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LOS MANIFIESTOS DEL ARTE POSMODERNO

Textos de exposiciones, 1980-1995


Anna María Guasch (ed.) Akal / Arte Contemporáneo
(pags. 34 a 43)

4. Transvanguardia: Italia/América
Achule Bonito Oliva
Edición original: Achile Bonito Oliva, ed., Transavanguardia: Italia/America (Gallería Ci-vica del Comune
di Modena, Módena, 21 marzo-2 mayo 1982, pp. 2-12).
Artistas: Sandro Chía, Francesco Clemente, Enzo Cucchi, Nicola De María, Mimmo Paladino, Jean Michel
Basquiat, David Deutsch, David Salle, Julián Schnabel, Robert S. Zakanitch.

Si durante algunas décadas el arte circuló por el largo pasadizo de la utopía, por los luminosos
caminos de la ideología y la poesía y, por consiguiente, por la feliz conciencia de su marginalidad, hoy
finalmente ha desembocado en un callejón sin salida, aunque infinitamente ampliable, continuamente
proyectado sobre su propio recorrido circular. El artista de la transvanguardia ha hecho añicos las lentes
que le tapaban la vista, que se la unificaban, para acceder a una visión fragmentaria y delirante, relativa e
indiferente, a través de la cual puede despejar su propia mirada.
El artista desciende por fin de su propia torre de control para acceder a un punto de vista móvil. Desde
aquí no caben proyectos sobre el mundo ni tampoco el recurso a modelos que se sitúen como centro de
medida de la propia labor. En los sesenta predominó un arte de la pura presentación, en la medida en que
el artista exhibía materiales y técnicas de composición que contenían una especie de regla interna o
coherencia operativa que se convertía en la razón de la obra. En los años setenta y ochenta el arte de la
transvanguardia se convirtió en arte de la representación, en la medida en que denunciaba
voluntariamente y con gran naturalidad la posibilidad de darse como medida de sí y del mundo.
La representación se convierte en instrumento a través del cual el arte actual, con feliz humildad,
cobra conciencia del agotamiento histórico de toda pretensión de ofrecerse como proyecto y unidad de
medida, deliberadamente abstracta, de todo posible obrar. La tradición pura y simple de las vanguardias
albergaba todavía una esperanza.
El artista de la transvanguardia obra en el redescubrimiento de una saludable incertidumbre, fuera de
la superstición cíe referencias ancladas en una segura tradición. Es, pues, un nihilista, en el sentido
nietzschiano del término, desvinculado de toda centralidad en lo relativo a referencias, por cuanto todas
las referencias son posibles, liberado como está del tradicional bagaje de desesperación que agobia al
hombre cuando pierde la certeza de la razón, válida para explicar toda contradicción y para devolverlo a
la matriz segura de la motivación.
Si el nihilismo de Nietzsche es la situación en la que el hombre se desplaza del centro hacia la x, el
artista de la transvanguardia es el "nihilista consumado", aquel que se vuelca en la condición suficiente y
firme de quien no se siente en punto muerto sino en movimiento. El movimiento es siempre síntoma de
dinamismo, de un saludable desplazamiento hacia la incógnita. Antes la incógnita era siempre lo
desconocido, el lado oscuro que había que despejar, la dimensión de una perenne inseguridad. El nihilista
consumado utiliza aquí la energía del arte para desplazarse mejor.
Para que ello ocurra es preciso desprenderse de todo anclaje y de toda dirección, moverse fuera del
privilegio de cualquier centralidad, y acaso por recorridos laterales y menores. Un movimiento activo
sostiene la labor del artista actual que se desplaza felizmente bajo el peso de su propia obra, cargado por
la materia de la pintura y al mismo tiempo aligerado del peso de creencias lineales y paralizantes. La
incógnita de la x es el campo indefinido de muchas exploraciones.
