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EL PRECIO DE LA VERGÜENZA

Por Mónica Lewinsky


Están ante una mujer silenciada públicamente durante una década. Obviamente, eso ha
cambiado, pero solo recientemente. 
Fue hace varios meses cuando di mi primer discurso público importante en la cumbre de
Forbes para menores de 30, ante 1500 personas brillantes, todas menores de 30. Eso
significaba que, en 1998, el mayor del grupo tenía solo 14 años, y el más joven, solo
cuatro. 
Bromeé con ellos acerca de que solo algunos habrían oído hablar de mí a través de
canciones de rap. Sí, estoy en canciones de rap. Casi en 40 canciones de rap. (Risas) 
Pero en la noche de mi discurso, sucedió algo sorprendente. 
A la edad de 41, un chico de 27 años quiso seducirme. Lo sé, ¿sí? Era encantador y yo
me sentí halagada, y lo rechacé. ¿Saben cuál fue su fallido argumento de
seducción? Que podía hacerme sentir de nuevo como de 22 años. (Risas) (Aplausos) 
Más tarde pensé que probablemente sea la única persona de más de 40 que no desea
tener 22 años otra vez. (Risas) (Aplausos) 
A la edad de 22 años, me enamoré de mi jefe, y a la edad de 24, descubrí las
devastadoras consecuencias. ¿Pueden alzar las manos quienes aquí a los a 22 no
cometieron un error o hicieron algo que lamentaron? Sí. Eso es lo que yo pensaba. Como
yo a los 22, puede que algunos de Uds. también tomaran vías equivocadas y se
enamoraran de la persona equivocada, tal vez incluso de su jefe. A diferencia mía, sin
embargo, su jefe probablemente no era el presidente de EE. UU. 
Por supuesto, la vida está llena de sorpresas. No pasa un día sin que se me recuerde mi
error, y lamento ese error profundamente. En 1998, después de haber sido arrastrada a
un romance dudoso, me vi envuelta en el centro de una vorágine política, jurídica y
mediática como nunca habíamos visto antes. 
Recuerden, tan solo unos pocos años antes, las noticias se consumían solo a través de
tres fuentes: leyendo un periódico o una revista, escuchando radio, o viendo
televisión. Eso era todo. Pero ese no era mi destino. En cambio, este escándalo les llego
a Uds. mediante la revolución digital. Eso significó que se podía acceder a toda la
información deseada, en cualquier momento y en cualquier lugar, y cuando la historia
estalló en enero de 1998, emergió en línea. 
Fue la primera vez que la fuente de noticias tradicional fue sustituida por Internet para dar
noticias importantes de última hora, un clic que retumbó en todo el mundo. Eso significó
para mí personalmente que, de la noche a la mañana, pasé de ser una figura
completamente privada a una figura humillada públicamente a escala mundial. 
Fui el paciente número cero en perder la reputación personal a escala global, de forma
casi instantánea. Este juicio apresurado, posibilitado por la tecnología, llevó a multitudes
virtuales a lapidarme. Cierto es que fue antes de la explosión de los medios sociales, pero
la gente ya podía comentar en línea, enviar historias por correo electrónico, y, por
supuesto, enviar bromas crueles. Las fuentes de noticias ponían fotos mías por todas
partes para vender periódicos, anuncios en línea, y para mantener a la gente viendo la
televisión. 
¿Se acuerdan de una foto particular mía, digamos, en la que llevaba una boina? 
Bien, admito que cometí errores, especialmente usando esa boina. Pero la atención y el
enjuiciamiento que yo recibí, no la historia, que yo personalmente recibí, no tenía
precedentes. 
Fui vilipendiada como golfa, fulana, puta, zorra, guapa tonta, y, por supuesto, como "esa
mujer". Fui vista por muchos, pero, en realidad, pocos me conocían. Y lo entiendo: era
fácil olvidar que esa mujer tenía una dimensión, tenía alma y que alguna vez estuvo
intacta. Cuando esto me sucedió hace 17 años, no había nombre para eso. Ahora lo
llamamos acoso cibernético y acoso en línea. Hoy, quiero compartir mi experiencia con
Uds., hablar de cómo esa experiencia ha ayudado a formar mis reflexiones culturales, y
cómo espero que esa experiencia pueda llevar a un cambio que se traduzca en menos
sufrimiento para otros. 
