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Theodor Adorno escribió en una ocasión que los grandes debates de la

historia de la filosofía nunca concluyeron en soluciones definitivas. Los


términos de cada debate, la constelación conceptual en la que se
desarrollaba en cada caso, dejaba su lugar a categorizaciones nuevas
que desplazaban a las anteriores. Se avanzaba, precisamente,
mediante la reconceptualización de los problemas. Algo similar ocurre
con las grandes polémicas en el seno de la tradición marxista, desde
el Anti-Bernstein de Karl Kautsky hasta el Imperialismo: fase superior
del capitalismo de Vladimir Lenin. Más que soluciones, lo que
encontramos en la tradición marxista son formas distintas de enfocar un
problema que se perpetúa a lo largo del tiempo: ¿cuál es la relación
adecuada entre la reproducción ampliada del capital –sus leyes
económicas objetivas— y la acción organizada del proletariado –la
lucha de clases—? ¿Qué tendencias del modo de producción capitalista
justifican y fundamentan el intento de crear una nueva forma de
organización social? La centralidad de estas preguntas nace de lo
determinante que resultan las correspondientes respuestas, ya que de
ellas se deduce un programa de acción determinado. Y la historia de
nuestro movimiento, su pasado, su presente y su futuro, no es más que
el intento constantemente renovado de articular esta acción
racionalmente.

El Capital de Marx sigue siendo el principal instrumento teórico al


servicio de esta complicada tarea. El Capital examina la forma que
adopta un proceso en el que producción, distribución, intercambio y
consumo se presuponen recíprocamente. Examina cómo estos
aspectos conforman, si se quiere, una totalidad. La lógica que los
comprende como momentos de un mismo sistema dinámico Marx la
denomina reproducción ampliada o acumulación del capital, la lógica
que explica la necesidadde que la sociedad se desenvuelva
precisamente así y no de alguna otra manera. La lógica impersonal de
la reproducción capitalista es, en este sentido, irreductible a una suma
contingente de actos y decisiones particulares –de los individuos, los
agentes económicos, el Estado o los partidos políticos—. Todos ellos
actúan conforme a unas reglas económicas implícitas a las que están
sujetos en su práctica cotidiana. Las consecuencias políticas de esta
lectura de la realidad social son tan claras como radicales: sin situar los
fenómenos coyunturales en contexto de la lógica global a la que
obedecen –la reproducción del capital y su crisis sistémica— no sólo
seremos incapaces de entenderlos, sino que seremos incapaces, sobre
todo, de enmarcar nuestra respuesta en el proceso de construcción de
una sociedad alternativa.

Esta perspectiva es la que permitió a Marx, entre otras cosas, destruir


las ilusiones reformistas del socialismo redistributivo –hoy
socialdemócrata—, que abstraía las relaciones de producción de las
relaciones de distribución, por un lado, y los fenómenos coyunturales
de la reproducción del capital en su conjunto, por otro. Asumiendo el
presupuesto de que las leyes de la producción son ahistóricas en vez
de históricamente específicas, la socialdemocracia reduce la lucha de
clases, cuando se digna a mencionarla, a un conflicto en torno a la
redistribución del producto del trabajo. Su paradigma, que convierte
el antagonismo de clases tal y como se muestra desde el prisma de la
reproducción del capital en una mera diferencia cuantitativa y
contingente, sigue las reglas de un juego de suma cero: dada cierta
cantidad de riqueza, cuanto más se apropian los ricos, menos se
estarán apropiando los pobres. Que la distribución de esa riqueza sea
una y no otra depende exclusivamente de las mejores o peores
decisiones que se hayan venido tomando por parte de quienes la
administran. En primera instancia, por parte los capitalistas. En última
instancia, por parte de los representantes públicos con capacidad para
poner límites a la avaricia de estos últimos. Parece obvio que el
horizonte más ambicioso al que se puede aspirar partiendo de estas
premisas es el del reequilibrio de la balanza entre ricos y pobres, y todo
ello a través de un conjunto de decisiones políticas –una “gestión para
la mayoría”— tan contingente como lo fueron las decisiones de aquellos
que las tomaron en un primer momento. El problema no es el capital,
sino su gestión, que no era suficientemente buena (justa, solidaria,
decente…).

