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OBSCURO, -RA

(oβs’kuro, -ra)
Incierto/a, de modo que infunde temor, inseguridad o
desconfianza. Desconocido/a, mal conocido/a o misterioso/a.
SOBRE RING SHOUT, SE HA DICHO...

«Un triunfo imaginativo trepidante y brutal. Clark combina historia y


política y el resultado es excitante, original, catártico».
The New York Times

«Cuando la historia coge ritmo, se convierte en una ristra constante


de sorpresas; escala, o más bien vuela, hasta llegar a un final digno
de la gran pantalla».
National Public Radio

«Una historia apasionante que bebe del folclore africano, el body


horror y la aventura pulp».
USA Today

«Esta trepidante historia alternativa cautivará a los lectores. Una


narración destinada a mediar en el conflicto que genera el poder del
odio y la violencia».
Publishers Weekly

«Una historia de empoderamiento de las mujeres negras desde la


perspectiva del mundo antiguo y el nuevo, un relato que honra la
experiencia americana de la gente de color en toda su complejidad y
que al mismo tiempo se lee con el deleite de la obra de Lovecraft».
Library Journal

«Una aventura de época extremadamente inventiva. Impactante,


escandalosa e inteligente».
Kirkus

«Conmovedora, desgarradora».
Buzzfeed

«Una historia provocativa e infernal, una de las obras de ficción


especulativa más poderosas que he leído en años».
T O

«P. Djèlí Clark no podría escribir un mal libro por más que lo
intentara. Ring Shout es una historia fantástica, divertidísima a la
vez que profundamente seria».
V L V

«Lo último de Clark transcurre en un mundo visceral en el que la


historia se explica al detalle y los personajes son de lo más
interesantes, y plantea una gran pregunta: ¿quién es el responsable
del odio que tanto odio ha causado?».
Booklist

«Un regalo a la cultura americana».


Lightspeed

«Ring Shout es un alocado viaje por la oscura historia de Estados


Unidos, una mezcla fantástica entre El hombre invisible de Ellison y
Buffy Cazavampiros».
A N

«Brutal y optimista, absurdo y fáctico a su vez. Ring Shout es un


libro que habla de la ridícula y brutal naturaleza del racismo, con una
intriga imposible de soltar».
J I

«Un auténtico logro por sus personajes únicos, por la forma en la


que se exponen sus relaciones, por ser una exploración del racismo
y el odio en el mundo con el ritmo y el desarrollo justos. Un
verdadero truco de magia frente al cual la oscura fuerza del KKK no
es nada».
FIYAH (Magazine of Black Speculative Fiction)
«Ring Shout es, simple y llanamente, una obra de ficción
especulativa brillante. En una novela corta, Clark logra dar una
lección de historia, presentar acción y aventura, y aportar una crítica
social de capital importancia en los Estados Unidos, junto con todos
los elementos que se esperan de una obra de fantasía».
Nerd Daily
RING SHOUT
RING SHOUT
Nuestro cántico
P. Djèlí Clark
Traducción de Raúl García Campos
Título original: Ring Shout
© 2020, P. Djèlí Clark

© 2021, Obscura Editorial, S.L.


Avinguda d’Esplugues, 77. 08034 Barcelona
© 2021, Raúl García Campos, por la traducción

Primera edición: septiembre de 2021


Ilustración de cubierta: Henry Sene Yee
Composición de cubierta: Marc Vilaplana
Corrección: Antonia Dueñas y Noelia Márquez
Realización: La Letra, S.L.

Todos los derechos reservados. Agradecemos que haya comprado una edición
autorizada de esta obra. De acuerdo con las leyes de copyright, esta publicación
no puede ser reproducida ni distribuida, ni total ni parcialmente, del mismo modo
que se prohíben cualquier tipo de reproducción y comunicación pública
de la misma sin el consentimiento previo por escrito del titular o titulares.
En caso de necesitar fotocopiar o escanear un fragmento de esta obra, diríjase a
CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org).
ISBN DIGITAL: 978-84-123827-3-0
Depósito legal: B 10897-2021
Nota sobre la traducción

Dadas las particularidades lingüísticas de esta novela, se ha


considerado apropiado reflejar el habla de los personajes que la
protagonizan priorizando la fidelidad al texto en inglés y, ante todo,
de manera que se respetase la intencionalidad y sensibilidad del
autor.
En la novela original, las protagonistas (Maryse, Chef y Sadie)
tienden a elidir letras y sílabas enteras en su habla, a veces incluso
empleando estructuras gramaticales no normativas. En esta edición,
las particularidades idiolectales del original se han transmitido
mediante mecanismos de abreviación similares para mantener la
esencia del texto en inglés.
Asimismo, para el gulá, la lengua criolla que emplea el personaje
de Nana Jean, y que consta de una mezcla de palabras africanas e
inglesas, se ha optado por una estrategia de traducción similar,
manteniendo las palabras africanas, pero traduciendo los términos
ingleses y extrapolando los rasgos sintácticos del gulá al español.
Esta estrategia de traducción ha sido aprobada por el autor.
Para Claude McKay:
«Si vamos a morir, que no sea como puercos».

Y para la ma de Lulu Wilson:


«Ma estaba en la cabaña con una criatura que tendría
una semana y una noche se presentaron como doce klu klux.
Entraron de uno en uno, y, uno tras otro, ma se los cargó».
Nota 15:

Está el cántico ese que hacemos por lo del faraón y Moisés. Cuando
el Señor abrió el mar Rojo pa que su pueblo lo atravesara. El viejo
faraón salió tras ellos, pero ¡entonces las aguas se les echaron
encima! Así que decimos, las huestes del faraón se perdieron, y
hacemos un corro pa entonar un cántico por lo mucho que debió de
alborotar y llorar al verlo. Yo era un crío cuando los soldaos de la
Unión vinieron a hablar del jubileo. Siempre he pensao que sus
uniformes azules eran como las aguas que se tragaron al viejo
faraón, porque los cabrones del amo y la ama alborotaron y lloraron
de lo lindo cuando nos vieron marcharnos [risas].

Entrevista con el tío Will, de sesenta y siete años,


transcrita a partir del gulá por Emma Krauss
(en adelante, EK).
1

¿A lguna vez has visto una marcha de klanes?


Las que tenemos en Macon no son gran cosa, al contrario
que en Atlanta. Pero en esta ciudad de cincuenta y tantos mil
habitantes hay klanes suficientes pa montar una marcha de necios
cuando les da por ahí.
Esta es en martes, Cuatro de Julio, que es hoy.
Hay un grupo que desfila por Third Street, tos vestíos con túnicas
y capuchas blancas. Ninguno lleva la cara tapá. Dicen que después
de la Guerra Civil los primeros klanes se cubrían con fundas de
almohás y con sacos de harina antes de ponerse a hacer sus
bellaquerías, y que hasta se entiznaban el cuerpo pa hacerse pasar
por gente de color. Pero en 1922 estos klanes no se molestan en
pasar desapercibíos.
Tos ellos (hombres, mujeres, hasta klanes críos) van por ahí como
si hubiesen salío un domingo a merendar. Llevan to tipo de fuegos
artificiales: bengalas, buscapiés, cohetes y unas cosas que suenan
como cañones. Una banda compite con el alboroto, pero juro que no
hay nadie que acierte a aplaudir a su son. Con tanto agitar banderas
y tanto brinco, hasta se te puede olvidar que son monstruos.
Pero yo me dedico a cazar monstruos. Y los reconozco en cuanto
los veo.
—Un ku kluxito mueeerto —tararea una voz junto a mí—. Dos
kluxitos mueeertos, tres kluxitos mueeertos, cuatro kluxitos, cinco
kluxitos mueeertos.
Miro a Sadie, que está agachá a mi lao, el pelo castaño recogío en
una trenza larga que cuelga sobre uno de sus hombros. Tiene un
ojo entrecerrao y por la mira de su fusil observa a la gente mientras
termina de canturrear, haciendo como que aprieta el gatillo.
«¡Clic, clic, clic, clic, clic!».
—Para ya. —Aparto el cañón del fusil con un libro estropeao—. Si
esa cosa se dispara, me dejas sorda. Además, podrían vernos.
Sadie me mira con sus enormes ojos castaños y los pone en
blanco, a la vez que retuerce los labios y escupe un grumo de
tabaco en la azotea. Hago una mueca de asco. Esta chica tiene
unas costumbres pero que muy feas.
—De verdad, Maryse Boudreaux. —Se echa el fusil sobre el peto
azul, demasiao grande pa alguien tan delgá como ella, y se lleva las
manos a las caderas, en to su esplendor de aparcera avainillá
enfurecía—. Siempre tienes que estar preocupá. ¿Qué tienes,
veinticinco años u ochenta y cinco? A veces se me olvida. Aquí
arriba como mucho nos verán los pájaros.
Señala unos edificios que se levantan más allá de los cables del
telégrafo del centro de Macon. Estamos en lo alto de uno de los
antiguos almacenes de algodón cercanos a Poplar Street. Tiempo
atrás, toa esta zona albergaba el algodón que venía de las
plantaciones y lo enviaba por el Ocmulgee en barcos de vapor.
Aquellas pelusas blancas empapás del sudor y la sangre de los
esclavos fue lo que levantó esta ciudad. Ahora en los almacenes de
Macon sigue habiendo algodón, pero to va pa las hilanderías de la
región y el ferrocarril. Al ver a los klanes recorriendo las calles me
acuerdo de cuando los fardos blancos, todavía empapaos del sudor
y la sangre de la gente de color, circulaban dirección al río.
—No sé yo —dice Chef. Está sentá con la espalda contra la pared
de la azotea, tiene los labios negros cerraos sobre la colilla de un
Chesterfield y nos mira con su habitual sonrisa de satisfacción—. En
la guerra siempre andábamos atentos a los francos. «Con un ojo
mirad al barro; con el otro, al frente; y con los dos, arriba», nos
advertía siempre el sargento. Cuando alguien gritaba
«¡Francotirador!», salíamos por patas. —Bajo la visera de una gorra
estrecha y de color mostaza del ejército, los ojos se le aprietan y la
sonrisa se le desvanece. Se saca el pitillo y deja escapar una espiral
blanca—. Cómo odiaba a los jodíos francos.
—Esto no es la guerra —replica Sadie. Las dos la miramos raro—.
Me refiero a que no es una guerra de esas. Ahí no hay nadie atento
a los francos. Además, a Winnie solo la ves antes de que te meta un
tiro en el entrecejo. —Se da un par de golpecitos con el deo en la
frente y saca una sonrisa torcía, con el carrillo inflao por un cuajarón
de tabaco.
Sadie no es ninguna francotiradora. Aunque no miente: podría
acertarles a las alas de una mosca. Ni tampoco ha estao nunca en
las filas del Tío Sam, na más que salía de caza con su abuelito en
Alabama. «Winnie» es su Winchester 1895, con culata de nogal,
tapa gris oscuro con grabaos y cañón de veinticuatro pulgás. Yo no
entiendo mucho de armas, pero la verdad, es una máquina de matar
preciosa.
—Tanto esperar me pone de los nervios —resopla mientras se tira
de la camisa de cuadros rojos y negros que lleva debajo del peto—.
Y yo no me entretengo leyendo cuentos de hadas como Maryse.
—Cuentos populares. —Levanto mi libro—. Lo pone en la
cubierta.
—Llámalos como quieras, pero las historias sobre el hermano
Zorro y el hermano Oso no dejan de ser cuentos de hadas.
—Son mejores que esos periodicuchos que lees tú —replico.
—Pues to lo que dicen es la verdad. Ya lo verás. En fin, ¿cuándo
vamos a matar a alguien? ¡Esto se me está haciendo interminable!
Eso es cierto. Ya llevamos aquí tres cuartos de hora y estar bajo el
sol de Macon a mediodía no hace ninguna gracia. Mis atildás
trenzas, que me había recogío con una horquilla, se me han
humedecío, tapás como están con una gorra marrón de repartidor.
El sudor hace que la camisa blanca de rayas se me pegue a la
espalda. Y los bombachos de lana gris no son mucho más cómodos.
Preferiría llevar un vestío holgao de verano alrededor de la cintura
pa no asarme. No sé cómo los hombres pueden ir tan abrigaos.
Chef se pone de pie, se sacude el polvo y saborea la última calá
que le da a la colilla del Chesterfield antes de aplastarla con una
bota militar descoloría. Siempre me llama la atención lo alta que es:
desde luego, más que yo, pero también más que muchos hombres.
Y además está muy delgá, to brazos y piernas largos y negros, que
lleva protegíos con una camisa y unos pantalones de soldao
marrones. A los hombres del káiser se les debió de atragantar el
chucrut al verla cargar contra ellos junto con los Black Rattlers
durante la Meuse-Argonne.
—En las trincheras, los únicos seres vivos que había aparte de
nosotros eran los piojos y las ratas. Con los piojos no había na que
hacer, pero a las ratas podías comértelas. Solo hacían falta el cebo
y la trampa adecuaos.
A Sadie le viene una arcá, como si se hubiera tragao el tabaco.
—Cordelia Lawrence, de toas las historias asquerosas que nos
has contao sobre esa maldita guerra, ¡esta es de lejos la más
repulsiva!
—Cordy, ¿comíais ratas?
Chef suelta una risita antes de retirarse. Sadie me mira y hace
como que vomita. Me aprieto los cordones de mis polainas verdes,
me levanto y me guardo el libro en uno de los bolsillos traseros.
Cuando alcanzo a Chef, ya está al otro lao de la azotea, asomá al
filo.
—Como decía —continúa—, pa atrapar a una rata, se necesitan el
cebo y la trampa correctos. Después, solo hay que esperar a que
caiga.
Sadie y yo seguimos su mirá hasta el callejón de detrás del
edificio, apartao del desfile y donde es difícil que nadie se acerque.
En medio hemos colocao el cebo: una perra muerta. La hemos
despedazao y hemos espurreao las vísceras rosas y sanguinolentas
sobre los adoquines, entre la piel negra y chamuscá. El hedor llega
hasta aquí arriba.
—¿Hacía falta trocearla así? —pregunto con el estómago revuelto.
Chef se encoge de hombros.
—Si quieres cazar abejas, hay que enseñarles la miel.
«Como hace el hermano Zorro pa atrapar al hermano Conejo»,
que diría mi hermano.
—A mí me da que lo único que vamos a cazar son moscas —
masculla Sadie. Se estira sobre el alféizar pa escupir otro grumo de
tabaco sobre el cadáver, pero falla por mucho.
Clavo una mirá en ella.
—¿No puedes mostrar un poco de respeto?
Sadie retuerce el gesto y masca con más fuerza.
—Ya está muerta. Un escupitajo no le va a hacer daño.
—Aun así, no hace falta ser tan vulgar.
Sadie resopla.
—Preocuparse por un saco de pulgas cuando hemos destripao
cosas peores.
Separo los labios, pero después decido que no vale la pena
responderle...
—Nadie va a echar de menos una perra callejera —asegura Chef
—. Si te sirve de consuelo, nuestra amiguita no se enteró de que le
había llegao la hora. —Le da una palmaíta al cuchillo militar alemán
que lleva en la cintura, un recuerdo que se trajo del frente. No me
sirve de consuelo. Nos quedamos mirando la perra, con el bullicio
del desfile a nuestra espalda.
—Me pregunto por qué a los ku klux les gustarán los perros —dice
Sadie, rompiendo el silencio.
—Quemaos pero ensangrentaos —añade Chef—. A esta la he
asao con un espetón.
—A eso me refiero. ¿Por qué tiene que ser un perro y no, no sé,
un pollo? ¡O un cochino!
—Lo mismo no tienen pollos allí de donde vienen, ni cochinos.
Solo perros.
—O cosas que saben a perro.
Mi estómago agradecería que pasáramos a cualquier otro tema,
pero cuando Sadie se pone a desvariar, es mejor dejar que termine.
—Igual tendría que haberle echao pimienta o alguna especia —
bromea Chef.
Sadie agita la mano con desdén.
—A los blancos no les hables de pimienta ni de especias. Les
gusta la comía suavecita como el agua.
Chef entrecierra los ojos que coronan sus pómulos marcaos
cuando una salva de cohetes explota en medio del cielo, estruendo
al que siguen los estallíos de unas bombonas.
—No sé. Cuando estábamos en Francia, los gabachos no se las
apañaban mal del to con la comía.
Sadie entorna los ojos.
—¿Ya estás otra vez con tus ratas, Cordy?
—No digo en las trincheras. En París, donde estuvimos después
del armisticio. A las francesitas les encantaba cocinar pa los soldaos
de color. Aunque también les gustaba más hacer otras cosas. —
Guiña el ojo y saca una sonrisita pícara—. Nos preparaban filete
tártaro y cassoulet, confit de pato, ratatouille... Sadie, no pongas esa
cara, la ratatouille no lleva carne de rata.
Sadie no parece muy convencía.
—Bueno, no sé cómo serán los blancos de Francia, pero los de
aquí no habrían probao nunca un buen aliño si no nos tuvieran a los
Negros pa hacérselo. —Los ojos se le ensanchan—. Me pregunto
cómo oleremos los Negros pa los ku klux. ¿Creéis que pa su olfato
los Negros apestaremos como perros quemaos, y que por eso nos
persiguen? ¿Y habrá Negros allí de donde vienen? ¿Y si...?
—¡Sadie! —exclamo, perdiendo la poca paciencia que me
quedaba—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no uses esa
palabra? Al menos conmigo delante.
La avainillá de ella me mira y pone los ojos en blanco con tanto
empeño que a punto está de quedarse dormía.
—¿Por qué te pones así, Maryse? Siempre digo «Negros» con la
ene grande.
La apuñalo con los ojos.
—¿Y qué diferencia hay?
Todavía tiene el descaro de mirarme como si yo fuera tonta.
—Pues que así, con la ene grande, es como más respetuoso.
Al ver que no acierto a decir na, Chef interviene:
—¿Y nosotras qué sabemos si usas la ene grande o la ene
normal?
Ahora Sadie nos mira a las dos como si no supiéramos cuánto son
dos y dos.
—¿Cómo voy a decir negro con ene pequeña? ¡Eso sería un
insulto!
Ahora Chef también se queda sin palabras. Ni tos los científicos
del mundo juntos bastarían pa saber cómo funciona la cabeza de
Sadie. Aun así, Chef se aventura a insistir en el tema:
—Entonces ¿los blancos también pueden decir Negro con ene
grande?
Sadie menea la cabeza, como si fuera alguna ley escrita entre el
Levítico y el Deuteronomio.
—¡Jamás! ¡Los blancos siempre lo dicen con la ene pequeña! Y si
alguna vez intentan usar la grande, se merecen que les saques los
dientes por el cogote. ¡De verdad, mira que sois! ¡No entiendo que
unas Negras como vosotras me preguntéis algo así!
Retuerzo los labios en toa su maravillosa redondez, lista pa
explicárselo punto por punto, pero en ese momento Chef levanta un
puño y nos agachamos pa asomarnos por la pared de la azotea.
Hay tres ku klux entrando al callejón.
Van vestíos con túnicas blancas, con las capuchas levantás. El
primero es alto y desgarbao, y desde aquí le puedo ver la nuez. Sus
ojos brincan de un rincón a otro del callejón mientras con su nariz
aguileña olisquea el aire. Cuando ve la perra muerta, se acerca
aprisa, sin dejar de olisquear. Los otros dos ku klux (uno bajo y
corpulento y el otro to pecho musculoso) no tardan en unírsele.
Enseguía me doy cuenta de que hay algo raro en ellos. No son
solo esos disfraces ridículos. Ni porque estén olisqueando una perra
quemá y despedazá igual que la gente normal olería su comía.
Andan de un modo extraño, como rígidos y a trompicones. Y
respiran demasiao rápido. Esas cosas de las que te das cuenta a
poco que te fijes. Pero en lo que solo pueden reparar unos pocos
(gente como Sadie, Chef o yo) es en los movimientos de sus caras.
Porque se les mueven de verdad. No se les quedan quietas en
ningún momento, to el rato venga a ondular y retorcerse, como en
los espejos esos raros de las ferias.
El primer ku klux se pone a cuatro patas, con las palmas de las
manos bien pegás al suelo y las piernas doblás, de tal modo que se
queda apoyao sobre los deos de los pies. Saca la lengua y le da un
lametón largo a la perra muerta, de forma que los labios y la barbilla
se le manchan de sangre. El gruñío que nace en su garganta me
arranca un escalofrío. Entonces, sin pensarlo más, abre la boca to lo
que le da de sí, hunde los dientes en la perra y empieza a arrancarle
y engullir la carne. Los otros dos se ponen a cuatro patas pa comer
con él. Se me revuelve el estómago.
Miro a Sadie. Ya ha cogío posición y tiene a Winnie colocá, con los
ojos fijos y la respiración calmá. Ahora no mastica tabaco ni dice na.
Cuando se prepara pa disparar, se queda tan serena como una
llovizna de primavera.
—¿Crees que acertarás desde aquí? —susurra Chef—. ¡Están
demasiao juntos!
Sadie no responde, inmóvil ahora como una estatua. Entonces,
justo cuando los del desfile hacen estallar una traca de petardos,
aprieta el gatillo. La bala pasa al ras del codo doblao de uno de los
ku klux, se hunde en el cuerpo de la perra e impacta en lo que Chef
había metío dentro.
Cordy se trajo de la guerra el apodo de Chef, pero no porque
supiera cocinar (al menos, no platos normales). Los gabachos le
enseñaron a fabricar cosas pa reventar a los alemanes y socavar las
trincheras, cosas como la que había dejao dentro de la perra. En
cuanto la bala atraviesa el cadáver, ¡to salta por los aires! La
explosión es más estruendosa todavía que las de las bombonas, y
entonces me agacho y me tapo los oíos. Cuando me atrevo a mirar
abajo, lo único que queda de la perra es un manchurrón de sangre.
Los ku klux están tiraos en el suelo. Al desgarbao le falta media
cara. A otro, un brazo. Y el musculoso tiene to el pecho hundío.
—¡Joder, Cordy! —jadeo—. Pero ¿qué tamaño tenía esa bomba?
Se queda ahí de pie toa sonriente, maravillá de su trabajo.
—El suficiente, parece.
No ha sío solo la pólvora lo que ha fulminao a los ku klux. También
habíamos metío perdigones de plata y lascas de hierro en el
cadáver de la perra. Es la mejor manera de cargarse a estos
espectros. Saco el reloj de bolsillo de cuerda lateral que llevo en los
bombachos y miro la cara descubierta.
—Tú y Sadie traed la camioneta. —Señalo a los ku klux con la
cabeza—. Yo los iré preparando pa cargarlos. Daos prisa, no nos
queda mucho tiempo.
—¿Por qué tengo que ir yo a por la camioneta? —rezonga Sadie.
—Porque una vainilla que se anda paseando con un fusil tiene
que largarse de aquí pero ya —le recuerda Chef, que descuelga una
cuerda por la fachá del almacén.
No me quedo a discutir con Sadie, está siempre igual. Cojo la
cuerda y empiezo a escurrirme por ella. Hasta ahora hemos actuao
con toa la discreción posible, pero como aparezca alguien y se
encuentre con tres ku klux reventaos y tres mujeres de color... En
fin, tendremos un problema seguro.
Todavía no he llegao abajo cuando oigo hablar a Sadie.
—Creo que se han movío.
—¿Qué? —dice Chef, a la que tengo justo sobre mí—. Baja de
una vez y...
—En serio —insiste Sadie—. ¡Que los ku klux se están moviendo!
Pero ¿qué tripa se le habrá roto ahora? Me giro alrededor de la
gruesa cuerda, sin dejar de sujetarme bien con las piernas. No
puedo creer lo que veo: ¡los ku klux se están moviendo de verdad!
El más grande se ha sentao y se palpa el pecho hundío. El
corpulento también se revuelve y se mira el brazo que le falta. Pero
el larguirucho es el primero que se levanta, con la mitad de la cara
destrozá y tos los huesos al aire. Gira el ojo que le queda sano
hasta que lo detiene en mí, momento en que abre la boca y lanza un
alarío que de ninguna manera puede ser humano. Y entonces ya no
me cabe duda: las cosas van a ponerse muy feas.
El ruido repulsivo de los huesos al partirse, de los músculos y la
carne al dilatarse y tensarse, llena el aire. El desgarbao crece hasta
lo imposible, a la vez que se desprende de la piel con la misma
facilidad con que deja caer la túnica blanca. La cosa en que se ha
convertío no puede ser una persona. Medirá por lo menos tres
metros y tiene unas patas que se doblan hacia atrás como las de las
bestias, pa sostener un torso alargao el doble de ancho que el de un
hombre. De los hombros nacen unos brazos dotaos de huesos y
músculos gruesos que le llegan al suelo. Pero lo que más destaca
es la cabeza, que, alargá y curvá, termina en una afilá punta
huesuda.
Es un ku klux. Un ku klux de verdad. Toas las partes de esa cosa
son de una palidez ósea, incluías las garras, afilás como puñales de
marfil. Lo único que no es blanco son los ojos, de los que tendrá
como seis en total, una especie de cuentas pintás en rojo sobre
negro y distribuías en dos columnas de tres, una a cada lao de la
cabeza curvá. Pero, al igual que el hombre larguirucho, le falta la
mitad de la cara que le arrancó la bomba de Chef. Eso sí, con los
ojos que conserva me mira fijamente. Y lo que deben de ser los
labios del largo hocico se retraen, hasta que dejan a la vista una
nidá de colmillos afilaos como carámbanos... antes de lanzarse a la
carrera.
El del ku klux echándoseme encima cuando estoy colgá de la
azotea de un almacén es un momento que me encantaría olvidar.
Se oye el estallío de un fusil, y la bala le alcanza en el hombro. Otro
disparo y el segundo proyectil le agujerea el pecho. Cuando miro
arriba, veo a Sadie (clavá a una foto que vi una vez de Stagecoach
Mary), haciendo saltar los cartuchos al accionar la palanca. Dispara
dos veces más al ku klux antes de pararse a recargar. Pero los
balazos no lo han matao; solo lo han hecho brincar p’atrás,
ensangrentao, retorciéndose de dolor y enfurecío como un demonio.
Aun así, gracias a Sadie dispongo de unos valiosos segundos
más. Chef, por encima de mí, me llama con el brazo estirao. Pero no
puedo subir, no antes de que el ku klux me alcance. Cuando miro
desesperadamente en toas direcciones en busca de alguna
escapatoria, me fijo en una ventana. Me escurro por la cuerda,
cuyos hilos bastos me abrasan las manos. ¡Por favor, que esté
abierta! No lo está, aunque casi grito «¡Aleluya!» cuando veo que le
faltan los cristales de un lao. Me agarro al filo superior con una
mano a la vez que apoyo uno de mis zapatos planos marrones en la
parte de abajo. Oigo los gritos procedentes de arriba, y de soslayo
veo al ku klux, que corre y salta hacia mí, con las zarpas extendías y
las fauces abiertas.
Me cuelo por el hueco y me dejo caer al interior, justo antes de
que el ku klux se golpee contra la pared. Con el hocico alargao
rompe los cristales que quedan, al tiempo que le da mordiscos al
aire. De nuevo, oigo el fusil de Sadie, y el monstruo ruge de dolor.
Con la mirá puesta por encima de él, incrusta sus garras huesudas
en los ladrillos y empieza a trepar.
Observo la escena tendía entre fardos de algodón. Por suerte,
porque estaría hecha polvo de haber caío en el suelo de madera.
Con todo, me ha dolío horrores. Tardo unos instantes en girarme de
costao y ponerme de pie, toa magullá. Salvo por la luz que entra por
las ventanas, aquí dentro está oscuro. Y hace un calor asfixiante.
Sacudo la cabeza pa despejarme. Ya no se oyen más disparos, pero
me imagino que en la azotea se estará librando alguna pelea. Tengo
que subir otra vez pa ayudar a Chef y Sadie. Tengo que...
Me sobresalto cuando algo pesao embiste las puertas del
almacén. ¿Habrá distinguío alguien el escándalo que estamos
montando del ruido de los fuegos artificiales y demás y habrá venío
a mirar? Pero cuando las puertas reciben otra embestía, tan
enérgica que a punto está de derribarlas, sé que no ha sío una
persona. Los únicos que tienen la fuerza suficiente pa hacer algo así
son... Las puertas terminan de saltarse del quicio mientras le doy
vueltas a la idea, abriéndoles paso a la luz y los monstruos. Los
otros dos ku klux. Ahora sí: se me acabó la suerte.
Los reconozco al instante. A uno le falta un brazo, mientras que el
otro, tal vez el ku klux más grande que haya visto nunca, tiene un
hoyo que le ocupa el pecho lechoso. Ambos olisquean el aire en
busca de algo. Los ku klux no ven demasiao bien, pese a tener seis
ojos. Sin embargo, su olfato es más fino que el del mejor sabueso.
Enseguía dan conmigo y echan a correr a cuatro patas, gruñendo y
decidíos a acabar con su presa.
Pero, como decía, yo me dedico a cazar monstruos.
Y tengo una espá que canta.
Acude a mí en cuanto pienso en ella mientras mascullo una
oración, salía de la na pa solidificarse en mi puño ya preparao: una
empuñadura de plata unía a una nubecilla que fluye como el aceite
ennegrecío antes de disiparse. La hoja plana con forma de pétalo
que queda a su paso mide casi la mitad que yo y tiene diferentes
grabaos a lo largo del hierro oscuro. Una sucesión de visiones
bailan en mi cabeza, como ocurre siempre que la espá viene: un
hombre que extrae plata con los pies en carne viva en una mina de
Perú; una mujer que grita y expulsa la sangre del parto en la bodega
de un barco de esclavos; un niño que, hundío en el agua hasta el
cuello, vadea los campos de arroz de las Carolinas.
Y después está la niña. Siempre la misma. Sentá en un rincón
oscuro, atería, mirándome atemorizá con sus ojos enormes. Su
temor es muy poderoso, como el de un lago negro que amenazara
con ungirme en un bautismo horrendo.
«¡Vete!», le susurro, y me hace caso.
Salvo por la niña, las visiones son siempre distintas. Gente que
solo Dios sabe cuánto tiempo lleva muerta. La espá atrae sus
almas, y puedo oír sus cantos, una mezcla de idiomas cuya armonía
me envuelve, posándose en mi piel. Son ellos los que obligan a los
que están confinaos en la espá (los caciques y los reyes que los
vendieron) a invocar a los antiguos dioses africanos pa que se
manifiesten, y a bailar al son de las oraciones.
To esto ocurre en un instante. Tengo la espá en ristre y cogía con
las dos manos pa recibir a los ku klux que corren hacia mí. Pese a lo
enorme que es, la hoja siempre está bien equilibrá, como si la
hubieran forjao solo pa mí. De súbito, el hierro negro libera un
fogonazo, como si algún dios africano hubiera abierto un ojo
brillantísimo.
El primer ku klux queda cegao por el resplandor. Se detiene en
seco y estira el brazo sano pa apagar la pequeña estrella.
Retrocedo, en consonancia con los cantos que palpitan en mi
cabeza, guiándome por su ritmo, hasta que descargo la espá. La
hoja corta los músculos y los huesos tal que si fueran un saco de
carne correosa. El ku klux grita al perder el brazo que aún
conservaba. A continuación, le abro un tajo en el cuello descubierto,
y ahora sí, el monstruo se desploma, ahogándose entre borbotones
de sangre negruzca. El más grande de los ku klux se coloca
pesadamente sobre él, momento en que se oye un crujío seco que
creo que es el de la columna del monstruo herío.
Uno menos.
Aun así, el ku klux grande no piensa darme un respiro. Se lanza
contra mí, pero me aparto de un salto antes de que me aplaste. Al
mismo tiempo, hago un buen barrío con la espá, y aunque la bestia
aúlla, acomete de nuevo, de tal modo que casi me atrapa el brazo
con sus mandíbulas aplastantes. Me agacho y me hundo un poco
más en el laberinto de algodón empaquetao, por el que serpenteo
antes de embutirme en un rincón y quedarme quieta.
Puedo oír al ku klux, que rastrilla con las garras los fardos de
algodón, buscándome. Por suerte, la espá se ha apagao. Pero no
permaneceré oculta mucho más tiempo. Tengo que volver a
convertirme en la cazadora. Y acabar con esto.
«Vamos, hermano Conejo —me apremia mi hermano—. ¡Piensa
en algún truco pa engañar al hermano Oso!».
Saco el reloj de bolsillo y lo beso. Tan rápido como soy capaz, me
levanto y lo tiro pa que tintinee al golpearse contra el suelo de
madera. El ku klux gira aprisa sobre los talones y empieza a dar
zarpazos en la dirección del ruido. Entonces me encaramo a los
fardos, corriendo y saltando de uno a otro, hasta que llego a donde
la bestia está agachá, olisqueando el reloj, que no duda en aplastar
de un pisotón.
Y eso me enfurece más que ninguna otra cosa.
Al tiempo que doy un grito, me embalo hacia el monstruo, mientras
en mi cabeza los cantos se vuelven ensordecedores.
Me echo sobre el lomo de la fiera y le clavo la hoja en la nuca.
Antes de que me tire a un lao, me agarro a los bultos de su cabeza
puntiaguda y, con el peso de mi cuerpo, termino de hundirle la espá.
El ku klux se sacude entre espasmos antes de caer boca abajo,
como si los huesos se le hubieran vuelto de gelatina. Yo caigo con
él, con cuidao de que no me aplaste, sin soltar en ningún momento
la empuñadura plateá de la espá. Una vez que recupero el aliento,
me examino rápidamente pa comprobar que no tengo na roto.
Después me levanto, aprieto un pie contra la espalda de la bestia
muerta y extraigo la hoja. Una sangre oscura chisporrotea sobre el
hierro negro como un chorro de agua que hubiera caío en una
sartén candente.
Al ver de soslayo que algo se mueve, me doy media vuelta. Pero
son Sadie y Chef. El repentino alivio hace que los músculos se me
relajen y que los cantos de mi cabeza se reduzcan a un murmullo.
Chef deja escapar un silbiito cuando ve los dos ku klux muertos.
Sadie se limita a gruñir, lo más parecío a un elogio por su parte.
Menuda pinta debo de tener. En algún momento se me tuvo que
caer la gorra, y el pelo, ahora to suelto, me enmarca la cara acafetá
como un nubarrón enmarañao.
—¿Has invocao tu espetón? —pregunta Sadie mientras mira mi
espá.
—¿Y el de arriba? —digo, ignorándola y respirando
trabajosamente.
Sadie le da una palmaíta a Winnie en respuesta.
—Hicieron falta unos cuantos balazos.
—Además del cuchillo, cuando la cosa se puso complicá —añade
Chef, que acaricia su recuerdo de la guerra.
El desfile se ha alejao, pero todavía se oyen la banda y los
petardos, como si nadie hubiera estao peleando a muerte con unos
monstruos a unas calles de distancia. De toas maneras, alguien
acabará distinguiendo el estruendo de las tracas del fusil.
—Tenemos que largarnos de aquí —digo—. Lo que menos falta
nos hace es que aparezca la policía.
Las autoridades de Macon y los klanes no se llevan muy bien. Qué
sorpresa, ¿verdad? Al parecer, a la policía no le hace gracia que
amenacen con presentar a uno de los suyos pa sheriff. De toas
formas, eso no quiere decir que la policía se porte bien con la gente
de color, así que procuramos no cruzarnos con ellos.
«Cuando el hermano Oso y el hermano León se pelean —
recuerdo que decía mi hermano—, es mejor que el hermano Conejo
salga corriendo».
Chef asiente.
—Vamos, vainilla. ¿Se puede saber qué haces ahí?
Cuando me giro, veo a Sadie pinchando un fardo de algodón con
el fusil.
—Vosotras nunca habéis trabajao en el campo —masculla—, así
que es normal que no lo sepáis. Pero julio es cuando empieza la
recogía. Este tipo de almacenes tendrían que estar vacíos.
—¿Y qué? —Miro nerviosa el callejón. No tenemos tiempo pa
esto.
—Pues que —responde mientras introduce la mano en un fardo—
quiero ver qué es lo que esconden. —Cuando retira el brazo,
aparece en su mano una botella de cristal oscuro. Con una sonrisa,
extrae el corcho y da un trago que la hace estremecerse.
—¡Whisky de Tennessee! —celebra.
Chef se agacha junto a otro fardo, en el que rebusca con el
cuchillo hasta que saca dos botellas más.
Ahora soy yo quien gruñe a Sadie. El whisky de Tennessee se
vende a precio de oro, con eso de que todavía está lo de la ley seca.
Y salir a cazar monstruos comporta muchos gastos.
—Nos llevaremos to lo que podamos, pero ¡hay que andarse
vivas!
Miro al ku klux muerto. El pellejo blanco ahuesao ya se le ha
puesto gris, y las escamas que se desprenden de él echan a flotar
como las cenizas de un papel, pa después reducirse a polvo ante
nuestras narices. Es lo que les sucede a los ku klux cuando los
matas. El cuerpo se desmigaja sin más, como si no fuera de este
mundo, y te puedo asegurar que no lo es. En cosa de veinte minutos
no quedarán sangre ni huesos ni na, solo polvo. Es como pelear
contra las sombras.
—¿Te ayudamos? —Chef señala los restos del ku klux.
Meneo la cabeza y sopeso la espá.
—Vosotras traed la camioneta. Nana Jean nos espera. Ya me
encargo yo de esto.
Sadie resopla.
—Con la que has montao con la perra, y ahora ni pestañeas.
Las miro mientras salen y luego vuelvo a fijarme en el ku klux
muerto. Sadie no lo entiende. La perra no le había hecho daño a
nadie. Los espectros, en cambio, son malvaos y hay que acabar con
ellos. Con eso no tengo remilgos. Levanto la espá y, descargándola
con firmeza, le corto el brazo a la bestia a la altura del codo. Salta
sobre mí un chorro de sangre que, al instante, se transforma en una
voluta de polvo. En mi cabeza, los cantos de los esclavos fallecíos
en el pasao y de los caciques confinaos resurgen de nuevo. Cuando
me doy cuenta, los estoy tarareando, absorta en la canción rítmica
de mi espá, mientras comienzo la horripilante faena.
2