Como nihilista consumado, el artista de la transvanguardia procede con una atención hacia lo
particular, con el placer de una pérdida, la de una visión de conjunto de las cosas. La representación de
esta condición se produce precisamente a través de la reimplantación de una fórmula narrativa que
procede por fragmentos y la fijación de detalles mínimos. La imagen es el fruto de una trama sentimental
ligada a condiciones emotivas sumamente precarias: un sujeto dulce habita la imagen pictórica de la
transvanguardia.
La dulzura señala, en este caso, una identidad que no tiene motivos de fuerte "afirmación" en el
marco social que recobra en el arte la posibilidad de un tono sin declamaciones. La inexistencia de un
punto de vista unitario determina la ulterior conquista de este estado que, consiguientemente, tiende a
manifestarse de manera ecléctica. El eclecticismo es un rasgo ulterior de dicha "identidad dulce", de la
condición del artista actual que, con su propia obra, tiende a "neutralizar las diferencias", a eliminar el
puerto entre los distintos estilos y la distancia entre pasado y presente.
Temperaturas culturales dispares se entrecruzan e instauran una imagen compuesta que empuja en
muchas direcciones, según un sistema móvil de relaciones espaciales. Una "constelación de signos",
abierta hacia puntos de fuerza diferenciados, habita el espacio de la obra, construida fuera de la idea de
proyecto pero dentro de un equilibrado conjunto de elementos que llevan continuamente la imagen hacia
deslizamientos y pérdidas de sentido. Porque si el artista es el nihilista consumado, también la obra
cumple su trayecto hacia la incógnita.
En una situación de catástrofe generalizada, no parece factible la recuperación de antiguas
identificaciones (experimentación = progreso; figuración-represión y regreso), en la medida en que está
en crisis precisamente la idea de progreso, ligada a una cultura historicista que ha superado con creces
también las posturas de la izquierda, en especial la comunista-amendoliana. ¿Qué confianza se puede
tener en el futuro si ya no existe un proyecto o un modelo de transformación social y el curso de la
historia ya no es cumplidamente lineal?
La ruptura de los equilibrios tectónicos de la historia se ha producido sin aviso previo y nos ha
encontrado sin medios de auxilio adecuados y sin personal especializado, en tanto y en cuanto también se
ha hecho añicos el sistema de previsiones. Y, si no hay previsiones y avisos previos, ¿cómo vamos a
refugiarnos en el seno materno del experimenta-lismo? El problema no reside en combatir la historia con
armas blancas, con instrumentos inadecuados o con armas impropias, sino en ampliar los espacios de la
creación, dilatando la óptica de la revisión de la cultura y afirmando la especificidad operativa del arte.
La transvanguardia es ahora mismo la única vanguardia posible, en la medida en que permite
mantener el patrimonio histórico dentro del abanico de opciones preventivas del artista, junto con otras
tradiciones culturales que puedan dar vida nueva al tejido. El discurso crítico sobre el darwinismo
lingüístico de las vanguardias sirve no para destruir su glorioso pasado, sino más bien para demostrar su
improcedencia en la presente condición histórica como metáfora de resistencia y compromiso político.
En el siglo xvi, el manierismo demostró de modo ejemplar que podía aprovecharse eclécticamente la
gran tradición del Renacimiento con aplicaciones laterales: la cita de la perspectiva renacentista. Un uso
frontal habría conllevado la nostalgia y el deseo de restauración antropocéntrica en un momento histórico
que, por el contrario, había puesto en entredicho la centralidacl de la razón, exaltada precisamente por la
precisión geométrica de la perspectiva. El artista manierista, en cambio, hace un uso oblicuo e irritado,
mediante citas que descentran el punto de vista privilegiado.
La "ideología del traidor" alienta la obra manierista, en el arte o en los otros campos de la creación
cultural y científica, una ideología que privilegia la lateralidad y la ambigüedad. La transvanguardia
recobra este tipo de sensibilidad, a través de la recuperación de modelos lingüísticos que se citan en su
pureza inicial, pero por medio cíe una contaminación que elude cualquier tono conmemorativo y
apologético, que significaría siempre identificación e imposible regresión.
