba que a
ella, a la madre, la estaban haciendo esperar, probablemente
por alguna razón egoísta o estúpida de su pequeña e inútil
pupila.
—¡Rapunzel! ¡Tienes hasta que acabe de respirar hondo y
tranquilamente para aparecer o contestarme!
Gothel respiró, pero poco. Si alguien la hubiera visto de
cerca, se habría fijado en que había inspirado por la boca, y
deprisa, más para hacer ruido que para coger aire.
—Voy a contar hasta seis —gritó—. Si estás durmiendo,
será tiempo más que suficiente para que levantes tu preciosa
cabecita y vengas a ayudar a tu madre.
—¡Uno!
Se puso las manos en las caderas. La cesta del brazo iba de
un lado a otro.
—¡Dos!
Dio un paso adelante, con la cara aún hacia arriba, hacia la
ventana.
—Tres.
Dio un paso atrás de nuevo, intentando ver la ventana.
—Cuatro…
Apretó los dientes.
—¡Seis!
—Bueno, no me dejas otra opción —refunfuñó.
Gothel tenía la esperanza de que nunca llegara ese día en el
que necesitara la escalera secreta. Años atrás, había preparado
todo tipo de cuentos y excusas para una emergencia así y, en
general, confiaba en su conducta generalmente escalofriante,
vagamente mágica para autenticarlos. Podía insinuar que se
había convertido en un cuervo y que había volado hasta allí
arriba, o que los duendecillos la habían hecho volar por los
aires por arte de magia, o que su espíritu fue llamado
directamente a la torre porque había sentido que había
problemas.
Evidentemente, todo aquello dependía de que ella saliera de
alguna forma de la habitación secreta y entrara en el comedor
sin ser vista.
Un asunto espinoso.
Impredecible.
Gothel odiaba esas cosas.
Caminó alrededor de la torre echando humo y llegó hasta la
puerta. Y lo que vio la dejó literalmente pálida de la rabia,
mientras la boca soltaba presagios indescriptibles.
Una chaqueta.
De hombre.
Y no era la del espía.
La cogió con cuidado, como si estuviera cubierta de basura.
No estaba sucia y, pese a ser sencilla, estaba bien hecha y
denotaba un cuerpo esbelto. Era el abrigo de un hombre joven.
Empezó a atar cabos en la cabeza, quizá incorrectamente. Y
llegó a una conclusión obvia e inevitable.
Con una furia fría, abrió la puerta de golpe y subió
metódicamente hasta lo alto de la torre. No paró ni una vez a
coger aire. Ya no le importaba si Rapunzel se enteraba de
cómo había subido. Cuando cogiera a la pequeña
desvergonzada y a su amiguito se iban a enterar.
¿Acaso pensaban alterar los planes que había hecho ella?
¿Arrebatarle a la chica que ella había estado educando con
tanto cuidado durante diecinueve años, aislada y protegida de
todo el mundo?
¿Destruirlo todo momentos antes de que sus maquinaciones
largas dieran resultado?
Gothel lo mataría.
Y en cuanto a Rapunzel…
—¡Sal de ahí! —gritó, saliendo de golpe del compartimento
secreto de detrás del armario. En la mano derecha tenía una
daga negra aparentemente maléfica y extrañamente curvada.
Por lógica, ella nunca podría superar a un hombre joven en
una lucha directa. Y realmente no tenía ningún poder mágico
que pudiera ayudarla, ni espíritus que hicieran lo que ella
quisiera. Lo que sí que tenía era una botella diminuta de un
veneno tan fuerte que una sola gota paralizaría a un adversario
durante horas. Tiempo más que suficiente para acabar con él.
El veneno le había costado muy caro (era un líquido viscoso y
lechoso que era un extracto de alguna rana del corazón de los
Países del Sol), pero ya le había dado buen resultado otras dos
veces. Sabía que funcionaría.
Salió como un huracán de la habitación secreta y entró en la
torre en sí, furiosa. Tenía el pelo alborotado y la ropa revuelta.
La capa se le enredó en un trozo de la basura que Rapunzel
tenía colgada. Tiró con fuerza de ella y rompió la constelación
de mica y papel maché del techo. Los guijarros y los planetas
se deslizaron por el suelo haciendo un ruido como de ratones.
Gothel rugió frustrada. Era aterradora; una leona que protegía
a su cachorro…
(Vale, no exactamente.)
