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Seminario
Iglesia, Estado y Sociedad Civil en México, siglo xx
Conacyt

El fin del
Estado Papal
La pérdida del poder temporal de la
Iglesia Católica en el siglo xix

Andrea Mutolo y Franco Savarino

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Seminario
Iglesia, Estado y Sociedad Civil en México, siglo xx
Conacyt

El fin del
Estado Papal
La pérdida del poder temporal de la
Iglesia Católica en el siglo xix

Andrea Mutolo y Franco Savarino

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Van Ostade núm. 7, Alfonso XIII, 01460, México, D.F.

Primera edición: 2015

El fin del Estado Papal. La pérdida del poder temporal


de la Iglesia Católica en el siglo XIX

Autores: Andrea Mutolo y Franco Savarino


Cuidado de la edición: Adlaí Fco. Navarro García
Portada: SPaula M. Navarro Estrada
Diagramación: Ricardo Pérez Rovira

ISBN: 978-607-97003-3-1

D. R. © Ediciones Navarra
Van Ostade núm. 7, Alfonso XIII,
01460, México, D.F.

www.edicionesnavarra.com
www.facebook.com/edicionesnavarra
www.edicionesnavarra.tumblr.com
@Ed_Navarra

Queda prohibida, sin la autorización escrita del titular de los derechos, la


reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Impreso y hecho en México.

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Índice

Introducción | 11

Capítulo 1. Los estados italianos entre Reforma y Revolución,


1820-1850 | 17

1.1. La insurgencia, las reformas y los intelectuales


(1820-1848) | 17
1.2. Pío IX y la República Romana | 32

Capítulo 2. La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia | 43

2.1. La restauración de Pío IX | 43


2.2. El papado ante la unificación italiana | 52
2.3. El secuestro de un niño incómodo el 24 de junio de 1858
en Bolonia | 71

Capítulo 3. El Papa despojado y su dura reacción | 85

3.1. Don Quijote contra los molinos: El Syllabus de 1864 | 85


3.2. El Concilio Vaticano I y la infalibilidad aproximativa | 90
3.3. Hacia la pérdida del poder temporal | 94

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Capítulo 4. Pío IX en una prisión llamada Vaticano | 105

4.1. Divorciados en una misma casa (1870-1878) | 105


4.2. Se abre una brecha y termina un mundo | 116

Conclusiones | 125

Anexos | 129

Carta Encíclica Noscitis et nobiscum. Pío IX (1849) | 129


Carta Encíclica Nullius Certe. Pío IX (1860) | 149
Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores.
Pío IX (1864) | 155
Carta del Rey Víctor Manuel II a Pío IX (1870) | 169
Carta de Pío IX al Rey Víctor Manuel II (1870) | 171
Carta Encíclica “Rescipientes”. Pío IX (1870) | 173

Bibliografía y fuentes consultadas | 185

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Agradecimientos

De manera especial, deseamos agradecer al Consejo


Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) el apoyo que
brindó al seminario “Iglesia, Estado y Sociedad Civil
en México, Siglo xx”, en el proyecto denominado: “Los
católicos y sus proyectos alternativos de nación en México
en el siglo xx”, gracias al cual se pudo realizar este libro.

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Introducción

En público predican agua, a escondidas toman vino.

Heinrich Heine

El Estado de la Iglesia nació en el año 752, a partir de una donación he-


cha por Pipino el Breve, el rey Franco, padre de Carlomagno. Durante
más de once siglos, este territorio, con dos paréntesis revolucionarios en
los años 1798 y 1809, continuaría su larga vida con altibajos y riesgos
crecientes de desaparecer dentro del torbellino de las épocas revolucio-
narias. Los peligros y presagios funestos se acumulaban hacia las prime-
ras décadas del siglo xix, al punto que resultaba difícil creer o imaginar
que este estado tan longevo, influyente y relativamente extenso, sobre-
viviría hasta una fecha tan lejana a su nacimiento, el año de 1870. Pero
es un hecho que desde ese año y durante muchas décadas posteriores,
los papas, dejaron de ser soberanos en ese antiguo territorio, que reapa-
reció solamente sesenta años después bajo una nueva forma, tema que
hemos analizado en una obra anterior.1
En este libro estudiamos el proceso histórico que genera la pérdi-
da del poder temporal de los papas, es decir el fin del Estado de la
Iglesia. Este proceso no fue causado por una crisis interna, sino por
la ocupación militar de un Estado hostil, un acontecimiento que en
su momento suscitó fuertes reacciones dentro y fuera del mundo ca-

1 Franco Savarino y Andrea Mutolo, Los orígenes de la Ciudad del Vaticano. Estado e
Iglesia en Italia, 1913-1943 (México, imdosoc-icte, 2007).

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

tólico. El principal objetivo de este estudio es analizar y sintetizar este


cambio que inicia con las nuevas ideas propagadas por la Revolución
Francesa y que desemboca —a lo largo de todo el siglo xix— en un
importante proceso de secularización, siendo uno de los ejes vertebrales
de la civilización occidental en su etapa moderna.2 En la mayoría de
los estados observamos los múltiples efectos de la secularización, pero
siempre sintetizables en algunos ejes recurrentes,3 que sin embargo no
significan —como algunos contemporáneos creían— una desaparición
de la religión tradicional y menos aun la desaparición del fenómeno
religioso, pero sí un cambio en las manifestaciones religiosas, tanto
privadas como públicas.4 En este panorama Italia no es la excepción,
pero el caso italiano tiene sus peculiaridades por ser sede central de la
Iglesia Católica, con raíces profundas y estructuras institucionales muy
arraigadas. Así, se observa durante el siglo xix en la península itáli-
ca la desaparición del Estado Pontificio, una entidad históricamente
protagónica con más de mil años de historia y, al mismo tiempo, la
consolidación de un nuevo Estado que brotó de sus cenizas. Este caso
es históricamente único, no cabe en ningún modelo y es difícilmente
susceptible de hacer analogías.
Desenlazar este proceso significa, examinar dos sujetos que histó-
ricos que se encuentran durante un breve lapso de tiempo. Italia, en
efecto, empieza a existir en el año de 1861, y el Estado de la Iglesia
(Estado Pontificio) deja de existir oficialmente en 1870. La historia
que nos interesa no abarca únicamente los nueve años donde ambos
sujetos coexisten, se enfrentan, y finalmente uno sucumbe ante el otro.
Apuntaremos al análisis de las décadas precedentes, enfocándonos en el
Reino de Cerdeña, antecesor del Reino de Italia. Esta nueva entidad,
nueve años después de su formación, ocupa Roma, ciudad sagrada y

2 Véase, entre otros, Émile Poulat, Église contre bourgeoisie (Paris: Casterman), 1977;
Charles Taylor, A Secular Age (Cambridge: Massachusetts / Londres: Harvard Uni-
versity Press, 2007).
3 Véase Daniele Menozzi, La chiesa cattolica e la secolarizzazione (Torino: Einaudi,
1993).
4 Como señala Roberto Blancarte, “la secularización […] no es un fenómeno con-
trapuesto a lo sagrado y a lo religioso. La secularización puede ser entendida como
una manifestación del propio cambio religioso”. Roberto Blancarte, Laicidad y
secularización en México, vol. xix (México: Estudios Sociológicos, núm. 3, 2001),
pp. 843-855, aquí 853.

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Introducción

centro simbólico de la península itálica, y en pocos meses se convierte


en la capital de este nuevo y flamante Estado. Paralelamente observare-
mos las reacciones de la iglesia, que por un lado y poco a poco, pierde
su territorio hasta llegar a la pérdida de Roma y, por otro lado, continúa
manteniéndose antes y después de 1870, como sujeto políticamente
activo y con una fuerza relevante en el ámbito mundial.
El largo pontificado de Pío IX, entre los años de 1846 y 1878, es
esencial para entender que el enfrentamiento que se produce es com-
plejo y se desarrolla en distintos niveles con cuantiosos actores invo-
lucrados, ya sea en la península itálica, o en el resto de Europa, espe-
cialmente en Francia y Austria. Para la iglesia este conflicto es mucho
más que solo un problema político, y para Italia es mucho más que el
cumplimiento de un proceso de secularización. La apuesta en ese mo-
mento es alta, altísima, y la paradoja es que, si aclaramos bien todo este
asunto, no encontraremos ganadores ni perdedores. En este contexto se
puede entender como Pío IX reacciona en forma dura, pertinaz, pero
al mismo tiempo lógica y coherente; Italia, una vez que Roma pierde
la protección francesa, se anexa esta ciudad de forma comprensible y
razonada. Hay fanatismos en ambas posturas: una curia romana in-
transigente y poco flexible y, una bien organizada camarilla intelectual
y política anticlerical, en ciertos aspectos incluso anticristiana. En reali-
dad no sabemos cuánto incidió este radicalismo en la pérdida del poder
temporal de la iglesia mediante la ocupación forzada y la desaparición
del territorio gobernado por el Papa. ¿Fue la intransigencia de la ma-
yoría de la curia romana hacia el naciente Estado italiano? ¿fue el des-
carado anticlericalismo de muchos “héroes” del Resurgimiento italiano?
Son preguntas que no encuentran respuesta fácil ante la complejidad
del proceso histórico que aquí examinamos. Durante el Resurgimiento
italiano se manifiestan diversos actores que formulan soluciones inter-
medias, con las cuales quizás se habría podido llegar hacia una histo-
ria distinta, como a una federación de estados italianos liderada por el
Papa. Finalmente cabe preguntarse si fue el Papa quien reaccionó ante
la intransigencia italiana o, por el contrario, los hombres políticos de
Italia quienes reaccionaron hacia la intransigencia del Vaticano.
La historiografía sobre este tema se ha caracterizado por su polari-
zación entre una corriente cercana al catolicismo y otra más laica. Sólo
últimamente y al final del siglo xx, el revisionismo ha abierto el debate
de análisis que es cada vez más directo y menos maniqueo.
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

La trilogía del historiador jesuita Giacomo Martina sobre Pío IX,


—referida ampliamente en esta obra— es fundamental. Este historia-
dor logra mantener una postura crítica hacia el Vaticano y hacia el na-
ciente Estado italiano. Se esfuerza siempre en contextualizar de forma
puntual y detallada cada paso que da Pío IX, invade su forma de pensar,
su ambiente y no deja nada al caso, así, el autor se caracteriza por expli-
car a detalle cada acontecimiento. Su discípulo, Giovanni Sale, también
historiador y jesuita, en su reciente obra L’unità d’Italia e la Santa Sede
(2011)5 sintetiza algunos temas que Martina analiza ampliamente, apo-
yándose también en otras fuentes. Otras obras como la de Angela Pe-
llicciari, Risorgimento da riscrivere (1997)6 contiene tintes fuertes, pero
se mantiene apegada a los hechos. En la contraportada de la edición de
2009 se especifica que: “la unidad de Italia ha sido consumada dañan-
do a la iglesia. El proceso histórico de unificación desde el año 1848 y
hasta 1861, ha desarrollado una verdadera guerra de religión conducida
en el parlamento de Turín —donde entre los liberales hay masones—
contra la Iglesia Católica”.
Se entiende que en esta sede no podemos retomar completamente
la amplia bibliografía sobre este tema tan controvertido, hacerlo signi-
ficaría escribir un libro únicamente de análisis historiográfico, y por el
contrario, nuestro objetivo es retomar y profundizar en los principa-
les acontecimientos de este proceso para el público hispanoparlante,
esforzándonos en comprender el contexto y las razones de las partes
involucradas, buscando además sembrar inquietudes y sugerencias para
una lectura paralela de los sucesos en América Latina alrededor de la
temática de las relaciones conflictivas Estado-Iglesia, el nacionalismo,
el liberalismo y la secularización.
Como ya mencionamos, existe una cantidad considerable de es-
tudios sobre este tema particular, pero son pocos los que sintetizan y
analizan con una perspectiva amplia este importante conflicto ocurrido
en Italia, además, ninguna de las fuentes está disponible en español.
Los principales estudiosos del tema son italianos, por razones obvias,
y se dirigen especialmente al público italiano, particularmente intere-

5 Giovanni Sale, L’Unità d’Italia e la Santa Sede (Milano: Jaca Book, 2010).
6 Angela Pellicciari, Risorgimento da riscrivere. Liberali & massoni contro la Chiesa
(Milano: Ares, 1997).

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Introducción

sado en comprender el rol y significado del conflicto entre el Estado


italiano y la Iglesia Católica en el ámbito del proceso de unificación e
independencia nacional. Los autores de este libro —de origen italia-
no— recordamos bien nuestras clases de historia (en la escuela de Turín
y en Reggio Emilia) donde entre alumnos y profesores aprendíamos y
discutíamos, a menudo acaloradamente, los sucesos y los motivos del
Risorgimento (Resurgimiento), su extremo anticlericalismo, sus pasio-
nes patrióticas y nacionalistas, su relación con la tradición católica del
pueblo, intentando comprender los puntos de vista de unos y los otros,
aunque la historia oficial orientara claramente hacia el lado ganador y
volviera en cierta manera incomprensible la actuación de quienes, apa-
rentemente, luchaban contra la corriente de la historia. Nos quedaron
muchas dudas sin resolver que el tiempo se encargaría de profundizar,
e incluso hoy, podemos decir que, después de tantos años y muy lejos
de Italia, buscamos con curiosidad y pasión desentrañar los sucesos que
llevaron al nacimiento del Estado nacional italiano.
La desaparición del poder temporal de la iglesia y la resistencia del
Vaticano ante la oleada nacionalista y liberal, sin embargo, tiene un
impacto mundial que rebasa ampliamente el ámbito italiano y embiste
especialmente a los países de cultura y fe católica. Lo ocurrido en Italia
en el siglo xix tiene consecuencias importantes en todo el mundo de
habla hispana, desde Madrid hasta la Ciudad de México, pasando por
Lima y Buenos Aires. En este sentido no deja de sorprendernos el poco
esfuerzo que se ha hecho para dar una mayor difusión a la investigación
histórica sobre esta temática tan importante, ya sea mediante traduc-
ciones o estudios originales. Esperamos que este libro se convierta en
un estímulo para sensibilizar al público y al medio editorial hispanopar-
lante sobre la necesidad de conocer y debatir la historia de la iglesia y de
Italia en el siglo xix desde una perspectiva amplia y crítica.
Sin embargo, esta obra no se limita a brindar mayor conocimiento
y problematizar un periodo histórico. Aporta también elementos para
entender críticamente lo que fue la Iglesia Católica en el siglo xix, para
nuestra forma de ver esto es muy relevante si queremos comprender
lo que la iglesia es hoy. El catolicismo romano es la única religión en
el mundo que dispone de un estado suyo propio gobernado por sus
clérigos (desde 1929), si no tenemos en cuenta al Tíbet, que desde el
año 1950 ya no está regido por monjes budistas. El Estado Pontificio
desaparecido en el año 1870 y resurgido como ave fénix en 1929 con el
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

nombre de Ciudad del Vaticano, fue y es considerado por los papas in-
dispensable para mantener vigente la organización que fundó Jesús de
Nazareth, al encargarle a Pedro la misión de predicar el Evangelio. Mu-
chos católicos en el mundo actual comparten esta idea, también reco-
nocida como válida por personas no creyentes o pertenecientes a otras
iglesias y religiones. La existencia de un Estado de la Iglesia Católica es
cuestionada y objeto de controversias, tal como sucedió en el siglo xix,
cuando desapareció por completo y durante varias décadas. Conocer
los motivos y el contexto histórico de esa desaparición, proporcionará
al lector de este libro elementos para concebir mejor el significado y las
razones de la existencia del Estado gobernado hoy por el Papa.

Franco Savarino y Andrea Mutolo


Ciudad de México, junio de 2013

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Capítulo 1
Los estados italianos entre Reforma y
Revolución, 1820-1850

1.1. La insurgencia, las reformas


y los intelectuales (1820-1848)

En concordancia con lo que ocurría en otras partes de Europa para la


primera mitad del siglo xix, Italia conoce un proceso reformista y epi-
sodios de insurgencia y revolución que vuelven inestable el panorama
político y social configurado con la Restauración después del Congreso
de Viena del año 1814.
Inspirados en las ideas liberales que comenzaban a cobrar fuer-
za, especialmente entre la burguesía urbana y los intelectuales, los
gobernantes monárquicos (varios duques, dos reyes y el Papa) de
los diversos estados en que estaba dividida la península (además del
territorio bajo dominio austriaco) aflojaron gradualmente la rígida
defensa del Antiguo Régimen para dar paso a una configuración po-
lítica más acorde con las visiones liberales, concediendo cartas cons-
titucionales, dándole más poder a los parlamentos, reformando el
sistema legislativo, aumentando las libertades civiles, disminuyendo
las restricciones aduanales. En relación con la iglesia, el reformismo
llevaba hacia un proceso de secularización que significaba la separa-
ción del Estado de la Iglesia, la libertad de culto, la normalización
legislativa y la creación de un sistema civil de administración social
(hospitales, escuelas, registro civil, etcétera). El reformismo fue lle-
vado a cabo de manera discontinua con avances y retrocesos, depen-
diendo de la disposición de cada gobernante y de su interferencia
con los movimientos insurreccionales y la coyuntura geopolítica del
momento.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

El reformismo, así como las insurgencias y las posteriores guerras de


liberación nacional, forman parte del proceso general que se ha llama-
do Risorgimento (Resurgimiento), e incluye los procesos y sucesos que,
entre los años de 1820 y 1870, llevan a la unificación del territorio de
la península itálica dentro de los límites aproximativos de lo que había
sido la Provincia de Italia durante el antiguo Imperio Romano, y a for-
mar de esta manera un nuevo Estado nacional.
No vamos a recapitular aquí toda la historia del Risorgimento (sobre
el cual existe una extensísima bibliografía), ni a examinar o discutir
todas sus implicaciones, pues significaría entrar en un tema demasia-
do amplio que rebasa los límites de este libro, enfocado en el aspecto
particular de esta historia. Pero, es preciso señalar que este proceso
histórico, donde se expresa el nacionalismo italiano, lleva a formar el
moderno Estado nacional de Italia bajo la monarquía de Saboya y a
una configuración laica y liberal de sus instituciones fundamentales.
El trasfondo ideológico de este proceso es complejo y difícil de com-
prender en una única corriente, ya que es plural y combina elementos
liberales, nacionalistas, radicales, románticos y católicos. El resultado
de este proceso no estaba inscrito de antemano en los designios de
Dios o en el Libro de la Historia. No creemos en un devenir providen-
cial o determinista, sino pensamos que tiene mucho de accidental y
coyuntural, y pudiera haberse desarrollado de otra manera, por ejem-
plo, formando dos estados peninsulares, uno en el Norte y otro en el
Sur, quizá con la persistencia de un vestigio del Estado Pontificio en
el centro de la península.
Sin embargo, hay que separar los aconteceres más sometidos a la
contingencia de los que responden a cambios estructurales, que tienen
un carácter más “necesario” (aunque nunca obligado y determinado).
La difusión del liberalismo, la secularización y la formación de estados
nacionales forman parte de procesos estructurales que adquieren este
carácter de necesidad histórica, aunque muchas veces los contempo-
ráneos no lo perciban así y busquen prudente (y comprensiblemente)
mantener las configuraciones anteriores y vigentes, de allí la oposición,
a menudo radical, que se libra contra esos procesos de renovación.
Conservadores y renovadores, partidarios del mundo tradicional o del
progreso, se disputan entonces la escena del acontecer histórico y sólo
posteriormente tendremos claro quiénes estaban dentro del flujo prin-
cipal de la corriente histórica y resultarán, a la postre, los vencedores.
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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

Las reformas liberales se llevan a cabo de los años 1831 y hasta


1848, y se aceleraron durante el llamado “bienio reformista”, de 1846
a 1848 con el ejemplo proporcionado por el nuevo Papa Pío IX. Des-
taca el Gran Ducado de Toscana y, sobre todo, el Reino de Cerdeña
(compuestos por los territorios de Piamonte, Saboya, Liguria, Niza y
la isla de Cerdeña), donde la legislación más avanzada se acelera en
1848 y culmina en 1850 con las llamadas “Leyes Siccardi”, que esta-
blecen una secularización completa del Estado piamontés parecida a
la que conoce México unos años más tarde con las “Leyes de Refor-
ma” (1855-1863). El rey de Cerdeña, Carlos Alberto de Saboya, ex-
pide por su propia voluntad una constitución llamada “Estatuto Al-
bertino” (1848), que se convertirá en la nueva carta magna del Estado
italiano después de 1861. Las reformas fueron más lentas y parciales
en Nápoles, en el Estado Pontificio y en el Lombardo-Véneto austria-
co, donde, sin embargo, destacaba la eficiente burocracia imperial y
el moderno sistema educativo.
El reformismo liberal en sus versiones más avanzadas e implicacio-
nes laicistas, es rechazado por la Iglesia Católica, que da cuenta de los
peligros de otorgar concesiones excesivas a la impiedad y a los cultos
no católicos, y la consiguiente fragmentación de la unidad moral y es-
piritual del pueblo. En particular Gregorio XVI (1830-1846), fue un
pontífice sumamente conservador e intransigente, al rechazar cualquier
concesión hacia las ideas liberales, pero su sucesor Pío IX (1846-1878)
se comportó de manera diferente.
Giovanni María Mastai Ferretti ascendió al trono de Pedro como
Pío IX en el año 1846, después del fallecimiento de Gregorio XVI.
El nuevo Papa suscitó muchas expectativas después de un pontificado
muy conservador, políticamente cerrado e ineficiente en términos de
administración estatal. En efecto, el cardenal Mastai Ferretti fue elegido
en el cónclave por la facción inclinada al cambio, aunque no exacta-
mente “liberal”, gozando de la mayoría de dos terceras partes de los
votos cardenalicios (36 de 46). Más adelante hablaremos a detalle de la
elección papal, por el momento es importante destacar sus actitudes,
acciones iniciales, y el efecto que produjeron en la opinión pública de
su tiempo.
Esencialmente, Giacomo Martina describe a Pío IX como un pastor
comprometido con la ardua tarea de conducir la iglesia y el pueblo
católico:
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

Experto en administración, pero ajeno por temperamento a la política;


solícito, sobre todo, del bien de los fieles y de la libertad de la Iglesia,
Pío IX se sentía y era antes que nada un pastor. Un sincero fervor, un
profundo espíritu de oración se unía en él a la firmeza sin compromisos
en la defensa de cuanto fuese un derecho de la Iglesia. Su bondad natural,
la cordialidad y brillantez de su conversación le conquistaban fácilmente
la simpatía universal, tanto más cuanto que eran conocidas sus tenden-
cias moderadas, tendencias que algunos, apoyándose quizá en las ideas que
profesaba su familia, tomaban por simpatía hacia el liberalismo […].7

En efecto, con respecto al reformismo liberal, Pío IX fue ambiguo. En


sus inicios y durante el bienio 1846-1848, parecía inclinarse hacia el
liberalismo, así que el nuevo Papa fue visto como “liberal”, especial-
mente en los ambientes conservadores y filo-austriacos. De hecho, el
emperador de Austria tenía la intención de vetar al cardenal Mastai
Ferretti durante el cónclave. En Roma, al conocerse el resultado de la
elección, se suscitaron temores entre los más conservadores e incluso
hubo quien rezó por la “conversión” del Papa “jacobino”. Mayor caute-
la expresaron los ambientes renovadores, liberales y nacionalistas. Así,
los primeros años del nuevo pontificado daban la impresión de que
se había inaugurado una nueva tendencia en línea con el espíritu de
la época. Se nombró secretario de Estado al cardenal Pasquale Gizzi y
como consejero a monseñor Giovanni Corboli Bussi, ambos con repu-
tación de “liberales”, y el segundo, seguidor del programa nacionalis-
ta católico-liberal de Vincenzo Gioberti. Poco después de su elección,
Pío IX expidió un decreto de amnistía para los prisioneros políticos,
el 17 de julio de 1846. Así, en la atmósfera agitada y embebida de
nacionalismo y romanticismo que precedió las revoluciones de 1848,
estas acciones causaron entusiasmo popular, y no mermó después de la
publicación de la encíclica Qui Pluribus del 9 de noviembre de 1846,
donde se reiteraba la condena del liberalismo.
El decreto de amnistía es el primer paso del nuevo Papa donde ob-
servamos una actuación aparentemente liberal (clemencia, apertura y
espíritu de tolerancia hacia la disidencia política) pero en realidad tra-

7 Giacomo Martina, La Iglesia de Lutero a nuestros días, vol. iii. Época del liberalismo,
(Madrid: Ediciones Cristiandad, 1974 /1970), p. 177.

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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

dicional, dictado en el afán paternalista de propiciar paz y concordia so-


cial. Si observamos a detalle el decreto, resultaba bastante limitado, con
diversas categorías excluidas, y subordinaba la liberación de los presos
a la firma de una declaración a favor del gobierno pontificio. Empero
en el contexto de ese año, la amnistía cobró una importancia enorme y,
según el historiador Giacomo Martina, favoreció la aparición del movi-
miento revolucionario europeo del año de 1848.8
Más seguro es el efecto entre los católicos liberales y nacionalistas,
quienes después de las dificultades con Gregorio XVI el conservador,
ahora se sentían respaldados en su sueño de crear una nación unificada,
progresista y católica en concordia con el papado. Uno de ellos fue el
intelectual piamontés Massimo D’Azeglio, quien escribió de Pío IX,
que: “Un hombre como éste en dos meses ha hecho más por Italia
que lo que han hecho en veinte años todos los italianos juntos”.9 Los
nacionalistas laicos y los radicales, en cambio, aprovecharon el aparente
respaldo pontificio para atizar la rebelión nacional. Giuseppe Mazzini
desde su exilio en París, sugirió a sus partidarios cabalgar el entusiasmo
papalino para incitar el sentimiento popular contra Austria. Así suce-
dió que algunas manifestaciones en honor a Pío IX se convirtieron en
tumultos violentos anti austriacos, incluyendo actos hostiles contra las
autoridades del Estado de la Iglesia.10 Inicialmente Pío IX no le dio
importancia a estas percepciones de su actuación, o no se dio cuenta de
las potenciales consecuencias políticas que podría tener, pues de acuer-
do con el historiador Giovanni Sale: “En él la primacía de lo religioso
sobre lo político fue constante y nunca fue desmentida en todo su largo
y turbulento pontificado”.11
Quien conocía a Pío IX antes de su ascenso al trono pontificio
sabía que no era liberal. Lo único que se puede inferir de su biografía
es que su familia, de la pequeña nobleza provinciana,12 no era rígi-

8 Giacomo Martina, Pio IX 1846-1850 (Roma: Editrice Pontificia Università Gre-


goriana, 1974), p. 101.
9 Pietro Pirri, “Massimo D’Azeglio e Pio IX al tempo del quaresimale della modera-
zione”, Rivista di Storia della Chiesa in Italia, 1949, pp. 191-234, aquí 193.
10 Giovanni Sale, L’Unità d’Italia, p. 31.
11 Giovanni Sale, L’Unità, p. 33.
12 Su padre era conde en la pequeña ciudad de Senigallia, situada en la orilla del Mar
Adriático.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

damente conservadora y se mostraba crítica con la línea autoritaria,


represiva y pro austriaca de Gregorio XVI. Este no era un ambiente
liberal, sino solamente contrario al extremismo conservador. En este
sentido el joven Mastai Ferretti, ya ordenado sacerdote (1819) y as-
cendido a obispo de Spoleto (1827), decretó una amnistía para los
involucrados en los movimientos revolucionarios del año 1831. Esta
magnanimidad no implicaba ninguna simpatía por las ideas libera-
les, como algunos creyeron. Más tarde, cuando era obispo de Imola,
el futuro Papa escribió a un amigo una carta significativa en la que
expresaba: “Odio y repudio hasta la médula los pensamientos y las
acciones de los liberales; pero el fanatismo de los papalinos no me es
seguramente simpático”.13
Aun si no era liberal, en sus primeros dos años de pontificado,
Pío IX se mostró abierto hacia las nuevas tendencias en un sentido muy
parecido al “despotismo ilustrado” de Austria y de otros estados euro-
peos. Ahí lo llevaban su espíritu religioso y su vasta cultura, reconocida
incluso por sus adversarios. En los primeros años de gobierno, instituyó
La consulta, una cámara deliberante de representación popular (pero
elegida por sufragio censitario, no universal) que creaba las condiciones
para obtener mayor participación ciudadana. También abolió el anti-
guo gueto judío de Roma. Estas reformas lo llevaron a enfrentarse con
la propia curia romana, al punto de tener no menos de siete secretarios
de estado en dos años.
Intentó impulsar el progreso económico, implementó reformas en
la administración y concedió una limitada libertad de prensa, reunión
y organización. Pero no concedió nada al laicismo y mantuvo la pri-
macía del clero en el gobierno del Estado Pontificio. Para 1848 su im-
pulso reformador había llegado al límite y era evidente que no habría
más reformas significativas. La concesión de una constitución en este
año estuvo forzada por las circunstancias de las revoluciones europeas y
Pío IX la retiró una vez que el fuego revolucionario se apagó.

13 Alberto Serafini, Pio IX 1792-1846, vol. i, (Roma: Tipografia Poliglotta Vaticana,


1958), p. 1238. Giovanni Maria Mastai Ferretti fue obispo de Spoleto en 1827,
obispo de Imola en 1832 y cardenal en 1840. Es interesante destacar que tuvo
contacto temprano con el liberalismo latinoamericano al ser enviado como miem-
bro de la delegación apostólica a la recién formada República de Chile, donde
permaneció de 1823 a 1825.

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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

Si Pío IX no era liberal, ¿era nacionalista? Es decir, ¿apoyaba la causa


de la unificación italiana, en su versión católica? Esta pregunta aún está
en el centro de la discusión entre los historiadores italianos, algunos
permanecen con la idea de que el Papa dio un giro entre un primer pe-
riodo pro-italiano y un segundo periodo anti-italiano. Otros sostienen
que nunca tuvo ideas claras al respecto. Los datos disponibles apuntan
a una actitud de simpatía hacia la causa italiana, especialmente en el
sentido de “liberación” nacional del dominio extranjero. Pero esta sim-
patía estaba matizada con la prudencia por la hegemonía que habían
adquirido los radicales en los ambientes nacionalistas, y por las posibles
consecuencias desagradables que derivarían del triunfo de una causa
italiana identificada en un estado laico unificado, ya sea como unión
federal de estados peninsulares o como extensión o hegemonía del más
fuerte entre éstos, es decir, el Reino de Cerdeña. Pío IX quería mante-
ner en vida el Estado de la Iglesia y lo defendió siempre con tenaz de-
terminación. Además, su postura anti austriaca no podía ir demasiado
lejos ya que Austria era, al fin y al cabo, un estado católico.
Las actitudes iniciales de Pío IX en resumen, apuntaban en una
solución muy cercana a la del nacionalismo católico, que pretendía
crear una especie de confederación de estados italianos, cada uno con-
servando su soberanía y su estructura institucional particular. Esta era
por ejemplo, grosso modo, la propuesta del filósofo católico Antonio
Rosmini. Pío IX abogó expresamente por la formación de una unión
aduanera y una liga defensiva entre estados italianos, proyectos que
nunca llegaron a concretarse, principalmente por la oposición de los
piamonteses.
El momento culminante de las aparentes actitudes nacionalistas del
Papa se alcanzó a principio de 1848. El 10 de febrero de dicho año,
Pío IX invocó públicamente la bendición de Dios sobre Italia con las
palabras: “Bendice Italia, oh gran Dios, y conserva para ella siempre
este don más preciado entre todos, la Fe”.14 Con esta alocución el fervor
nacionalista alcanzó el cenit en toda Italia, sin embargo, las palabras
del Papa habían sido sacadas de contexto y leídas según los deseos y la
conveniencia de los nacionalistas. Así el mito del Papa liberal se exten-

14 Luigi Carlo Farini, Epistolario, i (Bologna: Zanichelli, 1911), p. 336, cit. en Gio-
vanni Sale, L’Unità d’Italia, p. 36.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

día junto con el mito del Papa nacional.15 Pío IX alentó aún más estas
interpretaciones cuando envió una carta al emperador austriaco el 3 de
mayo, donde pidió para la “nación italiana” el respeto de sus “fronteras
naturales” y los mismos derechos de que gozaba la “nación alemana”.16
Pero los acontecimientos de 1848 llevarían hacia un rápido cambio
de perspectivas, concluyendo la breve experiencia reformista del Estado
Pontificio.
Contemporáneamente, en los mismos años de las reformas, 1820-
21, 1830-33 y 1848-49, ocurren movimientos (moti, en italiano)
que actúan como estímulo o freno de la acción reformista, según el
contexto y las circunstancias. Estos movimientos generalmente están
impulsados por las burguesías urbanas del Norte, y son netamente
minoritarios. Coinciden y forman parte de movimientos europeos y
americanos más vastos, que llevan a desestabilizar el sistema absolutista
y el antiguo régimen, provocando un deslizamiento hacia el liberalismo
y el nacionalismo. En un primer momento, las insurrecciones y conspi-
raciones son animadas por sociedades secretas de inspiración masónica
y por la propia masonería. La más importante de estas sociedades fue
la carbonería (estructurada sobre el gremio de los comerciantes de car-
bón), que profesaba, al igual que la masonería, ideales racionalistas y
liberales. Los carbonarios eran principalmente gente de mediana y pe-
queña burguesía (comerciantes, profesionistas, funcionarios, etcétera).
Se organizaban en unidades llamadas vendite (vendas) compuestas por
veinte miembros cada una, que desconocían a los jefes más altos. Con
una venda central, formada por siete miembros, que coordinaba todas
las demás. La estrategia de las sociedades secretas era suscitar motines
y levantamientos en el ejército o en las administraciones civiles para
derrocar a las autoridades e instaurar gobiernos liberales.
La primera oleada insurreccional ocurrió en el transcurrir de los
años 1820 y 1821. En Piamonte destacó el levantamiento militar en-
cabezado por Santorre di Santarosa, que adoptó la bandera tricolor
con las tres bandas: roja, blanca y verde de la República Cisalpina
(idéntica a la bandera mexicana y como ésta, derivada de la bande-
ra republicana francesa). En ausencia del monarca, el regente del rey

15 Giacomo Martina, Pio IX (1846-1850), p. 204.


16 Giacomo Martina, Pio IX, p. 199.

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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

aprobó una nueva constitución para apaciguar a los revolucionarios,


pero cuando el rey volvió, rechazó la constitución y pidió ayuda a la
Santa Alianza. Ésta dio autorización a Austria para intervenir Italia y
derrotar a las tropas insurgentes. Otro brote insurreccional ocurrió
en el Reino de Nápoles, estimulado directamente por la Revolución
Española y animado por la actividad de la carbonería. Sicilia asumió
un carácter separatista, con la formación de un gobierno provisional
que restauró la constitución española de 1812. En la parte peninsular
del reino, el jefe carbonario Guglielmo Pepe se levantó con un re-
gimiento del ejército napolitano y logró ocupar amplios territorios.
El rey, Fernando I, se vio obligado a jurar que implantaría la nueva
constitución que los carbonarios estaban preparando. Mientras tanto,
se adoptó temporalmente la constitución española. Pero sin ningún
apoyo popular, la revolución sucumbió bajo las tropas austriacas de
la Santa Alianza. El rey suprimió la Constitución y comenzó a perse-
guir sistemáticamente a los revolucionarios. Algunos lograron escapar
y exiliarse, otros fueron apresados y ajusticiados.
Una década después de los fallidos movimientos de 1820 y 1821,
se da una segunda oleada de levantamientos, que nuevamente coinci-
den con movimientos de alcance internacional. Influyó especialmente
el movimiento francés de 1830, llamado la “Revolución de Julio”, que
llevó al derrocamiento del rey y su sustitución por otro monarca, Luis
Felipe de Orleáns. Éste alentó a revolucionarios como Ciro Menotti
prometiéndoles que Francia auxiliaría a los revolucionarios italianos en
el caso de que Austria interviniera militarmente. Pero, temiendo perder
su trono, Luis Felipe resolvió no intervenir en la sublevación prevista
de Menotti, que finalmente no llegó a ocurrir porque en 1831 la policía
pontificia descubrió los planes de Menotti y junto con otros conspira-
dores fue arrestado.
Al mismo tiempo, brotaron insurrecciones en las legaciones y de-
legaciones pontificias17 de Bolonia, Ravenna, Forlí, Ferrara, Imola,

17 A partir de la reforma de Pío VII de 1816, el Estado Pontificio estaba subdividido


administrativamente en 17 “Delegaciones Apostólicas”. Algunas de éstas, gober-
nadas por cardenales, se denominaban “Legaciones”. Normalmente la ciudades
norteñas de Bolonia, Ferrara, Forlì y Ravenna eran siempre Legaciones. La refor-
ma de Pío IX en 1850 subdivide el territorio pontificio en cuatro Legaciones más
el Circonario de Roma.

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Pesaro y Urbino. Aquí los revolucionarios, izando la bandera tricolor


italiana, establecieron un gobierno provisional que proclamaba la crea-
ción de un estado nacional unificado. Las insurrecciones en Modena
y el territorio pontificio inspiraron una actividad similar en el cercano
Ducado de Parma, donde también fue adoptado el tricolor. Después de
esto, la duquesa María Luisa tuvo que huir de la ciudad.
Las provincias insurrectas planearon unirse para crear provincias
italianas unidas, cuando Gregorio XVI pidió ayuda austriaca contra los
rebeldes, el canciller austriaco Metternich le advirtió al rey de Francia,
Luis Felipe, que Austria no tenía ninguna intención de abandonar Italia
y que no toleraría una intervención francesa. Luis Felipe negó cualquier
ayuda militar e incluso mandó arrestar a algunos nacionalistas italia-
nos exiliados en Francia. En primavera de 1831, el ejército austriaco
atravesó toda la península italiana, destruyendo uno tras otro todos los
movimientos revolucionarios y arrestando a sus líderes.
El fracaso de las insurrecciones y conspiraciones de los años veinte
y treinta y la prolongada pausa forzada por la represión, con la muerte,
encarcelamiento o exilio de los principales jefes revolucionarios, obligó
a hacer una revisión y reflexión sobre el alcance, significado y meto-
dología de la lucha. La estrategia de los carbonari se había revelado
ineficaz. Faltaba coordinación y, sobre todo, apoyo popular al movi-
miento. Si bien la burguesía urbana se mostraba sensible a los llamados
revolucionarios, no ocurría así con las poblaciones rurales que no en-
tendían, desconfiaban, o incluso rechazaban explícitamente los progra-
mas y proclamas revolucionarios, en los cuales veían una amenaza para
sus creencias católicas tradicionales y a la lealtad hacia sus monarcas.
Contrariamente a lo que planteó la vulgata nacionalista posterior, las
poblaciones de los estados italianos no apoyaron unánimemente al Ri-
sorgimento, algunas veces fueron hostiles, otras ambiguas o indiferentes,
según los contextos y los momentos.
Entre los líderes revolucionarios de este periodo destaca por su im-
portancia Giuseppe Mazzini, el animador intelectual de muchos movi-
mientos que dio alcance internacional a la causa italiana. Inicialmente,
Giuseppe Mazzini fue un carbonero (desde 1830) y participó en in-
surrecciones organizadas por la sociedad secreta. Al darse cuenta de
que la carbonería no lograba sus objetivos, comenzó a buscar nuevas
formas de implementar un programa revolucionario que ampliara el
alcance de la propaganda y levantamiento del movimiento. En 1831 se
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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

trasladó a Marsella donde organizó una nueva sociedad política llamada


La Giovine Italia (La Joven Italia). Su lema era: “Dios y el Pueblo”, y
su principio básico era la unión de los diversos estados de la península
en una única república como último recurso para lograr la libertad ita-
liana. Fundó también diversas organizaciones con el fin de unificar o
liberar otras naciones: “Joven Alemania”, “Joven Polonia” y finalmente
“Joven Europa” (Giovine Europa). Mazzini se contaba entre los pocos
nacionalistas que luchaban por la causa nacional de diversos pueblos,
en lugar de hacerlo sólo por el suyo, aunque su actitud en la época
del romanticismo era bastante difusa (como ejemplo destacado: Lord
Byron). En su pensamiento se distingue la intuición de que ninguna
acción revolucionaria a favor de la unificación italiana podría prosperar
sin la intervención activa del pueblo en los levantamientos. Continuó
elaborando esta intuición en sus obras y trató de aplicarla en la acción
revolucionaria, a pesar de encontrarse durante muchos años en el exi-
lio y de observar cómo los intentos de involucrar al pueblo fracasaban
uno tras otro. El pensamiento de Mazzini tuvo un enorme influjo no
sólo en Italia, sino en toda Europa, influenciando ideológicamente los
movimientos nacionalistas en distintos países. Sus principios eran li-
berales, democráticos y nacionales. Apuntaba hacia los derechos y aún
más a los deberes del hombre, y sostenía su lucha con el mandato de
“Dios”, es decir, una fuerza ética inmanente que encuentra en la his-
toria su revelación y en el pueblo su instrumento actual de progreso.
Según Mazzini, Italia tenía entre las naciones una misión especial en-
comendada por Dios, difundir en el mundo la hermandad y la coo-
peración, revelándose como una “tercera Roma”, después de la Roma
imperial y la Roma papal. Este visionario intelectual y organizador de
revoluciones pensaba que: “[…] Roma fue —y aún lo es hoy a pesar de
las vergüenzas actuales— el templo de la humanidad; de Roma saldrá
en algún momento la transformación religiosa que dará por tercera vez
unidad moral a Europa”.18
Las estrategias mazzinianas no tuvieron éxito en Italia, y si finalmen-
te lograron unificarse en un solo Estado nacional, no fue republicano
y no tuvo las características populares y democráticas que él esperaba.
A pesar de que sus sueños quedaron incumplidos, las ideas de Mazzini

18 Giuseppe Mazzini, Note autobiografiche (Milano: Rizzoli, 1986), p. 382.

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fueron inspiradoras para generaciones de italianos y al día de hoy en


Italia, se le considera como uno de los padres fundadores de la patria.
Mazzini fue excepcional entre los intelectuales que apoyaban el mo-
vimiento nacional italiano por su compromiso directo con la acción
política. Los demás, generalmente, se limitaban a escribir y difundir sus
proyectos e ideas. Según sus referentes ideológicos y propuestas políti-
cas se pueden agrupar en dos líneas principales: radicales y moderados.
Entre los radicales se cuenta naturalmente Mazzini junto con otros in-
telectuales revolucionarios inspirados en ideas liberales, democráticas
y laicas, y partidarios de un modelo político republicano. Entre los
moderados, como Massimo D’Azeglio, prevalecen ideas liberales y ca-
tólicas, así como un modelo político monárquico o fundamentado en
el papado.
Es preciso destacar que, en su vertiente intelectual, el Risorgimento
italiano fue plural. Más allá del espíritu y propósito común de unificar
o asociar políticamente el territorio italiano, liberar Italia del control
extranjero, resucitar la grandeza del pasado e implementar reformas
liberales, los intelectuales diferían en múltiples aspectos de lo que debe-
ría ser la nueva Italia libre y unificada.
Casi al mismo tiempo, surgieron proyectos federalistas, promovi-
dos por Vincenzo Gioberti, Massimo D’Azeglio y Carlo Cattaneo, y
otros radicalmente unitarios como el de Giuseppe Mazzini y Giuseppe
Garibaldi. Incluso los federalistas discrepaban al momento de definir
la configuración de la federación futura: para Gioberti era política,
para D’Azeglio y Cattaneo era sobre todo económica. Al final, ningún
proyecto triunfó cabalmente y se impuso una “unificación artesanal”19
llena de defectos, pero, quizá más cercana a las posibilidades reales del
momento histórico. Posterior al año 1848 con la hegemonía que asu-
me la monarquía piamontesa sobre el proceso de unificación nacional,
muchos intelectuales se unieron a la propuesta moderada y monárquica
—por ser más realista—, pero volverán a dividirse sobre la disyuntiva
de crear un Estado nacional entendido como una mera extensión del
Reino de Cerdeña y centralista, o bien, uno respetuoso de las diferen-
cias y autonomías regionales, recuperando en parte la anterior visión
federalista .

19 Alfonso Scirocco, In difesa del Risorgimento (Bologna, Il Mulino, 1998), p. 34.

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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

Al movimiento de ideas del Risorgimento contribuye de manera fun-


damental el pensamiento católico. Movimiento que no fue exclusiva-
mente laico, como se presentó durante mucho tiempo por la historio-
grafía oficial o de tendencia laicista. Dos intelectuales fundamentales
del Risorgimento, Antonio Rosmini y Vincenzo Gioberti, eran sacer-
dotes católicos. Generalmente los pensadores católicos son rubricados
(de manera poco despectiva) como “neogüelfos”, evocando al partido
güelfo (papalino) de la edad media durante la lucha entre el papado y el
imperio. Sin embargo, realmente eran católicos liberales que buscaron
adaptar al espíritu de su tiempo la fe y tradición católica del pueblo
italiano. Los católicos liberales estimaban que existían las condiciones
para que Italia se convirtiera en una nación moderna y fuerte alrede-
dor de sus diversas culturas y tradiciones locales amalgamadas por la
fe católica, sin renegar de su pasado glorioso, sino aprovechando su
extraordinario currículo histórico.20
La expresión “catolicismo liberal” era utilizada polémicamente
por los católicos conservadores y vista con suspicacia u hostilidad por
las autoridades eclesiásticas. Sin embargo, fue este catolicismo que
ejerció la mayor influencia sobre el movimiento de unificación na-
cional. Su impacto se expresó en dos dimensiones: para el tema de
las condiciones religiosas del nuevo orden político, y para promover
una fecunda relación entre catolicismo y nación en el marco de una
separación institucional entre Estado e iglesia.21 Para ellos, esto no
significaba separar el Estado liberal de la religión católica (es decir lai-
cizarlo radicalmente), sino solamente separar las dos instituciones en
ámbitos de competencia y acción distintos. Defendían la idea de que
el catolicismo era el fundamento de la unidad italiana ya que “aún era
una idea de nación católica que dictaba a los católicos liberales el in-
tento de conciliar el principio que ellos proclamaban, de la libertad de
conciencia, con la exigencia muy sentida de un Estado no indiferente
o neutral en materia religiosa”.22 Antonio Rosmini, quien rechazaba
la norma del Estatuto Albertino que establecía la religión católica

20 Véase Giacomo Biffi, Risorgimento, Stato laico e identità nazionale (Casale: Monfe-
rrato, Piemme, 1999).
21 Giovanni Sale, L’Unità d’Italia, pp. 16-18.
22 Francesco Traniello, Religione cattolica e Stato nazionale. Dal Risorgimento al secon-
do dopoguerra (Bologna: Il Mulino, 2007), p. 24.

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como religión del Estado,23 buscaba al mismo tiempo que el estatuto


reconociera a Italia como una nación católica, reconocimiento del
cual se derivarían las “necesarias garantías de libertad para la religión
de la nación” y, por consiguiente, restricciones para el derecho de los
ciudadanos.24
Por otro lado, el catolicismo liberal reconocía que en un Estado
moderno y plural, el espacio político estaba naturalmente abierto a la
competencia de valores e intereses distintos y, por lo tanto, era tarea im-
postergable de la iglesia y sus asociaciones equiparse para defender sus
principios y su punto de vista particular sobre los temas más relevantes
en el debate público. En todo caso, la cultura católica liberal en este
periodo compartía la idea de que los valores cristianos conformarían el
andamiaje moral y ético del Estado nacional y liberal, y que los católi-
cos tendrían un rol hegemónico en el ámbito público, lo que ocurriría
muchos años más tarde con la formación de un catolicismo político.
Finalmente, los católicos liberales buscaban impedir que la clase po-
lítica radicalizara su anticlericalismo de matriz liberal y masónica, y
evitar que se estableciera una hostilidad o conflicto permanente entre la
iglesia y el Estado italiano.
Vincenzo Gioberti, un clérigo piamontés, fue pionero en ima-
ginar la nación italiana como “unida en la lengua, las letras, la reli-
gión, el genio nacional, el pensamiento científico, la tradición urba-
na, la concordia pública entre los diversos estados y habitantes que
la conforman”.25 Esta unión se realizaría, según Gioberti, solamente
“a través de una alianza estable y perpetua” de los varios estados de
la península, con el Papa como “presidente natural y perpetuo” de
una “confederación de príncipes y pueblos italianos”, o bien “como
caudillo y abanderado de la confederación italiana, árbitro paterno
y pacificador de Europa, institutor y civilizador del mundo, padre
espiritual del género humano”.26

23 El artículo 1º del Estatuto decía que la religión del Estado es “la Católica, Apostó-
lica y Romana”, y que las demás religiones existentes son toleradas.
24 Nicola Raponi, Cattolicesimo liberale e modernità. Figure ed aspetti di storia della
cultura dal Risorgimento all’età giolittiana (Brescia: Morcelliana, 2002), pp. 7-21.
25 Vincenzo Gioberti, Del primato morale e civile degli italiani, vol. i (Milano: Alfa,
1944), p. 323.
26 Vincenzo Gioberti, Del primato morale, vol. ii, p. 474.