Por eso, al paradigma burgués de la redistribución le acompaña la


naturalización fetichista del Estado, que representa el único canal de
intervención factible para quien abstraiga fenómenos sociales como la
pobreza o la desigualdad –que, por cierto, nunca interesó
especialmente a Marx— de las leyes de la reproducción del capital y su
eventual abolición. Al fin y al cabo, ¿cómo podrían recaudarse más
impuestos, financiar servicios públicos, decretar medidas favorables
“para la mayoría”, etc., si no es a través de la fuerza ejecutiva del Estado
–una vez, eso sí, pasa a estar en las manos adecuadas? El Estado es
el único poder constituido capaz de vertebrar políticamente la
acumulación capitalista y neutralizar, en la medida de sus capacidades,
los antagonismos que atraviesan el día a día de nuestra sociedad. Es,
nos dicen, el instrumento que podría corregir los excesos que los ricos
cometen contra los pobres.

Llegados a este punto parece conveniente distinguir entre el paradigma


socialdemócrata de la redistribución y la corriente, más radical, que
entiende la redistribución y la instrumentalización del Estado como un
mecanismo de acumulación de capacidades políticas y culturales. Las
opiniones que se mueven en las coordenadas de esta última corriente
vienen a plantear que esa acumulación de capacidades deberá servir
para provocar un salto cualitativo en la correlación de fuerzas entre el
trabajo y el capital que permita, llegado el momento, una ofensiva
abierta, desplegada en condiciones más favorables, que ataque
directamente las raíces de la sociedad capitalista. La tesis de fondo que
sostengo en este artículo es que, en la medida en que el gradualismo
de la política socialdemócrata reproduce e intensifica el poder del capital
sobre el trabajo, una etapa estratégica socialdemócrata de acumulación
de capacidades no puede fundamentar, puesto que no crea sus
condiciones, el “salto” a una etapa estratégica comunista. Desde estas
coordenadas sólo nos podemos representar dicho “salto” como un
cambio absolutamente indeterminado, abstraído de toda mediación. Y
sin mediaciones que la determinen, la transición de una etapa a otra
cae en una regresión al infinito: desde la perspectiva del gradualismo
abstracto nunca se acumulan fuerzas suficientes como para pasar a la
ofensiva –siempre se podrían acumular más—, de modo que la
pretensión de dar el “salto” siempre parecerá precipitada (idealista,
utópica, izquierdista). He aquí la razón por la que la diferencia entre la
corriente socialdemócrata radical y la corriente moderada es una
diferencia exclusivamente nominal que se articula sobre la base de un
programa idéntico.

La posibilidad real del comunismo no es separable del camino de su


construcción efectiva. Su expresión intelectual, la crítica de la economía
política, no adereza el antagonismo de clase con prudentes dosis de
ideología igualitarista; lo reconoce abiertamente como el modo de
existencia de las formas sociales que regulan la (re)producción del
capital. Este marco teórico transforma la crítica utópica y abstracta, que
no pasa del lamento o la protesta, en una crítica racional,
científicamente articulada, que identifica las mediaciones que
proporcionan un fundamento real a la política transformadora. Este
énfasis en las mediaciones, la explicitación del vínculo interno de los
fenómenos coyunturales con el contexto general de crisis capitalista y
su superación revolucionaria mediante el comunismo, es lo que hace
que para este último no se trate, como en ocasiones se quiere hacer
creer, de la contraposición de un modelo ideal de sociedad a la sociedad
realmente existente, del mismo modo en que tampoco persigue una
acumulación de fuerzas cuantitativa desligada de la aplicación de su
programa cualitativamente diferenciado y antagónicamente enfrentado
al de la socialdemocracia.