Esta ambigüedad es la sustancia que avala también la obra de la transvanguardia, oscilando entre lo
cómico y lo trágico, entre "placer y dolor", entre el erotismo de la creación y la horizontalidad
acumulativa de la realidad. El nihilismo es, pues, el adecuado punto de partida del artista, pero un
"nihilismo activo" que recupera a Nietzsche sin desesperación. Por tanto, el placer de rodar desde el
centro hacia la x, sin aferrarse a imposibles anclajes, sino más bien resbalando por todas las pendientes
de la cultura mediante escurrimientos capaces de aumentar el poder de contaminación de la obra.
Las transvanguardias italiana y americana han aplicado, dentro de sus diferencias, una estrategia que
pasa a través del internacionalismo cíe las vanguardias históricas y de las neo-vanguardias, así como a
través de los territorios de culturas nacionales y regio-
8. Francesco Clemente, Rudo, 1981.

nales. Lo cual implica que el artista actual no pretende perderse tras la homologación de un lenguaje
uniforme, sino recuperar una identidad correspondiente al genuis loci que habita su propia cultura.
Ahora bien, la identidad no se mide con parámetros externos, sino con instrumentos inherentes a la labor
artística. Y si para los artistas europeos e italianos dicha identidad radica en un tejido cultural que viene
de muy lejos, con un pasado familiar, para los artistas americanos la recuperación se hace a través de un
pasado siempre familiar (la tradición de las neo-vanguardias) y otro más mítico y lejano que hunde sus
raíces en la historia del arte europeo. Pero todo ello no es alienante, en la medida en que la especificidad
de la cita es justo lo que permite la recuperación cíe los modelos lejanos sin ninguna identificación.
Seguramente, lo que auna a las distintas experiencias creativas es la superación, por medio de un uso
ecléctico, de las maniqueas divisiones entre abstracción y figuración. Lo figurativo no es el síntoma de
una mirada altivamente frontal, que apunta de un modo optimista a la capacidad de descodificar el
mundo, sino más bien a la facultad de desviar la imagen hacia lo "figurable", hacia una potencialidad
expresiva capaz de quebrar la seguridad figurativa en fragmentos que remiten a la manierística actitud
de hacer tabla rasa del pasado.
Reevaluar el pasado pero sin jerarquías. En efecto, los artistas de la transvanguardia lo hacen desde la
óptica del presente, sin olvidar que viven en una sociedad de masas teñida por la producción de
imágenes de los mass media. Así, esos artistas contaminan frecuentemente distintos niveles de la cultura,
el alto de las vanguardias históricas y de toda la historia del arte, y el bajo resultante de la cultura
popular que proviene también de la industria cultural.
Este intento nace de la urgencia de conjugar los niveles que se desprenden cíe la cultura, de llevar a
ebullición completa las compartimentaciones sobre las que previamente han obrado los artistas de las
neo-vanguarclias que se creían capaces de continuar en la línea de experimentación pautada por las
vanguardias históricas, garantizadas por el progresismo político de éstas. Ahora que ya no hay garantías,
los artistas de la transvanguardia avanzan individualmente por todos los territorios cíe la cultura,
desafiando todo sentido de la medida y el estilo.
Por otra parte, la óptica fenomenológica había informado el trabajo creativo de las generaciones
anteriores, llevándolas a la recuperación de materiales cotidianos y triviales, depurados de su
funcionalidad y valor de uso. Esa óptica fenomenológica ha sido resaltada por la última generación cíe
artistas, quienes ya no la utilizan para con los materiales y las técnicas de composición, sino más bien
para con la inactualiclad de la pintura y de todos sus estilos, esos estilos que con anterioridad habían
constituido motivo de debate entre las vanguardias, en cuanto síntomas de posturas no sólo culturales,
sino también políticas.
El énfasis en la óptica fenomenológica es fruto de un proceso de des-ideologización, que se puede
reconocer fácilmente en todos los terrenos de la actividad cultural. En el arte, dicha óptica lleva a los
artistas a superar el terror de la inactualidad de los instrumentos expresivos, precisamente porque se ha
perdido la confianza en el valor de la experimentación. Ahora la pintura recobra el sentido de una
experimentación no abstracta e impersonal, sino concreta e individual, que puede medirse por la
intensidad del resultado.
