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El perro y su loco Elizabeth Salazar Ilustraciones de Carmen Garcia ] orma www. librerianorma.com Bogota, Buenos Aires, Caracas, Guatemala, Lima, México, Panama, Quito, San José, San Juan, Santiago de Chile. El perro y su loco © Elizabeth Salazar, 2011 © Grupo Editorial Norma S.A.C., 2013 Canaval y Moreyra 345, San Isidro Lima, Pert Teléfono: 7103000 Reservados todos los derechos. Prohibida la reproduccién total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la Editorial. Impreso por Metrocolor S.A. Av. Los Gorriones 350, Lima 09 Impreso en Pert - Printed in Peru Primera edicién, julio de 2011 Segunda reimpresién, enero de 2013 Tiraje: 1800 ejemplares Hustraciones: Carmen Garcfa Edicién de texto: Rubén Silva Cuidado de edicién: Fiorella Bravo Diagramacién y armada: Christian Ayuni C.C.: 28002929 ISBN: 978-9972-09-549-8 Hecho el depédsito legal en la Biblioteca Nacional del Pert: 2013-01163 Registro de Proyecto Editorial: 31501311300042 En algin lugar bajo la Iluvia, siempre habré un perro abandonado que me impedira ser feliz. Jean Anouilh (1910-1987) Contenido Una puerta abierta Chacho Tilfn Amigos Atrastrando los pies Sin duefio que le ladre Entre rejas Ya debe ser un hombre Epilogo 17 25 35 41 49 55 63 71 Una puerta abierta J veces sigiloso. Pasito a pasito. Cuidadoso en su andar, Silencioso. No que- ria despertarlo. Lo habfa estado buscando por toda la casa y, por fin, lo encontré. Popilio dormia placidamente, detrés de unos mue- bles. Aunque su alegria natural amenazaba con traicionarlo, siguié avanzando sin hacer rui- dos. Cuando estuvo cerca de Popilio, se detu- vo. Lo miré un momento y sin darle tiempo a teaccionar, sin darle tiempo para nada, le cay6 encima. Cuando lo tuvo aprisionado bajo sus patas delanteras, lo tomé del cuello y avanz6 unos pasos con Popilio colgando de su boca. Después, moviendo la cabeza a cada lado, lo sacudié hasta cansarse, como si el pobre gato fuera de trapo. El pequefio no sentfa mucho respeto por Popilio. No respetaba su comida, sus jugue- tes, ni sus momentos de descanso. Cuando lo veia dormido, le ladraba de stibito. Le ladraba tan fuerte que parecfa que nunca lo habia visto, como si el gato de la casa fuera un perfecto desconocido. Entonces Popilio ter- minaba dando tremendo brinco y despertaba todo chino, pero en pie, bien parado sobre el piso, a pesar de que cuando querfa dormir se guarecfa en zonas altas para evitar que el cachorrito lo alcance. Por eso el gato no le tenfa paciencia. Lo miraba con desprecio. Con sus ojos enigma- ticos, entrecerrados. Y, cuando el pequefiin se le acercaba demasiado, Popilio se ponia en arco con los pelos levantados, hacfa un soni- do feo con la garganta y en abierta amenaza le ensefiaba las ufias y los dientes. Pero no siempre era asf. Algunas veces Popilio estaba de mejor humor, entonces de buena gana se dejaba lamer por el cachorri- to, aunque después terminara todo babeado, con los pelos pegoteados; y solo protestaba cuando, en su afan de triturarle las pulgas, al pequefio se le pasaban los dientes y lo hacia gritar. En reciprocidad, el gato también aseaba al cachorrito, aunque con una técnica més sofisticada. No solo lo acicalaba con su len- gua rasposa, sino que ademas lo dejaba bien peinado, con una aplanada raya justo en el centro de la cabeza. Hasta ahi todo estaba bien, pero lo que no soportaba el pequefio era que Popilio, después del aseo minucioso, cuando lo veia telajado y a punto de dormir- se, sin piedad, terminaba afilandose las ufias en su espaldita. Pero en ese momento, cuando sintid su delicado cuello entre los afilados dienteci- Ilos del cachorro, se dio cuenta de que no le quedaba nada por hacer. Ya otras veces, el travieso lo habfa pillado dormido y no tuvo mas remedio que aflojar el cuerpo para suavi- zat la caida. Cuando el pequefiin se cansé de sacudirlo de un lado para el otro, lo solté con estilo y Popilio atravesé limpiamente, sobre el piso encerado, toda la habitacién hasta estrellarse en la pared de enfrente. Lleno de entusiasmo, el cachorrito ya se le iba encima de nuevo, pero esta vez encontrd a Popilio de pie y listo para defenderse. El pequefio juguetén comenzaba a dis- frutar del divertido juego de estrellar al gato contra la pared, pero tal parecfa que Popilio no estaba de acuerdo. Con el cuello babeado y todavia aturdido por la tremenda sacudida que le habfan propinado, lo esperaba de pie, mirandolo fijamente, con sus ojos amarillos helados. Ese gato cascarrabias no entendia para nada, la infancia impetuosa del cacho- tro. No era de ninguna manera el mejor com- pafiero de juegos que se pudiera tener, pero no habia otro. Las lfneas de sus pupilas que generalmente se recogfan y tomaban formas caprichosas se abrieron como dos agujeros oscuros. Enfurrufiado, alzado sobre sus patas y con el lomo en arco, en abierto desafio le ensefié los dientes afilados. El pequefio, pas6 por alto la advertencia y le cayé encima, pero Popilio, soltando un rugido de ledn, le metié tremen- do zarpazo en la nariz que, inmediatamente, hizo desistir al cachorrito de su ingenuo pro- pésito de seguir trapeando el piso con el gato y tuvo que huir aullando de dolor. Corria desesperado buscando quién lo con- suele de tremendo arafion, cuando de pronto vio algo que lo dejé tieso de la impresién: la puerta de la casa, esa que siempre estuvo cerrada para él, estaba jj; ABIERTAAAA!!! Entonces, olvid6 el dolor que latia en su naricita, olvidé que buscaba quién lo consue- le, lo olvidé todo. Sin dudarlo un segundo y més veloz que una flécha, cruzé esa rendija de luz que lo separaba de lo desconocido. Salid corriendo como un desesperado. Deslumbrado por el Sol. Aturdido por el tuido feroz de la calle, que por primera vez Ilegaba a sus ofdos. Iba a cien kilémetros por hora cuando dobl6 por la primera esquina que encontrd. Temerario, intrépido, torpe, cruzé la avenida en medio de la gente apurada y del caos del trénsito de la hora punta de la mafiana y —joh, suerte de principiantes!— llegé ileso a la otra vereda. Alli, recién sintié un ligero temblor en el cuerpo y se detuvo en seco. Entonces, de golpe, se acabéd el encanto y la fascinacién que esa puerta eternamente cerrada habia ejercido sobre él. Se quedé parado en medio de la calle, olfateando a la gente que pasaba sin mirarlo. Inquieto, nervioso, el pequefifn comenzé a buscar el olor, la voz, la cara de la nifia que lo amaba y que esa mafiana antes de salir para la escuela, lo llend de besos, le quité la tosca correa con su placa de identidad y le até al cuello la linda cinta celeste que habfa com- prado para él. Pasaban las horas y comenz6 a sentirse perdido. En su afén de buscar un rastro que lo lleve de regreso, sin darse cuenta, se habia ido alejando més y més de la casa de donde esa mafiana saliera corriendo como un des- esperado. Cuando oscurecié, temblaba tanto que las patas se le doblaban y casi no podia sostener- se en pie. Se qued6 paradito en una esquina. Tenfa la frente fruncida, las orejas dobladitas hacia adelante, la cola metida entre las piernas y gemia bajito, muy bajito para no asustarse con su propio llanto. Ya la noche se