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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

La unidad de los italianos devolvería a Italia “el primado civil y


moral” que tuvo en el pasado sobre las naciones del occidente cristiano.
Según Gioberti solo era cuestión de recuperar un dominio cultural y
espiritual para Italia, y más que por el aspecto político, que le corres-
pondía por su excelencia y gloria pasada.27 Lo que podría impedir la
manifestación de este primado no era Austria o la impotencia de los
estados italianos, sino la debilitación de la italianidad, es decir, una
situación de decadencia por la cual Italia se volviera dependiente e imi-
tadora de otras culturas nacionales como la francesa y la alemana. Italia
en cambio, como heredera de Roma, debería aspirar a un papel directi-
vo en una futura liga o confederación europea de estados nacionales.28
Las ideas y proyectos de Gioberti, como las de los demás intelec-
tuales católicos liberales, eran en gran medida utópicas y abstractas,
pero tenían un efecto positivo en inspirar a los italianos que ambicio-
naban crear un moderno Estado nacional por romanticismo, intereses
particulares u otras motivaciones. Además incluían, aún más que las
doctrinas de Mazzini, un análisis y una propuesta de nación cultural
fundamentada en el terreno concreto de lo social, que rebasaba el único
objetivo de unión política. Sin embargo, al final, no fue este el proyecto
que triunfó, sino que se impuso el pragmatismo de los nacionalistas de
todo el espectro político (incluso los radicales) posterior a las derrotas
de los años 1848 y 1849, es decir, apuntar a la monarquía piamonte-
sa de los Saboya como fuerza unificadora de los estados italianos. El
ejército piamontés era el único capaz de desafiar al ejército austriaco y
la diplomacia piamontesa —hábilmente manejada por Camillo Ben-
so, conde de Cavour— era la única capaz de aprovechar los escenarios
geopolíticos europeos a favor de la causa italiana.
La dirección pragmática, piamontesa y monárquica, que se impuso
en el Risorgimento, aunque terminó excluyendo a los radicales republi-
canos y demócratas, marginó también a los católicos. Del año 1860 en
adelante se tornó incluso anticlerical, debido a la fuerte resistencia de la
iglesia encabezada por Pío IX, renuente a renunciar al poder temporal,
y por la presencia protagónica de la masonería. La descatolización del
movimiento de unificación nacional estuvo acompañada por el crecien-

27 Véase Giorgio Rumi, Gioberti (Bologna: Il Mulino, 1999).


28 Vincenzo Gioberti, Del primato morale, vol. i, p. 463.

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te centralismo, resultando en una doble negación de la Italia real: de


su religión histórica compartida por casi todos sus habitantes, y de sus
fuertes identidades regionales, características de los territorios italianos
desde la Edad Media. Estos factores crearían con el tiempo una parti-
ción entre el Estado “legal” recién creado bajo la dinastía de Saboya,
y la nación italiana “real”, de allí la famosa frase del conde de Cavour,
de que después de unificar el país, era necesario “hacer a los italianos”.
Precisamente lo que intentará la monarquía piamontesa será rehacer a
los italianos, según un patrón conveniente a un ideario secular y nive-
lador, pasando por encima de las muchas, variadas y ricas tradiciones
culturales del pueblo italiano. Operación dolorosa que afortunadamen-
te no logró completarse, pero que durante muchas décadas creó situa-
ciones de incertidumbre e inestabilidad, evidentes en el sometimiento
del Mezzogiorno (Mediodía: el sur de Italia) y en la exclusión de los
católicos de la vida política nacional.

1.2. Pío IX y la República Romana

La muerte de Gregorio XVI en el año de 1846, suscitó entre los secto-


res reformistas o liberales la esperanza de iniciar cambios significativos
dentro de la iglesia.
El cardenal Filippo de Angelis en una comunicación personal con
el cardenal Luigi Amat, juzga al Vaticano como un hogar de celos, un
infierno de donde busca alejarse lo más posible y donde, con este con-
texto, lo preferible sería jubilarse.29 Los mismos sectores de la curia
romana cercana al Papa aclaran que: “el Santo Padre nos ha dejado
sin dinero, sin crédito, sin hombres talentosos, sin ejército, y con una
sociedad corrupta”.30
Es en este clima que el sacerdote y filósofo Antonio Rosmini escribe
en 1833 Las cinco llagas de la Santa Iglesia, analizando (creemos pro-
féticamente) los principales males de la iglesia que podemos resumir
brevemente en los siguientes puntos: 1) Separación entre feligreses y
sacerdotes en la liturgia. En la iglesia de los primeros siglos el pueblo era

29 Correspondencia De Angelis con Amat, 20-vi-1839, 27-xi-1839: Archivo Museo


Centrale del Risorgimento, Roma.
30 Giacomo Martina, Pio IX (1846-1850), p. 52.

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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

parte activa en la liturgia, mientras ahora la liturgia es incomprensible.


Los remedios son enseñanza de latín, explicación de la liturgia y misales
en la lengua hablada. 2) Falta de unidad entre los obispos, y entre los
obispos y el Papa. 3) La vasta riqueza acumulada genera una pérdida real
de autonomía de la Iglesia, que ha caído en un servilismo ante el poder.
Es indispensable dejar libertad en las ofertas en dinero (sin obligación en
el pago del diezmo) y mayor transparencia publicando el presupuesto.
4) El nombramiento de los obispos debería ser tarea de los feligreses
por medio de una elección en asamblea, como se hacía en los primeros
siglos. 5) El clero no tiene formación, ya que en los seminarios hay “pe-
queños libros y pequeños maestros”.
Fuera de Roma el joven obispo y futuro Papa Giovanni Maria Mas-
tai Ferretti, que administra la diócesis de Imola en Romaña, se queja de
la corrupción de la policía, de la ineficiencia de los tribunales y de la in-
capacidad burocrática. Por esta razón escribe que de los tres millones de
súbditos del Estado Pontificio, sólo una milésima parte desea el bien,
y muchos tienen vergüenza de pertenecer al Estado de la Iglesia.31 El
obispo de Imola es adverso al sector liberal de la iglesia, pero al mismo
tiempo no simpatiza con la parte conservadora y papista.
En Romaña los levantamientos son frecuentes y Mastai cree indis-
pensable, antes que todo, reordenar la administración y redacta un do-
cumento llamado Ideas sobre la administración pública del Estado Pon-
tificio donde pide mayor centralización, excluyendo la oportunidad de
ofrecer altos cargos a los laicos e insistiendo en el mejoramiento del
sistema judicial: mejorar el sueldo a jueces, capacitar a policías y ofrecer
amnistía a los más de 20,000 convictos. Todo esto no es una crítica
directa hacia Gregorio XVI, únicamente se subraya la incapacidad de
gobierno y el descontento que prevalecía.
En realidad las dificultades del Estado Pontificio representaban una
pequeña parte de los problemas que para este momento sufría el ca-
tolicismo: el jurisdiccionalismo persistía en Europa y Latinoamérica,
el galicanismo seguía vigente en Francia, con una crisis permanente e
inquebrantable del clero secular y regular. Las muchas doctrinas que
seguían el laicismo y el naturalismo del siglo xviii cuestionaban a la

31 Giovanni Maioli, Pio IX da Vescovo a Pontefice, agosto 1839-luglio 1848 (Modena:


Società Tipografica Modenese, 1949), pp. 21, 27, 41, 73.

33

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

iglesia en su esencia. En particular, para la mitad del siglo xix no se han


superado los problemas que empezaron con las invasiones napoleónicas
que había obligado a los seminarios, conventos y noviciados a iniciar
desde cero, ya que durante décadas habían permanecido cerrados. Esta
obra de reconstrucción se vio obstaculizada por el fuerte secularismo
que impedía un nuevo crecimiento de las órdenes religiosas.
En este escenario, el 1º de junio de 1846 muere a los 81 años Gre-
gorio XVI. Su muerte es repentina, después de cinco días de una ligera
y al parecer insignificante fiebre, el 31 de mayo repentinamente se agra-
va y muere en pocas horas. Sólo algunos íntimos se enteran de estos he-
chos y los feligreses en Roma continúan con sus actividades normales,
dejando al pontífice en una muerte solitaria y sin oraciones.
En junio del año 1846, el colegio de cardenales, con 62 miembros
en total, únicamente 50 participaron en el cónclave, era y es indis-
pensable —como sabemos— tener dos tercios de los sufragios para ser
elegido Papa. Los historiadores de la primera mitad del siglo xx pre-
sentan la elección del obispo de Imola Mastai Ferretti como sorpresiva
e inesperada, pero trabajos más recientes han demostrado que desde
el principio el futuro Papa estaba en del grupo de los favorecidos. Lo
que podemos decir es que se enfrentaron dos grupos en el cónclave:
por un lado el partido conservador que tenía como fuerte candidato al
cardenal Luigi Lambruschini, que fungió como Secretario de Estado de
Gregorio XVI, y por el otro un sector más abierto a las reformas que
respaldaba a Mastai Ferretti. Todo giró entre un partido intransigente,
Lambruscani, y un moderado, Mastai.
Claramente, el obispo de Imola tiene un historial con menos expe-
riencia administrativa respecto a la del Secretario de Estado, esta capa-
cidad es indispensable en un contexto donde los problemas religiosos
están enlazados con los políticos.
La noche del 14 de junio de 1846, comienza el cónclave y termina
dos días después. Para la noche del día 15 empezaron las votaciones,
—cuatro— y concluyeron unos días posteriores con la elección de
Mastai. En la primera votación Lambruschini obtiene una ventaja de
dos votos respecto al obispo de Imola, en la segunda Mastai comienza
a tener ventaja de cuatro votos, para la tercera de 17, y en la última
resultan 36 votos para Mastai y sólo 10 para Lambruschini.
Así, el nuevo Papa llamado Pío IX, empieza su pontificado con una
amnistía, concediendo la libertad a 400 presos políticos y permitiendo
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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

el regreso a la patria de otros 400 exiliados. Claramente es indispen-


sable, antes de todo, firmar una promesa de fidelidad hacia el nuevo
pontífice. Con ellos reformistas y liberales tienen la esperanza de que la
amnistía sea el principio de un cambio importante, y en los primeros
meses son entusiastas del nuevo pontífice.
Las reformas continúan con un edicto sobre la libertad de prensa,
que elimina parcialmente la censura y convierte el Estado Pontificio en
el único, entre los estados italianos, en tener una efectiva libertad en te-
mas de ciencias, letras y artes. Las excepciones a la libertad de prensa se
refieren a la crítica abierta hacia la autoridad y religión. Otros estados ita-
lianos como el Reino de Cerdeña y el Gran Ducado de Toscana, imitan
sucesivamente el edicto pontificio y conceden libertad parcial de prensa.
Los primeros años de pontificado de Pío IX están caracterizados por
sus reformas moderadas, pero significativas. El año 1848 interrumpi-
rá de forma repentina y violenta esta política. Los primeros meses de
este año estuvieron matizados por levantamientos en todos los estados
italianos: por un lado se quiere una península independiente sin los
austriacos que ocupan Milán y Venecia, y por otro lado hay sectores
liberales que esperan un Papa que apoye la liberación y unificación de
Italia.
Mientras tanto, en Europa reina el caos completo: en París cae la
monarquía e inicia la segunda república, en Austria Klemens von Met-
ternich, el político más poderoso de Europa, cae y el imperio austriaco,
con el levantamiento de Hungría y la retirada del mariscal Joseph Ra-
detzky de Milán, parece fragmentarse de forma irreversible. Es en este
contexto que el 10 de febrero de 1848, Pío IX bendice públicamente a
Italia de forma inesperada. Ahora el Papa lucha para no ser obligado a
conceder reformas que le resultan radicales, como una constitución. En
este clima polarizado continúan los cambios en el interior de la curia
romana con la entrada de cuatro laicos al gabinete, al lado de cinco
eclesiásticos. Sobre la constitución, Pío IX no quiere ceder y apoya a
los otros estados italianos para oponerse, pero todo es inútil, ya que en
poco tiempo Turín, Florencia y Nápoles serán capitales de monarquías
con constitución y parlamento. Pío IX, urgido y casi obligado por los
acontecimientos, encarga una comisión de eclesiásticos para evaluar
las posibilidades de implementación de una constitución en el Estado
Pontificio. Los problemas jurídicos son muchos, y antes de todo, es
indispensable pronunciarse sobre la posibilidad de conceder o no una
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

constitución. No necesariamente el régimen constitucional es incom-


patible con el poder teocrático del Papa: es importante reservar al Papa
y al colegio cardenalicio la posibilidad de vetar leyes del parlamento que
podían entrar en controversia con la doctrina de la Iglesia.
La comisión se pronuncia en forma favorable y claramente la idea
que prevalece es limitar el parlamento a los asuntos temporales del Es-
tado de la Iglesia, sin injerencias en cuestiones de educación, morali-
dad, patrimonio eclesial, derecho matrimonial y muchos otros.
En marzo 1848 se da un nuevo cambio en el gabinete y aumen-
ta ulteriormente el número de laicos, seis contra tres eclesiásticos y la
tendencia es liberal. Como en otros países, se acepta el principio de las
divisiones entre poderes, reconociendo la autonomía del poder judicial
y encargando el ejecutivo a un gabinete responsable ante el Papa y no
ante un parlamento. El poder legislativo está formado por dos cámaras,
el consistorio de los cardenales y el Papa. Una vez aprobadas las leyes
en las dos cámaras, tienen que ser ratificadas, de manera reservada, por
los cardenales y el Papa, sucesivamente. Rotundamente el parlamento
no puede entrar en los asuntos eclesiásticos o en la elección del Papa.
En realidad con este proyecto el Estado Pontificio se convierte en un
híbrido entre un régimen absolutista y uno liberal. La constitución es
aprobada el 14 de marzo de 1848 y los primeros ejemplares se distribu-
yen al día siguiente.
Podemos mencionar que este proyecto representa un avance signifi-
cativo pues ahora se respaldan todas las libertades, con la excepción de
culto y propaganda, y es previsible el hecho que los laicos pronto po-
drán prevalecer sobre los eclesiásticos en el ejercicio del gobierno. Cla-
ramente y por primera vez, la alta y mediana burguesía pronto lograrán
participar activamente en la vida política y esto podría transformarse en
un elemento desestabilizador.
Ante estos cambios significativos, muchas son las críticas liberales ha-
cia el poder que aún reserva el colegio cardenalicio y el derecho de voto
que todavía es muy limitado. Las quejas son tan contundentes que el
1º de abril de 1848 se modifica el proyecto constitucional ampliando los
sectores con el derecho a votar y ser votados. La verdad es que en este
contexto es muy difícil alcanzar el equilibrio, pues los liberales no pue-
den ver positivamente una constitución que limita la libertad de culto y
propaganda, y el Papa no tiene la firmeza de seguir por un solo camino,
mostrándose titubeante.
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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

La aprobación e implementación de la constitución, que en muchos


casos puede ser un logro importante, estará rebasada en la primavera de
1848 por acontecimientos sin precedentes. El norte de Italia liderado
por el Reino de Cerdeña empieza una guerra contra el Imperio Aus-
triaco, todo esto incita al “populacho” de Roma que se lanza contra la
embajada austriaca en Plaza Venecia, centro de la ciudad, y una vez que
los romanos se enteran de las iniciales derrotas austriacas, comienzan
a desear una participación activa del Estado Pontificio en el conflicto,
como defensa clara de los estados italianos. Son muchos los clubes po-
líticos, periódicos y los burócratas laicos que desean participar activa-
mente en estos momentos álgidos.
Esta vez el pontífice se encuentra ante una situación compleja:
¿Puede un Papa declarar la guerra a una nación católica que no ha
dañado en forma alguna el Estado Pontificio? El problema no es sólo
político, sino también religioso, moral. Por esta razón la mayoría de la
curia romana está a favor de la neutralidad, mientras que los sectores
eclesiásticos reformistas, como el Rosmini, piensan que si la guerra es
justa, la neutralidad puede equivaler a una capitulación del Estado. La
idea es que si el Papa no tiene la fuerza para liderar el movimiento
del Risorgimento, esta fuerza puede revelarse hostil al catolicismo, con
una consecuente pérdida del poder temporal del Papa. Una alternativa
para disfrazar este apoyo es el proyecto de formar una liga defensiva de
estados italianos y así la responsabilidad de la participación del Estado
Pontificio en la guerra no se le puede atribuir directamente al Papa.
Pío IX es bastante favorable a la conformación de la liga, el problema
es que en abril del año 1848 la guerra es un hecho, mientras que la
liga es únicamente un proyecto teórico. En estos convulsos momentos,
las manifestaciones anti austriacas llenan las plazas romanas y el Papa
comienza a evaluar la posibilidad de dejar Roma por falta de seguridad.
Pío IX toma medidas extraordinarias: en caso de la muerte del pontífice
las elecciones pueden devenir rápidamente y es suficiente el 51% de los
cardenales con elecciones no necesariamente hechas en Roma, sino en
el lugar que se evaluara más idóneo.
A finales de marzo, en el Estado Pontificio, se permite la formación
de tropas de voluntarios que participan en el conflicto, pero antes de
dejar Roma, la milicia pide la bendición pontificia, y Pío IX la rechaza,
únicamente recibe a los familiares de los soldados y aclara que la tarea
es defender la frontera en el norte y nada más.
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

Mientras, el Nuncio Apostólico en Viena, Michele Viale-Prelà,


envía dramáticos informes. Algunas órdenes religiosas son expulsa-
das, la tendencia josefinista (el equivalente en Austria de lo que repre-
senta en Francia el galicanismo) reaparece y se fortalece mucho. Una
vez que se sabe que las tropas hostiles han dejado Roma, son muchos
en Austria los que solicitan la formación de un patriarcado indepen-
diente de ésta.
Después de estos informes el Papa se reúne con una comisión
de cardenales y toma una decisión firme: pronunciarse por la neu-
tralidad. El 29 de abril de 1848, una vez declarada abiertamente la
neutralidad, la mayoría de los nuevos ministros laicos renuncia y los
súbditos, a diferencia de antes, empiezan a desconfiar del Papa.
Pronto, Roma se sume en el caos, y el poderoso y hábil Secretario
del Interior del Estado de la Iglesia, un laico llamado Pellegrino Rossi
muere apuñalado. Son muchos los laicos y eclesiásticos que para este
momento abandonan a Pío IX, también la nobleza romana prefiere de-
jar la capital. El sector radical organiza una marcha donde se solicita la
independencia de Italia y consecuentemente la participación del Estado
Pontificio en el conflicto contra Austria, la completa separación entre
lo espiritual y temporal. Pío IX nuevamente tiene dudas sobre lo que
debería hacer: ¿aceptar los pedidos de los revolucionarios o resistir con
el riesgo de caer en la violencia? Bajo este panorama Roma se encuentra
desierta: los cardenales, los ex ministros laicos, la nobleza, todos han
abandonado esta ciudad. En defensa del Papa queda el cuerpo diplo-
mático y cien soldados suizos encargados de la seguridad personal del
pontífice. Claramente estos pocos soldados son incapaces de contra-
rrestar la fuerza popular.
En este contexto el Papa no puede ceder y es muy firme en no hacer
ninguna concesión. Pero esta estrategia es inútil: más de 2,000 hom-
bres fuera de la residencia papal intentan quemar una parte del edificio,
en estos convulsos momentos, un secretario del Papa es asesinado por
el pueblo enfurecido. Para que este asalto no continuara con muchas
pérdidas, el Papa decide llegar a un compromiso otorgando a un nuevo
gobierno y al parlamento la facultad de decidir sobre los pedidos del
pueblo. El jefe de gabinete del nuevo gobierno es Rosmini que rechaza
el cargo por no haber recibido la invitación directa del pontífice. En los
días revolucionarios que siguieron, los suizos son obligados a renunciar
a la defensa del palacio pontificio, que se queda con una guardia civil.
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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

En realidad el Papa está evaluando la posibilidad de dejar Roma y


para el mes de noviembre del año 1848 esta posibilidad empieza a ser la
más realista. Por esta razón el cardenal Giacomo Antonelli, uno de los
pocos cardenales que aún reside en Roma, es el encargado de organizar
la huida.32 Para favorecer al Papa se recurre al cuerpo diplomático y la
idea es conducirlo a Gaeta en el Reino de las Dos Sicilias (Italia meri-
dional), y posteriormente en un barco hacia España.
El Papa deja Roma secretamente a las seis de la tarde del viernes 24
de noviembre de 1848, en un viaje sin contratiempos. Una vez llegado
a Gaeta, Pío IX se encuentra con Ferdinando II, el rey de las Dos Sici-
lias y momentáneamente acepta quedarse ahí. La ciudad es fronteriza
con el Estado de la Iglesia y tiene un puerto que permite al Papa estar
fácilmente conectado con otros países, al mismo tiempo que resulta
una especie de fortaleza prácticamente inexpugnable.
Mientras los primeros meses del año 1848 son revolucionarios para
toda Europa y el imperio austriaco parece difunto, en los últimos me-
ses el contexto es menos favorable para la insurgencia y los generales
austriacos con la fuerza militar se imponen. Y en Italia se desvanece
definitivamente el proyecto de una liga de naciones.
En Gaeta el cardenal Antonelli, nombrado Secretario de Estado, y
Pío IX consolidarán una relación duradera que influirá enormemente
en el ánimo de éste. La verdad es que Antonelli es uno de los pocos que
no traiciona al pontífice, mientras la mayoría de los prelados sólo se
preocupan por tomar medidas de seguridad, el mismo cardenal Secre-
tario de Estado, Giovanni Soglia, prefiere alejarse de Pío IX.
El 4 de diciembre el Papa escribe una carta a las naciones católicas
solicitando respaldo para el regreso del poder temporal a Roma. La
ruptura entre el gobierno romano y el Papa es un hecho. Para ese mo-
mento todavía en Roma participaban moderados que confiaban en el
regreso del Papa, el cual podría integrarse nuevamente en este sistema
parlamentario. En Gaeta el clima era distinto y no se tienen esperanzas
de un regreso papal. El 1º de enero de 1849, el Papa excomulga a todos
los que participan en las elecciones que está promoviendo el gobierno
romano, y a todos los que podían obstruir la autoridad temporal del

32 Sobre el cardenal Antonelli, véase Frank J. Coppa, Cardinal Giacomo Antonelli


and papal politics in european affairs (Albany: State University of New York Press,
1990).

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

pontífice. En un clima de fiesta popular los ciudadanos son invitados


a votar y algunas semanas después se proclama la república. Con un
definitivo desconocimiento del Papa, se cierra la ambigüedad de un jefe
de Estado que excomulga a su propio gobierno.
El 9 de febrero de 1849 se proclama la república en San Pedro en
una ceremonia donde los canónigos de la basílica se oponen. A un pri-
mer gobierno transitorio le sigue un triunvirato con poderes ilimitados
encabezado por el sobresaliente y carismático político Giuseppe Ma-
zzini, y complementado por Carlo Armellini y Aurelio Saffi, quienes
tienen un papel secundario.
La nueva república tiene graves problemas que solucionar. Antes
de todo, por herencia del Estado Pontificio, hay un persistente endeu-
damiento del Estado y por ello se decide la confiscación de los bienes
eclesiásticos. Sucesivamente se laiciza la educación, el Estado desconoce
los votos religiosos y autoriza la salida de los miembros de los conven-
tos. El cardenal Filippo De Angelis, arzobispo de Fermo y otros tres
obispos son encarcelados por no reconocer al nuevo gobierno. Mientras
Gaeta empieza a organizar el nuevo gobierno en el exilio, sobre todo
la Secretaría de Estado comienza a ser muy activa. Es una situación
ambigua pues en Roma algunas congregaciones pontificias continúan
trabajando.
Las naciones extranjeras observan la consolidación de la República
Romana, titubeaban en apoyar los pedidos del Papa y cuando ocurre un
impasse en este sentido, Francia, que en un principio casi simpatizaba
por la república y había obstaculizado al Papa, empieza a ofrecer respal-
do a Pío IX. La verdad es que Francia está lejos de una primera etapa
de la segunda república, la cual simpatizaba mucho con todos los que
minaban el poder temporal del pontífice. El nuevo presidente francés
(y futuro emperador) Luis Napoleón Bonaparte, hombre pragmático y
ambicioso, no pierde de vista el hecho de que apoyar al Papa, resultaría
conveniente para el expansionismo francés en el sur de Europa, equili-
brando así el crecimiento de Austria que fácilmente podría sacar ventaja
de la fragmentación del Estado Pontificio y, al mismo tiempo, tener el
respaldo interno del sector católico.
En marzo del año 1849, el Reino de Cerdeña rápidamente es derro-
tado por Austria y comienza a vislumbrarse una directriz de expansión
austriaca hacia los territorios norteños del Estado Pontificio: Bolonia
y la Romaña. En este contexto muy favorable para Austria, era preciso
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Capítulo 1
Los Estados italianos entre Reforma y Revolución, 1820-1850

contrabalancear la avanzada con el respaldo francés que de hecho no


tarda en llegar. El 23 de abril de 1849 desembarca en Civitavecchia
(el principal puerto cercano a Roma), que se rinde sin resistir ante un
ejército demasiado fuerte. La idea que tienen los pontificios refugiados
en Gaeta es que los republicanos saben muy bien que tienen los días
contados, resistir a los franceses sería un suicidio, y es mejor abando-
nar rápidamente el barco. Pero el desarrollo de los acontecimientos es
diferente: los republicanos se defienden, los franceses no logran entrar
a Roma y el ejército es inicialmente derrotado. El ejército francés titu-
bea, pues internamente Francia se encuentra dividida y son muchos
los seguidores de la república, pero las elecciones de mayo de 1849 en
Francia no dejan ninguna duda a Napoleón sobre como el electorado
se ha posicionado hacia la derecha, y por esta razón se decide seguir
adelante. Para finales de junio los franceses han ocupado totalmente la
ciudad y esto representa el fin de la república.
Ayudado por las tropas francesas, Pío IX regresa a Roma en 1850
y restaura la autoridad pontificia. Revierte muchas de las reformas
promulgadas anteriormente e incluso restaura el gueto judío. A partir
de esta experiencia traumática, Pío IX abandona explícitamente todo
apoyo al nacionalismo italiano y a cualquier inclinación “liberal” que
pudiera haber tenido antes. Reflexionando sobre el desastre de las re-
voluciones europeas, concluye que son consecuencia lógica de las ideas
liberales.

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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo
llamada Italia

2.1. La restauración de Pío IX

Una vez que Pío IX regresa a Roma con el apoyo del ejército francés en el
año de 1850, durante dos décadas más seguirá ejerciendo su tarea de jefe
absoluto de un Estado con más de 1,100 años de historia a cuestas. Este
es un periodo convulso para la historia de la iglesia, pues, contemporánea-
mente, el proceso de la unificación italiana apunta a englobar el territorio
papal, suscitando el rechazo puntual del pontífice. En este periodo, y sobre
todo del año 1861 en adelante, el Estado Pontificio se mantiene con vida
artificial, gracias al apoyo de un ejército extranjero que defiende Roma.
Vuelto de Gaeta, Pío IX restaura en forma conservadora y cerrada su
poder temporal. En una película histórica italiana de 1977 titulada: In
nome del Papa Re, que describe la Roma de Pío IX en 1867, un monse-
ñor de la curia romana con mucho pragmatismo aclara: “No acabamos
porque llegaron los italianos, sino llegaron los italianos porque estába-
mos acabados”. Estas pocas palabras ofrecen una interpretación intere-
sante de un Estado que está en crisis permanente, desde hace décadas.
Hemos observado cómo los problemas de este territorio con Gregorio
XVI son muchos y cómo Pío IX intenta ofrecer en una primera etapa
fuertes reformas que desembocan en un descontrol del Estado por parte
de la autoridad y en su exilio en Gaeta.
Pío IX es notoriamente conocido desde 1849 y hasta su muerte en
el año de 1878 por su postura intransigente, con un magisterio muy
complejo y administrativamente reformador. La realidad es que el tra-
bajo de Mastai Ferretti, con el apoyo del Secretario de Estado, Anto-
nelli, durante este periodo de crisis es formidable y ofrece resultados

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

relevantes. En particular se logra: 1) mantener activo el presupuesto de


la Santa Sede sin endeudarla; 2) no entrar en especulaciones financieras
arriesgadas que podían crear una imagen de un Estado muy cercano al
capitalismo; 3) independizar la Santa Sede con la creación del Óbolo
de San Pedro, que busca canalizar los donativos de los feligreses en todo
el mundo. También las áreas lagunares cerca de Roma son bonificadas.
Mastai Ferretti defiende la educación católica en las escuelas y en los
seminarios. Restaura la jerarquía en Holanda y Escocia y la reconstruye
en Inglaterra, donde encarga a los cardenales Nicholas Patrick Stephen
Wiseman, John Henry Newman y Henry Edward Manning a crear un
movimiento de renacimiento católico en esta isla. Funda entre los años
1846 y 1878, 206 nuevas diócesis, prefecturas y delegaciones apostóli-
cas y un patriarcado latino en Jerusalén. Nombra al primer cardenal en
Norteamérica, favorece los ritos orientales y la actividad misionera. No
olvidemos en 1858 la fundación en Roma del Colegio Latinoamerica-
no (llamado sucesivamente Pío Latinoamericano), pieza esencial en la
formación y consolidación del clero en toda Latinoamérica.33
Mediáticamente Mastai Ferretti promueve una revista jesuita que
continúa como referencia culturalmente importante hasta nuestros días:
La Civiltà Cattolica. En la segunda mitad del siglo xix, esta revista refleja
las ideas del grupo políticamente más intransigente que se reconoce en
Pío IX. Fundado en Nápoles en el año 1850 por el jesuita Carlo Curci,
es desde el principio un proyecto que el mismo pontífice apoya con todas
sus fuerzas. El grupo de los primeros colaboradores (los jesuitas Luigi Ta-
parelli d´ Azeglio, Antonio Bresciani, Matteo Liberatore, Giuseppe Ore-
glia di Santo Stefano, Carlo Piccirillo y el mismo director Carlo Curci)
muestra una enorme capacidad de análisis de la realidad. La revista goza
de inmediato y desde su fundación de una larga difusión en todos los es-
tados italianos y en Francia, Alemania, Austria y Bélgica. Sus lectores no
serán meramente eclesiásticos, sino todo un laicado intelectual muy inte-
resado en conocer la perspectiva católica de los muchos acontecimientos
políticos y culturales que están cambiando el mundo.34

33 Roberto Mattei, Pio IX, en La rivoluzione italiana, La Storia critica del Risorgimen-
to, coord. Massimo Viglione (Roma: Il Minotauro, 2001), pp. 323-326.
34 Giovanni Turco, “La Civiltà Cattolica e il Risorgimento”, en La rivoluzione italia-
na, Storia critica del Risorgimento, coord. Massimo Viglione (Roma: Il Minotauro,
2001), pp. 218-221.

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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

La Civiltà Cattolica se enfoca mucho en el análisis de la ideología


risorgimentale que “fue en su máximo nivel anticristiana, entonces anti-
universal. El enemigo más brutal de la religión revelada fue el elemento
antirreligioso que ha sido el principio central escondido que ha provo-
cado efectos demoledores”.35
Para La Civiltà Cattolica, el Risorgimento italiano es parte del pro-
ceso histórico de modernidad que concluye con la escisión de todas
las relaciones humanas: “En Europa después de la reforma protestante
no podemos dejar de observar tres etapas: la religiosa, la filosófica y
la política. La primera empieza con Lutero y termina con el raciona-
lismo teológico y bíblico, trasformación que vive el protestantismo.
La secunda empieza con Cartesio y concluye con el trascendentalis-
mo crítico. La tercera empieza con Rousseau y se desarrolla con el
socialismo y el comunismo de nuestros días… Por este principio, el
individuo prevalece sobre una religión por encima del dogma, sobre
una filosofía por encima de la verdad, sobre una política por encima
de la autoridad civil”.36
Para el padre Curci, el Risorgimento representa una etapa espe-
cífica de un movimiento revolucionario mucho más profundo, que
abarca un extenso continente. Aparte de algunas diferencias propias
del contexto italiano, existe un objetivo común en la idea de una
gran reforma cultural que políticamente desemboca en un proyecto
mesiánico de laicización temporal. Para Curci este plan es evidente
desde los años 50, con Cavour que gobierna el Reino de Cerdeña,
que introduce leyes confiscatorias y tendientes hacia una seculari-
zación.37
Las revoluciones en toda Europa son promovidas por la masonería
que siempre, según La Civiltà Cattolica, mantiene una estructura jerár-
quica y esotérica, formando un estado dentro del estado. Según el padre
Liberatore esta agrupación aborrece no solo a la iglesia, sino a todas
autoridades civiles y religiosas, “con el objetivo de eliminar cualquier

35 Matteo Liberatore, “Razionalismo politico della rivoluzione italiana”, La Civiltà


Cattolica, serie i, vol. 1, p. 67.
36 Matteo Liberatore, “Concetto storico del secolo ultimo 1750-1850”, La Civiltà
Cattolica, serie I, vol. 6, p. 520.
37 Carlo Curci, “Speranze della santa causa italiana”, La Civiltà Cattolica, serie i, vol.
11, pp. 385-388.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

idea sobre Dios, la moral y el derecho… (las masonerías) apuestan a


una ruptura de cada vínculo con lo sagrado, que une el hombre con
el hombre, la Iglesia con la sociedad, la familia, para reconstruir una
humanidad nueva, bajo la esclavitud del Estado que es todo, y los jefes
de la secta sean el Estado”.38
Para entender plenamente el análisis de La Civiltà Cattolica es in-
dispensable retomar la referencia del padre Taparelli d´Azeglio sobre
la patria real y la patria nominal.39 La patria nominal es un proyecto
ideológico que se identifica con un partido que tiene la pretensión de
ser la voluntad del pueblo italiano, en realidad, según Taparelli, es una
minoría ilustrada enemiga de la verdadera patria, dado que el espíritu
patriótico es la adhesión a esta paradoja ideológica. Mientras que la
patria real es “el fuego doméstico que crece en forma natural hasta la
creación de un gobierno supremo. Todo en esta patria es natural: la fa-
milia donde despliega el municipio, los intereses y afectos que conectan
muchos municipios, la persona visible que gobierna”.40 La verdadera
patria se desarrolla entre vínculos concretos e históricos que se expresan
en una tradición común de organismos naturales que crean las asocia-
ciones humanas.
La auténtica Italia —según La Civiltà Cattolica— es la verdad his-
tórica que se expresa en sus poblaciones y tradiciones, una península
que vive su unidad religiosa y cultural en distintas instituciones políti-
cas. Mientras la Italia ficticia es una ideología minoritaria apoyada por
corrientes liberales y republicanas con pretensión de ser representativas
de los italianos.
En este sentido la principal crítica antirisorgimentale que surge entre
los años 1850 y 1870, es desmentir esta ideología de grupos liberales
minoritarios que pretenden interpretar la voluntad del pueblo italiano.
Para los jesuitas, estamos hablando de una pequeña minoría antitética
a la verdadera identidad de los pueblos italianos. Según Curci, los li-
beradores de Italia no son los ejércitos liberales, sino que éstos son los
conquistadores: “la lucha no fue entre pueblos y gobiernos, sino por un
lado, los poderes legítimos, honestos y católicos y por el otro hombres

38 Matteo Liberatore, “Le società segrete”, La Civiltà Cattolica, serie i, vol. 9, 21.
39 Luigi Taparelli D` Azeglio, “Lo Stato e la patria”, La Civiltà Cattolica, serie i, vol.
7, pp. 37-45 y 149-164.
40 Luigi Taparelli, “Lo Stato e la patria”, p. 162.

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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

ambiciosos, fanáticos… en este caso un partido ha adquirido poder


sobre una nación…”.41
Según el padre Taparelli d´Azeglio, Italia se encuentra bajo una li-
bertad tirana, donde los plebiscitos, que en teoría han legitimado las
anexiones territoriales al Reino de Cerdeña, son carentes de legitimidad
en los hechos y en el derecho. Curci añade: “la verdadera unidad es la
unidad en el catolicismo. En este fuimos y somos verdaderamente her-
manos y verdaderamente italianos”.42
Como explicamos antes, Mastai Ferretti respalda desde su funda-
ción esta revista que será el instrumento que más legítimamente logra
expresar el pensamiento del pontífice. La Civiltà Cattolica es sólo un
medio para defender lo que más le interesaba a Pío IX: el poder tem-
poral, y el Papa en esto es absolutamente intransigente. Las razones son
muchas y no todas dependen necesariamente de los acontecimientos
que desembocan en la República Romana: seguramente el exilio en
Gaeta radicaliza ideas que permanecían latentes desde antes. Las prin-
cipales razones son: 1) la Iglesia puede mantenerse verdaderamente in-
dependiente sólo por medio de una nación soberana; 2) este Estado no
pertenece al Papa o la jerarquía, sino a todos los feligreses del mundo;
3) hay que mantener el vínculo estricto que tiene el Papa con los sobe-
ranos y perdiendo el poder temporal difícilmente se logrará mantener-
lo; 4) la idea de que la unificación italiana no corresponde a un verda-
dero bienestar de la nación, sino que es una imposición de una minoría
muy activa; 5) las muchas limitaciones que impone la ideología liberal
al catolicismo; 6) la esperanza de un colapso del sistema parlamentario
en todo el mundo y un nuevo regreso al antiguo régimen; 7) el com-
promiso, una vez elegido Papa en 1846, de haber jurado fidelidad por
mantener la integridad del Estado.
A lo largo del pontificado de Pío IX, estas tendencias se confirman
con el tiempo y paulatinamente desaparece el patriotismo de los prime-
ros años del pontificado. Al final, cuando Roma se vuelva italiana, Mas-
tai Ferretti desarrolla una visión pesimista, y culpa al diablo, que actúa
utilizando la perversidad humana para la pérdida del poder temporal.
El Papa se abandona a la divina providencia y espera que ella tenga la

41 Carlo Curci, “L`Italia conquistata”, La Civiltà Cattolica, serie iv, vol. 8, pp. 258-259.
42 Carlo Curci, “Speranze della santa causa italiana”, La Civiltà Cattolica, serie i,
vol. 9, p. 388.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

capacidad de hacer milagros, en realidad lo que podemos observar es


que Mastai Ferretti ha perdido la capacidad de analizar e interpretar la
realidad política de su tiempo.43
La acción del Papa es normalmente favorable al legitimismo, de-
fiende siempre los derechos de los soberanos. Sobre todo en los estados
italianos donde la mayoría de los príncipes se ven obligados a abdicar,
Pío IX espera que el gran duque de Toscana, Fernando IV, regrese a su
reino y al rey de las Dos Sicilias, Francisco II, le auspicia seguir resis-
tiendo, a la espera de un regreso de la legitimidad.
La realidad es que los precedentes históricos demostraban cómo es-
tos intentos de quitar la autoridad legítima han sido efímeros y con
vida breve. Los dos intentos de crear una república en Roma en 1798
y en 1849, respectivamente, no tuvieron más de un año de duración.
Esto propiciaba la percepción de que, aunque los acontecimientos pu-
dieran ser dramáticos, con el tiempo y manteniendo una posición fir-
me, el antiguo orden regresaría.
Mastai Ferretti se muestra convencido de que el sistema parlamen-
tario era absolutamente improcedente. En sus cartas confidenciales
piensa que esta es la verdadera razón de los males que amagan a los
estados italianos. Finalmente, Pío IX no rechaza sólo la unificación y la
pérdida del poder temporal, sino que está convencido de que un Estado
laico que garantiza la pluralidad religiosa, puede detener la salvación de
millones de almas. Son muchas las cartas que escribe a Víctor Manuel
II con este matiz y esta sincera preocupación emerge en la correspon-
dencia con todos los soberanos europeos.44
Entre los años 1859 y 1861 Italia logra unificarse, pero Roma, de-
fendida por los franceses, no es parte de esta nueva entidad. La conse-
cuencia es que muchos obispos o cardenales católicos, no reconociendo
el nuevo estado son exiliados. Pío IX, simpatizante de las estructuras del
antiguo régimen, como hemos explicado, considera el surgimiento de
la nación liberal como un enorme peligro para la Iglesia y la fe católica.
Internacionalmente el Papa tiene el apoyo moral de una parte
consistente del mundo católico que confluye en el ultramontanismo,
mismo que Pío IX apoya materialmente por medio del Óbolo de San

43 Giacomo Martina, Pio IX (1851-1866), tomo ii (Roma: Editrice Pontificia Uni-


versità Gregoriana, 1985), pp. 04-107.
44 Giacomo Martina, Pio IX, pp. 114-116.

48

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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

Pedro. Para esos años se escriben cientos de libros apologéticos y fo-


lletos evidenciando la necesidad del poder temporal, se subrayan las
injusticias del gobierno de Turín, y siempre se pide a los católicos se
mantengan cercanos al Papa por medio de la oración, confiando en una
victoria decisiva.
Especialmente el episcopado italiano es casi unánime en juzgar
como apocalípticos los últimos acontecimientos, y entrega absoluta
fidelidad al pontífice insistiendo en vincular, de forma totalmente
inseparable, el poder temporal del Estado con la independencia de la
Santa Sede.
Sólo algunos obispos no continúan este camino, en particular
monseñor Giovacchino Limberti, arzobispo de Florencia, participa
en el Te Deum de 1860 por la anexión de esta ciudad al casi naciente
Estado italiano. Cuando Víctor Manuel II visita Florencia el arzobis-
po organiza en la catedral una ceremonia en su honor. La percepción
del Papa hacia estos obispos disidentes se enfoca sólo y únicamente
en la faceta religiosa del problema. El último nuncio apostólico, que
todavía residía en Florencia, monseñor Alessandro Franchi, desapro-
bó la acción del arzobispo y monseñor Limberti escribió prontamente
una larga carta a Pío IX donde pidió perdón. El Papa no aceptó la dis-
culpa del arzobispo de Florencia y seguirá escandalizado por la acción
del prelado florentino.
No todos los casos son aislados: el ex jesuita Carlo Passaglia, que
deja la Compañía de Jesús en 1859, es un caso significativo de cómo
también existen partidarios del nuevo Estado italiano entre el clero.
Ante todo, es importante explicar que este ex jesuita era uno de los
intelectuales más importantes de la Santa Sede: fue el principal teólogo
del dogma de la Inmaculada Concepción en 1854. Una vez que deja
la orden jesuita se muda a Turín donde dará clases de filosofía moral
en la universidad hasta su muerte, en 1887. En 1862 escribe un folleto
donde reconoce el primado del Papa, pero le pide a éste no oponerse a
Roma como capital del reino de Italia. En el documento pide a Pío IX
la renuncia del poder temporal firmado por 8,943 sacerdotes, es decir,
un sector minoritario pero consistente (aproximadamente el 10% del
clero).
La curia romana se muestra intransigente hacia los suscriptores de la
petición de Passaglia y no deja ningún espacio de acción, amenazando
de excomunión a los casi 9,000 sacerdotes. Sólo una retractación mani-
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fiesta levantaría la excomunión y el resultado de esta medida radical fue


según lo esperado en Roma. En efecto, en el transcurso de unos cuantos
años, se lograría eliminar la casi totalidad de esta consistente corriente
antitemporalista. Estas políticas son efectivas y es un hecho que, dentro
de la Iglesia, en pocos años las ideas críticas hacia la existencia del Esta-
do, casi desaparecen. La mayoría de los párrocos y obispos simpatizantes
de las ideas de Passaglia se asustan, temen la excomunión y, por con-
siguiente, comienzan a presentar declaraciones escritas y públicas con
juramentos de fidelidad y obediencia al Papa y al Estado que el pontífice
representa. Sólo algunos incondicionales como Passaglia serán excomul-
gados, aislados y separados definitivamente de la Iglesia Católica.
Es probable que el Papa, a lo largo de estos años, haya mantenido
una política de lucha contra los antitemporalistas, sobre todo por razo-
nes religiosas: lo que prevalece en casi todos sus escritos es la preocupa-
ción de defender las almas de sus feligreses. Otra razón, como la defensa
del legitimismo, es secundaria y se visualiza en una perspectiva más
amplia de condena hacia las injusticias. Es un hecho que Cavour y Ur-
bano Rattazzi utilizan principios netamente anticlericales y en muchos
casos nunca aplican ideas de tolerancia, sino que se enfocan en limitar
y condenar sistemáticamente a la Iglesia Católica.
La creación de un Estado laico no conlleva únicamente retomar
el principio de libertad para todos los individuos o asociaciones, sino
limitar la influencia de la Iglesia en la sociedad y todo esto resulta en
una lucha sin límites contra las órdenes religiosas, en particular las
contemplativas. Finalmente esta lucha fracasa, sobre todo por la fuerte
resistencia de los religiosos, que logran resistir dejándose perseguir y
encarcelar. Todo esto llega a ser una razón de constante preocupación
para Pío IX, pues el intento no es sólo reemplazar los gobiernos de
antiguos regímenes, sino que surgen ideas basadas en una concepción
laica de la vida y una moral separada de la religión. Esto empuja a
Pío IX hacia un rechazo de las ideas liberales provenientes del Reino
de Cerdeña y, sucesivamente, del nuevo Estado italiano que surge en
el año de 1861.
Seguramente algunos acontecimientos influyen en todo esto: en
particular, el fracaso del experimento constitucional de 1848, clave
para contextualizar muchas declaraciones, aparentemente obsoletas de
Pío IX. Podemos pensar en una falta de capacidad de análisis histórico-
política del pontífice, que no logra comprender los signos de los tiem-
50

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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

pos, pero la realidad es que algo se debe a este fracaso, que ha influido
profundamente en la vida personal del Papa y que se refleja en la forma
de actuar de la curia romana de 1849 en adelante. Rosmini, inicialmen-
te muy cercano al pontífice, casi nombrado cardenal, era seguramente
la referencia principal del catolicismo liberal para los estados italianos,
a partir de 1849 y en adelante, quedará aislado y sus obras entran en el
Índice. Passaglia es excomulgado, algunos obispos demasiados liberales
son marginados y casi todos obligados, por obediencia, a retractarse de
sus simpatías hacia el Risorgimento.
En este contexto, bastante complejo y de difícil solución, es muy
fácil teorizar cuales podrían ser, para Pío IX, los caminos alternativos.
Es probable que muchos de los hombres brillantes, antes cercanos al
Papa, que después se alejaron, no tengan el equilibrio y la disciplina
suficiente para seguir al sumo pontífice. Otros, que siguen las huellas
de Pío IX, no poseen la capacidad e inteligencia de aconsejar Pío IX
para una posible apertura. El Papa erróneamente reduce el Risorgimento
a una revolución del mal contra el bien, donde el mal logra ganar de
forma efímera antes del juicio final. Confía ciegamente en la providen-
cia y empieza a ser apocalíptico, respaldando una solución ajena a los
acontecimientos terrenales.
Escribe a la gran duquesa de Toscana María en 1860, que es in-
dispensable desarrollar una política que no se reduzca a un despotis-
mo ilustrado que estuvo de moda un siglo atrás: “[…] estos son los
medios principales y por todo lo demás hay que confiar en Dios”.45
Siempre en esta lógica escribe en 1864 al cardenal Cosimo Corsi exilia-
do en Turín: “[…] cuando llegue el momento de que el animal malig-
no sea desintegrado, algo absolutamente desconocido a nosotros, sólo
nos toca acelerar este momento con oración y confianza en la Divina
Providencia”.46 Un misticismo descolgado de la realidad y algo enga-
ñoso prevalece entonces sobre un realismo que podría haber sido más
saludable y eficaz. El único consuelo del Papa en este momento son
los soberanos despojados, que en muchos casos están arrepentidos por
la políticas extremadamente jurisdiccionalistas que han implementado
durante muchas décadas.