E l alboroto del desfile se apaga según dejamos atrás el centro


de Macon en nuestra vieja y destartalá camioneta Packard, con
sus puertas verdes descolorías, su motor descacharrao y sus
neumáticos to llenos de parches. Pero funciona tan bien como los
modelos más modernos, asegura Chef. Es ella quien conduce,
mientras llena el habitáculo con el denso humo amaderao de su
cigarrillo.
—¿Por qué siempre tengo que sentarme yo en el medio? —se
queja Sadie, apretujá entre nosotras con el Winchester entre las
rodillas—. ¿Y por qué siempre tiene que conducir Cordy?
—Porque yo soy la mayor —aclara Chef sin retirarse el
Chesterfield de los labios.
—¿Y qué? Yo cumplí veintiuno el mes pasao. Seis años más
tampoco son tanto.
—A ver si esto te vale: yo soy la que condujo este trasto en
Francia. Así que, si pude evitar las minas de los alemanes, también
podré evitar los baches de Macon. —Da un volantazo como pa
demostrar su argumento.
—Ya, ¿y por qué a Maryse le toca la puerta? Solo me lleva cuatro
años.
—¿Porque a mí no me da por descolgarme por la ventanilla pa
dispararles a los conejos?
Sadie pone los ojos en blanco.
—Primero te dan pena los perros y ahora los conejos.
—Si quieres, puedes pasarte atrás. —Chef señala con el pulgar la
caja de la camioneta, cubierta con una abultá lona parduzca. Sadie
refunfuña y encorva el cuerpo, abatía. Nadie quiere ir con la carga
que llevamos.
Miro por la ventana y leo los anuncios que cubren las paredes de
la ciudad. Hay uno de chicles Wrigley’s Spearmint. Otro con el niño
del impermeable amarillo de Uneeda Biscuit, que lleva una caja de
galletitas salás. Pero en lo que más me fijo es en un cartel que
ocupa toa la fa-chá de un edificio. En él aparecen dos soldaos de la
Guerra Civil (uno de azul y el otro de gris) que se estrechan la mano
bajo una bandera americana de colores estridentes. En rojo pone D.
W. G , y luego, en letras grandes y blancas, E
. ¡N
!, dice otro rótulo. ¡E
S M !
Sadie se echa sobre mí, saca el cuerpo por la ventanilla y empieza
a lanzarle insultos al cartel.
No puedo culparla.

Veamos, el segundo Klan se formó el 25 de noviembre de 1915. Fue


en lo que llamamos el Día D, o la Noche Demoníaca, cuando
William Joseph Simmons, un viejo brujo, se juntó con otros quince
en Stone Mountain, al este de Atlanta. Según cuentan, leyeron unos
pasajes de un libro de conjuros que estaba escrito con sangre sobre
piel humana. Yo no sé cuánto habrá de verdad en eso, pero sí que
fueron ellos los que invocaron a los monstruos a los que llamamos
«ku klux». Y to empezó con esa condená película.
El nacimiento de una nación está basá en un libro. O, mejor dicho,
en dos libros: The Clansman y The Leopard’s Spots, ambos de
Thomas Dixon. El padre de Dixon era un esclavista de Carolina del
Sur, perteneciente a la Confederación. Y también era hechicero. Por
lo que tengo entendío, muchos de los mandamases de la
Confederación estaban metíos en la hechicería, además de otras
cosas turbias. Jeff Davis, Bobby Lee, Stonewall Jackson... Tos ellos
se habían confabulao con algo peor que el demonio.
El primer Klan apareció al término de la guerra. Nathan Bedford
Forrest (otro hechicero malvao) y otro puñao de rebeldes resentíos
les vendieron el alma a los poderes malignos. Al principio, se hacían
llamar «los Jinetes de la Noche». Los libertos preferían llamarlos
«brujos». Por lo que se cuenta del primer Klan, ¡sus miembros
tenían cuernos y parecían bestias! Hay quien cree que no son más
que supersticiones de morenos. Aun así, algunos antiguos esclavos
supieron ver aquello en lo que Forrest y los odiosos rebeldes se
habían convertío: en monstruos, como los ku klux estos.
Los libertos (Robert Smalls y su gente) ayudaron a acabar con el
primer Klan. Los miembros se desbandaron, pero el mal que habían
traío sobrevivió: se azotaba y se asesinaba a la gente de color que
iba a votar, se la apartaba del gobierno, se llevaron a cabo
masacres de las que surgieron las leyes de Jim Crow que aún hoy
nos siguen ahogando. Es difícil asegurar quién ganó la guerra y
quién la perdió.
Pero a algunos no les bastaba con eso.
El padre de Thomas Dixon, miembro del primer Klan, inició a su
retoño en la hechicería oscura. El hijo escribió sus libros a modo de
conjuro, concebíos pa entregar el alma de los lectores a los poderes
malignos, pa resucitar el Klan. Pero como los libros no llegaban a to
el mundo, se sumó a la causa D. W. Griffith. Así, este y Dixon se
pusieron a urdir un plan, hasta que dotaron a aquellos libros de un
nuevo tipo de magia: la de las filmaciones cinematográficas.
Cuando en 1915 se estrenó El nacimiento de una nación,
corrieron ríos de tinta sobre lo bien que reflejaba la realidad, de un
modo insólito. Las entrás se agotaban semana tras semana, mes
tras mes. Se proyectó en el Tribunal Supremo, en el Congreso e
incluso en la Casa Blanca. Los blancos devoraban aquellas
imágenes que mostraban a unos hombres blancos embetunaos
persiguiendo a unas muchachas blancas. Las mujeres blancas se
desmayaban en la butaca. Tengo entendío que un blanco que
llevaba una pistola le disparó a la pantalla porque, decía, «intentaba
salvar a la buena damisela del maldito moreno salvaje». Cuando los
miembros del Klan acuden to gallardos montaos en sus caballos pa
salvar la situación, los blancos enloquecen, «como un pueblo
poseío», según la prensa, lo que no se alejaba mucho de la verdad.
Dixon y Griffith habían lanzao un conjuro que llegó a más gente de
la que podía llegar ningún libro.
Aquel mismo año, Simmons y su contubernio se reunieron en
Stone Mountain. El nacimiento de una nación les había
proporcionao cuantas almas necesitaban pa despertar los viejos
poderes malignos. A lo largo y ancho del país, incluso los blancos
que jamás habían oío hablar del Klan sucumbieron al hechizo de las
imágenes que se movían. Se convencieron de que el Klan eran los
héroes del sur; y la gente de color, los monstruos.
Dicen que Dios es bueno siempre. Se ve que también a él le gusta
la ironía.