En 1998, perdí mi reputación y mi dignidad. Perdí casi todo, y casi pierdo la vida. Dejen
que les pinte el cuadro. Es septiembre de 1998, estoy sentada en una oficina sin
ventanas en la Oficina del Asesor Independiente bajo el zumbido de luces
fluorescentes. Estoy escuchando el sonido de mi voz, mi voz en llamadas telefónicas
grabadas encubiertamente que un supuesto amigo me había hecho el año anterior. 
Estoy aquí por requerimiento legal para autentificar personalmente todas las 20 horas de
conversación grabada. Durante los últimos ocho meses, el contenido misterioso de estas
cintas ha caído como una espada de Damocles sobre mi cabeza. Quiero decir, ¿quién
puede recordar lo que dijo hace un año? Asustada y mortificada, escucho, escucho
mientras parloteo sobre esto y lo otro de la jornada; escucho como confieso mi amor por
el presidente, y, por supuesto, mi desamor; me escucho a mí misma a veces pícara, a
veces grosera, a veces tonta, siendo cruel, implacable, maleducada; escucho suma,
sumamente avergonzada, la peor versión de mí misma, un yo misma que ni siquiera
conocía. 
Unos días más tarde, el informe Starr se pone a disposición del Congreso, y todas esas
cintas y transcripciones, esas palabras robadas son parte de este. Que las personas
puedan leer las transcripciones es ya muy horrendo, pero un par de semanas más
tarde, las cintas de audio se emiten en la televisión, y porciones significativas están
disponibles en línea. La humillación pública era insoportable. La vida era casi
insoportable. Esto no era algo que sucediera con regularidad en 1998, y con esto me
refiero al robo de palabras de uso privado, acciones de personas, conversaciones o
fotos, para luego hacerlo todo público, público sin consentimiento, público fuera de
contexto, y público sin compasión. Adelantemos 12 años a 2010, y ahora los medios de
comunicación social se han instaurado. El paisaje se ha poblado tristemente mucho más
con casos como el mío, sea o no que alguien en realidad cometa o no un error, y ahora
abarca tanto a las personas públicas, como a las privadas. Las consecuencias para
algunos se han convertido en graves, muy graves. Estaba hablando por teléfono con mi
mamá en septiembre de 2010, y estábamos hablando de la noticia de un estudiante de
primer año de la Universidad de Rutgers llamado Tyler Clementi. El dulce, sensible y
creativo Tyler fue filmado secretamente por su compañero de cuarto mientras tenía
relaciones íntimas con otro hombre. Cuando el mundo en línea se enteró de este
incidente, la burla y el acoso cibernético se encendieron. Unos días más tarde, Tyler saltó
desde el puente George Washington para matarse. Tenía 18 años. Mi madre estaba
sobrecogida por lo que pasó a Tyler y a su familia, estaba descompuesta de dolor, de
manera, que no me resultaba demasiado comprensible. Luego con el tiempo me di
cuenta de que ella estaba reviviendo 1998, reviviendo una época en que ella se sentaba
en mi cama cada noche, reviviendo una época en que ella me hacía ducharme con la
puerta del baño abierta, y reviviendo una época en que mis padres temían que iban a
humillarme hasta matarme, literalmente. 
Hoy en día, muchos padres no han tenido la oportunidad de intervenir y rescatar a sus
seres queridos. Demasiados han sabido del sufrimiento y la humillación de su
hijo después de que fuera demasiado tarde. La trágica muerte sin sentido de Tyler fue un
momento crucial para mí. Sirvió para recontextualizar mis experiencias, y entonces
comencé a mirar el mundo de la humillación y la intimidación y ver algo diferente. 