45 Giacomo Martina, Pio IX, p. 150.


46 Ibidem.

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El ex gran duque de Toscana escribe a Pío IX en 1862: “Creía bueno


lo que había hecho en Toscana el gran duque Pietro Leopoldo, y seguí
sus huellas, y esto no era tan bueno. En mi corazón soy cristiano, pero
no perseveré en este camino. Me faltó la fuerza. Quiera Usted, beatísi-
mo padre, absolverme de este hecho […]”.47

2.2. El papado ante la unificación italiana

El movimiento de unificación italiano nos parece a posteriori más co-


herente y predestinado a triunfar de como aparecía ante los ojos de los
contemporáneos, incluso de sus protagonistas. En realidad, entre los
años cuarenta y cincuenta del siglo xix era perfectamente posible ima-
ginar diversos escenarios, que fueron desapareciendo como opciones
históricas, sólo bajo las circunstancias del momento. Ejemplo de ello es
el mencionado proyecto neogüelfo, o bien, la creación de un conjunto
de tres estados italianos relativamente grandes: un reino del Norte re-
sultado de la expansión de Piamonte, el Estado Pontificio y el reino del
Sur. Esta probablemente fue la configuración que creyeron los políticos
realistas del norte como Cavour, y que coincidía, grosso modo, con los
intereses franceses.
La desaparición completa del Estado Pontificio, aun si estaba en
los planes de los radicales y parecía más congruente con el espíritu li-
beral dominante, no se estima probable en la década de 1850. Pío IX
defendió coherentemente su Estado, sin que se le puedan reprochar
contradicciones, falta de visión o anacronismo. Máxime cuando veía
que una gran parte del nacionalismo italiano era liberal y anticlerical, es
decir, generalmente hostil hacia la iglesia italiana y en particular hacia
la Santa Sede. En la carta encíclica que dirige a los obispos italianos
desde Gaeta en 1849, el pontífice es muy claro y explícito en juzgar
como hostil a la iglesia y a la religión, perverso y aun “diabólico” todo
el movimiento nacionalista y liberal italiano:

Lo mismo que Nos, sabéis y estáis viendo vosotros, Venerables Herma-


nos, con cuánta malignidad cobraron fuerza ciertos hombres depravados,

47 Giacomo Martina, Pio IX, p. 151.

52

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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

enemigos de toda verdad, justicia y honestidad, los cuales ora valiéndose


del fraude y de toda clase de intrigas, ora abiertamente lanzando como
mar embravecida la espuma de sus confusiones, se esfuerzan por esparcir
por doquiera entre los pueblos fieles de Italia la desenfrenada licencia de
pensar, de hablar y de cometer audazmente toda suerte de impiedades y de
echar por tierra la Religión Católica en Italia, y si posible fuere, destruirla
de raíz.48

Sin embargo, la suya no era una actitud ingenua y burdamente ne-


gativa. Como ya hemos visto anteriormente, Pío IX no es un Papa
que rechace las novedades y el espíritu de su tiempo, es decir no era
retrógrado, misoneísta ni ultraconservador al estilo de su predecesor,
Gregorio XVI. En sus primeros años de pontificado intentó impul-
sar el progreso económico, implementó reformas en la administración
y concedió una limitada libertad de prensa, reunión y organización.
Pero no concedió nada al laicismo y mantuvo la primacía del clero en
el gobierno del Estado Pontificio. Para 1848, su impulso reformador
había llegado al límite y era evidente que no habría más reformas sig-
nificativas. La concesión de una constitución en este año fue forzada
por las circunstancias de las revoluciones europeas y Pío IX, siguiendo
el ejemplo de casi todos los demás gobernantes, la retiró una vez que el
fuego revolucionario se extinguió.
Pío IX era, a su manera y en cierta medida, abierto al mundo mo-
derno (a pesar de la fama de campeón de la antimodernidad que se
ganó posteriormente con el Syllabus) pero, ciertamente, no era un li-
beral, es más, era antiliberal. No hay duda al respecto y la imagen de
un pontífice enemigo acérrimo del liberalismo, especialmente después
de 1848, es correcta. También era antisocialista y anticomunista, y su
condena precoz de estas tendencias ideológicas destaca en sendos do-
cumentos pontificios, por ejemplo, en la ya citada encíclica de 1849,
donde define al socialismo y al comunismo como “nefandos sistemas”
de ideas y “perniciosas invenciones”, propagadas por embusteros que
con “falaces promesas” inducen a los trabajadores a cometer delitos y
trastocar el orden social.49

48 Pío IX, Carta Encíclica Noscitis et nobiscum, 8 de diciembre de 1849.


49 Pío IX, Carta Encíclica Noscitis et nobiscum.

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Una vez aclarado esto, cabe preguntarse entonces si acaso era nacio-
nalista, es decir, si apoyaba la causa de la unificación italiana, el Risor-
gimento, en su versión católica. Esta pregunta aún está al centro de la
discusión entre los historiadores italianos, algunos continúan con la idea
de que el Papa dio un giro entre un primer periodo pro-italiano y un se-
gundo periodo anti-italiano. Otros sostienen que nunca tuvo ideas claras
al respecto. Los datos disponibles apuntan hacia una actitud de simpatía
con la causa italiana, especialmente en el sentido de una “liberación”
nacional del dominio extranjero. Pero esta simpatía estaba matizada con
la prudencia y la hegemonía que habían adquirido los radicales en los
ambientes nacionalistas, y por las posibles consecuencias desagradables
que derivarían del triunfo de una causa italiana que coincidiera con un
Estado laico unificado, ya sea como unión federal de estados peninsula-
res, o bien, como extensión o hegemonía del más fuerte entre éstos, es
decir, el Reino de Cerdeña. Pío IX quería mantener con vida el Estado de
la Iglesia y lo defendió siempre con tenaz determinación. Además su acti-
tud anti austriaca no podía ir demasiado lejos, ya que Austria era, al fin y
al cabo, un estado católico. Los fieles de la monarquía de Habsburgo no
podían ser discriminados con respecto a los fieles de la península itálica,
por cuanto el papado simpatizara con la causa italiana.
Las actitudes iniciales de Pío IX apuntan, en resumen, a una solu-
ción muy cercana a la de los nacionalistas católicos o neogüelfos, que
pretendían crear una especie de confederación de estados italianos,
conservando cada uno su soberanía y estructura institucional particu-
lar. Esta era por ejemplo, grosso modo, la propuesta del filósofo católico
Antonio Rosmini, mencionada anteriormente. Pío IX abogó expresa-
mente por la formación de una unión aduanera y una liga defensiva
entre estados italianos, proyecto que nunca llegó a concretarse, sobre
todo, por la oposición de los piamonteses.
El momento culminante de las aparentes actitudes nacionalistas del
Papa se alcanzó a principios del año 1848, el 10 de febrero, Pío IX in-
vocó públicamente la bendición de Dios sobre Italia con las palabras:
“Bendice Italia, o gran Dios, y conserva para ella siempre este don más
preciado entre todos, la Fe”.50 Con esta alocución el fervor nacionalista

50 Luigi Carlo Farini, “Epistolario, I”, cit. en Giovanni Sale L’Unità d’Italia, 336
(Bologna: Zanichelli), p. 36.

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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

alcanzó el cenit en toda Italia, sin embargo, las palabras del Papa habían
sido sacadas de contexto y leídas según los deseos y la conveniencia
de los nacionalistas. Así el mito del Papa liberal se extendía con un
mito del Papa nacional.51 Pío IX alentó aún más estas interpretaciones
cuando envió una carta al emperador austriaco el 3 de mayo, en la cual
pidió para la “nación italiana” el respeto de sus “fronteras naturales” y
los mismos derechos de que gozaba la “nación alemana”.52
Pero los acontecimientos de 1848 llevaron hacia un cambio rá-
pido de perspectivas. Estallaron entonces las revoluciones europeas
y una guerra entre Austria y algunos estados italianos que en Italia
se denominó como Primera Guerra de Independencia. Inicialmente
Pío IX pareció seguir con su postura a favor de la independencia italia-
na, cuando ordenó a su ejército marchar hacia la frontera para proteger
el Estado Pontificio. Sin embargo, las tropas pontificias, compuestas
en parte por voluntarios, desobedecieron órdenes y cruzaron hacia el
norte para unirse a las fuerzas italianas en la lucha contra Austria. Esto
desató un grave conflicto entre Roma y Viena, incluso hubo voces que
pedían un cisma de la Iglesia Católica austriaca. La carta del nuncio
apostólico en Viena, donde se informaba que muchos austriacos mal-
decían al Papa por su intervención militar, indujo a Pío IX a reconsi-
derar sus decisiones.53
El 29 de abril de 1848, el Papa pronunció un discurso en el que
declaró que no podía intervenir militarmente contra Austria, nación
católica, cuyos ciudadanos eran sus hijos espirituales, tanto como lo
eran los italianos. También ordenó al general Giovanni Durando, jefe
del ejército pontificio, retirarse inmediatamente con sus tropas de las
fronteras pontificias. Según la investigación de Giacomo Martina, el
texto del discurso en una primera redacción reconocía las justas aspi-
raciones de los italianos a la independencia, pero fue corregido —sin
que Pío IX se diera cuenta de las consecuencias— por el Secretario
de Estado, el cardenal Antonelli, donde sólo se dejaba en evidencia la
neutralidad pontificia.54

51 Giacomo Martina, Pio IX, p. 204.


52 Giacomo Martina, Pio IX, p. 199.
53 Giacomo Martina, Pio IX, p. 237.
54 Giacomo Martina, Pio IX, p. 241.

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Esta alocución de Pío IX apaciguó a los austriacos, pero fue muy


mal recibida en los ambientes nacionalistas. Caía abruptamente el mito
de el “Papa liberal” y favorable a la independencia italiana, y se esfu-
maba al mismo tiempo el sueño neogüelfo de hacer de Italia una con-
federación de estados católicos. Este acto, aunque fuera tergiversado y
repudiado por los nacionalistas, en realidad fue paso fundamental para
retirar a la iglesia de la intervención directa en los asuntos políticos re-
lacionados con el proceso de independencia italiano. Es decir, apuntaba
hacia una actuación menos política y más espiritual, de acuerdo con la
misión histórica principal de la Iglesia Católica.
Entre las consecuencias inmediatas de la toma de posición del Papa,
estuvo el giro radical de los nacionalistas laicos, quienes ahora consi-
deraban a Pío IX como traidor y enemigo, a la par del emperador de
Austria y los gobernantes antiliberales y antinacionales italianos. Es-
talló entonces en Roma la rebelión popular que obligó al Papa a huir
hacia Gaeta, en el Reino de Nápoles, e instauró el gobierno provisional
llamado “República Romana”, al cual ya nos hemos referido anterior-
mente. Giuseppe Mazzini y Giuseppe Garibaldi, los más destacados
líderes del nacionalismo laico, acudieron a Roma para participar de este
experimento político aportando una presencia más que simbólica a la
causa nacional y liberal.
La Republica Romana, como ya sabemos, duró poco, al ser derro-
tada al igual que todas las experiencias revolucionarias de 1848 en Ita-
lia y Europa. Ayudado por las tropas francesas, Pío IX regresó a Roma
en el año 1850 y restauró la autoridad pontificia. Revirtió muchas de
las reformas promulgadas anteriormente, incluyendo las concesiones
emancipadoras de los judíos. Es a partir de esta experiencia trascen-
dental que Pío IX abandona de manera explícita y cabal todo el apoyo
que le había dado a la causa nacional italiana, y al mismo tiempo
reitera y hace más patente su rechazo total al liberalismo. Al meditar
sobre la catástrofe revolucionaria de 1848-1849, llega a la conclusión
de que ésta no era más que la consecuencia lógica y coherente de las
ideas liberales derivadas de la Ilustración. Por ello se dedicó a preparar
y sistematizar una cabal condena doctrinal del liberalismo y en sentido
más amplio, de la modernidad, que fue sintetizada más tarde en el
famoso Syllabus Errorum (1864), aceptado por el Concilio Vaticano I
(1869-1870) que estableció además el dogma de la infalibilidad papal
ex cathedra.
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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

Desde 1849 se perfila la figura de Pío IX, que ha pasado a la historia


como el enemigo intransigente de la modernidad en todas sus formas,
y específicamente, del liberalismo y nacionalismo, con enormes conse-
cuencias para la iglesia y los pueblos católicos de todo el mundo. Esta
imagen que ha perdurado como un mito hasta nuestros días, debe con-
textualizarse, como hemos visto, en las circunstancias de la época y en
la compleja evolución personal de Mastai Ferretti. Este Papa, a pesar de
que inicialmente pareció no darse cuenta de las consecuencias políticas
de sus actos y declaraciones al no percibir el espíritu de los tiempos, lle-
gó a concebir una línea coherente bajo la presión de las circunstancias.
En este ámbito, reconoció la peligrosidad del nacionalismo y del libe-
ralismo, fenómenos que a mediados del siglo xix, coincidían en gran
medida. El nacionalismo de entonces era, en efecto, tendencialmente
liberal, y el liberalismo era favorable a la emancipación nacional, aun
con las muchas limitaciones y condicionamientos de la época (se con-
sideraba que sólo los pueblos históricos y occidentales podrían alcanzar
la independencia nacional). Pío IX vio al nacionalismo y al liberalismo
—especialmente en Italia— como las consecuencias de una moderni-
dad racionalista y revolucionaria, expresada ya en el siglo anterior con
la Ilustración y la Revolución Francesa, portadora de una seria amenaza
para la Iglesia Católica y el cristianismo tradicional.
Después de la unificación italiana en 1861, Pío IX ve materiali-
zarse los frutos envenenados de la modernidad liberal. En la Encíclica
Quanta Cura (1864), con el anexo Syllabus Errorum, Pío IX indicará
lucidamente los peligros que habrían de esperarse de una visión mate-
rialista e inmanentista del mundo, como el individualismo, el egoísmo,
la pérdida de solidaridad humana, suscitando la respuesta equivocada
del socialismo. Así, anticipando en ciertos aspectos la Rerum Novarum
(1891), abrirá la puerta para la posterior formación de una doctrina
social de la iglesia. En suma, debe corregirse la imagen persistente de
Pío IX como un Papa cerrado, anti moderno y tercamente aferrado al
antiguo régimen.
Las actitudes defensivas, victimistas, intransigentes y cada vez
más radicales de Pío IX, se deben también a los agravios que la
iglesia en general y el Papa como jefe supremo de ella sufren a lo
largo de varias décadas, después de los años de 1848 y 1849. A pesar
del ambiente general de restauración, la dura represión de los de-
mócratas radicales y la marginación de los liberales más avanzados,
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

las tendencias hacia el liberalismo —un liberalismo cada vez más


radical y anticlerical— continúan.
En este periodo los estados italianos conocen una etapa de restaura-
ción que los llevaría a eliminar varias medidas reformistas tomadas en
los años anteriores. Los gobernantes italianos en general se vuelven más
conservadores, con la excepción del Piamonte, donde el hijo y sucesor
de Carlos Alberto de Saboya (exiliado en Portugal), Víctor Manuel II,
continúa con la política reformista de su padre. Para analizar en detalle
la política de la Santa Sede hacia el Risorgimento, es preciso examinar la
situación en cada uno de los estados italianos. Como contexto, convie-
ne revisar primero la relación entre Roma y Turín, por la importancia
del Piamonte y las novedades que ocurren en este pequeño reino del
norte de la península.
Aquí la secularización avanza con las Leyes Siccardi (1850), que
representan en ese momento la legislación liberal más avanzada en te-
rritorio italiano en lo que a la laicidad del Estado respecta. No se llega a
aprobar el matrimonio civil y hasta 1852 Víctor Manuel —que estaba,
por el momento, en buenas relaciones con Pío IX— logra moderar el
alcance de la legislación piamontesa negociando directamente con la
Santa Sede por encima del parlamento y sus ministros. Sin embargo,
en 1852 la llegada de Camillo Benso, conde de Cavour, como nuevo
primer ministro del reino, produjo una aceleración de la actividad re-
formista, por la intransigencia de éste en materia de relaciones con la
iglesia.
Cavour (como se le conocía entonces y se conoce hasta hoy a Ca-
millo Benso) había madurado una concepción del Estado laico muy
avanzada para la época, bajo la influencia del teólogo suizo Vinet, sus
contactos con ambientes protestantes y liberales piamonteses, el ascen-
dente del catolicismo liberal francés y el modelo del liberalismo inglés.
Cavour luchaba por un Estado que fuera realmente independiente de
la iglesia, por la libertad de los ciudadanos y la disminución de la in-
fluencia social eclesiástica apuntando a una dimensión individualista de
la religión. Su famosa fórmula Libera Chiesa in libero Stato (Iglesia libre
en un Estado libre) sintetiza bien sus ideales y aspiraciones. Esta era una
concepción antitética a la de Pío IX y a la de la mayoría del episcopado
italiano de la época, que buscaba mantener la posición dominante del
catolicismo con todas las prerrogativas y privilegios tradicionales, y que
abogaba por una alianza estrecha entre el trono y el altar para cuidar
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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

el bien común y la salud espiritual del pueblo. Así, Cavour, pronto se


convirtió en el antagonista, el enemigo más peligroso de la iglesia en
Italia durante el Risorgimento.
El ahora primer ministro tenía una capacidad política poco común,
aliándose con otros políticos liberales y buscando el apoyo de los demo-
cráticos, logró que el reformismo avanzara rápidamente en el reino, a
pesar de las reacciones negativas del episcopado piamontés y de la Santa
Sede. Después de que fueran aprobadas las leyes Siccardi, en efecto, el
arzobispo de Turín se exilia en Lyon, Francia, y el nuncio apostólico
regresa a Roma, con lo cual se rompen las relaciones diplomáticas entre
el Estado Pontificio y el Reino de Cerdeña.
Pio IX adoptó entonces una línea intransigente, sin ceder frente
a un Estado que aún era pequeño y poco importante en el ámbito
europeo. En las relaciones con el reino sardo, el pontífice se valió de
la mediación de tres obispos: Nazari di Calabiana (obispo de Casale),
Andrea Charvaz (obispo de Pinerolo) y Tommaso Ghilardi (obispo de
Mondoví), quienes aportaban consejos y sugerencias que le brindaban
a las relaciones con la Santa Sede un carácter de espesor y sensatez.55
La tensión y la intransigencia pontificia, sin embargo, creaban dificul-
tades, sobre todo a los católicos liberales, a los que Pío IX veía con des-
confianza, apoyando a los prelados más fieles a la línea vaticana como
(San) Giovanni Bosco.56
Los tres problemas mayores de las relaciones entre Piamonte y la
Santa Sede eran: el establecimiento de un concordato con Roma; la
supresión de un gran número de instituciones religiosas entre 1852 y
1855; y las presiones para que el Estado Pontificio aplicara reformas
administrativas y políticas en su territorio. A pesar de que Pío IX seguía
de cerca los sucesos en el reino sardo y mantenía una relación cordial
con Víctor Manuel y su familia (especialmente con la reina madre Ma-
ría Teresa y la reina María Adelaide), no logró impedir que Cavour
continuara hacia adelante y con firmeza en su política secularizadora.
Es más, Piamonte recibe en este periodo a un importante número de

55 Giacomo Martina, Pio IX, pp. 51-55.


56 El sacerdote turinés don Giovanni Bosco, desde siempre alineado con Pío IX, tuvo
sus primeros contactos directos con el pontífice en 1858, en ocasión de su viaje
a Roma. Desde entonces el fundador de la orden salesiana y futuro santo actuó
como confidente del Papa en Piamonte.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

refugiados italianos (entre 20 y 30 mil), muchos de ellos nacionalistas y


liberales radicales, hostiles a la iglesia. Asimismo, el ejemplo piamontés
ejerce una creciente influencia entre los estados italianos, conforme se
va consolidando el rol del Reino de Cerdeña como líder del proceso de
unificación nacional, entre los años de 1850 y 1859.
El avance hacia el concordato piamontés estuvo dificultado por la
diversidad de puntos de vista, ya que Pío IX lo veía como un tratado
bilateral, modificable solamente por acuerdo de las dos partes, mien-
tras que el gobierno piamontés quería reservarse el derecho de efectuar
cambios según su conveniencia. En lo que respecta a las instituciones
religiosas, la Santa Sede no pudo impedir que muchas de éstas consi-
deradas “inútiles” (contemplativas o mendicantes) fueran secularizadas,
perdiendo estatuto jurídico y sus bienes. La implementación de dichas
secularizaciones mediante una ley de 1855, fue impulsada por Cavour,
presionado por los democráticos que lo apoyaban en el parlamento, a
pesar de los intentos del episcopado piamontés para evitarla, ofreciendo
una compensación monetaria. Pío IX lanzó una excomunión mayor
contra quienes habían aprobado la ley. Sin embargo, no se interrumpie-
ron los contactos y el pontífice continuó en buenas relaciones con Víc-
tor Manuel, quien en privado, desaprobaba la política demasiado radi-
cal de Cavour en materia eclesiástica y religiosa. Cavour por su lado,
además del apoyo de las minorías radicales y democráticas, desde 1856
(año del Congreso de París) contaba con el respaldo de Napoleón III,
quien entonces comenzaba a diseñar una política italiana para Francia,
donde Piamonte desempeñaría un papel más destacado. El empera-
dor francés se expresó públicamente para que Pío IX implementara
reformas en el Estado Pontificio. Eran consejos generales que provenían
de un hombre político con gran influencia en Europa, y suscitaron
preocupación en Roma. La inminente guerra contra Austria (que esta-
llará en 1859) aumentaba la inquietud por estas injerencias francesas
tan evidentemente vinculadas con la política reformista del Piamonte.
Máxime cuando Cavour estaba aprovechando el respaldo francés para
desacreditar a la Santa Sede, rechazar el concordato y avanzar más en
sus ambiciones secularizadoras y anticlericales. En este contexto, Pío IX
miraba con creciente suspicacia al gobierno piamontés, pero no cambió
su actitud benevolente hacia Víctor Manuel, a quien miraba como hijo
pródigo, bien intencionado, pero incapaz de incidir en la conducción
política de su reino.
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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

La débil posición de la Casa de Saboya, respecto a los poderes fácti-


cos de la clase política del reino, limitaba drásticamente las posibilida-
des de Roma de ejercer influencia. Esta situación, como señala Giusep-
pe Maranini, “estaba destinada a agravarse, a medida que se delineaba
el inevitable conflicto entre la revolución liberal nacional y la Santa
Sede, a medida que la monarquía saboyana, aunque incierta y reacia,
era obligada a hacer suyas, en contra de la Santa Sede, las reivindicacio-
nes y las necesidades objetivas de la revolución nacional”.57
Sin duda, Piamonte era la fuente de los mayores problemas para
el papado en este periodo y las relaciones entre Turín y Roma se man-
tenían tensas. Pero en los demás estados italianos el panorama se pre-
sentaba con luz más favorable. El Gran Ducado de Toscana, bajo la
autoridad de Leopoldo II de Lorena, estaba en buenas relaciones con
el papado. Tenía una tradición de injerencias en asuntos eclesiásticos
non grata para algunos obispos intransigentes, pero en general, el clero
toscano estaba conforme con el gobierno del Estado. El gran duque
Leopoldo era, como Víctor Manuel, un soberano católico preocupado
de que su responsabilidad política no entrara en conflicto con su fe
religiosa. Leopoldo era, incluso, más creyente que su homólogo pia-
montés, le pedía consejo directamente a Pío IX en asuntos religiosos y,
sobre éstos, generalmente lograba imponerse sobre su primer ministro
Baldasseroni, menos enérgico y potente que Cavour. Pío IX y la curia
romana en general, lograron así, obtener el reconocimiento por par-
te de Toscana de algunos principios favorables, y buscaron convertir
este pequeño Estado en un modelo de estado católico, en oposición
a Piamonte, quien en cambio representaba un modelo negativo. Esta
situación bastante favorable para la iglesia, ciertamente era excepcional
y no duró mucho tiempo, terminó en el año 1859.58
Toscana presentaba tres problemas principales para la Iglesia Cató-
lica: el concordato de 1851, las controversias jurisdiccionales y la cues-
tión judía.
El protocolo del 30 marzo de 1848 para establecer el concordato
no fue ratificado por Florencia, pues implicaba perder las prerrogati-

57 Giuseppe Maranini, Historia del poder en Italia, 1848-1967 (México: unam, 1985
/1967), p. 155.
58 Giacomo Martina, Pio IX e Leopoldo II (Roma: Editrice Pontificia Università Gre-
goriana, 1967).

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

vas jurisdiccionales del gran ducado. Pero poco después el concepto


mismo de jurisdiccionalismo, es decir, la injerencia del poder civil en
la organización eclesiástica, era gradualmente abandonado por Austria.
Esto despejaba el camino para un concordato toscano, máxime cuando
la aprobación de las leyes Siccardi en Piamonte (1850) urgía a la igle-
sia establecer acuerdos con los diversos estados italianos. Finalmente el
concordato con Florencia fue firmado con un texto ambiguo que deja-
ba margen para interpretaciones diversas. El documento, según Roma,
dejaba libertad a la iglesia toscana, manteniéndose con el apoyo del
Estado. En Florencia se asumió que el mismo documento autorizaba
la continuación del tutelaje del Estado sobre la iglesia en el territorio
del gran ducado. En realidad, el Estado salía ganando al conceder úni-
camente fórmulas de principio, sin abandonar sus prácticas de control
sobre la iglesia.
Aquí como en otras partes el problema de los judíos era un tema
central de las tendencias secularizadoras y liberalizadoras propias de la
época. En 1852, en el contexto de la revocación de la carta constitucio-
nal o estatuto concedido en 1848, Leopoldo II consultó directamente
a Pío IX sobre la cuestión de la libertad de culto. El estatuto, en efec-
to, eliminaba las discriminaciones religiosas, estableciendo, según los
principios liberales, la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Ahora se
trataba de reintroducir la discriminación, especialmente en relación a
los judíos, con la limitación de los derechos civiles de los no católicos.
Pío IX le recordó al gran duque que para la iglesia era inadmisible la
igualdad de todos los ciudadanos sin considerar su afiliación religiosa,
sobre todo en un Estado Católico como la católica Italia, donde el su-
premo obispo es el Papa. El pontífice señaló que la iglesia desde siempre
busca limitar el contacto de los fieles con los infieles, los cuales pueden
suscitar confianza perjudicando la verdadera fe. El soberano puede,
en casos excepcionales, conceder la gracia de acceder a las universida-
des, conseguir títulos académicos y ejercer con algunas limitaciones las
profesiones de médico y abogado, con el permiso de las autoridades
eclesiásticas. En pocas palabras, en Toscana no era admisible conceder
todos los derechos civiles a los no católicos.
El caso toscano evidenciaba muy bien la actitud general de Pío IX
hacia la condición religiosa en el mundo cristiano moderno: conservar
a toda costa o reforzar el “Estado Católico”, defensor de la fe, aunque
sin injerencias directas en asuntos eclesiásticos, mantener la exclusión
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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

y marginación de las minorías no católicas. Esta posición de Pío IX ha


sido criticada posteriormente porque es incapaz de asumir los prin-
cipios básicos del liberalismo, que establecen la libertad de culto y la
igualdad de los ciudadanos ante la ley. Era también una actitud que au-
mentaba el rechazo y los ataques anticlericales desde los ambientes libe-
rales y democráticos, haciendo parecer a la Iglesia Católica más reaccio-
naria y anacrónica de lo que realmente era.59 Sin embargo, manifestaba
coherencia doctrinaria y tradicional, que le permitiría a la iglesia cerrar
filas ante una coyuntura hostil, sin ceder fácilmente ante las tendencias
ideológicas de la época.
Volviendo a Toscana, el compromiso que se alcanzó en el gran du-
cado, permitía a la Iglesia mantener cierto grado de control sobre la
educación: los obispos supervisaban toda actividad educativa, una co-
misión especial integrada por prelados autorizaba libros de texto y la
nómina de nuevos docentes, y quedaba prohibida la apertura de es-
cuelas protestantes. Este control parcial de la escuela toscana por par-
te de la iglesia representaba la aplicación de los principios de “Estado
Católico” que impulsaba Pío IX para defender la fe en los países con
mayoría católica. En el mismo sentido iban los “candados” puestos a la
prensa y a la propaganda religiosa no católica. En general, Leopoldo II
secundaba las exigencias de la Santa Sede, pero tenía que mantenerse
en equilibrio para no arriesgar su trono. Pío IX sabía que presionar
demasiado al gran duque sería peligroso para la estabilidad del pequeño
Estado, situación que no era conveniente para la iglesia, pues podía
dejar el campo abierto para la propagación de tendencias más liberales.
Lo que en efecto ocurrirá con el estallido de una revolución en Floren-
cia en 1859 que llevará a la desaparición del Gran Ducado de Toscana.
El otro Estado importante en Italia era el Reino de las Dos Sicilias,
que colindaba al sur con el Estado Pontificio. Para la Santa Sede, este
reino del sur de la península gobernado por una rama de la dinastía
borbónica, era fundamental para equilibrar el peso de Piamonte y las
influencias francesas y austriacas en la región italiana. Aquí había pro-
blemas diferentes: pendencias territoriales internacionales, dificultades
internas de la iglesia local y la presencia de un tribunal monárquico en
Sicilia molesto para la iglesia.

59 Giacomo Martina, Pio IX e Leopoldo II, p. 66.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

Las condiciones de la iglesia en el Reino de Nápoles (otro nombre


del Reino de las Dos Sicilias) eran bien conocidas por Pío IX, como
consecuencia de su exilio en Gaeta durante la República Romana.
Como ocurría con el gran duque de Toscana, el Papa estaba en buenas
relaciones con el rey de Nápoles, Ferdinando II, hombre piadoso y de-
voto. Y tal como sucedía en Toscana, en Nápoles existía una tradición
jurisdiccionalista con profundas raíces históricas. Esto quería decir,
además de que existía un Estado confesional, injerencia del Este en los
asuntos eclesiásticos. Aquí como en Toscana, Pío IX tuvo que pelear
para lograr la independencia de la iglesia local. En Nápoles no hubo
enfrentamientos o diferencias serias, pero únicamente se alcanzaron re-
sultados parciales, desde el punto de vista de la Santa Sede.
Las dependencias territoriales concernían en esencia a dos enclaves
territoriales pontificios en territorio napolitano: Benevento y Pontecor-
vo. La monarquía napolitana quería anexarlos mediante una compen-
sación, pero Roma, dispuesta a ceder Benevento, no quería abandonar
el otro enclave, próximo a los confines del Estado Pontificio. A falta de
un acuerdo se conservó el status quo, hasta la desaparición del reino en
1860. Existía además un asunto menor, el homenaje feudal que Nápo-
les rendía a Roma cada año desde el siglo xi, como reino vasallo del Es-
tado de la Iglesia. El homenaje incluía un tributo monetario anual lle-
vado directamente a la basílica de San Pedro. En 1788 este homenaje,
ya considerado anacrónico, había sido interrumpido unilateralmente,
suscitando la protesta de la Santa Sede. Cada año, el papado renovaba
las protestas por la falta de respeto hacia sus derechos feudales, hasta
que Pío IX decidió cerrar el asunto en 1855 aceptando una suma, una
tantum, por parte del rey de Nápoles, con la cual se concluía sin pena
ni gloria el antiguo vasallaje del reino a Roma.
Asunto más importante era lograr la independencia de la iglesia del
Sur, que quedaba sujeta a las autoridades del Estado. En este campo no
hubo avances negociados, sólo el gesto unilateral tardío de Ferdinando II
en 1857, con el cual se limitaban las injerencias estatales en asuntos
eclesiásticos. Pero, en Sicilia, había un problema más grave, donde el
real tribunal de la isla tenía atribuciones exorbitantes, derivadas de una
vieja concesión del Papa Urbano II en 1098 a los reyes normandos
como agradecimiento por la expulsión de los musulmanes de Sicilia.
Las prerrogativas incluían que el juez jefe del tribunal real fuera con-
siderado oficialmente como delegado de la Santa Sede. Pío IX estaba
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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

decidido a terminar con esta situación excesiva y lesiva de los derechos


de la Iglesia. Luchó con Ferdinando II, e incluso contra el clero sici-
liano que en su mayoría aceptaba el status quo. Finalmente, después de
una larga serie de intentos, la solución no llegó sino hasta después de
la caída de la monarquía borbónica, cuando la Santa Sede logró que
el nuevo gobierno piamontés renunciara al tribunal real. En este caso
se mostraba con toda evidencia la incapacidad del clero sureño para
defender los derechos de la iglesia, a causa de su bajo nivel intelectual
y su excesiva obediencia hacia el poder monárquico. En este reino del
Sur, como en Toscana y los estados italianos más pequeños, la situación
eclesiástica iba a cambiar drásticamente sólo con la formación del Rei-
no de Italia en el año 1861.
Dejemos ahora los estados italianos con sus especificidades regio-
nales para examinar en conjunto los sucesos de finales de la década de
1850, que a posteriori llevan a concretar la unificación italiana.
Entre los años de 1859 y 1860 se libra lo que se conoce en Italia
como la “Segunda Guerra de Independencia”. Como en la primera,
también influye en la situación italiana la coyuntura internacional. Las
tensiones entre Austria y Francia favorecen el acercamiento entre ésta
y Piamonte, intensificado después de la participación piamontesa en la
Guerra de Crimea (1853-1856). Gracias a la hábil política de Cavour
de cultivar la amistad francesa, manteniendo contactos y apoyos, tanto
en los ambientes radicales como en los conservadores, se llega finalmen-
te a la estipulación de una alianza franco-piamontesa. En 1858 se fir-
man los acuerdos secretos de Plombières entre Napoleón III y Cavour,
que establecían los términos de la próxima guerra contra Austria. Al
rearme piamontés y a la reunión de un ejército de voluntarios italianos,
Austria respondió enviando un ultimátum e iniciando las operaciones
militares. Ante esta señal y para defender al aliado “agredido”, el ejér-
cito francés descendió de los Alpes y se unió a las tropas piamontesas
buscando ocupar Lombardía. La guerra fue breve pero durísima por la
fuerte resistencia austriaca. Las sangrientas batallas de Magenta, Solfe-
rino y San Martino inclinaron la balanza hacia los franco-piamonteses.
Entretanto, hubo levantamientos populares en Toscana y en el cen-
tro-norte del Estado Pontificio. Al ver la mala racha de los austriacos,
Prusia amenazó a Francia con intervenir, además Napoleón III se vio
presionado por la opinión pública católica francesa preocupada por la
suerte del papado. En consecuencia, las hostilidades cesaron repentina-
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

mente y se firmaron los acuerdos de paz de Villafranca el 6 de julio de


1859. Lombardía fue anexada inmediatamente al reino sardo, pero no
las regiones insurrectas donde, en ese momento, se estaban llevando a
cabo plebiscitos con resultados favorables a la anexión. Insatisfecho con
lo ganado por Piamonte en la guerra, Cavour dimitió. Napoleón III, re-
sistiendo la presión católica y clerical en su país, se inclinó a favorecer el
ulterior engrandecimiento del reino sardo. Finalmente, en los primeros
meses de 1860, se consuma la formación de una Italia del Norte bajo el
dominio piamontés, que incluye los ducados, Toscana y Emilia-Roma-
ña (sustraída al Estado Pontificio). Como compensación de su apoyo
y su esfuerzo bélico, Francia se anexa mediante plebiscitos “arreglados”
Saboya (cuna histórica de la dinastía piamontesa) y la ciudad costera de
Nizza (étnicamente italiana y lugar natal de Garibaldi).
La guerra no había concluido. Este arreglo era satisfactorio para
Francia (que además de las anexiones territoriales ganaba un aliado más
fuerte en sus fronteras meridionales) pero no para los dos restantes es-
tados italianos, el Pontificio y el Reino de las Dos Sicilias, que temían
la presión piamontesa. Pío IX no estaba dispuesto a perder territorios
y rechazó las anexiones. Por otro lado los radicales y los republicanos
(como Mazzini), a pesar de observar con buenos ojos la simplificación
del mapa geopolítico italiano, no veían alcanzados sus objetivos, por-
que Italia aún no estaba unificada y porque el protagonismo era de la
monarquía de Saboya, no del “pueblo” italiano, supuestamente ansioso
de unirse en una nueva república.
A continuación los radicales del partido mazziniano se organizaron
para tomar la iniciativa bajo el mando de Giuseppe Garibaldi. Este,
desde la derrota de la República Romana, de vuelta del exilio, se había
distinguido como el más activo comandante de las guerrillas italianas
en apoyo a la iniciativa militar piamontesa. Su carisma era inmenso y
fácilmente lograba reunir miles de voluntarios de toda Italia para for-
mar ejércitos bajo su mando. Más pragmático que Mazzini, Garibaldi
aceptó la rectoría piamontesa del Risorgimento, dejando a un lado sus
sentimientos republicanos (aunque no su terco anticlericalismo). En la
primavera de 1860 preparó en secreto una expedición revolucionaria
dirigida hacia el Sur. Contaba con el apoyo tácito de Víctor Manuel y
con la simpatía de los británicos, pero tenía la hostilidad de Cavour y
los franceses. Lo que se conoce como “La expedición de los mil” dio
el giro decisivo para la formación de Italia. En la noche del 5 de mayo
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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

de 1860, alrededor de 1,000 milicianos garibaldinos partieron de Gé-


nova rumbo a Sicilia, en dos navíos. Casi todos eran italianos y vestían
uniformes rojos (de allí el nombre de “camisas rojas”). Los garibaldinos
desembarcaron en la isla donde su caudillo se proclamó “dictador” de
Sicilia. Derrotaron a un ejército enviado desde Nápoles y reprimieron
una sublevación campesina que amenazaba los intereses de los terra-
tenientes que apoyaban la autonomía isleña. Protegidos por la flota
británica, cruzaron el estrecho de Messina y remontando hacia el norte,
ocuparon Nápoles, acaeciendo poco después la batalla final en el Río
Volturno, donde fue derrotado el ejército del Reino del Sur. A pesar de
que la historiografía nacionalista describe la victoria como la liberación
de un pueblo oprimido por una dinastía arcaica y decadente, la realidad
es que muchos napolitanos eran leales a sus reyes, desconfiados de los
invasores y hostiles a sus patrocinadores piamonteses.
Al derrumbarse la monarquía borbónica, Cavour dejó a un lado su
hostilidad hacia Garibaldi y aprovechó la oportunidad para evitar una
solución revolucionaria y republicana a la desaparición del Reino del
Sur. El 3 de octubre el ejército piamontés cruzó el Estado Pontificio
sin encontrar resistencia y penetró en el territorio del Sur para unirse
a las tropas garibaldinas. El parlamento piamontés aprobó la anexión
del Sur mediante plebiscitos “arreglados” para que dieran un resultado
favorable. Garibaldi —quien dificilmente podría haber enfrentado con
éxito en combate abierto al ejército piamontés— aceptó pragmática-
mente la situación, y el 21 de octubre se reunió con Víctor Manuel II
en Teano, donde le entregó formalmente sus conquistas y declaró (a
regañadientes) su lealtad a la monarquía norteña.
El caudillo victorioso quería continuar la guerra para conquistar
Roma y Venecia (aún bajo la dominación austriaca), pero la realpolitik
se impuso. Mediante un plebiscito los territorios pontificios de Marche
y Umbría fueron anexados sin más al reino piamontés, no obstante las
vehementes protestas de Pío IX, el cual veía reducido el territorio de
su Estado solamente al Lacio. El grueso de la península itálica era, de
este modo, unificado en único Estado, sólo faltaba formalizar el acto
de fundación y darle un nombre, y éste ya no podía ser, obviamente,
Cerdeña o Piamonte. El 17 de marzo de 1861 el parlamento piamontés
proclamó en Turín a Víctor Manuel rey de Italia “por gracia de Dios y
voluntad de la Nación”. Con este acto nacía oficialmente el nuevo Es-
tado italiano. Víctor Manuel conservó al lado de su nombre el número
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

“II” al convertirse en rey de Italia (no el número “I”), señalando lo que


era claro para todos: que la monarquía italiana era la continuación de
la monarquía de Saboya. Cavour se convirtió en el primer ministro del
nuevo reino, pero murió sólo tres meses después de la unificación. A
pesar de haber sido excomulgado en 1855, recibió a punto de muerte
la extremaunción de un sacerdote amigo suyo, sin retractarse de sus
acciones anticlericales.60
Con los sucesos de los años 1860 y 1861, la Santa Sede se veía
arrinconada en la región alrededor de Roma, protegida por Francia,
pero circundada por un Estado que le era hostil y no escondía sus de-
seos de completar la unificación política de la península. La unificación
italiana, todavía incompleta, se había realizado en las condiciones más
desfavorables desde el punto de vista pontificio. No se cumplía median-
te esa confederación que habían prefigurado los neogüelfos, teniendo
al Papa como presidente honorario. Tampoco era obtenida respetando
los derechos de la iglesia pues, en realidad, era un engrandecimiento del
Reino de Cerdeña, con lo cual se extendían las leyes secularizadoras de
Turín a toda la península. La tradición política anticlerical piamontesa
sintetizada por Cavour, ahora formaría parte de la cultura política del
nuevo Estado, máxime cuando la Santa Sede se oponía y seguía hostil
a toda idea de perder el poder temporal en el centro de Italia. La dolo-
rosa pérdida de Emilia, Marche y Umbría hacía prefigurar una próxima
pérdida de más territorios, quizás también de Roma, con lo cual se
perdería la autonomía política que Pío IX y la curia romana defendían
tan tercamente.
En realidad, aquí como en otros momentos de la historia del Ri-
sorgimento, no existía de antemano ningún desenlace predetermi-
nado. Posterior y únicamente sólo la historia nacional extiende una
pátina de coherencia y linealidad teleológica sobre un proceso que,
visto de cerca, parece más bien confuso, contradictorio y determi-
nado muchas veces por las circunstancias coyunturales. Por ejemplo,
a finales de 1860 y antes del colapso final del Reino del Sur, se sabe
que Cavour intentó negociar con Pío IX para llegar a una solución
satisfactoria para la Santa Sede y para el reino sardo.61 El primer mi-

60 El sacerdote, padre Giacomo da Poirino, por este acto de caridad fue convocado a
Roma y suspendido a divinis.
61 Giovanni Sale, L’Unità d’Italia, pp. 69-80.

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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

nistro piamontés hubiera preferido llegar a un acuerdo en materia


religiosa y territorial con Pío IX, en lugar de imponerse política y
militarmente. Cavour preparó en ese entonces un memorándum que
le fue entregado al Papa por dos enviados confidenciales. En este do-
cumento se encuentra plasmada la idea cavouriana de “Iglesia libre
en un Estado libre” y la invitación a la iglesia de reconciliarse con
la modernidad llegando a un acuerdo con los estados liberales. Se
rechazaba la utilidad del poder temporal, más un obstáculo que un
beneficio, y se garantizaba a la iglesia su plena autonomía y libertad
por parte del Estado para el ejercicio del magisterio religioso. La pro-
puesta de Cavour, presentada de una manera respetuosa y cuidadosa,
era demasiado radical para que en ese momento fuera aceptada. Pedía
directamente al Papa renunciar al poder temporal y a sus bienes mate-
riales, aunque ofrecía amplias garantías. Pío IX no estaba dispuesto a
ceder por razones de principio y por lealtad al juramento de conservar
el Estado de la Iglesia, máxime cuando Napoleón III le garantizaba el
respeto de lo que quedaba de éste. El emperador francés, que estaba
al tanto de las negociaciones y cuidaba su relación con los católicos de
Francia, quería que se compensara al pontífice con algún territorio,
aunque no fuera exactamente en el Lacio. Al final, las negociaciones
de 1860 no prosperaron por la incompatibilidad de fondo entre las
concepciones de Cavour, mundanas y políticas, y las de Pío IX, emi-
nentemente religiosas, de toda la cuestión de las relaciones Estado-
iglesia y del poder temporal de ésta.
Además Pío IX sinceramente quería cuidar la independencia de la
Santa Sede, en un contexto donde percibía fuertes señales de hostili-
dad. Especialmente por parte de los piamonteses y sus aliados naciona-
listas radicales, todos anticlericales. La extensión de la legislación secu-
larizadora piamontesa era especialmente peligrosa para las poblaciones
católicas de Italia central. El despojo de territorios y bienes a la iglesia,
en suma, ocurría en un contexto donde, por un lado, se cumplían las
ideas liberales de volver a la iglesia misma más cercana a su origen evan-
gélico y más libre, pero, por otro lado, se desahogaban las ideas de los
anticlericales radicales, muchos de ellos masones, quienes aspiraban a
fundar un Estado italiano completamente agnóstico, laico y “libre” de
influencias religiosas. El despojo ocurría además por la fuerza y con lujo
de violencia en la cuestión de las anexiones y la posible futura ocupa-
ción militar de la misma Roma.
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

Los peores temores del pontífice se reforzaron en los años sucesi-


vos, toda vez que Garibaldi varias veces intentó invadir Lacio. Sólo fue
frenado por los piamonteses que entendían que era peligroso desafiar
a Francia, que con un contingente militar defendía lo que quedaba del
Estado Pontificio. En el año 1862, un ejército garibaldino, al mando
del caudillo —quien proclamó o Roma o morte— intentó dirigirse ha-
cia Roma, pero fue detenido violentamente en Calabria por las tropas
piamontesas y Garibaldi resultó herido en este enfrentamiento. Otra
señal peligrosa para la Santa Sede fue el traslado de la capital italiana
de Turín a Florencia en 1865, acto que presagiaba el destino futuro de
Roma como capital del reino.
La atracción que Roma ejercía entre los nacionalistas del Risorgi-
mento era muy fuerte, pues “la convicción de que la unidad nacional
no podría considerarse cumplida mientras que Roma quedara bajo el
gobierno pontificio se volvió un argumento de fe compartido por casi
todos los patriotas. Se decía que Italia necesitaba a Roma”.62 Roma,
capital de Italia, era entonces un mito y casi un dogma de fe, derivado
de diversos factores: el prestigio del Imperio Romano (que evocaba no
solamente grandeza sino unidad del territorio itálico), la “neutralidad”
de Roma con respecto a las fuertes identidades municipales y regiona-
les italianas y la necesidad de eliminar la fuerza del papado hostil a la
unificación. La conquista de Roma significaba, en efecto, con la evo-
cación de una Roma restaurada en su antigua grandeza, terminar con
el último obstáculo para la formación de Italia: “La lucha por Roma
aparecía, entonces, una vez más, como la lucha del progreso contra el
oscurantismo, de las libertades civiles contra la opresión teocrática, del
liberalismo contra el clericalismo”.63
Pío IX tenía razón en temer que los días de la Roma pontificia es-
taban contados. Sin embargo sus preocupaciones y las de los católicos
intransigentes de que el nuevo Estado italiano, nacido de la extensión
del reino sardo, perjudicaría y debilitaría la fe de los italianos, no se-
rían confirmadas por lo que ocurriría después de 1861. En las décadas
posteriores a la unificación no se observa ninguna merma generaliza-
da en el sentimiento religioso ni en las costumbres católicas tradicio-

62 Andrea Giardina y André Vauchez, Il mito di Roma. Da Carlo Magno a Mussolini


(Roma: Bari, Laterza, 2000), pp. 177-178.
63 Andrea Giardina y André Vauchez, Il mito di Roma, p. 185.

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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

nales. Las llamadas instituciones fuertes de la Iglesia en el nivel local,


como la parroquia, las cofradías y las asociaciones religiosas conti-
nuaron su vida igual que antes. De igual manera los valores religiosos
típicos del catolicismo italiano como la familia, el matrimonio y la
participación a los sacramentos no se vieron afectados por el cambio
político e institucional. Al contrario, se registró una mejoría general
en la calidad y el nivel del clero desde el punto de vista espiritual y
de formación profesional. Asimismo, se observa una actividad pasto-
ral más intensa, un florecimiento de nuevas congregaciones religiosas
masculinas y femeninas activas en la sociedad, que aportaron nueva
vida a la iglesia, sacándola de sus posiciones meramente conservado-
ras y defensivas.64
Es cierto que los temores de Pío IX de que el Estado italiano na-
cía arreligioso (no solamente laico), con una ideología fundadora, al
menos, en parte, anticlerical. Sin embargo el pontífice, dotado de
un intenso sentimiento religioso y profético, como la mayoría de los
prelados de su tiempo, casi carecía de sensibilidad histórica. No so-
lamente en el sentido de aceptar y ver lo positivo de los cambios que
traía la modernidad, sino en la capacidad de reconocer el renacimien-
to y la vivacidad del catolicismo de su tiempo, tanto en Italia como
en otras partes de Europa en el aspecto religioso, pero también en el
cultural y político. En la década de 1860 y en los años subsecuentes
hasta su fallecimiento, Pío IX fue un pontífice que estaba perdiendo
la sintonía con su época y, consecuentemente, la capacidad de condu-
cir con efectividad la comunidad católica en medio de los cambios y
las novedades del siglo.