cerraba sobre él, cuando de pronto unas manos lo cogieron y suavemente lo levantaron del piso. Chacho sanoche, apretado entre brazos extra- fios, Ilegé a una casa desconocida. El pobre pequefio estaba asustado y tan confundido que lloraba, pero también movia la colita - como si estuviera contento. La nueva familia lo acepté de inmediato. Se veia tan gracioso con el lacito celeste que rodeaba su cuello. Ademas, todavia era pequefio, redondito, tierno y juguetén. Y, aunque tenfa las patas largas, conservaba en su boca y en su piel, el olor inconfundible de los cachorritos mamones. Se fue acostumbrando a su nuevo hogar. Recibfa todo el amor que le daban, movien- do la colita y suspirando. Dormia panza arri- ba, las patitas dobladas, la cabeza de costado y la lengua salida. Otras veces dormia de revés, aplanado totalmente contra el piso. Dormido, daba de saltitos, grufifa y ladraba. Parecfa que desde pequefio, ya habia empe- zado a sufrir de las terribles pesadillas que lo perseguirian a lo largo de su vida. Pero pronto comenz6 a quedarse solo y, cada dia, la soledad se le fue haciendo mas larga. La gente que vivia en esa casa entraba y salfa sin siquiera mirarlo. Le dieron como compafiero un osito de peluche que tenfa los brazos extendidos hacia él, pero que lo mira- ba con indiferencia. Con el tiempo, comenzé a sentirse inquie- to porque ya estaba més grande, andaba més despierto y tenia energias de sobra para jugar. : Cuando llegé por primera vez a esa casa desconocida, entre los brazos de un chico que nunca antes habia visto, lo llamaron “Muchachito”, por su vitalidad y su dispo- sicién para el juego. Pero conforme se le fueron alargando las patas, la cola y el hoci- co, el nombre se le fue achicando. Ya eta “Muchacho”, a secas. Después de un tiempo, solo lo llamaban “Chacho”, cuando se acor- daban de Ilamarlo. Chacho ctrecié, pero su espacio se habia reducido. Como ya nadie tenia tiempo para él, terminé confinado en un solitario patio de cemento, donde iban a parar todas las cosas que en esa casa habfan dejado de servir. En ese patio pasé Chacho interminables horas de inquietud, impaciencia y soledad. Solo a veces escuchaba a lo lejos el rugido inconfundible del motor del auto de su amo y el entrafiable tintineo de sus llaves. Entonces se alegraba tanto. Saltaba y movifa la colita, esperando que esa puerta se abriera. Pero el tiempo pasaba. Pasaban los dias y las noches iguales. Chacho segufa en el patio suspirando tras una puerta cerrada, esperan- do a que vinieran a hacerle una caricia y lo sacaran a pasear. Hubo un tiempo en el que ladraba como un loco y queria destrozar la puerta con las ufias para salir, pero ya no, ya le habfan ense- fiado. Y, en la pared del patio colgaba de un clavo, el grueso cinturén de cuero pata que no se le vaya a olvidar. Ahora solo temblaba y muy despacio lan- zaba esos gemiditos de perro apaleado, que tanto parecia molestar a la gente de la casa. Pero llegé el dia en que al fin la puerta se abrid. Chacho habia esperado tanto ese momento. Su amo, el jovencito que lo habia recogido de la calle en su hora de angustia, estaba alli. Hacfa mucho tiempo que no lo vefa. Estaba cambiado. Parecfa que también a él se le habifan alargado las piernas. En ese momento, Chacho no se le tité encima, como lo hacfa cuando era solo un cacho- i9 rrito. Mas bien parecfa intimidado. Estaba tan emocionado que se hizo pichi por todo el piso. Enroscadito sobre sf mismo, como si tuviera miedo de acercarse demasiado, llegé hasta donde, sin moverse, lo esperaba su duefio. Su amo no lo miré y tampoco le rascé la cabeza como antes, solo hizo sonar su llavero y le dijo: “; Vamos, chico!” Chacho, no tomé en cuenta el cambio de nombre y salté de alegria. Estaba tan conten- to. Ese dfa, con el cuerpo arqueado y la colita metida entre sus patas, salié regando todo el piso. Tropezdndose y cayéndose, como si se hubiera olvidado de caminar. Cuando estuvo en la calle, se subié al auto como un atolondrado. Pisoted todo lo que estaba a su paso para quedar sentado justo frente al tim6n, encima de su amo como lo habia hecho cuando era chiquito. Los dos quedaron en una posicién muy incémoda pues ya estaban un poco grandes para esos malabares. Chacho terminé de aco- modarse y dandole de lenguazos en la cara, se fue feliz a pasear en el carro con su querido amo. Ese dfa, dejé su osito despanzurrado de ojos indiferentes y los largos meses de olvido en el frio patio de atras. Chacho, con la cabeza afuera del auto, iba mirando con atencién el paisaje. El viento le pegaba en los ojos. Pero... jdénde estaban? Hacia solo unos momentos que, a toda velo- cidad, habfan dejado atras la ciudad. Apretado, un poco incémodo, iba metido entte los brazos de su querido amo, moviendo la colita. Ya estaba incorpordndose, se habia animado a ladrarle a los otros vehiculos que pasaban cerca, cuando de pronto se sintid cogido por el lomo y... No tuvo tiempo para nada. En el aire, Chacho se dio cuenta del peligro y enderezd el cuerpo. Pero fue tarde. Cay6 con todo su peso y quedé tirado sobre la pista. iY ahora? Ahora, estaba allf. Aturdido por el golpe. Sin saber bien qué habfa pasado. Desarticulado, casi inconsciente. Cuando de pronto un fuerte ruido que él conocfa por demas lo hizo reaccionar: jEl auto de su que- tido amo aceleraba! ;;jSe iba sin él!!! Quiso levantarse. Tenfa que seguirlo. Pero no pudo. En ese momento, muy cerca de su cabeza, escuché el rugido de otros motores que acele- raban al verlo. Después todo se oscurecid. Hubiera quedado estirado y tan tieso como las incontables alfombras de huesos y pellejos resecos que se encuentran en cada tramo de la carretera, pero alguien que lo dio por muerto, lo jalé de una pata y lo dejé a un costado del camino. Tilin Tilin cruz6 la calle sin mirar ni para aqui ni para alla. Los frenazos casi encima de él, no le importaban. Los bocinazos y los insul- tos, tampoco. Tilin se vefa terrible. La gente se aparta- ba al verlo pasar. Algunos, apurados, hasta cambiaban de vereda. Era dificil adivinar el color de su piel. Sus ojos brillaban como canicas entre la mugre que lo cubrfa de pies a cabeza. Aunque era invierno en Lima, iba descal- z0, tapado solo con una vieja frazada que le \legaba hasta las rodillas y nada més. Tilin era alto, flaquisimo y se vefa muy joven, casi un nifio. Su cabello era como un 26 nido de pajaros con restos de plumas, ramitas entrecruzadas y otros tantos desperdicios. Con los brazos estirados, como si fueran alas, y como si pudiera volar, Tilin juga- ba a perseguir a los pajaros y las mariposas, corriendo por entre plantas y flores, sin piso- tearlas. Jugaba con las abejas que zumbaban cerca de él, pero que nunca se habjan atre- vido a picarlo. Jugaba con el agua, con las piedras, con la basura que encontraba. Jugaba con sus manos, con sus pies y hasta jugaba con los indescifrables ruidos que cual trinos de pajarito, mezclados con rugidos de leén, salian de su boca. De pequefio, Tilin habia vivido al cuida- do de la mujer de su padre, quien pronto se cans6 de atender como si fuera un bebé a un nifio tan grande. Cada dia que pasaba, ella se sentia mas molesta con el nifio. Lo miraba con