Pero, a fin de cuentas, no importaba; no había nada. Ni
pareja enamorada, ni Rapunzel, ni príncipe, ni siquiera un
simple mirón.
—¡Rapunzel! —gritó.
Pero no contestó nadie.
Había desaparecido.
Rapunzel
—¡No te muevas!
Flynn gruñó, pero siguió intentando ponerse derecho. Gina
le puso una mano en el pecho y le hizo volver a estirarse a
empujones.
Él gruñó más fuerte.
—Hija, recuérdame que no te avise cuando tenga migraña
—murmuró la anciana.
Después de que los hombres hubieran huido con Rapunzel,
Gina consiguió agarrar las riendas de uno de los caballos.
Subió a Flynn delante de ella con cuidado todo lo deprisa que
pudo y se dirigieron al bosque. Cuando ya se habían adentrado
lo suficiente, gritó:
—¡Madre! Que alguien diga a mi madre que necesito
ayuda. Uno de nosotros está herido.
Gina no sabía si el vector para comunicar su petición eran
los pájaros, los árboles o los hilos de hongos invisibles que
conectaban todas las cosas bajo el suelo del bosque. Pero no le
extrañó cuando las sombras de repente se hicieron alargadas y
las formas se hicieron indistintas y la anciana salió del bosque
como si simplemente hubiera estado detrás de los árboles todo
el tiempo, esperándolos.
Todos los saludos habituales, comentarios irónicos y
enfrentamientos dialécticos entre madre e hija fueron
silenciados: la anciana echó un vistazo a las heridas que tenía
Flynn en la cabeza y se puso seria.
—Sígueme —fue lo único que dijo. Gina obedeció sin
rechistar.
Los tres habían llegado de repente a un diminuto claro
mágico. Un musgo verde lima y flores de perfume suave que
no se veían en ningún otro lugar del bosque oscuro crecían allí
abundantemente. En el centro había un manantial de agua
cristalina que burbujeaba y que se suponía que tenía
propiedades curativas. Nadie lo decía en voz alta, pero era
muy evidente que ese era exactamente el tipo de sitio en el que
viviría el rey o la reina del bosque: un venado de cuernos
dorados, un ciervo de corazón de nieve o…
Flynn estaba estirado en densas matas de musgo, con la
cabeza apoyada en el chal de la anciana, que le lavó la cabeza
y el pelo con el agua del arroyo y le colocó hojas enteras e
inmaculadas de hierbas extrañas sobre los ojos, la frente y el
hombro herido. Cuando al final empezó a respirar de forma
regular, la anciana vertió sobre la lengua de Flynn una vasija
de barro diminuta que contenía un extracto muy aromático.
—Eupatoria para la cabeza —murmuró la anciana—.
Genciana para los ojos. Barro de un arroyo de cementerio para
ahuyentar la necrosis. Samui, tarseia, feun eys moida…
¿Dónde está Rapunzel?
—Se la han llevado —respondió Gina, acostumbrada a que
su madre hiciera varias cosas a la vez y cambiara de
conversación de repente.
—Los hombres de Bathory… —susurró Flynn—. Dragón
verde… dientes…
La anciana tenía una expresión seria.
—Tienes que ir tras ella.
—¿Flynn se puede quedar contigo? —preguntó Gina,
levantándose y poniéndose la capa.
—¡No! —Flynn se impulsó con los codos, abriéndose la
herida de la cabeza que se había empezado a cerrar (por arte
de magia). Una sangre escarlata le volvía a correr por la cara
—. Yo voy…
—Es broma, ¿no? —dijo Gina—. Mira cómo estás.
—Estoy bien… —Se puso de lado, intentando ponerse de
pie.
—¿No crees que la puedo rescatar yo sola? —preguntó
Gina—. ¿Todavía crees que no puedo hacer cualquier cosa?
—Oh, cálmate, Gina —dijo su madre, irritada—. No eres el
ombligo del mundo. No todo estriba en lo que tú puedas o no
puedas hacer. Él ni siquiera está pensando en eso, él ama a
Rapunzel y solo quiere ayudar.
Gina abrió bien los ojos. Estaba realmente sorprendida.
—¿De verdad? —le preguntó, inclinándose sobre él—. ¿La
quieres? O sea, querer…
—Nnf… no sé… ¿por qué estamos hablando…?