Así, todos los estilos de la pintura quedan arrasados en la práctica creativa que actúa al margen de
cualquier identificación fácil entre el estilo de la obra y el estilo del artista. Así como el artista, en su
existencia cotidiana, vive una situación en la que se entrecruzan muchas posibilidades y potencialidades
existenciales, así la obra, fruto de su trabajo, se realiza mediante un entrelazamiento cíe recuperaciones y
remisiones que fragmentan la suprema y purista unidad de una visión de conjunto del arte y del mundo.
En última instancia, los artistas de la transvanguardia aplican una óptica fragmentaria y felizmente
precaria, vuelta indiferente por la superación de puntos de vista privilegiados, que permite a la obra
adoptar un abanico de posibilidades expresivas, una riqueza de motivos que la llevan hacia una
complejidad realmente experimental, en el sentido de que ensaya un entramado estilístico hecho de
elementos abstractos y figurativos, al margen de la división de estilos.
Cultura alta y cultura baja se fusionan mutuamente, promoviendo una relación de cordialidad entre
arte y público, remarcando el carácter de seducción de la obra y el reconocimiento de su línea interna y
de su intensa calidad.
Los estilos de la pintura se recuperan como una especie de objet trouvé, ajenos a sus referencias
semánticas, a toda remisión metafórica. Quedan desmoronados dentro de la elaboración de la obra que se
convierte en el crisol que depura su ejemplaridad. Por ello cabe la recuperación de referencias
irreconciliables entre sí y el entrelazamiento de distintas temperaturas culturales. Si no hay parámetros
para dar un juicio sobre el mundo, tampoco existen ópticas privilegiadas que permitan elegir entre
vanguardia y tradición.
En cambio, es dable obrar en el entrecruzamiento de esta antigua antinomia, mediante un cruce
ininterrumpido que logre captar las dos polaridades dentro de la prensa del hacer. Hacer significa
moverse fuera de la pregunta imperiosa de la actualidad, dentro de una efectiva equiparación dejas
posibilidades expresivas. El arte no reelabora su propia historia, no se convierte en una operación de
diseño nostálgico que proyecta hacia adelante líneas que ya han producido sus efectos formales, sino que
muele injertos inéditos y distintas dislocaciones de los lenguajes en su situación histórica.
Porque el diseño produce inevitablemente el styling, proceso de reificación de formas bellas que
sencillamente convierten el arte en algo más deseable. La transvanguardia actúa fuera de esta red de
protección y dentro de la matriz precaria del eclecticismo y de la contaminación que desafían
continuamente el sentido de la medida y la unívoca línea experimental de las vanguardias. La obra es un
"segmento orgánico" que funde a su alta temperatura todas las escorias del arte, llevándolas a la
constelación de una forma dulce y templada a la intemperie de la historia.
«Así, esta creación artística, como el arte en general, abarca la inmediatez y naturalidad, siendo
aquélla lo que el sujeto no puede por sí mismo producir, sino que debe hallar en sí como inmediatamente
dado. Sólo en este sentido se puede decir que el genio y el talento han de ser innatos.
«De modo análogo, también las distintas artes son más o menos nacionales e inherentes a lo natural
de un pueblo. Los italianos, por ejemplo, son dados casi por naturaleza al canto y a la melodía, mientras
que entre los pueblos nórdicos la música y la ópera, aunque las hayan cultivado con premura y gran
suceso, nunca se han hecho autóctonas, como en aquellas tierras son los naranjos... De lo que se
desprende que el arte y su producción están ligados a la nacionalidad de cada pueblo. Así, en Italia es
donde más improvisadores hay, los cuales están dotados de un talento admirable. Un italiano, todavía
hoy, improvisa un drama en cinco actos sin nada de mnemónico, sino que todo surge de su conocimiento
de las pasiones y las situaciones humanas, de su profunda y momentánea inspiración. Un improvisador
pobre estuvo declamando largo rato, y cuando terminó dio entre los presentes una vuelta para que le
echaran monedas en un viejo sombrero, lo que hizo poseído aún de tanto ardor e ímpetu que no pudo
contenerse de declamar, y con brazos y manos estuvo gesticulando y saltando tan largo rato que al cabo
tiró al suelo todo el dinero que había recogido» (G. W. Hegel, Estética).