fastidio, con rencor. Cuando se queda- ban a solas, lo [lamaba “mocoso loco”. Le hacia toda clase de maldades, con la certeza de que el nifio no estaba en condicio- nes de acusarla. Vivia convencida de que si ese muchachito no estuviera de por medio, ella serfa muy feliz con ese hombre trabajador y honesto que era su marido. La mujer lo pensé tanto, le dio tantas vueltas al asunto, que un dia ya no soporté més. No lo pens6é mas y tomé la decisién. Sin cémplices ni testigos, se llevé al nifio muy lejos de donde vivian, le compré un dulce para mantenerlo calmado y lo dejé sentado, mirando el mar. Sin remordimientos, la mujer se trepd en el primer carro de servicio piblico que encontré y ya sin “el estorbo”, regresé feliz a su casa. Sabia que el padre de Tilfn llegaba tan tarde de trabajar que, aunque se diera cuenta de que su hijo no estaba en:casa, a esas horas de la noche, ni la policfa saldria a buscarlo. Y sabia que, aunque alguien lo encontrara per- dido en la calle, el pequefio casi no hablaba. Ese dia, la desnaturalizada mujer se rela- mid pensando que todo le habfa salido tal y como lo habia planeado. El padre de Tilin flegé a su casa casi a la media noche y aunque estaba muy cansado, fue a besar a su hijo, como lo hacfa siempre antes de itse a dormir. Como no lo encontré en su cama, lo buscé por la casa, es que ese hijo suyo podfa estarse en cualquier lugar y tan callado, que era dificil ubicarlo. Pero esa noche, no estaba por ningtin lado. Preocupado, desperté a la mujer que fin- gia dormir profundamente. Y, aunque ella ya tenia preparado un buen argumento, solo dijo: “No te preocupes tanto, ese nifio ha aprendido a esconderse, tti no sabes los sustos que a mi me da”. El padre, sin terminar de escucharla, salié a buscarlo por todo el barrio. Ayudado por sus vecinos amanecieron buscando al peque- 27 fio. Temprano en la mafiana, cuando perdié la esperanza de encontrarlo, acudié a la poli- cfa. El escaso personal del turno de la noche intenté tranquilizarlo con palabras de rutina: “No se preocupe, sefior, si no aparece, de todas maneras, pasadas las primeras cuarenta y ocho horas, lo buscaremos”. En la oficina de denuncias tomaron todos los datos. Le pidieron una foto reciente de su hijo y se cumplié con todas las formalidades que el caso requerfa. Aunque no se encontra- ron rastros del pequefio, el padre nunca dejé de buscarlo. Con el tiempo el nifio perdido pasé a ser un expediente més de las largas listas de: Personas Desaparecidas. Desde el dfa que lo dejaron abandonado, Tilfn, que ya de por sf era silencioso, no vol- vié a hablar. Su mente perdié el rumbo de su casa y de sus recuerdos. Andaba por la ciudad, comiendo de los desperdicios que encontraba en la basura y muchas veces también de la ayuda proveniente del buen corazén de tan- tas personas con las que se encontré en el camino. Tiempo después, Tilfn fue a parar a un alberge para menores a cargo de una congre- gacion de religiosas. Como el nifio no hablaba, una monjita ingeniosa le até al cuello una campanita de metal, para sentirlo cuando se acercaba. Es que Tilfn ya habia dado a las hermanitas tre- mendos sustos, cuando de pronto se aparecia tras ellas sin que nadie lo hubiese notado. Y, como no sabfan su nombre, por el ruido que hacia la campanita lo Ilamaron Tilin y, también porque el pequefio, con un movi- miento exagerado de su cabeza, habia apren- dido a repetir a la perfeccién el tintineo de su campanita. Alli vivié Tilin, rodeado de otros “aban- donaditos” como él, bajo la atenta mirada de las monjitas, hasta que un dfa los desalojaron del alberge y entonces también eso se acabé. Aunque las teligiosas protestaron ante “tamafia herejfa”, y amenazaron a las autori- dades con “la ira santa” y “el fuego del infier- no”, igual només se cumplié la orden judicial y las dejaron en medio de la calle. Muchos de los chicos al verse libres, sin puertas cerradas y paredes que los limiten, desaparecieron con lo que tenfan puesto. Otros tomaron lo que pudieron y se fue- ron sin pedir la bendicién de siempre y sin decir adids. Las monjitas, impotentes para retenerlos a todos, resignadas los vieron partir. Los muchachos huyeron en desbandada. Algunos hicieron grupos pequefios, pero ninguno quiso llevarse a Tilfn. Uno de los chicos mayores, que ya estaba lejos, se detuvo un momento y miré con tristeza como de pronto desaparecia la tinica familia que alguna vez habfa tenido. Regresé y sin atreverse a mirar a las monjitas, tomé una de las cobijas que estaban tiradas en la calle y siguid a Tilfn que se iba solo y ya vol- teaba por la primera esquina. Desde que tenfa memoria, en el hogar le habjan ensefiado a cuidar de los desvalidos y de los mas pequefios, como en su momento los otros mayores cuidaron de él. Entonces, de prisa, vistié a Tilfn con la vieja frazadita que tom y antes de irse miré detenidamen- te al pequefio. En ese momento, dudé en dejarlo. El era un “hermano mayor”, eso, le habfan ensefiado las monjitas, pero también era un nifio y estaba asustado. Como los otros chicos, no tenfa a nadie y tampoco tenfa donde ir, no sabia lo que le esperaba en la calle. En el hogar le ensefiaron el oficio de panadero, pero Tilin no habia aprendido nada. j;Cémo cargar con otro si no sabia qué serfa de él? Terminé de abrigarlo y le dio una palmada en el hombro. Tenia que despedirse de ese hermano pequefio que, entre todos los “abandonaditos” del hogar, habfan aprendido a cuidar. Tilin se fue solo. Su ropa se fue quedando en el camino y su infancia también. Nadie volvié a bafiarlo a la fuerza. Su cabello crecié por su cuenta. Al poco tiempo quedé conver- tido en uno mas de los tantos locos que van por las calles de Lima: del mismo color, de la misma mugre, de la misma sombra. Tilin no hablaba. Era silencioso por natu- raleza. Miraba a través de la gente y de las cosas. En ocasiones, hacfa un gesto, como si hubiese recordado algo y, entonces soltaba uno de esos grufiidos que solo él sabia hacer. EL “loquito”, como también llamaba la gente a Tilfn, solfa permanecer en un mismo lugar por largo tiempo. Dejaba un cartén sobre el piso como una sefial de que habia estado alli y se iba a caminar. Cuando regre- saba, aunque no encontrara el cartén, se sentaba tranquilo en el mismo lugar y alli descansaba, cubierto desde la cabeza bajo su frazada, como un nifio jugando a las escon- didas. Mientras esperaba el suefio, miraba por entre los huecos de su frazada, sin hacer ruidos ni moverse. Solo que a la gente nunca le ha gustado vivir con un loco sentado en la puerta de su casa, Y un dfa, los vecinos del lugar que ya estaban hartos de tener a Tilfn como un adorno en la vereda, Ilamaron a la autori- dad. Crteyendo que dormfa, los hombres encar- gados de hacer cumplir la ley rodearon a Tilin y lo hincaron con sus temibles palos amedrentadores. Tilin, tapado hasta la cabe- za, permanecfa quieto. Soportaba en silencio los hincones y las érdenes que a gritos le daban. Pero de pronto y para sorpresa de todos, levanté la frazadita y lanzé un rugido feroz. {jj AAARGGG!!! Los uniformados, tomados por sorpresa, retrocedieron y él salié cotriendo. Hacia rato que ya nadie lo perseguia. En realidad nadie