En 1998, no teníamos forma de saber adónde nos llevaría esta nueva tecnología valiente
llamada Internet. Desde entonces, ha conectado a la gente de maneras
inimaginables, uniendo a hermanos perdidos, salvando vidas, lanzando revoluciones, pero
el lado oscuro, el acoso cibernético y la humillación de ser tildada de mujerzuela que
experimenté, se ha multiplicado. Cada día en línea, la gente, especialmente los
jóvenes cuyo desarrollo no está todavía a la altura para manejarse con esto, son tan
maltratados y humillados que no pueden imaginar vivir hasta el día siguiente, y algunos,
por desgracia, no lo hacen, y no hay nada virtual en eso. 
A ChildLine, organización sin ánimo de lucro del Reino Unido centrada en ayudar a los
jóvenes, publicó una estadística asombrosa a finales del año pasado: Del 2012 al
2013, hubo un aumento del 87 % de llamadas y correos electrónicos relacionados con el
acoso cibernético. Un metaanálisis realizado en los Países Bajos mostró, por primera
vez, que el ciberacoso llevaba a ideas de suicidio mucho más significativamente que el
acoso no cibernético. ¿Y saben lo que me sorprendió, aunque no debería? Otra
investigación del año pasado determinó que la humillación era una emoción que se siente
con más intensidad que la felicidad o que incluso la ira. La crueldad con los demás no es
nada nuevo, pero en línea, tecnológicamente mejorada, la vergüenza se amplifica, es
incontenible y de acceso permanente. 
El eco de la vergüenza se usaba solo para ampliar su alcance a tu familia, pueblo,
escuela o comunidad, pero ahora es a la comunidad en línea también. Millones de
personas, a menudo de manera anónima, puede apuñalar con sus palabras, y eso
produce gran cantidad de dolor, y no hay perímetros alrededor de cuántas
personas pueden observarte públicamente y ponerte en una empalizada pública. Hay un
precio muy personal por la humillación pública, y el crecimiento de Internet ha aumentado
ese precio. Durante casi dos décadas, poco a poco hemos estado sembrando las semillas
de la vergüenza y la humillación públicas en nuestro suelo cultural, tanto en línea como
fuera de ella. Sitios web de chismes, paparazzi, telerealidad, política, agencias de noticias
y a veces hackers componen el tráfico de la vergüenza. 
Esto dio lugar a la desensibilización y a un ambiente permisivo en línea que se presta a la
pesca, a la invasión de la privacidad y al acoso cibernético. Este cambio ha creado lo que
llama el profesor Nicolaus Mills una cultura de la humillación. Piensen en algunos
ejemplos prominentes solo en los últimos seis meses. Snapchat, el servicio que utilizan
sobre todo las generaciones más jóvenes, afirma que sus mensajes solo tienen una vida
útil de unos pocos segundos. Se pueden imaginar la variedad de contenido que
corre. Una aplicación que los usuarios de Snapchat usan para preservar la vida de los
mensajes fue hackeado, y 100.000 conversaciones, fotos y videos personales se
publicaron en línea y ahora tienen una vida perpetua. A Jennifer Lawrence y a otros
actores les han hackeado sus cuentas en iCloud y fotos íntimas, privadas, se divulgaron a
través de Internet sin su permiso. Un sitio web de chismes tuvo más de cinco millones de
visitas por esta historia. ¿Y qué decir del robo cibernético a Sony Pictures? Los
documentos que recibieron mayor atención fueron los correos privados que tenían el
máximo valor de vergüenza pública. Pero en esta cultura de la humillación, hay otro tipo
de etiqueta de precio adjunta a la humillación pública.  El precio no mide el costo de la
víctima, que Tyler y muchos otros, en particular mujeres, las minorías, y miembros de la
comunidad LGBTI, han pagado, pero el precio mide el beneficio de aquellos que se aprovechan
de ellos. Esta invasión de los demás es una materia prima, aprovechada eficientemente y sin
piedad, empaquetada y vendida por beneficio. Ha surgido un mercado en el que la humillación
pública es un producto y la vergüenza es una industria. 

¿Cómo se hace el dinero? Clics. 