2.3. El secuestro de un niño incómodo


el 24 de junio de 1858 en Bolonia

En las siguientes páginas analizamos un caso muy controvertido que


polarizó la opinión pública durante algunos años, cuando la inquisi-
ción arrebató un hijo a una familia judía, porque se presume había

64 Giacomo Martina, Pio IX (1855-1866), p. 116; Francesco Traniello, Religione


cattolica e Stato nazionale. Dal Risorgimento al secondo dopoguerra (Bologna: Il Mu-
lino, 2007), p. 106.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

sido bautizado secretamente. Algo que anteriormente era bastante or-


dinario, en este nuevo contexto, para la Iglesia Católica, se transforma
en una bomba de tiempo que provoca una reacción indignada entre la
opinión pública de todo el mundo.
La noche del 23 de junio de 1858, la gendarmería llamó a la puerta
de la casa de Momolo Mortara, una sirvienta contestó el llamado y es la
dueña de casa quien después de mucha insistencia dejó entrar a algunos
oficiales. En ese momento de la noche el esposo no estaba. Entonces el
comandante del grupo exhibe un documento y pide a Marianna, dueña
de la casa, aclarar los nombres de cada uno de sus ochos hijos. Al poco
tiempo llega Momolo Mortara, esposo de Marianna. El comandante
aclara de nueva cuenta que tiene la orden de pedir los nombres de cada
uno de los ocho hijos de la familia Mortara. Después les dice que quiere
verlos y por esta razón Momolo, acompañado de su esposa, la sirvienta
y de tres de sus hijos mayores que todavía no estaban dormidos, entra
a los cuartos de los niños.
Es en este instante que el comandante les explica que uno de sus
ochos hijos, Edgardo, de 6 años, había sido bautizado y que por esta
razón no podía seguir viviendo con sus padres y hermanos judíos. El
papá aclara que es imposible y que seguramente hay un malentendido.
Marianna comienza a gritar y el comandante exhorta a Momolo en
acompañar a su hijo a San Domenico, sede del tribunal de la inquisi-
ción. Los padres rechazan la petición por el miedo de ser obligados a
dejarlo.
En medio de todo esto el hijo mayor sale de casa y empieza a con-
vocar a vecinos como Bonajuto Sanguinetti, un rico judío con mucha
influencia, y a Angelo Padovani, hermano de la mamá del pequeño
Edgardo. Ellos deciden que antes de todo es indispensable hablar con
el inquisidor y convencer al comandante de que por el momento es
necesario dejar a Edgardo en su casa.
El inquisidor es el dominico Pier Gaetano Feletti, quien en medio
de la noche recibe a una pequeña representación de la comunidad
judía de Bolonia que desea una explicación lógica de algo que, al
parecer, no es razonable. Feletti sólo aclara lo que ya ha explicado el
comandante: “Edgardo tiene el bautismo”. Los judíos piden al inqui-
sidor comprobar el bautismo del niño. El inquisidor contesta que no
puede hacerlo y que ha recibido órdenes de separarlo de su familia de
origen. Los judíos al ver que no pueden obtener muchos datos sobre
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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

este punto insisten en conseguir una dilación, y después de muchas


insistencias obtienen 24 horas de plazo.65
Dos soldados permanecen en casa de los Mortara para custodiar a
Edgardo. La única posibilidad que tienen es encontrar a una persona
más importante que el inquisidor, en este contexto hay dos posibili-
dades: hablar con el arzobispo de Bolonia, el cardenal Michele Viale-
Prelá, o con el cardenal delegado, Giuseppe Milesi. El inquisidor ha
informado precedentemente a los cardenales y ninguno de los dos se
encuentra en la ciudad.
La idea de Sanguinetti es corromper con mucho dinero a algunos
altos prelados y frenar así el “secuestro” del niño. Este no es un caso
singular, en el sentido de que la comunidad judía siempre lo había
hecho así, algunos casos llegan incluso hasta el mismo pontífice. Pero
Viale-Prelá tiene fama de ser muy intransigente y prudentemente ha
dejado la ciudad.
Cerrados todos los caminos alternos, el caso regresa a manos del
inquisidor, y Momolo, padre de Edgardo, pide otra dilación y el inqui-
sidor contesta que es inútil otra demora y que Edgardo no tiene ningún
riesgo de sufrir dado que cuenta con la protección papal. Finalmente el
comandante y los soldados se llevan al niño hacia un destino descono-
cido para a la familia.
Como hemos explicado, la familia Mortara es judía y Momolo es
un comerciante perteneciente a la clase media de una ciudad bastante
próspera. Poco antes del nacimiento de Edgardo llegó a trabajar para
esta familia una sirvienta llamada Anna Morisi, una joven analfabeta
de 18 años, oriunda de un pueblo rural cercano a la ciudad. Edgardo
nace en el año 1851 y la familia Mortara comienza a sospechar que
si en verdad Edgardo había sido bautizado lo más probable es que al-
guien del personal de servicio lo había hecho, por esta razón la familia
empieza a investigar a Anna Facchini, su doméstica en ese momento,
hecho que ella niega rotundamente. Entonces las sospechas recaen en
la precedente doméstica, Anna Morisi, quien había llegado a trabajar
a casa de los Mortara desde que Edgardo tenía unos meses de nacido y
quien había permanecido con ellos hasta el año de 1857. Después de
una investigación bastante sencilla que llevó a cabo la familia Mortara,

65 David L. Kertzer, Prigionero del Papa Re (Milano: bur, 2005), pp. 11-23.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

es la misma Anna —apodada Nina— quien confiesa: “Me he encontra-


do desde hace algunos años al servicio de los Mortara, cuando Edgardo
a la edad de un año se enfermó. Un día estaba muy enfermo, con el
riesgo de morir. Hablando de esto con un comerciante, Cesare Lepori,
me dijo que se podía bautizar”. Una vez que la sirvienta llegó a la casa,
tomó un vaso de agua y estando sola con el niño de un año le dijo:
“Yo te bautizo en nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Después
de esto el niño logró recuperarse. A Nina pronto se le había olvidado
todo esto y únicamente lo había comentado con otras sirvientas que, al
parecer, conversaron con algunos curas que a la vez dieron informe a la
inquisición. Por esta razón en el invierno de 1857 en San Domenico,
el inquisidor la obliga a confesar bajo el juramento de guardar silencio.
Sólo hasta un año después la sirvienta se entera de que por esta confe-
sión la inquisición se había llevado a Edgardo.
La estrategia de los Mortara en una primera etapa es respaldada por
muchas comunidades de judíos en Italia, y consistió en minar la validez
canóniga del bautismo de Edgardo recogiendo informes sobre la vida
sexual de la joven Anna Morisi, Nina. De hecho la familia de Edgardo se
había enterado desde antes que la joven sirvienta había quedado emba-
razada en 1855. El contexto social de las sirvientas de este periodo con-
sideraba bastante ordinarios estos problemas, comunes a muchas otras
trabajadores domésticas. Normalmente el factor común del embarazo
son los mismos empleadores. La única solución para salvar el honor de las
domésticas era dejar al niño en orfanatos específicamente encargados de
cuidar a “los bastardos”. Las mujeres eran obligadas a dejar a los pobres
niños en estos orfanatos, sin posibilidad alguna de quedarse con estos hi-
jos ilegítimos. Anna no podía regresar embarazada a su pueblo, ni podía
quedarse con los Mortara y por ello la familia judía amablemente había
decidido no despedirla y dejarla cuatro meses en casa de una partera,
cubriendo todos los gastos y recontratándola después. Por estos antece-
dentes, los Mortara, ante un notario, escucharon el testimonio de ocho
mujeres y un hombre que dieron cuenta de la vida sexual de esta mujer
que aún no estaba casada. En particular Anna Morisi simpatizaba mucho
por los soldados austriacos que tenían un contingente en Bolonia. Los
empleadores que la contrataron en 1857 hablaron claro, y dijeron que
había sido sorprendida con un capitán austriaco en su cuarto, aclarando
que, al mismo tiempo, tenía una relación con un cliente del negocio
de los nuevos empleadores y que por esta razón la habían despedido.
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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

Otras sirvientas mencionaron el hecho de que Nina estaba acostumbrada


a llevarse el vino de la cantina de la casa de los Mortara y a robar la ropa
interior de la señora Mortara para utilizarla indebidamente. Todos estos
testimonios fueron enviados a Roma, directamente a Pío IX.66
Otra estrategia que muchos atestiguaron fue la supuesta enferme-
dad de Edgardo. Los Mortara, seguramente asesorados por un cano-
nista, descubrieron que los católicos laicos podían bautizar a un judío
sin autorización sólo si había muchas dudas sobre su sobrevivencia. Por
esta razón el médico de la familia Pasquale Saragoni garantizó bajo ju-
ramento que la vida de Edgardo nunca estuvo en riesgo. Todos los tes-
tigos eran católicos, ya que por ley los judíos no podían hacer declara-
ciones juradas contra católicos. Aún desconocemos lo que hizo el Papa
de todos estos testimonios notariados una vez que llegaron a Roma.
Pero el día siguiente al secuestro, el viernes 25 de junio, Momolo
no tenía idea de quién había bautizado su hijo y estaba convencido
de que probablemente Edgardo se encontraba en el cercano convento de
San Domenico.
Por la tarde Momolo decide arreglar las maletas de su hijo para en-
tregarlas en San Domenico, ya que la noche anterior Edgardo había
abandonado el domicilio familiar sin llevarse ni un solo vestido. Pero el
Padre Feletti no se encontraba y al día siguiente el inquisidor le aclara a
Momolo que su hijo no necesitaba nada y que estaba muy bien. Pron-
tamente Momolo es informado por sus amigos de que la misma noche
del “secuestro”, el carruaje de Edgardo había dejado Bolonia.
En los días sucesivos, la pequeña comunidad judía de Bolonia em-
pezó a utilizar su red de contactos y la noticia llegó pronto a todos
los judíos de Italia. A los Mortara les había llegado el rumor de que
Edgardo estaba en Roma; y efectivamente, el Padre Feletti le informa a
la familia que no puede solucionar este problema ya que el inquisidor,
para este momento, no tiene ninguna relación con Edgardo.
Los judíos estaban confinados a vivir en guetos desde hacía algunos
siglos y por esta razón habían desarrollado una especie de diplomacia
en el sentido de que un judío no se relacionaba directamente con el
Estado o la iglesia, sino que utilizaba intermediarios dentro de la mis-
ma comunidad. Por esta razón, y ya que Edgardo estaba en Roma, la

66 David L. Kertzer, Prigionero del Papa, pp. 137-151.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

extensa comunidad judía romana empieza a interesarse en el asunto. A


diferencia de la pequeña comunidad de Bolonia, casi sin estatus jurídi-
co, los hebreos de la futura capital italiana estaban muy organizados y
eran influyentes. Para los judíos que permanecían en territorio pontifi-
cio la tragedia de los Mortara era algo que había pasado anteriormente
y que seguía pasando ahora: eran huéspedes en un territorio bajo la
jurisdicción de la inquisición. Mientras que para los judíos residentes
en el Reino de Cerdeña o en Francia o en Inglaterra, este episodio co-
menzaba a ser causa de un fuerte enojo.
Desde el principio la comunidad romana se mostró muy diplomá-
tica en el manejo de este caso. Su experiencia en casos similares les
había demostrado que la impulsividad que solicitaba la comunidad de
Bolonia era totalmente inútil. Desde su elección, Pío IX había hecho
algunas concesiones a los judíos romanos, quitando la homilía forzada
consistente en la obligación de escuchar en sábado la predicación de un
padre y también había eliminado los portones en el gueto, enfrentando
la oposición del populacho romano. La verdad es que la comunidad
romana era la más pobre de todas las comunidades de la península ita-
liana, la más numerosa, con 4,000 hebreos, y también la más antigua:
los judíos vivían en esta ciudad desde hacía veinte siglos.
La Casa de los Catecúmenos era un lugar importante y un judío
podía entrar hebreo y salir católico. Claramente para los judíos era un
hogar horrible, mientras que para los católicos era una casa donde con-
tinuamente ocurrían milagros por la conversión de los judíos.
La casa a donde llevaron a Edgardo había sido fundada por Igna-
cio de Loyola en 1540 y era la primera para la conversión de islámicos
y judíos. Sucesivamente se fundaron casas en Bolonia, Ferrara y Mo-
dena. El bautismo de los judíos, después de una formación en Casa
de los Catecúmenos, era un rito que se llevaba a cabo en las grandes
basílicas romanas, presidido por cardenales y con miles de feligreses
como testigos. Según la doctrina de este momento, los que podían
contribuir a la conversión de un judío merecían entrar en el paraíso,
por esa razón las familias de la alta nobleza italiana estaban en eterna
lucha para ser padrinos de los conversos, pues se trataba de una dis-
tinción importante.67

67 David L. Kertzer, Prigionero del Papa, pp. 85-94.

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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

Edgardo no llegaba para ser bautizado, pero sí para conocer las


creencias de su nueva religión. Así, es el rector de esta casa quien se
encarga de la educación del niño. Por ello Momolo decide viajar hasta
Roma con la esperanza de ver a su hijo y convencer a la jerarquía ro-
mana de dejarlo regresar con su familia natural. Claramente los judíos
no podían acercarse, ni tocar a la puerta de la Casa de los Catecúme-
nos. Así que Momolo fue recibido por el cardenal Secretario de Estado,
Giacomo Antonelli. El problema, como veremos más adelante, es que
la prensa europea había empezado a escribir sobre este caso, hablando
de un régimen totalmente inhumano, por ello el Vaticano no podía
ignorar completamente las peticiones de un padre desesperado. Este
encuentro entre Momolo y el cardenal Antonelli había sido arreglado
por la intermediación de la comunidad romana y Antonelli se mostró
muy disponible y aclaró que hablaría del caso con el Santo Padre, per-
mitiéndole encontrar a Edgardo.
El rector de la Casa de los Catecúmenos, Enrico Sarra, había em-
pezado desde hacía un mes a adoctrinar al joven Edgardo inculcándole
una idea fija que consistió en el hecho de que la única forma de superar
el dolor y de poder reunirse definitivamente con sus papás era conven-
ciéndolos de convertirse al catolicismo. Para este momento la prensa
católica insiste mucho sobre el hecho que Edgardo ya no quiere regresar
con su familia y que ha abrazado totalmente la nueva fe. Al parecer a
Momolo no le interesa mucho su hipotética conversión, sino eliminar
todos los obstáculos para obtener su rescate.
Desafortunadamente, la Santa Sede empieza a cambiar el inicial ca-
mino de disponibilidad y el cardenal Antonelli aclara a los representan-
tes de la comunidad romana que las esperanzas de convencer al Papa y
regresar a Edgardo con su familia eran prácticamente nulas. Momolo
no puede quedarse mucho tiempo más en Roma por dos razones, la
primera material: su comercio de venta al mayoreo de tapicería esta-
ba quebrando por el descuido de éste y la segunda que su esposa se
encontraba gravemente deprimida, y estaba descuidando a sus otros
hijos, por esta razón algunos familiares le sugirieron dejar urgentemen-
te Roma y regresar a Bolonia. Así que a finales de septiembre Momolo
decide dejar provisionalmente Roma.
Mortara deja Roma y Edgardo tiene un nuevo padre, que lo con-
siente mucho: Pío IX. El Papa estaba muy sorprendido por la negativa
popularidad que la Santa Sede estaba adquiriendo en el caso del jo-
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ven Edgardo, aun considerándose gran amigo de los judíos. Cuando


la inquisición empezó a ocuparse de los Mortara, el caso era bastante
rutinario, así que es probable que sea haya vuelto tan clamoroso por la
mutación que estaba viviendo toda Europa en esos años. Anteriormen-
te casos similares eran problemas restringidos a la comunidad judía,
mientras que el caso Mortara, por obvias razones, indignó a todos los
liberales en el mundo. Las muchas ideas que surgen para no seguir con
un estado teocrático en el sur de Europa, pone en el secuestro del joven
Edgardo la evidencia de que el poder temporal del Papa tiene los días
contados.
La comunidad de Bolonia intentó involucrar en el caso a las prin-
cipales naciones europeas y, paradójicamente, todo esto asustó a la co-
munidad romana acostumbrada a no utilizar una política de enfrenta-
miento directo contra la Santa Sede. Únicamente las comunidades del
Reino de Cerdeña, gobernado por una monarquía parlamentaria, mos-
traron toda su agresividad hacia la Santa Sede, involucrando a Francia
e Inglaterra. En particular los judíos franceses apelaron a Napoleón III,
que para este momento tenía un ejército en Roma dispuesto a proteger
la ciudad. En realidad el emperador era defensor del Papa y al mismo
tiempo estaba convencido de que el Estado de la Iglesia necesitaba mu-
chas reformas para no continuar siendo un Estado de antiguo régimen.
Los Mortara y muchas comunidades italianas veían en Francia un país
que podía obligar al Papa a regresar a Edgardo con su familia.
Otro grupo influyente en Roma eran los Rothschild, una familia
de banqueros judíos con bancos en toda Europa que había prestado
mucho dinero a la Santa Sede. Todo esto resulta muy contradictorio:
por un lado los judíos en Roma no podían tener propiedades y, por el
otro, el catolicismo se alimentaba mundialmente con el dinero de los
bancos judíos. En el mundo judaico los Rothschild no tenían buena
reputación, pues se estaban enriqueciendo a costa de los estados que
explotaban a sus hermanos de sangre con la fe. Por esta razón esta pode-
rosa familia había empezado a proteger a los judíos filantrópicamente,
sobre todo a los de Roma.
Como es lógico pensar, los Mortara esperaban el apoyo de los
Rothschild, mismo que llegó rápidamente, y sólo tres semanas después
del robo de Edgardo, en el mes de julio, James Rothschild escribió al
cardenal Antonelli con la esperanza de solucionar este problema. En
agosto será la rama inglesa de la familia, que con Lionel Rothschild al
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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

frente —el primer judío que logró entrar en el parlamento—, escriba a


Antonelli. El cardenal diplomáticamente le contestó que el asunto no
dependía de él.
Para el mes de octubre Momolo y su esposa Marianna llegaron a
Roma y visitaron regularmente a su hijo durante un mes en la Casa
de Catecúmenos. Resulta muy controvertido el tema sobre la postura
de Edgardo durante estos encuentros. Según los Mortara, el hijo era
asustado por los curas que lo vigilaban y amenazaban continuamente.
Mientras, la prensa católica insistía mucho en una real conversión de
Edgardo y en el hecho de que este niño había manifestado casi desde el
principio un alejamiento evidente hacia la religión de sus padres.
Mientras el complejo proceso de unificación italiana había empe-
zado, el muy pragmático conde Cavour, primer ministro del Reino de
Cerdeña, estaba muy pendiente de este caso que utilizó para legitimar
la barbaridad del Estado de la Iglesia. Su aliado más fuerte era Francia,
particularmente el duque de Gramont, embajador en Roma, quien es-
taba molestísimo por la aparente indiferencia de Antonelli sobre el caso
de Edgardo. No olvidemos que Francia estaba defendiendo la Santa
Sede con un ejército permanente en Roma, así que, probablemente,
era el diplomático más poderoso entre todos los residentes en Roma.
Después de escribir numerosas cartas al Secretario de Estado sin recibir
respuesta decidió hablar directamente con Antonelli y se molestó por
su postura insensible hacia este caso. Por esta razón desarrolló un plan
para secuestrar a Edgardo, la idea era sacarlo de la Casa de Catecúme-
nos y llevarlo en un barco hasta Génova, ciudad que pertenecía al Es-
tado de Cerdeña, área donde los judíos y los demás ciudadanos tenían
los mismos derechos. Este plan no era tan complejo, considerando el
hecho de que los franceses tenían soldados en Roma. El duque estaba
molesto por la debilidad de los judíos romanos que se quejaban y no
hacían nada, mientras que eran ellos mismos los que deberían organizar
el secuestro de Edgardo. El embajador fue recibido por Pío IX, quien se
encontraba muy triste por los acontecimientos y le aclaró al embajador
que lo que le impedía dejar al niño con sus papás era un problema de
conciencia.
El duque no le dio seguimiento el plan de secuestro, pues al parecer,
no recibió la autorización de Francia para actuar. Pero resulta interesan-
te ver como también los judíos tenían la idea de secuestrar al niño, en
particular en la prensa judaica francesa aparecieron varios artículos en
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donde se ofrecían hasta 40,000 francos (por medio de una suscripción)


a cualquier persona que pudiera conducir a Edgardo a Francia o al
Reino de Cerdeña. El fondo de la recompensa podían haberlo creado y
administrado los Rothschild, con el respaldo de las comunidades judías
de todo el mundo.
Mientras los eventos continuaban enlazándose con el proceso irre-
versible de la unificación italiana, el caso Mortara podía llegar al ex-
tremo de legitimar a Francia de la posibilidad de borrar del mapa al
Estado Pontificio.
Los informes de la diplomacia vaticana no dejan dudas sobre el he-
cho de que el caso Mortara está generando una verdadera ola antipapis-
ta. En París, en enero de 1859, el nuncio aclara que el emperador y su
gabinete se habían declarado insatisfechos sobre el caso Mortara, que
por medio de las comunidades inglesas comenzaba a ser conocido fuera
de Europa. De septiembre en adelante los principales periódicos judíos
en América continuamente publicaron artículos sobre el joven Edgar-
do. En San Francisco, Boston y New York se dieron manifestaciones de
solidaridad de miles de personas entre judíos y protestantes. En Nueva
York el cómico judío Raphael de Córdova declaró:

¿Cómo es posible que un niño judío bautizado secretamente por una sir-
vienta sea transformado en católico? Qué podemos decir si un grupo de
judíos, armados de bisturís, entran en el Vaticano, toman el Papa y, aga-
rrándolo firmemente, lo circuncidan. Seguramente esto no trasformaría al
Papa en judío, como un poquito de agua no ha trasformado al hijo de un
hebreo en católico.68

Para tener una idea concreta de la resonancia de este caso en el exterior,


aclaramos que sólo en diciembre de 1858 el New York Times publicó
más de veinte artículos.
Mientras la comunidad romana se quejaba de todo el ruido que este
caso estaba generando y, como explicamos, según ellos desde el prin-
cipio era mejor mantener un bajo perfil y encontrar la solución al caso
por la vía legal, la realidad es que esta cuestión se había transformado
en un asunto político que afectaba las posibilidades de solucionarlo po-

68 David L. Kertzer, Prigionero del Papa, p. 187.

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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

sitivamente, según los judíos de Roma. El enojo estaba enfocado contra


la prensa liberal y no contra la jerarquía, pues todo este grupo vivía
lejos del Vaticano, residía cómodamente en territorios seguros, y sólo
las comunidades en el Estado de la Iglesia pagaban las consecuencias de
la irritación del Santo Padre.
En el año de 1859, Edgardo dejaba la Casa de los Catecúmenos
para incorporarse a la iglesia de San Pietro in Vincoli de la Orden de los
canónigos regulares de Letrán. Este año representó el principio de un
importante proceso de radical trasformación geopolítica. Austria decla-
ró la guerra al Reino de Cerdeña, Francia apoyó al naciente Reino de
Italia y ciudades importantes como Bolonia proclamaban su adhesión
a la guerra de Independencia. El cardenal que gobernaba Bolonia huía
de la ciudad y los Mortara empezaban a tener una nueva esperanza
que no dependía de la voluntad del Papa, sino de su pérdida de poder
temporal.
Los Mortara habían dejado Bolonia porque que el próspero negocio
de Momolo había quebrado pocos meses después del secuestro del niño,
por el consecuente descuido del padre. Afortunadamente los Roths-
child habían entregado dinero a Momolo y también le habían ofrecido
la posibilidad de mudarse a Turín, lejos de la inquisición. Claramente
Bolonia había caído, pero Edgardo vivía en Roma, una ciudad aún go-
bernada por Pío IX. Bolonia, junto con otros territorios, se encontraba
bajo el gobierno provisional de Luigi Carlo Farini. Los Mortara ha-
bían dejado este territorio, pero el padre de Momolo, Simón, abuelo de
Edgardo, había solicitado perseguir a los autores del secuestro. Farini,
quien para ese momento tenía muchos pendientes, le pareció desde el
primer momento darle prioridad a la petición de Simón Mortara. De
todo lo que había pasado, el único sujeto importante que continuaba
viviendo en Bolonia era el inquisidor, el Padre Feletti a quien Farini de-
cidió encarcelar. Los policías entraron al convento donde residía el tri-
bunal de la inquisición y la reacción del dominico fue de total rechazo,
no reconoció la autoridad civil y no podían juzgarlo. La policía pidió la
documentación sobre el caso Mortara y nuevamente el inquisidor con-
testó que no reconocía su autoridad y entre las quejas de los dominicos
la policía empezó a inspeccionar el convento. Este episodio representa
una dimensión nueva: la prensa europea percibe en la encarcelación
del inquisidor el símbolo de un mundo que está cambiando definitiva-
mente. Desde enero de 1860, el juez Francesco Carboni es el encargado
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

de escuchar los testimonios y de juzgar al inquisidor. Claramente los


problemas jurídicos son muchos: antes que todo, el caso es retroactivo
respecto al nacimiento del nuevo estado y, segundo, el inquisidor no es
el único responsable, puede ser coimputado junto con otros responsa-
bles que han ejecutado la orden y que también han ordenado al padre
Feletti a proceder, así: ¿el inquisidor es un intermediario y nada más o
es el verdadero culpable del secuestro?
Una vez encarcelado el inquisidor, el arzobispo de Bolonia, el carde-
nal Viale-Prelá envió al gobernador Farini una queja formal, solicitan-
do la inmediata liberación del padre Feletti. Farini responde que si el
inquisidor declara que estaba obedeciendo órdenes superiores podía ser
liberado. Viale-Prelá decide escribir al Santo Oficio de Roma y recibe
la autorización para permitir a Feletti declare que estaba obedeciendo
órdenes, pero al parecer esta causa no fue suficiente y Feletti permane-
ció en la cárcel.
La idea prevaleciente entre los acusadores del tribunal es precisa-
mente insistir en que la única forma de condenar al inquisidor es re-
conocerlo culpable de no haber respetado la ley del año de 1858 y no
en el contexto de 1860. Para el nuevo gobierno el inquisidor no existe
y por esta razón se hace posible garantizar que el inquisidor había to-
mado la iniciativa por su cuenta, sin órdenes superiores, pero la verdad
es que el juez Carboni no confiaba mucho en esta tesis. Por esta razón
florece la idea de que si el Santo Oficio ordena el secuestro, ¿quién ha
informado a Roma del bautismo de Edgardo? Si el tribunal romano
decide el secuestro del niño, esto se debe al padre Feletti quien lo habría
informado. El inquisidor confiado en la palabra de Anna Morisi no
comprobó la validez del bautismo por otra vía. La tesis de la acusación
es que Anna Morisi, o no había hecho verdaderamente el bautismo, o
este no tenía validez canónica. Informando adecuadamente al Santo
Oficio, no se habría dado la orden de secuestro, así que el responsable
de todo esto era Feletti.
La defensa insiste sobre el hecho que Feletti era magistrado en un
tribunal que había dejado de existir, fue él quien informó a Roma del
bautismo y había recibido una orden. El nuevo gobierno podía borrar
una ley o un tribunal, pero no podía condenar a quienes obedecían
leyes que actualmente no existían.
A lo largo del proceso y por medio del plebiscito, Bolonia se anexó
al naciente estado italiano. Pero los jueces de esta ciudad no eran revo-
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Capítulo 2
La iglesia y una bomba de tiempo llamada Italia

lucionarios, de hecho la élite de este nuevo gobierno era la vieja guar-


dia. Los privilegiados del orden social y económico eran los mismos,
sólo había cambiado el régimen político que resultaba absolutamente
obsoleto, respecto a lo que la burguesía liberal estaba pidiendo en toda
Europa. El presidente del tribunal de los seis jueces que había juzgado
al inquisidor era conde, al igual que otro juez y el otro era un barón.
En abril de 1860 el tribunal ordenó la liberación del padre Feletti,
aclarando que no podía ser juzgado. Los liberales que desde el principio
habían apostado en el caso Mortara para legitimar la caída del poder
temporal del Papa no podían recriminar nada, pues el tribunal estaba
presidido por un gobierno legítimo y constitucional. En este momento
en Italia dominaba el caos, Garibaldi estaba listo para desembarcar en
Sicilia y esta noticia preocupaba mucho al rey y al conde de Cavour, por
esta razón el caso Mortara había quedado mediáticamente rebasado por
muchos otros acontecimientos, y eran pocos los que se quejaban de la
liberación del inquisidor.
El año de 1860 fue muy distinto de los años precedentes, y el caso
de Edgardo perdió impulso, muchos diplomáticos y políticos se habían
olvidado de Edgardo. Si él ya no tenía tanta importancia, el contexto
podía ser más favorable. Era evidente que Pío IX no quería ceder a Ed-
gardo de su voluntad, pero la caída de Roma parecía bastante inminen-
te y esto podía significar muchas posibilidades de cambiar nuevamente
el destino de Edgardo.
Desafortunadamente para Momolo, Roma cayó mucho tiempo
después, 12 años posterior al del secuestro de Edgardo en 1870. Para
ese entonces el niño ya era un joven de 19 años, novicio en el convento
de los canónigos regulares. Una vez que los italianos entraron a Roma,
los altos jerarcas católicos temían la posible captura de Edgardo y por
esta razón organizaron su huida fuera de Italia, hacia Austria. Para ese
momento Momolo buscaba inútilmente a su hijo en Roma.
La familia Mortara se había mudado a Florencia y Momolo sería
implicado en un episodio de homicidio. La sirvienta de los Mortara ha-
bía muerto al caer de una ventana del tercer piso. Muchos pensaron que
no se trataba de un suicidio, y también fueron muchos los testimonios
que hablaron del perfil violento de Momolo. Después de siete meses
en la cárcel y de varias condenas, el tribunal de apelaciones lo absolvió,
pero un mes después de su liberación quedó gravemente enfermo de lo
que inicialmente fue un cáncer en la rodilla y murió.
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

Al tiempo que el padre de Edgardo era imputado de homicidio,


otros integrantes de la familia Mortara, como Marianna, la esposa, eran
acusados de complicidad, mientras que el joven Edgardo vivía tranqui-
lamente con un nombre falso, en un convento de los canónigos regula-
res en Austria. En 1873 fue ordenado sacerdote y desde ese momento
empezó a desarrollar una brillante carrera como predicador. Pronto co-
menzó a ser invitado en toda Europa. En el año de 1919 Edgardo se
transfirió a Bélgica, donde moriría a los 81 años, en 1940.69
Lo interesante de toda esta historia es que los secuestros de niños
judíos eran comunes y el caso Mortara podría encajar en uno de tantos
episodios, pero no fue así. Al contrario, son muchos los historiadores
que asocian el caso Mortara con el Syllabus y el Vaticano I y piensan
que su manejo es uno de los ejemplos más emblemáticos de la política
intransigente de Pío IX.
Claramente se trata de un caso que se enlaza con casi todos los prin-
cipales episodios de la unificación italiana. Esto lo vuelve interesante,
y es por esta razón que este “secuestro” ha tenido mucha resonancia.
El momento crucial de este episodio es cuando dos mundos se cru-
zan y continúan subsistiendo por una breve temporada. Los liberales
instrumentalizan este caso y lo utilizan para sus fines, la iglesia conti-
núa con la aplicación de una praxis de antiguo régimen con métodos
absolutamente obsoletos. Los judíos romanos se preocupan, pero son
muy diplomáticos y no quieren hacer enojar al Papa. Las otras comu-
nidades son más agresivas, pero nunca se acercarán realmente a solu-
cionar este caso, y también lo instrumentalizan para sus fines. La pobre
familia Mortara paga las consecuencias de todo esto y la triste muerte
de Momolo resulta muy simbólica, involucrado con su familia en el
homicidio de una sirvienta. Edgardo transcurre su vida fuera de estos
acontecimientos y su controvertida historia le permite desarrollar una
brillante carrera como predicador. Al contrario de su familia, la suerte
parece estar de su lado y muere anciano un mes antes de la llegada de
las tropas alemanas a Bélgica.

69 David L. Kertzer, Prigionero del Papa, pp. 388-405.

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Capítulo 3
El Papa despojado y su dura reacción

3.1. Don Quijote contra los molinos: el Syllabus de 1864

Como ya hemos revisado, sabemos que el Papa implementó una línea


teológicamente intransigente a partir de su regreso a Roma. Durante
estos años, en la década de l850, tomó consistencia la idea de forjar
un documento que condenara los errores del mundo moderno. En los
primeros debates sobre ello, Pío IX dispuso de teólogos que en estos
años no figuraban en primer plano: como el francés Philippe-Olympe
Gerbet, obispo de Perpiñán (en el sur de Francia) y el joven barnabita
italiano Luigi Bilio.
El Syllabus de 1864 fue producto de un largo proceso de 15 años,
para 1849 en Spoleto, un sínodo de obispos en Umbría (una región
cercana a Roma) adelanta la idea de escribir, en un único documento,
los errores contemporáneos. En el sínodo un tema sobresale entre to-
dos: defenderse de la peligrosa doctrina comunista que en 1848, con el
“Manifiesto del Partido Comunista”, comienza a fortalecerse por toda
Europa.70
En el año 1852 se formó una comisión encargada de redactar
el documento que fuese capaz de sintetizar las principales fallas de
la sociedad de esos tiempos. El esquema inicial se conformó de 28
puntos, pasando de la Trinidad, a una tajante condena del evolucio-
nismo, el origen sobrenatural del hombre y los deberes de la socie-
dad civil. Este documento nunca saldría a la luz y el trabajo de la

70 Véase Giacomo Martina, La iglesia de Lutero a nuestros días, pp. 203-226.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

comisión con el tiempo se estancaría, por lo que podemos señalar


un primer borrador aún indefinido.
Para 1859, el Estado de la Iglesia pierde muchos territorios que se
anexan al naciente Estado Italiano, Roma se queda con algunas provin-
cias que la rodean, y nada más. Es probable que estos acontecimientos
influyeran en la decisión de Pío IX para implementar los trabajos de la
comisión. Así, tendremos una segunda redacción totalmente distinta
de expertos que manejan la parte filosófica, la parte económica y una
teológica. Estas tres distintas redacciones están resumidas en un único
documento con 79 puntos en este segundo borrador de enero 1860,
prevalece la influencia de académicos de la Universidad Católica de
Lovaina. En realidad la versión de 1860 es muy distinta a la definitiva
de 1864, y para llegar a ella el camino será aún más largo.
En realidad, la obra que permite llegar a un desenlace importante es
una carta pastoral que el obispo francés Gerbet dirige a sus sacerdotes
en 1860. Son 85 tesis escritas sobre pensamientos, que la doctrina cató-
lica juzga negativamente y que están dividas en los siguientes apartados:

1. Mentiras relacionadas a la Iglesia.


2. Influencia de la religión sobre la sociedad.
3. Relación entre el poder temporal y el espiritual.
4. Potestad temporal de los papas.
5. Naturaleza del ordenamiento civil.
6. Educación.
7. Propiedad.
8. Familia.
9. Economía.
10. Órdenes religiosas.

Al parecer, cuando Pío IX lee el documento, queda entusiasmado y


pide a la comisión vaticana integrarlo. Desde este momento el obispo
de Perpiñán tendrá una influencia muy grande de lo que se puede
pensar.
En el año 1861, el Papa decide cambiar la comisión de 1852 y
sustituirla por una nueva presidida por el cardenal prefecto de la con-
gregación para el concilio Prospero Caterini y 12 teólogos más. El
trabajo se divide en tres etapas, cada una con algunas semanas entre
los años de 1861 y 1862, y son en particular tres teólogos los encarga-
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Capítulo 3
El Papa despojado y su dura reacción

dos de mejorar las 85 tesis de Gerbet: 13 son eliminadas porque son


repeticiones, 6 son compactadas en 3 y el trabajo se reduce a 70 tesis.
Parece que se llega a una conclusión, pero son muchos los cardenales
que no confían demasiado en las tesis de Gerbet, porque para algunos
están excesivamente enfocadas a un contexto francés muy provincial,
lejanas de lo que son los problemas que tiene Roma en estos años. Por
esta razón le sugieren al Papa reunir a todos los obispos residentes en
Roma para hacer un diagnóstico general de los errores de la sociedad
moderna, esperar los comentarios de los obispos que podían aportar
cuales son las tesis más sobresalientes. Para este momento en la curia
romana hay dos partidos: el que apoya las tesis de Gerbet y la que
prefiere una síntesis más orgánica, homogénea y que se da cuenta que
las tesis están demasiado desconectadas. La mayoría apoya el trabajo
más armónico, pero el Papa no escucha a los inconformes que son
parte del extenso aparato Vaticano y continúa el camino emprendido
por Gerbet. El texto sigue reduciéndose y queda en 61 tesis; en par-
ticular se remueven todos los puntos sobre la condena al ateísmo, ya
que para la mayoría de los cardenales es algo absolutamente superfluo
por el hecho de que este tema ya tiene condenas que iniciaron desde
el siglo xvii.
Se averigua la viabilidad de las 61 tesis, y se solicita la opinión de
255 obispos que han llegado a Roma por una canonización de már-
tires japoneses en el año de 1862. Se presume que los comentarios
no son favorables, considerando el hecho de que no se publican: en
realidad 96 obispos no contestan y la opinión de los otros obispos
se sintetiza en un documento de la Congregación del Santo Oficio
concluido en junio de 1863. De éstos la mayoría son favorables, e
insisten en la necesidad de una condena contundente y otros desean
que las críticas sean más rigurosas y contengan un valor dogmático.
Otro grupo de obispos añade condenas que no aparecen: como a las
organizaciones secretas (masonería), indisolubilidad del matrimonio,
laicización de las escuelas. Obispos americanos, irlandeses, españoles
y algunos italianos son contrarios a las tesis. En conclusión, casi una
tercera parte es contraria, el otro 40% no contesta y son muchas las
dudas que reaparecen, basadas en el hecho de que todas las tesis son
retomadas de una carta pastoral de un obispo francés, y no son el
fruto de un amplio trabajo de investigación implementado por los
teólogos de la Santa Sede.
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

En el año 1864, para aterrizar definitivamente en la condena, el


Papa encarga al teólogo barnabita y futuro cardenal, Luigi Maria Bilio,
escribir un borrador que se acerque lo más posible a una versión defi-
nitiva. De esto resulta un texto dividido en 84 puntos y 10 párrafos.
Las 84 tesis se aproximan bastante a las primeras versiones de Gerbet.
Los problemas de la relación Estado-Iglesia que en las versiones antece-
dentes eran prioritarios, en la versión de Bilio quedan subordinados a
temas filosóficos y teológicos. Únicamente la proposición 78 es conde-
natoria del régimen constitucional, claramente en estos años se desata
un prolongado conflicto religioso, no sólo en la península italiana, sino
en México, Colombia, España y Alemania.
El 8 de diciembre de 1864 se publica la Encíclica Quanta Cura (Con
cuanta preocupación) con su anexo, el famoso Syllabus Errorum (Lista
de los errores), que se reduce ulteriormente en 80 preposiciones. Aquí
se encuentra una acusación de todas las doctrinas de la civilización mo-
derna en general, aunque es de destacar que, si analizamos a detalle el
texto en latín, resulta que la condena no es en realidad de la “civiliza-
ción moderna” en su conjunto, sino solamente de algunas tendencias
de ésta.71
Al parecer el contexto italiano no está directamente vinculado con
las proposiciones, seguramente el surgimiento del Reino de Italia acele-
ra este proceso que precedentemente había caído en el olvido. Los do-
cumentos representan dos caras distintas de una misma moneda: en el
sentido de que el Syllabus es una síntesis en 80 proposiciones de todos
los errores de la sociedad contemporánea, mientras la encíclica abarca
los mismos temas desde una prospectiva teológica más elaborada.
El contendido del Syllabus se puede resumir así:

1. Los primeros 4 párrafos (del punto 1 hasta el 18) condenan el


racionalismo, el indiferentismo, el panteísmo y el naturalismo
y es, probablemente, la parte que tiene más solidez en todo el

71 Philippe Boutry, “L’Église et la civilisation moderne de Pie IX à Pie X”, en Le


deuxième Concile du Vatican (1959-1965) Actes du colloque organisé par l’École
française de Rome en collaboration avec l’Université de Lille III, l’Istituto per le scienze
religiose de Bologne et le Dipartimento di studi storici del Medioevo e dell’età contem-
poranea de l’Università di Roma-La Sapienza Rome 28-30 mai 1986 (Roma: École
Française de Rome, 1989), pp. 47-63, aquí pp. 50-51.

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Capítulo 3
El Papa despojado y su dura reacción

documento. El cuarto apartado, en particular, condena en for-


ma demasiado unívoca y generalizada: asociaciones, partidos y
movimientos como el comunismo, el socialismo, las sociedades
bíblicas, las sociedades secretas y católicos de tendencia liberal.
2. El quinto y el sexto apartado (puntos 19 al 55) se refieren a
las relaciones del catolicismo con los estados y se enfocan en la
defensa de las comunidades eclesiásticas y de los concordatos, se
condena la separación entre los estados y la iglesia.
3. Los dos párrafos que siguen (puntos 56 al 74) son acerca de la
ética y aterrizan en el derecho matrimonial: insistiendo en la obli-
gación del vínculo canónico del matrimonio como sacramen-
to, en la indisolubilidad y la absoluta prohibición del divorcio.
El párrafo noveno reclama la necesidad del poder temporal de
la iglesia: una iglesia sin Estado no puede absolutamente per-
durar.
4. En el último apartado (puntos 75 al 80) están los temas más
cuestionados: se condena la postura de considerar al Estado con-
fesional como algo rebasado, de antiguo régimen, y se concede
la libertad de culto a las minorías religiosas.72

Una vez que este documento empieza a conocerse, los grupos radica-
les anticlericales se animan: el catolicismo mismo demuestra ser una
doctrina disconforme con las libertades del siglo xix, claramente esto
es algo que muchos radicales declaraban desde hacía décadas. De esta
forma, la iglesia misma se condena, rechazando definitivamente los
muchos avances políticos y sociales de los últimos años. Otro grupo
entusiasta es claramente el católico conservador, que ve en el docu-
mento una condena contundente de su principal grupo antagónico: la
de los católicos liberales, quienes piden una aclaración a la Santa Sede,
la que contesta de forma ambigua, así, en las décadas subsecuentes se
quedarán con la duda de si el catolicismo liberal ha sido o no ha sido
condenado con el Syllabus.73
En medio de la fuerte polémica sobre la interpretación del Syllabus,
el obispo de Orléans, Félix-Antoine-Philibert Dupanloup, intentará

72 Giovanni Sale, L’unità d’Italia, pp. 46-47.


73 Pietro Scoppola, Chiesa e Stato nella storia d’Italia (Bari: Laterza, 1967), pp. 5-18.

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dar una interpretación moderada.74 Según el obispo, en el Syllabus, el


Papa retoma los principios absolutos de la doctrina, que pueden no
ser aplicados, en caso de un posible arreglo con los estados liberales,
indispensable para solucionar el conflicto. El Papa no puede, desde un
punto de vista doctrinario, apoyar la libertad de conciencia o la toleran-
cia religiosa, pero puede comprometerse y llegar a un compromiso con
los estados que tienen incorporados estos principios en la constitución.
Entonces la iglesia no logra doctrinariamente aceptar los principios ne-
gativos del liberalismo, pero puede llegar a un modus vivendi con estos
estados. Según esta interpretación, no toda la sociedad contemporánea
es condenada, sino sólo algunos de los principios negativos que la mo-
dernidad encabeza.
Esta interpretación bastante moderada logra tener mucho éxito, al-
gunos obispos la apoyan y el mismo Papa felicita a Dupanluop. Sobre
todo se crea un pequeño espacio de acción para los católicos liberales,
que sí serán marginados, pero que podrán llegar a obispados que les
darán más apertura.
Seguramente el Syllabus, mucho más que otros documentos, sufre
las consecuencias de estar demasiado vinculado a un contexto particu-
lar. La doctrina de la Iglesia continúa arraigada al Concilio de Trento
del siglo xvi y, claramente, pensando en el siglo xix, es indispensable
una actualización de muchos de los principios que el propio Syllabus
retoma. Es probable que la iglesia quedara totalmente atrincherada por
sus enemigos, y esto con seguridad es producto de la falta de modera-
ción del Syllabus.75

3.2. El Concilio Vaticano I y la infalibilidad aproximativa

El 6 de diciembre de 1864, dos días antes de la salida del Syllabus, el


Papa manifiesta a un grupo de cardenales su intención de convocar un
nuevo concilio.76 Esta idea, presumiblemente madurada entre 1860 y
1864, no logrará ser concretada bajo ninguna forma sucesiva. Llegamos

74 Philippe Boutry, “L’Église et la civilisation moderne”…, p. 50.


75 Giovanni Sale, L’unità d’Italia, pp. 41-51.
76 Giacomo Martina, Pio IX (1867-1878) (Roma: Pontificia Università Gregoriana,
1990), p. 119. Véase también Giacomo Martina, La iglesia…, pp. 228-260.