Salimos del centro, dejando atrás las cuidás mansiones de College


Street pa acceder a Pleasant Hill, con sus edificaciones rurales de
una planta, sus barracas pintás de colores chillones y sus casas de
morenos acomodaos. Los libertos se instalaron en Pleasant Hill,
cerca de College Street, pa que así los blancos tuvieran cerca sus
cocineros y sus criás. Cuentan con sus propios abogaos, médicos,
tiendas y to lo que se te ocurra, como si fuera un Macon aparte.
Pero sigue sin haber cableaos del telégrafo, y como las calles
están sin asfaltar, la camioneta no para de levantar polvo bajo el
calor seco de julio. Hace dos años, Pleasant Hill se quedó sin agua.
No se podía bañar a los críos, ni cocinar ni lavar. Las reparaciones
se llevaron a cabo con toa la parsimonia del mundo. Aquí solo
vienen cuando algún moreno se escapa de una cadena de
presidiarios. Entonces sí, la policía de Macon aparece con sus
motos pa agredir a to el que se cruza en su camino.
Pasamos frente a un cementerio pa gente de color, tomamos una
curva larga y seguimos por un tramo bacheao que incita a Sadie a
soltar una retahíla de quejas. La granja de Nana Jean da la
impresión de que estuviera abandoná, con su terreno comío de
hierbajos y sus plantas enmacetás. La casa, de una altura, es de
tamaño modesto y está protegía por un techo inclinao que se
sostiene sobre cuatro postes y del que sobresale una chimenea de
ladrillo entre los maderos, deslavaos por el sol y castigaos por la
lluvia. Solo destaca la puerta principal, de color azul claro, a juego
con la cubierta del porche y los marcos de las ventanas.
En cuanto Chef detiene la marcha, Sadie me apremia pa que me
baje. No he llegao a abrir la puerta cuando veo que una cara asoma
del granero del fondo y se nos queda mirando con unas gafas de
soldador. La sigue el resto del cuerpo: una mujer que lleva un mandil
gris, propio del mismo oficio y manchao de hollín, encima de un
vestío blanco. Se sube el doblaíllo y se nos acerca aprisa, calzá con
unas botas negras de cordones. ¡Madre mía, sí que corre la choctaw
esta! Cuando termino de apearme, ya ha llegao a la camioneta.
—¿Lo tenéis? —jadea a la vez que se sube las gafas tintás.
—Buenos días también pa ti, Molly —la saluda Chef mientras
desmonta.
—Que si lo tenéis —insiste, fruncía la cara redonda y estirá al
máximo en el metro y medio que mide. Con una mano enguantá se
mete los mechones canosos en el gorro con el que lleva recogío el
pelo. Molly Hogan es una especie de científica, y cuando se le mete
algo en la cabeza, ya no atiende a otra cosa.
—Atrás —respondo. Me sigue hasta donde está Chef, que levanta
la lona. En la caja, entre dos fardos de algodón, hay unos
recipientes de cristal llenos de un líquido turbio. Uno contiene la
cabeza de un ku klux, con la cara apretá contra el interior del
recipiente; otro, una mano, con las garras alargás y to eso; y el
tercero, un pie casi entero.
—Habría preferido unos restos intactos —lamenta Molly, que
inspecciona los recipientes como si estuviera en la carnicería.
—No tienes na pa meter un cadáver entero —le recuerdo.
—¿Al menos están todavía en la fase durmiente? —«Durmiente»,
es su forma de referirse a cuando los ku klux se hacen pasar por
humanos. Molly no tiene la vista. Pa ella, lo que se conserva en ese
líquido es la cabeza, las manos y los pies de un hombre, no los de
un monstruo. Los científicos son muy raros.
—Me temo que no —digo—. ¡Y de na! Hemos estao a punto de
morir cazando estas cosas. Creíamos que habíamos acabao con
ellas, pero se volvieron a levantar, y te aseguro que no estaban
durmientes. ¡Las hemos pasao canutas!
Molly me observa como si acabara de reparar en la mala pinta que
traigo. De las comisuras de sus párpados nacen unas finas patas de
gallo.
—¿La bomba de Cordy no ha funcionado?
—Mi munición no tenía na de malo —se indigna Chef.
Molly nos mira poco convencía.
—Tendría que haber habido hierro y plata en la cantidad suficiente
para...
—Que tendría es una cosa —la interrumpe Chef—, y que fuese
así otra.
Molly frunce el ceño y grita pa el granero. Salen a la carrera cuatro
mujeres, toas vestías como ella pero más jóvenes: una es de mi
edad; otra, más o menos de la de Sadie; y otra acaba de cumplir los
dieciocho. Siguen las indicaciones de Molly y se ponen a recoger los
recipientes. Hacen falta dos pa levantar cada uno de ellos. A la
mayor, que se llama Sarah, casi se le escurre su extremo. Chef lo
coge en el último momento y ella se pone to roja de agradecía.
Cuando Chef le responde con una sonrisa fugaz, se ruboriza todavía
más. Le doy un codacito en el costao.
—¡Ay! ¿Qué haces?
—Mejor no buscarnos ese tipo de problemas.
Chef suelta una risita y mira a Sarah mientras se aleja.
—Pa mí esas caderitas no suponen ningún problema.
Nos erguimos cuando Molly se gira hacia nosotras.
—¿Y ese algodón?
Sadie, que se había sentao encima de un fardo, saca una botella y
la agita juguetonamente.
—¡Whisky! —ríe Molly—. ¿De dónde lo habéis sacado? —Vuelve
a ponerse seria—. Perdonadme si he sido una grosera. Estoy algo
desbordada, con tres destilerías que atender, por no hablar de mi
otro trabajo. —Señala la casa con la cabeza—. Entrad y comed
algo. Os llamaré cuando todo esté listo.
Se va pa los graneros y nosotras nos dirigimos a la casa. Por el
camino pasamos junto a unos arbolitos de cuyas ramas cuelgan
unas botellas de color azul marino, que la brisa cálida del verano
hace silbar débilmente. Al igual que con la puerta y la cubierta del
porche, ese azul está ahí pa espantar a los espectros. Los gulás
dicen que las botellas atrapan a los malos espíritus. No sé de qué
pueden servir con los ku klux, pero yo no soy quién pa cuestionar a
Nana Jean. Oímos un ruido de cantos y aplausos que procede del
interior. La puerta está entorná y cuando la abrimos del to, lo que
vemos nos sobrecoge.
Se está celebrando un cántico. En el centro del salón, cinco
hombres y mujeres, tos de cabello entrecano, han formao un corro y
desfilan en el sentío opuesto al de las agujas del reloj al son de las
voces. Esos son los cantores. El que marca el ritmo es el hombre
del bastón, inclinao sobre la vara con la que golpea el suelo. Tras él
están los tres coristas, que llevan un peto estropeao por el trabajo y
aplauden con unas manos igual de estropeás. Dan voces en
respuesta al líder, el tío Will, que con su pecho enorme y tocao con
un sombrero de paja, grita pa que tos lo oigan:
¡Toca, Gabriel!
El día del juicio.
¡Toca la trompeta!
El día del juicio final.
¡Dios te llama!
El día del juicio.
¡Claman los ángeles!
El día del juicio final.

Este cántico procede de los tiempos de la esclavitud, pero cuando


oyes entonarlo al tío Will, suena todavía más antiguo. Los esclavos
aprovechaban los descansos de los domingos pa organizar
cánticos. O también salían al bosque en secreto. Allí se juntaban y
hacían así: el líder, el hombre del bastón y los coristas cantaban,
daban palmas y batían el suelo con los pies mientras los cantores
describían círculos al ritmo de los cantos. Durante el cántico tienes
que moverte como te dicte el espíritu, y no puedes parar hasta que
él te lo permita. ¡Y ni se te ocurra abandonar el baile! Al menos, si
no quieres que el tío Will se enfade y te eche uno de sus sermones.
Porque el cántico no consiste solo en una canción, sino también en
la forma de moverse. Según él, los cánticos como este son los más
poderosos, porque hablan de sobrevivir a la esclavitud, de rezar por
la libertad y de pedirle a Dios que acabe con tanta vileza.
Siento que mi espá aparece levemente sobre mi mano, como si
fuera algo fantasmagórico y estuviera mitad en este mundo y mitad
en otro. Los cantos resurgen en mi cabeza, y los caciques y los
reyes gimen mientras aquellos a los que vendieron afluyen hacia la
hoja en forma de pétalo, al tiempo que los antiguos dioses
despiertan y se mecen con el cántico. Una luz inunda el salón: nace
de los miembros del corro, escapando en forma de rayos
chisporroteantes a partir de la vara del hombre del bastón y dejando
rastros cegadores allí por donde los cantores pasan los pies, sin
llegar a cruzarse nunca. El resplandor se lo traga to, incluso a una
niña pequeña que musita asustá antes de desvanecerse en el
humo. Mi espá bebe de toa esa magia, y los cantos de mi cabeza se
fortalecen. Pero no viene solo hacia mí; la mayor parte de la luz se
concentra en la mujer que ocupa el centro del salón, ataviá con un
vestío azul espectral: Nana Jean.
La magia se bate contra ella, contra sus brazos largos, que
parecen estar hechos de una tierra negra y compactá que engulle la
luz. Se le desprende en goterones de las yemas de los deos y cae
en las botellas que hay repartías a su alrededor, donde el líquido
coge el tono dorao de la miel, reluciente como un farol. Aunque ya
he visto a esta gulá hacer esto muchas veces, me sigo quedando
boquiabierta.
Cuando el cántico cesa, la luz se extingue. Los cantores, los
coristas, el hombre del bastón y el tío Will están empapaos de sudor,
como si le hubieran dao mucho trabajo a su espíritu. Nana Jean se
deja caer con pesadez en una silla, y su cuerpo entrao en carnes
hace crujir el armazón mientras unos muchachos les ponen un
corcho a las botellas y las colocan en unas jaulas.
Esta es la receta de Nana Jean que nadie más conoce: un poco
de maíz, un poco de licor de cebá y un poco de la magia de las
raíces gulás. Pa algunos este líquido es una bebía, suave como la
ginebra y fuerte como el whisky. Otros lo usan pa bendecir su casa,
o pa darle una friega a un recién nacío. La gente lo llama de toas las
maneras: «Lágrimas de Mama», «Agua Pura» o «Aguaemami». Sin
embargo, en las botellas pone el nombre bien claro: «Agua de
Mama».
Pa Nana Jean es una protección. Lleva algo de magia pa espantar
a los males de hoy en día, como los klanes, los linchamientos o las
turbas. Y los ku klux. Puede que funcione, o puede que no. En
cualquier caso, este mejunje es una de las mejores maneras que
hay pa ganar dinero en el condao. Cuando Sadie, Chef y yo no
estamos persiguiendo ku klux, nos dedicamos a distribuir el Agua de
Mama por media Georgia. Como decía, esto de cazar monstruos no
se paga solo.
Con el olor a comía que me llega desde una de las mesas se me
hace la boca agua. Los demás ya se han colocao alrededor y se
están llenando el plato. Me dispongo a unirme a ellos cuando siento
que Nana Jean me llama con la mirá. Suspiro. Parece que la comía
tendrá que esperar. Me giro y me escurro entre los otros pa
acercarme a ella.
Esta vieja es la razón por la que ahora estoy en Macon. Hace tres
años oí su llamá, allá en Memphis, un canturreo que se paseaba
con el viento como las semillas de diente de león durante el Verano
Rojo. Me llegó cuando recorría los bosques de Tennessee,
enloquecía, espá en mano, vengándome de los ku klux por lo que
habían hecho. Sadie igual, empezó a sembrar la muerte roja por
Alabama, en compañía de Winnie, después de que los ku klux
asesinaran a su abuelito. Cordy regresó a Harlem al volver del
frente, y luego marchó a Chicago, huyendo de sus pesadillas, donde
decía que veía monstruos. Pero Nana Jean nos ordenó que
parásemos, que la escuchásemos y acudiésemos a ella. Nos
incorporó a sus filas pa librar esta guerra.
—Nana Jean —la saludo respetuosamente.
Se queda sentá en la enorme silla. El encrespao cabello cano le
llega a los hombros, casi tan vaporoso como el mío cuando no me lo
recojo. El olor de la tierra labrá rellena el espacio que nos separa
mientras me estudia con sus ojos entre castaños y doraos. Se fija en
mi mano derecha y frunce el ceño. Aunque mi espá ha desaparecío,
sé que ella puede ver su rastro fantasmal. No le hace gracia esa
arma, ni tampoco su procedencia. Dice que los regalos de los
espectros se pagan caros. Pero ella tiene su magia y yo tengo la
mía.
—¿Eos demoneos buckrah os fan echo un problema?
Nana Jean se crio con los gulás aunque ha pasao casi toa su vida
en Macon. Dice que su pueblo está ligao a las islas Carolinas, así
que llevar lejos tanto tiempo la tiene un poco apagá. Pero pa mí que
su gulá no está ni mucho menos apagao.
Cuando le cuento lo ocurrío, sus cejas espesas se enarcan como
orugas blancas.
—¿Nuna punzeó demoneos buckrah e vido si se estaban
muertos?
Ahora soy yo la que frunzo el ceño.
—Sé distinguir a un ku klux muerto de uno vivo. La plata y el hierro
los alcanzaron, y se volvieron a levantar.
Nana Jean chasquea la lengua.
—¡Ki! ¡Demoneos buckrah no nunca atraen enná bueno! —
Después, más serena, añade—: Si no ni la plata sirve pa na, eo
problema es serio en verdad. Quel Seníor nos aude.
—Na que no podamos arreglar. —Me hago la valiente, pero
comparto su intranquilidad.
—No los fabréis matao los buckrah necios.
Los «demoneos buckrah» son como ella llama a los ku klux.
«Buckrah necios» lo reserva pa los klanes que no se han convertío.
Le preocupa mucho que no matemos a los que todavía son
humanos. Dice que tos los pecadores deben tener la oportunidad de
enmendarse. Tal vez. A mi parecer, un klan menos es una
posibilidad menos que aparezca un ku klux. Pero me atengo a sus
normas y meneo la cabeza.
Nana Jean asiente y mira a los cantores. El tío Will conversa con
una mujer menuda que lleva un vestío liso, marrón como su pelo
recogío; es la viuda alemana, Emma Krauss. Su marío tenía una
tienda en el pueblo, pero la gripe se lo llevó en 1918. Ella sigue
regentando el negocio y hace algo de contrabando con nosotros.
Pero en Alemania estudiaba música, y ahora le encanta asistir a los
cánticos. Se pasa el día tomando notas sobre las canciones y
preguntando cómo surgen.
—¿Cuándo se marcha esta gente?
Nana Jean refunfuña.
—Eos dice quel viernes. Nen temor al predicaor vanidoso. Dice las
raíces nen a ver con la brujería. —Resopla—. Ha que ser mu
vanidoso.
Esto no es bueno. Los cantores son necesarios pa elaborar el
Agua de Mama, aunque algunos dicen que no conviene mezclar las
raíces con los cánticos. Seguro que no es por el contrabando. Nana
Jean cree que es mejor que la gente viva, que ya habrá tiempo de
llorar por su alma. Al tío Will lo tiene convencío, más que na porque
está prendao de ella.
—Pero pue se queen pa atragar mes veandas. —Me guiña un ojo.
Ahora que habla de comía, me entra un hambre que se me debe de
ver en la cara—. ¡E i co un plato tes que eos devoren mes veandas!
No me hace falta mirar pa saber que se refiere a Sadie. Esta chica
podría comerse una vaca entera, pero solo Dios sabe dónde lo
mete. Cuando me giro pa retirarme, Nana Jean me agarra del brazo.
Tiene la cara toa encendía y los ojos entre castaños y doraos
candentes como el sol.
—¡Noche, i oí tres gallos le cantaba la luna! —sisea—. ¡E la
mañana i vi na rata a engullé na serpente enorme, enorme! En eo
sueño estaan to en sangre el hombre buckrah con la cabeza roja.
Eu malo augurio. Malo, malo, malo. Eas tu hermanas. —Inclina el
mentón tembloroso hacia Sadie y Chef—. Cuidá una a otra. Eos
ahora tiempos maliciaos. A tempesta e acerca.
Hasta que no me suelta y se echa contra el respaldo, no me doy
cuenta de que estaba conteniendo la respiración. ¿Qué demonios
ha sío eso? Pero la gulá ha cerrao los ojos y se ha quedao
tarareando con un hilo de voz. Me desprendo como puedo del frío
que se me ha metío hasta los tuétanos y voy con las otras.
Cuando cojo un plato y me siento, ¡estoy famélica! Hay arroz con
ostras, gambas picantes con sémola, quimgombó frito, pescao a la
brasa y pastelillos de maíz dulces y salaos. Me cuesta contenerme
las ganas de chuparme los deos. Sadie, sentá a mi lao, gime y se
frota la barriga mientras al otro lao de la mesa Chef y la viuda
alemana discuten a voz en cuello.
—¿Qué les pasa? —pregunto.
—Lo de siempre —dice Sadie.
Acerca un periódico de Nueva York (Emma hace que se los
traigan a la tienda) donde aparecen unas fotos que recuerdan al
atentao que hubo en 1920 en Wall Street, y me pasa un panfleto.
Hay dibujaos tres hombres (uno de color, otro blanco y otro que
parece chino) dándole martillazos a un globo terráqueo rodeao de
cadenas. ¡O , !, pone. Seguro que es obra
de Emma. Chef lo mira por encima, dice que es palabrería
bolchevique.
—Y no me gusta que se emplee a la gente de color como tropa de
asalto en vuestra revolución —insiste—. Esto no es Moscú.
—Nein —admite Emma—. Pero también están las injusticias de la
Rusia del zar. Los aparceros reducidos a meros siervos. La
degradación del obrero. Los prejuicios raciales. ¡Todo eso lo
erradicaría el socialismo!
—¿El socialismo va a enmendar a los blancos?
—Cuando el obrero blanco pobre sea consciente de todo lo que
tiene en común con el de color...
Chef se ríe.
—Tus obreros blancos pobres serán los primeros en lincharnos.
En Chicago expulsaron de los sindicatos a los de color. —Se inclina
hacia Emma—. Cuando era una cría, los blancos se sublevaron
porque Jack Johnson tumbó a un blanco en un cuadrilátero un
Cuatro de Julio. Empezaron a perseguir a los morenos desde Nueva
York hasta Omaha. Degollaron a un hombre de color en un tranvía,
solo porque dijo quién había ganao el combate. ¿Crees que Marx
podría arreglar eso?
Emma frunce el ceño. Me lleva diez años, aunque cuesta de
apreciar, con su cara menuda escondía tras unas gafas redondas.
—Debemos trabajar para demostrarles que también a ellos los
están explotando. Y no aquellos a quienes les han enseñado a
odiar, de lo que no obtienen beneficio alguno.
—Pues verás, no estoy de acuerdo —replica Chef—. Porque los
blancos sí que sacan algo de ese odio. Quizá no un sueldo, pero
saber que nosotros estamos abajo y ellos arriba... les vale lo mismo,
si no más.
—Pero ¿no concibes una sociedad mejor? —porfía Emma—.
¿Donde los de color y los blancos trabajen juntos por el bien
común? ¿Donde las mujeres sean iguales que los hombres? Yo no
apoyé la Gran Guerra, que fue una apuesta capitalista. Pero tú sí
luchaste. Aunque tuviste que hacerlo desempeñando la labor de un
hombre, para unirte a los soldados de Harlem, los Luchadores del
Invierno.
—Del «Infierno» —la corrige Chef.
—¡Ay! Bueno, ya sabes lo que quiero decir: debemos atrevernos a
imaginar un mundo más igualitario.
Chef menea la cabeza.
—Con imaginarse las cosas no basta. Yo digo que los morenos
tendrían que embolsarse más dinero, como hacen los blancos.
Debería haber más Rockefellers y Carnegies entre nosotros. Mi
gente ya tiene bastantes problemas como pa meterse en los
asuntos de los bolcheviques. ¿No has pensao nunca que a tu gente
os iría mejor si no fueras por ahí pregonando el comunismo?
Emma esboza una sonrisa triste que le saca unos hoyuelos en las
mejillas.
—Si mi gente amasa dinero, somos unos «capitalistas
codiciosos». Si pedimos una sociedad igualitaria, somos unos
«bolcheviques inmundos». Los que quieren odiar a los judíos,
siempre encontrarán un buen motivo. Colgaron al pobre señor Frank
aquí en Georgia, al fin y al cabo, en contra de toda lógica y toda ley.
Chef gruñe.
—Ni la lógica ni la ley valen de na cuando los blancos se empeñan
en hacer las cosas a su manera.
Las dejo con su discusión, aparto el panfleto y saco mi libro. Está
to doblao y ajao, pero la cubierta aún se conserva bien: C
. Lo abro y me sumerjo en sus historias hasta
que Sadie me da un codacito.
—¿Cuántas veces te has leío ya la cosa esa?
Me encojo de hombros.
—Nunca he llevao la cuenta.
—¿No tienes más libros?
—Era de mi hermano. —Hasta ahora no se lo había dicho a nadie.
—Ah. ¿Lo escribió él?
—No, pero solía leérmelo.
—¿Te leía las historias del hermano Conejo y el hermano Oso?
—Y las del hermano León y el Niño Brea...
Una sonrisa me tensa los labios cuando recuerdo su voz, siempre
emocioná con la narración.
—El abuelito conocía muchas historias —dice Sadie—. No de
animales que hablaban, sino de luces espectrales, de brujas que
vivían en los ríos y de gente que podía volar. Decía que los esclavos
de África tenían alas, pero que los blancos se las cortaron pa que no
pudieran volver a casa. De yo niña, me decía que mi mama se fue
volando así. Hasta tiempo después no entendí que se refería a que
se había escapao.
La mama de Sadie limpiaba en la casa de no sé qué blanco muy
importante de Alabama. Un día se cruzó con ella muy de cerca y
él... en fin, le hizo algo muy feo. Cuando su mama se marchó, la
recogió su abuelito. Nunca dijo quién era el papa, porque sabía la
destreza con que Sadie manejaba el fusil, y que la niña era... como
era. Se da cuenta de que la estoy mirando y se encoge de hombros,
enfundá en su peto demasiao grande.
—Puede que mi mama sí que sacara sus alas y echase a volar
como un pájaro. Que se fuese donde ya nadie le pudiera hacer
daño. No la culparé por eso.
Lo comenta con la naturalidad de quien habla del tiempo. Pero
algo en su voz me deja ver el dolor que lleva en lo más hondo de su
ser, como lo llevamos tos. Yo también me acuerdo de mi mama, de
los tarareos con los que me dormía y con los que endulzaba las
mañanas. Mi hermano y yo nos quedábamos echaos, escuchándola,
arropaos con su voz.
—¿Y esta noche qué hacemos? —me pregunta pa cambiar de
tema.
—No sé si Nana Jean tendrá un recao pa nosotras.
—¡Pfff! ¿En Cuatro de Julio? ¡A la entrepierna de tu hombre no le
va a hacer ninguna gracia!
—Oh. —Vuelvo a mi libro.
—¿Oh? ¿Eso es to lo que vas a decir? Llevamos dos semanas
pasando el Agua de Mama. Y acabamos de volver de cazar ku klux.
¿Y no has pensao en él?
—Puede que sí, o puede que no.
Sadie da un chasquido largo y mordaz con la lengua.
—Si yo tuviera un hombretón así, no estaría pensando en
montarme en la camioneta pa llevar el Agua de Mama. Más bien
estaría pensando en montarme en su...
—¡Sadie Watkins! —exclamo a la vez que levanto la vista del libro
con exasperación.
—No seas gazmoña. ¿Qué crees que piensan hacer esta noche
Nana Jean y el tío Will en...?
—¡Sadie! Ya basta, ¡por favor!
Sonríe como una gata traviesa, hasta que sus ojos saltan tras de
mí. Cuando me giro, veo que Nana Jean viene hacia aquí, seguía de
una de las aprendices de Molly Hogan. Cuando se para delante de
nosotras, nos levantamos, y hasta Chef guarda silencio.
—Molly e lista a ver nosotras —dice la gulá.

