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Estos son algunos de los motivos por los que no debe ocultarse que el
programa reformista, además de inviable en el largo plazo, encadena al
proletariado al ritmo social que impone la acumulación capitalista y
obstaculiza la puesta en marcha de un programa de acción
transformador. No debemos alimentar la ilusión socialdemócrata de que
una reorganización del capitalismo que respete sus categorías básicas
–dinero, capital, salario, Estado…— y las dinámicas de su reproducción
–explotación, dominio, crisis…— es compatible con la libertad y el
bienestar general. Tampoco la ilusión de una etapa intermedia que nos
acerque a un ideal que nunca llega. La consolidación de esas ilusiones
se traduce en cientos y miles de militantes directa o indirectamente al
servicio de “gobiernos del cambio” que nunca cambian nada –y no
porque no quieran, sino porque no pueden—. La perpetuación al infinito
de este progreso a ninguna parte deja a su paso generaciones enteras
de militantes desmoralizadas y a una masa de proletarios educada
sistemáticamente en el credo reformista. No es necesario renunciar a
las reformas. Pero renunciar abiertamente al programa reformista y, con
él, al sentido común burgués que trata de imponer, es un gesto que
habremos de repetir a cada paso en el largo camino de la emancipación.
Sólo este camino, que deja atrás al capital y a todos sus resortes,
merece ser llamado alternativa.