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Capítulo 3
El Papa despojado y su dura reacción

a la paradoja de la convocación de un concilio en el mismo año de la


conquista de Roma. En realidad la caída de Roma no es tan repentina,
en el sentido de que son muchos, en la década de los años de 1860,
que comprenden que todo se está encaminando a ello, y de hecho, la
última asamblea importante que había sido convocada en Roma fue el
v Concilio de Letrán de 1517. Desde esta fecha y hasta el año de 1870,
en Roma, habían faltado las condiciones políticas y de seguridad; ob-
viamente en 1870, estábamos lejos de observar un contexto favorable,
pero igualmente Pío IX decide empezar el concilio. Seguramente, más
que una falta de cálculo, se debe pensar en un Papa mayor en edad que
confiaba demasiado en la providencia.
Los trabajos de preparación del concilio se desarrollaron en secreto,
y el 8 de diciembre de 1869 los padres conciliares se reúnen por pri-
mera vez en San Pedro con motivo de su inauguración. Son 774 los
obispos presentes77 que participan en la sesión inaugural; además de el
ex gran duque de Toscana, el ex rey de Nápoles, el ex duque de Parma
y la emperatriz de Austria.
Desde el principio se observa una división entre el episcopado ame-
ricano, muy práctico, ajeno a largos debates teóricos y los europeos
que en algunos casos parecían catedráticos distantes de la vida real.
Lógicamente los obispos no tienen un perfil homogéneo, sobre todo los
jerarcas de rito oriental como armenios, siriacos y caldeos, muy celosos
en defender sus autonomías, privilegios y, en general, inconformes con
la tendencia centralizadora del Papa.
El tema principal y totalmente polarizador del concilio es la infa-
libilidad del Papa y su primado. La idea de la infalibilidad en el Papa
madura entre 1865 y 1867 y se convierte en una convicción para
Pío IX en 1868.78 Desde este momento el Papa intentará promover la
infalibilidad, formando una base curial muy activa. Por esta razón en
el concilio, el bando pro infalibilidad es muy partícipe y desde el prin-
cipio mayoritario. Los intransigentes tienen la capacidad de controlar
las primeras secciones del concilio y ello hace enojar mucho al bando
contrario a la infalibilidad, que empieza a creer que todo está contro-
lado desde arriba. Mientras los trabajos se detienen casi un mes entre

77 Giacomo Martina, Pio IX (1867-1878), p. 166.


78 Giacomo Martina, Pio IX (1867-1878), p. 172.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

febrero y marzo de 1870 debido a la pésima acústica en San Pedro, el


descontento de muchos padres conciliares es fuerte y el debate se enfoca
en una condena a los errores del racionalismo. El problema es que el
diálogo se centra en detalles mínimos, problemas reservados a pocos
técnicos y nunca se entra en la raíz de muchas problemáticas. El tema
sobre la infalibilidad, eje central del concilio, al parecer, está muy lejos
de ser debatido y esto provoca enorme descontento.
Después de un mes de intenso trabajo logra mejorarse la acústica en
San Pedro, concentrando al público en un espacio más limitado. Este
receso permite al Papa desenredar un problema acerca de cómo regla-
mentar el debate. Los inconformes piden la creación de seis grupos di-
vididos por áreas geográficas o afinidades. Se logra un compromiso y se
aprueba un cambio sustancial encaminado hacia una democratización
del concilio: 1) se puede votar al término de un debate, si un grupo de
10 padres conciliares lo pide; 2) para la aprobación de un proyecto es
suficiente una mayoría sencilla del 50% más uno.
El 24 de abril de 1870 se aprueba el esquema Dei Filius (hijo de
Dios) que condena el racionalismo: se afirma la existencia de un Dios
creador y la razón sólo puede comprender su existencia. El documento
en general no es tan negativo y condenatorio como el Syllabus: es una
exposición doctrinal que deja abiertos los caminos y no cierra el debate,
como lo había hecho la Quanta Cura. En la Dei Filius se observa cómo
con el concilio llega un nuevo aire que desplaza a los teólogos romanos
más cercanos al Papa.
En primavera de 1870, el tema de la infalibilidad comienza a debi-
litarse y los problemas son muchos: 1) hay que aclarar, antes de todo,
las relaciones entre el Papa y los obispos, 2) ¿la infalibilidad se aplica
sólo a documentos doctrinales o también a la administración ordinaria?
Una aguerrida minoría de 150 conciliares, de un total de 600, piensa
que la infalibilidad tiene que aplicarse sólo en casos de doctrinas referen-
tes a los dogmas y nada más. Mientras la mayoría ultramontana quiere
extender la infalibilidad a las relaciones administrativas con los obispos
para eliminar todos los movimientos inconformes con la curia roma-
na: galicanismo, jansenismo, católicos liberales. Una vez que empieza
el debate, la minoría más preparada doctrinariamente logra conducir
y dirigir el debate, cuestionando muchos puntos y, al fin, prevalece la
tesis de que hay que restringir la infalibilidad sólo a los actos solemnes:
las encíclicas y documentos similares, mientras discursos y cartas no
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Capítulo 3
El Papa despojado y su dura reacción

son infalibles, porque sólo son escritos o tienen la aprobación del Papa.
Claramente el Papa tiene una idea totalmente distinta de una infalibili-
dad con poderes más amplios, pero esta postura no logra prevalecer y se
llega a un compromiso. En algún momento, en junio de 1870, el riesgo
empieza a ser muy alto y el mismo Papa se percata de que puede fracasar
en todas las líneas: el arzobispo dominico de Bolonia, cardenal Filippo
Maria Giudi, intransigente y simpatizante del grupo pro infalibilidad,
habla del magisterio infalible y no del Papa infalible, retomando a San
Antonino, un arzobispo dominico de Florencia del siglo xv. El enojo
de Pío IX es mucho, y esa misma misma noche del discurso convoca al
cardenal Giudi, lo que está detrás de todo esto es una probable fractura
del mismo bloque ultramontano e intransigente.
Considerando estos hechos, la tendencia general es aterrizar en un
voto sobre una infalibilidad muy limitada, que como ya explicamos, es
un compromiso: en estas condiciones el Papa no puede subir la apues-
ta, pues el riesgo es demasiado alto y casos aislados, doctrinariamente
bien fundamentados, como el del cardenal Giudi, fácilmente pueden
reproducirse. Se vota en el mes de julio y una absoluta mayoría de 451
aprueba la infalibilidad, una minoría de 88 no la aprueba y 62 la aprue-
ban solicitando aclaraciones. Mientras tanto la guerra franco-prusiana
y el consecuente regreso a la patria de muchos obispos retarda ulterior-
mente los trabajos conciliares, ya para agosto de 1870, se realizan pocas
e inconsistentes sesiones. En septiembre, debido a los acontecimientos,
el Papa se ve obligado a suspender el concilio.
La ruta que sigue Pío IX, desde la votación, es convencer a los pa-
dres conciliares ausentes de comprometerse a apoyar la infalibilidad, y
de convencer a los opositores a retractarse, utilizando la presión política
y, en última instancia, la vía del Santo Oficio. Pío IX se muestra intran-
sigente con un pequeño grupo de alemanes que rechaza el dogma de
la infalibilidad. Pronto, todo esto desemboca en un verdadero cisma
y, consecuentemente, hay excomuniones que afectan a unos cuantos
obispos y sacerdotes.
Finalmente, debemos hablar de un concilio interrumpido que no
logra cumplir con sus objetivos. Claramente la suspensión puede ser
interpretada positivamente, considerando el enojo de la curia romana
por la ocupación de Roma y el consecuente reflejo que podía tener
en los trabajos del concilio. En conclusión, la duda es: ¿Cuáles eran
realmente los objetivos de Pío IX? Podemos pensar que el eje central es
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

continuar con el atrincheramiento de una Iglesia en lucha contra todo


el mundo y en continuidad con el Syllabus: centralizar a la postre la
estructura católica, reivindicar los poderes sobrenaturales del Papa y de
una iglesia que quiere sujetar ulteriormente al laicado. Seguramente el
concilio, por razones coyunturales, nunca logrará aterrizar en la imple-
mentación de una nueva doctrina. La huella más importante que deja
es la infalibilidad, que como ya hemos visto, no correspondía a lo que
pedía el pontífice.

3.3. Hacia la pérdida del poder temporal

La formación del Reino de Italia en los años 1860 y 1861 había dejado
a la iglesia en condiciones difíciles. El Estado Pontificio se había redu-
cido al territorio del Lacio, perdiendo las regiones de Umbría, Marche
y Romaña. Una pérdida considerable en términos de recursos y peso
geopolítico. Esta pérdida pesaba sobre la administración financiera de
la Santa Sede por la reducción del patrimonio en bienes inmuebles y la
recaudación fiscal. Además quedaba la espada de Damocles de la posi-
ble invasión italiana en lo que quedaba del Estado Pontificio, ya fuera
mediante la intervención de las tropas italianas, o bien por la incursión
de un contingente de “voluntarios” bajo el mando de Garibaldi, que
seguramente prendería la mecha para desatar un conflicto mayor. Los
políticos piamonteses encabezados por Cavour, debajo de las aparien-
cias de respetar el territorio pontificio para no enfrentarse con Fran-
cia, manifestaban una voluntad clara de liquidar las últimas posesiones
temporales del Papa. Cavour, incluso, fue explícito en declarar el poder
temporal, un anacronismo histórico, prefigurando la futura unión de
Roma a Italia, en sus dos discursos en la cámara y en el senado del 25
y 27 de marzo del año 1861, respectivamente. El estadista piamontés
afirmó que la libertad de la iglesia estaría garantizada sin posesiones
territoriales y separando claramente el ámbito eclesiástico y el civil
mediante la fórmula que ya conocemos: Libera Chiesa in libero Stato.
Pío IX no se resignó, y siguió protestando con valentía y perseverancia
por los atropellos y abusos que sufría su Estado y la Iglesia Católica
italiana en general.
El 26 de marzo de 1860, el pontífice lanzó la excomunión mayor
contra todos los que se hicieran cómplices de la expoliación del Estado
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Capítulo 3
El Papa despojado y su dura reacción

de la Iglesia.79 Al proclamarse el nuevo Reino de Italia, el 17 de marzo


de 1861, Pío IX reaccionó (un día después) con la alocución Iamdum
cernimus, en la cual afirmaba que el Papa de ninguna manera podía
permitir la “vandálica expoliación” de su Estado. En aquél documento
decía:

Ellos quisieran que declarásemos formalmente ceder en libre propiedad a


los usurpadores las provincias de nuestro Estado Pontificio […], quisieran
que esta Sede Apostólica reconozca que lo injusta y violentamente robado
puede tranquilamente y honestamente pasar en posesión del inicuo agresor
y, de este modo, que se establezca el falso principio de que la afortunada
injusticia del hecho no inflige ningún daño a la santidad del derecho.80

En esa misma alocución, el pontífice se quejaba de la “laicización for-


zada” en los territorios ocupados y de la lucha de los ocupantes contra
las órdenes religiosas, las obras pías y los obispos considerados “disiden-
tes”, quienes se veían obligados a abandonar sus diócesis:

¡Cuántas diócesis en Italia son, por diversos impedimentos, privadas de sus


obispos, con el aplauso de los patrocinadores de la civilización moderna
que dejan tantos pueblos cristianos sin pastores y se apoderan de sus bienes
para convertirlos a malos usos. ¡Cuántos apóstoles que hablan en nombre
no de Dios sino de Satanás!81

En efecto, la iglesia italiana no solamente enfrentaba el problema de


la pérdida territorial y patrimonial tras la invasión de 1860, sino la
fuerte embestida del Estado italiano a lo largo y ancho de la penínsu-
la, en todos los territorios conquistados por las tropas piamontesas o
de Garibaldi. Para 1862 había 5 obispos exiliados, 16 imposibilitados
para regresar a sus diócesis, 22 enjuiciados (9 de éstos condenados) y

79 La excomunión mayor que sólo el Papa podía revocar se aplicaba en general, no


a personas en particular. Ya anteriormente, en 1855, Pío IX había excomulgado
de esta manera a todos los que habían participado en la promulgación de las leyes
secularizadoras de Piamonte.
80 “Allocuzione di N.S. Papa Pio IX nel Concistoro Segreto del 18 marzo 1861”, La
Civiltà Cattolica, serie iv, 10, 1861, p. 12.
81 “Allocuzione di N.S. Papa Pio IX…”, La Civiltà Cattolica, serie iv, 10, 1861, p. 13.

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36 diócesis vacantes. Estas continuas y sistemáticas vejaciones contra


la Iglesia italiana, suscitaron el repudio no solamente de católicos,
sino también de liberales moderados. Destaca la acusación pública
del conde de Montalembert —en quien se inspiraba Cavour— contra
el jefe del gobierno piamontés en una carta abierta publicada por La
Civiltà Cattolica,82 donde el aristócrata francés, haciéndose portavoz
del catolicismo liberal, denunciaba el “liberalismo” cavouriano como
un falso liberalismo que encubría los atropellos y el brutal autoritaris-
mo anticlerical aplicado en el territorio italiano. La embestida anticle-
rical era real y difícilmente se podría incluir en una práctica “liberal”
en el sentido auténtico de la palabra, aun reconociendo el periodo
beligerante del liberalismo de mediados el siglo xix. Es cierto, sin
embargo, que una mirada menos apasionada destacaría también las
libertades garantizadas ahora por el Estatuto Albertino a todos los
súbditos italianos, incluyendo la libertad de pensamiento, de asocia-
ción religiosa y de prensa.83
A pesar de las protestas, la situación de la iglesia italiana continuó
sumida en las dificultades bajo la presión de un estado hostil. El 10
de marzo de 1865, Pío IX escribió a Víctor Manuel II para tratar
de solucionar diversos problemas pendientes. El Papa pedía el en-
vío de un representante del gobierno italiano a Roma para negociar,
especialmente, sobre el asunto de las sedes vacantes y el regreso de
los obispos exiliados. Al final el escogido fue el abogado Francisco
Saverio Vigezzi, diputado y ministro de finanzas de Italia en 1860-
61.84 Las negociaciones se realizaron en la primavera de 1865 pero
no dieron resultados concretos. En gran parte, este fracaso se debía
a la resonancia de la misión, que había suscitado repudio, tanto de
los anticlericales radicales, así como de los católicos intransigentes
en Italia y en otros países. Las exigencias de las dos partes eran en
cierta medida inaceptables. Turín pedía la reducción del número de
diócesis, el reconocimiento del Reino de Italia y el reconocimiento al
rey Víctor Manuel II de todos los derechos de los anteriores gober-
nantes de estados italianos, el juramento de fidelidad de los obispos

82 “Seconda lettera del Sig. Conte di Montalembert al Sig. Conte di Cavour”, La


Civiltà Cattolica, serie iv, núm. 10, 1861, pp. 384-434.
83 Giovanni Sale, L’Unità d’Italia, pp. 61-62.
84 Giacomo Martina, Pio IX (1867-1878), pp. 2-3.

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Capítulo 3
El Papa despojado y su dura reacción

al gobierno, y el exequatur del gobierno italiano. Pío IX pedía, sobre


todo, el derecho de nombrar a los obispos de los territorios ex pon-
tificios. Al final las negociaciones llevaron a un compromiso menos
que satisfactorio para la iglesia: los obispos pudieron regresar a sus
diócesis, pero no se obtuvo nada más.
En 1866, el Risorgimento dio un nuevo paso, esta vez sin afectar al
Estado Pontificio. En este año estalló la guerra entre Austria y Prusia,
ocasionada por el territorio disputado de Silesia. Italia se encontraba
aliada con Prusia y participó en la guerra que duró menos de un año. El
ejército y la armada italiana sufrieron derrotas aplastantes en Custoza
y en Lissa, respectivamente. Pero Prusia se apuntó la victoria decisiva
en Sadowa, que determinó su victoria en la guerra. El 4 de noviembre,
con un gesto cargado de simbolismo, el emperador de Austria envió al
rey Víctor Manuel II la “corona de hierro”, que en la Edad Media per-
teneció a los reyes longobardos y después a los emperadores del Sacro
Romano Imperio, la corona era el emblema de la soberanía sobre Italia.
La anexión del Véneto fue corroborada con un plebiscito el 21 y 22 de
octubre. El 7 de noviembre Víctor Manuel II fue aclamado en Venecia
por el pueblo de la ciudad.
La Santa Sede lamentó la derrota austriaca porque ésta era una po-
tencia católica, defensora de la iglesia, pero los sentimientos del clero
y el episcopado italiano estaban encontrados. Aun si el mismo Pío IX
apoyaba a Austria (pero sin simpatías por el emperador Francisco José)
en privado expresaba un velado patriotismo italiano.85 En un encuentro
con el ministro inglés Gladstone, el 22 de octubre de 1866, el pontífice
fue insólitamente franco en este aspecto, aunque reiteró su condena de
los políticos italianos:

Por lo que concierne la unificación italiana, él (Pío IX) no tuvo ninguna


objeción de principio; pareció más bien que la admitía teóricamente y
concedió que podría traer ventajas prácticas. Pero él consideró deplorable
el presente estado de cosas. Se quejó explícitamente de la conducta del go-
bierno italiano, contrario a la religión. […] Tengo que agregar que el punto
sobre el cual el Papa insistió mucho fue que es necesario dar más tiempo
a Italia para consolidarse (…y) manifestó la esperanza de que dentro de

85 Giacomo Martina, Pio IX, p. 6.

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poco, en lugar de los males presentes, Italia conseguirá la paz en lo que


concierne a la religión y, sobre todo, un poco de orden […].86

Sin embargo Pío IX, antes y después de la guerra fue más ambiguo
y reiteró sus posiciones intransigentes, por lo cual parece correcta la
interpretación de Giacomo Martina de que las declaraciones del Papa
en 1866 “son solamente un fugaz y momentáneo paréntesis (patrióti-
co) ocasionado por circunstancias especiales”.87 Pío IX, probablemente,
tenía sentimientos encontrados sobre este y otros temas y, en varias
ocasiones, “parece oscilar entre misticismo y realismo”.88
La prudencia de la Santa Sede contrastaba con la actitud más ex-
plícita de la iglesia italiana, especialmente del norte de la península.
La victoria en la guerra de 1866 fue celebrada con un Te Deum por el
patriarca de Venecia y el clero venetiano exultó por la anexión a Italia.
En efecto, como consecuencia de la paz victoriosa, todo el Véneto
austriaco se integraba al Reino de Italia. La unificación del país so-
bre bases étnicas e históricas estaba casi completa, faltaban solamente
Lacio, Córcega, Niza, el Ticino, Trento, Trieste y el litoral de Istria y
Dalmacia. Por el momento la meta inmediata más importante era,
sin duda, Roma. Los augurios para la supervivencia del Estado Pon-
tificio eran malos y el pontífice estaba plenamente consciente de ello,
a pesar de las renovadas garantías de Napoleón III de proteger lo que
quedaba de las posesiones temporales del Papa. En una audiencia con
el estado mayor del contingente francés en Roma, Pío IX se refirió al
“rey cristianísimo” (el viejo título que llevaban los reyes de Francia) y
comentó que “no es suficiente tener los títulos, hay que justificarlos
con los actos”.89 Sin poder confiar por completo en la ayuda francesa,
predispuso la defensa militar del Estado Pontificio diseñando planes
estratégicos, aumentando el número de los soldados y reforzando las
fortalezas costeras. La fuerza del ejército pontificio, sin embargo, te-
nía que acoplarse con las armas diplomáticas, pues, por sí solo, no
sería capaz de resistir una invasión militar italiana, aun con la ayuda
del contingente francés.

86 Giacomo Martina, Pio IX, pp. 6-7.


87 Giacomo Martina, Pio IX, p. 7.
88 Giacomo Martina, Pio IX, p. 7.
89 Giacomo Martina, Pio IX, p. 8.

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Capítulo 3
El Papa despojado y su dura reacción

En el año de 1867, la seguridad del Estado Pontificio fue puesta


a prueba con el intento de Garibaldi de marchar hacia Roma con un
contingente de voluntarios. El plan era favorecer una insurrección en
la ciudad que seguramente sería reprimida, lo que deslegitimaría el go-
bierno pontificio, represor del “pueblo” romano. La acción garibaldina
no recibió el respaldo oficial del gobierno italiano aunque éste permitió
la reunión de los voluntarios en la frontera y esperaba intervenir en el
momento oportuno para aprovechar las circunstancias. Pero, por las
presiones francesas y con la amenaza explícita de intervención por parte
de Napoleón III, el apoyo encubierto italiano terminó. Garibaldi fue
arrestado y enviado en residencia vigilada a la isla de Caprera. Sin em-
bargo, al poco tiempo logró escapar, desembarcó en Toscana, se puso
al mando de los voluntarios y dio inicio a la invasión según los planes
establecidos. El 22 de octubre de 1867, un atentado terrorista en Roma
causó 27 muertos, pero la insurrección fracasó. Un contingente de 70
voluntarios garibaldinos fue derrotado en Villa Glori por las tropas
pontificias. Pero Garibaldi no se dio por vencido y reintentó la inva-
sión con el grueso de los voluntarios, se enfrentó en Mentana al ejército
pontificio reportando en un primer momento la victoria. Pero fue de-
rrotado después por las tropas francesas mejor armadas y organizadas.90
El jefe del gobierno italiano, Bettino Ricasoli, elaboró una propues-
ta conciliadora para liquidar pacíficamente el poder temporal. Propo-
nía la cesión a Italia de la mayor parte de Lacio, menos Roma y el
puerto de Civitavecchia (para que la capital pontificia tuviera acceso al
mar), además Pío IX tenía que coronar a Víctor Manuel como rey de
Italia. La propuesta no fue nunca presentada oficialmente ante la Santa
Sede, y de cualquier modo hubiera sido rechazada por Pío IX, quien se
enteró por vías extraoficiales y expresó su indignación.91
Por otro lado, entre 1866 y 1867 se redoblaba la ofensiva secula-
rizadora piamontesa, ahora italiana, con una ley contra los institutos
religiosos y la promulgación del código civil. Todo el patrimonio in-
mobiliario eclesiástico en Italia era incautado, con la excepción de las
parroquias y algunos edificios. Se introducía el matrimonio civil sin re-

90 Los garibaldinos eran alrededor de 6,000 y se enfrentaron a un número equivalen-


te de 3,000 pontificios y 2,000 franceses.
91 Renato Mori, Il tramonto del potere temporale, 1866-1870 (Roma: Edizioni di Sto-
ria e Letteratura, 1967), pp. 59-63.

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conocimiento al matrimonio religioso, y se impedía a las congregacio-


nes monásticas recibir novicios. La Santa Sede naturalmente condenó
estos actos, pero no cerró la puerta a las negociaciones y, demostrando
un notable pragmatismo, incluso aceptó considerar a los candidatos del
gobierno italiano para ocupar las sedes episcopales vacantes. La actitud
que se recomendaba desde Roma al clero italiano ante las incautaciones
y los despojos, era la de no ofrecer resistencia a ultranza, sino de protes-
tar pacíficamente y con dignidad. Más que la pérdida de bienes lo que
preocupaba a la Santa Sede era la mengua de fuentes de sostenimiento
del clero y la dispersión de éste por la imposibilidad de mantener una
vida comunitaria, además de la falta de asistencia a los fieles católicos
que estaban desorientados por las novedades introducidas por el regis-
tro civil.
La situación económica de la iglesia italiana empeoraba, pero la del
Estado Pontificio estaba cercana a un colapso. Roma era ya una ca-
pital demasiado grande para un estado tan reducido (de una manera
parecida a la futura situación de Viena después de la Primera Guerra
Mundial). Los recursos escaseaban por la pérdida de las provincias más
ricas y casi todo necesitaba importarse, especialmente los alimentos,
esto aumentaba el déficit de la balanza comercial con el Reino de Italia.
La deuda pública era enorme, faltaba inversión foránea y el Óbolo de
San Pedro se había reducido drásticamente, además, los gastos milita-
res habían aumentado ante las amenazas y los intentos de invasión.92
Hay que considerar que el Estado Pontificio no poseía industrias, su
economía descansaba en una agricultura relativamente atrasada y la po-
blación rural mayoritaria era pobre. Así, en pocas palabras, el destino
económico del pequeño Estado Pontificio era incierto.
Políticamente la situación también era precaria. Las garantías de
buena vecindad que ofrecía el Estado italiano no eran seguras, y Víctor
Manuel II pedía la retirada de las tropas francesas. En 1868, el rey de
Italia intentó seriamente mejorar las relaciones con la Santa Sede, pero
no logró avanzar hacia negociaciones concretas y en 1869 cayó grave-
mente enfermo. El capellán real le administró la extremaunción sólo
después de que el soberano le prometiera reconciliarse con la iglesia, si
lograba sobrevivir. Pío IX se mostró sinceramente preocupado por su

92 Giacomo Martina, Pio IX, pp. 36-37.

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Capítulo 3
El Papa despojado y su dura reacción

salud material y espiritual y le escribió cartas en tono amistoso después


de que el rey de Italia se recuperara. Pero el contraste entre el monarca
y el Papa continuaba. Iniciado el año de 1870, no se vislumbraba nin-
guna reconciliación entre el Estado italiano y la Santa Sede. Es más,
había señales de empeoramiento por la implementación de la ley de
educación laica obligatoria en todo el reino, hasta el tercer año de pri-
maria, que Pío IX interpretaba como un ataque a la escuela católica y
un intento por descatolizar a los niños.93
La situación cambió drásticamente a mediados de 1870, por un
evento ocurrido fuera de los límites de Italia: la guerra entre Francia y
Prusia. El conflicto ya se estaba gestando desde años atrás por la nece-
sidad de Prusia de continuar con el proceso de unificación alemana y
por la ambición francesa de obtener un triunfo militar que lo rescatara
del fracaso de intento de crear un imperio mexicano ligado a Francia.
Las hostilidades iniciaron en julio de ese año y desde los primeros en-
frentamientos quedaba clara la superioridad militar prusiana. Ante la
precaria situación de su ejército, a principios de agosto, Napoleón III
ordenó la evacuación de la guarnición francesa en Roma para que fuera
trasladada al frente de batalla. Tras la batalla de Sedán, en septiembre,
el emperador francés fue hecho prisionero y la guerra concluyó con una
completa victoria de Prusia, firmada el 28 de enero de 1871.
Entretanto en Italia hubo manifestaciones públicas que demanda-
ban al gobierno aprovechar la oportunidad de conquistar Roma. La
izquierda parlamentaria pedía una acción de fuerza inmediata, ame-
nazando con desencadenar agitaciones populares en caso de inacción.
Finalmente, el 16 de agosto, comenzaron los preparativos para “ir hacia
Roma”, con la movilización parcial del ejército y la asignación de recur-
sos para la guerra. Con la noticia del resultado de la batalla de Sedán,
Víctor Manuel II envió una carta a Pío IX en la que le pedía guardar las
apariencias dejando ingresar pacíficamente al ejército italiano en Roma
a cambio de brindarle protección. Pero esté rechazó terminantemente
el ofrecimiento.

93 Pío IX, en realidad, no se daba cuenta de la necesitad inevitable del Estado moder-
no de intervenir para acabar con el analfabetismo. En ese entonces Italia contaba
con una tasa de analfabetismo cercana a 80%, que era aún más alta en el sur de la
península. Los esfuerzos de la Iglesia Católica eran insuficientes para proporcionar
instrucción elemental al pueblo.

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Antes de actuar, Víctor Manuel II quería asegurarse la benevolencia


o por lo menos de la neutralidad de las potencias europeas, que en ese
momento estaban concentradas en la crisis franco-prusiana. Las indi-
caciones que provenían de las cancillerías europeas dejaban abiertas las
posibilidades para el Reino de Italia, pero pedían asegurar garantías al
Papa y evitar acciones violentas. El 10 de septiembre un emisario ita-
liano, el senador Ponza di San Martino, entregó a Pío IX una carta que
parecía un ultimátum, en la cual se notificaba al pontífice que el gobier-
no de Florencia, obligado por las “aspiraciones nacionales”, ocuparía
Roma y el resto del territorio pontificio. La carta era contradictoria,
pues comenzaba con una declaración de obediencia del rey y terminaba
con una disculpa de éste por tener que invadir Roma. Ponza di San
Martino agregó unas disculpas verbales mencionando que el rey había
sido obligado a tomar esta iniciativa por “24 millones de italianos”. La
respuesta de Pío IX fue tajante: no aceptaría ceder la soberanía sobre los
territorios que había heredado de sus predecesores. Y de la mención de
los 24 millones de italianos, contestó que eran más bien 4 para el rey y
20 para el Papa.94
Un día después el ejército italiano, al mando del general Raffae-
le Cadorna, cruzó la frontera pontificia y avanzó lentamente hacia
Roma, esperando negociar a tiempo una entrada pacífica y evitar así
un derramamiento de sangre. Ante la invasión al Papa le quedaban tres
posibilidades: oponer resistencia suficiente para que el atropello susci-
tara la indignación internacional, o bien rendirse sin resistir al invasor
(como pedían varios cardenales), u organizar una resistencia prolon-
gada aprovechando los recursos disponibles (como pedían los oficiales
del ejército pontificio). El pontífice era indeciso sobre cual de las tres
posibilidades era la más viable y conveniente. Por un lado, no quería
un derramamiento de sangre y por otro lado, le disgustaba la idea de
rendirse sin más ante una invasión ilegítima y perniciosa para los in-
tereses de la Santa Sede. Mientras el Papa titubeaba, el avance italiano
proseguía sin encontrar resistencia.

94 Giovanni Sale, L’Unità d’Italia, pp. 94-95. Esta afirmación de Pío IX muestra la
conciencia que se tenía, no solamente en los ambientes católicos, de que el proceso
de unificación italiano era llevado adelante y apoyado sólo por una minoría del
pueblo italiano. El elitismo del Risorgimento es confirmado hoy ampliamente por
los historiadores.

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Capítulo 3
El Papa despojado y su dura reacción

El ejército invasor finalmente alcanzó la Muralla Aureliana el 19 de


septiembre y predispuso el asedio de Roma. Pío IX, ya resignado a la
derrota, sostuvo su postura intransigente confiando en la Divina Provi-
dencia y tal vez en una reacción in extremis de alguna potencia europea.
Además encontraba consolación en el apoyo del pueblo romano que le
expresaba multitudinariamente su afecto el día 10 de septiembre, en
ocasión de una ceremonia pública. Por su lado, los militares estaban
dispuestos a dar batalla y, en su caso, a morir por el Papa. Las instruc-
ciones a las tropas pontificias eran oponer una resistencia simbólica, es
decir, entrar en combate en el momento que el ejército italiano atacara
y penetrara la muralla.
Ese mismo día, el general Cadorna hizo un último intento de ne-
gociar mediante el embajador de Prusia ante la Santa Sede, ofreciendo
amplias garantías a cambio de la apertura pacífica de las puertas de la
ciudad. Pío IX rechazó una vez más los ofrecimientos y se preparó para
la ocupación violenta de lo que quedaba de su Estado.
El día 20 de septiembre a las 5:30 de la madrugada, la artillería
italiana (con 130 cañones) apuntó a la Muralla Aureliana que había
resistido 1,600 años, y después de tres horas de bombardeo, abrió
un gran boquete (breccia) al lado de Porta Pía. Allí se dirigieron las
columnas italianas, hostigadas inmediatamente por las tropas ponti-
ficias, que contaban 8,000 hombres (muchos de ellos voluntarios ca-
tólicos de diversas nacionalidades), enfrentándose a 18,000 italianos.
En la batalla que se libró cerca de Porta Pía murieron 49 soldados
italianos y 19 pontificios. Enseguida, alrededor de las 10:00 de la
mañana, los pontificios se rindieron y cesó el combate. Las tropas ita-
lianas se esparcieron ordenadamente por la ciudad sin ser hostigados
por militares o civiles, tomándola en nombre del rey Víctor Manuel II.
La resistencia no fue entonces sólo simbólica, pero tampoco coheren-
te y cabal.95
Pío IX se encerró en el Vaticano, que no había sido ocupado, y se re-
husó a entrevistarse con los invasores. Su actuación durante las últimas
horas del poder temporal de los papas fue digna de un soberano y un
jefe religioso. Se había levantado temprano por la mañana y celebrado
una misa a las 6:30 delante del cuerpo diplomático, mientras ya se

95 Renato Mori, Il tramonto…, p. 538.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

escuchaban los cañonazos italianos.96 Después de la misa se entretuvo


platicando y mostrándose sereno con los representantes de los estados
extranjeros. Cuando un oficial le dio la noticia de que los italianos
habían penetrado la muralla, se retiró en privado con el Secretario de
Estado y junto con éste dio la orden de capitular. Después regresó con
los diplomáticos y les anunció la rendición. Les recomendó proteger a
los soldados de sus respectivos países que, al rendirse, serían tomados
como prisioneros de los invasores. Más tarde, mientras se efectuaba la
ocupación de la ciudad, el cardenal Antonelli envió a los diplomáticos
una comunicación del pontífice donde éste protestaba “contra el indig-
no y sacrílego despojo cometido en los dominios de la Santa Sede” del
cual consideraba responsable al rey y a su gobierno.97
El 2 de octubre se celebró un plebiscito en Roma, apresuradamente
organizado y claramente manipulado, que dio por resultado 40,835
votos a favor de la anexión a Italia y sólo 46 en contra. Estas cifras,
más allá de la manipulación fraudulenta, muestran que sí existía un
sector de la población romana favorable a Italia, especialmente entre la
burguesía y la aristocracia de tendencias liberales. Por su lado, el pueblo
llano estaba casi unánimemente con el Papa, y no quiso o no pudo
expresar su voluntad.

96 Andrea Tornielli, Pio IX: l’ultimo Papa Re (Milano: Ed. Il Giornale, 2004), p. 495.
97 Giovanni Sale, L’Unità d’Italia, pp. 100-101.

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Capítulo 4
Pío IX en una prisión
llamada Vaticano

4.1. Divorciados en una misma casa (1870-1878)

La ocupación de Roma fue la inevitable conclusión del proceso del Ri-


sorgimento, por lo menos en su fase principal (aún faltaba anexar a Italia
diversos territorios “irredentos”). El fin del poder temporal cumplió los
deseos de los nacionalistas liberales y laicos y dejó definitivamente fuera
de la jugada los proyectos nacionalistas católicos que habían contem-
plado la presencia de un Estado de la Iglesia en una Italia confederada
o, por lo menos, un residuo de poder temporal que salvara la indepen-
dencia del Papa en su sede romana.
Pío IX había perdido su Estado, era un monarca sin trono, como
otros príncipes italianos y alemanes que se encontraban desplazados
por el triunfo del nuevo Estado nacional. Pero era también el jefe su-
premo de la Iglesia Católica y como tal se consideraba en derecho de
salvaguardar su independencia, es decir, no ser súbdito o ciudadano de
un estado secular.
Las reacciones de Pío IX a la ocupación de Roma reflejan esta
preocupación junto con la indignación por el modo violento e injus-
to de cómo había sido despojado del poder temporal. El pontífice se
mostraba amargado y pesimista sobre el futuro, interrogaba la voluntad
de Dios que en sus misteriosos designios había permitido el fin del
Estado Pontificio a manos de un Estado empeñado en secularizar la
sociedad italiana. A Pío IX tal vez le faltó la capacidad de comprender
las tendencias históricas de su época, pero no era por falta de sentido
práctico. Prestó su ayuda a quienes se habían visto afectados por la
ocupación, en especial a los empleados pontificios, disolvió al ejército y
dio hospedaje a la familia de su jefe de Estado mayor. Decidió perma-

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

necer en el Vaticano para estar cerca del pueblo romano, frenar con su
presencia la implementación de medidas secularizadoras, y para no dar
la impresión negativa de una fuga, como había sucedido en 1848. La
decisión de permanecer fue tomada el día 21 de septiembre, después de
una consulta con los cardenales presentes en Roma. La alternativa del
exilio, de todos modos, era impracticable y habría de ser negociada con
los posibles estados anfitriones: Bélgica, Austria, Malta (Inglaterra) o
Alemania. A la imagen del fugitivo, Pío IX prefirió aquélla del “prisio-
nero” en el Vaticano, que lo acompañó hasta su fallecimiento en 1878.
El previsible resultado del plebiscito del 2 de octubre para la anexión
de Roma a Italia fue rechazado por el Papa, quien, entre tanto, enviaba
cartas a los gobernantes europeos para protestar contra el atropello y la
inmoral ocupación de la Ciudad Eterna. La Encíclica Rescipientes del
1º de noviembre, reiteró las excomuniones y otras censuras y penas
eclesiásticas a los responsables de la ocupación, mencionó la estrategia
del gobierno italiano, el engaño y las promesas incumplidas de Víctor
Manuel II, y las quejas acerca de la incautación de los palacios pontifi-
cios considerados propiedad del Papa, como el Quirinale (destinado a
ser la residencia oficial del rey de Italia). El Papa reiteró su intención de
defender “de la manera más solemne” el poder temporal:

[…] declaramos: ser Nuestro propósito y Nuestra voluntad conservar los


dominios de esta Santa Sede y sus derechos íntegros, intactos e inviolados
y transmitirlos a Nuestros Sucesores; cualquiera usurpación de ellos —los
piamonteses— hecha ahora o anteriormente, será injusta, violenta, nula e
inválida, y todos los actos de los enemigos e invasores […] por Nos, ahora,
ser condenados, rescindidos, anulados y abrogados.98

El pontífice invocaba a Dios y a todo el mundo como espectador de los


atropellos de los que había sido víctima y declaró que ahora se encon-
traba en un estado de “cautividad” que le impedía ejercer su autoridad
pastoral.
Las protestas de Pío IX se extendieron más tarde a todo acto efectua-
do por los invasores, como la laicización de la universidad de Roma, La
Sapienza (La Sabiduría), su respuesta fue crear una nueva universidad

98 Pío IX, Encíclica “Rescipientes”, 1º de noviembre de 1870.

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Capítulo 4
Pío IX en una prisión llamada Vaticano

paralela bajo el control eclesiástico, alentando la salida de los estudian-


tes de la institución laica. El pontífice permanecía encerrado en el Va-
ticano observando con amargura y resignación el desmoronamiento de
su antiguo Estado, sustituido con el nuevo Estado italiano. Entretanto,
el traslado de la capital italiana de Florencia a Roma procedía a paso
acelerado. Llegaron funcionarios civiles piamonteses y de otras regio-
nes, vistos con suspicacia por la población romana.99
El paso más importante de la transición para los italianos era ase-
gurar la buena voluntad o, por lo menos, la aquiescencia del Papa
ante el nuevo status quo. Para ello, el gobierno italiano preparó una
ley llamada Legge delle Guarentigie (Ley de las Garantías), aprobada
por el parlamento el 13 de mayo de 1871. Esta ley establecía de ma-
nera unilateral la posición del Estado italiano ante la Santa Sede, de
manera que ésta viera aseguradas algunas garantías fundamentales y
la compensación justa por la pérdida de bienes y territorios. En pocas
palabras el Estado, sin reconocer ninguna soberanía al pontífice, le
atribuía prerrogativas reservadas a los soberanos y le asignaba una
renta anual equivalente a la que el Papa percibía cuando era el jefe del
Estado Pontificio. Desconocía el exequatur, pero lo mantenía en vigor
para cualquier acción eclesiástica que implicara consecuencias econó-
micas, reiteraba las leyes secularizadoras de 1866 y 1867 e invalidaba
cualquier efecto civil de las actas disciplinares de las autoridades ecle-
siásticas. No era una ley particularmente severa, sino que significaba
un intento sincero de pacificación para lograr esa convivencia entre
la iglesia y el Estado secular que buscaban muchos hombres políticos
de la época.
La Ley de las Garantías estaba compuesta por dos títulos:100 El pri-
mero estaba dedicado a la Santa Sede y al Papa, al cual no le recono-
cía ninguna soberanía territorial. Sin embargo, se le concedían algunas
propiedades a título personal: los palacios Vaticano, Laterano y la resi-
dencia de Castel Gandolfo. Además se declaraba al pontífice inmune
de la jurisdicción penal italiana. Sobre este punto hubo algunas contro-
versias pues los diputados “de izquierda” protestaron por la inmunidad

99 Giacomo Martina, Pio IX (1867-1878), pp. 252-253.


100 Ettore Anchieri. “Legge delle Guarentigie”, en Antologia storico-diplomatica, rac-
colta ordinata di documenti diplomatici, politici, memorialistici, di trattati e conven-
zioni dal 1815 al 1940, pp. 186-189.

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otorgada a quien debería ser considerado como un ciudadano común,


además de un ciudadano peligroso que con sus actitudes hostiles ame-
nazaba la legitimidad misma del Estado. Es más, la ley castigaba las
injurias y atentados al Papa con las mismas penalidades establecidas
para el rey. Además, concedía a los diplomáticos acreditados ante la
Santa Sede el mismo estatus de los diplomáticos acreditados ante
el Estado italiano, y autorizaba al pontífice mantener el cuerpo de se-
guridad del que ya disponía: la guardia suiza, la guardia palatina y los
gendarmes pontificios. Siempre según la ley, en tiempo de cónclave
todo cardenal sería libre de participar en el evento, aunque fuera objeto
de sanciones penales; ningún eclesiástico sería castigado por participar
en la preparación y difusión de actos pontificios; ningún extranjero
podría ser expulsado si era titular de un oficio eclesiástico en Roma. Se
le reconocía al Papa el derecho de tener una propia oficina telegráfica
y usar la maleta diplomática. Con respecto a los asuntos financieros, el
Estado italiano se comprometía a otorgar al pontífice la cantidad anual
de 3.225.000 liras para su mantenimiento. Ni Pío IX ni sus sucesores
aceptaron estas condiciones y jamás cobraron el “sueldo” del Estado
italiano, lo que hubiera significado aceptar la usurpación de 1870 y
peor aún, aparecer como empleados del Estado italiano. Además Pío IX
argumentó que esta cantidad no aseguraba su independencia y siguió
expresando sus protestas. Con el transcurrir de las décadas el monto
acumulado de esta erogación anual alcanzaría cifras considerables, al
punto de que, en 1929, el Estado italiano y el Vaticano acordarían
reducir significativamente la cantidad acumulada, a la cual aún tenían
derecho los pontífices.
El segundo título de la ley se ocupaba de las relaciones entre el Es-
tado y la iglesia y estaba inspirado en principios separatistas: el Estado
renunciaba a algunos de sus derechos; a las restricciones especiales al
derecho de reunión del clero, al control sobre las publicaciones de nue-
vas leyes eclesiásticas y, en general, sobre los actos de las autoridades
eclesiásticas, al juramento de fidelidad de los obispos, al nombramien-
to de obispos en las regiones donde el rey tenía tradicionalmente este
derecho, a los privilegios heredados de la Corona de Sicilia, al consen-
timiento previo del gobierno para la celebración de concilios eclesiás-
ticos. El Estado aún se reservaba el control sobre los nombramientos
para beneficios eclesiásticos y sobre los actos que incluían los bienes de
dichos entes.
108

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Capítulo 4
Pío IX en una prisión llamada Vaticano

Tampoco esta parte de la ley fue aceptada por el pontífice. Ya antes


de su promulgación, el 2 de marzo, Pío IX se había expresado negativa-
mente en la epístola Ecclesiae Dei, dirigida al cardenal Patrizi, decano y
vicario de Roma. En este documento el pontífice rechazaba de antema-
no los esfuerzos reconciliadores de los piamonteses:

[…] Sería ciertamente grato, en esta ocasión, alejarle más tiempo de las
otras causas cada día más graves de Nuestro dolor, pero ya que son tan
numerosas que no pueden incluirse en el espacio de una carta, menciona-
remos solamente la invención de las concesiones que llamamos garantías,
donde no se sabe si tiene el primer lugar la absurdidad o el engaño o el in-
sulto. (A estas concesiones) los jefes de gobierno piamontés dedican desde
hace tiempo un trabajo laborioso e inútil.101

La publicación de la ley produjo la reacción inmediata del Vaticano. El


15 de mayo fue publicada la encíclica Ubi Nos arcano Dei consilio. En
este documento Pío IX mencionaba la situación hostil en que se encon-
traba y reiteraba el propósito de mantener salvos e íntegros los derechos
de la Santa Sede. Señalaba que la discusión sobre la ley había revelado
con claridad la malicia y los engaños de los enemigos de la iglesia; que
las llamadas “garantías” no aseguraban de ninguna manera el libre ejer-
cicio del poder encargado por Dios al Papa a través del apóstol Pedro;
que el mismo concepto de la ley era inadmisible, porque no se podía
permitir que la autoridad divina sobre el orden moral y religioso depen-
diera de una concesión del poder laico.102
El rechazo a la Ley de las Garantías se diseminó hasta los católicos
fieles al Papa. El mundo católico no liberal, en efecto, expresó preocu-
pación por el alcance y la efectividad de la libertad e independencia de
la Santa Sede, que anteriormente era garantizada por el poder tempo-
ral. Sin embargo, entre estos católicos es preciso distinguir aquéllos que
sólo esperaban el regreso del status quo antes de 1870, y los que, aun
protestando, ya estaban resignados a la nueva realidad. Poco a poco
la extinción del poder temporal era aceptada como inevitable y tema
obsoleto entre los católicos. Incluso en los ambientes vaticanos, con el

101 Pío IX, Epístola Ecclesiae Dei, “Rescipientes”, p. 190.


102 Pío IX, Encíclica “Ubi nos”, 15 de mayo de 1871.

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tiempo, se extendió una posición más realista que comenzaba a ponde-


rar los aspectos positivos de la Ley de las Garantías. Con excepción de
Pío IX, quien durante su vida mantuvo su intransigencia, los pontífices
posteriores terminaron por convencerse de que el poder temporal había
sido un peso para la Santa Sede, y que el prestigio y la libertad de operar
del Papa se había extendido incluso gracias a la pérdida de ese poder.
De todas maneras, la opción de un regreso a la situación anterior al
año 1870 se volvió quimérica toda vez que el Estado italiano se conso-
lidaba internamente, extendía sus alianzas internacionales y se ganaba
el apoyo de los católicos mediante la propagación del ideal nacionalista.
Ninguna potencia europea estaba dispuesta para lanzarse a la aventura
de restituir al Papa sus dominios, ni siquiera las potencias hostiles a
la emergente Italia de finales del siglo xix.103 Para los años setenta y
ochenta del siglo xix, la idea de que el poder temporal del Papa era cosa
del pasado formaba parte de una conciencia común, tanto en Italia
como en el extranjero. En Italia, además, esta idea había logrado afir-
marse con la hegemonía que había adquirido el nacionalismo laico por
encima del nacionalismo católico.
La destrucción del poder temporal de los papas para antes de 1870,
ya se había convertido en un símbolo del Risorgimento, el momento
culminante y triunfal del movimiento de unificación nacional. En este
contexto no faltaban argumentos lógicos y justificaciones históricas
incrustadas en la memoria colectiva de la población italiana. Desde
la Edad Media los pueblos de la península itálica habían mirado ha-
cia Roma no solamente como el centro del mundo (caput mundi) y
epicentro de la verdadera religión, sino como la capital histórica y co-
razón natural de Italia. El mito de Roma se había afianzado durante
el siglo xix, especialmente después de la República Romana de 1849,
asociándose cada vez más con la idea de “liberar” la Ciudad Eterna
de la dominación papal.104 Una vez “liberada” y convertida en capital
de un Estado laico, Roma tenía que sustituir su proyección universal
como sede del papado a la de una renovada vocación universal como

103 Arturo Carlo Jemolo, Chiesa e Stato in Italia. Dalla unificazione ai giorni nostri
(Torino: Einaudi, 1981 /1955), pp. 41-44.
104 Giovanni Belardelli, Luciano Cafagna, Ernesto Galli della Loggia y Giovanni
Sabbatucci, Miti e storia dell’Italia unita (Bologna: Il Mulino, 1999), 4; Andrea
Giardina y André Vauchez, Il mito di Roma, pp. 177-203.

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Capítulo 4
Pío IX en una prisión llamada Vaticano

centro político de la Italia renacida. No era una responsabilidad fácil


de enfrentar y así lo percibieron los contemporáneos. En 1871, en un
coloquio con el ministro Quintino Sella, el historiador alemán (estudioso
de la antigua Roma) Theodor Mommsen le preguntó: “Pero ¿qué quieren
hacer en Roma? Esto nos preocupa a todos. En Roma no se queda uno
sin tener propósitos cosmopolitas”.105 Esta declaración de Mommsen sería
mencionada más tarde por Benito Mussolini el 21 de junio de 1921 en
su primer discurso en el parlamento para señalar que la tarea de Italia era
restituir a Roma su verdadera vocación universal.
La consigna de limitar o eliminar la influencia de la curia romana
para restaurar la grandeza de Roma y de Italia no era una novedad del
siglo xix. Ya Maquiavelo había denunciado el poder temporal de la igle-
sia como el principal obstáculo para la unificación nacional. Pero cuan-
do la soberanía pontificia se derrumbó de manera violenta y repentina
en 1870, hubo nacionalistas como Capponi y Jacini, que criticaron el
triunfalismo nacional por el bombardeo de Porta Pía. Cuando Pío IX se
rehusó a entregar las llaves del Quirinale y lanzó anatemas contra el rey
invasor, el gobierno italiano se vio obligado a forzar el ingreso en el pa-
lacio e incautar los periódicos que habían publicado el decreto pontifi-
cio. El plebiscito del 2 de octubre, como ya se mencionó antes, tuvo un
resultado no ambiguo que sugería una aprobación bastante amplia para
la anexión de Roma a Italia.106 También varias familias de la aristocracia
romana, tradicionalmente cercanas a la Santa Sede, mostraron dispo-
nibilidad hacia el nuevo régimen. Destaca el caso del príncipe Filippo
Doria Pamphili, quien sucesivamente se volvió consejero comunal en
Roma, maestre de palacio del rey y senador del reino.107
Los católicos romanos (y tampoco los demás católicos italianos),
en suma, no parecían tener la intención de defender con la espada el
poder temporal. Esperaban, sin duda, que el nuevo régimen se ajustara
en principio y en la práctica a la doctrina católica y fuera obsequioso
hacia el magisterio de la iglesia. Por su lado el clero italiano se volvió
más flexible en cuanto se dio cuenta de que el modus vivendi esta-

105 Citado en Andrea Giardina y André Vauchez, Il mito di Roma, p. 189.


106 De una población de 220,000 habitantes que tenía Roma en 1870; 167,000 te-
nían derecho a votar. De éstos, 133,000 aprobaron la anexión y sólo 1,300 se
declararon contrarios.
107 Giacomo Martina, Pio IX (1867-1878), p. 254.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

blecido después de 1870 no era tan desfavorable para la Iglesia. El


honor pontificio quedaba intacto, protegido por una ley que, aun si
no había sido aceptada por el Papa, hacía sentir su influencia, pues se
aplicaba unilateralmente por el Estado italiano. La legislación italiana
en general era benigna hacia la iglesia y hacía caso omiso de la ley
en diversos aspectos, como en la prohibición a las órdenes religiosas
de poseer bienes propios. La acción pastoral y educativa de la iglesia
no fue obstaculizada sino que se extendió, aprovechando la base de
socialización propiciada por el mismo Estado italiano al convertir a
la población de la península en nacional y ciudadana. Las previsiones
de los liberales moderados como Cavour acerca de la abolición del
poder temporal parecían corroboradas por los hechos. Es decir, que la
Iglesia sin su Estado prosperaría y se extendería en lugar de menguar.
No parecían realizarse, al contrario, las profecías más negras de los
clericales de que la Iglesia se vería reducida e incapacitada para seguir
ejerciendo su misión, y de que la sociedad italiana se descatolizaría por
la nefasta acción del Estado secular, rehén de los liberales descreídos y
los masones anticlericales.108
Si en general el clero seguía la tendencia nacionalista del pueblo
católico, la alta jerarquía eclesiástica se mantendría fiel a la línea in-
transigente del Vaticano. Esto significaba mantener la condena formal
hacia el Estado italiano y sus gobernantes, definir como usurpación la
ocupación de Roma y, por ende, ilegítimo el Estado nacional italiano.
Esta condena y rechazo era el eje vertebral de la llamada “Cuestión
Romana”, que pesaba como una espada de Dámocles sobre la vida del
Estado nacional italiano.
Aún antes del año 1870, la Iglesia estableció un boicot hacia la
política interna italiana utilizando todos los medios a su disposición
fuera del campo político en sentido estricto. Sobre todo, buscó im-
pedir que los católicos participaran plenamente en la vida civil y po-
lítica del reino. Gioberti y otros católicos liberales vieron frustradas
las esperanzas de que la iglesia se integrara a la vida nacional para
contribuir al bien común y luchar contra el despotismo. La idea que
compartían estos hombres era que pronto se formaría un partido cató-
lico conservador activo en el parlamento y en la vida política nacional.