—Se puede apreciar que la epidermis ha desarrollado una


segunda capa.
Estamos en uno de los graneros que Molly usa a modo de
laboratorio, viendo cómo saja el brazo de un ku klux. Con las manos
enguantás retira la piel pálida y descubre un músculo que se pone
gris cuando una de las aprendices lo rocía con un líquido protector
que se escurre por la mesa de madera.
—Fijaos también en la mano, en las garras, ahora más prensiles,
casi propias de un felino.
Intenta frotarse la cara, sin acordarse de que lleva un casco de
metal (solo sus ojos se intuyen tras el cristal tintao). Molly no tiene la
vista. Muy pocos la tienen. Por eso fabricó este artilugio, que sus
aprendices cargan haciendo girar una rueda de metal. Así puede ver
como nosotras... más o menos.
—¿Quieres decir que este ku klux se va a convertir en un gato? —
pregunta Chef.
—Quiero decir que este organismo... este ku klux... está
evolucionando.
—¿Evolucionando? —Sadie levanta la cabeza mientras juega con
los mandos de un microscopio—. ¿Como en el libro del hombre
mono aquel?
—Darwin —aclara Molly, que aparta el microscopio de ella.
—Ese. Pero decías que eso se lleva mucho tiempo.
Molly se queda impresioná al ver que Sadie se acuerda.
—En principio, sí. Pero he dedicado meses a registrar estos
cambios. Se están produciendo, y muy rápido.
Molly ha estao estudiando a los ku klux. Ella es la que nos pidió
que le trajéramos los ejemplares. Dice que siempre fue muy avispá,
pero como no había escuela pa los libertos del territorio choctaw de
Oklahoma, decidió aprender ella sola. Se vino a Macon cuando
Nana Jean la llamó, y también se trajo a sus aprendices. En el otro
granero elaboran el Agua de Mama, y este lo reservan pa sus
experimentos.
—¿Y eso qué quiere decir? —pregunta Emma, que mira el brazo
del ku klux como si le fuera a morder.
Molly se sube el casco y se seca el sudor de la frente.
—Los amos choctaw de mis padres eran baptistas, pero mi madre
se inició en la religión tradicional con aquellos que rechazaron a los
misioneros. Decía que creían en la existencia de tres mundos: este
en el que vivimos, el Mundo Superior y el Mundo Inferior, donde
habitan otros seres.
Sadie sonríe con ironía.
—Creía que eras una atea impía.
—Y lo soy. Pero ¿quién sabe si no existirán más universos?
Puede que haya otros que flanqueen al nuestro como un taco de
hojas de papel. Y que estos ku klux procedan de otro lugar.
—Llegaron por medio de un conjuro —recuerda Chef.
—Un «conjuro» es una forma de abrir una puerta. Eso explicaría
por qué su anatomía es tan diferente, y por qué reaccionan de un
modo tan extremo ante nuestros elementos.
—Y por qué les gusta tanto beber agua —añade Sadie.
En eso tiene razón. Se puede descubrir a los ku klux solo por to el
agua que tragan. La gente de color que sobrevivió al primer Klan
dice que podían vaciar cubos llenos a rebosar, y cree que eran los
espíritus de los soldaos de Silo. «Más agua —exigían—. Venimos
del infierno, y estamos sedientos».
—También —afirma Molly—. Pero están cambiando, órganos
incluidos, para adaptarse a nuestro mundo.
—Como si pretendieran quedarse pa siempre —concluyo.
Molly asiente, y toas nos quedamos callás.
—Es lo que quiere el gobierno —dice Sadie rompiendo el silencio
—. ¡Poned los ojos en blanco to lo que queráis! Pero os digo yo que
el gobierno está al tanto de to esto. Al igual que Molly, han estao
experimentando con los ku klux. No estoy segura si son sus aliaos o
sus enemigos, pero ¡lo saben!
A Sadie se le ha metío en la cabeza que el gobierno de Warren G.
Harding conoce la existencia de los ku klux. Dice que se dio cuenta
leyendo los periódicos. Que Woodrow Wilson estaba enterao del
plan de Griffith, pero que se le fue de las manos. Así que ahora,
después de la guerra, han surgío departamentos secretos que se
dedican a estudiar a los ku klux. La verdad es que a la muchacha no
le falta imaginación.
—Vengan de donde vengan estas cosas —gruñe Chef—,
últimamente no paran quietas.
Se gira hacia el mapa que cuelga de una de las paredes. Está
salpicao de puntos rojos que indican la actividad de los klanes. Hace
un par de años no había más que unas pocas marcas, casi toas
aquí en Georgia. Ahora la mayor parte está colorá, desde el sur,
subiendo por to el Medio Oeste, hasta Oregón.
—Los informes confidenciales de la señora Wells-Barnett hablan
de un aumento de incidentes con los klanes —apunta Chef.
—¿Y cuántos son ku klux? —pregunta Emma mientras contempla
el mar rojo.
Molly menea la cabeza.
—No hemos conseguido determinarlo. Una vez que se produce la
infección, la transformación morfológica parece depender de las
características de cada individuo.
Es la forma científica de explicar cómo los klanes se convierten en
ku klux. Molly dice que es como una infección, o como un parásito.
Y que se alimenta de odio. Dice que la química del cuerpo cambia
cuando se odia mucho. Una vez que la infección se encuentra con
to ese odio, empieza a crecer hasta que se vuelve lo bastante
intensa pa transformar a esa persona en un ku klux. Mi opinión es
que lo que los klanes tienen es maldad pura, que los repudre hasta
que se quedan huecos, y lo único que permanece es un demonio de
un color blanco ahuesao que ya no recuerda que un día fue un
hombre.
—Además —prosigue Molly—, van a reestrenar la película.
La idea nos aflige a toas. Hace siete años que pusieron El
nacimiento de una nación, que sembró odio suficiente pa que
nacieran tos estos ku klux. Y ahora el condenao D. W. Griffith
pretende sacarla otra vez. Me viene el cartel a la cabeza.
—La echan el domingo, en Stone Mountain.
Cuando toas me miran, se lo explico.
—Stone Mountain —musita Emma—. Donde Simmons llevó a
cabo el conjuro.
—Esa película, lo que tú llamas «conjuro», creo, sirve para
inocular odio a gran escala —dice Molly—. Igual que los
linchamientos sulfuran a la gente y la convierten en una turba
colérica.
Sadie resopla con desdén.
—¿Y cómo es que solo sulfuran a los blancos?
—En cualquier caso —continúa Molly—, los ku klux brotan a partir
de ese odio. Si el reestreno de la película de Griffith ejerce el mismo
efecto que la primera vez, podríamos estar ante una epidemia. Tal
vez peor incluso que la de 1919.
Chef maldice entre dientes antes de que lo haga yo; 1919 fue un
año muy duro pa toas nosotras.
—¿Creéis que los klanes se disfrazan pa parecer como los ku
klux? —pregunta Sadie. Ahora tiene el cuerpo encorvao mientras
observa fijamente la cabeza embutía en el recipiente de cristal—. Es
blanca como las capuchas que llevan, y termina en punta. En fin, yo
digo que hagamos saltar por los aires los cines donde ponen la
película, tal que hizo Trotter en Boston en el 15.
—El señor Trotter no hizo saltar por los aires ningún cine —la
corrige Emma—. Solo activó una bomba de humo para evacuar la
sala. Los disturbios empezaron después.
—Bueno, pues reventemos un cine de verdad —insiste Sadie—.
Por el bien de los blancos, y el nuestro, ya que son incapaces de ver
lo que tienen delante de las narices. Los monstruos se han infiltrao
entre ellos, ¡y ni uno solo tiene la vista!
—Yo puedo ver —le recuerda Emma.
Sadie se yergue con el ceño fruncío.
—¿Los judíos son blancos?
Emma titubea en busca de una respuesta, pero Nana Jean
interviene.
—Eos buckrah caminao tre os diabolos el tempo bastante e saber
discerner. Mas eos no quierenlo el saber.
Molly carraspea.
—Que algunos puedan ver a esas criaturas y otros no debería ser
materia de estudio para la ciencia. Aunque, sobre todo, creo que
tendríamos que considerar mi otra teoría.
—¿Tu sospecha de que hay algún tipo de inteligencia que controla
a esos Dämonen? —pregunta Emma.
Molly asiente.
—Los ku klux se comportan como hormigas obreras, trabajando
para expandir la colonia. Por tanto, ¿quién los dirige? Tienen que
regirse por alguna jerarquía que aún no comprendemos.
—Hasta ahora solo hemos visto a los ku klux —dice Chef—. Y no
parecen tener muchas luces.
—Tienen las suficientes pa llegar a toas partes —masculla Sadie.
Vuelvo a fijarme en el mapa. No me convence mucho la idea de
Molly de que hay no sé qué cerebro que controla a los ku klux. Aun
así, tanto rojo me recuerda a un tablero de ajedrez, donde unas
fichas empiezan a cercar a las otras.
—Si, como creemos, los altercados que hubo en el San Luis
Oriental en 1917 fueron el preludio de los sucesos de 1919 —insiste
Molly—, ¿qué debemos pensar de Tulsa? Un gran ataque
coordinado. Nuestras defensas devastadas en cuestión de días...
—Lo recordamos —la interrumpe Chef. La temperatura del
granero parece desplomarse de súbito al surgir el tema. No somos
las únicas que libramos esta guerra. Hay grupúsculos de la
resistencia por toas partes: Eatonsville, Charleston, Houston... Pero
perder Tulsa el año pasao fue un golpe muy duro. Todavía veo a los
ku klux desfilando, paseándose entre las llamas y el humo.
—¿Qué es lo que quieres decir? —pregunta Emma, una sombra
de temor sobre sus ojos castaños.
Molly toma aire.
—El incremento de los incidentes con los ku klux, la adaptación de
las criaturas, los ataques organizados y ahora el reestreno de esa
película. Si de verdad hay algún tipo de inteligencia detrás de todo
esto, y yo creo que la hay, está a punto de suceder algo muy grave.
Estad preparadas.
Miro fugazmente a Nana Jean, que permanece de pie con los
brazos cruzaos y la expresión pétrea mientras observa el brazo del
ku klux extendío sobre la mesa. En mi cabeza creo oír la brisa cálida
de julio silbar entre las botellas que cuelgan de los árboles de fuera,
cantando su advertencia:
«A tempesta, a tempesta, a tempesta, e acerca...».
Nota 32:

Hay un cántico que llamamos Corre, Daniel. Pues Daniel era un


esclavo que andaba siempre hurtando de la alacena del amo. Nadie
decía na. Y a tos nos gustaba la carne. Además, los robos de Daniel
no eran robos de verdad, no si se tiene en cuenta que ellos nos
robaron primero cuando se nos llevaron de África. Un día, estaba
afanando algo cuando aparece el amo camino de la alacena.
Entonces ¡tos los esclavos se ponen a cantar a grito pelao pa
avisarle! Cuando hacemos ese cántico, le decimos a Daniel que
salga corriendo, pa que escape del látigo del amo [risas]. Hasta en
los momentos más tristes, tienes que encontrar una poca de
diversión. Porque si no, estás muerto.

Entrevista con Jupiter «Sticker» Woodberry,


de setenta años, transcrita a partir del gulá por EK.
3

E n el Frenchy’s la música suena tan alta que la siento dentro de


mí. El pianista se ha levantao y, con una pierna apoyá en el
asiento de madera desnuda, aporrea las teclas como si se
empeñara en aplastarlas. Suda tanto que me pregunto cómo
aguanta en su sitio su reluciente cabello fijao. To mientras se
lamenta por una mujer de curvas espléndidas a la que tuvo que
dejar en Nueva Orleans, a punto de salirse de su traje granate pa
cantar: «¡Y cuando le bailan las gelatinas!». El público enloquece,
con los hombres aullando y las mujeres sacudiendo las manos como
pa abanicarlo.
El Frenchy’s Inn no es el único local de Macon donde se junta la
gente de color. Pero esta noche es el lugar donde hay que estar.
Casi tos los clientes son aparceros o peones. Toas las mesas están
llenas, y donde no hay mesas, la gente se queda de pie, o sentá en
las escaleras, cada uno como buenamente pueda. Casi no hay
espacio pa bailar ni un rincón tranquilo pa pensar. El lugar es un
caos tórrido y asfixiante bajo el bochorno de julio en Georgia. Pero
mientras la bebía siga corriendo y la música siga sonando, tos
contentos.
Ya lo había dicho Sadie: na de contrabando esta noche. Nana
Jean nos dijo que saliéramos, aunque a ella no le hagan gracia «eas
tonterías e jook jaints». Pero el Frenchy’s no es una licorería
cualquiera, no es la típica barraca con el tejao lleno de goteras. Es
un establecimiento de dos plantas que sirve de posá pa los viajeros
de color, lo bastante elegante pa que la clientela se traiga sus
mejores galas, que tampoco son gran cosa entre los aparceros y los
peones. Pero las chicas y yo nos lo montamos con mucho estilo.
He cambiao los bombachos por un vestío dorao caléndula con
adornos bordaos que destella bajo la luz de los faroles de
queroseno. Chef ha elegío un conjunto color óxido oscuro a cuadros
que complementa con una pajarita naranja, como si acabara de salir
de las calles de Harlem. Incluso ha conseguío que Sadie se quite el
peto y lo sustituya por un blusón rojo de encaje. No le queda na mal
con lo delgá que está, y eso que se ha encaramao a nuestra mesa
pa silbarle al pianista. Cuando termina de dar voces, se baja y se
deja caer en su silla.
—Me cuesta creer que tu abuelito fuera predicador —le confiesa
Chef.
Sadie resopla y se echa p’atrás su larga trenza.
—Hoy no es domingo. Al abuelito, que en paz descanse, no le
habría importao. —Coge una botella de Agua de Mama antes de
optar por el whisky afanao, que vierte con generosidad en nuestras
copas.
—¡Ah, pa mí es bastante, señorita Sadie! —dice un hombre fornío.
Es Lester, uno de Macon que siempre termina dando con nosotras
o, mejor dicho, con Sadie. Le gustan los hombres corpulentos, y de
hecho anduvieron tonteando hace unos meses. Pero ella se atiene a
su regla de no pasar más de una noche con el mismo hombre. Dice
que, si no, se ponen muy tontos. Sin embargo, le diera lo que le
diese a Lester, lo dejó con ganas de más, así que desde entonces
no ha parao de cortejarla. A algunos hombres es que les van los
problemas.
—Lester Henry —dice ella en un tono amenazador que te eriza el
vello de la nuca—. Quita la mano de encima de la copa ahora
mismo si no quieres que te la quite yo. ¡Estamos en una licorería, no
en una iglesia!
Lester borra la sonrisa de su cara, alicaíos sus carrillos carnosos,
pero retira la mano.
Chef suelta una carcajá. Tiene un brazo alrededor de Bessie, que
también es de la ciudad y que me recuerda a la mujer de curvas
espléndidas de la canción. Con sus uñas de color rubí acaricia
perezosamente la raya del pelo corto de Chef, la una pegá a la otra,
como dos amantes que estuvieran redescubriendo su afecto mutuo.
Al verlas, dejo que mis ojos se paseen a nuestro alrededor, hasta
que los poso en lo más bonito que hay en to el local.
Michael George, al que tos llaman Frenchy por su habla criolla. Es
de Santa Lucía. Se marchó de casa a los dieciséis años, con la
intención de empezar a trabajar en el canal de Panamá cuando
Roosevelt se hacía cargo de la construcción. Solo que, cuando él
llegó allí, las obras ya habían concluío. Así, decidió ponerse a viajar.
Ha estao en las Indias Occidentales, en América del Sur y en
muchos otros sitios. Pasó por Florida y siguió moviéndose, hasta
que se estableció en Macon y abrió este local. Dice que es una
combinación de las licorerías de Misisipi, de los bares de Santa
Lucía y de otros establecimientos que conoció en Cuba. En su
opinión, los pobres también se merecen un poco de diversión de vez
en cuando.
Está de pie junto a la barra, alto y apuesto. Puedo distinguir los
contornos de sus hombros bajo la camisa de rayas con cuello alto y
la chaqueta color marfil de su traje, ceñías a su piel morena.
También me acuerdo del aspecto que tenía sin ellas encima. Está
esa zona, donde las piernas se le juntan con la cintura y forman una
V perfecta, y me imagino deslizando los deos por ella...
—Maryse, ¿y esa sonrisita?
Cuando me giro, veo a Sadie observándome y tomo un sorbo de
whisky. ¿Estaba sonriendo?
—Será mejor que vayas a por ese hombre antes de que te lo
afane alguna de esas. —Señala con la cabeza al grupo de chicas
que lo rodea—. Saben muy bien que es tuyo. Y seguro que nos
están despellejando.
Seguro. En Macon la gente piensa cosas muy raras de nosotras.
Dicen que somos brujas, que es lo que llaman también a Nana
Jean. Por si nuestra condición de mujeres contrabandistas no fuera
de por sí bastante escandalosa.
Sadie se inclina hacia mí.
—¿Quieres que le dé una paliza a alguna de esas lagartas? —Se
le ensanchan las fosas nasales y el aire se electriza. Habla en serio.
Prefiero no animarla. Sadie sería capaz de echar el local abajo si
sospechara que alguien pretende hacernos daño a Chef o a mí. Es
un gesto muy dulce por su parte, aunque a su alocá manera.
—Sadie Watkins, nunca me he peleao por ningún hombre, y no
pienso empezar hoy.
—Cielo, no te metas en líos —la avisa Bessie—. Si no fuera por
Maryse, Frenchy no te habría dejao volver a acercarte por aquí,
después de lo de la última vez.
Sadie pone los ojos en blanco. Pero cuando se reclina en la silla,
respiro aliviá. Chef me advierte por lo bajo: «No juegues con fuego».
La salvación llega cuando Lester saca su tema preferío: Marcus
Garvey. Una vez viajó al norte y luego volvió deslumbrao por su
figura. Incluso vende periódicos de la Asociación Universal por el
Desarrollo Negro aquí en Macon, aunque no tengo ni idea de por
qué cree que así va a impresionar a Sadie.
Cuando vuelvo a mirar a Michael George, veo que tiene los ojos
puestos en mí, sin hacer demasiao caso a las chicas que revolotean
a su alrededor. Despliega su preciosa sonrisa, como si yo fuera la
única persona que hay en el local aparte de él, como si fuera la
primera vez que me ve, aunque haga un año que nos conocemos.
La misma sonrisa que puso antes, cuando nos vio entrar por la
puerta y me recibió con un abrazo. Todavía siento la robustez de su
pecho contra el mío, y aún sigo deleitándome con su olor
característico, mezclao con crema de afeitar. No hemos tenío
ocasión de charlar mucho, pero hemos quedao en que más tarde,
antes de que nos buscara una mesa. Aun así, la calidez de su mirá
me hace cosquillas en el estómago, y no puedo dejar de
preguntarme cuándo será «más tarde». Cuando alguien le llama,
gira la cabeza, y entonces regreso de pronto a la conversación de
los otros.
—Y por eso el señor Garvey sostiene que los Negros tendríamos
que regresar a África, pa que reclamemos lo que es nuestro. —Solo
a Lester se le ocurriría ponerse a hablar de política en una licorería.
Sadie no parece estar muy interesá en su discurso, pero responde
de todas formas:
—Yo digo que vayamos a Europa. A ver si les gusta que nos
repartamos su tierra, jodíos como están después de la guerra.
Lester parpadea confuso, pero reacciona rápido, acostumbrao a
los razonamientos de Sadie.
—Verá, señorita Sadie, el señor Garvey opina que habría que
dejarles Europa a los europeos y África a los africanos. Así cada
uno tendrá su propio hogar.
—Yo ya tengo mi hogar aquí —interviene Chef, que se enciende
un Chesterfield—. He sangrao y he luchao por él. Y sigo luchando.
No pienso marcharme.
—No digo que no —acepta Lester—. Pero podríamos hacer cosas
muy grandes en África. Podríamos devolverle su grandeza a la
gente de color, la que tuvo en un pasao.
—¿Cómo que la grandeza que tuvo en un pasao? —pregunta
Sadie, que sirve más whisky.
—Me refiero a cuando la gente de color gobernaba el mundo.
Sadie entorna los ojos.
—¿La gente de color gobernaba el mundo? ¿Cuándo fue eso?
—¿No lo has leío en tus periódicos? —dice Chef sarcástica.
—¡Oh, claro que sí, señorita Sadie! Cuando los antiguos imperios
Negros de tiempos remotos. ¿Sabe esa mujer de color de
Oklahoma, Drusilla Houston? Está escribiendo un libro donde
explica que los etíopes y los cusitas fueron los primeros humanos de
la Tierra. Dice que al principio toas las personas eran de color y...
—Si toas las personas eran de color —interpone Sadie—, ¿de
dónde salieron los blancos?
Lester la mira perplejo, pero enseguía se le ocurre una respuesta.
—Bien, hay quien opina que los blancos vienen de los primeros
albinos. Yo no lo creo. Leí el libro sobre la evolución de ese tal...
—¡Darwin! —exclama Sadie—. ¡Lo conozco!
—¡Exacto! Bien, pues Darwin dice que los animales cambian con
el tiempo. Así que yo me pregunto: ¿y la gente no? Puede que antes
los blancos fueran de color, y que se volvieran pálidos, igual que se
ponen cuando se asustan. O cuando tienen mucho frío. Porque no
habrá visto blancos más pálidos que los del norte. O están siempre
atemorizaos o es cosa de las helás.
Sadie guarda silencio, con la copa acomodá entre los labios pero
sin tomar otro trago. Y eso solo puede significar que le está dando
vueltas a algo muy gordo. Cuando al cabo vuelve a hablar, su voz se
reduce a un susurro:
—¿Me estás diciendo que los blancos son negros?
La deducción deja a Lester sin palabras.
Chef menea la cabeza.
—Ay, Dios, ahora sí que la has liao.
—Bueno, señorita Sadie... Supongo... Yo no lo expresaría
exactamente así...
—¡Que los blancos son negros! —repite Sadie, que estampa la
copa contra la mesa con una contundencia que sobresalta a Lester
—. ¡To este tiempo han estao fingiendo y haciéndose los superiores!
¡Cuando en realidad solo son negros que llevan muchos años
pasando frío! Seguro que por eso tienen tan mal carácter. Porque en
el fondo saben que salieron de la misma selva, ¡que ese negro que
ven en su cabeza lo tienen bajo la piel! Ah, no me mires así, Maryse,
lo he dicho con la ene pequeña. —Le llena la copa a Lester y se la
pasa enérgicamente—. Cuéntame más cosas sobre esos casitos y...
—Cusitas —la corrige él.
—Sí, esos. Quiero saberlo to sobre aquellos tiempos remotos en
que to el mundo era de color. —Le da un trago lento a su copa—.
Convénceme y quizá decida romper mi regla.
Lester endereza el cuerpo como si acabara de tocarle el premio
gordo.
Estoy preguntándome cómo voy a soportar el resto de la
conversación cuando de pronto suena el rasgueo de una guitarra,
seguío del lamento de una armónica. El pianista ha vuelto a las
teclas y la señora del vestío blanco que hay a su lao empieza a dar
palmas y a cantar. Su voz cabalga el aire como un vendaval que
levanta al público de las sillas. Es como si to el local se hubiera
puesto de pie al mismo tiempo, apresurándose a buscar una pareja
y sacarla a un espacio que han abierto pa bailar. Cuando quiero
darme cuenta, Chef y Bessie ya han salío. Las siguen Sadie y
Lester, aunque ella vuelve pa llevarse la botella de whisky, de tal
modo que me dejan sola. Bien, pues no pienso quedarme cruzá de
brazos.
Apuro mi copa, me levanto y me escurro por el laberinto de
cuerpos apretaos y caderas contoneantes, el método al que tos
recurren pa olvidarse del dolor, el trabajo y los padecimientos a los
que se enfrentan cada día. Algunos hombres, borrachos desde hace
rato, me salen al paso, pero me zafo de ellos sin dificultad. Aparece
un desgraciao al que se le ocurre agarrarme del brazo, pero le
acuchillo con una mirá tan torva que no sabe si soy Dios o el
demonio, así que le falta tiempo pa soltarme.
Michael George sigue junto a la barra, donde dos mujeres intentan
convencerlo pa que las saque a bailar. En cuanto me ve, se disculpa
y las deja haciendo pucheros.
—¿Pensabas dejarme aparcá en una mesa como a una
solterona?
Me sonríe.
—T’habías sentao con tus amigas. No quería molestarte.
—Ya te avisaré yo si me molestas —respondo mientras me acerco
un poco más a él. Sus brazos se escurren en torno a mi cintura y,
sin que nos digamos na más, la música nos atrapa y nos convence
pa que nos entreguemos a ella, como si también sus notas
estuvieran hechas de magia. Por un instante, dejo de pensar en los
ku klux y los malos augurios. Y así ya solo existen la música y tos
nosotros, que quedamos bautizaos por sus poderes curativos. Soy
incapaz de seguir resistiéndome.
Me estiro y le susurro:
—Va a tener que cerrar otro. —Me mira antes de hacerle una seña
al camarero. Satisfecha por no tener que insistirle, me lo llevo
escaleras arriba.
Pa cuando llegamos a su habitación, ya nos hemos parao media
docena de veces a intercambiar besos ansiosos, sin dejar de
pasarnos las manos por dentro y por fuera de la ropa,
desabrochándonos las cosas y arañándonos la piel. No deja de
suplicarme como si se muriera de hambre.
—Maryse, te echo tantísimo de menos... No puedes volver a
marcharte de esa manera. Me lo prometes, ¿sí?
Yo no hago promesas. Pero sí que pienso hacerle saber lo mucho
que lo he extrañao. No ha terminao de cerrar la puerta cuando ya le
estoy sacando el chaleco y la camisa, procurando no descoserle
ningún botón. No recuerdo cómo termino encima de la cómoda de
roble atigrao, apretujá contra el espejo, con el vestío caléndula subío
hasta la cintura. Cuando se empieza a desabotonar los pantalones,
lo detengo.
—Han sío dos semanas muy largas y un día horrible. Necesito que
me hagas eso.
Se pasa su maravillosa lengua por los dientes.
—No ties ni que pedírmelo.
Empieza a agacharse cuando vuelvo a pararle.
—Y háblame en criollo.
De nuevo, esa sonrisa preciosa.
—Wi. Chansè pou mwen, mwen enmen manjè èpi mwen enmen
palè. Kitè mwen di’w on sigwè...
No tengo ni idea de lo que dice, pero hace que se me estremezca
hasta el último rincón de mi ser. Me relajo y escucho la música que
viene de la primera planta, mientras susurro su nombre y le digo lo
mucho que necesitaba esto. Cuando sus labios siguen hablando
criollo entre mis muslos, arqueo la espalda y empiezo a cantar a mi
modo.