se habfa tomado el traba- jo de perseguirlo, pero él segufa corriendo. Agotado y sin aliento, llegé a las afueras de la ciudad. Vencido por el cansancio, se dejd caer sobre el piso. Alli, se apretujd bajo su frazada, metid la cabeza entre sus rodillas fla- cas y al momento, se durmi<. - E. mas de la media noche cuando un quejido, un gemido leve, lo desperté. Tilin, atento, escuché. A tientas bused con sus manos heladas, lo encontré y suave- mente lo cubrié de la noche bajo su mantita. A su costado, Chacho, temblaba tendido sobre el piso, inconsciente. Terribles, grandes y feroces, los monstruos que atormentaron sus suefios desde que era chiquitito, habfan regresado, Se vio huyendo de esos seres malvados, con su pobre cuerpo atravesado de agujas. Una brasa ardia en su boca, Chacho, no daba mas. Parecfa que estaba vencido. Pero no. El 36 eta un guerrero. Un luchador infatigable y en un esfuetzo supremo lanz6é un rugido de gue- tra que hizo retroceder a sus enemigos. Solo que no habja sido Chacho el que lanz6 ese grito. No hubiera podido. Habia sido Tilfn, quien con ese rugido corté el silencio del basural y lo liberé de sus perse- guidores. Respiré aliviado. Por esa noche, la pesadilla habfa terminado. Chacho volvidé a quedarse dormido, escu- chando a lo lejos el sonido de un llavero que lo volvia loco de alegria. Con los dfas que pasaron, Chacho fue conciente de que unas gotitas de agua resba- laban como Iluvia fresca por su lengua reseca. En medio de su dolor, se daba cuenta de que en las noches compartia el abrigo con alguien que ni lo tocaba para no lastimarlo. Y, una mafiana, Chacho desperté. La claridad lo dejé ciego. Por un momento se qued6é quieto escuchando los ruidos de la calle. Ahora si, por fin, buscaria a su amo. Es que ellos eran un equipo. Chacho cuidaba de él, de su carro y de todas sus cosas. jQué clase de perro seria, si abandonaba a su duefio! De un salto se puso de pie. ;Tenfa que buscarlo! Y, entonces... jno supo qué - pasé! j|Ningtin masculo le obedecia! Aunque el esfuerzo que hizo por levantarse le habfa hecho tronar hasta el tiltimo hueso que toda- via le quedaba sano, él segufa tirado sobre el piso. Tilin, lo miraba con curiosidad, como si se diera cuenta de su esfuerzo indtil, de su desaliento. Adolorido y sin fuerzas, Chacho cerré los ojos y volvié a caer en un profundo suefio. Y un dfa sf desperté del todo. Adolorido. Entumecido. Un temblor incontrolable lo dominaba. Aun asf, pudo ponerse de pie. Estird los miisculos todo lo que pudo, Sacudié el cuerpo. Y se sintié listo para buscar a su amo. Alzé la cabeza. jY ahora, qué camino tomaria para el regreso? Ya habfan pasado muchos dias desde que... Sacudié sus orejas y dando pequefios tro- tes, se alejé. Tenfa que empezar a buscar, tenia que volver con su amo, Siguidé caminando, pero la naturaleza leal de Chacho, su nobleza sin limites, lo hizo detenerse. ;Y Tilfn? De lejos volteé a mirarlo. Tilfn se habfa quitado la frazadita. Estaba desnudo, sentado sobre el piso con la cabeza apoyada en sus rodillas, como si estuviera pensando. Una profunda arruga cruzé la frente de Chacho. Su cuerpo se contrajo. Dudé en seguir. Dio un salto para adelante y otro para atras. Pero algo mds fuerte que él, lo llevé en - busca del sonido de un Ilavero que lo volvia loco de alegria. Se fue buscando el rastro que lo llevarfa de regreso. Chacho nunca habia perdido la esperanza de volver con su amo. Sin desalen- tarse, una y otra vez, hizo el camino de arriba 37 abajo, de abajo arriba. Por andar olfateando y buscando huellas, varias veces estuvo a punto de quedar aplastado sobre la pista. Qué fuerza moveria su cuerpo flaco, lastima- do. Miles de vehiculos transitaban a diario por esa carretera que parecia interminable. Pasaban veloces, indiferentes a su figura triste, a su colita escondida entre sus patas tembleques. Infatigable, Chacho segufa caminando, olfateando cada centimetro de asfalto. De pronto escuché un ruido de motor. Y, aunque habfa miles de motores que sonaban igual, él en eso no se equivocaba nunca: jese tuido era del motor del auto de su amo! Y su esperanza renacié. Olvidé el cansancio, el dolor y como un loco comenzé a correr. La casta del tatarabuelo sabueso, que inalterable le habia llegado de generacién en genera- cién, hervia en su sangre. Cruz6 las calles, desafiando el caos del tran- sito. No le importaba el peligro que lo rodea- ba. Solo querfa seguir y corrfa sin darse tregua. Cudntos hombres al volante se conmovieron al verlo correr desesperado tras el auto que iba delante. Entonces, haciendo maniobras peligrosas, se acercaron para avisar al conduc- tor, que su perrito lo estaba siguiendo desde hacfa rato. El aludido se incomods, miré por el espejo retrovisor y a toda velocidad buscd cémo escabullirse por un costado de la berma hasta que, en una curva, desaparecié. Chacho no se detuvo, segufa en su loca carrera tras él, pero inesperadamente, una motocicleta que no pudo esquivarlo lo hizo volar. Cuando desperté, estaba en una casa des- conocida. ;Cudnto tiempo habria pasado? La motocicleta que lo atropellé, también estaba alli, desarmada. Habfa pasado la noche en una casita de madera cémoda y abrigada. Cerca habia un plato de comida y otro de agua limpia. Salié a olfatear el lugar. Olid las llan- tas. Las huellas de la moto llegaban en todas direcciones, pero de su amo no encontré la més minima sefial. Sintié unos pasos que se acercaban y se puso en guardia. Al verlo, una voz casi de nifio lo Ilam6 con ternura, asom- brado de verlo de pie. Chacho alzé la cabeza, miré al chiquillo y salié corriendo, mientras la misma voz lo seguia llamando: “; Ven! ;Ven aqui, perrito! ; Ven! ;No te vayas!”. Fueron muchas horas. Quizd fueron dias de caminar y caminar sin rumbo, sin destino. Cuando el cansancio y el desaliento parecian haberlo rendido, divisé a Tilfn. Corriendo atra- ves6 el basurero. Tilin tiritaba de frio. Estaba indefenso. Como un mufieco tirado de cualquier manera sobre el piso. Tenfa los ojos abiertos a la lluvia. Chacho logré taparlo a medias con la frazadita, se acomodé a su costado y, apoyando la cabeza sobre el pecho de Tilin, solté un largo suspito. No sabia cémo, pero estaba de regreso. Arrastrando los pies T ilin pasé la noche temblando como si tuviera frio, pero su cuerpo quemaba. Con los dientes apretados grufifa como solo él sabia hacerlo. Chacho estaba inquieto. Algo andaba mal. Miraba a su alrededor. Escudrifiaba la oscuri- dad con esa arruga que siempre le partia la frente, cuando de pronto sus ojos tropezaron con un huesito seco y repasado. Cuidadoso lo cogié entre sus dientes. Todavia olfa bien y se lo llevé a Tilfn. Ellos pasaban muchas horas mordisqueando esos manjares con los ojos entrecerrados, sacdndole los sabores y los ultimos juguitos. 