108 Denis Mac Smith, Storia d’Italia (Roma-Bari: Laterza, 2000), pp. 119-121.

112

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Capítulo 4
Pío IX en una prisión llamada Vaticano

El mismo Cavour había cultivado la esperanza de que los clericales (y


con ellos la Iglesia) terminaran participando en la vida política com-
pitiendo en las elecciones y aceptando las reglas del juego según los
principios liberales. Pero cuando Cavour, renegando de sus principios
por conveniencia política, había hecho anular la elección de algunos
diputados clericales en 1858, éstos continuaron su lucha política fuera
del parlamento. En esa ocasión el director de un periódico católico de
Turín, don Margotti, acuñó la expresión “ni electos ni electores”, que
más tarde se convertiría en una prohibición explícita por parte de la
Iglesia de participar en las elecciones italianas mediante el documento
conocido como Non expedit, que examinaremos más adelante. Esta
prohibición se justificaba con el argumento de que si los diputados cle-
ricales hubieran entrado en el parlamento, se verían obligados a jurar
fidelidad a los usurpadores de los territorios pontificios. Con esto, se
harían merecedores de la excomunión. Incluso cargos menores como
el de alcalde implicaba peligros, pues como alcaldes se verían obligados
a celebrar matrimonios civiles.
La parte negativa de la acción de boicot de la iglesia se complemen-
taba con una enérgica y activa acción social, mediante la expansión del
asociacionismo católico. Esta acción respondía a una estrategia cons-
ciente para romper con la sociedad contemporánea, infectada por el lai-
cismo, creando una sociedad católica paralela donde los fieles pudieran
desarrollar su vida como creyentes al amparo de la nefasta influencia
del mundo laico. Esta obra de creación y expansión de una sociedad
católica dentro de una sociedad laica es el preludio de lo que será más
tarde una doctrina más definida y más articulada bajo el pontificado de
León XIII: la Doctrina social de la iglesia.
Las actitudes de Pío IX hacia el Reino de Italia y del nacionalismo
italiano no variaron en los últimos años de su vida. El Papa buscó
conciliar la intransigencia formal hacia los usurpadores con su oficio
de jefe supremo de la Iglesia Católica y obispo de Roma. Si bien no
salió ya del Vaticano, continuó atendiendo a los visitantes en audien-
cias públicas y privadas, pronunciando una gran cantidad de discur-
sos (556 entre octubre de 1870 y febrero de 1878). El “prisionero del
Vaticano”, en suma, no se quedó callado y su actividad fue intensa
hasta su muerte.
En sus alocuciones Pío IX desarrolló una condena más articulada y
cabal del Risorgimento en su conjunto, examinando a detalle sus causas,
113

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

objetivos, protagonistas y resultados; no con el propósito únicamente


de aclarar cuales habían sido y cómo habían operado los enemigos de la
iglesia, sino también de lanzar una advertencia a los católicos para que
no se dejaran engañar por ellos.
El pontífice señala los centros de origen del Risorgimento: Turín
y Milán, ciudades afectadas por la herejía y la corrupción y plagadas
por la inmoralidad. Aquí y en otras ciudades los responsables del mo-
vimiento nacionalista eran los veteranos de las guerras napoleónicas,
los que habían participado en las efímeras repúblicas Cisalpina y Cis-
padana, y en las primeras experiencias constitucionales y liberales, los
inconformes con la restauración y todos aquéllos con espíritu rebelde
y proclives a participar en revoluciones. Más específicamente, el Papa
denunciaba la carbonería y la Giovane Italia como “sectas” perversas
que habían propagado diversos males:

Surgió luego otra secta, negra de nombre y de hecho, y se esparció por este
bello país —Italia—, penetrando lentamente en muchos lugares. […] Más
tarde apareció otra que quiso llamarse joven, pero, en verdad, era vieja en
su malicia y en su iniquidad. A estas dos se sumaron otras y todas llevaron
sus aguas turbias al gran pantano masónico, desde el cual se propagan esos
aires podridos que impiden a esta pobre Italia poder presentar su voluntad
delante de todas las naciones.109

La acción de estas sociedades, según Pío IX, representó el triunfo del


desorden y de una revolución perversa, que hizo daño incluso a quienes
se habían entusiasmado inicialmente por ella. De hecho, los resultados
del Risorgimento han sido mezquinos y niegan el significado mismo de
la palabra. La situación de los italianos no ha mejorado, sino que, en
diversos aspectos, ha empeorado. En el Reino de Italia de ese entonces
habían subido los impuestos, persistían las desigualdades sociales, la
secularización y desaparición de las obras pías, el uso de dinero de papel
para cubrir las deudas públicas. Eran ya muchos años en los que Italia
había cambiado, y para mal. Así quedaba entonces comprobado, según
Pío IX, el error de los católicos liberales que siguieron sus fantasías sin
reflexionar.

109 Giacomo Martina, Pio IX (1867-1878), p. 295.

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Capítulo 4
Pío IX en una prisión llamada Vaticano

Estas reflexiones del pontífice en sus últimos años de vida mues-


tran a un hombre fatigado y desilusionado, incapaz de encontrar se-
ñales positivas en los tiempos que le han tocado vivir. Ve delante de
sí un escenario oscuro dominado por fuerzas satánicas. Obra de estas
fuerzas, el Risorgimento aparece como el fruto maligno de un siglo
impío y descreído, cuyos contornos e impulsos internos se escapan a
la comprensión humana. Así Pío IX se encierra en el rezo e invoca a la
Divina Providencia y a la voluntad de Dios para poder llevar su cruz
hasta el final.
En 1876 falleció el más estrecho colaborador del pontífice, el se-
cretario de Estado, cardenal Antonelli, símbolo de la intransigencia
pontificia y hombre devoto al Papa y a la causa de la iglesia. Aunque
Antonelli no fuera un Richelieu o un Mazzarino, es cierto que su perso-
nalidad prominente y su reconocida capacidad de trabajo eran tan des-
tacados, que su desaparición trajo importantes consecuencias.110 Esto
era, asimismo, un presagio de que también el viejo Pío IX tenía sus días
contados. En el mismo año se dio un cambio radical en el parlamento
italiano, donde la vieja derecha fue desplazada por la izquierda, lo que
determinaría condiciones menos favorables para la iglesia en sus rela-
ciones con el Estado italiano.
Pío IX logró vivir lo suficiente para presenciar la muerte de su an-
tiguo adversario, Víctor Manuel II, quien falleció en enero de 1878.
Tan pronto como se enteró de la gravedad de la situación del rey, el
Pontífice le retiró todas las excomuniones y las demás penas eclesiás-
ticas. Pío IX murió un mes después, el 7 de febrero de 1878, por un
repentino ataque al corazón mientras rezaba el rosario con sus colabo-
radores. Tenía 85 años y concluía el pontificado más largo en la historia
de la iglesia, después del de San Pedro, que según la tradición se había
extendido por 37 años.
Con la muerte de Pío IX la iglesia modera paulatinamente sus acti-
tudes intransigentes y se configura poco a poco un modus vivendi que
perdurará hasta el siglo xx. La iglesia dejó de enfocarse en la batalla
contra el Estado italiano y se dedicó a reforzar su misión social, acorde
con el mandato evangélico, mientras se preparaba para enfrentar nue-

110 Frank J. Coppa, Cardinal Giacomo Antonelli and papal politics in european affairs
(Albany: State University of New York Press, 1990), p. 96.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

vas amenazas, más peligrosas que el propio liberalismo. Como bien lo


resume Giuseppe Maranini:

A medida que el Estado nacional italiano se consolidaba y se convertía


en un elemento aceptado de equilibrio internacional, la violencia de las
protestas vaticanas iba calmándose, deviniendo en manifestaciones forma-
les; en tanto que el mundo católico a través de encíclicas pontificias y de
investigaciones sociopolíticas advertía la presencia de la inquietud social,
y reaccionaba, apoyando en parte las exigencias de una más justa distribu-
ción de la riqueza, y en parte confesando su deseo de tomar su lugar no
sólo en las administraciones locales sino en el parlamento y en el gobierno,
para equilibrar y controlar la avanzada socialista.111

4.2. Se abre una brecha y termina un mundo

Volvamos ahora por un momento atrás, al año 1870. Es preciso exten-


der la reflexión sobre el fin del poder temporal y sus consecuencias para
la iglesia y para Italia, y, asimismo, conocer más a detalle la actuación
del papado en esas circunstancias. Como hemos expuesto antes, en el
verano de ese año se avecina la ocupación italiana de Roma con el epi-
sodio denominado la brecha de Porta Pía. Pío IX tiene muchas dudas
sobre cómo reaccionar: puede promover una resistencia simbólica y
dejar entrar al ejército italiano o, a cambio, puede oponerse con firmeza
en forma incondicional, mientras la última opción es una rendición, sin
ofrecer ninguna reacción. A la ocupación napoleónica de 1809, Roma
había cedido sin ninguna resistencia, la única defensa fue espiritual y
Pío VII había excomulgado a los ocupantes.
Lo único cierto es que en los meses anteriores a la ocupación,
Pío IX decide no abandonar Roma. Sus reacciones, sin embargo, fue-
ron determinadas al calor de los acontecimientos, y la idea que preva-
lece entonces es la de una resistencia simbólica y nada más. Las ideas
fanáticas y excesivas de un martirio colectivo para resistir a los italianos
desaparecen y en septiembre prevalece ya el pragmatismo. A media-

111 Giuseppe Maranini, Historia del poder en Italia, 1848-1967 (México: unam,
1985/1967), p. 232.

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Capítulo 4
Pío IX en una prisión llamada Vaticano

dos de septiembre la decisión es tomada: una resistencia simbólica, es


el mismo Pío IX quien escribe una carta autógrafa al comandante del
ejército pontificio:

Sobre la defensa estoy obligado a ordenar que ésta tiene únicamente que
consistir en una reprimenda indispensable para evidenciar la violencia, y
nada más: por ende, abrir los arreglos para la rendición, una vez que ten-
gamos una brecha…112

Probablemente, como explica Giacomo Martina, el 19 de septiembre de


1870 todos están enterados de que al día siguiente los italianos iban a
ocupar la ciudad. Los generales pontificios están inconformes con las ins-
trucciones recibidas, no querían perder el honor con una rendición inme-
diata, y logran convencer el Papa de prolongar la resistencia. La mañana
del día siguiente el Papa celebra una misa madrugadora y después empie-
za un largo discurso con todo el cuerpo diplomático acordándose de los
turbulentos años de 1848, la República Romana y su huida de Roma.
Mientras mueren 50 soldados en un inútil intento de defensa, la remi-
niscencia es interrumpida por una dramática realidad y el conde Guido
di Carpegna, oficial del estado mayor, le comunica que la brecha está
abierta. El Papa se retira con el secretario de Estado y deciden rendirse.
El mismo día, siguiendo el protocolo, Pío IX envía a todos los em-
bajadores presentes en Roma una carta de protesta contra el reino ita-
liano. La jornada siguiente, el ejército pontificio, formado de volunta-
rios de todas las nacionalidades, se desarma.
A diferencia de lo que había pasado en el año del 48, el Papa decide
quedarse en Roma, pues para el pontífice es muy importante en este
contexto cerrar filas y defenderse a ultranza. El 2 de octubre de 1870,
por medio de un plebiscito, se anexa Roma al reino italiano. Un día an-
tes los soldados italianos han ocupado el Quirinale (la enorme y lujosa
residencia papal) y el gobierno italiano, que en este momento residía en
Florencia, especifica que este edificio será destinado a ser el domicilio
del rey de Italia.
En estos momentos el trabajo del secretario de Estado es muy com-
plejo y difícil: inútiles son los intentos para evitar la confiscación del

112 Giacomo Martina, Pio IX, p. 241.

117

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

Quirinale, Antonelli insiste aclarando que es propiedad personal del


pontífice. Se logran recuperar los más de 5 millones de liras que Italia
había confiscado al Óbolo de San Pedro, otra propiedad personal del
pontífice.
Como hemos revisado en el párrafo anterior, Roma lentamente em-
pieza a cambiar y a transformarse con la llegada de burócratas desde el
norte de Italia. La realidad es que el Papa, quien se siente perseguido,
está bastante lejos de aplicar el principio de un cierre total al diálogo
con el Estado italiano: más bien, tres veces, escribe al rey Víctor Manuel
II intentando evitar la confiscación de los conventos.
Los problemas son muchos y no sólo de naturaleza política, sino
de ordinaria administración. En Italia el Papa puede con toda libertad
nombrar a los obispos, pero es indispensable el reconocimiento del exe-
quatur (la ejecución) sobre el nombramiento por parte del Estado italia-
no, de esta forma el obispo puede nombrar a los párrocos, mantener sus
beneficios y rentas e instalarse en la curia. El problema es muy complejo,
si el Vaticano acepta el reconocimiento del exequatur por parte del Es-
tado, se puede llegar en línea teórica al reconocimiento por parte de la
iglesia de la Ley de Garantías. Claramente el Vaticano, por coherencia,
puede renunciar al exequatur, pero esto significaría un verdadero colapso
de su estructura económica, que mantiene una organización tan capilar
como lo es la Iglesia Católica en Italia. El gobierno italiano, conociendo
los muchos problemas que tiene la Iglesia, solicita recibir directamente
la bula de nombramiento de los obispos.
Entre los años de 1871 y 1875, el Vaticano prosigue una línea ce-
rrada: los obispos sólo están autorizados a comunicar el nombramiento
y nada más, en caso de aclaraciones no pueden contestar y no pueden
presentar la bula de nombramiento, lo mismo deben hacer los párro-
cos. Mientras en los primeros años no hay flexibilidad y la Santa Sede
reacciona de forma punitiva hacia los sacerdotes infractores de estas
normas, en particular hay casos de sacerdotes que entregan al gobierno
copia de la bula de nombramiento, sucesivamente el sistema empieza a
ser más flexible. Oficialmente el sacerdote no puede entregar copia de
la bula al Estado, pero en la sacristía puede pegar la bula y tener copias
disponibles para quien la pida y la entregue al gobierno.
En muchos casos no existe intransigencia sólo en el bando católico,
sino es el gobierno que en el año 1875 empieza a pedir el original de
la bula y hay algunos casos de obispos que con la autorización oficial
118

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Capítulo 4
Pío IX en una prisión llamada Vaticano

del Vaticano piden el exequatur al gobierno, sin que otros obispos estén
enterados. Este procedimiento no oficial, pero autorizado, continuará
así por pocos meses, hasta 1876, ya que es el propio Pío IX quien de-
cide suspender este acercamiento con el Estado. Para este año hay dos
factores importantes que condicionan el exequatur: el gobierno de la
derecha histórica es derrotado y el sucesor es un gobierno de izquierda
encabezado por Agostino Depretis, un convencido anticlerical. Otro
factor decisivo es la ya mencionada muerte de Antonelli, un hombre
muy intransigente. El Papa sabe que Depretis no está abierto a ningún
arreglo formal o informal, por esta razón y libre de cualquier condicio-
namiento de Antonelli, desiste de pedir de forma sistemática al gobier-
no el exequatur para obispos y párrocos.
En este caso podemos observar que lo que predomina es el pragma-
tismo de una iglesia, que puede perder mucho, demasiado. Un vez que
cesa la influencia de Antonelli con su muerte, la lucidez de un análisis
del contexto actual prevalece, sobra adherirse a principios que han sido
rebasados por la historia.
En realidad el exequatur es sólo la parte sobresaliente de muchos
problemas que se relacionan con un naciente Estado que quiere forta-
lecerse, y otro que al parecer sucumbe a un proceso que se ajusta a los
signos de los tiempos. La situación es bastante compleja consideran-
do el hecho de que, en estos momentos, Italia es un país de absoluta
mayoría católica y, por ende, la pregunta es: si el Vaticano, por obvias
razones, desconoce la recién formada nación ¿los católicos pueden vo-
tar?, ¿pueden ser elegidos?, ¿pueden trabajar en la administración pú-
blica?, ¿pueden tener cargos en el gobierno?
Como hemos explicado en líneas anteriores, previo a la ocupación
de Roma, la iglesia había titubeado sobre si autorizar o no a los cató-
licos a votar y ser votados. La nación que surge en 1861 es, desde el
principio, anticlerical y entra en abierto conflicto con la iglesia. Con
el tiempo y acercándose la brecha de Porta Pía, la Santa Sede decide
el non expedit (no conviene) de 1868 en adelante. Los católicos tienen
que abstenerse de la elección y no pueden votar ni ser elegidos. Por esta
razón en noviembre 1870, un mes y medio después de la ocupación, la
línea defensiva del Vaticano continúa siendo el non expedit. Esto conti-
núa así hasta 1876, con la muerte de Antonelli y la llegada de Depretis
el non expedit necesita ser cuestionado para seguir en una línea acorde a
los cambios. Por esta razón se instala una comisión que de manera rea-
119

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

lista se da cuenta de cómo si prevalece el non expedit muchos feligreses


podían no obedecer a las directivas pontificias, cuyo riesgo implica la
avanzada de los socialistas, que fácilmente pueden tener enorme éxito
electoral, puesto que faltaba un oponente representado por el electo-
rado católico. Este documento no tiene validez, pues probablemente
el mismo Papa quiere continuar con el non expedit, pero los tiempos
son maduros para un cambio, y el exequatur es un ejemplo del nuevo
camino que empieza.
La paradoja es que los últimos años del pontificado de Pío IX, pe-
riodo que en teoría debería ser de cierre total, se caracterizan por un
pulular de iniciativas y de cambios significativos para el catolicismo. El
laicado, que desde el regreso del Papa a Roma en 1850 no tiene ningún
espacio de acción, empieza a tener un papel importante. En 1867, bajo
el lema, “oración, acción y sacrificio” nace la Sociedad de la Juventud
Católica y el primer congreso promovido por la Juventud Católica se
da en 1874, “la obra de los congresos”, con la idea de crear una or-
ganización que pudiese enlazar los muchos movimientos locales que
surgen durante estos años. El Papa reconoce esta organización fundada
y dirigida por laicos, seguramente entiende la necesidad en este nuevo
contexto secular de una organización que pueda jugar un papel social,
cultural y políticamente importante.
Pero, al mismo tiempo, la Iglesia permanece anclada a sus tradicio-
nes seculares, y la Congregación del Índice en los últimos 10 años del
pontificado de Pío IX, que muere en 1878, continúa trabajando con
mucho empeño y llega a condenar 90 obras.113 Un episodio interesan-
te que no tiene conclusión y genera admonición a don Juan Bosco,
fundador de los salesianos, es un folleto titulado “El centenario de San
Pedro”. Según el inquisidor dominico, Padre Modena, don Bosco tiene
que revisar su tesis sobre la llegada de San Pedro a Roma: el fundador
escribe que no es un problema de fe, sino un hecho histórico. El Índice
insiste en el hecho de que esta versión no es apreciada por el Papa, y le
aconseja no retomar episodios históricos si no se tiene una buena pre-
paración acerca de la historia de la iglesia.
Pero los episodios probablemente más conocidos y más controverti-
dos no tienen nada que ver con el fundador de los salesianos, sino con

113 Giacomo Martina, Pio IX, p. 283.

120

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Capítulo 4
Pío IX en una prisión llamada Vaticano

dos famosísimos jesuitas: Carlo Curci y Carlo Passaglia. En particular


con Passaglia, que como anteriormente explicamos, era el teólogo más
importante de Roma; en 1859, con la autorización de Pío IX, deja los
jesuitas y empieza a acercarse al liberalismo, es elegido diputado en
Turín entre 1861-1865. Y del año 1867 en adelante hay varios intentos
de reconciliación con la Iglesia. Passaglia quiere retractarse de muchos
puntos, llega a admitir la necesidad relativa del poder temporal, pero
especifica que no puede arrepentirse, porque esto significa subscribir
fórmulas contrarias a sus creencias. Y solo en 1887, antes de su muerte,
llega a una reconciliación.
Más compleja y controvertida es la historia del padre Curci, funda-
dor y director de la revista La Civiltà Cattolica. Para el año de 1850,
cercano a Pío IX, su revista fue el principal portavoz del Papa por
un largo periodo. “La caída de Roma por armas italianas” se edita en
Florencia pocas semanas después de Porta Pía, y la tesis que prevalece
es la de la irreversibilidad de este proceso. Según esta obra, Roma no
puede regresar a ser lo que era, sino es lo que es: la capital de Italia;
quien esperaba una intervención divina para recuperar la ciudad sólo
mantenía una vana ilusión y a todo esto no se niega que Porta Pía sea
una desgracia, pero es indispensable aceptar. En el prefacio de: Leccio-
nes exegéticas sobre los cuatros evangelios, editado en Florencia en 1874,
Curci insiste sobre la irreversibilidad de este proceso: según el ex je-
suita, el Papa debería remover el non expedit y, con los votos católicos,
podría gobernar Roma y toda la nación. Como podemos imaginar,
después de este escrito, el general de los jesuitas intenta obligar a Curci
a retractarse, pero todo es inútil y en 1877 abandona la orden. Sólo
en 1891, pocos meses antes de su muerte, Curci es readmitido en la
Compañía de Jesús.
Porta Pía representa una ruptura importante y las consecuencias son
significativas: con casos de sacerdotes inconformes con la política del
non expedit, pero la mayoría sigue en la teoría más que en la praxis,
la línea dictada por el mismo Papa. Pío IX es el primero que desde la
ocupación nunca dejará el Vaticano, ni para dar un sencillo paseo, de-
clarándose preso. También en estas condiciones el Papa mantiene una
relación regular con los feligreses a los que recibe una o dos veces por
semana: son mayormente romanos, pero también extranjeros. El Papa
encuentra constantemente devotos, habla a través de discursos, que
muchas veces no han sido preparados. Estas alocuciones, entre 1870 y
121

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

1878, se editaron en cuatro volúmenes,114 Pío IX habla del Risorgimento


utilizando tres ejes que se pueden sintetizar así: 1) el enemigo verda-
dero es interno y son los católicos liberales; 2) una severa denuncia al
proceso histórico llamado resurgimiento donde puntualiza los sujetos,
las causas y los objetivos; 3) un análisis puntual de las consecuencias: la
más grave es la ocupación de Roma.
Pío IX identifica los centros de este movimiento en Milán y Turín,
los responsables son los veteranos de las guerras napoleónicas, los in-
conformes de la restauración empujada por el Congreso de Viena. Otra
importante responsabilidad histórica la tienen las organizaciones que
define como secretas y masónicas como la carboneria y la Giovane Italia.
Esta postura intransigente relacionada al Risorgimento empieza a
tambalearse con la muerte de Antonelli, pero el Papa, que para estos
años ya tiene una edad avanzada, después de la muerte de su secretario
de Estado, quedará en vida solo por dos años más. Antonelli fue secre-
tario de Estado durante 28 años seguidos, visitaba cotidianamente al
Papa, y aun así, sorprendentemente, el principal periódico pontificio,
L’Osservatore Romano, relega esta noticia a la segunda página.115 Exclu-
yendo a los papas, presumiblemente Antonelli es el jerarca católico más
importante del siglo xix, y el hecho de que su muerte no fuera noticia es
una verdadera paradoja. Más clamoroso fue el testamento y una heren-
cia de medio millón de francos en oro, equivalente hoy, según Giacomo
Martina, a algunos millones de dólares que dejó a sus sobrinos, lo que
vino a confirmar el estilo de vida indigno y opulento que se atribuía
al cardenal.116 Una joven, Loretta Marconi en Lambertini, impugna la
enorme herencia afirmando ser la hija natural de Antonelli. Inútiles son
las demandas que la supuesta hija interpone en los tribunales italianos,
pero por muchos años se seguirá hablando de la herencia del cardenal
con la persistente sospecha de que la fortuna declarada en el testamento
era sólo una mínima parte de un imperio que, según el embajador de
Bélgica en Roma, equivalía a 7 millones de francos en oro.

114 Pascuale de Franciscis, Discorsi del Sommo Pontefice Pio IX pronunziati in Vaticano
ai fedeli di Roma e dell’ orbe dal principio della sua prigionia fino al presente, vol. 4
(Roma: s.e., 1872-1878).
115 Giacomo Martina, Pio IX, p. 297.
116 Frank J. Coppa, Cardinal Giacomo Antonelli and papal politics in european affairs
(Albany: State University of New York Press, 1990), pp. 3-5.

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Capítulo 4
Pío IX en una prisión llamada Vaticano

Una vez que Antonelli muere, quien nunca fue un verdadero amigo
del Papa, todo cambia, y Pío IX no elige como sucesor un seguidor de
su línea intransigente. El Papa prefiere una persona con un perfil no tan
fuerte y nombra al nuncio apostólico en España, Giovanni Simeoni.
Mientras, como hemos explicado, en este breve periodo sin secretario
de Estado, Pío IX cede y autoriza a los obispos a pedir el exequatur al
gobierno italiano.
La normalización de la política vaticana, tanto internamente como
hacia el exterior, en víspera del fallecimiento de Pío IX, es la señal del
final de un mundo y del comienzo de una nueva era para la historia de
la iglesia. Poco a poco y con el tiempo la cuestión romana y las pugnas
con el Estado italiano quedarán atrás, despejado el camino para la con-
vivencia pacífica que llevará, en el siglo xx, a los acuerdos de 1929, y al
restablecimiento de un Estado Pontificio, el mismo que existe hoy en la
ciudad de Roma gobernado por el sucesor de Pedro.

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Conclusiones

En las páginas de este libro se ha brindado al lector un resumen crítico


de un suceso histórico fundamental, la desaparición del Estado Ponti-
ficio en el siglo xix, en concomitancia con el surgimiento del Estado
nacional italiano. Este acontecer tiene un significado que va mucho
más allá geográfica y temporalmente de la historia italiana y rebasa a
sus protagonistas. A pesar de la estatura imponente de Pío IX, de Ca-
vour, de Garibaldi y de otros grandes protagonistas del Risorgimento,
lo que realmente importa son las consecuencias de sus decisiones y sus
acciones en el marco de su época, que repercuten fuera de Italia y per-
manecen hasta nuestros días.
Para el público hispanoparlante, lo importante es reconocer que las
luchas entre liberales y católicos y entre la iglesia y Piamonte (e Italia)
tuvieron efectos directos en las actitudes y acciones de los liberales y los
católicos en diversos países de habla hispana, señaladamente en Améri-
ca Latina. El rechazo de Pío IX del liberalismo y el nacionalismo frenó
la evolución de un catolicismo liberal y atizó el anticlericalismo de los
liberales y los nacionalistas del siglo xix. No es exagerado señalar que
influyó en las luchas que se libraron en algunos países, especialmente en
México, donde triunfó un liberalismo laico intransigente tan (e incluso
más) hostil a la iglesia que el liberalismo laico italiano.
En el recorrido histórico ofrecido al lector en esta obra, se destacan
implícita y explícitamente estas influencias, con una mirada siempre
atenta hacia las implicaciones internacionales y actuales de lo narrado. Se
indagaron, además, los sucesos desde una perspectiva compleja y crítica,
dando voz a diversas interpretaciones y cuidando mantener un balan-
ce en los juicios, para dejar al lector la tarea de formarse una idea libre

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

alrededor de la temática abordada. En pocas palabras, este libro no es


ni liberal o nacionalista, ni católico o tradicionalista. Se aproxima a la
comprensión del acontecer histórico desde una perspectiva humilde y no
determinista. No hay nada escrito de antemano en un libro de historia,
o una voluntad superior; los autores de este libro creemos que el destino
está en manos de los protagonistas, es decir, de los seres humanos en su
tiempo, a pesar de los condicionamientos que, claro está, limitan y ca-
nalizan toda voluntad. ¿Hay un telos en este destino? Quizás, pero no es
nada fácil tratar de vislumbrarlo. Por ello, nos conformamos con presen-
tar y discutir este periodo histórico intentando aportar elementos para la
comprensión crítica de algunos temas centrales de nuestro tiempo.
Volver atrás en el tiempo siempre implica riesgos para nuestro en-
tendimiento por la falta de todas las piezas necesarias para comprender
y por la tendencia difusa al anacronismo, es decir, a la proyección de
nuestra realidad hacia atrás. Al escribir este libro hemos buscado cons-
cientemente evitar estos errores y esperamos que el lector también lo
haga. Sólo así podremos lograr un acercamiento a la vida, pensamiento
y a las acciones de personas que vivieron mucho antes de nosotros. Ge-
neralmente tendemos a entender mejor a quienes resultaron ganadores,
que a la postre dejaron despejado el camino que llevó a la conforma-
ción de nuestro mundo. Sin embargo, es importante esforzarse para
entender también a los perdedores, quienes por alguna razón escurri-
diza lucharon por una causa perdida. En este caso fueron los católicos
liberales, quienes imaginaron y buscaron construir una alternativa ca-
tólica liberal y moderna al liberalismo laico y al tradicionalismo católi-
co. Fueron también los católicos intransigentes y tradicionales quienes
buscaron oponerse a toda costa al avance de la modernidad en su forma
liberal, ya sea laica o católica. Los primeros intentaron sin éxito abrazar
la corriente de novedades que brotaba de las experiencias de la Ilustra-
ción y las revoluciones burguesas y nacionales para encauzarlas en la
fe religiosa, entendida como necesario complemento y guía perenne
para la vida humana. Aceptando el pluralismo y la secularización de
los espacios públicos como inevitables y, en buena medida, positivos.
Los segundos se atrincheraron en una defensa intransigente del cato-
licismo hegemónico dentro de una sociedad religiosamente unitaria y
un Estado confesional. Perdieron ambos dejando como triunfador a un
modelo liberal muy laico y secularista que dictó la dirección que habría
de tomar el Estado italiano a lo largo del siglo xix, con una grave cuenta
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Conclusiones

pendiente en términos de exclusión de la cultura religiosa y de enfren-


tamiento con la Iglesia Católica.
Pío IX, el Papa que perdió el Estado Pontificio, es el emblema mis-
mo de esta derrota. Pasó de cultivar ciertas simpatías hacia las nuevas
tendencias (aunque nunca fue liberal) y al nacionalismo italiano, a con-
vertirse en un crítico intransigente y cabal del liberalismo y del nacio-
nalismo laico. Sus actitudes y decisiones que nos parecen hoy, en cierta
medida, incomprensibles o inútilmente tercas, tenían sus razones y es
preciso esforzarse para entenderlas. El pontífice entrevió los peligros
inherentes en el liberalismo por la pérdida de referentes religiosos en las
instituciones secularizadas, la desaparición de principios de autoridad
en temas morales y la fragmentación de la experiencia religiosa en el
ámbito social. Vio también amenazada la independencia de la iglesia,
aunque pronto quedó claro que ésta no estaba en peligro de sucumbir
bajo la presión del Estado italiano. Los límites de la visión de Pío IX
nos aparecen más claros conociendo la historia posterior, pero ésta no
era conocida por el Papa. No podía prever que a la iglesia se le respetaría
y que se abrirían nuevos espacios pastorales, organizativos y educativos
para dar impulso a la acción social eclesiástica y reforzar en muchos
ámbitos la influencia del catolicismo en el mundo moderno.
En fin, ¿fue la pérdida del poder temporal un bien o un mal para
la Iglesia? Quizás ambas cosas, porque se descargó a la iglesia de la res-
ponsabilidad política de administrar un Estado relativamente grande y
jugar como un actor político en el ámbito de las potencias pequeñas y
medianas. Sin este Estado, la Iglesia se orientó a su tarea más propia de
administrar una gran religión extendida en todos los continentes. Sin
embargo quedó una sensibilidad herida y la necesidad de asegurar las
máximas garantías a la independencia de ésta, que llevarían más tarde a
la Conciliación de 1929, que volvió a conformar un Estado Pontificio
en miniatura. La Ciudad del Vaticano cumple ahora perfectamente la
exigencia de mantener formalmente independiente a la cúpula dirigente
del catolicismo mundial, sin la pesada y dudosa tarea de administrar un
Estado en el sentido cabal de la expresión, es decir, un ente encargado de
administrar un territorio y cuidar a la población que lo habita. Es cierto
que el Vaticano es oficialmente un Estado, pero minúsculo y sui generis,
como puede comprobar cualquiera que lo visite en la ciudad de Roma.
Dejamos al lector la tarea de extraer de la historia que acaba de ex-
plorar en este libro la valoración moral sobre este resultado.
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Anexos

Carta Encíclica Noscitis et nobiscum. Pío IX (1849)

A los Obispos de Italia sobre los Estados Pontificios.


Del 8 de diciembre de 1849.

Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica.

1. Motivos de esta Encíclica. Los desmanes de los


enemigos de la Iglesia

Lo mismo que Nos, sabéis y estáis viendo vosotros, Venerables Her-


manos, con cuánta malignidad cobraron fuerza ciertos hombres de-
pravados, enemigos de toda verdad, justicia y honestidad, los cuales
ora valiéndose del fraude y de toda clase de intrigas, ora abiertamente
lanzando como mar embravecida la espuma de sus confusiones, se es-
fuerzan por esparcir por doquiera entre los pueblos fieles de Italia la
desenfrenada licencia de pensar, de hablar y de cometer audazmente
toda suerte de impiedades y de echar por tierra la Religión Católica en
Italia, y si posible fuere, destruirla de raíz. Todo el plan de sus desig-
nios diabólicos se descubrió en diversos lugares, pero, sobre todo, en
Nuestra ciudad, Sede de Nuestro Supremo Pontificado, donde, luego
que Nos vimos obligados a abandonarla, han podido entregarse, más
libremente, si bien por pocos meses, a toda suerte de desmanes; y a
tal extremo llevaron su furia de mezclar, con nefasta audacia las cosas
divinas y humanas, que entorpeciendo las funciones y despreciando

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

la autoridad del Clero de Roma y de sus Prelados, que, por Nuestra


orden, cuidaban intrépidos de las cosas sagradas, obligaban a los pobres
enfermos que luchaban ya con las angustias de la muerte, privados de
todo auxilio religioso, a exhalar su último suspiro entre los halagos de
infames prostitutas.
Aunque después, tanto la ciudad de Roma como las otras provincias
del dominio pontificio, hayan sido restituidas por la misericordia de
Dios y mediante las armas de las naciones católicas a Nuestro gobierno
temporal y haya cesado igualmente el tumulto de la guerra en otras
regiones de Italia, sin embargo estos infames enemigos de Dios y de los
hombres, no desistieron ni desisten de su nefanda empresa e impedidos
de valerse de la violencia abierta, recurren a otros medios ciertamente
fraudulentos, no siempre del todo ocultos. En medio de tan grandes
dificultades de toda la grey del Señor sobre Nuestros débiles hombres y
embargados del más vivo dolor, a causa de los graves peligros que ame-
nazan a todas las iglesias de Italia, no pequeña consolación en medio
de las pesadumbres Nos proporciona vuestra pastoral solicitud, de la
cual, Venerables Hermanos, tantas pruebas nos habéis dado en medio
de la pesada borrasca y que se manifiesta cada día de nuevo con mayor
claridad. Entre tanto, la misma gravedad de las cosas nos apremia, a fin
de que, en cumplimiento de las obligaciones de Nuestro cargo pastoral,
os estimulemos más vivamente aún, con Nuestra palabra y Nuestras
exhortaciones, Venerables Hermanos, llamados a la participación de
Nuestra solicitud a pelear con constancia a Nuestro lado las batallas
del Señor y a tomar de común acuerdo con Nosotros todas las dispo-
siciones necesarias, a fin de que, con la bendición de Dios se remedien
todos los males que Nuestra santa Religión ya ha sufrido en Italia, y se
conjuren los inminentes peligros del porvenir.
Uno de los múltiples artificios de que los mencionados enemigos de
la Iglesia se han acostumbrado a servir para alejar de la fe católica los
ánimos de los italianos ha consistido en aseverar y propalar desvergon-
zadamente por todas partes, que la Religión Católica es un obstáculo
a la gloria, al esplendor y a la prosperidad de la Nación italiana, y que,
por consiguiente, para hacer volver Italia a la grandeza de sus antiguos
tiempos, es decir, de los tiempos paganos, es necesario sustituir la Reli-
gión Católica por las enseñanzas de los protestantes y sus asambleas. No
es, por cierto, fácil juzgar que hay de más detestable en esta invención,
si la perfidia de su necia impiedad o la audacia de sus inicuas mentiras.
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Anexos

2. La Religión salvó a Italia de la ruina

Pues, el bien espiritual de haber sido librados del poder de las tinieblas
y trasladados a la luz de Dios, justificados por la gracia de Cristo y he-
chos herederos en la esperanza de la vida eterna, este bien de las almas,
que mana de la santidad de la Religión Católica, es ciertamente de tan
alto valor que no hay gloria ni felicidad en este mundo que en su com-
paración pueda ser tenido en cuenta. Pues, ¿qué aprovecha al hombre
ganar todo el mundo si pierde su alma? o ¿con qué cambio podrá el
hombre rescatarla? Pero está tan lejos el que la profesión de la verdadera
fe haya causado a Italia estos daños temporales que antes bien, hay que
atribuir a la Religión Católica el que, al caer el Imperio Romano, no
hubiere ido a parar en la misma triste situación de los asirios, caldeos,
medos, persas y macedonios, que dominando antes por muchos años,
decayeron al cambiar la suerte de los tiempos.
En efecto, ninguna persona instruida ignora que la santa Religión
de Cristo no sólo ha arrancado a Italia de las tinieblas de tantos y tan
graves errores como la cubrían, sino que ella, entre las ruinas de aquel
antiguo Imperio y las invasiones de los bárbaros que devastaban toda
Europa, se vio también elevada sobre todas las naciones del mundo, a
tanta gloria y grandeza que, por colocar Dios, como singular privilegio,
la sagrada Cátedra de Pedro, posee por medio de la Religión divina un
dominio más vasto y sólido que el que tuviera en otro tiempo por la
dominación terrena.

3. Otros beneficios reportados por la Religión

De este singular privilegio de poseer la Sede Apostólica y de echar, en


consecuencia, la Religión Católica en los pueblos de Italia sus más fir-
mes raíces han surgido para Italia otros innumerables e insignes be-
neficios. En realidad, la santísima Religión de Cristo, maestra de la
verdadera sabiduría, protectora de la humanidad, y madre fecunda de
todas las virtudes, arrancó del alma de los italianos esa funesta sed de
gloria y esplendor, que incitaba a sus mayores a llevar perpetuamente a
la guerra a los otros pueblos, a oprimirlos, a reducir, según el derecho
de guerra entonces vigente, a una inmensa muchedumbre de seres hu-
manos a durísima servidumbre; y a la vez impulsó poderosamente a los
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

italianos, iluminados con la claridad de la verdad católica, a la práctica


de la justicia y de la misericordia, a las obras más preclaras de piedad
para con Dios y de caridad para con los hombres. Por eso, os es dado
admirar en las principales ciudades de Italia los sagrados templos, y
otros monumentos de la era cristiana, los cuales no son por cierto obra
de una multitud reducida a dolorosa servidumbre, sino únicamente del
celo sincero animado por la vivificadora caridad; y las piadosas insti-
tuciones de toda especie, consagradas ya a la práctica de los ejercicios
religiosos, ya a la educación de la juventud, o al cultivo de las letras, las
artes, las ciencias, ya, en fin al alivio de las enfermedades y la miseria de
los desgraciados. ¿Es pues esta Religión divina, que por tantos títulos
ha procurado la salud, la gloria y la felicidad de Italia, la que con tanto
empeño pretenden que debe desarraigarse de los pueblos de Italia?
No podemos contener las lágrimas, Venerables Hermanos, al ver
ciertos italianos, tan malvados, y tan miserablemente engañados que
aplaudiendo tan nefastas doctrinas, no temen contribuir con ellas a una
desgracia tan grande de su patria.

4. Por último: empujar a los pueblos al socialismo

Pero tampoco ignoráis, Venerables Hermanos, que los principales au-


tores de esta tan abominable intriga, no se proponen otra cosa que
impulsar a los pueblos, agitados ya con todo viento de perversas doc-
trinas, al trastorno de todo orden humano de las cosas, y a entregarlos
a los nefandos sistemas del nuevo Socialismo y Comunismo. Se dan
perfecta cuenta y lo han comprobado con la experiencia de largos años,
que ninguna transigencia pueden esperar de la Iglesia Católica, que en
la custodia del sagrado depósito de la divina Revelación, no permitirá
que se le sustraiga un ápice de las verdades de fe propuestas, ni que se
le añadan las invenciones de los hombres. Por lo mismo han forma-
do ellos el designio de atraer a los pueblos de Italia a sus opiniones
y conventículos protestantes en que, engañosamente les dicen una y
otra vez para seducirlos que no deben ver en ello más que una forma
diferente de la misma Religión cristiana verdadera, en que lo mismo
que la Iglesia Católica se puede agradar a Dios. Entre tanto, en modo
alguno ignoran que aquel principio básico del protestantismo, a saber,
el libre examen e interpretación de la Sagrada Escritura, por el juicio
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Anexos

particular de cada uno, en sumo grado aprovecharía su impía causa. De


este modo confían en que se les tornará más fácil la tarea de hacer que,
abusen primero de la interpretación arbitraria de las Sagradas Letras
para difundir, en nombre de Dios, sus errores, y luego impulsen a la
duda de los principios fundamentales de la justicia y de la honestidad a
los hombres inflamados de la orgullosa presunción de juzgar libremen-
te de las cosas divinas.
Plegue a Dios, Venerables Hermanos, que Italia de donde, por el
privilegio de poseer en Roma la Sede del magisterio apostólico, las otras
naciones han solido beber las aguas puras de su sana doctrina, no se
vaya a convertir al fin para ellas en piedra de tropiezo y de escándalo;
plegue a Dios que esta porción escogida de la viña del Señor no sea
entregada a la depredación de todas las bestias del campo; ni permita,
que los pueblos italianos después de haber sorbido la demencia de la
copa emponzoñada de Babilonia, tomen sus armas parricidas contra
su madre la Iglesia. En verdad, tanto Nosotros como vosotros, en estos
tiempos llenos de tantos peligros que por oculto designio de Dios nos
han sido deparados, debemos cuidarnos de temer los artificios y agre-
siones de los hombres que conspiran contra la fe de Italia como si con
nuestras solas fuerzas hubiéramos de vencerlos, siendo que Cristo es
nuestro Consejero y nuestra Fortaleza, sin el cual nada podemos, pero
con el cual lo podemos todo.1

5. Remedios más urgentes

Trabajad, pues, Venerables Hermanos, vigilad con la mayor diligencia


sobre la grey que os está confiada, y empeñaos en defenderla de las em-
boscadas y de los ataques de los lobos rapaces. Comunicaos recíproca-
mente vuestros planes, seguid como habéis ya comenzado, reuniéndoos
en asambleas; a fin de que, después de haber estudiado en una común
investigación el origen de los males y según la diversidad de lugares, las
fuentes principales de los peligros, podrán más prontamente encontrar,
bajo la autoridad y dirección de la Santa Sede, los remedios más opor-

1 León Magno, Epist. 167 a Rústico de Narbona, Obispo (Migne PL. 54, col. 1201
B - 1202 A): ver Juan 15, .5; Filip., pp. 4, 13.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

tunos; y de esta manera, plenamente de acuerdo con Nosotros, aplicar


toda vuestra solicitud y trabajo con la ayuda de Dios, y con todo el ím-
petu de vuestro celo pastoral, para anular todos los embates, artificios,
intrigas y maquinaciones de los enemigos de la Iglesia.
Mas para que esto no sea infructuoso es de todo punto necesario
trabajar, a fin de impedir que el pueblo poco instruido en la doctrina
cristiana y en la ley de Dios, debilitado por otra parte, por la larga tira-
nía de los vicios, apenas pueda advertir la gravedad de las emboscadas
que se le preparan y la maldad de los errores que se le proponen. Por
eso, Venerables Hermanos, pedimos a vuestra pastoral solicitud, no de-
jéis jamás de aplicar todas vuestras fuerzas a esta obra, a fin de que los
fieles, que os están encomendados, sean diligentemente instruidos, se-
gún la capacidad de cada uno, en los dogmas y preceptos santísimos de
nuestra Religión, y al mismo tiempo se les exhorte, excite por todos los
medios posibles a conformar a ellos su vida y sus costumbres. Inflamad
a este fin el celo de los eclesiásticos, sobre todo de aquéllos que tienen
cura de almas; para que, meditando seriamente sobre la magnitud del
ministerio que recibieron de Nuestro Señor, y teniendo ante los ojos
prescripciones del Concilio Tridentino,2 se dediquen con mayor em-
peño, según lo piden las necesidades de los tiempos, a la instrucción
del pueblo cristiano; procuren inculcar en los corazones las palabras
sagradas y los avisos saludables, dándoles a conocer en sermones cortos
y claros, los vicios que deben evitar, para librarse de la perdición eterna,
y las virtudes que deben practicar para conseguir la gloria del cielo.

6. El don de la Fe Católica.
La recepción de los sacramentos

En particular hay que procurar que los mismos fieles tengan fijo en sus
almas y profundamente grabado el dogma de nuestra santa Religión
de que es necearía la fe católica para obtener la eterna salvación. A este
propósito es de gran utilidad la práctica de hacer que los fieles laicos
den una y otra vez especiales gracias a Dios junto con el clero, en públi-

2 Conc. de Trente, ses. 5, c. 2, de Re/orma (Mansi Coll. Conc. 33, col. 30-31; col.
153-C; col. 160-D).

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Anexos

cas oraciones, por el inestimable beneficio de pertenecer a la Religión


Católica, beneficio recibido de su mano clementísima; supliquen hu-
mildemente al mismo Padre de las misericordias, que se digne proteger
y conservar intacta en nuestras regiones la profesión de esa misma fe.
Entre tanto tendréis especial cuidado de administrar a todos los fie-
les, oportunamente, el Sacramento de la Confirmación, por el cual, por
un sumo beneficio de Dios, se confiere la fuerza de una gracia especial
para confesar con constancia la fe católica aun en los peligros más gra-
ves. No ignoréis cuánto contribuye a este fin, el que los fieles purifica-
dos de las manchas de sus pecados, por medio de la sincera detestación
de ellos en el Sacramento de la Penitencia, se acerquen frecuentemente
a recibir el Santísimo Sacramento de la Eucaristía; en el cual nos consta
que se encuentra el alimento espiritual de nuestras almas y el antídoto
eficaz para librarnos de las culpas cotidianas y para preservarnos de los
pecados mortales, y que es por lo tanto, el símbolo de aquel cuerpo
único cuya cabeza es Cristo, el cual quiso que nosotros estuviésemos
unidos como miembros, con un lazo estrechísimo de fe, esperanza y
caridad, para que todos hablásemos lo mismo, y no existiesen cismas
entre nosotros.