Sandro Chia obra en un abanico de estilos, siempre avalado por una pericia técnica y una idea del arte
que busca dentro cíe sí los motivos de la propia existencia. Dichos motivos consisten en el placer de una
pintura que por fin se ha sustraído a la tiranía de la novedad y que se sustenta más bien en la capacidad de
utilizar distintas vías para llegar a la imagen. Los puntos de referencia son innumerables, sin exclusiones:
Chagall, Picasso, Cézanne, De Chirico, Carra, Rosai, Picabia.
Pero la referencia estilística la absorbe enseguida la calidad del resultado, el entre-cruzamiento de
pericia técnica y estado de gracia. La pintura pasa a ser el campo dentro del cual la manualidad y el
concepto encuentran por fin un equilibrio.
En Chia la imagen se sustenta siempre en la necesidad de un título, de una explicación o de un breve
poema escrito en el mismo cuadro, que sirve para desvelar el mecanismo interno. Al placer de la pintura
se suma el placer del movimiento espiritual, la capacidad de integrar el furor de la factura del cuadro con
la preventiva distancia de la ironía.
La obra se convierte en un circuito móvil de referencias internas y externas, todas al servicio de una
imagen que se ofrece a la mirada con una valencia doble: como sustancia pictórica y como forma mental.
En el primer caso, la imagen queda conformada por la materia que la suple, en el segundo la misma actúa
como demostración espeluznante de una idea: el arte existe solamente si se encarna en el tejido del arte,
que luego implica su historia. En Chia la imagen siempre es clara, lograda en el cruce de muchas
alusiones que constituyen una especie de máquina de la pintura, construida con muchos añadidos.
Para Clemente el arte es siempre producción de opulencia, incluso cuando parece moverse por los
lugares severos y menores del dibujo, del fresco, del mural, como en las Püture barbare de 1976, en los
Autorretratos de 1978 y en los Retratos de 1980. Habla en un lenguaje siempre brillante, desgarrado e
iluminante. Un lenguaje portador de luz que apunta su resplandor sobre ese exceso que es la imagen. La
opulencia desgarrada nace del deslizamiento de un lenguaje que rompe la empobrecida verosimilitud de
figuras sencillamente especulares, como en la obra de Schiele. Aquí el arte no busca rivalizar con la
realidad. Es más, se sustrae siempre a cualquier comparación, se retira al lugar cómodo de la propia
producción, a los recintos inalcanzables de un imaginario que ya no se presta a los conflictos con el
mundo, sino que permanece anclado dentro de su propia materia, dentro de los filamentos de un lenguaje
interior, alrededor del propio arte.
Para Clemente el arte es una producción de catástrofes: en 1976 realizó ejemplos de catástrofes que
comportan un corto circuito de la normalidad. El arte es una ruptura de movimiento dentro del silencio
imparcial del lenguaje. No hay fragor que sirva de fondo sonoro de la deflagración de la imagen. Es un
resplandor ciego que permite una distancia sin tiempo, un tiempo que se contrae en el mismo instante en
que aparece, en el retorcimiento de una materia además pictórica, estratificada y llena de superficie.
El arte no es nunca-reproducción, porque eso presupondría la realidad como prehistoria, como espejo
en el que se refleja el mono artístico con sus posturas esculpidas en el tejido del lenguaje.
Enzo Cucchi acepta el movimiento excelente del arte inscribiendo las claves del suyo bajo el signo
de la inclinación, donde no existe inmovilidad sino una dinámica que rapta figuras, signos y color, que
se atraviesan y filtran recíprocamente el sentido de una visión cósmica.
La pintura mastica dentro de sí y absorbe en el microcosmos del cuadro la colisión entre los distintos
elementos, que como en Malevich cumplen a la vez una travesía, en la que el caos y el cosmos hallan el
depósito y la energía de su propia combustión.