42 Pero esta vez, Tilfn no le respondis. Tenia los dientes apretados y estaba tan encogido que se vefa pequefiito. A lo lejos se escuchd un ladrido triste, solitario. Levanté la cabeza y como dando una respuesta solté un aullido largo que cruz6 el basural. Llovié toda la noche. Ya empezaba a‘ama- necer y Tilfn no despertaba. El huesito seguia tirado cerca de ellos. Se acomodé otra vez al costado de su amigo, sacudié sus orejas y parpaded bajo la lloviz- na. Serfa bueno si dormfa un poco. Cerré los ojos. De pronto su fino ofdo lo alerté. Ya estaba de pie cuando el otro animal se le vino encima. Chacho era duro, 4gil, trajinado. Era un callejero. Muchas veces en su vida se enfren- té con petros mas grandes, mas chicos, perros que lo habfan atacado en mancha y él, solo, habia salido airoso de todos esos compromi- SOs. Sabfa, por experiencia, que no habia ene- migo pequefio y que con todos debfa ser muy cuidadoso. Que lo primero era meter miedo al que se paraba enfrente. Grufiir fuer- te. Ensefiar los dientes. Alzar la cruz del lomo. Levantar los pelos. Parecer mas gran- de. Parecer feroz. Parecer dispuesto. Si no se abandonaba esa actitud, casi nunca era necesario llegar a las mordidas. Con la cabeza en alto, los dientes afuera, natiz con nariz, estaba midiéndose con su adversario. Los miisculos tensos, las patas bien afirmadas en la tierra. Los dos estaban en guardia. Esperando. La amenaza estaba lanzada. La vida lo habia llevado por caminos dift- ciles y, aunque sus atacantes hubieran sido més grandes que él, no temfa a los de su clase. Ninguno, por muy belicoso que fuera lo habia atacado en forma artera, por la espal- da. Entre los de su especie, antes del ataque siempre hubo un grufiido de advertencia y abiertamente se ensefiaban las armas. Solo una vez en la vida lo agarraron desprevenido y perdié, pero eso no le pasé con uno de los suyos. Cauto. Cuidadoso. Mientras grufifa y seguia en guardia, iba poniendo distancia, para dejar fuera de esa pelea a Tilfn que, ajeno a todo, estaba peligrosamente cerca. Su oponente era macizo, cuadrado, de patas recias y largas. Una oreja mochada contradecia la fiereza de su gesto y, como él, tenia el cuerpo cruzado de heridas de guerra. La madrugada fria se nublé con el vaho que exhalaban sus cuerpos. Demasiado cerca para separarse. La batalla era inminente. Y de pronto, una piedra se estrellé contra el piso, muy cerca de su atacante. Una figura extrafia, como una aparicién, se alzé entre los dos. Armada con una vieja escoba, y de un solo grito, r4pidamente puso en retirada al atrevido advenedizo. Entonces, todo su cuerpo se dispuso al ataque. Nadie iba a agarrar a escobazos a él o a Tilin. Se le levantaron los pelos, sus orejas se afilaron, y con un gesto fiero le ensefié los dientes: “Grrerrrrr, grrererrr, grrreeeere”. Chacho iba subiendo el tono. Ese recur- so nunca le fallaba y a cudntos desubicados habfa hecho correr. Seguia grufiendo y esperando el ataque, para a su vez atacar, pero en ese momento una voz dulce, tranquila, le dijo: “Shuuu, ya cdllate” y en un segundo lo desarmé. Pero Chacho no se confiaba de nadie. El era guardidn por naturaleza y desde hacfa un tiempo, Tilfn habfa pasado a ser su responsa- bilidad. Chacho estaba acostumbrado a que todos retrocedieran con el primer grufiido, pero quien tenia en frente parecfa no temerle y, seguia hablandole con calma, como si no escuchara sus advertencias, y luego tranqui- lamente, como si fuera cosa de todos los dias, le dejé en el piso un depdsito con comida. A pesar del hambre que tenfa, Chacho no iba a “atracar” tan facilmente. El era un tipo dificil y habfa aprendido a desconfiar de la gente. Pero no habfa amenazas en esa voz ni en esa figura. Ella tenia algo que lo calmaba. Ademéas no era como las otras personas que cuando los vefan, hufan apresuradas de él y de Tilin. La vio inclinarse sobre su amigo y luego, haciendo un gran esfuerzo, lo abrig6é con unas ropas que trafa en una bolsa. Tilfn no opuso resistencia. Después, con todo lo que le pusieron encima dejé de estar tan rigido y hasta le cambié el color de la cara que la lluvia le habia lavado. Cuando estuvo vesti- do, Tilin se queds sentado sobre el piso, con sus brazos cafdos como las alas de un pajarito enfermo. Chacho no dejaba de mirarlo. Y toda su desconfianza desapareci6 cuando, poco a poco, Tilfm, empezd a comer lo que ella le daba en la boca. Estaba reconfortado. El y Tilin tenian la panza llena. Y todavia a un costado queda- ba mas comida, agua y otras mantitas para abrigarse. Hasta el sitio donde estaban habia quedado libre de basura. Antes de irse, el desconocido Angel pro- tector le rascé la cabeza, le dijo unas cuantas frases carifiosas y se fue con sus pasos lentos, arrastrando los pies. Chacho le movié la cola, le dio una ladradita de gratitud y hasta se animé por un bailecito: brincos para aqui brincos para alla. Dando de brincos hizo con ella parte del camino hacia su casa. Cuando regres6, noté que Tilfn ya no tem- blaba, que ya no estaba rigido. Se habia que- dado dormido y respiraba tranquilo. Termin6 de amanecer sobre el basurero. Chacho se acomod6 junto a Tilfn y dejando una oreja alerta, se durmio. Varios dias regresé su Angel guardién a traerles comida. Tilfn habia vuelto a grufiir y, aunque sus ojos parecfan mas perdidos que antes, en las noches Tilfn lo cubria con su frazadita y entre suefios Chacho le movia la cola. Pronto se acostumbraron a la vida facil: comida en la boca, abrigo, rascaditas de cabe- za y palabras dulces. Cuando veia llegar a su protectora, le daba el alcance ladrando de alegria y no paraba de brincarle y darse de cabezazos contra ella hasta que llegaban donde Tilfn. Luego cuan- do terminaba de alimentarlos y prodigarle sus cuidados, Chacho la acompafiaba, a su mismo paso lento, en su camino de regreso. La vefa alejarse arrastrando los pies, como vencida por un peso inmenso que doblaba su cuerpo, Pero, un dia ella dejé de venir. Chacho, que ya conocfa su casa, fue a buscarla. Vivia sola en una choza de esteras y, era tan pobre, que la gente que la conocfa, le regalaba comi- da y ropa que a la anciana le parecfan dema- siado, por lo que siempre buscé compartirlo con otro que lo necesitara més. Chacho encontré la choza vacia y, prefirié entrar por la parte de atras, donde estaba el corral con la gallina que la viejecita cuidaba 47 48 tanto. No encontré al animal que antes se alborotaba al verlo. Aunque el silencio envolvia la choza, Chacho no perdia la esperanza de encon- trarla, de escuchar sus pasos cuando arras- traba los pies. Llegd hasta el lugar donde ella dormia y sintid un olor extrafio, un olor que lo hizo detenerse. En ese momento supo que jamés volveria a verla. Regresé apurado junto a Tilfn. A pasos lentos, como arrastrando los pies, dejaron el lugar. Cabizbajos los dos. Desdibujados bajo la Iluvia. Se cerré la noche y los perros ladraron. Un aullido triste cruzé el basurero. Chacho, no respondio. Sin duefio que le ladre E, tiempo pas6. Los amigos se habfan vuelto inseparables, aunque los recuerdos de la vida pasada de Chacho, todavia a veces, lo hacian suspirar. Tilin era tan distinto de su amo. Nunca le rascaba la cabeza ni le hacia carifio. Pero compartfan el mismo plato de comida, los mismos cartones sobre el piso y la frazadita agujereada que le servia de vestido, ademas, Chacho era el tinico que comprendia los gru- fiidos que hacfa Tilfn. Aunque era verdad que hubo momentos en los que quiso dejar a Tilin y continuar buscando a su amo, no habfa podido. La llu- via insistente del invierno y el intenso trdfico