A mayor vergüenza, más clics. A más clics, más dólares de publicidad. Estamos en un ciclo
peligroso. Cuantos más clics damos a este tipo de chismes, más insensibles nos hacemos a las
vidas humanas detrás de los clics, y cuanto más insensibles nos hacemos, más clics
hacemos. Al tiempo, alguien está haciendo dinero entre bambalinas a costa del sufrimiento de
otra persona. Con cada clic, hacemos una elección. Cuanto más saturemos nuestra cultura con
la humillación pública, más aceptada será, con más frecuencia veremos comportamientos
como el ciberacoso, algunas formas de piratería, y el acoso en línea. ¿Por qué? Porque todos
ellos tienen la humillación en su médula. Este comportamiento es un síntoma de la cultura que
hemos creado. Piensen en ello. Cambiar el comportamiento comienza con cambiar
creencias. Hemos visto que eso es verdad con el racismo, la homofobia, y un montón de otros
sesgos, en el presente y en el pasado. Cambiar las creencias sobre el matrimonio entre
personas del mismo sexo, les ha ofrecido libertades igualitarias a más personas. 
Cuando empezamos a valorar la sostenibilidad, más gente comenzó a reciclar. En lo que a
nuestra cultura de la humillación se refiere, lo que necesitamos es una revolución cultural. La
humillación pública como deporte sanguinario tiene que acabar, y es el momento para una
intervención en Internet y en nuestra cultura. El cambio comienza con algo sencillo, pero no es
fácil. Tenemos que volver a un valor de larga data como la compasión y la empatía. En línea,
tenemos un déficit de compasión, una crisis de empatía. 
La investigadora Brene Brown dijo, y cito, "La vergüenza no puede sobrevivir a la empatía". La
vergüenza no puede sobrevivir a la empatía. He visto unos días muy oscuros en mi vida, y fue
la compasión y la empatía de mi familia, amigos, profesionales, y, a veces, incluso extraños, la
que me salvó. Incluso la empatía de una persona puede marcar una diferencia. La teoría de la
influencia de la minoría, propuesta por el psicólogo social Serge Moscovici, dice que, incluso en
pequeñas cantidades, cuando hay consistencia en el tiempo, el cambio es posible. En el
mundo virtual, podemos fomentar la influencia de la minoría volviéndonos
íntegros. Convertirnos en personas íntegras significa que, en lugar de la apatía del
espectador, podemos publicar un comentario positivo a alguien o reportar una situación de
intimidación. Confíen en mí, comentarios compasivos ayudan a abatir la negatividad. 
También podemos contrarrestar la cultura mediante el apoyo a las organizaciones que tratan
este tipo de problemas, como la Fundación Tyler Clementi en los EE. UU., en el Reino Unido, el
Anti-Bullying Pro, y en Australia, el proyecto Rockit. Hablamos mucho de nuestro derecho a la
libertad de expresión, pero tenemos que hablar más sobre nuestra responsabilidad con la
libertad de expresión. Todos queremos ser escuchados, pero reconozcamos la diferencia entre
hablar con intención y hablar a favor de la atención. 
Internet es la autopista del "id" o del ello, pero en línea, mostrar empatía con los demás nos
beneficia a todos y ayuda a crear un mundo más seguro y mejor. Necesitamos comunicarnos
en línea con compasión, consumir noticias con compasión, y hacer clic con compasión. Solo
imaginen caminar un kilómetro en el titular de esa otra persona. 
Me gustaría terminar con una nota personal. En los últimos nueve meses, la pregunta que más
me han planteado es por qué. 
¿Por qué ahora?
¿Por qué saqué la cabeza de mi escondite? 
Uds. pueden leer entre líneas en esas preguntas, y la respuesta no tiene nada que ver con
política. La respuesta estrella es porque era y es el momento: el momento para dejar de pasar
de puntillas por mi pasado; el momento para dejar de tener una vida de desgracia; y el
momento para recuperar mi narrativa. 
No se trata solo de salvarme a mí misma. Cualquier persona que sufra de vergüenza y
humillación pública tiene que saber una cosa: Puede sobrevivir. Sé que es duro. Puede que no
sea indoloro, ni rápido, ni fácil, pero se puede insistir en un final diferente a su historia. 
Ten compasión de ti mismo. Todos merecemos compasión, y vivir tanto en línea como fuera de
ella en un mundo más compasivo. 
Gracias por escucharme. (Aplausos) 

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