Deberíamos estar ya en los caballos… —Flynn se obligó a
abrir los ojos, fingiendo estar recuperado. Lo hizo bastante
bien, poniendo su vieja sonrisa estilo Flynn Rider: enseñando
los dientes, con las cejas levantadas de forma sugestiva, con la
boca hacia un lado de una forma que él sin duda pensaba que
era endiabladamente atractiva. Les guiñó el ojo a las dos, pero
ellas se distrajeron porque al mover el ojo le salpicó más
sangre en la mejilla.
—Si te montas en un caballo ahora, ninguna de mis
soluciones será permanente —le avisó la madre de Gina.
Era como si la anciana se hubiera saltado la parte en la que
discutían y hubiera ido directamente al final donde todos se
habían rendido y habían acordado que él fuera —a pesar del
hecho de que estuviera tan débil que una mano vieja y huesuda
lo podría haber mantenido en el suelo.
—Las heridas de la cabeza son serias, Rider. Con
consecuencias serias. Si te levantas ahora, no te puedo
prometer que vayas a sobrevivir.
—Ni que no te conviertas en un idiota aún más baboso —
añadió Gina.
—Tendré que correr ese riesgo. —Le puso una mano (de
forma poco firme) en el hombro a Gina y la miró a los ojos—.
Sé que harás todo lo que puedas para rescatarla. Hay un
castillo y una psicópata sanguinaria y todo está en tu contra.
Pero si hay alguien que yo creo que lo puede hacer, eres tú,
Gina. Eres increíble. Es una locura que el resto del mundo
todavía no se haya dado cuenta.
»Pero si no voy a ayudar… Nunca me lo perdonaré.
—Oh —dijo Gina, intentando no sonreír—. Qué tonto que
eres. Pero vale, solo esta vez.
—Vale, chico —dijo la anciana, con un suspiro—. Dame
diez minutos y tendré dos hechizos más. Al menos te puedo
equilibrar. Puedo estabilizar cabras. Hace tiempo que no hago
esto con una persona. Seguro que estará bien. Y os pondré
brebajes y emplastos para que vayáis avanzando… un poco.
Gina, ven a ver cómo se aplican.
Aquellos diez minutos, para Flynn fueron una eternidad.
Todo lo que lo rodeaba desaparecía en distintos tonos de
oscuridad; lo observó todo y se debatió entre permanecer
consciente o no.
Y se despertó.
—¡Buf! —exclamó, parpadeando—. No… me encuentro
mal.
Gina le ayudó a incorporarse del todo. Le habían lavado la
cara y el cuello. Flynn se sentía como nuevo, limpio y listo
para emprender la marcha.
De repente, sintió una punzada de dolor en la frente, peor
que la peor mañana después de una juerga, como si le hubieran
golpeado con un mazo de tachuelas.
—No era broma lo de que tenías una herida seria en la
cabeza, Rider —dijo la anciana en voz baja—. No tengo
ninguna magia que realmente solucione todo esto de
inmediato. No sé si alguien la tiene, aparte de Rapunzel
cuando hay luna llena. Seguirás vivo y en funcionamiento, en
general. Pero no es una solución perfecta.
—No pasa nada. —Flynn se puso una mano en la cabeza,
apretó los dientes y se obligó a sí mismo a levantarse a pesar
del dolor.
Gina le puso una mano en el brazo y le ayudó cuando él
parecía necesitarlo, pero sobre todo se quedó allí de pie con
paciencia como si fuera un objeto para que él se apoyara en
ella.
—Tendrás que cabalgar sentado detrás de Gina —insistió la
anciana, con las manos en las caderas—. Mantén el cuello
recto. Y duerme todo lo que puedas.
—Oh, no hay que preocuparse por cuestiones de orgullo
masculino —les aseguró Flynn—. Si me dijera que Gina tenía
que llevarme a caballito, también me parecería bien.
Gina cogió los paquetes y las pieles de su madre y los
guardó en las bolsas del caballo, apretó la cinta de la silla y
colocó bien la manta. Después, ayudó a Flynn a montarse,
enlazando los dedos para que él se subiera como un niño y que
no tuviera que torcerse en el estribo. Al final, Gina se montó
con la elegancia de alguien que ha cabalgado toda la vida.
Sonrió. Era evidente que le encantaba aquella sensación.
Flynn se dejó caer contra la espalda de Gina.
—La trenza araña un poco… ¿podrías hacerte un moño y
así tendré una almohada suave? —murmuró Flynn.
—Buena suerte —dijo la anciana de corazón—. Voy a
cambiar de sitio nuestra casa. Puede que no sea fácil
encontrarme cuando volváis, pero nos volveremos a ver. El
hogar siempre es el hogar.