de vehiculos, le hicieron imposible encontrar el rastro que pudiera llevarlo de regreso a su casa. En sus andanzas por la ciudad junto a Tilfn, muchas veces, Chacho, sentia renacer su esperanza cuando crefa reconocer un lugar, un olor, un sonido. Entonces todo lo que que- rfa era salir corriendo, pero en el momento de la decisién siempre algo lo detenfa. Solo que la diltima vez, no lo pensé mas y, siguiendo su instinto, partié a la carrera. Ya estaba muy lejos cuando volte6 a mirar a Tilfn. Se detuvo en seco. Es que Tilin, en direc- cién opuesta a la de él, corrfa con los brazos abiertos y su frazadita volando al viento. Sus piernas flacas, como palos de escoba, pare- cfan que no tocaban el piso. Hasta los ofdos de Chacho, Ilegaron los frenazos intempestivos, los bocinazos desafo- rados, las maldiciones y las palabrotas enfure- cidas contra Tilin. Y no pudo seguir. Regresé corriendo junto a su amigo, que ya habia ganado la otra vereda. Le dio de ladraditas, le hizo unos brinquitos alegres, le bailé en dos patas, le dio de cabezazos y Tilfn por toda respuesta dejé escapar un largo y ronco grufiido. jEse Tilin! ;Qué seria de él si lo dejaba! Era tarde cuando flegaron a un nuevo barrio. Aparecieron de la nada en esa calle, como si hubieran brotado del aire. Se acomo- daron en un lado de la vereda donde parecia que no molestaban a nadie y al momento se durmieron. Se quedaron en esa calle hasta que todo el barrio se harté de Tilfn, de sus cartones, de sus sobras de comida regadas en el suelo, de sus gruftidos que espantaban a los nifios pequeiios, a las sefioras grandes y a los des- prevenidos también. Estaban hartos hasta del perro del loco, que no decfa ni pfo, pero que no dejaba que nadie se acercara demasiado. A los vecinos se les acabé la paciencia, la compasién y otros tantos buenos sentimientos, y termina- ron llamando a la autoridad. Para sacar a Tilin Ilegaron unos hombres que se vefan muy grandes. Esos hombres, a gritos, querian razonar con Tilin y como no se entendieron, comenzaron los empujones y las amenazas. Chacho jamés iba a permitir eso. Nadie iba a golpear a su amigo si él esta- ba presente. Se puso delante de Tilin, y sin dudarlo un segundo, ensefié los dientes. Fue un revuelo tremendo. Les dieron de palazos, pero Chacho, a cambio, también logré darles unos buenos mordiscos. Ya Tilin no hacia esos extrafios grufiidos que sabia hacer, sino que, como él, ensefiaba los dien- tes y ladraba. Casi siempre, después de esos incidentes, Tilin solfa caer en uno de esos letargos que lo mantenian inmédvil, quieto y tan tieso como un muerto. No se sabia si era por su gusto o por cosas del azar que Tilfn escogia lugares apartados y solitarios para entrar en esos trances de rigidez. Chacho ya no se asustaba de verlo tan tieso y ausente. Ya estaba acostumbrado a esas cosas raras que tenfa Tilin y lo deja estar con su soledad. En esos momentos, Chacho era su insepa- rable y fiel acompafiante. Bostezaba mirando a Tilin. Se rascaba una oreja, después la otra. Y cuando su pata se detenia en ese lugar espe- cial que tanto le picaba, soltaba gemiditos de alivio y suspiraba. Luego, en forma ordenada, venian los ejercicios de estiramiento: uno, las patas delanteras al frente; dos, las patas tra- seras bien estiradas hasta quedar casi plano contra el piso. Al final, todos los mtisculos, la columna y hasta la cola, formaban un arco, templado y listo para ser disparado. Antes de salir a andar, miraba detenida- mente a su alrededor, todo debfa estar bien hasta su regreso. Entonces alzaba la pata que le habia quedado un poco entumecida desde que la moto de ese pequefio que se cruzé en ‘su camino lo hizo volar por el aire. Alzaba la pata que le habfa quedado mas temble- que que la otra y aunque solo fuera con una gotita, dejaba marcado su territorio: “Aqui estuve yo”, firmado Chacho. Una vez cumplido ese ritual, salfa a cami- nar sin alejarse mucho, Salfa a ver si encon- traba algo de comer por si su amigo desperta- ba con hambre. Chacho se detuvo en la primera avenida que encontré. Luego, a pasos rapidos y con- fundido entre la gente, cruzé la calle y llegé a la otra vereda. Sus orejas a medio alzar iban identificando todos los ruidos de la ciudad. Chacho no era un intrépido cruzador de calles ni mucho menos. Cruzaba tranquilo, aunque siempre ten{a el cuerpo arqueado y las patas nerviosas, como dispuestas a correr. Y aunque cuando conocié el mundo fuera de su casa, ya estaba grandecito, haber termi- nado de crecer solo (sin duefio que le ladre) le daba ventajas que solo los perros callejeros (como él) tenfan. Y es que Tilfn nunca fue su duefio. Ellos eran “patas”, Compafieros de juegos y aven- turas. Sin deberes ni obligaciones mutuas. Habfa caminado tanto junto a Tilfn que Chacho se consideraba un experto en la ciudad. La conocia bien, aunque a diario se encontraban con conductores que por gusto, los atacaban con bocinas y aceleradores, que mas los confundfan. Pero ellos siempre pudieron salir airosos de esos atentados. Por culpa de Tilfn, que cruzaba las calles sin mirar, cudntas veces Chacho, por seguirlo de cerca, habfa tenido que recoger sus patas y, a la volada, poner a salvo su colita. Solo, como estaba en ese momento, andaba mas tranquilo. Tilin no se moverfa 53 de donde lo habfa dejado, tenfa para un buen rato de estarse tieso como un muerto. Después, cuando Tilin despertara, volverian a la ciudad, a sus andadas y correteos. La vida continuarfa como si nada hubiera pasado, hasta la préxima vez. Entre rejas CC orcno dio una, dos, tres vueltas sobre sus cartones y, cuando parecfa que se iba a echar, cuando estaba ya inclinado sobre el piso y con las patitas dobladas, justo en ese momento, dio una vueltita mds, y entonces si, por fin, qued6 como él queria. Ya en el piso, con la cabeza sobre sus patas delanteras, miré para todos lados. La arruga que partfa su frente le daba un aspecto triste y preocupado. Después del medio dfa, mientras Tilfn dor- mia, Chacho se fue a caminar. Cuando regre- s6, su amigo no estaba donde lo dejé. Eso entre ellos era normal. Sabfan andar por su cuenta, después, al juntarse, compartian una especie de “ollita comin” con todo lo que cada uno habia recolectado en el camino. Solo que, ese dia, Chacho estaba impa- ciente. Lo sabia porque habfa empezado a rascatse hasta por gusto y eso en él era una mala, muy mala sefial. Echado sobre sus cartones, miré a su alre- dedor. Sobre la vereda estaban las sobras de la ultima comida que habian compartido. Solté un largo suspito, puso la cabeza sobre sus patas e intenté dormir. No pudo pegar los ojos. La tarde avanzaba y Tilin no habfa regresado. Se levanté de un salto. No esperarfa mas. Mirando para todos lados se alejé del lugar. Es que Tilfn sabfa meterse facilmente.en difi- cultades. jEse Tilin! {Qué le habria pasado! Olfateando la calle, comenzé a buscarlo. Serfa facil encontrarlo, Tilin tenfa un olor... muy especial. Pero Tilfn no estaba por ningtin lado. Chacho lo buscaba con esa raya de preocupa- cién que le partia la frente. Lo buscé en la pileta del parque, donde corrian y jugaban con el agua en los:dias de calor. Recorrié las calles por donde los habian visto