Sé que estoy soñando, porque llevo puesta la ropa de brega:


camisa, bombachos, polainas y zapatos planos. Y porque estoy en
mi antigua casa. Aquí siempre es de noche, eternamente. La casa
es una cabaña a las afueras de Memphis. Un año después de la
Guerra Civil, los blancos de Memphis se alzaron y empezaron a
linchar a tos los hombres de color que vestían de azul militar, y a
quemarles las casas y las escuelas. Mi bisabuelo consiguió escapar
al quitarse el uniforme de la Unión. Construyó una casa lejos de
aquí, huyendo de aquel infierno y de la locura de los blancos.
Está igual que la dejé, hace siete años, como si hubiera pasao un
huracán. Solo hay una habitación, y me abro paso entre los muebles
tiraos y los cristales rotos pa poder agacharme y pegar la oreja al
suelo. Se oye la respiración de alguien, profunda y acelerá. Paso los
deos por las tablas del suelo hasta que doy con unas grietas finas, y
levanto la trampilla casi oculta.
La niña que me mira desde abajo tiene mis ojos, aunque todavía
no se corresponden del to con su pequeña cara. Vestía con un
camisón, tiembla tanto que le castañetean los dientes, y el miedo
que emana de ella es tan intenso que puedo paladear su amargor.
Lo ignoro y me fijo en sus labios redondeaos, en el modo en que se
le ensanchan las aletas de la nariz, en sus mejillas rollizas y en
cómo las trenzas se le funden con la oscuridad del hueco estrecho.
Es como mirarse a un espejo del pasao.
—¿No te basta con molestarme cuando tengo que luchar, que
ahora también te me metes en los sueños?
La niña se limita a dar un gemío. Aprieto los dientes con asco.
—No tienes na de que asustarte. Tienes la espá.
Sus pequeños nudillos se tensan en torno a la empuñadura plateá
que tiene junto a ella. Pero ni siquiera intenta levantarla. Y eso me
saca todavía más de quicio.
—¡Sal de una vez! ¡Ya no eres una niña pequeña!
Escapa de sus labios un lamento, y después balbuce:
—¿Y si vuelven?
—¡No van a volver! —le grito—. ¡Aquí sentá lo único que
conseguirás será seguir ensuciándote! ¡Podrías haber hecho algo
con la espá! ¡Podrías haber intentao pararlos! Maldita seas, ¿por
qué no quieres salir? ¡¿Por qué no me dejas en paz?!
Noto que algo cambia en su rostro, algo que se lleva el temor, y su
voz se vuelve tersa como el agua.
—Por la misma razón que tú no vas al granero de atrás. Sabemos
lo que nos asusta. ¿Verdad, Maryse?
Tomo aire sobrecogía, y una parte de su miedo se me mete por la
garganta.
Se mira el cuerpo.
—¿Por qué siempre soy una niña en tu imaginación? No éramos
así. ¿Crees que de esta manera pones más distancia entre las dos?
—¿Qué quieres? —le ruego.
—Decirte que están mirando. Les gustan los sitios donde sufrimos.
Lo usan contra nosotras.
«¿Están mirando?».
—¿De quiénes hablas?
El miedo reaparece como una máscara, y su voz se reduce a un
murmullo.
—¡Vienen!
Al momento siguiente, to es negrura. Me pongo nerviosa,
temiendo volver a estar en el escondite debajo de las tablas, a punto
de dejarme atrapar por un miedo cerval. Pero no, esta no es mi
casa. Giro sobre los talones, explorando la oscuridad impenetrable,
y entonces oigo algo. ¿Un canto?
Distingo ante mí una luz tenue que sé que antes no estaba ahí.
Pero es de donde procede el ruido. Me acerco a ella y, según la
distancia se reduce, la luz cambia de forma como pa convertirse en
algo. O en alguien. En un hombre. Le veo las espaldas, anchas y
abultás como un camión, y encima de ellas una cabeza ameloná
cubierta de pelo rojizo. Lleva una camisa blanca y unos pantalones
negros sujetos con tirantes, y a su alrededor cuelga algo que parece
un mandil. No se aprecia bien lo que hace, pero está inclinao hacia
delante y balancea un brazo, y cada vez que lo baja suena un
«¡CHAC!» húmedo, y después un «¡Ayyy!». Es el que estaba
cantando, o intentándolo, montando el escándalo más espantoso,
sin guardar el tono ni el ritmo. Me lleva un momento saber lo que
dice.
—¡Y cuando le bailan las gelatinas!
Suelta una risita. ¡CHAC! ¡Ayyy!
—Nos gusta eso —dice con un marcao acento de Georgia—. Pero
no se entiende. —¡CHAC! ¡Ayyy!—. ¿Cómo es eso de que las
gelatinas bailan? ¿Qué son, gelatinas de verdad? ¿Pegajosas y
dulces? —¡CHAC! ¡Ayyy!—. Mira, nosotros también nos sabemos
una. —Carraspea y entona unos versos desafinaos.
¡Oh, el gran duque de York,
Tenía diez mil hombres!
Los hizo marchar a la cima de la colina,
y después los hizo bajar otra vez.
Y cuando están arriba, están arriba.
Y cuando están abajo, están abajo.
¡Y cuando están a medio camino,
no están arriba ni tampoco abajo!

Escupe otra risita, y percibo el tufo de algo rancio.


—Eso sí lo entendemos. Arriba, abajo. Arriba, abajo. Pero
¿gelatinas?
¡CHAC! ¡CHAC! ¡Ayyy! ¡Ayyy!
No sé explicar el motivo, pero quiero ver qué hace. Me arrimo a un
lao, procurando no acercarme más de la cuenta, y alcanzo a verle
las manos. Dos bultos enormes. Con los gruesos deos sostiene la
empuñadura de madera de un machete de plata, con el que trocea
carne sobre una mesa encharcá de sangre. Pero cada vez que corta
un trozo, la carne se estremece y se abre en ella un agujero que
resulta ser una boca. Que grita.
«¡CHAC!», hace el machete.
«¡Ayyy!», responde la carne.
Me echo atrás, asqueá, y entonces el hombre se gira hacia mí.
Es tan inmenso de cara como de espaldas, fornío y robusto. Se
cuelga el machete de la argolla que lleva en la cintura, y veo que al
otro lao tiene otro igual. Su boca se convierte en una sonrisa
excesiva en medio de su cara afeitá, mientras se limpia las manos
ensangrentás en el mandil blanco antes de tenderme una.
Al ver que no pienso estrechársela, la retira.
—Vaya, vaya, al fin te conocemos, Maryse.
Lo miro extrañá al oír mi nombre.
—¿Me conoces?
El hombre ensancha su sonrisa.
—Ah, llevamos mucho tiempo observándote, Maryse. Mucho
tiempo.
—¿Quién eres? ¿Una especie de espectro horrible que se me ha
metío en los sueños?
Me guiña uno de sus ojos grises.
—Somos la tormenta que asoma por el horizonte. Pero puedes
llamarnos Clyde... El Carnicero Clyde. Pensamos que estaría bien
presentarnos formalmente, ya que te habías ido y dejado abierto
este huequecito para que nos metiéramos.
«La tormenta». La advertencia de Nana Jean rebrota en mi
cabeza. «A tempesta e acerca...».
—Muy bien, pues ya te puedes ir saliendo —le espeto.
Regurgita una carcajá estomacal. Y pese al mandil, juro que se le
ve movérsele el estómago.
—Vamos a tener que bailar un poco, Maryse. La próxima vez,
tráete esa espada tuya, ¿quieres? Pero tranquila, ya ponemos
nosotros la música. —Extiende los brazos a los laos y empieza a
cantar de nuevo—. ¡Oh, el gran duque de York, tenía diez mil
hombres...!
Mientras vocea, unos agujeritos se abren por to su cuerpo: en las
zonas visibles de sus brazos velludos, en el cuello, por toa su cara
redonda. Son bocas, comprendo estremecía, bocas pequeñas
repletas de dientes diminutos e irregulares que nacen de unas
encías rojísimas. Toas ellas empiezan a cantar al unísono,
conformando el peor coro imaginable, sin el menor atisbo de
armonía ni ritmo, na más que un tropel de voces enzarzás las unas
con las otras.
Y cuando están arriba, están arriba.
Y cuando están abajo, están abajo.
¡Y cuando están a medio camino,
no están arriba ni tampoco abajo!

Me tapo los oíos. Porque esto, sea lo que sea, y de ninguna


manera lo llamaré «música», ¡me duele! Presa de la desesperación,
intento invocar mi espá, pero no consigo concentrarme lo suficiente.
Es como si to estuviera del revés, como si to me diera vueltas, hasta
que empiezo a tambalearme, en un intento por mantener el
equilibrio. El hombre permanece ahí, riéndose, sin dejar de cantar,
mientras las boquitas que lo recubren ríen y cantan también. Se
coge el mandil con ambas manos, se lo quita de un tirón y se
arranca la camisa. La piel de su barriga pálida ondea y se retira
hasta que deja al descubierto un pozo vacío. No, un pozo no. Es
otra boca, ¡lo bastante enorme pa tragarme entera! Llena de dientes
afilaos y alargaos como deos, ¡y con una lengua colorá que no para
de revolverse!
—¡Queremos bailar, Maryse! —ruge la boca.
El hombre se abalanza sobre mí, y cuando lo golpeo con el puño,
el brazo se me hunde en su pecho. To su cuerpo, ropa incluía, se ha
vuelto negra como el alquitrán, to líquido y viscoso. Las bocas
siguen ahí, abriéndose y cerrándose en una cantinela de siseos
aspiraos.
Me pongo a dar patás, hasta que una de las piernas se me queda
dentro de él, adhería con fuerza.
«¡Como cuando el Niño Brea atrapó al hermano Conejo!», gime mi
hermano.
El Carnicero Clyde se ríe, y su lengua sale dispará como una
serpentina, que se me enrosca en la cintura. Intento quitarme de
encima el repugnante tentáculo carnoso, pero es demasiao fuerte y
empieza a tirar de mí hacia la boca espeluznante que, abierta de par
en par... me espera.

Me despierto sobresaltá, respirando trabajosamente y, por qué no


decirlo, ¡cagá de miedo! Pero no tengo ninguna lengua enroscá a la
cintura. No hay ningún Niño Brea adulto con una boca incrustá en la
barriga. Sin embargo, ese canto escalofriante aún resuena en mi
cabeza. Dejo que se extinga del to y me centro en lo que hay a mi
alrededor.
Oigo a Sadie, que grita como una condená en alguna habitación
contigua donde se ha metío con Lester, y no sé cuál alborota más
de los dos. Ella es la que está montando un escándalo, pero estoy
segura de que es él el que da los chillíos.
Chef también anda por aquí cerca, gimoteando mientras Bessie
intenta calmarla entre susurros. A veces se pone así. Empieza a
pedirles perdón a los muertos y luego se despierta sollozando. Esta
es otra de las cosas que se trajo de la guerra. A veces me pregunto,
si mi hermano hubiera luchao en el frente, qué se habría traío con
él.
Por lo demás, solo se oye el canto de los grillos, señal de que el
local ha cerrao, menos pa los que buscaban una habitación y un
poco de intimidad. Me giro pa mirar a Michael George, desnudo del
to y delgao como un junco. Me acerco, aprieto la nariz contra su
cuello y aspiro el olor a puro; adquirió el hábito de fumar en La
Habana. Algo que nos gusta a los dos es compartir uno después,
mientras hablamos. Bueno, en realidad, el que más habla es él. No
es que no le pique la curiosidad; de hecho, parece hacerse cientos
de preguntas sobre mí. Pero no me siento prepará pa responderle a
ninguna. Aparte del contrabando, no hay mucho que contar. No
tiene la vista. Y lo de dedicarse a cazar monstruos es algo difícil de
explicar. Cuando guardo silencio, sabe que es mejor no
preguntarme por mi pasao ni mi familia. Algunas cosas no se deben
compartir.
Además, prefiero sus historias sobre lugares lejanos con playas
blancas y aguas de un azul espectral. Suele hablarme de un sitio
que se llama Tulum. Dice que, por las noches, en medio el mar,
salen tantas estrellas que parece que se estuvieran cayendo al
agua. Dice que le gustaría llevarme allí, que podríamos agenciarnos
un barco y navegar alrededor del mundo. A veces me permito
imaginar cómo sería eso. Sin ku klux ni peleas, solo el mar, él y yo.
Creo que así me sentiría libre.
Un resplandor súbito hace que entrecierre los ojos y me saca de
mi ensoñación. Cuando me incorporo, veo mi espá apoyá en un
rincón, encendía. Yo no la he invocao, así que, si ha aparecío, es
que alguien me busca. Y yo soñando que era libre. Me desenredo
de Michael George, que se gira pero sin llegar a despertarse. Cojo
su camisa, me la pongo mientras salgo de la cama y corro hacia la
espá, y apenas agarro la empuñadura... me zarandeo según la
habitación se viene abajo. Me repongo del mareo y miro a mi
alrededor. Me encuentro en medio de una pradera, bajo un
reluciente cielo azul, aunque no se vea rastro del sol.
Sin embargo, esto no es un sueño. Y no estoy sola.
Hay tres mujeres. Las dos mayores están sentás en sendas sillas
elaboradísimas de respaldo alto, en torno a una mesa blanca y bajo
el roble rojo del sur más grande que nunca haya existío. Ambas
tienen la mirá implacable propia de una tía, que es como las llamo.
En cuanto a la tercera, está sentá en el columpio que cuelga del
árbol, meciéndose p’alante y p’atrás. Por su rostro joven podría ser
mi hermana, pero es igual de tía que las otras, de eso no me cabe
duda. Toas llevan un vestío amarillo canario, adornao con encajes y
bordaos y complementao con un sombrero colorío de ala ancha.
Una de las que están en la mesa deja de remover el contenío de
una jarra de cristal y me mira.
—¡Maryse! —En sus rollizas mejillas marrones aparece una
sonrisa, como si yo fuera su sobrina prefería, mientras se levanta pa
envolverme en un abrazo y frotarme la espalda—. Cómo me alegro
de verte. ¡Vamos, siéntate!
—Hola, tía Ondine. —Miro a la otra ocupante de la mesa e inclino
la cabeza en señal de respeto—. Tía Margaret.
Aparta los ojos de la labor de punto que la tiene ocupá, con la cara
estrecha fruncía mientras se ajusta el sombrero rosa chillón.
—Hace mucho que no venías. —Me mira de arriba abajo—. ¿Has
cogido peso?
Aprieto los dientes a la vez que sigo sonriendo. La tía Margaret es
de ese tipo de tías.
—Bah, Maryse está como tiene que estar —interviene la tía
Ondine, al tiempo que alisa las plumas dorás que coronan su
sombrero morao—. No hagas caso a la tía Margaret, hoy se ha
levantado con el pie izquierdo. Ten, tómate un té dulce.
«Tos los días se levanta con el pie izquierdo», digo pa mis
adentros cuando cojo la jarra. Agito el hielo antes de tomar un
sorbo, y una rodaja de limón me hace cosquillas en la nariz. El mejor
té dulce que he probao nunca, como si estuviera hecho de azúcar,
luz solar y bondad pura. Pero el caso es que no es de verdad. Na de
esto lo es: ni la hierba que piso, ni el enorme roble con su sombra, ni
el cielo azul. ¿Cómo había dicho Molly, lo de los otros mundos? Este
debe de ser un sitio de esos. La tía Ondine dice que le han dao este
aspecto por mí, pa que me resulte familiar.
Y estas tres no son personas. Poco importa que parezcan tres tías
arreglás pa ir a la iglesia un domingo. Por ejemplo, no proyectan
sombra. Si te fijas, verás que sus figuras son difusas y que no dejan
de temblar. Una vez me las quedé mirando y toas cambiaron al
mismo tiempo. Seguían teniendo forma de mujer, pero se habían
vuelto más esbeltas y parecían hasta demasiao altas con sus
larguísimos vestíos de color rojo sangre. Sus rostros eran como
caretas confeccionás con piel marrón de verdad. Lo que había
debajo... En fin... Tenían to el aspecto de tres raposas, con el pelo
de tonos oxidaos, las orejas puntiagudas y los ojos de un naranja
tostao. Ya sé a qué suena, a lo del hermano Zorro y to eso, pero ¡yo
vi lo que vi!
Tomo otro poco de té dulce (que, en realidad, no es tal) y miro a la
mujer del columpio.
—Hola, tía Jadine. —No me responde. Sigue balanceándose sin
más, con la mirá perdía.
—Ah, está... a sus cosas —se disculpa la tía Ondine.
Bueno, eso lo explica to. La tía Jadine es todavía más rara que las
otras dos, que ya es decir. El tiempo se comporta de una forma
extraña con ella. Vive en el hoy, en el ayer y en el mañana, to a la
vez. Cuando se pone así, es que está en otra parte, y en otra época.
Nana Jean siempre me advierte de que tenga mucho cuidao con
estas tres. Dice que los espectros son muy astutos. Pero tienen algo
que me recuerda a mi mama, como si me hubieran sacao un puñao
de recuerdos de la cabeza y hubieran fabricao tres personas con
ellos. Puede que por eso les tenga cariño, porque me recuerdan a
cosas que perdí. Además, fueron ellas las que me dieron la espá.
La hoja negra y ancha con forma de pétalo descansa sobre la
mesa, donde insiste en su tarareo incesante pa atraer a los
espíritus, cuyo canto se convierte en un susurro dentro de mi
cabeza.
Una vez la tía Ondine me contó la historia de esta arma. El que la
creó, en África, era un hombre muy bien posicionao que vendía
esclavos, hasta que un día lo engañaron y también lo vendieron a él.
Lo pusieron en una fragua, ya que se le daba bien manejar el hierro.
Moldeó la espá a semejanza de otra que tenía y que simbolizaba su
buena posición, solo que más grande, no solo de adorno. La forjó
con magia, invocando a los muertos que habían sío vendíos. Hizo
que entonasen sus canciones, que buscasen a los espíritus de los
que los habían enviao a la otra orilla del mar, y que vinculasen a los
caciques y los reyes, incluso a él mismo, a ese trozo de hierro, pa
que sirvieran a aquellos a los que habían causao algún mal.
Cuando invoco la espá, me vienen las visiones de aquellos
esclavos furiosos, y sus canciones castigan a los caciques y los
reyes apesadumbraos que habitan en la hoja, haciéndoles gritar
hasta que los dioses dormíos se agitan en respuesta. Ese es el
poder de la espá, un arma de venganza y arrepentimiento. No sé
cómo acabó en manos de estas tres, pero dicen que necesitaba de
un paladín. Cuando llegó a mí, sin embargo, yo no era ninguna
paladina, na más que una cría asustá escondía debajo de las tablas
del suelo. Aunque con el tiempo, aprendí a escucharla, a moverme a
su son.
—Disculpa que te hayamos llamado a estas horas —dice la tía
Ondine—. Queríamos respetar tu momento de acercamiento físico
con tu pretendiente.
La tía Margaret resopla.
—Demasiados gemidos y gruñidos, en mi opinión.
Noto que me arden las mejillas. Pa no ser humanas, a veces estas
tres hacen comentarios muy inapropiaos, como el del «acercamiento
físico». Y, además, ¡hasta dejan caer que me estaban viendo! Se
oye una risa. Me giro hacia la tía Jadine, que me observa fijamente,
tocá con su ancho sombrero azul claro, sustituía su mirá perdía por
otra más maliciosa.
—Cuando mi hombre me tiene empotrá, ¡ay, qué tembleque de
piernas! —salta.
Casi escupo el té dulce.
¿He dicho ya que la tía Jadine siempre habla cantando? No sé de
dónde (ni de «cuándo») sacaría esta costumbre, pero siempre se
hace entender perfectamente. De no ser por esta preciosa piel besá
por el sol, me habría puesto de un rojo incandescente.
La tía Jadine sonríe, y creo atisbar entonces unos colmillos de
zorra.
—Y me lo hace muy bien, bien, bien —canturrea—. ¡Muy bien,
bien, bien! —Se baja del columpio y se acerca a mí, con el vestío
amarillo fluyendo sobre sus largas extremidades negras y pisando la
hierba con los pies descalzos. Ninguna de las tres va calzá porque,
según dicen, los zapatos no les dejan pensar. Me planta en la frente
un beso levísimo antes de acomodarse en una silla y coger una jarra
de té.
—En fin —prosigue la tía Ondine—, tenemos que hablar. No
traemos buenas noticias.
—El enemigo se está congregando —añade la tía Margaret con
sequedad.
«El enemigo» es su forma de referirse a los ku klux. Me
entregaron la espá pa que luchara contra ellos, pa que fuera su
paladina frente al mal. De pronto, recuerdo el sueño.
—Y entonces el Carnicero Clyde contestó que era la tormenta —
digo al terminar de relatárselo.
No me han interrumpío en ningún momento. Ahora tienen los ojos
clavaos en mí.
—¿Y el Carnicero Clyde te hizo daño? —pregunta la tía Ondine—.
¿Te ofreció algo de comer? ¡Responde!
Su vehemencia me coge por sorpresa.
—No... Pero ¿en realidad, no era solo un sueño?
—¡No era ningún sueño! —exclama la tía Margaret, que me
señala con una aguja de punto—. ¡Has dejado entrar al enemigo,
jovencita!
—¿Qué? Yo no he dejao entrar a nadie.
La tía Ondine pone su mano sobre la mía pa que me tranquilice,
su voz cálida de nuevo.
—Seguramente no era tu intención, cielo. Siempre encuentran un
recoveco para colarse, a través de algún conflicto que guardes en lo
más profundo de ti. Es como dejarles la puerta abierta. ¿Se te
ocurre algo que puedan haber aprovechado así?
Me viene a la cabeza el otro sueño. En mi antigua casa, el de la
niña y su advertencia.
«Les gustan los sitios donde sufrimos».
—No —respondo, mirando a la tía Ondine a los ojos, la única
manera de hacer creíble una mentira.
—Conocía a una muchacha cargá de problemas —dice la tía
Jadine como entonando un blues—. Cargá de problemas iba, tos a
su espalda. Y al final dejaría que la hundieran, si a tos laos consigo
los llevaba...
La miro con los ojos entornaos, pero está ocupá haciendo surcos
con el deo en su té dulce.
—Bueno, en adelante tendremos más cuidado. —La tía Ondine
sonríe.
—¿Qué ocurre? Nana Jean también ha empezao a notar algo.
La tía Ondine menea la cabeza.
—No lo podemos ver muy bien. Hay una especie de... velo. Y
cada vez se extiende más y más. —Señala una franja fosca en el
cielo azul en la que no me había fijao hasta ahora—. Y ahora
aparece ese tal Carnicero Clyde. Mucha coincidencia.
—Esto no tiene buen cariz —admite temerosa la tía Margaret.
—¿Creéis que el Carnicero Clyde es un ku klux? —pregunto.
El semblante de la tía Ondine se ensombrece.
—El enemigo cuenta con más secuaces de los que creemos.
Recuerdo ahora lo que Molly dijo.
—¿Habláis de alguien más inteligente que los ku klux?
—Más inteligente y más peligroso. A partir de ahora, tendrás que
ser muy precavida.
Su recomendación echa por tierra lo bien que me sentía desde
anoche.
—¿Quiénes son? Los ku klux y los que los controlan. ¿Qué son?
La tía Ondine parece sopesar la respuesta. Siempre parecen estar
sopesando algo. Sin darme tiempo a insistir, ahora es la tía Margaret
la que habla.
—Había dos hermanos: Verdad y Mentira. Un día les dio por jugar
a lanzar unos alfanjes al aire. Las armas descendieron con gran
rapidez y... ¡Chas! Cuando se quisieron dar cuenta, ¡les habían
rebanado la cara a los dos! Verdad se agachó en busca de su cara
pero, sin ojos, no podía ver nada. Mentira, el muy bribón, ¡dio con la
cara de Verdad y escapó con ella! Así, empezó a ir a todas partes
con la cara de su hermano, engañando a todo el mundo. —
Interrumpe el relato pa mirarme con ojos severos—. El enemigo, él
es la Mentira. Así de sencillo. La Mentira que se pasea por ahí
haciéndose pasar por Verdad.
Mientras la escucho, no puedo evitar preguntarme: «¿Qué tiene to
esto de sencillo?».
—Que no te engañen con su sonrisa —tararea la tía Jadine—. Ni
te atrapen.
—Es hora de que te hagamos volver —decide la tía Ondine—. Ya
llevas aquí un buen rato.
Son muy estrictas con el tiempo que me permiten pasar con ellas,
aunque en casa no habrá transcurrío ni un instante. Cojo mi espá y
dejo que la tía Ondine me dé otro abrazo.
—Y tenlo muy presente: no te acerques al Carnicero Clyde.
—No me acercaré —le aseguro, de nuevo mirándola a los ojos.
Al retirarme, oigo canturrear a la tía Jadine a mis espaldas.
—Cuando el demonio ande cerquita, mejor estate agazapaíta...
¡Cuidao, cuidao! ¡Cuidao con el demonio!
4