—Adiós, ma —dijo Gina, sin bromas ni indirectas.
Gina hizo girar al caballo y se adentraron al galope en la
oscuridad.
—Se supone que eres una bruja horrible. Haz algo con tu pelo
plateado —dijo Magda con impaciencia—. ¡Sálvanos!
—No veo la luna —dijo Rapunzel—. Me cuesta
concentrarme. Y lo único que puede hacer la luna ahora es
encoger las cosas.
—¿Qué? —preguntó la otra chica, que miró a Flynn en
busca de una explicación de lo que evidentemente había
sonado como una locura.
—No tengo la menor idea de lo que habla —admitió Flynn.
Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió con un
crujido. Uno de los guardias de Flynn desenvainó la espada
gigante, listo para cortar la cabeza de cualquier rescatador en
potencia.
Pero era Bathory.
—Es tu última oportunidad, princesa Rapunzel —dijo la
condesa—. Disculpa que no pueda esperar hasta la puesta de
sol. Uno hace lo necesario. Si los asediadores avanzan,
desatarás todo el poder de tu pelo… o serás lanzada a nuestros
enemigos de más abajo. Junto con tu amante.
—Pero no parece que te vaya tan mal —observó Rapunzel,
mirando por la ventana.
—Una demostración de tu poder pondría fin a esto
enseguida —dijo la condesa Bathory secamente—. Y si no
tienes el poder, entonces… tu cuerpo también puede arreglar
las cosas enseguida. Así que sugiero que empieces las
preparaciones o encantamientos de magia que necesites de
inmediato.
—Desde luego —dijo Rapunzel.
—Oh-oh —dijo Flynn.
—Luna, oh, luna, por favor —invocó o suplicó Rapunzel,
cerrando los ojos y abrazándose el pelo.
—Venga, no tenemos todo el día —refunfuñó Bathory.
—¡Estoy en ello! —espetó Rapunzel. Sintió que la
premagia se creaba y fluía, pero cada vez que la interrumpían
o sentía miedo, desaparecía.
—Concéntrate —murmuró para sus adentros. Intentó
recordar imágenes de la luna, pero no podía elegir solo una;
varias versiones en sus distintas fases se resbalaban deprisa
por la mente.
—Vale, él primero —dijo Bathory a los guardias, señalando
a Flynn.
Los hombres asintieron. Uno sacó un cuchillo y cortó las
correas que lo ataban a la silla y le quitó las cadenas de las
piernas. El otro lo levantó fácilmente con una mano e intentó
ponerlo recto como si fuera una marioneta. Flynn se
balanceaba y tenía problemas para mantenerse de pie.
—¡No! —gimió Rapunzel—. ¡Luna, luna, luna, lunaaaa!
Tal vez la condesa estaría feliz con alguna muestra
(cualquiera) de poder. Si Rapunzel pudiera conseguir que el
pelo le resplandeciera…
—¿Los niños y las niñas salen a jugar? —sugirió Magda
con timidez.
–¿Qué? —preguntó Rapunzel distraídamente.
—¿La canción infantil? —La pobre criada evidentemente
no tenía ni idea de lo que pasaba aparte de que Rapunzel
parecía necesitar algo sobre la luna—. Los niños y las niñas
salen a jugar…
—¡La luna enseguida se pone a brillar! —acabó Rapunzel.
Pensó en la luna llena resplandeciente y fría del invierno
que proyectaba una luz tan fuerte que las ventanas de su torre
se encendían como por arte de magia y, en vez de rayos de sol,
había rayos de luna azul trazados en el suelo. Correría a la
ventana de la torre…
«Deja la cena, la cama puede esperar.»
… y todo el mundo sería blanco y azul, con tanta luz como
cuando era de día, pero con un lienzo brillante y mágico.
Rapunzel sintió como si pudiera sumergirse en él y sobrevolar
el mundo en su extraño estado.
«Ya puedes salir a la calle a jugar.»
El pelo le empezó a brillar.
Bathory abrió unos ojos como platos, menos por el placer
que por la sorpresa. Era casi como si nunca hubiera creído
realmente que la magia fuera de verdad, que todo había sido
un truco.
De todas formas, la miraba seria y con cara de suficiencia.
Los guardias se quedaron anonadados.
—Pero ¿qué…? —dijo el de la derecha.
—¡Bruja! —gritó el otro.