juntos sobre la vereda, envueltos en la frazadita de Tilin y comiendo, sin pelear, del mismo plato. Lo buscé en el restaurante donde ellos recogifan las sobras. Tilfn estuvo allf, su nariz no lo engafiaba nunca, pero hacia mucho que ya se habia ido. Al verlo su amigo el cocine- ro, movié la cabeza y le dijo algo que Chacho no entendié. Después, como para consolarlo, le aventé un hueso que estaba carnudo y de buen color, pero él ni lo olid. Salié apurado. Algo en el tono de la voz del cocinero lo dejé preocupado. No habia tiempo que perder. Tenia que encontrar a Tilin. Por un momento, en esas calles tan tran- sitadas a esa hora, se le hizo dificil encontrar el rastro de Tilin. Se detuvo. Olfated el aire y nada. Llegé hasta el basurero del mercado y nada, jjdénde mas buscarfa?! Le faltaba ir por la farmacia, alli habia una chica que siempre les daba agua, galletas y algdn dulce y cudntas veces, con una sontrisa, habia cura- do las heridas de él y de Tilfn..., pero la far- macia estaba llena de gente y Tilfn no estaba por allt. Entonces solo le quedaba ese lugar que a Chacho no le gustaba porque, aunque no todos lo sabian, él y Tilfn habian tenido muchos problemas con esos hombres que todo el tiempo andaban de prisa, que se hablaban a gritos, y vestian del mismo color. Chacho no olvidaria las veces que los habian correteado y dado de palazos. Por eso, no queria dejarse ver y, cauteloso, se acercé a la estacién. Chacho reconocfa que todos esos hombres no eran iguales. Uno que otro, muchas veces, en los peores momentos los 58 habian mirado con afecto, les dieron comi- da y abrigaron a Tilfn, pero solo algunos de ellos. Chacho esperé frente a la gran. puerta de entrada, que siempre estaba custodiada por dos uniformados. Esperé unos minutos y des- pués, confundido en medio de un grupo de gente, logré entrar sin que nadie lo notara. Chacho sabia dénde buscar. Ya habia caido por allf y él no olvidaba nada. Las distintas dependencias estaban sepa- radas por pasadizos largos y patios de pare- des altas. Una hilera de arboles bordeaba el camino entre los jardines pelados que llegaba hasta los calabozos. Mas alla, en un terral descampado, se amontonaban vehiculos inservibles de la policia. Chacho escuché las voces de los hom- bres que hablaban a gritos y, sigiloso, avanz6 escondiéndose entre los arbustos. Junto a un montén de basura distinguié la frazada de Tilin. Se sintié inquieto. Al fondo vio algo. jEse era Tilfn? Por un momento dudo. Se acercd. {{Qué le habfan hecho?! Ya no tenia su olor, ni su pelo y lo habfan vestido como a los jovencitos de su edad. Chacho solt6 un leve gemido y, entonces, como si fuera una respuesta, escuché la voz de Tilin. Esos gruftidos que sabia hacer y se espant6. No querfa que lo descubrieran. Fue tarde. Esos hombres serios vestidos de un mismo color, lo habfan visto y venfan a la carrera. Chacho era tan flaco que sin esfuerzo logré cruzar las varillas de metal que los separaban y de un salto se puso delante de Tilin. Los pocos pelos chamuscados que le quedaban se le levantaron y él, que no conocia el miedo, con un gesto feroz ensefid los dientes. Los hombres se detuvieron delante de la reja. Alguien més lleg6 tras ellos. Era un joven oficial que Chacho no olvidarfa nunca, porque ese hombre lo habfa mirado con curiosidad, casi con ternura y, ademés, en un momento, su mano tocé la cabeza de Chacho. Pero Chacho, que no se confiaba de nada, no bajaba la guardia. Sus misculos tensos temblaban y seguia ensefiando sus gastados dientes. A una orden del joven capitan de la poli- cia, los hombres uno a uno, salieron del recinto. Los dejaron. solos. Junto a la reja abier- ta, Chacho, con ese surco inmenso que le partia la frente, esperaba. Tilin, con mirada ausente, sin moverse, segufa sentado en un tinc6n. Entonces con su larga cabeza llena de magulladuras, regresé y empuj6 a su amigo, 59 queria sacarlo del calabozo. Jalandolo de la ropa con los dientes, lo llevé hasta la salida. Fuera de la celda, Tilfn parecié desper- tar. Solté esos gruftidos raros que solo ellos entendfan y dando de brincos, partieron a la carrera. Cuando Ilegaron a la gran puerta de salida de la dependencia policial, encon- traron al joven oficial. Parecfa que los estaba esperando. Tilin ni cuenta se dio y le pasé por delante a la carrera, pero Chacho, que venfa detras, se detuvo frente a él. Escondié su colita, arqued el cuerpo y lo mité con ese surco inmenso que siempre le partfa la frente. Parecia indeciso, como si no supiera si darse de cabezazos contra el oficial o sim- plemente saltarle encima a lenguazo limpio. Al final solo dio un gracioso saltito. Uno de esos que él sabia hacer, que parecfa que iba hacfa adelante, pero que terminaba lanzén- dolo hacia atras. Un instante se miraron. Después, con un trotecito alegre, Chacho alcanz6 a Tilin. El oficial bajé la mirada, jqué mas podia hacer! Movi6 la cabeza. jAsi era esto! Un gesto de impotencia cruzé el rostro firme del policfa. Y con los pufios apretados, los vio partir. Chacho y Tilfn dejaron la ciudad. Ese habfa sido un largo dia de escapadas y corre- teos. Era hora de buscar un buen lugar para descansar. Y para ellos, no habia nada mejor que la paz y el silencio de los acantilados. En un momento, saltaron facilmente el muro del malecén, haciendo un camino peli- groso del que ninguno parecia ser conciente. Sobre el despefiadero, ensombrecido en el atardecer, Tilfn, hacia maromas suicidas que dejaban helados a los transeuntes. “jEse loquito quiere matarse!”, gritaba la gente. Normalmente Tilfn hacfa esa ruta cuan- do buscaba un refugio para encerrarse en su soledad y quedarse quieto y tan tieso como un muerto. Por eso Chacho lo dejaba hacer. Tilfn iba pisando las rocas con seguridad, con sus brazos abiertos como alas. Pero ahora la gente lo habia visto. Y lo persegufa. Le gritaba, le tiraba cosas y alguien, quién sabe con qué afan, lanzé una piedra que alcanzé a Tilfn. El impacto fue certero. Tilin perdi el equilibrio. Chacho se dio cuenta del peligro y traté de detenerlo. Puso su cuerpo como una barrera entre el vacio y Tilin y con todas sus fuerzas lucho por aferrar sus patitas a las rocas. Pero el peso le gané y Tilin, pasé sobre él. En un movimiento desesperado, lo aga- rr6 con sus dientes. Un instante estuvo asi. Desafiando la gravedad, tratando de retro- ceder, pero las piedras cedieron. Y, ante la mirada angustiosa y los gritos desesperados de la gente, los dos se perdieron en el vacio. Ya debe ser un hombre Deu la noche que llegé de su traba- jo y no encontré a su hijo ni un solo momen- to habja dejado de buscarlo porque él era un hombre de fe. Inconmovible a stiplicas y argumentos de la mujer —aunque nunca se enteraria de la verdad—, nunca le perdoné su descuido para con el nifio indefenso que le habia dejado a su cuidado. Se quedé solo, triste, sintiéndose culpable por la ausencia de su hijo. Su btisqueda no tuvo descanso. En todo lugar, el padre crefa ver a su nifio. Aunque sabia que el pequefio no era como los demés, tenia la espe- ranza de encontrarlo entre los grupos de chiqui- 64 los ruidosos que jugaban en las calles. Le parecfa verlo pequefio todavia. Y, de