Enzo Cucchi radicaliza la práctica pictórica, haciendo del cuadro un instrumento y no un fin. La
pintura se ha convertido en un proceso de suma de varios elementos, figurativos y abstractos, mentales y
orgánicos, explícitos y alusivos, combinados sin solución de continuidad. Materia pictórica y materia
extra pictórica se entrecruzan sobre la superficie del cuadro. Todo responde a una dinámica, a un
movimiento imparable que arrastra a figuras pintadas y líneas de colores fuera de toda ley de gravitación.

El cuadro es un depósito provisional de energías que suscitan imágenes, espesores de materia pictórica y
extensiones de cerámica y de metal, fuera del tradicional soporte de lienzo. La raíz de ese trabajo
encuentra sus antecedentes en el tejido de una pintura intencionalmente menor, ligada a un territorio
cultural y antropológico estrictamente italiano. En el plano del lenguaje visual, Scipione y Licini parecen
los puntos de referencia de la pintura de Cucchi. De Scipione retoma el uso del color como aureola; de
Licini, el sentido dinámico del espacio, la libertad de colocar los elementos figurativos al margen de
cualquier referencia naturalista.
Nicola De Maria obra sobre el desplazamiento progresivo de la sensibilidad con las herramientas de
una pintura que tiende a manifestarse como exteriorización de un estado mental y como interiorización
cíe posibles variaciones que nacen durante la ejecución de la obra. El resultado es la instauración de un
campo visual, de una visión en el entrecru-zamiento de muchas referencias, donde las sensaciones
encuentran una extroversión espacial hasta resolverse en una especie de arquitectura de la sensibilidad,
según la idea cíe arte total de Kandinsky, capaz cíe diluir la energía de la pintura ambiental cíe Vedova.
En efecto, la pintura tiende a traspasar el marco del cuadro y a salir al espacio ambiental por medio de
una imagen que actúa sobre la fragmentación de los datos visuales. Cada fragmento vive un sistema de
relaciones móviles, de suerte que no existen puntos privilegiados y centrales. De Maria sustituye la
noción de espacio por la de campo, una red dinámica y potencial de relaciones que encuentran su
constante visual en la abstracción. El movimiento es el de la música, en la que no existen paradas sino un
continuo envolvente de signos, una pintura ambiental que apela ininterrumpidamente a un ritmo, a una
pulsación, a la de la pura subjetividad.
La arquitectura de la obra es flexible, está siempre en el espacio dentro del que se sitúa. Concreción y
rarefacción se alternan mediante la colocación de elementos de madera pintada que equilibran el
ambiente, con la presencia de zonas compactas de color, que remiten silenciosamente a estados no
descriptivos y a condiciones mentales, atrapadas en su absolutividad.
El lenguaje empleado, mediante el uso alternado de signos geométricos y orgánicos, tiende a
ofrecerse con el mismo sentimiento cósmico cíe la imagen de Klee.
Mimmo Paladino realiza una pintura de superficie, en el sentido de que tiende a hacer que emerjan
visualmente todos los datos sensibles, incluso los más internos. El cuadro pasa a ser el punto de
encuentro y de expansión a primera vista de motivos culturales y de elementos sensibles. Todo se traduce
en términos cíe pintura, signo y materia. Al cuadro lo recorren temperaturas diferentes, caliente y frío,
lírico y mental, denso y rarificado, que afloran al final en el calibraje del color.
Hacer arte significa para el artista tener todo sobre la mesa en una simultaneidad girable y sincrónica
que consigue filtrar en el crisol de la obra imágenes refrendadas e imágenes míticas, signos personales,
relacionados con la historia individual, y signos públicos relativos a la historia del arte y de la cultura.
Dicho entrecruzamiento implica además no mitificar al propio "yo", sino insertarlo en una "rueda cíe
colisión" con otras posibilidades expresivas, aceptando así la posibilidad cíe situar la subjetividad en el
entrecruzamiento de un montón de ensamblajes, conforme a aquella definición de Musil: «el ser es el
delirio de muchos».