Y, de repente, Flynn, que parecía que hubiera estado a
punto de desmayarse, se volvió y dio un puñetazo
directamente en la ingle del hombre.
El guardia herido no se cayó, pero fue como si se hundiera
sobre sí mismo, agarrándose y gimiendo.
Parándose solo un momento para tocarse la venda, Flynn se
agachó para esquivar el golpe del segundo guardia. Se cayó al
suelo y se volvió bruscamente contra las rodillas de su
adversario.
El guardia se cayó mal contra Bathory, tirándola al suelo.
La condesa gritó, histérica, agitando los brazos mientras
intentaba salir de debajo de aquel hombre pesado que la
arrastraba al suelo con él.
—Cuando quieras, Rapunzel —dijo Flynn, respirando con
dificultad.
—¡Eso intento! —dijo Rapunzel. ¿Qué debía encoger?
¿Qué podía encoger?
Y, de repente, lo vio.
Vio el castillo tal y como lo vería la luna, vio el mundo
desde arriba y la lucha de más abajo y aquella maldita torre en
la que el destino irónicamente había conspirado para
encerrarla otra vez. La odiosa torre, tan pequeña como la torre
de una muñeca, realmente, cuando se veía desde la altura de la
luna. Insignificante. Nada.
Empezaron a ocurrir cosas raras.
La luz de la habitación cambió como si la sombra y la
iluminación sufrieran una metamorfosis.
Flynn gritó. La pared en la que se había estado apoyando de
repente dejó de estar ahí… se evaporó y volvió a aparecerle
debajo de la mano, que apartó enseguida.
Toda la estructura de la torre parecía estar y no estar allí al
mismo tiempo, como en un sueño cuando te das cuenta de que
algo no debería estar ahí y, de repente, desaparece.
—¿Esto es todo? —preguntó Bathory, que por fin logró
levantarse. Nadie la escuchaba.
Por lo visto, el primer guardia no se dio cuenta de lo que
ocurría a su alrededor, estaba demasiado ocupado con su furia
personal. Fue corriendo hacia Flynn, bajando la cabeza para
embestirlo.
Flynn consiguió apartarse casi del todo de su camino. El
casco de púas chocó contra la parte huesuda de su cadera. Era
la mejor de las alternativas posibles, pero, igualmente, no era
nada bueno.
Rider gritó de dolor mientras el cuello chasqueaba otra vez,
sacudiéndole la cabeza que ya estaba herida.
—¡Vamos! —exclamó Rapunzel, que esquivó a los
guardias y agarró del brazo a Flynn.
—¿Dónde…? —Se quedó sin aliento. Era una buena
pregunta: el segundo guardia y Bathory se habían organizado
para bloquear la única salida de la habitación. Las ventanas
eran demasiado estrechas para cruzarlas y las paredes no
tenían ningún sentido. Todo estaba cubierto de destellos.
Rapunzel sentía lo que quería hacer la magia. Y si ella estaba
en el lugar equivocado en el momento más inoportuno, no
importaría quién había invocado la magia: su final sería corto
y duro.
—Aquí, no —respondió Rapunzel, agarrando a Magda con
la otra mano. Pascal envolvió la cola alrededor del cuello de
ella con fuerza.
El mundo se movió, cantó y se transformó. La pared de la
puerta desapareció por completo.
Rapunzel tiró de sus amigos, esquivando a la condesa y a su
guardia.
Justo cuando pasaron al otro lado, el mundo cambió;
Rapunzel podía ver hacia abajo en el suelo, trescientos metros
por debajo de ella.
Magda gritó por fin.
Los tres compañeros empezaron a bajar unos escalones
precarios de piedra que bajaban en espiral alrededor del
exterior de una torre ya mucho más pequeña. Se había cerrado
dentro de sí misma de alguna forma. La pared exterior a su
derecha era en ese momento una pared interior. A la izquierda
de ellos… no había nada. Solo espacio vacío hasta el suelo frío
y duro.
—No te pares —dijo Rapunzel a Magda cuando se quedaba
paralizada (algo que le solía pasar).
Por supuesto, la princesa no tenía vértigo ni miedo a las
alturas. Flynn parecía incómodo —y mareado, además—, pero
se abría paso metódicamente, agarrándose a la pared como si
estuviera intentando abrazarla.
Rapunzel cometió el error de mirar atrás y vio que Bathory
y al menos uno de los guardias se habían recuperado y los iban
a perseguir. Agarró con más fuerza la mano de Magda y contó
los escalones a medida que los pasaban.