E stoy en el centro de Macon, cerca de Cherry y Third. Los


viandantes me miran. Quizá porque vuelvo a llevar los
bombachos, azules con rayas dorás y recogíos en las polainas que
salen de los zapatos planos. O quizá porque estoy silbando La
Madelon, una melodía que Chef se aprendió en Francia. Aunque,
sobre to, se debe a la espá que llevo sujeta a la espalda con una
correa, y que asoma por fuera de la camisa de color crema. No es
habitual toparse con alguien así un jueves por la mañana.
No me ha costao dar con el Carnicero Clyde. Su nombre está
recién pintao en letras rojas sobre fondo amarillo, encima de la
tienda del otro lao de la calle: C ’ . C
. El panfleto que tengo en la mano anuncia la gran
apertura del negocio, en la que se ofrecerán piezas gratis a los
clientes. Es decir, a los clientes blancos. Porque el panfleto deja
claro que este es un local pa klanes. Hasta incluye un dibujo del Tío
Sam abrazando a un hombre que se parece al Carnicero Clyde,
ambos con ristras de salchichas colgás de las manos, en el que
pone: C .
Cómo no, hay cuatro klanes con sus túnicas frente al escaparate
de la tienda, encargaos de dar indicaciones a la cola interminable de
clientes. Sé que dos son ku klux, con la cara cambiándoles mientras
se pasan una cantimplora el uno al otro.
Le he contao a Nana Jean lo del sueño con el Carnicero Clyde y lo
del encuentro con las tías. Cuando terminó de refunfuñar sobre los
espectros, admitió que ese podía ser el «hombre buckrah con la
cabeza roja» que veía en sus premoniciones. Al parecer, llegó a la
ciudad hará una semana y abrió su negocio junto al edificio del
American National Bank. Nos recomendó que guardásemos las
distancias, pero ya ha pasao un día y empiezo a perder la paciencia.
El Carnicero Clyde este se me metió en la cabeza y me amenazó
sin ningún disimulo, aunque yo ya no soy ninguna niña asustá. Yo
cazo a los monstruos, no ellos a mí. Así que ahora voy a hacer algo
muy valiente, o muy estúpido.
Espero a que un tranvía termine de pasar, cruzo Cherry Street y
me encamino derecha hacia la carnicería de Clyde. Los blancos que
esperan pa entrar fruncen el ceño cuando me salto la cola.
Pensarán que estoy chiflá al ver que me dirijo a los klanes. Uno, un
criajo, me mira como pasmao. Espero a que reaccione.
—¿Te has perdido?
—No —respondo—. Vengo a ver al Carnicero Clyde. Nos
conocemos.
Los blancos siempre se quedan descolocaos si te comportas de
un modo que no se esperan, o, al menos, hasta que se acuerdan de
que tienen que ponerte en tu sitio. Decido jugar mi otra baza y miro
a uno de los ku klux.
—Puedo verte. —Me señalo el ojo con el deo—. Feo como un
demonio, debajo de esa piel.
Los ojos verdes del hombre que el ku klux lleva puesto no
pestañean. Se aparta la cantimplora de los labios, dejando que un
hilo de agua se le escurra por la barbilla, y mira al otro ku klux, como
si pudieran comunicarse sin decir palabra. La apuesta ha dao su
fruto.
—Dejadla pasar —dice el ku klux.
Los dos klanes humanos empiezan a balbucir una protesta, pero
aprovecho que la puerta se abre cuando sale un cliente pa colarme
dentro.
«El hermano Conejo se acaba de meter en las fauces del hermano
Caimán», me susurra la voz de mi hermano.
El interior es como el de cualquier otra carnicería, e incluso huele
igual, a sangre fresca y a vísceras crudas, pero también se respira
el olor a carne quemá que procede de una cocina. En torno a unas
mesas, la gente se ha sentao a comer. Hay carteles del Klan por
toas partes, y uno de ellos anuncia la proyección de El nacimiento
de una nación en Stone Mountain el domingo. Los hombres que
atienden el mostrador, tos ellos ku klux, les tienden paquetes
marrones a los clientes. Y tras ellos está el Carnicero Clyde en
persona.
Tiene el mismo aspecto que en el sueño: una mole de hombre. Y
al igual que la otra noche, se encuentra de espaldas a mí, mientras
tararea una melodía desafiná y balancea su machete. Cuando me
pongo a silbar, tan alto como puedo, deja lo que está haciendo y se
gira despacio. No se sorprende demasiao cuando nuestras mirás se
encuentran, pero en lugar de esperar a que diga na, me siento en
una silla junto al escaparate y me reclino con absoluta naturalidad.
La mujer blanca que está sentá al lao con su hijo me observa
boquiabierta. Clavo los ojos en ella hasta que se vuelve. Surge un
alboroto de desaprobación a mi espalda, pero el Carnicero Clyde
interviene:
—Hermanos y hermanas, que esto no nos agüe la fiesta. A veces,
las criaturas más inferiores de Dios necesitan que se las oriente
como es debido para que recuerden cuál es su sitio. Os lo aseguro:
a esta la trataré con firmeza. ¡Y ahora seguid comiendo! Llenad el
estómago con el sustento del Señor. ¡Haced grande el Imperio
Invisible!
No me molesto en mirarlo mientras da su discurso, y no me giro
hasta que no lo oigo ocupar la silla que tengo enfrente. Se ha alisao
el cabello rojizo con fijador y esta vez lleva gafas. Una capa de
sudor lo recubre por completo, tanto que le empapa las axilas y se le
escurre por la barbilla afeitá.
—Se ve que tienes calor. Debe de hacer frío, allí de donde
vengas.
La mole se limita a sonreír.
—Imaginábamos que volveríamos a verte pronto, Maryse —
observa con parsimonia.
—Te agradecería que mantuvieras mi nombre fuera de tu boca,
Clyde.
—Has sido muy valiente entrando sola aquí. ¿Sabes que somos la
única razón por la que sigues viva? —Se inclina hacia delante y baja
la voz—. Nos bastaría con chasquear los dedos para que esta
buena gente te arrancara una extremidad tras otra, y después te
colgara de una farola.
Encorvo el cuerpo hacia él, sonriéndole.
—¿Y qué te hace pensar que he venío sola, Clyde?
Me pregunto si sentirá a Sadie, apostá en una azotea cercana,
con Winnie apoyá a la espera. O a Chef, atenta en la vieja Packard,
lista pa arrojar unas cuantas bombas caseras a través del
escaparate. Puede que sí, porque contiene una risita.
—Hace falta valor. —Lleva la mirá hacia mi hombro—. Y con la
espada y todo.
—¿Te gustaría verla de cerca? —Me la quito de la espalda y la
apoyo con contundencia en la mesa. La mujer que está sentá al lao
nuestro suelta un chilliito antes de dar un brinco y marcharse con su
hijo.
El Carnicero Clyde, sin inmutarse, se fija en los grabaos
triangulares del metal negro antes de volver a mirarme a mí.
—No hace falta tanto teatro, Maryse. Estamos seguros de que no
has venido aquí solo para intimidar. Has venido porque te haces
preguntas, preguntas a las que esas tres intrusas... tus tías, como tú
las llamas, ¿verdad?... no te han respondido, ¿o me equivoco? —Mi
expresión le hace sacar una sonrisa que le descubre tos los dientes
—. Pues bien, adelante, pregúntanos lo que quieras saber. Nosotros
te diremos la verdad.
La voz de la tía Margaret resurge en mi cabeza: «Él es la
Mentira». Pero los labios se me han adelantao.
—¿Eres un ku klux?
El carnicero se ríe.
—¿Nosotros? ¿Uno de ellos? Es como compararte a ti con un
perro, por los que creemos que tienen cierta predilección. Pero,
tranquila, aquí no se sirve de eso.
—Un perro. Entonces ¿tú eres su amo?
—«Amo» sería mucho decir. Considéranos más bien... —Retuerce
sus deos gruesos mientras busca la palabra adecuá— un
administrador.
—¿Cuál es tu papel aquí?
—¿Cuál va a ser? Llevar a cabo el gran plan, por supuesto.
—¿Que es...?
—Traer la gloria de los nuestros a vuestro mundo. Ponerles fin a
vuestros conflictos y vuestras disputas. Libraros de la abominación
que es vuestra existencia absurda. Nuestro cometido es daros un
propósito, el cual descubrirás cuando seas debidamente aceptada
en nuestra unión armoniosa.
—¿Vuestra «unión armoniosa»? —Señalo los carteles del Klan y
demás propaganda—. ¿Así llamáis a esa oda a la magna raza
blanca?
—Eso es lo de menos. Necesitamos que os abráis a nosotros,
para que así os acojamos en nuestra gran colectividad. —Mira a los
clientes de la carnicería—. Estos eran los más predispuestos.
Fueron muy fáciles de devorar desde dentro, desde el cuerpo hasta
el alma. Siempre lo han sido.
Una rabia súbita me espolea.
—¿Por eso haces que nos vayan matando por ahí?
—Oh, puede que nosotros los orientemos en la dirección que nos
convenga, pero ese odio que llevan dentro lo aportan ellos mismos.
Verás, Maryse, a nosotros nos importan poco el color de vuestra piel
o vuestra religión. Por lo que a nosotros respecta, todos sois carne.
Gira el cuello, y cuando lo miro, unas llagas se le abren por to el
cuerpo: en la cara, en los antebrazos, en los deos. Pero, no, no son
llagas. Son bocas diminutas, como las del sueño. Pone los ojos en
blanco, y entonces unas encías rojas repletas de dientecitos
irregulares aparecen también tras sus gafas. Las lengüecitas
latiguean el aire, como hambrientas, y en ese momento lo veo a él.
Puedo verlo de verdad. Ahora entiendo por qué insiste en hablar de
«nosotros». No es solo una cosa, ¡son docenas! Veo las zonas
donde se juntan las unas con las otras, confeccionando entre toas
esta figura humana. Se mueven bajo su piel, como cresas que
reptaran por dentro de un cadáver. Un escalofrío me araña la
espalda, y llevo la mano hasta mi espá, imaginando que me levanto
de un salto pa cortarle de un tajo el grueso cuello y arrancárselo de
los hombros, y que millares de gusanos manan a borbotones.
Cuando sigue hablando, la miríada de bocas diminutas habla
también, liberando una algarabía de vocecitas estridentes que solo
yo oigo.
—No nos has preguntado lo más importante. Pregúntanoslo.
¡Pregúntanoslo!
Aprieto los dientes en un intento de ignorar el coro discordante, y
le pregunto:
—¿Qué es lo que va a ocurrir?
Las horribles boquitas se retuercen en una sonrisa maliciosa.
—Se acerca la llegada de la Gran Cíclope —canturrean—. Y
cuando llegue, vuestro mundo se acabará.
Miro al carnicero, confusa.
—No hay por qué prolongar esta lucha, Maryse. Ya te hemos
dicho que te hemos estado observando. Hay un lugar especial para
ti en nuestro gran plan.
—Tu gran plan me importa una mierda —le espeto.
El carnicero se ríe, y de lo más hondo de su barriga surge un
gruñío.
—¡Esa lengua! ¿Qué dirían mama y papa?
No sé cómo, consigo contenerme pa no ensartarlo con la espá allí
mismo.
—Perdónanos. Sabemos que es un tema delicado para ti. Pero,
verás, nos vendría muy bien ese fuego que llevas dentro. En serio,
deberías escucharnos. ¿O acaso crees que las estrafalarias de tus
amiguitas y la bruja esa, con sus botellas azules y su magia
lamentable, tienen la más remota posibilidad frente a nosotros?
¿Que vais a impedir lo que va a suceder a base de cánticos y de
Agua de Mama? ¡Si te vieras la cara! ¿Crees que no lo sabemos
todo sobre ti? ¿Puedes imaginarte siquiera qué es aquello a lo que
te opones?
Cuando hace una seña, me yergo. Pero el ku klux que se acerca a
nosotros, sin molestarse en mirarme; se limita a poner una bandeja
en la mesa. La pieza de carne que hay en ella está cociná de un
modo extraño, y bañá en sangre. En la parte superior tiene un corte
que se abre de pronto, transformao en una boca, por la que libera
un afilao «¡ayyy!».
Hago acopio de toa mi fuerza de voluntad pa no volcar la mesa
cuando la carne comienza a arrastrarse por la bandeja. Miro a mi
alrededor, pero los clientes siguen comiendo, engullendo la carne
viviente, embutiéndosela en la boca como puercos que hozaran
entre desperdicios, masticando y triturando y llenándose el
estómago con ella. La escena me da arcás. Empuño un tenedor, lo
clavo de golpe en la carne y hago presión con él mientras la boca
chilla y se retuerce.
Cojo mi espá, me levanto y me aparto de la mesa. Los ku klux se
me quedan mirando, con sus intenciones reflejás en los ojos, pero el
Carnicero Clyde menea levemente la cabeza. Miro a los clientes,
absortos en su festín, y me giro aprisa, deseando salir de allí cuanto
antes. Un barullo de voces me atrapa cuando llego a la puerta:
«Gracias por venir. Como sin duda sabrás, ahora nos corresponde
devolverte el favor. Volveremos a vernos, muy pronto». Las risas de
centenares de bocas me acompañan fuera de la carnicería, un
lacerante coro de navajas desatao en mi cabeza.

—No sé por qué no podemos echar una partía de espás —


refunfuña Sadie. Está repantigá en la silla, vestía con su peto
demasiao grande y con Winnie a su lao—. Además, ¿cómo es que
te aprendiste las reglas de los chucruts? ¿Qué fuisteis, a matarlos o
a jugar a las cartas con ellos?
Chef esboza su característica sonrisa fácil y baraja los finos
naipes, que se difuminan entre sus deos. Nos encontramos en casa
de Nana Jean. La alquería está llena de gente y los faroles de
queroseno proyectan y agrandan nuestras sombras temblorosas en
las paredes. Consulto mi nuevo reloj de bolsillo, que está hecho de
latón en vez de plata. Las once y media. Es tarde.
—Vi cómo jugaban unos soldaos alemanes que habíamos
capturao —explica Chef—. No creo que ninguno tuviera más de
dieciséis. Los chicos blancos les habían dicho que los morenos
teníamos cola y que éramos caníbales. Así que nuestros prisioneros
se mostraron muy amigables, porque creían que, si nos enseñaban
algún juego de cartas, luego no querríamos comérnoslos. —Se
retira el Chesterfield humeante de entre los labios pa sacudir la
ceniza, antes de que su gesto se ensombrezca—. Después nos
encontramos con una patrulla de chucruts, y uno de ellos intentó
revelar nuestra posición. Tuve que rebanarle el pescuezo. Puto crío.
—¿No tienes una sola historia feliz de la guerra? —le pregunta
Sadie.
Emma Krauss acerca una silla, la expresión luminosa mientras
estira su remilgao vestío marrón y apoya en el regazo la escopeta
que lleva consigo, de la que dice que es una Merkel. El trasto
parece casi más grande que ella.
—Meine Freundin Cordelia, permíteme participar. A mis hermanas
les gustaba este juego, aunque a mí no se me da muy bien.
Chef enarca una ceja.
—¿Desde cuándo a las revolucionarias les interesan los
pasatiempos de los burgueses?
—Aunque no te lo creas, ¡me encanta jugar a las cartas! Los
juegos de azar y habilidad, ese terreno donde hombres y mujeres se
hallan en igualdad de oportunidades.
—A menos que quien reparta quiera darte una mala mano —
opone Chef.
Emma la mira fijamente a través de sus gafas.
—De verdad, Cordelia, ni que fueras socialista.
Chef aúlla una risotá y reparte pa la viuda.
—Si queréis que siga jugando, ya podéis dejar ese temita —les
advierte Sadie—. Bastante tengo con estar aquí encerrá un sábado
por la noche. —Una sonrisa sesgá le suaviza el semblante—.
¿Sabéis quién tiene siempre la mejor conversación? Lester.
Entiende de las cosas más increíbles. Me ha estao hablando de las
primeras gobernantes de Etiopía. Dice que, en el pasao, en la región
de Meroe, mandaban las reinas. ¿Os imagináis, mujeres de color en
el poder? Yo habría sío una gran reina de Meroe. Habría ío
paseándome entre la gente montá en un elefante o algo así.
—Creo que Meroe es la antigua Nubia —dice Emma—. Uno de
sus reyes salvó a Israel de los asirios.
—¡Hala! Seguro que Lester también lo sabe. ¡Me pasaría el día
escuchándolo!
—Ya nos lo has dicho —murmura Chef—. El Lester ese debió de
darte una charla de lo más apasionante la otra noche.
Sadie entorna los ojos.
—Tienes una mente muy pecaminosa, Cordelia Lawrence.
Chef me guiña un ojo.
—¿Te animas?
No sé si se refiere a jugar o a tomarle el pelo a Sadie. Meneo la
cabeza. Siempre le insistía a mi hermano pa que me enseñara a
jugar a las cartas cuando se escondía con sus amigos pa echar una
partía. Me enseñó las letras, los números, y hasta a pescar, pero
nunca me explicó las reglas de los naipes. Cierro mi libro y me alejo
de la mesa.
Cuando le conté a Nana Jean lo de mi encuentro con el Carnicero
Clyde, se puso hecha una furia. Me dijo que había sío una insensata
al meterme en la boca del lobo. Quería hacerle entender que
necesitamos descubrir las intenciones de los ku klux. Aunque no se
le terminó de pasar el enfado, está de acuerdo conmigo en lo que
quiso decir el Carnicero Clyde al despedirse: viene a por nosotras. Y
por eso hemos tomao precauciones.
Paso junto a los cantores, que están sentaos cogíos de las manos
mientras el tío Will dirige una oración. Nana Jean los convenció de
que es muy peligroso que se echen a la carretera con los ku klux
merodeando por ahí. Si el Carnicero Clyde sabe tanto como dice,
seguro que está al corriente de su papel. «Llevamos mucho tiempo
observándote, Maryse». Hago un esfuerzo por ignorar esas palabras
y me acerco a la gulá, a la que encuentro sentá en su silla. Molly
está con ella, leyendo unos telegramas codificaos de la resistencia.
—Hay ku klux activos por todo el estado —le está diciendo—. Los
agentes de la señora Wells-Barnett informan de que los klanes
empiezan a congregarse en Stone Mountain, por lo de la película.
—La Gran Cíclope. —Ambas me miran—. El Carnicero Clyde me
advirtió de que se avecina algo muy grande. Stone Mountain es
donde pronunciaron el conjuro que desató to esto. ¡Seguro que es
ahí donde la Gran Cíclope esa hará su llegá!
—¡El gobierno también debe de estar al tanto! —vocea Sadie.
La ignoramos.
—Los indios solían reunirse allí —comenta Molly pensativa—. Esa
montaña podría ser un punto focal donde también coinciden
distintos mundos. Eso explicaría que Simmons la utilizase para abrir
un portal. Quizá la idea sea volver a abrirlo, para traer a esa...
Cíclope.
Nana Jean me mira con el ceño fruncío, erizás las cejas espesas.
De modo que sigue enfadá.
—¿Eas mulieres espectrales han deicho no na?
Meneo la cabeza. Imaginaba que la tía Ondine ya me habría
invocao, pero por ahora no ha habío más contactos.
—Hay que avisar a la gente de lo que va a pasar en Stone
Mountain. Que to el mundo sepa que debemos impedirlo.
—Por lo que sugieren los cables, podría haber cientos de klanes
allí —dice Molly—. Quién sabe cuántos estarán convertidos.
—Pues carguémonos a tos lo que podamos. ¡Tenemos que ir allí!
—¡Ki! ¿Cómo nos estar en allí cuando nos estar en aquí? —
resopla Nana Jean.
—Tiene razón —admite Molly—. No me mires así, no pretendo
echarle la culpa a nadie, pero nos hemos recogido aquí a la espera
de un ataque. No podemos estar en dos sitios al mismo tiempo.
Sé que están en lo cierto. Desde que el Carnicero Clyde nos
amenazó, no nos hemos movío de aquí. Anoche no me acosté, y la
noche anterior tampoco, pero na. Y ahora es sábado, ya casi la
madrugá del domingo, aunque to sigue en calma. Empiezo a dudar.
Quizá el Carnicero Clyde planee dejarme a un lao, quitársenos de
en medio a toas pa dedicarse a sus fechorías sin que nadie lo
importune.
Un golpe seco en la puerta hace que me gire de pronto sobre los
talones, lista pa llamar a mi espá. No soy la única. Chef se ha
levantao con el cuchillo en ristre. Emma se ha abrazao a su
escopeta y, no sé cómo, Sadie ya ha cargao una bala en la
recámara y tiene el ojo pegao a la mira del Winchester. Pero
entonces suenan otros dos golpes en la puerta, y después otro más.
Molly da un brinco.
—¡Una de las chicas!
Corre hacia la puerta y la abre. En efecto, es una de sus
aprendices, y lleva un fusil colgao del hombro. Molly dice que es un
pato con las armas, pero al menos a dos de las choctaw a las que
está enseñando se les dan bastante mejor. Esta viene tocá con un
sombrero negro de ala ancha. Sethe, creo que se llama, y trae a
alguien, no muy grande, a quien sostiene por la nuca: uno de los
muchachos que ayudan a empaquetar el Agua de Mama.
—¡Klanes! —jadea, agitao su pecho menudo—. Mi papa me dijo
que viniera corriendo aquí. ¡Que os avisara de que los klanes están
atacando!
—¿Dónde? —digo, abriéndome paso hacia él.
Toma otra bocaná de aire.
—En el Frenchy’s.
Nota 21:

¿En este campo habremos de morir? Bien, ese cántico tenía


distintas interpretaciones. Podía ser el campo donde los esclavos
estaban obligaos a trabajar durante toa su vida. O también podía ser
este mundo del que tos tendremos que partir tarde o temprano.
Porque ¿qué otra cosa cabía hacer pa sobrellevar esa existencia
que no nos permitía un respiro, obligaos a trabajar de sol a sol como
estábamos, sino reflexionar sobre la vida, la muerte y la voluntad de
Dios? Muchos de aquellos grandes pensadores murieron bajo el
látigo. Se fueron pa siempre y se llevaron sus secretos a la tumba.