Así pues, el soporte es una pintura de superficie, realizada como una profundidad posible. Todos los
datos de la sensibilidad poseen así emergencia visual y la pintura se convierte en lugar para la traducción
en imágenes de motivos sutiles e impalpables. Signos de la tradición abstracta, cuya matriz está en la
obra de Kandinsky, Miró y Klee, y en los más reelaborados de la figuración, entrelazados en un motivo
único y orgánico.
Las distintas temperaturas de la sensibilidad se condensan entre sí conforme a una ligazón abierta a la
libre asociación. La rarefacción de toda temperatura distinta, mental y ma-térica, halla en la superficie el
lugar propicio, siguiendo una memoria cultural que desde Matisse llega hasta Turcato y Schifano por lo
que respecta a la superficie, y hasta referencias expresionistas estilo Kirchner, cuando el ímpetu pictórico
desborda los límites del marco.
El arte americano tiene dos epicentros culturales, Nueva York y California, con distintas
connotaciones en cada uno de los dos contextos. Nueva York está ligada a un te-

9. Sandro Chia, II sbiavo, 1980.


jido antropológico en el cruce de muchas culturas, casi todas de origen europeo, fruto de la emigración,
mezcladas entre sí de una manera abierta, con predominio de la anglosajona, con su moralismo puritano
centrado en un activismo productivo muy marcado. De allí proviene la exasperada especialización y la
indiferencia del artista frente a las condiciones políticas dentro cíe las cuales actúa el arte.
En cualquier caso, en las pasadas décadas el arte neoyorquino se ha movido en la línea de la
impersonalidad y la reflexión conceptual sobre los instrumentos de la producción artística. Ahora que las
condiciones se han modificado, cultural, política y económicamente, también el arte ha modificado su
ruta y ha invertido su línea, abriéndose a la recuperación de supuestos más libres y fantásticos, fuera de
una óptica de reconocimiento fenomenológico de las imágenes urbanas (el pop-art), de las intervenciones
sobre el territorio (el land-art), sobre la calidad mental de los materiales y de la medida interna del arte
(arte minimalista y arte conceptual).

Los artistas de la transvanguardia americana de la costa este han recuperado la inac-tualidad de la


pintura, devolviéndola a la opulencia de la expresión figurativa y a una febril manualidad, capaz de
atravesar en su recapitulación los estilos de la historia del arte americano, siguiendo el hilo de un tono
narrativo y fabulador, fuera de la simple recuperación de la imagen estandarizada y serial, típica de la
tradición de la american scene y dentro, en cambio, de la línea gestual de los años cincuenta.
Al margen de dicha evolución está la obra de artistas como Frank Stella y Cy Twombly, que, cada
uno a su manera, han seguido una línea inclinada siempre hacia el lado de la pintura. Stella, tras un viaje
a la India, ha desplazado la geometría a la decoración: la pintura se ofrece con el sentido de una
casualidad manual, avalada además por una idea constructiva de la instalación del cuadro que presenta
rebordes y volutas ornamentales. Twombly ha continuado con su expresión pictórica libremente sígnica,
basada en una ma-nualidad vibrátil y abierta a las influencias de una escritura elemental.
Naturalmente, los jóvenes artistas americanos han recibido influencias también de otros estilos
expresivos anteriores y de las transformaciones de su contexto económico y social, reduciendo la
presencia en su obra del fetiche tecnológico. La crisis de identidad política, con la crisis de Vietnam y la
energética consiguiente a la guerra del Kipur, ha marcado las nuevas experiencias, desplazándolas hacia
una mayor plasmación del elemento subjetivo y personal.
No es casual que la transvanguardia americana desarrolle una actitud que opera fundamentalmente
sobre la superficie, sobre los valores explícitos de las formas y de la estructura formal, que evidencia
precisamente la recuperación de la subjetividad por medio de la atención a lo particular frente al énfasis
cuantitativo y estandarizado de la producción industrial. Con una preferencia por los patterns visuales, la
repetición, la ornamentación, la abstracción o también la recuperación de la figura, con un toque irónico,
un sentido del juego y un placer cíe la composición desconocidos en el arte minimalista y en el
conceptual.