La Santa Misión. Pecados públicos

Ciertamente no dudamos que los párrocos y sus tenientes, como los de-
más sacerdotes, que en ciertos tiempos, principalmente en los tiempos
de ayunos, solían destinarse al ministerio de la predicación, os prestarán
su diligente concurso en todas estas cosas. Sin embargo, conviene de
tiempo en tiempo añadir a sus trabajos los recursos extraordinarios de
los ejercicios espirituales y las santas misiones, que si se tiene cuidado
de encomendarlas a operarios idóneos reportan, con la bendición de
Dios, gran utilidad, ya para avivar la piedad de los buenos, ya para ex-
citar a saludable penitencia a los pecadores y los depravados por el largo
hábito de los vicios, y alcanzar con ello, que el pueblo fiel crezca en la
ciencia de Dios, fructifique en toda suerte de buenas obras, y, robus-
tecido con los más abundantes auxilios de la gracia celestial, aborrezca
con más tesón las perversas doctrinas de los enemigos de la Iglesia.
Por lo demás, en todas estas cosas, vuestros cuidados y los de aquellos
sacerdotes colaboradores vuestros deben encaminarse entre otras cosas a
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

hacer concebir a los fieles el mayor horror a aquellos crímenes que se co-
meten con grave escándalo de los demás. Porque no ignoráis cuánto ha
aumentado en diversos sitios el número de los que osan blasfemar pú-
blicamente de los santos y aun del mismo nombre sacrosanto de Dios, o
el de los que se sabe sirven en concubinato, añadiendo algunas veces el
incesto; o de los que en los días festivos realizan trabajos serviles en los
negocios abiertos, o menosprecian los preceptos de la Iglesia relativos al
ayuno y a la abstinencia, en presencia de muchos o aun de los que no
se avergüenzan en cometer otros crímenes similares. A la insinuación
de vuestra voz recuerde el pueblo fiel, y seriamente considere la enorme
gravedad de semejantes pecados, y las penas severísimas de que se ha-
cen reos, ya por castigo de su propio pecado, ya también por el peligro
espiritual que ello importa para las almas de sus hermanos a quienes
indujeron a pecar con su ejemplo. Pues está escrito: Ay del mundo por
razón de escándalos!… ¡Ay de aquel hombre que causa el escándalo!3

7. A las publicaciones impías hay que contraponer


los libros de sana doctrina

Entre los diversos géneros de astucias de los cuales se valen los sagacísimos
enemigos de la Iglesia y de la sociedad humana para seducir a los pueblos,
uno de los principales es seguramente el que en sus depravados designios
habían ya de largo tiempo preparado, el uso de la nueva arte editorial.
Por eso, se han entregado de lleno a la tarea de no dejar pasar un día
sin editar para el pueblo y multiplicar libelos impíos, revistas y hojas
repletas de mentiras, calumnias y seducciones. Más aún, haciendo uso
de la ayuda de las Sociedades Bíblicas, ya hace tiempo condenadas por
la Santa Sede,4 no tienen reparo, sin tener en cuenta las normas de la
Iglesia,5 en difundir la Sagrada Biblia en lengua vulgar, profundamente

3 Mateo 18, p. 7.
4 En la Encíclica Inter praesecipuas machinationes de Gregorío XVI, l-v-1844 cuyas
sanciones también renovamos en la Encicl. Qui Pluribus del 9-xi-1846.
5 Ver Regla 4 de las anotadas de los Padres del Concilio de Trento, y aprobadas
por Pío IV en la Constitución Domimci gregis del 24-iii-1564, (Cod. lur. Can.
Fontes, Gasparri 1926, I, 186; Mansi Coll. Conc. 33, col. 226-227); con lo que
añadió la S. Congr. del índice, autorizado por Benedicto XIV, el 17-vi-1757.

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Anexos

alterada y con audacia insólita tergiversada en su sentido, y en reco-


mendar su lectura a los fieles bajo el falso pretexto de religión.
Comprendéis pues, perfectamente con vuestra sabiduría, Venera-
bles Hermanos, con cuánta vigilancia y solicitud debéis trabajar para
apartar del todo a las ovejas fieles de estas lecturas emponzoñadas; y en
particular en lo que atañe a las Sagradas Letras, recuerden que nadie
debe arrogarse el derecho a presumir de interpretar torcidamente, apo-
yado en su propia prudencia, el sentido que sostuvo y sostiene nuestra
Santa Madre Iglesia; pues a ella sola le ha sido confiada por el mismo
Cristo la custodia del depósito de la fe, y el juicio acerca del verdadero
sentido e interpretación de la Palabra Divina.6
Ahora bien, a fin de contener el contagio de los malos libros, es muy
útil, Venerables Hermanos, que hombres insignes y de sana doctrina
publiquen escritos también de reducido volumen, aprobados previa-
mente por vosotros para edificación de la fe, y para instrucción salu-
dable del pueblo. A vosotros incumbe el cuidado de difundir entre los
fieles estos libros, lo mismo que otros de doctrina igualmente sana, y
que sean de evidente y probada utilidad, compuestos conforme a las
necesidades particulares de personas y lugares.

8. La devoción hacia la cátedra de Pedro

Todos los que a vuestro lado cooperan a la defensa de la Fe, enca-


minarán especialmente sus esfuerzos a imprimir, conservar y grabar
profundamente en las almas de sus fieles la devoción, veneración y
respeto a esta suprema Sede de Pedro, en cuyos sentimientos en tan-
to grado sobresalís vosotros, Venerables Hermanos. Recuerden, pues,
los pueblos fieles, que aquí es donde vive y preside en la persona de
sus sucesores, Pedro el Príncipe de los Apóstoles,7 de cuya dignidad
participa también su indigno heredero.8 Recuerden que en esta in-
expugnable cátedra de Pedro puso Cristo N. S. el fundamento de su

6 Concilio de Trento, ses. 4 en el decreto de la “Edición y uso de los Libros Sagra-


dos” (Mansi, Coll. Conc. 33, col. 22 E - 23).
7 Concilio de Efeso, Acto iii; (Mansi Coll Conc. 4, col. 1295-B); S. Pedro Crisólo-
go, Epist. a Eutych (Migne PL. 54, col. 743-A).
8 S. León Magno, Sermáon en el Aniversario de la Asunción bmv.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

Iglesia santa, dando a Pedro las llaves del reino9 de los cielos,10 y por
esa causa, en fin, oró a fin de que no desfalleciera su fe, y le mandó
que en ella confirmase a sus hermanos;11 de este modo el Romano
Pontífice, sucesor de Pedro, posee el primado universal en todo el
mundo, es el Vicario de Cristo y la cabeza de toda la Iglesia, el Padre
y Doctor de todos los cristianos.12
En la conservación de esta unión y obediencia de los pueblos al
Romano Pontífice se halla sin duda el camino más corto y directo,
para mantenerlos en la profesión de la verdad católica. En efecto,
no es posible rebelarse contra ninguna verdad católica, sin rechazar
juntamente la autoridad de la Romana Iglesia, en la cual se encuentra
la sede del irreformable magisterio de la fe, fundado por el Redentor
divino, y en la cual, por lo mismo, se ha conservado siempre la tra-
dición que nace en los Apóstoles. De aquí es que los antiguos herejes
y los protestantes modernos cuyas opiniones, por otra parte, están
muy discordes, trabajen tan a una en impugnar la autoridad de la
Sede Apostólica, a la cual jamás, por ningún artificio ni maquinación,
lograron inducir a tolerar uno sólo de sus errores. Tampoco los ene-
migos actuales de Dios y de la humana sociedad, no dejan nada por
mover para apartar a los pueblos de Italia de Nuestro servicio y del de
esta Santa Sede; en la seguridad de que sólo entonces les será posible
contaminar a Italia con la impiedad de su doctrina y con la peste de
sus nuevos sistemas.

9. Fines perversos del socialismo y comunismo

En lo que a esta depravada doctrina y a estos sistemas toca, ya es a todos


notorio que ellos persiguen principalmente, abusando de los términos
de libertad e igualdad, la introducción en el pueblo de esas perniciosas
invenciones del socialismo y comunismo. Es un hecho cierto, que estos
maestros del socialismo y comunismo, aunque valiéndose de caminos

9 Mateo 16, p. 18.


10 Mateo 5, p. 19.
11 Lucas 22, pp. 31-32.
12 Concilio ecuménico de Florencia en Def. o Decr. de la Unión (ver Mansi 31-A,
col. 1034).

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Anexos

y métodos diversos, abrigan el propósito común de mantener en cons-


tante agitación a los obreros y demás hombres de condición más humil-
de, engañándolos con discursos seductores y con falaces promesas de
un porvenir más feliz y habituándolos poco a poco a los más graves crí-
menes: confían con esto poder utilizar sus fuerzas para atacar cualquier
régimen de autoridad superior, para robar, dilapidar e invadir las pro-
piedades, primero, de la Iglesia, después de todos los particulares, para
violar en fin todos los derechos divinos y humanos, destruir el culto de
Dios y abolir todo orden en la sociedad civil. En un peligro tan grande
para Italia, es un deber vuestro, Venerables Hermanos, desplegar todo
el fervor de vuestro celo pastoral, para hacer comprender al pueblo fiel,
a qué desgracia temporal y eterna será arrastrado, si se deja engañar por
estas opiniones y sistemas tan perniciosos.

10. Contra el Socialismo y Comunismo se ha de


recomendar la obediencia a la autoridad legítima

Advertid pues a los fieles que están a vuestro cuidado que es esencial
a la naturaleza de toda sociedad humana, la obediencia a la auto-
ridad legítimamente constituida; que nada puede cambiarse en los
preceptos del Señor, que anuncian las Sagradas Letras: pues está
escrito: Estad sumisos a toda humana criatura por respeto a Dios;
ya sea al rey, como que está sobre todos; ya a los gobernadores como
puestos por El para castigo de los malhechores, y alabanza de los
buenos. Puesta es la voluntad de Dios, que obrando bien tapéis la
boca a la ignorancia de los hombres necios: como libres, mas no cu-
briendo la malicia con capa de libertad, sino como siervos de Dios.13
Más aún: Toda persona esté sujeta a las potestades superiores; por-
que no hay potestad que no provenga de Dios, y Dios es el que ha
establecido las que hay: por lo cual quien resiste a las potestades, a
la ordenación de Dios resiste. De consiguiente los que resisten, ellos
mismos se acarrean su condenación.14

13 Pedro 2, p. 13 ss.
14 Romanos 13, p. 1 ss.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

11. La natural jerarquía de valores

Sepan, además, que es igualmente natural y, por tanto, condición in-


mutable de las cosas humanas, que aun entre los que no gozan de la
más alta autoridad descuellan unos sobre otros, debido ya a las diversas
cualidades de espíritu y cuerpo, ya a las riquezas o a otros bienes ma-
teriales semejantes; y que jamás bajo ningún pretexto de libertad o de
igualdad, será lícito invadir los bienes o derechos ajenos, ni violarlos
de cualquier modo que sea. Los preceptos divinos a este respecto están
claros y expresados a cada paso en las Sagradas Letras, que no sólo nos
prohíben terminantemente apoderarnos de los bienes del prójimo, sino
también desearlos.15

12. Pero los pobres no deben olvidar cuanto


deben a la Iglesia

Pero acuérdense también los pobres y los necesitados todos, cuánto


deben a la Religión Católica, que guarda viva e intacta y predica abier-
tamente la doctrina de Cristo, quien declaró que los beneficios que
se hacen a los pobres tomaría como hecho a El,16 y quiso proclamar
delante de todos la especial cuenta que ha de pedir en el día del Juicio
de estas obras de misericordia, para premiar con los goces de la gloria
eterna a los que la hubiesen practicado, y condenar con la pena eterna
a los que la hubiesen descuidado.17
En esta advertencia de Cristo Nuestro Señor y en los otros avisos se-
verísimos18 acerca del uso de las riquezas conservados inviolablemente
en la Iglesia Católica, resulta que la condición de los pobres y necesi-
tados sea mucho más llevadera en las naciones católicas que en cua-
lesquiera otras. Sin duda, que socorros mucho más copiosos recibirán
en nuestras regiones estos indigentes, si no hubiesen sido robadas o
extinguidas muchas instituciones, que habían sido fundadas por nues-
tros mayores para alivio de los pobres, y que a raíz de los repetidos

15 Éxodo 20, 15-17; Deut. 5, pp. 19-21.


16 Mateo 18, 16; 25, pp. 40-45.
17 Mateo 25, p. 34.
18 Mat. 19, 23; Lúe. 6, 4; 18, 22; Stgo. 5, 1.

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Anexos

disturbios públicos se han visto precisadas a desaparecer. Por lo demás,


no olviden tampoco nuestros pobres, que según la enseñanza de Cristo, no
debe serles causa de tristeza su condición: puesto que la pobreza es el
mejor camino para alcanzar la salvación; con tal que sepan sobrellevar
pacientemente su pobreza, y no solamente de hecho, sino también de
corazón, sean pobres. Porque se dijo: Bienaventurados los pobres, por-
que de ellos es el reino de los cielos.19
Sepa también todo el pueblo fiel, que los reyes antiguos de las nacio-
nes paganas, y los jefes de sus repúblicas, abusaron mucho más grave y
frecuentemente de su poder; de ahí se podrá colegir que si los príncipes
de los tiempos cristianos, amonestados por la voz de la religión llegan a
temer el juicio riguroso que se les exigirá, y el suplicio eterno destinado
para los pecadores, suplicio en el cual los poderosos serán poderosa-
mente castigados20 con mucha más justicia y mansedumbre regirán los
pueblos a ellos sujetos.
Los fieles confiados a vuestros cuidados y a los Nuestros deben, en
fin, considerar que la verdadera y perfecta libertad e igualdad está en
la observancia de la ley cristiana; como quiera que Dios Omnipotente,
que creó al pequeño y al poderoso, y que cuida por igual a todos21 no li-
berará del juicio a nadie22 ni temerá la grandeza de ninguno, y tiene es-
tablecido el día en que ha de juzgar el mundo en equidad23, en su Hijo
Unigénito Cristo Jesús, que ha de venir con sus ángeles en la gloria del
Padre, y dará a cada uno la recompensa correspondiente a sus obras.24
Ahora bien, si los fieles, menospreciando los paternales avisos de sus
pastores y los preceptos de la Ley Cristiana que acabamos de recordar,
se dejasen engañar por los jefes de esas modernas maquinaciones, y
quisiesen conspirar con ellos en sus perversos sistemas del Socialismo
y Comunismo, sepan y ponderen seriamente, que están acumulando
para sí ante el Divino Juez, tesoros de ira para el día de la venganza;
que entre tanto no conseguirán con esa cooperación ninguna utilidad
temporal para el pueblo, sino que más bien aumentarán su miseria y

19 Mat. 5, p. 3.
20 Sabid. 6, pp. 6-7.
21 Sabid. 6, p. 8.
22 Sabid. 6, p. 8.
23 Act. 17, p. 31.
24 Mateo 16, p. 27.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

padecimientos. Pues no es a los hombres a quienes compete establecer


nuevas sociedades y comunidades, opuestas a la condición de la natu-
raleza de las cosas humanas; y por eso, si semejantes conspiraciones, se
extendieran por Italia, no conseguirían otra cosa, que convulsionado el
presente y completamente destruido el estado de las cosas, por las mu-
tuas luchas de ciudadanos contra ciudadanos, por las depredaciones y
muertes, llegarían a enriquecerse y encumbrarse en el poder unos pocos
a costa del despojo y la ruina total de la mayoría.

13. Valor del buen ejemplo del clero

Pero, para apartar al pueblo de las asechanzas de los impíos, para man-
tenerlo en la profesión de la Religión Católica, e inducirlo a practicar
las verdaderas virtudes, es de gran valor, como sabéis, el ejemplo y la
vida de aquéllos que se han consagrado al sagrado ministerio. Mas,
¡oh dolor! se ven en Italia algunos eclesiásticos, pocos es verdad, que
pasándose al campo de los enemigos de la Iglesia, les han servido de
poderosa ayuda para engañar a los fieles. Pero para vosotros, Venera-
bles Hermanos, la caída de éstos ha sido un estímulo para que, con
renovado empeño, día a día, veléis por la disciplina del clero. Y ahora,
deseando prevenir el futuro, según es Nuestro deber, no podemos dejar
de recomendaros nuevamente, lo que en Nuestra primera Carta En-
cíclica25 a los Obispos de todo el orbe os inculcamos, a saber: que no
impongáis jamás precipitadamente las manos a nadie,26 antes bien uséis
de toda diligencia en la selección de la milicia eclesiástica. Es necesario
practicar una larga y minuciosa investigación y prueba sobre todo en
aquéllos que deseen recibir las sagradas órdenes; si son de tal modo
recomendables por su ciencia, por la gravedad de sus costumbres y por
su celo del culto divino, que se pueda abrigar la esperanza cierta de que
podrán ser como lámparas ardientes en la casa del Señor, por su buena
conducta y por sus obras y han de reportar a vuestra grey edificación y
utilidad espiritual.

25 Pío IX, Encícl. Qui Pluribus, 9/ii/1846.


26 I Timot. 5, p. 22.

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Anexos

14. Utilidad de las órdenes religiosas

Como resulta para la Iglesia de Dios de los monasterios bien dirigi-


dos una inmensa gloria y utilidad y como también el clero regular os
presta una valiosa ayuda en el trabajo por la salvación de las almas,
os damos el encargo, Venerables Hermanos, hagáis saber a cada una
de las Familias Religiosas en todas vuestras diócesis, que en medio de
tantos dolores hemos experimentado especial aflicción por las cala-
midades que muchas de ellas han debido soportar en estos últimos
tiempos, mientras Nos consuela íntimamente la paciencia de sus es-
píritus y su perseverancia en el celo de la virtud y religión de que han
dado ejemplo muchos religiosos a pesar de que no han faltado otros
que, olvidados de su profesión con grande escándalo de los buenos,
y con inmenso dolor Nuestro y de sus hermanos, han prevaricado
cobardemente; en segundo lugar, exhortad donde fuere menester a
los jefes de estas Familias Religiosas y a los superiores mayores, que
en cumplimiento de su deber, no perdonen ningún medio ni indus-
tria alguna, a fin de hacer que de día en día florezca y se vigorice la
disciplina regular en donde ya se observe, y que se restablezca a su
antigua vida e integridad donde hubiese sufrido algún detrimento. Y,
estos superiores amonesten sin cesar, corrijan, induzcan a sus alumnos
religiosos, a que considerando con seriedad los votos con que se han
ligado con Nuestro Señor, se apliquen diligentemente a su cumpli-
miento, guarden con exactitud las reglas de su instituto, y llevando
a su cuerpo la mortificación de Cristo, se abstengan de todo acto
que sea incompatible con su vocación, y se entreguen a las obras que
ponen de manifiesto la caridad de Dios y del prójimo y el amor de la
perfecta virtud. Cuiden principalmente los Superiores de estas Orde-
nes que no se admita a persona sin que preceda un examen profundo
y escrupuloso de sus costumbres e inclinaciones; y que después de la
profesión religiosa sólo admitan a aquellos que, en un Noviciado bien
establecido hayan dado verdaderas señales de vocación de tal modo
que se pueda presumir con justicia, que no los mueva ningún otro
motivo al abrazar la vida religiosa, sino el deseo de vivir para Dios
únicamente, y trabajar para procurar la salvación propia y la de los
otros según las normas de su instituto. A este respecto, queremos y
deseamos insistentemente que se observen con toda exactitud, los de-
cretos y estatutos que para el bien de las familias religiosas promulgó
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

Nuestra Congregación el 25 de enero del año próximo pasado, de-


cretos que han sido corroborados con nuestra Autoridad Apostólica.
Volviendo después de esto a hablar de la selección en el clero secular,
debemos recomendaros ante todo, Venerables Hermanos, la educación
en instrucción de nuestros clérigos menores; por cuanto difícilmente
podremos tener después ministros idóneos de la Iglesia, si no los forma-
mos desde la juventud y desde su primera edad en todo lo concerniente
al sagrado ministerio. Continuad pues, Venerables Hermanos, en vale-
ros de todos los recursos que estén a vuestro alcance, para conseguir, si
es posible, ya desde los tiernos años, que se recojan en los seminarios
estos soldados de la milicia sagrada, y allí alrededor del tabernáculo del
Señor, crezcan y prosperen como plantaciones nuevas, formándose en
la inocencia de la vida, piedad, modestia y espíritu eclesiástico, apren-
diendo al mismo tiempo de maestros experimentados y escogidos, cuya
doctrina esté completamente ajena a todo error, las letras, y las ciencias
menores y mayores.

15. La enseñanza y educación de los jóvenes

Pero, como no os resultará fácil completar la formación de todos los


clérigos en los seminarios; y por lo demás, también los jóvenes laicos
deben ser objeto de vuestra solicitud pastoral: velad igualmente, Vene-
rables Hermanos, sobre las otras escuelas públicas y privadas, en cuanto
esté de vuestra parte dedicando vuestros esfuerzos, empleando vuestra
influencia para que toda su enseñanza se conforme con las normas de la
doctrina católica, para que la juventud que allí se reúna reciba de maes-
tros idóneos, por su probidad y religión, la formación en la verdadera
virtud, y en las artes y ciencias, y sean convenientemente preparados
para reconocer las redes que los impíos les tienen tendidas, eviten sus
funestos errores, y así puedan servir de ornamento y utilidad a la socie-
dad cristiana y civil.

16. La escuela de los niños. El Catecismo

Por esta causa, debéis reivindicar la principal autoridad, una autoridad


plena y libre, sobre los profesores de las ciencias sagradas, y en todas las
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Anexos

demás cosas que son de la Religión, o que tengan alguna relación con
ella. Velad, pues, porque en todas las clases, pero en especial en las de
Religión se usen libros exentos de toda sospecha de error.
Advertid a los que tienen cura de almas, que sean vuestros solícitos
colaboradores, en lo que se refiere a las escuelas de niños y de jóvenes
de la primera edad, que se destinen a ellos maestros y maestras de una
honestidad muy bien probada, y que para la enseñanza de los rudimen-
tos de la fe cristiana a los niños y niñas, no se empleen otros libros sino
los aprobados por la Santa Sede.
A este respecto no nos cabe duda, de que los Párrocos serán los
primeros en dar ejemplo, y que apremiados por vuestras exhortaciones
se aplicarán constantemente a instruir a los niños en los fundamentos
de la doctrina cristiana, recordando que esta instrucción es uno de los
deberes más graves que le impone su ministerio.27 Debéis además reco-
mendarles, que en sus instrucciones a los niños como también al pue-
blo no pierdan de vista el Catecismo Romano, publicado por decreto
del Concilio de Trento y de San Pío V Nuestro predecesor de inmortal
memoria, y recomendado a todos los pastores por los Sumos Pontífices,
y en particular últimamente por Clemente XIII de feliz recordación
como arma oportunísima para rechazar todos los artificios de opiniones
perversas, y para propagar y consolidar la verdadera y sana doctrina.
No os causará, ciertamente, admiración, vanos, el que hayamos de-
jado correr la pluma largamente sobre este punto. Porque, no se oculta
a vuestra prudencia, que en estos tiempos llenos de peligros, Nos y vo-
sotros debemos hacer los mayores esfuerzos, emplear todos los medios,
luchar con constancia inquebrantable y estar siempre alerta, en todo
lo que atañe a la escuela, a la instrucción y a la educación de los niños
y jóvenes de ambos sexos. Bien sabéis, que en nuestros tiempos, los
enemigos de la Religión y de la sociedad humana, con un espíritu dia-
bólico, ponen en juego todos sus artificios, para lograr la perversión de
los entendimientos y corazones de los jóvenes desde su primera edad. A
este intento, no escatiman ningún sacrificio a fin de sustraer por com-
pleto a la autoridad de la Iglesia y a la vigilancia de sus Pastores sagrados
toda escuela y todo instituto destinado a la formación de la juventud.

27 Concilio de Trento, sesión 24 c. 4, de reform. (Mansi Coll. Conc. 33, col 159-C);
Benedicto XIV Constit. Etsi minime, 7/2/1742 (Cod. Iur. Can. Fontes, Gasparri,
1926, I, p. 713).

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

Abrigamos la firme esperanza de que nuestros carísimos hijos en


Cristo los Príncipes de toda Italia os ayudarán con su poderoso patroci-
nio a fin de que podáis cumplir fructuosamente con las obligaciones que
os impone vuestro cargo; no nos cabe la menor duda que ellos querrán
defender y proteger le derechos tanto espirituales como temporales de
la Iglesia; pues, nada hay más conforme a la Religión y a la piedad he-
redada de sus antepasados de la cual han dado tan elocuentes ejemplos

17. La causa de todos los malos presentes está en los


atropellos cometidos contra la Religión

Ni puede escapar a su sabiduría que la causa primaria de todos los


males, que ahora nos afligen ha de buscarse en los daños hechos a la
Religión y a la Iglesia Católica en los tiempos pasados, principalmente
desde que aparecieron los protestantes. Ellos ven cómo, por el despre-
cio creciente de la autoridad de los obispos, por las violaciones cada
día más frecuentes y contumaces de los preceptos divinos eclesiásticos,
se ha disminuido en la misma proporción el respeto del pueblo por la
autoridad civil, y se ha abierto un camino más ancho a los enemigos ac-
tuales de la tranquilidad pública y a las sediciones contra la persona que
representa la autoridad. Contemplan asimismo, cómo frecuentemente
los bienes temporales de la Iglesia son ocupados, repartidos y pública-
mente vendidos, contra todo legítimo derecho de propiedad, lo cual
contribuye a hacer disminuir en el pueblo la reverencia hacia las cosas y
las propiedades consagradas al uso religioso, y en consecuencia muchos
prestarán más fácilmente oído a los nuevos principios de Socialismo y
Comunismo, los cuales enseñan que se pueden ocupar las propiedades
ajenas y repartirlas, o de cualquier otro modo convertirlas en cosa de
uso público. Ven además, que poco a poco se están empleando contra
la autoridad civil las mismas trabas que antes se habían empleado con
fraude para entorpecer la acción de los Pastores de la Iglesia, a fin de
que no pudiesen ejercer libremente su autoridad. Ven, en fin, que en
medio de las grandes calamidades que nos abruman, no hay otro reme-
dio más eficaz ni de más pronto efecto, que el reflorecimiento en toda
Italia del esplendor de la Religión y de la Iglesia Católica, en la cual,
sin lugar a duda, es fácil encontrar los auxilios más oportunos para toda
condición y necesidad de los hombres.
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Anexos

18. Sólo en la Iglesia se encuentra el remedio


a todos los males

En efecto (citando las palabras de San Agustín): La Iglesia Católica


abraza en su amor y caridad, no solamente a Dios mismo, sino tam-
bién al prójimo, de tal manera que en sus manos estén los remedios
de todas las enfermedades que por sus pecados padecen las almas;
ejercita y enseña a los niños al modo de los niños, a los jóvenes con
vigor, a los viejos con gravedad, a cada uno, en una palabra, conforme
a las exigencias de la edad de su cuerpo, y también de su alma. Somete
la mujer a su esposo, por una casta y fiel obediencia, no para satisfa-
cer sus apetitos, sino para propagar la especie humana y conservar la
sociedad doméstica. Da autoridad al hombre sobre la mujer, no para
que abuse del sexo débil, sino para que ambos obedezcan a las leyes
del sincero amor. Someten los hijos a sus padres, con una especie de
servidumbre libre, y la autoridad que da a los padres sobre ellos es una
especie de suave dominio. Une a los hermanos de la Religión, más
fuerte y más estrecho que el de la sangre; hace más sólidos los lazos de
parentesco y de afinidad, por una caridad mutua que respeta la unión
de la naturaleza y de la voluntad. Enseña a los siervos a obedecer a sus
señores, no tanto a causa de la necesidad de su estado, cuanto por el
gusto del cumplimiento del deber; y a los amos los hace suaves con
sus siervos, considerando que todos somos siervos del mismo Señor,
Dios, y más propensos a los que todos de persuasión que a los de coer-
ción. Une a los ciudadanos con los ciudadanos, las naciones con las
naciones, y a todos los hombres entre sí, no por el solo vínculo social,
sino más bien por una especie de fraternidad, nacida del recuerdo de
nuestros primeros padres. Enseña a los reyes a velar por sus pueblos,
exhorta a los pueblos a someterse a sus reyes. Demuestra a todos, con
una solicitud que nada omite, a quiénes se debe honor, a quiénes
afecto, a quiénes reverencia, a quiénes temor, a quiénes consolación,
a quiénes reprensión, a quiénes castigo, mostrando cómo no todas
las cosas son debidas a todos, pero sí a todos la caridad y a nadie la
injusticia.28

28 S. Agustín, De las costumbres de la Iglesia Cat., lib. 1, c. 30 (Edic. bac, t. 30,


pp. 334-335).

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

Este es Nuestro deber pues, y el vuestro, Venerables Hermanos, de


no retroceder ante ningún trabajo, de afrontar todas las dificultades de
emplear toda la fuerza de nuestro celo pastoral, a fin de proteger en los
pueblos de Italia el culto de la Religión Católica, y no sólo oponiéndo-
nos enérgicamente a los esfuerzos de los impíos, que trabajan afanosa-
mente por arrancar a Italia del seno de la Iglesia; sino también trabajan-
do empeñosamente en hacer volver al verdadero camino a aquellos hijos
degenerados de Italia, que ya han tenido la debilidad de dejarse seducir.

19. Con entera confianza debemos implorar


de lo alto el auxilio divino

Ahora bien, como todo bien excelente y todo don perfecto ha de venir
de arriba, acerquémonos con confianza al trono de la gracia, Venera-
bles Hermanos, y no cesemos de suplicar, de implorar con oraciones
públicas y privadas al Padre celestial de las luces y de las misericordias,
para que por los méritos de su Hijo Unigénito Nuestro Señor Jesucris-
to, apartando sus ojos de nuestros delitos, ilumine en su clemencia las
mentes y los corazones de todos por la virtud de su gracia, atrayendo
hacia sí las voluntades rebeldes; dé mayor esplendor a su Iglesia con
nuevas victorias y triunfos; de tal manera que en toda Italia, y en todo
el mundo crezca en número y en mérito el pueblo fiel. Invoquemos
también a la Santísima e Inmaculada Virgen María Madre de Dios,
que por su poderosísimo valimiento ante Dios obtiene todo lo que
pide, ni puede pedir en vano; juntamente imploremos al Apóstol San
Pedro y a su co-apóstol Pablo, y a todos los santos del cielo, para que el
clementísimo Dios, por su intercesión aleje de sus fieles los rigores de
su ira y conceda a todos los que llevan el nombre de cristianos, por el
poder de su gracia, rechazar todo lo que sea contrario a la santidad de
este nombre, y practicar todo lo que con El se conforme.
Por último, Venerables Hermanos, en testimonio de nuestro más
vivo afecto hacia vosotros, recibid la Bendición Apostólica, que os
impartimos de lo íntimo de Nuestro corazón, a vosotros, a vuestro
clero, y a los fieles laicos que están confiados al cuidado de vuestro
celo pastoral.
Dada en Nápoles en los suburbios de Portici, el 8 de Diciembre del
año de 1849, año cuarto de nuestro Pontificado. PÍO IX.
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Anexos

Carta Encíclica Nullius Certe Pío IX (1860)

Sobre la Defensa de los Estados Pontificios.


Del 19 de enero de 1860

Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica.

1. Agradece a los obispos italianos la solicitud en


defender el poder civil de la Iglesia

No tenemos en verdad palabras para explicar, Venerables Herma-


nos, cuánta solaz y alegría nos hayan traído en medio de Nuestras
grandísimas amarguras, la singular y maravillosa fidelidad, piedad
y observancia vuestra y de los fieles a vosotros confiados, hacia No-
sotros y esta Sede Apostólica y la egregia concordia, ánimo, celo y
constancia para proteger los derechos de la misma Sede y defender
la causa de la justicia. Puesto que apenas por Nuestra Carta Encícli-
ca, enviada a vosotros el día 18 de junio del año pasado y luego por
Nuestras dos alocuciones consistoriales con sumo dolor de Nuestro
ánimo, conocisteis los gravísimos males que en Italia afligían las
cosas sagradas y civiles, y tuvisteis noticia de los malvados movi-
mientos de rebelión y audacia contra los legítimos Príncipes de la
misma Italia y el sagrado y legítimo Principado Nuestro y de esta
Santa Sede, secundando inmediatamente Nuestros deseos y cuida-
dos, sin ninguna demora os apresurasteis a ordenar, con todo celo,
públicas plegarias en vuestras diócesis. Y luego, no sólo en vuestras
respetuosísimas e igualmente afectuosas cartas a Nos enviadas, sino
también tanto en cartas Pastorales como en otros religiosos y doctos
escritos impresos para el público, levantasteis vuestra voz episcopal
con insigne gloria para vosotros y vuestro orden, para defender va-
lientemente la causa de Nuestra santísima Religión y de la justicia,
y para detestar vehementemente las sacrílegas audacias admitidas
contra el Principado civil de la Iglesia Romana. Y, defendiendo
constantemente el mismo Principado, os gloriasteis de profesar y
enseñar que, por singular determinación de aquella Providencia di-
vina que todo lo rige y gobierna, fue él mismo dado al Romano
Pontífice, para que él, no sometido jamás a ninguna potestad civil,
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

ejerciera en todo el orbe el supremo cargo del ministerio Apostólico


divinamente confiado por el mismo Cristo, con plenísima libertad y
sin ningún impedimento, y muchos hijos de la Iglesia Católica, para
Nosotros queridísimos, imbuidos en vuestras doctrinas y excitados
con vuestro eximio ejemplo se esforzaron y se esfuerzan grandemen-
te en testimoniarnos los mismos sentimientos.

2. El mundo católico defiende Nuestra actitud

De todas las regiones del orbe católico recibimos innumerables


cartas tanto de eclesiásticos como de laicos de toda dignidad, or-
den, grado y condición, algunas de ellas suscritas por centenares
de miles de católicos, por las que confirman espléndidamente su
filial devoción y veneración hacia Nosotros y esta Cátedra de Pedro
y, detestando vehementemente la rebelión y la audacia introduci-
das en algunas de Nuestras provincias, afirman que el patrimonio
del Bienaventurado Pedro debe ser conservado íntegro e inviolable
y debe ser defendido de toda injuria. Esto mismo lo expresan no
pocos de entre ellos docta y sabiamente en escritos redactados en
lengua vulgar. Todas estas manifestaciones vuestras y de los fieles,
dignas ciertamente de ser enlazadas con toda alabanza y publicidad
y de ser anotadas con letras de oro en los fastos de la Iglesia, Nos
conmovieron en tal forma que no pudimos dejar de exclamar alegre-
mente: Bendito sea Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, Padre de
las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas
Nuestras tribulaciones. Puesto que en medio de las gravísimas angus-
tias que Nos oprimen nada podía haber más grato, alegre y deseable
para Nosotros que ver con qué concorde y admirable celo todos
vosotros, Venerables Hermanos, estáis animados y encendidos para
defender los derechos de esta Santa Sede y con qué egregia volun-
tad se unen a lo mismo los fieles confiados a vuestro cuidado. Por
vosotros mismos fácilmente podéis entender cuan vehementemente
y con cuánta razón y derecho se aumenta cada día Nuestra paternal
benevolencia hacia vosotros y los mismos católicos.

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Anexos

3. El Emperador de Francia aconseja silencio,


pero Nos no podemos callar

Pero mientras tan admirable afecto y amor vuestro y de vuestros fie-


les suavizaba Nuestro dolor, Nos sobrevino por otra parte una nueva
causa de tristeza. Por eso os escribimos esta carta para que, a vosotros
ante todo, os manifestemos por segunda vez lo que pensamos en
un asunto de gran importancia. No hace mucho, como ya lo saben
varios de entre vosotros, se publicó en la revista parisiense Moniteur
la carta del emperador de Francia con que responde a la Nuestra en
que rogamos con todo empeño a su imperial majestad que con su
poderosísimo patrocinio mantuviese íntegro e inviolable en el Con-
greso de París el dominio temporal Nuestro y de esta Santa Sede y
lo defendiese de toda inicua rebelión. En esta carta el emperador,
recordando un consejo que poco antes Nos habíamos dado acerca de
las provincias rebeldes de Nuestro dominio pontificio, Nos persuade
que queramos renunciar a la posesión de las mismas provincias pa-
reciéndole a él que sólo de este modo podría remediarse la presente
perturbación de las cosas.
Cualquiera de vosotros, Venerables Hermanos, entiende perfecta-
mente que, teniendo en cuenta la gravedad de Nuestro cargo, no pu-
dimos callar cuando recibimos semejante carta. Por eso Nos apresura-
mos a escribirle sin demora al mismo emperador manifestando clara y
abiertamente con apostólica libertad que de ninguna manera podíamos
seguir su consejo porque trae consigo insuperables dificultades por ra-
zón de Nuestra dignidad y la de esta Santa Sede, de Nuestro sagrado
carácter y los derechos de la misma Sede que no pertenecen a la suce-
sión de alguna real familia sino a todos los católicos y simultáneamente
afirmamos que no podíamos ceder lo que no es Nuestro y que claramente
entendíamos que la victoria que él quería concediéramos a los revoltosos de
Emilia, sería un estímulo para que los rebeldes nativos y extranjeros de las
demás provincias maquinasen iguales revueltas viendo la próspera fortuna
de los demás rebeldes. Y entre otras cosas manifestamos al mismo empe-
rador que no podíamos nosotros, sin violar los juramentos que Nos obligan,
renunciar a las supradichas provincias del dominio pontificio en la Emilia,
sin excitar disgustos y movimientos en las demás provincias Nuestras, sin
inferir una injuria a todos los católicos y sin que, por último, debilitáramos
los derechos no sólo de los príncipes de Italia que han sido injustamente
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

despojados de sus dominios, sino también de todos los príncipes del orbe
crisolotiano, que no podrían ver con indiferencia que se introdujesen ciertos
principios perniciosísimos.

4. Causa de las revueltas

Ni dejamos de advertirle que su majestad no ignoraba con qué hombres, con


qué dinero y ayuda se habían excitado y llevado a cabo los recientes conatos
revolucionarios en Bolonia, Ravena y en otras ciudades, mientras la gran mayo-
ría del pueblo se quedó atónita ante aquellas revueltas que de ninguna manera
apoyaba, sin mostrarse de ninguna manera propensa a seguirlos. Y como el se-
renísimo emperador juzgaba que debíamos renunciar a aquellas provincias
por las revueltas en ellas producidas, oportunamente le respondimos que
ese argumento, como quiera que probaba demasiado, era inconsistente,
puesto que rebeliones parecidas las había habido, tanto en varias regiones
de Europa como en otras partes, y cualquiera que ve que no se sigue de allí
ninguna razón para disminuir las soberanías civiles. No dejamos de expo-
nerle al mismo emperador que era enteramente diversa esta carta suya de
la anterior, escrita antes de la guerra de Italia, la cual nos trajo consolación
y no aflicción. Y como de algunas palabras de la carta imperial publicada
en la revista supradicha juzgáramos que debíamos temer que las menciona-
das provincias Nuestras de Emilia ya debían ser consideradas como ajenas
a Nuestro mandato pontificio, por lo mismo rogamos a su Majestad en
nombre de la Iglesia que, mirando también por el propio bien y utilidad de
su Majestad, hiciera que se desvaneciese este temor Nuestro. Con aquella
paterna caridad con que debemos mirar por la eterna salud de todos, le
recordamos que todos algún día tendremos que dar estricta cuenta ante
el tribunal de Cristo y pasar por un juicio severísimo, y por lo tanto debe
cada uno con toda el alma procurar experimentar más bien los efectos de la
misericordia que de la justicia.

5. Valientemente defenderemos la causa


de la Religión y de la justicia

Estas cosas sobre todo, entre varias otras, respondimos al emperador de


los franceses, las que pensamos, Venerables Hermanos, deberos mani-
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Anexos

festar para que en primer lugar vosotros y además todo el universo orbe
católico más claramente entienda que Nosotros, con la ayuda de Dios,
según obligación de Nuestro gravísimo oficio, todo con intrepidez pro-
curamos y nada dejamos sin intentar para defender valientemente la
causa de la Religión y la justicia y para proteger constantemente y con-
servar íntegros e inviolables el principado civil de la Iglesia Romana, sus
posesiones temporales y sus derechos que pertenecen al universo orbe
católico, mirando asimismo por la justa causa de los demás príncipes.
Y confiados en el divino auxilio de Aquel que dijo: en el mundo estaréis
oprimidos, pero confiad, yo vencí al mundo1 y bienaventurados los que pa-
decen persecución por la justicia2 estamos preparados a seguir las ilustres
huellas de Nuestros predecesores, emular sus ejemplos y padecer cual-
quier aspereza o amargura hasta dar la misma vida antes de abandonar
la causa de Dios, la Iglesia y la justicia.
Pero fácilmente podéis entender, Venerables Hermanos, cuan acer-
bo dolor Nos aflige viendo la terrible guerra que oprime a Nuestra
santísima Religión con máximo detrimento de las almas y cuan grandes
tormentas azotan a la Iglesia y a esta Santa Sede. Y fácilmente también
comprenderéis cuan vehementemente Nos angustiemos conociendo
bien cuan grande sea el peligro de las almas en aquellas perturbadas
provincias Nuestras, donde sobre todo con pestíferos escritos, disemi-
nados entre el pueblo, se quebranta cada día más la piedad, religión,
fe y honestidad de costumbres. Vosotros pues, Venerables Hermanos,
que habéis sido llamados a participar de Nuestra solicitud y que os
enardecisteis con tanta fe, constancia y virtud en propugnar la causa de
la Religión, la Iglesia y esta Santa Sede, continuad con mayor esfuerzo
y celo en la defensa de la misma causa, e inflamad cada día más a los
fieles encomendados a vuestro cuidado para que siguiendo vuestras di-
rectivas nunca dejen de emplear toda su actividad, celo y prudencia en
la defensa de la Iglesia Católica y de esta Santa Sede y en la protección
del Principado civil de la misma Sede, patrimonio del bienaventurado
Pedro, cuya tutela corresponde a todos los católicos.

1 Juan 16, p. 33.


2 Mateo 15, p. 10.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

6. Recurrir a Dios y a la Santísima Virgen María


en estos peligros

Por encima de todo os pedimos, Venerables Hermanos, que a una con


Nosotros queráis, juntamente con vuestros fieles, dirigir ininterrumpi-
das plegarias a Dios Óptimo Máximo para que mande a los vientos y
al mar y con eficacísimo auxilio Nos conforte a Nosotros y su Iglesia,
se levante y juzgue su causa y con su celestial gracia ilustre propicio a
todos los enemigos de la Iglesia y de esta Sede Apostólica y se digne
reducirlos con su omnipotente virtud al camino de la verdad, de la jus-
ticia y de la salvación. Para que más fácilmente incline Dios sus oídos a
las súplicas Nuestras, vuestras y de todos los fieles, pidamos en primer
lugar, Venerables Hermanos, los sufragios de la Inmaculada y Santísima
Virgen María, Madre de Dios, que es madre amantísima y segurísima
esperanza de todos, eficaz tutela y sostén de la Iglesia y cuyo patrocinio
es el más poderoso ante Dios. Imploremos también la intercesión tanto
del Beatísimo Príncipe de los Apóstoles a quien constituyó Cristo Señor
Nuestro piedra de su Iglesia, contra la que nunca podrán prevalecer las
puertas del infierno como la de su coapóstol Pablo y de todos los San-
tos que reinan con Cristo en los cielos. No dudamos, Venerables Her-
manos, que según vuestra eximia religión y celo sacerdotal, en el que
sobremanera os distinguís, querréis obedecer cumplidamente a estos
deseos y pedidos Nuestros. Mientras tanto amorosamente os imparti-
mos de lo íntimo de Nuestro corazón a vosotros, Venerables Hermanos,
y a todos los fieles clérigos y laicos encomendados a la vigilancia de cada
uno de vosotros, la Bendición Apostólica, testimonio de Nuestro en-
cendido amor, unida con votos por vuestra verdadera y total felicidad.
Dado en Roma junto a San Pedro el día 19 de enero del año 1860,
de Nuestro Pontificado el año decimocuarto. PÍO IX.

* Syllabus y Cuanta Cura: Colección de las alocuciones consistoriales, encíclicas y demás


letras apostólicas, citadas en la Encíclica y el Syllabus del 8 de diciembre de 1864, con
la traducción castellana hecha directamente del latín, Imprenta de Tejado, a cargo de
R. Ludeña, Madrid 1865, 3-52.

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Anexos

Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores.


Pío IX (1864)

Índice de los principales errores de nuestro siglo.

Syllabus complectens praecipuos nostrae aetatis errores.


Del 8 de diciembre de 1864.

§ I. Panteísmo, Naturalismo y Racionalismo absoluto.

i. No existe ningún Ser divino [Numen divinum], supremo, sapientísi-


mo, providentísimo, distinto de este universo, y Dios no es más que la
naturaleza misma de las cosas, sujeto por lo tanto a mudanzas, y Dios
realmente se hace en el hombre y en el mundo, y todas las cosas son
Dios, y tienen la misma idéntica sustancia que Dios; y Dios es una sola
y misma cosa con el mundo, y de aquí que sean también una sola y mis-
ma cosa el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero
y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

ii. Dios no ejerce ninguna manera de acción sobre los hombres ni sobre
el mundo.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

iii. La razón humana es el único juez de lo verdadero y de lo falso, del


bien y del mal, con absoluta independencia de Dios; es la ley de sí mis-
ma, y le bastan sus solas fuerzas naturales para procurar el bien de los
hombres y de los pueblos.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

iv. Todas las verdades religiosas dimanan de la fuerza nativa de la razón


humana; por donde la razón es la norma primera por medio de la cual
puede y debe el hombre alcanzar todas las verdades, de cualquier espe-
cie que estas sean.
(Encíclica Qui Pluribus, 9 noviembre 1846)
(Encíclica Singulari quidem, 17 Marzo 1856)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

v. La revelación divina es imperfecta, y está por consiguiente sujeta a


un progreso continuo e indefinido correspondiente al progreso de la
razón humana.
(Encíclica Qui Pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

vi. La fe de Cristo se opone a la humana razón; y la revelación divina


no solamente no aprovecha nada, pero también daña a la perfección
del hombre.
(Encíclica Qui Pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

vii. Las profecías y los milagros expuestos y narrados en la Sagrada Es-


critura son ficciones poéticas, y los misterios de la fe cristiana resultado
de investigaciones filosóficas; y en los libros del antiguo y del nuevo
Testamento se encierran mitos; y el mismo Jesucristo es una invención
de esta especie.
(Encíclica Qui Pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

§ ii. Racionalismo moderado

viii. Equiparándose la razón humana a la misma religión, síguese que


la ciencias teológicas deben de ser tratadas exactamente lo mismo que
las filosóficas.
(Alocución Singulari quadam perfusi, 9 diciembre 1854)

ix. Todos los dogmas de la religión cristiana sin distinción alguna son
objeto del saber natural, o sea de la filosofía, y la razón humana histó-
ricamente sólo cultivada puede llegar con sus solas fuerzas y principios
a la verdadera ciencia de todos los dogmas, aun los más recónditos, con
tal que hayan sido propuestos a la misma razón.
(Carta al Arzobispo de Frisinga Gravissimas, 11 diciembre 1863)
(Carta al mismo Tuas libenter, 21 diciembre 1863)

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Anexos

x. Siendo una cosa el filósofo y otra cosa distinta la filosofía, aquel tiene
el derecho y la obligación de someterse a la autoridad que él mismo ha
probado ser la verdadera; pero la filosofía no puede ni debe someterse
a ninguna autoridad.
(Carta al Arzobispo de Frisinga Gravissimas, 11 diciembre 1863)
(Carta al mismo Tuas libenter, 21 diciembre 1863)

xi. La Iglesia no sólo debe corregir jamás a la filosofía, pero también


debe tolerar sus errores y dejar que ella se corrija a sí misma.
(Carta al Arzobispo de Frisinga Gravissimas, 11 diciembre 1863)

xii. Los decretos de la Sede apostólica y de las Congregaciones romanas


impiden el libre progreso de la ciencia.
(Carta al Arzobispo de Frisinga Tuas libenter, 21 diciembre 1863)

xiii. El método y los principios con que los antiguos doctores escolás-
ticos cultivaron la Teología, no están de ningún modo en armonía con
las necesidades de nuestros tiempos ni con el progreso de las ciencias.
(Carta al Arzobispo de Frisinga Tuas libenter, 21 diciembre 1863)

xiv. La filosofía debe tratarse sin mirar a la sobrenatural revelación.


(Carta al Arzobispo de Frisinga Tuas libenter, 21 diciembre 1863)

N. B. Con el sistema del racionalismo están unidos en gran parte los


errores de Antonio Günter, condenados en la carta al Cardenal Arzobis-
po de Colonia Eximiam tuam de 15 de junio de 1847, y en la carta al
Obispo de Breslau Dolore haud mediocri, 30 de abril de 1860.