Entrevista con la señora Henrietta Davis,


de setenta y dos años, transcrita a partir
del gulá por EK.
5

L a vieja Packard recorre aprisa los caminos rurales de Macon,


ruidoso el traqueteo del motor en medio de la noche. Sadie va a
mi lao, mascando un trozo de tabaco con tanta fuerza que oigo el
golpeteo de sus dientes. Esta vez me contengo y no le digo que deje
de chascar en mi oío. Sé que está preocupá. Toas lo estamos.
To era muy confuso cuando nos enteramos. Esperábamos un
ataque contra nosotras, no contra el Frenchy’s. Al principio, solo
acertábamos a discutir y gritar. Sadie fue la primera que cogió su
fusil y corrió hacia la puerta, diciendo que no tenía tiempo pa
sentarse a reñir. Chef y yo la seguimos, y dejamos a las chicas de
Molly y a Emma al cuidao de la granja de Nana Jean. Nuestros
temores se confirmaron cuando miramos el horizonte.
El Frenchy’s está ardiendo, pasto de unas llamas anaranjás que
alumbran la noche. La gente se cruza con nosotras por la carretera,
aún con la ropa del baile puesta. Al ser la noche del sábado, la
licorería debía de estar llena. El peor momento pa que ocurriera algo
así. Me fijo en sus caras, el estómago encogío con la esperanza de
ver a Michael George. Aunque sé que no estará entre los clientes.
Nunca abandonaría el local que levantó y convirtió en su hogar.
Por último, Chef se ve obligá a detener la camioneta, incapaz de
avanzar entre la ría de gente que huye. Nos bajamos de un salto y
nos abrimos paso como podemos. Oímos decir que los klanes
irrumpieron en el local y se pusieron a destrozarlo y a dar de
latigazos a to el mundo. Un hombre lleva la camisa hecha jirones,
con la espalda ensangrentá. Otro tiene la expresión desencajá y va
dando voces porque había unos monstruos. Ku klux. La vista te
puede venir así, de repente. Cuando al cabo llegamos al Frenchy’s,
presenciamos el desastre con nuestros propios ojos.
La licorería no parece la misma. El porche está to ennegrecío y las
llamas lamen la segunda planta. La gente sale en tropel por la
puerta principal, tropezando y cayéndose al chocar los unos contra
los otros. Y ahí mismo, a la espera, hay una horda de klanes. Tos
llevan una túnica blanca, y una capucha que solo permite verles los
ojos. Aun así, todavía puedo distinguir cuáles de ellos son ku klux. Y
enseguía reconozco al gigante que los encabeza, el cual sostiene
una Biblia y no deja de dar voces.
El Carnicero Clyde.
—¡Hermanos! ¡Hemos de esforzarnos al máximo para acabar con
los vicios que nos asolan! ¡La fornicación! ¡La bebida! ¡La música
pagana! A nosotros nos corresponde enmendar la desobediencia de
estos menguados, de igual modo que un padre ha de corregir a sus
hijos y gobernar su casa: ¡azotando al díscolo hasta que aprenda a
seguir el camino recto!
En su intento de huir del fuego, los clientes se ven obligaos a
pasar entre la turba, ocasión que los klanes armaos con un látigo
aprovechan pa lastimar a tos los que pueden. Los chasquíos de las
correas contra la piel hacen que me hierva la sangre. Quiero ir hacia
allí, pero Chef me sujeta y señala el local en llamas.
—¡Todavía queda gente dentro!
A través de una ventana veo las siluetas de los que están
atrapaos entre las fogarás. De pronto, los pierdo de vista, seguíos
de otras siluetas más grandes: ¡ku klux!
Sadie gruñe y echa a correr hacia la parte de atrás. No podemos
hacer mucho aparte de seguirla. Damos con una puerta, pero
comprobamos que está bloqueá con una barra, pa que la gente se
vea obligá a salir por la fachá delantera. O a quemarse viva dentro.
En cuanto la retiramos, los clientes salen en desbandá, tosiendo y
con el cuerpo doblao. Los dejamos pasar y corremos adentro.
Una muralla de fuego y humo nos sale al paso, pero a su través
distingo al primer ku klux: un demonio convertío por completo en
medio de las llamas infernales. Tiene levantao un brazo con el que
se dispone a rajar a los clientes que ha arrinconao contra una pared.
No espero a ver cómo acaba la escena.
La espá acude en el acto a mi llamá, en compañía de las visiones:
una mujer de Santo Domingo entona una canción de guerra frente a
unas tropas francesas conmocionás en el momento en que se
inmola; un cubano aplica un bálsamo en la espalda despellejá de su
amante, mientras canta pa aliviar su dolor; una mujer huye entre los
espesos pinares del Misisipi en dirección a un campamento de
esclavos fugaos, al tiempo que tararea una melodía pa tranquilizar a
sus hijos pequeños. Tampoco falta la niña escondía en la oscuridad,
pero ignoro su miedo antes que haga presa en mí.
La espá se solidifica en mi mano, y el humo negro se transforma
en metal cuando hundo la hoja en la espalda del ku klux, justo a la
altura de uno de sus corazones. Benditas sean las disecciones de
Molly. La bestia se tambalea hasta que se desploma de costao,
instante en que le atravieso la garganta con el arma. La gente a la
que he salvao se queda ahí, mirándome perpleja. Si no tienen la
vista, solo habrán presenciao cómo le clavaba una barra de hierro
en el cuello a un hombre.
—Intentamos enfrentarnos a él —balbuce uno de los clientes—.
Pero tenía la fuerza de... ¡No era natural!
—¡Corred! ¡Salid de...!
Sin permitirme decir na más, algo me golpea. Caigo de espaldas y
el aire abandona mis pulmones de súbito. Cuando consigo aspirar
otro poco, el humo me asfixia. Con los ojos empañaos por las
lágrimas, veo a un ku klux encima de mí. ¿De dónde demonios ha
salío este? Tiene las mandíbulas cerrás sobre algo, y noto un calor
que se me escurre por el cuerpo. ¿Esta cosa pretende arrancarme
un brazo? No, mi espá. Y la humedad que me baña es la de su
saliva. ¡Qué asco!
Con toas las fuerzas de las que consigo hacer acopio, invoco el
poder de la espá. Los antiguos reyes y caciques que comerciaban
con hombres pronuncian entre lamentos los nombres de los dioses
dormíos, y así la hoja negra con forma de pétalo se vuelve de un
blanco incandescente dentro de la boca del ku klux. La bestia chilla,
se me quita de encima y se lleva las zarpas a la cara, ahora
carbonizá. Giro el cuerpo pa darle el golpe de gracia, pero una bala
le revienta el costao. Los clientes arrinconaos, que no se habían
movío, rompen a gritar. Y sus gritos cobran más fuerza aún cuando
una segunda bala agujerea los ojos del monstruo, que cae muerto.
Al girarme, veo a Sadie apuntándome con Winnie.
—¿Qué...?
—¡Agáchate!
Consigo reaccionar a tiempo pa doblarme hacia atrás. Un proyectil
pasa silbando por encima de mí y al momento siguiente se oye otro
berrío. Giro la cabeza aprisa y veo a dos ku klux que salen de otra
habitación corriendo a cuatro patas y envueltos en llamas. Sadie
acciona la palanca y dispara con tal rapidez que apenas acierto a
llevar la cuenta antes que to acabe: una bala, tres, cinco. Y ahora ya
hay otros dos ku klux muertos.
Los clientes atrapaos dejan de gritar. Al menos dos de ellos se han
desmayao. Los demás se deben de haber quedao sin voz, pero
tampoco se mueven, incapaces de hacer otra cosa que apretarse
temblorosos contra la pared. Chef viene y los apremia pa que
salgan.
—¡Ayudadme a sacarlos! —nos pide entre toses mientras levanta
a uno de los que han perdío el conocimiento—. ¡El edificio se va a
venir abajo!
Justo cuando empiezo a levantar a una mujer, se oyen más gritos.
Toas miramos hacia arriba. La segunda planta. ¿Michael George?
—¡Subo yo! —digo.
—¿Tú sola? —desaprueba Sadie.
Pero ya me he ío.
Mientras salvo los escalones, tengo la impresión de estar
adentrándome en el estómago de un dragón. Aquí hace más calor y
el humo me ciega casi por completo. Me guío por las voces según
recorro el pasillo hasta donde un ku klux intenta derribar una puerta.
Al otro lao se oyen gritos cada vez que la fiera da un nuevo golpe.
Silbo con fuerza, y al instante el monstruo orienta sus seis ojos
hacia mí. Da un rugío y se lanza en mi dirección, pero yo hago lo
mismo y me echo sobre las rodillas pa aprovechar el impulso y
deslizarme por el suelo a la vez que le rajo el vientre. La bestia
vuela por encima de mí, se tropieza y se da media vuelta, de forma
que, cuando se levanta, patina y cae de bruces sobre sus tripas
derramás. Los gritos resurgen. Les digo que abran la puerta y tengo
que blasfemar pa que me hagan caso. No veo a Michael George,
solo a un hombre y una mujer aterrorizaos, ambos medio desnudos.
Puedo imaginarme a qué habían subío.
—¡Salid de aquí! —les indico.
Tenemos que retirar la barricá que habían levantao: una cama y
una cómoda. En cuanto consigo sacarlos al pasillo y ven al ku klux
moribundo arrastrándose hacia mí entre sus propios restos,
empiezan a dar alaríos. Pongo los ojos en blanco e incrusto mi espá
en el cráneo de la bestia. Ahora gritan con mayor desesperación.
Les estoy pidiendo que alboroten menos y se muevan más cuando
suena el estallío de unos cristales seguío de un topetazo. Los ruidos
se repiten varias veces seguías. Luego se oyen unos pasos pesaos,
como los de unos caballos al galope, y...
La puerta de otra de las habitaciones se astilla al abrirse de golpe
pa presentar a tres ku klux que intentan abrirse paso en el estrecho
espacio. Varias puertas más sufren la misma suerte, y más ku klux
aparecen tras ellas. ¡Las malditas alimañas han escalao las fachás y
están entrando por las ventanas de arriba! No tardan en infestar el
pasillo por ambos extremos. Dejo de contarlas cuando llego a ocho.
Por el modo en que se giran hacia mí, con los ojos destellantes, no
me cuesta deducir a por quién vienen. Levanto la espá y dejo que
entone su canción.
Los instantes siguientes se suceden como un torbellino, entre
bocas colmilludas que me tiran mordiscos, garras que intentan
destriparme y sangre que salta en toas direcciones, más una pareja
que no para de dar voces detrás de mí. No es una pelea elegante.
Hago barríos amplios con la espá pa mantener a los monstruos a
raya, pero en cuanto ven un hueco, aparecen más. No podré seguir
así mucho más tiempo. Entre el humo que me llena los pulmones y
el calor de las llamas, pronto perderé el conocimiento. Un ku klux se
dispone a abrirme en canal hasta que, en el último momento, me
giro y lo acometo pa que retroceda. Empiezo a preguntarme si me
será posible desembarazarme de ellos cuando oigo un grito y el
bendito clic-clac de un Winchester al recargar. Sadie está en lo alto
de las escaleras, un ángel avainillao y vestío con un peto que
hubiera descendío pa combatir en el infierno. Las llamas iluminan la
ferocidad de su gesto mientras sostiene a Winnie como si de la espá
de la justicia se tratara.
En un abrir y cerrar de ojos, ha reducío no a los ku klux que tiene
delante de ella ¡sino a los que están detrás de mí! Las balas viajan
derechas a la cabeza. A dos los tumba con un mismo proyectil.
Nunca había visto na parecío. Cuando me quiero dar cuenta, el
camino queda despejao a mis espaldas.
—¡Vamos! —grita.
Quiero acercarme a ella, dando por hecho que continuaremos
luchando espalda con espalda hasta que los liquidemos a tos, pero
agita el fusil hacia mí e insiste:
—¡Por una vez, no seas testaruda! ¡Llévatelos y yo os seguiré!
Muy bien. Cojo a la conmocioná pareja y los empujo pa que se
den prisa. Mientras nos alejamos, oigo exclamar a Sadie:
—¡Escuchadme bien, negros blancos! ¡Ahora ya solo estamos
vosotros, Winnie y yo! —Un coro de rugíos furiosos estalla en
respuesta, y cuando miro atrás, veo a tos los ku klux abalanzándose
sobre ella en un caos de piel pálida, bramando su ira. Entre las
cortinas de humo alcanzo a ver a Sadie carcajeándose mientras se
le echan encima, accionando una y otra vez la palanca del
Winchester y disparando una bala tras otra como si se acabara el
mundo.
Los disparos del fusil resuenan en mi cabeza cuando llegamos a
las escaleras de atrás. Corremos, nos tropezamos y varias veces
estamos a punto de caernos bajo la densa humareda. Cuando
encontramos la puerta, salimos dando tumbos y aspiramos ansiosos
el aire fresco de la noche. Tengo las manos apoyás en las rodillas y
estoy tosiendo como si pretendiera vomitar los pulmones cuando
Chef se acerca a la carrera. Viene con alguien que conozco: Lester.
Tiene un corte en la frente, pero por lo demás parece encontrarse
bien.
—¡Michael George! —jadeo—. ¿Lo has visto?
El rostro se le ensombrece.
—¡Los klanes se lo han llevao!
Levanto la cabeza de súbito.
—¿Cómo que se lo han llevao?
—Hay varios que me han dicho lo mismo —interviene Chef—. Que
los klanes han raptao a varias personas. Como a media decena. Las
metieron en unos coches y se marcharon.
Me imagino a Michael George, resistiéndose mientras lo sacaban
a rastras. Pero ¿por qué han tenío que llevarse a nadie? ¡Es
absurdo!
—¡Sadie! —dice Lester alarmao—. ¿Dónde está Sadie?
Voy a indicarle que la tengo justo detrás de mí, pero cuando me
giro, no hay nadie. Entonces caigo en la cuenta de que ya ha pasao
un buen rato desde que oí el último disparo. Miro la licorería
envuelta en llamas y se me cae el alma a los pies. Echo a correr, sin
hacer caso de los gritos de Chef, y tomando tanto aire fresco como
puedo, me zambullo de nuevo entre el fuego y el humo.
Ya apenas se ve na, y hasta que no tropiezo y reboto en una
pared, no doy con las escaleras de atrás. El humo me saca sendos
ríos de lágrimas de los ojos y me abrasa los pulmones. Pero tengo
que seguir adelante. Cuando llego arriba y accedo al pasillo, me
quedo paralizá ante la escena que me encuentro.
Hay ku klux muertos por toas partes. Muchos empiezan a
reducirse a cenizas, pero el fuego alcanza a varios de ellos, y el tufo
de su carne antinatural me quema las fosas nasales. Me tapo la
boca y la nariz con la gorra, en un intento de protegerme del humo y
el hedor y me abro paso entre los cadáveres. Habrá una decena tirá
en el suelo, pero no veo a Sadie entre ellos. Doy una voz, aunque
no obtengo respuesta, y por un instante considero la posibilidad de
que haya salío por otra parte. En ese momento, al fondo del pasillo,
vislumbro la culata veteá de un fusil. El miedo se traga mis escasas
esperanzas. Cuando llego allí, recurro a mis últimas fuerzas pa
apartar al ku klux que está derribao sobre el arma.
Y debajo de él encuentro a Sadie.
Está sentá con la espalda apoyá contra una pared. Y tiene... Trago
saliva. Cielo santo, tiene muy mal aspecto.
Le han destrozao el peto, y la sangre le encharca la camisa de
cuadros. El brazo con el que sostiene a Winnie es una pesadilla de
carne desgarrá, y con la otra mano se aprieta el vientre. Cuando la
cojo del hombro y pronuncio su nombre, abre sus enormes ojos
castaños y los clava en mí. Con los labios ahora palidecíos se
esfuerza por mascullar:
—Maryse. ¿Por qué tienes que gritar y alborotar tanto?
No me había dao cuenta de que estaba gritando.
—¿Has visto cuántos ku klux nos hemos cargao Winnie y yo?
—Sí, ya los he visto. ¿Puedes levantarte? ¡Tenemos que salir de
aquí!
Sadie se atraganta con una risa.
—¿Levantarme? Ni siquiera sé si conservo las piernas. Se me han
dormío. Las manos tampoco las noto demasiao. Y hace un frío que
pela.
—¡Te llevaré yo! No creo que peses más que una pluma.
Las comisuras de los labios se le encorvan en respuesta a mi
broma, pero entonces exhala trabajosamente.
—No creo que esta noche salga del Frenchy’s. —Cuando retira la
mano del vientre, doy un jadeo. Le han abierto el estómago de un
tajo y sangra a borbotones. Presiono el corte con mi gorra, en un
intento de restañar la hemorragia. ¡Te lo ruego, Señor, no lo
permitas!
Sadie me aparta la mano sin apenas fuerzas.
—Márchate, Maryse. No tiene sentío que nos quememos las dos.
Pero asegúrate de que me organicen un funeral bonito.
—¡No! —grito, tosiendo a causa del humo—. ¡El funeral tendrás
que organizártelo tú misma!
Sadie sigue hablando como si no me hubiera oío.
—En una iglesia. Ya sé que casi nunca la piso, pero lo prefiero
ahí. Con un coro bien grande. Y muchos cantos. Que Lester esté en
el primer banco, lamentándose como un condenao. Dile que todavía
no quiero que se vaya con otra. Tendrá que seguir llorándome, pa
que lo que intente con las próximas dos o tres chicas se vaya al
garete. Y tú y Chef haced algo especial por mí. Algo que sepáis que
me habría gustao.
—Sadie... —gimo.
Detiene los ojos en mí.
—El abuelito decía que, cuando morimos, recuperamos las alas,
las que los blancos nos cortaron cuando llegamos aquí. Puede que
salga volando y me encuentre con mi mama. O que me vuelva a
África. Lester dice que una de las reinas aquellas de Meroe se
enfrentó a los romanos. Debía de ser una mujer de cuidao, que
llevaba un parche y to. ¡Le cortó la cabeza a una de las estatuas de
sus enemigos y la enterró bajo su palacio! ¿No te parece increíble?
¡Yo habría sío una reina fabulosa! ¿Te imaginas, Maryse, yo con un
parche?
No llego a responderle, porque en ese momento muere entre mis
brazos.
Apoyo su cuerpo inerte contra la pared y le aliso el cabello,
dejando que la trenza se le descuelgue sobre la cara, como a ella le
gustaba. Le pongo los brazos alrededor de Winnie, antes de darle
un beso en la frente y decirle adiós.
Cuando salgo, no lo hago por la parte de atrás. Bajo lo que queda
de la escalera principal, sin importarme ya el humo ni la llamas.
Empieza a arder dentro de mí un fuego mucho más abrasador. Una
vez que llego abajo, echo a correr. Creo que se me está quemando
la ropa, pero me da igual. Me dirijo a la puerta delantera y salgo del
edificio como una exhalación.
El primer klan que levanta la cabeza me mira con los ojos como
platos tras la capucha cuando salto hacia él, aullando como una
posesa. Estoy a punto de reventarle el cráneo con mi espá
cantarina, pero no es un ku klux, sino un hombre normal. Y le di mi
palabra a Nana Jean. Por tanto, me limito a cercenarle la mano, la
cual él ve alejarse volando con el látigo empuñao, y a asestarle una
patá en el pecho pa derribarlo. Acto seguío, desjarreto a otro klan,
que lanza un aullío cuando cae a plomo. Al tercero lo golpeo en la
cara con la parte plana de la hoja una vez, dos veces, hasta que
oigo el satisfactorio crujío de los dientes al partirse, al tiempo que
una mancha roja se extiende por la capucha blanca. Pero no son
estos quienes me interesan. La rabia que arde en mí exige que
mate. Que mate algo y no a alguien.
Aparecen varios ku klux. Les grito pa que cambien. Quiero
matarlos bajo la forma de monstruos. Sin embargo, se echan atrás.
Los klanes también. Al cabo, da un paso al frente uno que destaca
por su corpulencia: el Carnicero Clyde.
—¡Maryse! —exclama—. Te dijimos que volveríamos a vernos
pronto.
—Voy a matarte —digo sin más.
—Vaya, Maryse, nunca te habíamos visto tan furiosa. —Los ojos
que se ocultan tras la capucha me estudian—. Mmm, alguien ha
muerto. Alguna de tus amigas ha sufrido un infortunio. ¿La alta?
¿No? ¡Aaah! ¡La fierecilla del fusil! ¿La pequeña Sadie?
Me abalanzo sobre él en cuanto oigo salir el nombre de mi amiga
de su boca repulsiva. En mi cabeza los espíritus de los esclavos
vengativos alzan su grito, y siento como su rabia fortalece el barrío
de mi espá, ansiosa por cortarle la cabeza. Pero el Carnicero Clyde
se aparta con una agilidad que no me esperaba de él, de tal modo
que la hoja golpea algo metálico y emite un clinc agudo que me
sacude el brazo. Un machete. Emprendo otra acometía, pero el
carnicero la detiene con el otro machete. Se sirve de ambos cuando
intento un nuevo ataque, pero siempre consigue bloquearme.
Me echo atrás de pura frustración, resollando. El Carnicero Clyde
suelta una risita.
—Ya te lo dijimos: no puedes matarnos como a un vulgar perro.
Aunque ahora eres más diestra con ese juguetito, debemos
admitirlo. Más que aquella noche en las afueras de Memphis.
El comentario hace que se me tense to el cuerpo. Y pese a la
capucha, casi puedo verlo sonreír.
—¿De verdad creías que no sabíamos dónde te escondías? Bajo
las tablas del suelo, en la oscuridad, tiritando. Claro que lo
sabíamos, pero necesitábamos que te convirtieras en la que eres
ahora. Necesitábamos que te cegaran el miedo y la ira. Por eso te
dejamos aquel regalito en el granero.
Algo dentro de mí se viene abajo. Dejo escapar un gruñío, como si
ya no fuera humana, y les imprimo a mis acometías una cólera
candente que hace saltar una cortina de chispas de sus machetes.
No me conformo con matarlo; quiero acabar con él por completo,
despedazarlo hasta que no quede ni rastro. En mi cabeza, la
canción se vuelve ensordecedora, un insistente pulso de sangre.
Por un momento, tengo la certeza de que lo he herío, pero entonces
empieza a cantar.
La voz no procede de su boca, al menos no de la que tiene en la
cara. Procede de las otras bocas, de los pequeños orificios que
oculta bajo la túnica, aunaos en un coro sin el menor atisbo de ritmo
ni armonía. Al igual que en el sueño, me duele. Me desgarra por
dentro, impidiéndome seguir ningún compás. Me tambaleo,
descoordinaos mis pasos, deshilachá por completo mi canción.
Intento recomponerla, pero se evade cada vez más rápido... ya
inalcanzable.
Trastabillo con cada nota que se me mete por los oíos. Erro en
toas mis acometías. Apenas consigo mantener el equilibrio, me
tropiezo una y otra vez, hasta que caigo sobre una rodilla y levanto
la espá en el momento en que dos machetes descienden hacia mí
como dos estelas de plata. Me estremezco con el impacto, y un
profundo dolor se propaga por to mi cuerpo. Cuando miro, aturdía,
mi espá parece retorcerse presa del canto espeluznante, cada vez
más frágil... hasta que termina por despedazarse.
Mi cabeza no asimila lo que acaba de ocurrir, ni siquiera cuando
llueven sobre mí los fragmentos metálicos de mi espá, que se
evaporan a la vez que mi mano queda vacía. Vuelvo a llamar a mi
espá, a invocar los cantos y las visiones, pero lo único que
encuentro es la disonancia punzante del Carnicero Clyde llenando el
vacío. Sitúa el filo de un machete bajo mi mentón y me obliga a
mirar unos ojos convertíos en bocas saturás de dientes.
—Esto no podía terminar de otra manera —dicen las bocas a un
tiempo—. El odio es nuestro dominio. ¿Las entrometidas de tus tías
no te han dicho nunca por qué te eligieron para empuñar esa
espada? ¿Estaban venga a llenarte la cabeza con cuentos para que
fueras su paladina? Piensa lo que quieras de nosotros, pero al
menos te contaremos la verdad. Ya te hemos dicho que teníamos
algo que proponerte, Maryse. Podemos darte lo que más deseas:
poder sobre la vida y la muerte.
—¡Vete al infierno! —bramo—. ¡Tú no tienes na que yo quiera!
El Carnicero Clyde menea la cabeza y se retira la capucha.
—Quizá deberías mostrarte más dialogante. —Saca una lengua
carnosa y arranca de ella un trozo que se revuelve entre sus deos. A
mis espaldas, un ku klux me sujeta por la cabeza y me obliga a abrir
la boca. Veo como el antinatural trozo de carne se acerca a mí,
contorsionándose y estirándose hacia mis labios, ansioso por
abrirse paso dentro de mí. Por alguna razón, solo acierto a pensar
en mi hermano, cuando me hablaba del hermano Conejo, que al
verse atrapao intentaba engañar al hermano Zorro pa que lo dejara
ir.
«Por favor, ásame o desuéllame, pero no me arrojes a las
zarzas».
Un silbío afilao rasga la noche. Cuando el Carnicero Clyde se gira,
miro en la misma dirección que él. ¡Chef! Trae un cartucho de
dinamita en una mano y su encendedor en la otra.
—No sé qué cojones sois —dice—, pero yo que vosotros la
soltaría, porque, si no, me obligaréis a tomar medías muy drásticas.
Tengo explosivos y plata de sobra pa que no quede ni la sombra de
vuestro puto careto. Y os aconsejo que me creáis.
El Carnicero Clyde la mira de arriba abajo antes de hacerles una
seña a los otros. Cuando el que tengo detrás me suelta, me levanto
y me acerco tambaleándome a Chef, que me aprieta contra ella.
Nos alejamos juntas unos pasos, antes que se incline pa decirme al
oío:
—¡No me queda dinamita ni plata! ¡Corre!
Nos retiramos aprisa. Miro atrás pa ver si nos persiguen, pero
tanto los klanes como los ku klux permanecen inmóviles. Mis ojos se
encuentran con los del Carnicero Clyde.
—¡Pásate a vernos, Maryse! —dice—. ¡Ya sabes dónde estamos!
Y recuerda: ¡tenemos lo que buscas! ¡Lo que deseas más que
ninguna otra cosa!
6

E n la alquería de Nana Jean se respira el ambiente de un


funeral. Hace una hora que volvimos. La gulá no se ha
repuesto de la noticia. Está en su silla y se cubre el rostro con una
mano mientras Molly intenta consolarla. Chef y Emma están cogías
de la mano en una mesa. Los cantores corean una endecha
mientras el hombre del bastón marca un lento ritmo fúnebre.
Camino bajo la luz de la luna, camino bajo la luz
[de las estrellas,
pa enterrar este cuerpo.
Entraré en el cementerio, recorreré el cementerio,
pa enterrar este cuerpo.