La "pattern painting" incluye a artistas que extraen sus motivos pictóricos de culturas locales,
recurriendo a la repetición manual de elementos visuales abstractos y a la manipulación de materiales que
remiten a las prácticas arlesanales. Zakanitch sigue esta línea con un sentido plástico relajado de la
decoración. La pintura es el instrumento válido para esa dimensión, pero sin la exasperación de la
individualidad que connotaba la abstracción clásica. Aquí eí recuercío de un Monet se dííuye y hay un
mayor aplanamiento bidimensional estilo Matisse, como si las Ninfeas sufriesen un proceso de reducción
luminoso en provecho de un motivo decorativo privado de cualquier referencia a la naturaleza.
También Salle anula el recuerdo de la materia, dejando que prevalezcan el signo y el dibujo de figuras
tomadas de tradiciones pictóricas provenientes de contextos lingüísticos más abiertos a \o onírico y a \o
ornamental, con\a iec\ipeiac\ón de xina especie de surrealismo de dibujos animados depurado por un
tratamiento de la superficie pictórica que recuerda a Warhol. Los elementos figurativos se distribuyen con
suma ligereza en una espacialidad abierta y apenas bosquejada. El dibujo parece predominar sobre la
pintura, el contorno sobre el espesor de la figura. Imágenes amontonadas y acumuladas por un ojo que
conserva el procedimiento o el reflejo condicionado de un procedimiento visual, que recuerda la
velocidad digital con la que cabe acumular distintas imágenes, cambiando de canal de televisión. Una
memoria electrónica sustituye a la fisiológica, aligerando la distancia semántica que separa normalmente
las imágenes entre sí y desplazándolas al plano de una entrelazada contigüidad.
Schnabel, por su parte, crea una urdimbre entre figuración y decoración, tendente a la integración
entre las partes, de conformidad con una memoria cultural que recupera la obra de Morley y
Rauschenberg. Un ímpetu totalizador que allana sus muchas referencias dentro del espacio de la obra,
doblando las citas (que en su recuperación llegan a veces hasta El Greco). En una idea amalgamante de
espacio que retoma la fórmula lingüística y vitalista cíe Rauschenberg.

El artista neoyorquino mira sobre todo al maestro del new-dadá, del que toma el sentido deslizante y
móvil de la superficie, la recuperación de objetos y desechos que pertenecen al mundo orgánico o al de
la producción. Todos los elementos sufren una especie de revitalización, una integración energética en
una nueva dimensión del espacio, hecha de relaciones móviles y repentinas, de contaminación de datos y
de estilos. Así, lo figurativo se auna a lo abstracto, y la superficie bidimensional, tratada a veces con
materiales blandos como el terciopelo, se sobrepone a resplandores tridimensionales de materiales
espurios. En Schnabel, la contaminación es el sentido de un renovado erotismo de la creación artística,
el deseo de tener la obra bajo el signo de un orden abierto, hecho de una calculada acumulación que no
desdeña la narración y la remisión, típicamente americana, a la vitalidad del modelo natural. Pero todo
sufre una adecuación que, sin embargo, conserva el sentido de una aproximación que no busca la
integración, sino la feliz precariedad de una asociación ligera y acusadamente ecléctica.
Basquiat proviene de experiencias alternativas vinculadas al graffiti metropolitano, trazo
explosivamente libres dejados anónimamente en los muros de Nueva York. Basquiat traslada al lienzo la
fuerza abstracto-figurativa de esta experiencia, su carácter declarativo y narrativo, su fuerza explícita y
explicativa, el estado de confusión y agregación espontánea de los elementos visuales. En el plano
estrictamente lingüístico, las referencias son múltiples, yendo en la dirección de De Kooning por el corte
figurativo de las imágenes, en la dirección de Cy Towmbly por lo que respecta a la grafía elemental, y en
la del expresionismo abstracto de Pollock, de quien el joven artista americano recupera el furor del signo
y su capacidad de establecer una envoltura de la imagen.

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