La crítica de la economía política demuestra que la lucha coyuntural,


incluyendo la lucha por reformas, es el medio en el que se despliega el
programa comunista a la vez que se enfrenta la hegemonía e influencia
socialdemócrata sobre los proletarios. Y lo hace difundiendo la idea, tan
sencilla como cierta, de que el programa socialdemócrata, el
propiamente reformista, no es equivocado desde el punto de vista de su
lejanía respecto de un modelo ideal, el verdadero modelo, del que la
socialdemocracia estaría representando una copia deficiente. El
reformismo es equivocado porque, al abstraer los fenómenos
coyunturales de la dinámica global de la reproducción capitalista,
formula un programa imposible de aplicar desde el punto de vista de los
imperativos que esta impone. Se trata, en otras palabras, de un
programa que perpetúa los problemas que dice combatir. Y su
impotencia responde al hecho de que el capital no tolera una
armonización creciente y sostenida en el tiempo del antagonismo de
clase: la tendencia necesaria de su reproducción ampliada es la de la
intensificación de este antagonismo.

La inserción de las luchas en la reproducción capitalista y contra ella


desde el marco de estrategia que intensifique y desarrolle dicho
antagonismo contiene un momento de ruptura, no sólo con el programa
socialdemócrata, sino con los supuestos ideológicos y las herramientas
organizativas de partida sobre las que aquellas luchas se sostienen.
Esto es, contiene una ruptura con el modo de existencia del proletariado
bajo el dominio del capital. Esta ruptura emerge del proceso en el que
la coyuntura a la que una lucha pretende dar respuesta pasa a ser
comprendida dentro del contexto general de la crisis de reproducción
capitalista, haciendo transparentes las condiciones en las que se
despliega y aportando de ese modo un fundamento más amplio en el
que pueda ser absorbida y transformada. Es a través de este vínculo
entre coyuntura y crisis del capital como se inserta la iniciativa de la
clase trabajadora en el proceso de construcción de un poder
independiente, tanto del capital como del Estado y su ejército de
políticos profesionales. Se trata de la negación concreta de las
alternativas parciales desde la construcción efectiva de este poder, un
movimiento que supera y anula la reproducción del capital produciendo
y reproduciendo un nuevo sistema de asociación que invocamos con la
palabra “comunismo”, para el que la lucha por cubrir necesidades
inmediatas está subordinada al proceso que cubre de manera creciente
las necesidades de la lucha.

Estos son algunos de los motivos por los que no debe ocultarse que el
programa reformista, además de inviable en el largo plazo, encadena al
proletariado al ritmo social que impone la acumulación capitalista y
obstaculiza la puesta en marcha de un programa de acción
transformador. No debemos alimentar la ilusión socialdemócrata de que
una reorganización del capitalismo que respete sus categorías básicas
–dinero, capital, salario, Estado…— y las dinámicas de su reproducción
–explotación, dominio, crisis…— es compatible con la libertad y el
bienestar general. Tampoco la ilusión de una etapa intermedia que nos
acerque a un ideal que nunca llega. La consolidación de esas ilusiones
se traduce en cientos y miles de militantes directa o indirectamente al
servicio de “gobiernos del cambio” que nunca cambian nada –y no
porque no quieran, sino porque no pueden—. La perpetuación al infinito
de este progreso a ninguna parte deja a su paso generaciones enteras
de militantes desmoralizadas y a una masa de proletarios educada
sistemáticamente en el credo reformista. No es necesario renunciar a
las reformas. Pero renunciar abiertamente al programa reformista y, con
él, al sentido común burgués que trata de imponer, es un gesto que
habremos de repetir a cada paso en el largo camino de la emancipación.
Sólo este camino, que deja atrás al capital y a todos sus resortes,
merece ser llamado alternativa.

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