§ iii. Indiferentismo. Latitudinarismo

xv. Todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que guiado
de la luz de la razón juzgare por verdadera.
(Letras Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

xvi. En el culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el


camino de la salud eterna y conseguir la eterna salvación.
(Encíclica Qui Pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Qui Pluribus, 17 diciembre 1847)
(Encíclica Singulari quidem, 17 Marzo 1856)

xvii. Es bien por lo menos esperar la eterna salvación de todos aquellos


que no están en la verdadera Iglesia de Cristo.
(Alocución Singulari quadam, 9 diciembre 1854)
(Encíclica Quanto conficiamur 17 agosto 1863)

xviii. El protestantismo no es más que una forma diversa de la misma


verdadera Religión cristiana, en la cual, lo mismo que en la Iglesia, es
posible agradar a Dios.
(Encíclica Noscitis et nobiscum 8 diciembre 1849)

§ iv. Socialismo, Comunismo, Sociedades secretas,


Sociedades bíblicas, Sociedades clérico-liberales

Tales pestilencias han sido muchas veces y con gravísimas sentencias


reprobadas en la Encíclica Qui Pluribus, 9 de noviembre de 1846; en
la Alocución Quibus quantisque, 20 de abril de 1849; en la Encíclica
Noscitis et nobiscum, 8 de diciembre de 1849; en la Alocución Singulari
quadam, 9 de diciembre de 1854; en la Encíclica Quanto conficiamur
maerore, 10 de agosto de 1863.

§ v. Errores acerca de la Iglesia y sus derechos

xix. La Iglesia no es una verdadera y perfecta sociedad, completamen-


te libre, ni está provista de sus propios y constantes derechos que le
confirió su divino fundador, antes bien corresponde a la potestad civil
definir cuales sean los derechos de la Iglesia y los límites dentro de los
cuales pueda ejercitarlos.
(Alocución Singulari quadam, 9 diciembre 1854)
(Alocución Multis gravibusque, 17 diciembre 1860)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

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Anexos

xx. La potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin la venia y


consentimiento del gobierno civil.
(Alocución Meminit unusquisque, 30 septiembre 1861)

xxi. La Iglesia carece de la potestad de definir dogmáticamente que la


Religión de la Iglesia Católica sea únicamente la verdadera Religión.
(Letras Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)

xxii. La obligación de los maestros y de los escritores católicos se refiere


sólo a aquellas materias que por el juicio infalible de la Iglesia son pro-
puestas a todos como dogma de fe para que todos los crean.
(Carta al Arzobispo de Frisinga Tuas libenter, 21 diciembre 1863)

xxiii. Los Romanos Pontífices y los Concilios ecuménicos se salieron


de los límites de su potestad, usurparon los derechos de los Príncipes,
y aun erraron también en definir las cosas tocantes a la fe y a las cos-
tumbres.
(Letras Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)

xxiv. La Iglesia no tiene la potestad de emplear la fuerza, ni potestad


ninguna temporal directa ni indirecta.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

xxv. Fuera de la potestad inherente al Episcopado, hay otra temporal,


concedida a los Obispos expresa o tácitamente por el poder civil, el cual
puede por consiguiente revocarla cuando sea de su agrado.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

xxvi. La Iglesia no tiene derecho nativo legítimo de adquirir y poseer.


(Alocución Nunquam fore, 15 diciembre 1856)
(Encíclica Incredibile, 17 septiembre 1863)

xxvii. Los sagrados ministros de la Iglesia y el Romano Pontífice deben


ser enteramente excluidos de todo cuidado y dominio de cosas tempo-
rales.
(Alocución Maxima quidem, 9 de junio de 1862)

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

xxviii. No es lícito a los Obispos, sin licencia del Gobierno, ni siquiera


promulgar las Letras apostólicas.
(Alocución Nunquam fore, 15 diciembre 1856)

xxix. Deben ser tenidas por írritas las gracias otorgadas por el Romano
Pontífice cuando no han sido impetradas por medio del Gobierno.
(Alocución Nunquam fore, 15 diciembre 1856)

xxx. La inmunidad de la Iglesia y de las personas eclesiásticas trae su


origen del derecho civil.
(Letras Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)

xxxi. El fuero eclesiástico en las causas temporales de los clérigos, ahora


sean estas civiles, ahora criminales, debe ser completamente abolido
aun sin necesidad de consultar a la Sede Apostólica, y a pesar de sus
reclamaciones.
(Alocución Acerbissimum, 27 septiembre 1852)
(Alocución Nunquam fore, 15 diciembre 1856)

xxxii. La inmunidad personal, en virtud de la cual los clérigos están


libres de quintas y de los ejercicios de la milicia, puede ser abrogada
sin violar en ninguna manera el derecho natural ni la equidad; antes el
progreso civil reclama esta abrogación, singularmente en las sociedades
constituidas según la forma de más libre gobierno.
(Carta al Obispo de Monreale Singularis Nobisque, 27 septiembre 1864)

xxxiii. No pertenece únicamente a la potestad de jurisdicción eclesiás-


tica dirigir en virtud de un derecho propio y nativo la enseñanza de la
Teología.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

xxxiv. La doctrina de los que comparan al Romano Pontífice a un Prín-


cipe libre que ejercita su acción en toda la Iglesia, es doctrina que pre-
valeció en la edad media.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

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Anexos

xxxv. Nada impide que por sentencia de algún Concilio general, o por
obra de todos los pueblos, el sumo Pontificado sea trasladado del Obis-
po romano y de Roma a otro Obispo y a otra ciudad.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

xxxvi. La definición de un Concilio nacional no puede someterse a


ningún examen, y la administración civil puede tomarla como norma
irreformable de su conducta.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

xxxvii. Pueden ser instituidas Iglesias nacionales no sujetas a la autori-


dad del Romano Pontífice, y enteramente separadas.
(Alocución Multis gravibusque, 17 diciembre 1860)
(Alocución Jamdudum cernimus, 18 marzo 1861)

xxxviii. La conducta excesivamente arbitraria de los Romanos Pontífi-


ces contribuyó a la división de la Iglesia en oriental y occidental.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

§ vi. Errores tocantes a la sociedad civil considerada en


sí misma o en sus relaciones con la Iglesia

xxxix. El Estado, como origen y fuente de todos los derechos, goza de


cierto derecho completamente ilimitado.
(Alocución Maxima quidem, 9 de junio de 1862)

xl. La doctrina de la Iglesia Católica es contraria al bien y a los intereses


de la sociedad humana.
(Encíclica Qui Pluribus, 9 noviembre 1846)
(Alocución Quibus quantisque, 20 abril 1849)

xli. Corresponde a la potestad civil, aunque la ejercite un señor infiel,


la potestad indirecta negativa sobre las cosas sagradas; y de aquí no
sólo el derecho que dicen del Exequatur, sino el derecho que llaman de
apelación ab abusu.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

xlii. En caso de colisión entre las leyes de una y otra potestad debe
prevalecer el derecho civil.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

xliii. La potestad secular tiene el derecho de rescindir, declarar nulos


y anular sin consentimiento de la Sede Apostólica y aun contra sus
mismas reclamaciones los tratados solemnes (por nombre Concordatos)
concluidos con la Sede Apostólica en orden al uso de los derechos con-
cernientes a la inmunidad eclesiástica.
(Alocución In consistoriali, 1º noviembre 1850)
(Alocución Multis gravibusque, 17 diciembre 1860)

xliv. La autoridad civil puede inmiscuirse en las cosas que tocan a la Re-
ligión, costumbres y régimen espiritual; y así puede juzgar de las instruc-
ciones que los Pastores de la Iglesia suelen dar para dirigir las conciencias,
según lo pide su mismo cargo, y puede asimismo hacer reglamentos para
la administración de los sacramentos, y sobre las disposiciones necesarias
para recibirlos.
(Alocución In consistoriali, 1º noviembre 1850)
(Alocución Maxima quidem, 9 de junio de 1862)

xlv. Todo el régimen de las escuelas públicas, en donde se forma la ju-


ventud de algún estado cristiano, a excepción en algunos puntos de los
seminarios episcopales, puede y debe ser de la atribución de la autori-
dad civil; y de tal manera puede y debe ser de ella, que en ninguna otra
autoridad se reconozca el derecho de inmiscuirse en la disciplina de las
escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de los grados, ni
en la elección y aprobación de los maestros.
(Alocución In consistoriali, 1º noviembre 1850)
(Alocución Quibus luctuosissimis, 5 septiembre 1851)

xlvi. Aun en los mismos seminarios del clero depende de la autoridad


civil el orden de los estudios.
(Alocución Nunquam fore, 15 diciembre 1856)

162

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Anexos

xlvii. La óptima constitución de la sociedad civil exige que las escuelas


populares, concurridas de los niños de cualquiera clase del pueblo, y en
general los institutos públicos, destinados a la enseñanza de las letras y a
otros estudios superiores, y a la educación de la juventud, estén exentos
de toda autoridad, acción moderadora e injerencia de la Iglesia, y que
se sometan al pleno arbitrio de la autoridad civil y política, al gusto de
los gobernantes, y según la norma de las opiniones corrientes del siglo.
(Carta al Arzobispo de Friburgo Quum non sine, 14 julio 1864)

xlviii. Los católicos pueden aprobar aquella forma de educar a la ju-


ventud, que esté separada, disociada de la fe católica y de la potestad
de la Iglesia, y mire solamente a la ciencia de las cosas naturales, y de
un modo exclusivo, o por lo menos primario, los fines de la vida civil
y terrena.
(Carta al Arzobispo de Friburgo Quum non sine, 14 julio 1864)

xlix. La autoridad civil puede impedir a los Obispos y a los pueblos


fieles la libre y mutua comunicación con el Romano Pontífice.
(Alocución Maxima quidem, 9 de junio de 1862)

l. La autoridad secular tiene por sí el derecho de presentar los Obispos,


y puede exigirles que comiencen a administrar la diócesis antes que
reciban de la Santa Sede la institución canónica y las letras apostólicas.
(Alocución Nunquam fore, 15 diciembre 1856)

li. Más aún, el Gobierno laical tiene el derecho de deponer a los Obis-
pos del ejercicio del ministerio pastoral, y no está obligado a obedecer
al Romano Pontífice en las cosas tocantes a la institución de los Obis-
pados y de los Obispos.
(Letras Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)
(Alocución Acerbissimum, 27 septiembre 1852)

lii. El Gobierno puede, usando de su derecho, variar la edad prescrita


por la Iglesia para la profesión religiosa, tanto de las mujeres como de
los hombres, e intimar a las comunidades religiosas que no admitan a
nadie a los votos solemnes sin su permiso.
(Alocución Nunquam fore, 15 diciembre 1856)

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

liii. Deben abrogarse las leyes que pertenecen a la defensa del estado
de las comunidades religiosas, y de sus derechos y obligaciones; y aun
el Gobierno civil puede venir en auxilio de todos los que quieran
dejar la manera de vida religiosa que hubiesen comenzado, y romper
sus votos solemnes; y puede igualmente extinguir completamente las
mismas comunidades religiosas, como asimismo las Iglesias colegiatas
y los beneficios simples, aun los de derecho de patronato, y sujetar y
reivindicar sus bienes y rentas a la administración y arbitrio de la
potestad civil.
(Alocución Acerbissimum, 27 septiembre 1852)
(Alocución Probe memineritis, 22 enero 1855)
(Alocución Cum saepe, 26 julio 1855)

liv. Los Reyes y los Príncipes no sólo están exentos de la jurisdicción


de la Iglesia, pero también son superiores a la Iglesia en dirimir las
cuestiones de jurisdicción.
(Letras Apostólicas Multiplices inter, 10 junio 1851)

lv. Es bien que la Iglesia sea separada del Estado y el Estado de la


Iglesia.
(Alocución Acerbissimum, 27 septiembre 1852)

§ vii. Errores acerca de la moral natural y cristiana.

lvi. Las leyes de las costumbres no necesitan de la sanción divina, y de


ningún modo es preciso que las leyes humanas se conformen con el
derecho natural, o reciban de Dios su fuerza de obligar.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

lvii. La ciencia de las cosas filosóficas y de las costumbres puede y debe


declinar o desviarse de la autoridad divina y eclesiástica.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

lviii. El derecho consiste en el hecho material; y todos los deberes de


los hombres son un nombre vano, y todos los hechos humanos tienen
fuerza de derecho.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

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Fin estado papal int.indd 164 21/10/15 09:47 p.m.


Anexos

lix. No se deben de reconocer más fuerzas que las que están puestas en
la materia, y toda disciplina y honestidad de costumbres debe colocarse
en acumular y aumentar por cualquier medio las riquezas y en satisfacer
las pasiones.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)
(Encíclica Quanto conficiamur, 10 agosto 1863)

lx. La autoridad no es otra cosa que la suma del número y de las fuerzas
materiales.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)

lxi. La afortunada injusticia del hecho no trae ningún detrimento a la


santidad del derecho.
(Alocución Jamdudum cernimus, 18 marzo 1861)

lxii. Es razón proclamar y observar el principio que llamamos de no


intervención.
(Alocución Novos et ante, 28 septiembre 1860)

lxiii. Negar la obediencia a los Príncipes legítimos, y lo que es más,


rebelarse contra ellos, es cosa lícita.
(Encíclica Qui Pluribus, 9 noviembre 1846)
Alocución Quisque vestrum, 4 octubre 1847)
(Encíclica Noscitis et nobiscum, 8 diciembre 1849)
(Letras Apostólicas Cum catholica, 26 marzo 1860)

lxiv. Así la violación de cualquier santísimo juramento, como cual-


quiera otra acción criminal e infame, no solamente no es de reprobar,
pero también es razón reputarla por enteramente lícita, y alabarla su-
mamente cuando se hace por amor a la patria.
(Alocución Quibus quantisque, 20 abril 1849)

§ viii. Errores sobre el matrimonio cristiano

lxv. No se puede en ninguna manera sufrir se diga que Cristo haya


elevado el matrimonio a la dignidad de sacramento.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

lxvi. El sacramento del matrimonio no es sino una cosa accesoria al


contrato y separable de este, y el mismo sacramento consiste en la sola
bendición nupcial.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

lxvii. El vínculo del matrimonio no es indisoluble por derecho natural,


y en varios casos puede sancionarse por la autoridad civil el divorcio
propiamente dicho.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
(Alocución Acerbissimum, 27 septiembre 1852)

lxviii. La Iglesia no tiene la potestad de introducir impedimentos diri-


mentes del matrimonio, sino a la autoridad civil compete esta facultad,
por la cual deben ser quitados los impedimentos existentes.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

lxix. La Iglesia comenzó en los siglos posteriores a introducir los impe-


dimentos dirimentes, no por derecho propio, sino usando el que había
recibido de la potestad civil.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

lxx. Los cánones tridentinos en que se impone excomunión a los que


se atrevan a negar a la Iglesia la facultad de establecer los impedimentos
dirimentes, o no son dogmáticos o han de entenderse de esta potestad
recibida.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

lxxi. La forma del Concilio Tridentino no obliga bajo pena de nulidad


en aquellos lugares donde la ley civil prescriba otra forma y quiera que
sea válido el matrimonio celebrado en esta nueva forma.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

lxxii. Bonifacio VIII fue el primero que aseguró que el voto de castidad
emitido en la ordenación hace nulo el matrimonio.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

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Anexos

lxxiii. Por virtud de contrato meramente civil puede tener lugar entre
los cristianos el verdadero matrimonio; y es falso que, o el contrato de
matrimonio entre los cristianos es siempre sacramento, o que el contra-
to es nulo si se excluye el sacramento.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
(Carta de S.S. Pío IX al Rey de Cerdeña, 9 septiembre 1852)
(Alocución Acerbissimum, 27 septiembre 1852)
(Alocución Multis gravibusque, 17 diciembre 1860)

lxxiv. Las causas matrimoniales y los esponsales por su naturaleza per-


tenecen al fuero civil.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)
(Alocución Acerbissimum, 27 septiembre 1852)

N. B. Aquí se pueden dar por puestos los otros dos errores de la aboli-
ción del celibato de los clérigos, y de la preferencia del estado de matri-
monio al estado de virginidad. Ambos han sido condenados, el primero
de ellos en la Epístola Encíclica Qui Pluribus, 9 de noviembre de 1846,
y el segundo en las Letras Apostólicas Multiplices inter, 10 de junio de
1851.

§ ix. Errores acerca del principado civil


del Romano Pontífice.

lxxv. En punto a la compatibilidad del reino espiritual con el temporal


disputan entre sí los hijos de la cristiana y católica Iglesia.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae, 22 agosto 1851)

lxxvi. La abolición del civil imperio, que la Sede Apostólica posee,


ayudaría muchísimo a la libertad y a la prosperidad de la Iglesia.
(Alocución Quibus quantisque, 20 abril 1849)

N. B. Además de estos errores explícitamente notados, muchos otros


son implícitamente reprobados, en virtud de la doctrina propuesta y
afirmada que todos los católicos tienen obligación de tener firmísima-
mente. La cual doctrina se enseña patentemente en la Alocución Qui-
bus quantisque, 20 de abril de 1849; en la Alocución Si semper antea,
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Andrea Mutolo y Franco Savarino

20 de mayo de 1850; en las Letras Apostólicas Cum Catholica Ecclesia,


26 de marzo de 1860; en la Alocución Novos, 28 de septiembre de
1860; en la Alocución Jamdudum, 18 de marzo de 1861; en la Alocu-
ción Maxima quidem, 9 de junio de 1862.

§ x. Errores relativos al liberalismo de nuestros días.

lxxvii. En esta nuestra edad no conviene ya que la Religión Católica


sea tenida como la única religión del Estado, con exclusión de otros
cualesquiera cultos.
(Alocución Nemo vestrum, 26 julio 1855)

lxxviii. De aquí que laudablemente se ha establecido por la ley en al-


gunos países católicos, que a los extranjeros que vayan allí, les sea lícito
tener público ejercicio del culto propio de cada uno.
(Alocución Acerbissimum, 27 septiembre 1852)

lxxix. Es sin duda falso que la libertad civil de cualquiera culto, y lo


mismo la amplia facultad concedida a todos de manifestar abiertamen-
te y en público cualesquiera opiniones y pensamientos, conduzca a co-
rromper más fácilmente las costumbres y los ánimos, y a propagar la
peste del indiferentismo.
(Alocución Nunquam fore, 15 diciembre 1856)

lxxx. El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el


progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización.
(Alocución Jamdudum, 18 marzo 1861)

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Anexos

Carta del Rey Víctor Manuel II a Pío IX (1870)3

Beatísimo Padre,

Con afecto de hijo, con fe de católico, con ánimo de italiano me dirijo,


como ya otras veces, al corazón de Vuestra Santidad.
Un torbellino de peligros amenaza Europa: aprovechándose de la
guerra que asola el centro del Continente, el partido de la revolución
cosmopolita crece en osadía y audacia, y prepara, especialmente en Ita-
lia y en las provincias de Vuestra Santidad, sus últimas afrentas a la
monarquía y al papado.
Sé que la grandeza del ánimo vuestro no podría ser nunca menor
que la grandeza de los acontecimientos, pero siendo yo rey católico y
rey italiano, y como tal custodio y garante por disposición de la Provi-
dencia y por la voluntad nacional de los destinos de todos los italianos,
siento el deber de enfrentar ante Europa y el catolicismo la responsabi-
lidad de mantener el orden en la Península, y la seguridad de la Santa
Sede.
Ahora, beatísimo Padre, las condiciones de ánimo de las poblacio-
nes romanas, y la presencia entre ellas de tropas extranjeras venidas con
diversos propósitos desde lugares distintos, son afectadas por agitacio-
nes y peligros evidentes. En caso de efervescencia, las pasiones pueden
conducir a violencias y a efusiones de una sangre que es mía. Nuestro
deber es evitar e impedir esto.
Veo la indeclinable necesidad para la seguridad de Italia y de la San-
ta Sede que mis tropas ya estacionadas en vigilancia de la frontera avan-
cen para ocupar las posiciones indispensables para garantizar la segu-
ridad de Vuestra Santidad y para mantener el orden. Vuestra Santidad
no querrá interpretar este procedimiento de precaución como un acto
hostil. Mi Gobierno y mis fuerzas se limitarán absolutamente a una ac-
ción conservadora y a tutelar los derechos fácilmente conciliables de las
poblaciones romanas, asegurando la inviolabilidad del Sumo Pontífice
y su autoridad espiritual, junto con la independencia de la Santa Sede.
No dudo que si Vuestra Santidad, como el sacro carácter y la be-
nignidad de su ánimo me dan derecho a esperar, se inspirará en un

3 Ettore Anchieri, Antologia Storico-diplomatica, Véase, ispi, 1941, pp. 181-182.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

deseo igual al mío de evitar un conflicto y rehuir del peligro de la vio-


lencia, tomará con el conde de San Martino, quien lleva este mensaje,
los acuerdos oportunos para alcanzar el propósito deseado. Me permita
Vuestra Santidad de esperar aun que el momento actual sea solemne
para Italia y para la Iglesia. El papado agregue la eficacia al espíritu de
benevolencia inextinguible del ánimo Vuestro hacia esta tierra que es
también nuestra patria, y a los sentimientos de conciliación que me
propuse siempre con inquebrantable determinación traducir en acto,
porque, satisfaciendo las aspiraciones nacionales, el jefe de la catolici-
dad, envuelto por la devoción de las poblaciones italianas, conservara
en las riberas del Tíber una sede gloriosa e independiente de toda sobe-
ranía humana.
Vuestra Santidad, liberando Roma de las tropas extranjeras, quitán-
dole el peligro continuo de volverse un campo de batalla de los partidos
subversivos, dará cumplimiento a una obra maravillosa, devolviendo la
paz a Europa, asustada por los horrores de la guerra, demostrando así
que se pueden ganar grandes batallas y obtener victorias inmortales con
un acto de justicia, con una sola palabra de afecto.
Ruego a Vuestra Beatitud de querer impartirme Su Apostólica Ben-
dición y protesto nuevamente a Vuestra Santidad los sentimientos de
mi profundo respeto.
Florencia, 8 de septiembre de 1870.

De Vuestra Santidad.
Humildísimo, obediente y devotísimo.
Víctor Manuel.

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Anexos

Carta de Pío IX al Rey Víctor Manuel II (1870)4

Majestad,

El conde Ponza di San Martino me entregó una carta a que a V. M. gus-


tó dirigirme. Pero esta no es digna de un hijo afectuoso que se precia de
profesar la fe católica y se gloria de una lealtad real. Yo no entraré en los
detalles de la carta, para no renovar el dolor que una lectura veloz me
ha causado. Yo bendigo a Dios, quien se aflige de que Vuestra Majestad
llene de amargura el último período de mi vida. En cuanto al resto, yo
no puedo admitir las demandas expresadas en su carta, ni adherir a los
principios que esta contiene. Recurro nuevamente a Dios y pongo en
Sus manos mi causa, que es enteramente la Suya. Le ruego a Dios que
le conceda a V. M. abundantes gracias para liberarle de todo peligro, y
volverle partícipe de las misericordias que Usted necesita.
Desde el Vaticano, 11 de septiembre de 1870.

s. PIUS PP. IX.

4 Ettore Anchieri, Antologia Storico-diplomatica, Véase, ispi, 1941, pp. 182-183.

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Anexos

Carta Encíclica “Rescipientes” Pío IX (1870)

Carta Encíclica sobre los ataques a los Estados Pontificios. Del 1 de


noviembre de 1870.

Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica.

1. Atentados del gobierno del Piamonte contra


el poder civil de la Santa Sede

Considerando todas las cosas que el gobierno de Piamonte lleva a cabo


desde hace muchos años con no interrumpidas maquinaciones para
destruir el Principado civil concedido por singular providencia de Dios
a esta Sede Apostólica, a fin de que los sucesores del Bienaventurado
Pedro en el ejercicio de su espiritual jurisdicción, gozaran de la nece-
saria y plena libertad y seguridad, no Nos es posible evitar, Venerables
Hermanos, el sentirnos apenados en lo íntimo de Nuestro corazón en
medio de una conspiración tan grave contra la Iglesia de Dios y esta
Santa Sede; y en este tiempo tan luctuoso, en que el mismo gobierno,
siguiendo los consejos de las sectas de perdición, completó por la fuerza
de las armas la sacrílega invasión, que desde tiempo atrás premeditara,
de Nuestra alma urbe y de las demás ciudades cuyo mandato Nos había
quedado después de la anterior usurpación. Mientras veneramos los
secretos designios de Dios, humildemente postrados delante de El, Nos
vemos obligados a pronunciar aquellas palabras del profeta: gimo yo y
derraman lágrimas mis ojos porque se alejó de mí el consolador que daba
descanso a mi alma: han perecido mis hijos porque prevaleció el enemigo.1

2. Nunca el Papa ha mantenido oculto


este doloroso asunto

Con harta frecuencia por cierto, Venerables Hermanos, ha sido expues-


ta por Nosotros y manifestada hace ya tiempo al orbe católico la histo-
ria de esta nefasta guerra, pues esto lo hicimos en muchas Alocuciones

1 Jerem., Lament. 1, p. 16.

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Andrea Mutolo y Franco Savarino

Nuestras, Encíclicas y Breves dados en diversos tiempos, o sea el 1º de


noviembre del año 1850, 22 de enero y 26 de julio de 1855, 18 y 28
de junio y 26 de septiembre de 1859, 19 de enero de 1860 en la car-
ta apostólica del 26 de marzo de 1860 y luego en las Alocuciones del
28 de septiembre de 1860, 18 de marzo y 30 de septiembre de 1861 y 20
de septiembre, 17 de octubre y 14 de noviembre de 1867. En la serie de
estos documentos quedan puestas y declaradas las gravísimas injurias in-
fligidas a Nuestra Suprema Autoridad y a la de esta Santa Sede aun antes
de la ocupación de los dominios eclesiásticos, comenzada estos últimos
años, ya sometiendo a indignos vejámenes a los sagrados ministros, a las
familias religiosas y aun a los mismos obispos, ya quebrantando la alianza
con la Santa Sede establecida en solemnes convenciones y negando obsti-
nadamente el inviolable derecho de ellas, aun en el mismo tiempo en que
Nos hacía saber que deseaba iniciar con Nosotros nuevas conversaciones.
Por estos mismos documentos claramente se pone de manifiesto, Vene-
rables Hermanos, y lo verá toda la posteridad, con qué artimañas y con
qué astutas e indignas maquinaciones haya llegado el misino gobierno a
vejar la justicia y santidad de derechos de esta Sede Apostólica; y simultá-
neamente entenderá cuántos hayan sido Nuestros cuidados en contener,
según Nuestras posibilidades, su audacia cada día mayor y en vindicar la
causa de la Iglesia.

3. Engaños y pretextos del gobierno piamontés

Bien sabéis que el mismo gobierno piamontés incitó a la guerra a las


principales ciudades de la Emilia, enviando escritos, conspiradores, ar-
mas y dinero, y no mucho después, convocados los comicios populares
y tomados los sufragios, se formó un plebiscito, y con su engaño y
apariencia, a pesar de la oposición de los buenos, fueron arrancadas
de Nuestro paternal imperio Nuestras provincias situadas en aquella
región. Es también cosa sabida que en el año siguiente el gobierno,
para arrebatar otras provincias de esta Santa Sede situadas en el Pice-
no, la Umbría y el Patrimonio, fingiendo dolosos pretextos, rodeó de
improviso con un gran ejército a Nuestros soldados y a los escuadrones
voluntarios de la juventud católica, que, llevada del espíritu de religión
y piedad hacia el Padre común, había volado de todas las partes del
mundo para defendernos, y sin que ellos sospecharan lo más mínimo
174

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Anexos

una irrupción tan súbita, los venció en sangrienta batalla a pesar de que
impávidamente lucharon por la Religión. A nadie se oculta la insigne
impudencia e hipocresía del mismo gobierno, que para disimular el
mal efecto de esta usurpación sacrílega no dudó en divulgar que había
invadido aquellas provincias para restablecer en ellas los principios del
orden moral, siendo así, que de hecho promovió la difusión y el culto
de lodo género de falsas doctrinas, soltó en todas partes los frenos de
las concupiscencias y la impiedad, aplicando inmerecidas penas a los
sagrados obispos y a los eclesiásticos de cualquier grado, encerrándolos
en cárceles y permitiendo que fueran vejados con públicas contumelias,
mientras dejaba impunes a los sectarios y a aquéllos que ni siquiera
respetaban la dignidad del Supremo Pontificado en Nuestra humilde
persona.

4. Nuestra actitud. La ayuda francesa

Consta además que Nosotros según la obligación de Nuestro oficio, no


sólo resistimos siempre a los consejos y postulaciones a Nosotros llega-
dos por los que se intentaba que traicionáramos torpemente Nuestro
oficio, ya fuese dejando y entregando los derechos y posesiones de la
Iglesia, ya estableciendo con los usurpadores una indigna conciliación,
sino que también opusimos solemnes protestas ante Dios y los hombres
por esas inicuas audacias y crímenes, perpetrados contra todo derecho
humano y divino, y declaramos ligados con las censuras eclesiásticas a
sus autores y promotores y en cuanto fuese necesario les aplicamos de
nuevo las mismas censuras. Por último, es cosa sabida que el predicho
gobierno persistió a pesar de todo en su contumacia y en sus maqui-
naciones, y que procuró promover la rebelión en las demás provincias
Nuestras y sobre todo en la Urbe, enviando perturbadores y con todo
género de artes. Como estos conatos de ninguna manera resultaban
según sus deseos, por la indefectible fidelidad de Nuestros soldados y el
amor y aflicción de Nuestros pueblos que se declaraban por Nosotros
insigne y constantemente, se levantó por último contra Nosotros aque-
lla turbulenta tempestad en el año 1867, cuando en otoño vinieron a
Nuestras tierras y a esta ciudad cohortes de hombres facinerosos infla-
mados en el furor del crimen, y ayudados con los subsidios del mismo
gobierno, de los que muchos se habían ya ocultamente instalado en
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esta Urbe. De su fuerza, crueldad y armamentos podíamos temer, tanto


Nosotros como Nuestros dilectísimos súbditos, las cosas más acerbas y
cruentas, como bien claro apareció, si Dios misericordioso no hubiese
hecho vanos sus ímpetus por medio de la valentía de Nuestras tropas y
del poderoso auxilio de las legiones enviadas a Nosotros por la ínclita
nación francesa.

5. Consuelo que nos produce la fidelidad


de Nuestros pastores y fieles

En tantos combates, empero, en una tan larga serie de peligros, so-


licitudes y acerbidades Nos proporcionaba la Divina Providencia un
máximo solaz con vuestro preclaro amor y afecto, Venerables Herma-
nos, y la de vuestros fieles, para con Nosotros y esta Santa Sede, que
acabadamente demostrasteis en insignes publicaciones y con las obras
de la caridad católica. Y si bien los gravísimos peligros en que nos en-
contrábamos, apenas Nos dejaban alguna tregua, nunca, con la ayuda
de Dios, descuidamos nada que tocase a la defensa de la prosperidad
temporal de Nuestros súbditos, y cuál fuese junto a Nosotros el estado
de la tranquilidad y seguridad públicas, cuál la situación de todas las
mejores disciplinas y artes, cuál la fidelidad y voluntad de Nuestros
pueblos hacia Nosotros fue fácilmente percibido por todas las naciones
de las que muchísimos peregrinos en todo tiempo afluyeron en masa a
esta Urbe, sobre todo con ocasión de muchas celebraciones y sagradas
solemnidades que hicimos.

6. Destrucción de Nuestro poder temporal.


Carta del rey del Piamonte

Ahora bien, estando así las cosas y gozando Nuestros pueblos de tran-
quila paz, el rey del Piamonte y su gobierno, aprovechando la oportu-
nidad de una gran guerra encendida entre dos naciones potentísimas
de Europa, con una de las cuales había pactado conservar inviolable el
presente estado del dominio eclesiástico y no permitir que fuera violado
por los facciosos, se determinaron a invadir rápidamente las restantes
tierras de Nuestro dominio y Nuestra misma Sede y someterlas a su po-
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Anexos

testad. Y ¿con qué fin esta invasión hostil?, ¿qué causas se pretextaban?
A todos son perfectamente conocidas las cosas contenidas en la carta del
rey dada a Nosotros el día 8 de septiembre próximo pasado y entregada
por su representante a Nosotros destinado, en la que con largos y fala-
ces rodeos de palabras y sentencias, ostentando los nombres de amante
hijo y hombre católico y pretextando causas de orden público, y la ne-
cesidad de proteger Nuestro Pontificado y Nuestra persona, pedía que
no quisiéramos tomar la destrucción de Nuestro poder temporal como
un hecho hostil y que cediéramos espontáneamente la misma potestad,
confiados en las fútiles promesas ofrecidas por él y con las que, según
decía, se conciliaban los deseos de los pueblos de Italia con el supre-
mo derecho y libertad de la autoridad espiritual del Romano Pontífice.
Nosotros por cierto, no pudimos dejar de extrañarnos intensamente
viendo de qué manera quería cubrir y disimular la violencia que a poco
había de hacernos, ni pudimos dejar de sentir en lo íntimo de Nuestro
espíritu la suerte de este rey que, llevado de inicuos consejos, inflige a
la Iglesia cada día nuevas heridas y mirando más a los hombres que a
Dios no piensa que hay en los cielos un Rey de reyes y Señor de señores,
quien no retrocederá ante nadie, ni temerá la potencia de ninguno ya que
él hizo al pequeño y al grande y reserva a los fuertes un más fuerte castigo.2

7. Reivindicaremos siempre la libertad y la soberanía


temporal de la Santa Sede

Por lo que atañe a las postulaciones a Nosotros expuestas, no juzgamos


que debíamos acceder sino que, obedeciendo a las leyes de Nuestro
cargo y de Nuestra conciencia debíamos seguir los ejemplos de Nuestro
predecesores y máxime de Pío VII de feliz memoria, cuyos invictos
sentimientos, manifestados por él en un caso muy semejante al actual,
Nos complace expresar y tomar aquí como propios de Nosotros. Re-
cordemos con San Ambrosio3 que el santo varón Naboth, poseedor de
su viña, urgido para que la cediera a petición regia, pues el rey quería
cortar las vides y plantar allí viles hortalizas, respondió: lejos de mí el en-

2 I Timot. 6, 15; Apoc. 19, 16; Sabid. 6, pp. 8-9.


3 S. Ambrosio, De Basil. trad. n. 17.

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tregar la heredad de mis padres. Juzgamos que Nos sería mucho menos
lícito a Nosotros entregar tan antigua y sagrada heredad (o sea dominio
temporal de esta Santa Sede poseído durante tan prolongada serie de
siglos por los Romanos Pontífices predecesores Nuestros, no sin evi-
dente disposición de la Divina Providencia) o tácitamente asentir a que
alguien se apodere de la ciudad capital del orbe católico, donde, luego
de perturbada y destruida la santísima forma de los sagrados cánones
inspirados por Espíritu de Dios, la suplantase por un código que es
contrario y repugna no sólo a los sagrados cánones, sino también a los
preceptos evangélicos, y se estableciese como de costumbre el nuevo
orden de cosas que manifiestamente tiende a consolidar y amalgamar
todas las sectas y supersticiones en contra de la Iglesia Católica.
Nabot defendió sus vides aun con su propia sangre.4 ¿Acaso podríamos
Nosotros, aun exponiéndonos a cualquier eventualidad, no defender los
derechos y posesiones de la santa Iglesia Romana, habiéndonos comprometi-
do a hacerlo en la medida de Nuestras fuerzas con solemne juramento? ¿O
podríamos no reivindicar la libertad y utilidad de la Sede Apostólica, tan
unida con la libertad y utilidad de la Iglesia universal?
Y cuan grande sea la conveniencia y necesidad de este Principado tem-
poral para asegurar a la Suprema Cabeza de la Iglesia un tranquilo y libre
ejercicio de aquella potestad espiritual que le fue confiada por Dios en todo
el orbe, lo demuestran abundantemente (aunque faltasen otros argumen-
tos) los mismos acontecimientos actuales (5).

8. Reprobamos las injustas postulaciones


del rey del Piamonte

Reafirmándonos pues, en este sentir que constantemente hemos pro-


fesado en muchas alocuciones Nuestras y respondiendo al rey, repro-
bamos sus injustas postulaciones pero de tal manera que le mostramos
Nuestro acerbo dolor unido a la paterna caridad que no sabe desam-
parar ni a los hijos rebeldes, imitadores del rebelde Absalón. Todavía
no habíamos enviado esa carta al rey cuando fueron ocupadas por sus
ejércitos las ciudades de Nuestro dominio Pontificio, hasta entonces

4 S. Ambrosio, De Basil. trad. n. 175, Pío VII, Carta apost. 10-vi-1809.

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Anexos

intactas y pacíficas, dispersando fácilmente a las guarniciones militares


que intentaron resistir; y no mucho después amaneció aquel infausto
día del pasado septiembre en que vimos cercada a esta Urbe, sede del
Príncipe de los Apóstoles, centro de la Religión Católica y refugio de
todas las gentes, y habiendo sido abiertas brechas en los muros y cundi-
do dentro de ella el terror de los proyectiles, debimos deplorar el verla
abatida por la fuerza y por las armas, ordenándolo así quien poco antes
había hecho tan insignes protestas de filial afecto.

9. Dolor que nos causó la ocupación de Nuestra Urbe

¿Qué cosa más luctuosa pudo acaecernos a Nosotros y a todos los bue-
nos que el infortunio de aquel día? En él vimos ocupada la Urbe por
las tropas, vimos en seguida perturbado y destruido el orden públi-
co, vimos injuriada en la humildad de Nuestra persona con impías
expresiones la dignidad y santidad del mismo Supremo Pontificado,
vimos soldados ser objeto de todo género de contumelias, y dominar
por todas partes la más desenfrenada licencia y descaro, donde poco
antes se traslucía el afecto de los hijos deseosos de aliviar la tristeza del
Padre común. Desde ese día sucedieron ante Nuestros ojos tales cosas
que no pueden recordarse sin justa indignación de todos los buenos:
libros nefastos, henchidos de mentiras, torpeza e impiedad comenza-
ron a ofrecerse a bajo precio y a diseminarse por todas partes, y se
divulgaron muchas revistas tendientes a la corrupción de las mentes y
buenas costumbres, al desprecio y calumnia de la Religión y a inflamar
la opinión pública contra Nosotros y esta Sede Apostólica. Se publica-
ron también torpes e indignas imágenes y otras obras de ese género en
las que se hace burla de las cosas y personas sagradas, exponiéndolas
a la pública irrisión; se decretaron honores y monumentos a quienes
habían sido castigados por los tribunales y las leyes, muchos ministros
eclesiásticos contra los que se dirige toda la inquina, fueron ofendidos
con injurias y algunos también heridos con traicioneros golpes; algu-
nas casas religiosas fueron sometidas a injustos allanamientos, violado
Nuestro palacio del quirinal, y expulsado violentamente de él, donde
tenía su sede, uno de los cardenales de la S. R. I. y otros eclesiásticos de
entre Nuestros familiares impedidos de utilizarlo y molestados de varias
maneras, y se publicaron leyes y decretos que manifiestamente hieren
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y arruinan la libertad, inmunidad, propiedades y derechos de la Iglesia


de Dios. Y vemos con dolor que todos esos males gravísimos, si Dios
propicio no lo impide, irán en aumento, mientras Nosotros impedidos
de aplicar ningún remedio por razón de Nuestra actual situación, cada
día advertimos más claramente el cautiverio en que estamos y la falta
de aquella plena libertad que con falsas palabras se dice a todo el orbe
habérsenos dejado, en el ejercicio de Nuestro Apostólico ministerio, y
que el gobierno intruso se jacta de querer asegurar con las precauciones
que llama necesarias.

10. No podemos ocultar el enorme y sacrílego crimen


del gobierno piamontés

No podemos pasar por alto el enorme crimen que Vos bien conocéis,
Venerables Hermanos. Puesto que como si las posesiones y derechos de
la Sede Apostólica por tantos títulos sagrados e inviolables, y tenidos
durante tantos siglos por conocidos e intocables, pudiesen ser puestos
en controversia y deliberación, y, como si por la rebelión y audacia
popular pudiesen perder su fuerza las gravísimas censuras en que caen,
ipso facto y sin ninguna nueva declaración, los violadores de los pre-
dichos derechos y posesiones, para cohonestar la sacrílega expoliación
que padecimos, despreciando el derecho natural y de gentes se buscó
aquel aparato y ridícula apariencia de plebiscito ya empleada otras veces
en Nuestras provincias; y con esta ocasión, los que suelen regocijarse
con las cosas pésimas no se avergonzaron en pasear con triunfal pompa
por las ciudades de Italia, la rebelión y el desprecio de las censuras ecle-
siásticas, contra los verdaderos sentimientos de la gran mayoría de los
italianos cuya religión, devoción y fidelidad hacia Nosotros y la Santa
Iglesia, oprimida de muchas maneras, se ve impedida de manifestarse
libremente. Mientras tanto Nosotros que hemos sido constituidos por
Dios para regir y gobernar la casa de Israel y como supremos defensores
de la Religión y de la Religión y de justicia y vindicadores de los de-
rechos de la Iglesia, para no ser inculpados ante Dios, y la Iglesia por
haber callado y haber con Nuestro silencio prestado asentimiento a tan
inicua perturbación de las cosas, renovando y confirmando lo que so-
lemnemente declaramos en las Alocuciones, Encíclicas y Breves arriba
citados, y recientemente en la protesta que por Nuestro mandato y en
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Anexos

Nuestro nombre el Cardenal Secretario de Estado, el mismo día 20 de


septiembre, entregó a todos los Embajadores, Ministros Encargados de
Negocios de las naciones extranjeras ante Nosotros y esta Santa Sede,
de la manera más solemne que Nos es posible, de nuevo ante vosotros,
Venerables Hermanos, declaramos, que Nuestra mente, propósito y vo-
luntad es retener íntegros, intactos e inviolables todos los dominios y
derechos de esta Santa Sede y transmitirlos a Nuestros sucesores; y que
es injusta, violenta, nula e irrita cualquier usurpación de ellos hecha
tanto ahora como antes y que todos los actos de los enemigos e invaso-
res, tanto los que se han llevado a cabo como los que quizás en el futuro
se realicen para confirmar de cualquier modo la predicha usurpación
son por Nosotros ahora y en cualquier tiempo condenados, rescindi-
dos, anulados y abrogados.

11. Nos encontramos cautivos, pues se Nos imposibilita


el ejercicio seguro de Nuestra suprema autoridad
pastoral

Declaramos, además, y protestamos delante de Dios y de todo el orbe


católico, que nos encontramos en una cautividad tal que se Nos impo-
sibilita absolutamente el ejercicio seguro, expedito y libre de Nuestra
suprema autoridad pastoral. En fin, obedeciendo aquel consejo de San
Pablo: ¿Qué participación habrá de la justicia con la iniquidad? o ¿Qué
sociedad de la luz con las tinieblas? ¿Qué convenio posible entre Cristo y
Belial?5 pública y abiertamente decimos y declaramos que Nosotros,
acordándonos de Nuestro oficio y del solemne juramento que Nos
obliga, jamás asentiremos ni prestaremos aprobación a ninguna conci-
liación que de alguna manera destruya o disminuya Nuestros derechos
y los de Dios y esta Santa Sede. Asimismo afirmamos que Nosotros,
preparados con el auxilio de la gracia divina a beber en Nuestra edad ya
avanzada por la Iglesia de Cristo, hasta las heces, el cáliz que él mismo
primero se dignó beber por ella, nunca nos adheriremos ni accedere-
mos a los mismos pedidos que se nos hacen. Pues como decía Nuestro
predecesor Pío VII: atacar por la fuerza el soberano imperio de esta Sede

5 ii Corint. 6, pp. 14-15.

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Apostólica, separar su potestad temporal de la espiritual, disociar los cargos


de pastor y de príncipe, separarlos y amputarlos no es otra cosa que des-
truir y querer perder la obra de Dios, procurar que la Religión padezca el
mayor detrimento, despojada de un eficacísimo auxilio, de manera que el
Supremo Rector, Pastor y Vicario de Dios, no pueda proporcionar la ayuda
que se pide a su potestad espiritual, que por nadie debe ser impedida, a los
católicos esparcidos por todas partes del mundo y que desde allí solicitan
su auxilio y apoyo.6 Como quiera pues, que Nuestros avisos, postula-
ciones y protestas fueron enteramente inútiles, por lo mismo con la
autoridad de Dios omnipotente, de los santos Apóstoles Pedro y Pablo
y con la Nuestra, os declaramos, Venerables Hermanos, y por medio
de vosotros a toda la Iglesia, que todos aquellos, aun los honrados con
dignidad especialísima digna de mención, que perpetraron la invasión,
usurpación y ocupación de las provincias de Nuestro mandato o de al-
gunas de ellas y de esta alma Urbe y a sus jefes, autores, colaboradores,
consejeros, adherentes y a todos los demás que procuraron o llevaron
a cabo bajo cualquier pretexto y de cualquier manera la ejecución de
las cosas predichas, han incurrido en excomunión mayor y en las de-
más censuras y penas eclesiásticas, infligidas por los sagrados cánones,
constituciones apostólicas y decretos de los concilios generales, sobre
todo del Tridentino7 según la forma y tenor expresado en Nuestra Carta
Apostólica dada el día 26 de marzo de 1860.

12. Nuestra última palabra sea encomendar Nuestros


enemigos al Señor para que El los ilumine

Acordándonos que tenemos en la tierra el lugar de Aquel que vino a


buscar y salvar lo que había perecido, nada deseamos más que abrazar
con paternal caridad a los hijos descarriados vueltos en sí, por lo que
levantamos de Nuestro corazón, mientras remitimos y encomendamos
a Dios, cuya bondad es mayor que la Nuestra, esta justísima causa, le
obsecramos y rogamos por las entrañas de su misericordia, que esté jun-
to a Nosotros y su Iglesia Santa haga misericordioso y propicio que los

6 Pío VII, Alocución 6-iii-1808.


7 Conc. de Trento, sesión 22, cap. 11, de reíomi (Mansi Coll. Conc. 33, col. 137).

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Anexos

enemigos de la Iglesia, considerando la eterna ruina que se están prepa-


rando, se esfuercen en aplacar, antes del día la venganza, su formidable
justicia y cambiando de determinación consuelen el llanto de la Santa
Madre Iglesia y Nuestro dolor.
Y para que consigamos tan insignes beneficios de la divina cle-
mencia, os rogamos intensamente, Venerables Hermanos, que unáis
a Nuestros votos Vuestras fervorosas plegarias, a una con los fieles en-
comendados al cuidado de cada uno de vosotros y que todos juntos
acercándonos al trono de la gracia y misericordia, presentemos como
intercesores a la Inmaculada Virgen María Madre de Dios, a los bien-
aventurados apóstoles Pedro y Pablo. La Iglesia de Dios desde su naci-
miento hasta estos tiempos muchas veces fue atribulada y otras tantas fue
libertada. Sus palabras son: Muchas veces combatieron desde mi juventud
pero no prevalecieron contra mí. Sobre mis espaldas maquinaron los pe-
cadores y prolongaron su iniquidad.8 Ni tampoco ahora dejará el Señor
prevalecer la vara de los pecadores sobre la suerte de los justos. No se ha
acortado la mano del Señor, ni se ha hecho impotente para salvar. Libertará
sin duda a su esposa de estas circunstancias El que con su sangre la redimió,
la adoptó por su Espíritu, la adornó con dones celestiales y la enriqueció
asimismo con los terrenos.9

13. La Bendición Apostólica

Mientras tanto, pidiendo a Dios la abundancia de las gracias celestiales,


para vosotros, Venerables Hermanos y para todos los clérigos y fieles
laicos encomendados a vuestra vigilancia amorosamente os impartimos
a vosotros y a esos mismos amados hijos, la Bendición Apostólica salida
de lo íntimo de Nuestro corazón y prenda de Nuestro particular afecto
hacia vosotros.
Dado en Roma junto a San Pedro, el día 1º de noviembre del año
1870, de Nuestro Pontificado el año vigésimo quinto. Pío IX.

8 Salmo 128, pp. 2-3.


9 S. Bernardo, Epist. 244 n. 2 al Rey Conrado (Migne pl. 182, col. 441-c).

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http://www.totustuus.biz/users/magistero/ (en italiano)
http://www.papalencyclicals.net/ (en inglés)
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Periódicos

L’Avvenire d’Italia (Bolonia)


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El fin del Estado Papal. La pérdida del poder temporal
de la Iglesia Católica en el siglo XIX
se terminó de imprimir en los talleres de Ediciones Navarra, Van Ostade No. 7,
Col. Alfonso XIII, Deleg. Álvaro Obregón, México, D. F.,
en el mes de octubre de 2015,
en tiro de 500 ejemplares.

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