pronto, joh! ..., se daba una palmada en la frente: ;pero si ya debe ser un hombre! Habfan pasado los afios. Recorrid, incansable, comisarfas, hospita- les, alberges. De tal forma que el padre, era un viejo y entrafiable conocido del personal acatgo de cada institucién. Y esa tarde, no le extrafié que un uniformado tocara la puerta de su casa. No era la primera vez que pasaba. Llevaba afios recorriendo instituciones y ofi- cinas, donde solo encontraba promesas y jus- tificaciones que en nada mitigaban su dolor. Se iba leno de esperanza y regresaba a casa desilusionado, con las manos vacias, sumido en. una amarga congoja. Pero esa tarde, después de cotejar informa- cién actualizada, el joven oficial hizo llamar a ese padre que desde hacia afios buscaba a un nifio con las caracterfsticas de Tilin. El nifio que se perdiera afios atras, bien podia ser el jovenci- to que ese dia, habia tenido en el calabozo. Cuando el angustiado padre llegd, com- prendieron que los datos que tenfan coin- cidfan de manera extraordinaria: la misma edad, los mismos ojos, una pequefia cicatriz sobre la ceja izquierda, el tono de la piel, el cabello, largo de piernas, silencioso. El oficial le conté que al jovencito que buscaba, como no sabfan su nombre, las per- sonas que lo conocian lo Ilamaban Tilin. Y, en el preciso momento en que los dos hombres conversaban, llegé una llamada de urgencia para la eco 41 de Miraflores: “Mi capitan, un tango 13 en el malecén”, le inform6 un subalterno. El oficial le explicé lo que eso significaba en el cddigo policial. “No quiero alarmarlo, sefior, pero creo que es mejor que usted lo sepa”, le dijo, “un loquito ha caido por el acantilado. Por la descripcién podria set el que tuvimos aqui hoy en la tarde”. “Tenemos que movilizarnos de inmediato con el equipo de rescate. Es mejor que lle- guemos antes de que empiece a oscurecer. Acompafieme”, le dijo y lo tomé afectuosa- mente de un brazo. El personal policial que solo unas horas antes los habfa dejado it, acordoné la zona para iniciar las tareas de rescate. La niebla de invierno habia comenzado a cubtir el litoral. La gente gritaba: “jUn loco y un perro, han cafdo por el acantilado! jPor ahi! ;Por ahi!”. El joven oficial sintié una profunda tris- teza, ;Si esos documentos hubieran llegado antes a sus manos!, se dijo. A un costado, el padre que buscaba a su hijo, desde hacia tantos afios, rezaba en silencio. Los rescatistas, atados a sogas de seguri- dad, iniciaron el peligroso descenso pot el escarpado. A cada paso, la tierra se desmoronaba bajo los pies de los valientes hombres que, hacien- do esfuerzos sobrehumanos, llegaron hasta donde estaba Tilfn. Su caida se habfa dete- nido al borde del acantilado. En el momento en que Chacho lo detuvo con los dientes, qued6 a salvo, aferrado a una cornisa, pero Chacho siguid rodando por el abismo. Cuando Iegaron al malecén, los vecinos, emocionados, los recibieron entre vivas y aplausos. Aparte de una raspadura pequefia en la frente, Tilfn estaba bien. El hombre que por tantos afios lo habia buscado sin desmayo, sonrefa agradecido. Sabia que los dias de desesperacién buscan- do a su hijo, habian terminado. Por fin, su amado pequefio, volvia a casa. Las luces se apagaron y la calma volvié al malecén. Mas abajo, tirado entre las piedras que junto con él rodaron por el acantilado, Chacho, parpadeaba bajo la lluvia. En la oscuridad de fa noche que comen- zaba a cerrase, las manitos de una nifia que lo amaba rodearon su cuello con una linda cinta celeste y un suspiro estremecié su cuet- po. La lengua rasposa del gato cascarrabias que jugaba con él, pasé sobre su piel. Una puerta cerrada se abrid en su recuerdo. Una luz lo cegd. Y por esa puerta salié como un: desesperado, persiguiendo el sonido de un Havero que lo volvia loco de alegria. El personal policial ya se iba, cuando de pronto, una de esas almas amables que aman a los animales mds que a su prdjimo, se plan- t6 delante del auto patrulla para reclamar: “HY el perro?! jjAh?! {Si el loquito tenfa su petro! ;Acaso lo piensan dejar! {Qué son ustedes, animales?”. El joven capitan de policfa que solo unas horas antes se conmoviera ante la actitud de un perro que habfa desafiado todos los peligros para buscar a su loco, dio la orden: buscar al perro. Mientras su personal regresaba y una vez mas descendifa por la ladera, el oficial termi- né de narrar al padre de Tilfn lo ocurrido esa tarde en los calabozos. Los testigos que se quedaron, escuchaban al joven policfa y entonces también ellos contaron como Chacho habfa intentado detener a Tilfn en su cafda y en su afan por salvarlo, cayeron juntos por el acantilado. “Ese loquito y su perro siempre estén andando por aqui. Ya lo conocemos”, dijo uno de los presentes. Otra vez se lend de curiosos el malecén. La noticia corria de boca en boca. Nadie podia creerlo: “jLa policfa habfa regresado para rescatar al perro que salvé al loquito! ji{Qué cosa?!” El rescate de Chacho fue la locura. Los curiosos seguian las peligrosas maniobras dando gritos angustiosos y comiéndose las ufias. Salvar a Chacho era més arriesgado por la profundidad donde habfa cafdo el anima- lito. Por eso cuando por fin lograron llegar al malecén llevando a Chacho, la alegria fue incontenible. El padre de Tilin, leno de felicidad, abra- 26 a cada uno de los valientes rescatistas y al oficial que hacia esfuerzos intitiles para disi- mular su emocién. Miré al perrito que siempre estuvo acom- pafiando a su pequefio que jcémo habia cre- cido!, ya casi era un hombre y no pudo evitar las lagrimas. Tendido sobre la canastilla de tresca- te, Chacho, se vefa més indefenso atin. Conmovido, el buen hombre se preguntaba cémo era posible que ese animalito tan flaco y maltrecho, hubiera sido capaz de cuidar de su hijo, Qué fuerza movia a esa pobre criatura a set fiel hasta la muerte. “Gracias otra vez, mi capitdn, ahora sf, ya nos vamos. El perrito esta bien. Ahora los tres nos vamos a casa”, dijo abrazando al joven oficial. Sonrié mirando a Chacho, que ya estaba junto a Tilin y, agregd: “Ahora entre los dos cuidaremos bien de nuestro pequefio, porque para mf, siempre sera “mi pequefio” y ti me ayudards, jno es asi, Muchachito?”, dijo aca- ticidndole la cabeza. Chacho, sintié sobre su piel el calor de la mano de ese hombre de voz triste. {Cémo lo habia Hamado? jCudénto tiempo hacia que nadie lo llamaba asi? La arruga que siempre partfa su frente se suaviz6 bajo la mano que lo acariciaba. Solté un largo suspiro y movié su colita. El y Tilfn, por fin volvian a casa. "Pov hoy, a la hora en que el sol se oculta, dos figuras extrafias, de escudlidas sombras, juegan en el malecén. Saltan y bailotean sobre la linea de fuego que se va apagando en el mar. Si un dfa caminando por las calles de una ciudad grande como Lima, te encuentras con estos personajes, que parecen abandonados a su suerte, tal vez sientas que tu coraz6n se Hena de una inmensa ternura. Tal vez también sientas que se anuda a tu garganta un senti- miento de impotencia, de incertidumbre. No te aflijas. No estés triste. Porque hay otros que al igual que ta, también los miran con amor.

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