Sus voces se abrazan en un lamento profundo que llena la casa


con su fuerza. Pero na de esto parece real.
Sadie. Muerta. ¿Cómo va a ser real?
Hace tan solo unas horas estábamos aquí, oyendo sus quejas y
sus disparates. Y ahora ya no la tenemos con nosotras... Pereció
abrasá en una licorería. Aprieto los puños mientras voy de un lao a
otro, clavándome las uñas en las palmas de las manos hasta que
me hago daño. Al menos el dolor sí parece real.
—¿Qué vamos a hacer? —digo, incapaz de seguir callá. Si no
hablo con alguien, acabaré rompiendo a gritar.
Tos se vuelven hacia mí. Incluso los cantores guardan silencio.
—¿En cuanto a qué? —pregunta Molly al cabo.
Me la quedo mirando como si no estuviera bien de la cabeza.
—¡Los ku klux van a reunirse pa decir su conjuro! ¡La Gran
Cíclope esa todavía está por llegar!
—No sé si podemos hacer nada al respecto —confiesa Molly—.
Las posibilidades de que logremos...
—¡Pues entonces avisaremos a Atlanta pa que envíen a tos los
que puedan!
La científica escucha la sugerencia con escepticismo, y yo pienso
en Michael George.
—¿Y la gente a la que se llevaron?
—Imagino que fue por lo del ritual —interviene Emma—. No sería
la primera vez que derraman sangre para esas cosas.
—¿Y vamos a dejarlos en sus manos, así porque sí? —pregunto.
Molly frunce el ceño.
—Podrían tendernos una trampa.
—¿Es cierto lo que dice Cordelia, que has perdido tu espada? —
pregunta Emma. Al oír esto, Molly enarca las cejas y Nana Jean
yergue el cuerpo de pronto. Apuñalo con los ojos a Chef, que
mantiene la cabeza gacha—. Entre eso y la triste pérdida de Sadie,
ya casi no nos quedan recursos.
Meneo la cabeza.
—Encontraremos alguna manera. Chef, podrías armar unas
cuantas bombas, ¡y reventarlos cuando se concentren en la
montaña!
—¿También a eos buckrah necios? —pregunta Nana Jean.
—Y a las mujeres y los niños —añade Molly—. Ahora los invitan a
los rituales.
—¡A tos! ¡Me da igual si son personas o monstruos! ¡Los
reventaremos hasta al último de ellos! ¡Les haremos pagar por lo
que han hecho! —No me doy cuenta de que estoy gritando hasta
que vuelve a hacerse el silencio en la sala, y el aporreo siseante de
la sangre me inunda la cabeza.
—Eso no va a devolvérnosla —susurra Chef. Me mira fijamente,
con los ojos enrojecíos y húmedos. Quiero contestarle, pero es
como si la rabia me anudase la lengua.
—E u sugiero la calma —me ordena Nana Jean—. O u vas
quemar.
Tiene razón. La piel me arde, y siento que pudiera arrancármela.
Giro sobre los talones y salgo por la puerta con paso airao. Chef me
llama pero ya he dejao atrás el porche, camino del patio donde
están los árboles de las botellas. Tengo en la cabeza un nío de
avispas que no consigo acallar, como si el canto repugnante del
Carnicero Clyde se me hubiera metío dentro. Pero lo peor es el
sentimiento de culpa que me devora las entrañas, que me susurra
que to esto lo he provocao yo, que Sadie ya no está aquí a causa de
mis equivocaciones. Miro el cielo nocturno, dejo escapar el grito que
llevaba demasiao tiempo conteniendo y empiezo a hablar a voces.
—¿Dónde estáis? ¿Me dais la espá y ahora os la lleváis? ¿Me
dejáis sin na? —Las aprendices de Molly que montan guardia en el
porche me miran, pero no me importa—. Si soy vuestra paladina,
¡ayudadme! ¡Decidme qué tengo que hacer! Maldita sea,
¡respondedme!
Le doy una patá a un árbol con tanta rabia que acabo
trastabillando, hasta que caigo al suelo de espaldas... en otro lugar.
Me levanto despacio, tambaleándome a causa del mareo. El cielo
azul desprovisto de sol es ahora de un naranja furioso, salpicao de
rayos que danzan a su través. Esta vez el gran roble carece de
hojas y unas largas sábanas negras cuelgan de las ramas
desnudas, meciéndose al son de una brisa imperceptible pa mí. La
tía Ondine, la tía Margaret y la tía Jadine están ahí, ataviás con un
vestío negro y un sombrero de ala ancha de igual color. Se
encuentran alrededor de una mesa de tonos oscuros. En esta
ocasión no hay bebía ni comía, solo unas telas negras amontonás.
—¿Lo sabías? —le grito a la tía Jadine—. ¡Tú puedes ver lo que
va a ocurrir! ¿Sabías que...?
Echa a correr hacia mí y me envuelve en un abrazo. Al principio
me resisto, pero ella me sujeta con fuerza mientras entona la misma
endecha que coreaban los cantores.
Yaceré en la tumba y extenderé los brazos.
Enterraré este cuerpo.
Y mi alma y tu alma se encontrarán el día
en que entierre este cuerpo.

No sé por qué, pero los versos que brotan de sus labios terminan
de desatar el huracán de sentimientos que estaba conteniendo esta
noche. Me aprieto contra ella y lanzo un grito en el que vierto to el
dolor que llevo rehuyendo siete años, desde la noche en la que
perdí...
Continúo sollozando hasta que consigo serenarme, y entonces las
miro.
—Os necesitaba y no aparecisteis.
La tía Ondine mira el cielo iracundo.
—El velo... se ha extendido.
—¡El enemigo nos ha aislado del mundo! —exclama la tía
Margaret.
—¿Y cómo he llegao yo aquí?
—Lo deseabas con todas tus fuerzas —explica la tía Ondine—. A
veces basta con eso.
Entonces lo recuerdo.
—Mi espá, se...
La tía Ondine agacha la cabeza, y toas miran lo que hay en la
mesa. Me suelto de la tía Jadine y, al acercarme, encuentro allí mi
espá, entre las telas negras. La hoja oscura con forma de pétalo
está hecha pedazos, reducía a un fragmento mellao que sobresale
de la empuñadura plateá. Deslizo los deos entre los restos. No
percibo ninguna canción. No percibo na.
—Regresó aquí cuando se rompió —dice la tía Ondine.
—¿Podéis arreglarla?
La tía Margaret chasquea la lengua.
—Eso solo puedes hacerlo tú.
Como de costumbre, no tengo ni idea de a qué se refiere, pero
hay otras cosas que también me preocupan. Les hablo de mi
enfrentamiento con el Carnicero Clyde, de lo que dice que va a
suceder.
—El mal se está gestando —tararea la tía Jadine con un tono
aciago.
—La Gran Cíclope. —La tía Ondine frunce los labios al pronunciar
el nombre—. Es el enemigo, en carne y hueso. Me aterra lo que
significa para vuestro mundo.
—¡Será su final! —resopla la tía Margaret.
—El Carnicero Clyde me dijo algo más. Me dijo que los ku klux y él
vinieron a por mí hace siete años. Que fueron ellos los que... —Me
veo incapaz de pronunciar el resto de las palabras.
Tras intercambiar una mirá entre las tres, la tía Ondine asiente
despacio.
Su confirmación me asesta un mazazo.
—Entonces, to lo que han hecho... ¿es porque me buscaban a
mí? ¿Pa qué queríais que fuese vuestra paladina?
Cuando veo que cruzan otra mirá entre ellas, tengo que
contenerme pa no gritar.
—Para que no fueses la de ellos —revela al cabo la tía Ondine.
Doy un paso atrás, confusa.
—¡Eso no tiene sentío!
—Aquella noche no vinieron para matarte —dice la tía Ondine—.
Al menos no para matar tu cuerpo.
—El enemigo tiene una estrategia —dice la tía Margaret—:
robarnos a nuestra paladina para convertirla en la suya.
—Impedimos que se te llevaran —explica la tía Ondine—. Para
desbaratar sus planes. Sin embargo, es posible que, sin darnos
cuenta, cumpliéramos su voluntad. —Mira la espá rota—. Esta arma
es un instrumento de venganza. Quien la empuñe debe verter en
ella su rabia y su dolor. Creímos que aliviaría tu sufrimiento, pero lo
único que hemos conseguido es agrandar la herida, convertirte en
una asesina.
—Es una espá —les recuerdo—. ¿En qué otra cosa iba a
convertirme?
La tía Ondine me mira con severidad.
—Muy pronto, el enemigo te hará una propuesta. Lo que decidas
determinará el destino de tu mundo.
Yo también clavo los ojos en ella, dispuesta a decirle que eso son
majaderías, pero entonces recuerdo lo que me dijo el Carnicero
Clyde: «Ya te hemos dicho que teníamos algo que proponerte,
Maryse. Podemos darte lo que más deseas: poder sobre la vida y la
muerte». Meneo la cabeza.
—¿Y qué van a proponerme pa que me alíe con ellos? ¡Se
dedican a matar a mi gente! ¡A gente como yo!
—No lo podemos ver. El velo del enemigo nos lo impide... —
empieza a decir la tía Ondine.
—Pero ya has aceptado muchas veces —termina la tía Margaret.
Estupefacta, no acierto a preguntarle a qué se refiere.
—Como sabes, la tía Jadine percibe el hoy, el ayer y el mañana —
dice la tía Ondine—. Pero no solo eso. En realidad, puede percibir
muchos mañanas.
Esto sí que me suena a majadería.
—¿Cómo va a haber más de un mañana?
La tía Margaret suspira.
—Jovencita, todas y cada una de las decisiones que tomamos
llevan a un mañana distinto. A mundos enteros todavía por nacer.
—En algunos de ellos aceptas la propuesta del enemigo, y todo es
oscuridad —dice la tía Ondine—. Siempre aquí: la punta de la
espada sobre la que se sostiene todo tu mundo.
Miro a la tía Jadine. ¿Qué podrían ofrecerme las cosas que viven
bajo la piel del Carnicero Clyde pa que decida darle la espalda a to
lo que me importa?
«Poder sobre la vida y la muerte».
—Y si rechazo su propuesta, ¿ganamos? ¿Se acabaron los ku
klux?
—Si la rechazas —responde la tía Ondine—, existe la posibilidad
de seguir luchando. La esperanza de que algún día logremos
vencer. Nada más.
No me parece justo.
Las preguntas se me agolpan en la cabeza, pero ahora hay
asuntos más urgentes.
—Tenemos que acabar con la Gran Cíclope, pero somos muy
pocos. Necesitamos ayuda. Vuestra ayuda. Con vosotras allí,
podríamos...
La tía Ondine, no obstante, menea la cabeza antes de que termine
de hablar, el semblante apenao.
—Hace mucho tiempo tomamos la decisión de permanecer aquí.
Si saliéramos de este sitio, perderíamos nuestros poderes. Quizá ni
siquiera sobreviviríamos al viaje. En esta ocasión, no podremos
prestaros nuestro apoyo.
—Pero ¡somos personas normales! —replico—. ¡Mientras que
ellos son monstruos! Necesitamos...
—Necesitáis monstruos —murmura la tía Margaret, entornaos los
ojos en un gesto meditabundo.
La tía Ondine la mira.
—¿Qué quieres decir?
—Que todavía podrían intervenir otros.
—¿Qué otros? Casi ninguno visita su mundo ni tiene el menor
interés por ellos.
—Yo me sé de algunos que sí.
—Doctor, doctor —canturrea la tía Jadine—. ¿Tendría remedio
este mal de amores...?
La tía Ondine gira la cabeza aprisa. Cuando repliega los labios,
creo ver unos afilaos colmillos de zorra.
—¡No! Esos no. No hay asomo de amor en ellos. ¡Son unas
sanguijuelas! Cosas muertas, con un corazón frío y marchito que las
hace insensibles, ¡que las empuja a alimentarse del dolor ajeno!
La tía Jadine se encoge de hombros.
—¿Qué culpa tendrán los monstruos de ser monstruos?
—¡Carecen de juicio y de moral! —insiste la tía Ondine—. ¡Y esta
guerra no significa nada para ellos!
—Quizá. —La tía Margaret asiente—. Pero puede que el enemigo
sea de su... ¿gusto?
En el rostro de la tía Jadine aparece una amplia sonrisa. Vale,
definitivamente son colmillos de zorra.
La tía Ondine adopta un aire pensativo. Al cabo, me mira.
—Mis hermanas creen que hay otros que podrían colaborar en la
lucha contra el enemigo. Tendríais que convencerlos, pero te aviso:
exigirán su recompensa.
¿Qué importa una deuda más con to lo que ya llevo encima?
—¿Quiénes son?
—Su nombre se perdió en el tiempo —dice la tía Ondine—. Pero
ya han visitado vuestro mundo otras veces. —Levanta la mano y
agita los deos como si escribiera en el aire—. Bien. Encontrarás lo
que necesitas en tu libro.
¿Mi libro? Me toco el bolsillo de atrás. En efecto, mi libro sigue ahí.
Lo saco y hojeo las páginas, preguntándome si pretenderán que
repase las fábulas de la Vieja Boo, la ladrona del aliento, o las de la
Gran Liz, la joven esclava decapitá. Pero enseguía paro, cuando me
fijo en una historia que antes no estaba ahí.
El título me llama la atención.
—¿Quiénes son los «Doctores de la Noche»?
—Podrían ser las nuevas fichas de este juego —masculla la tía
Ondine, que se da unos golpecitos con el deo en la barbilla.
—A jugar, a jugar... —canturrea maliciosa la tía Jadine, dejando
asomar la lengua entre los colmillos de zorra.

Nana Jean frunce profundamente el ceño cuando le relato mi


encuentro con las tías. Sentá en su silla, guarda silencio, la mirá
perdía. Es Chef la que habla:
Doctores de la Noche, Doctores de la Noche.
Se te acercan por detrás.
Al negro le roban la lengua y los ojos,
y luego vuelven a por más.
Doctores de la Noche, Doctores de la Noche.
Vivo o muerto se te llevan con presteza.
Al negro le cortan las manos y los pies,
y hasta le arrancan la cabeza.

Doctores de la Noche, Doctores de la Noche.


Te meten en un blanco salón.
Al pobre niño negro lo abren en canal.
Le enseñan su hígado y su corazón.

Doctores de la Noche, Doctores de la Noche.


Puedes llorar y patalear.
Pero cuando acaben de diseccionarte,
ni rastro de ti va a quedar.

Cuando termina, impera en la casa un silencio sepulcral. Fuera, el


viento silba entre las botellas que cuelgan de los árboles, quizá
porque los espectros atrapaos ríen maliciosos, o porque gimen de
puro miedo. Los cantores me miran como si fuera el mismísimo
John el Conquistador cuando huye con la hija del diablo.
—¿Quiénes son esos Doctores de la Noche? —pregunta Emma,
que mira a su alrededor en busca de una respuesta.
Chef, sentá al otro lao de la mesa, se reclina en el respaldo, con
un comodín entre los deos.
—No son más que historias. Las contaba uno de mi unidad que
era de Virginia. Siempre andaba hablando de las vivencias de su
bisabuelo, de cuando la esclavitud. Al parecer, los Doctores de la
Noche eran espectros, muy altos y vestíos de blanco, que raptaban
a los esclavos pa experimentar con ellos. Pero na de aquello ocurrió
en realidad. Solo eran los amos viejos, que algunas noches iban por
ahí asustando a los negros. Según se rumoreaba, vendían los
cadáveres de los esclavos muertos a las escuelas de medicina pa
que los cortaran en rebanás.
Emma jadea.
—¡Qué horror!
Chef se encoge de hombros.
—Entonces sucedían muchas cosas horribles. Pero, como decía,
no son más que invenciones. Los Doctores de la Noche no existen.
No son reales. —Detiene los ojos primero en mí y después en Nana
Jean—. Porque no son reales, ¿verdad?
La gulá retuerce los labios.
—Eos Doctores de la Noche, cuentos no lo son. Suna fábula e
verdad. —Sus ojos entre castaños y doraos me atraviesan—. ¿Tú
as ir el lugar maldito ea noche?
Asiento.
—Necesitamos toa la ayuda que podamos conseguir. Y no pienso
pedir permiso. —Intento adoptar una actitud desafiante, pero no
parezco más que una cría respondona.
—¿Eas mulieres espectrales lo indicó el camino?
Levanto el libro de cuentos populares.
—To lo que necesito está aquí.
—No la tienes ea espá.
—Se rompió. —No sé darle una explicación mejor.
A la vieja nunca le gustó esa arma, pero por su expresión deduzco
que tampoco le parece bien que vaya sin ella. Aun así, asiente; no
es que me dé su beneplácito, pero al menos me comprende. Hasta
que no hace ese gesto, no soy consciente de lo mucho que lo
necesitaba.
—En cuidao —me advierte en voz baja—. E lugar maldito no es
como aquí. No miras eus pasos, acabas en la sua trampa. Sempre
alguien va allí, tien dar cosa a cambio. Desprende de algo.
¿Prometes tu a vuelve aquí en entera?
—Tan entera como pueda —me limito a decir, porque yo nunca
prometo na.
Nota 25:

El cántico de Adán y Eva habla de cuando escucharon a la serpiente


engañosa y mordieron la manzana del árbol prohibío. Cuando Dios
los llamó, Adán se negó a responder. Así que el Señor le preguntó a
Eva. Esta le dijo que Adán estaba buscando unas hojas pa cubrir su
desnudez, ahora que sentía vergüenza. Cuando entonamos ese
cántico, damos vueltas haciendo como que somos Adán buscando
hojas, intentando escondernos del Señor. Es verdad que nos
divertimos mucho, pero también es una advertencia: cuídate de las
serpientes engañosas.

Entrevista con la señora Susyanna «Susy»


Woodberry, de sesenta y seis años,
transcrita a partir del gulá por EK.
7

C uando salgo, aún faltan unas horas pa que amanezca. Chef


insiste en acompañarme, pero la tía Ondine y las otras me
dejaron claro que esto debo hacerlo yo sola. La historia que
escribieron en mi libro dice que tengo que entrar en el bosque y
buscar el Roble del Ángel Muerto, sea lo que sea eso.
En Macon no hay muchos bosques, talaron casi tos los árboles pa
plantar algodón, pero Nana Jean se ofreció a ayudarme. Me dijo que
fuera al otro lao de los graneros de Molly. Cuando llego allí, la tierra
empieza a cambiar, y cuando quiero darme cuenta, estoy en medio
de un bosque que no sabía que existía. Aunque nunca había visto
unos árboles tan raros como estos, con ramas de las que brotan
botellas azules en vez de hojas. Al fijarme, puedo ver los espectros
atrapaos. De pequeños, mi hermano me enseñó a encerrar
luciérnagas en un frasco de cristal. Es a lo que me recuerda su
centelleo.
Me adentro en el extraño bosque, palpando la corteza áspera de
los árboles y preguntándome si serán reales. Recito pa mis adentros
la historia que la tía Ondine añadió a mi libro: «Para dar con el
Roble del Ángel Muerto, tienes que desearlo con todo tu ser». Así
pues, me pongo a pensar en los motivos por los que lo busco: la
Gran Cíclope a la que tenemos que parar; el Carnicero Clyde y los
ku klux; rescatar a Michael George; la propuesta que la tía Jadine ve
que acepto, traicionando así a to el mundo. Sobre to, pienso en
Sadie. Recuerdo cuando la luz de sus ojos se apagó, igual que la
llama de una vela al extinguirse. Me invade una profunda rabia,
como la de una fiera encerrá que lucha por liberarse.
Cuando parpadeo pa limpiarme las lágrimas que se me escapan,
veo aparecer el Roble del Ángel Muerto. Y lo de que aparece es tal
cual, porque ahora no está y al momento siguiente sí.
No sé quién le pondría el nombre, pero acertó de pleno. De un
blanco ahuesao, resplandece bajo la oscuridad de la noche. Las
ramas largas y nudosas salen de un tronco grueso y se extienden
en toas direcciones, como las patas retorcías de una araña: unas se
levantan hacia el cielo o hacia los laos, mientras que otras se
arrastran entre la hierba. Las quimas irregulares carecen de hojas.
Lo que sí hay son huesos: cráneos, costillares, astas, de to tipo, y
de distintas clases de animales, colgaos y meciéndose con la brisa
de la noche.
Me obligo a arrastrar los pies pa seguir adelante, abriéndome paso
entre las ramas que temo me apresen de un momento a otro.
Cuando llego al tronco, saco el cuchillo militar de Chef, la única
arma que he traío. Lo clavo de frente en la madera blanca, de la que
al instante rezuma una savia espesa que tiene el mismo aspecto y
despide el mismo olor que la sangre. Aprieto los dientes y el
estómago y vuelvo a pinchar una y otra vez la madera, de la que
saltan hacia mí unas salpicaduras de carne blanda. Una vez que
consigo abrir un buen agujero, introduzco las manos pa agrandarlo.
El interior parece estar hecho de músculos en carne viva que se
agitan de un lao a otro. Me trago una arcá, meto un brazo hasta el
hombro y fuerzo la abertura hasta que puedo pasar el costao
primero y después parte de la pierna. Jadeo cuando el árbol me
coge y tira de mí con fuerza, hasta que hunde la mitad de mi cuerpo
en su carne. Me resisto, alarmá, pero el árbol da otro tirón, y otro
más, engulléndome por completo.
Caigo. Doy tumbos en la oscuridad hasta que me estampo contra
algo duro... de cara. Toso y escupo algo que prefiero no saber qué
es, mientras un regusto metálico me baña la lengua y un olor a
carnicería se me mete por la nariz. Tengo la ropa y el pelo pegaos al
cuerpo, como si acabara de salir de un río de vísceras. Cuando
consigo que mis zapatos planos dejen de patinar en el suelo
resbaladizo, me levanto y miro a mi alrededor.
«No creo que el hermano Conejo acostumbrara a bajar aquí a
echar el rato», me susurra mi hermano.
Me encuentro en medio de un pasillo desierto, tan blanco que da
la impresión de que lo hubieran enjalbegao. Veo otros pasillos que
nacen a partir de este, y me pregunto si también esos serán
interminables. Hay un silencio que resulta antinatural, y lo único que
oigo es mi respiración. Cuando me giro, compruebo que estoy de
espaldas a una pared. En medio hay un corte sangriento, como una
hería: el agujero por el que he llegao aquí.
—La primera visita a este lugar siempre descoloca un poco —dice
una voz que corta el silencio.
Me giro en el acto y veo que hay alguien delante de mí: un hombre
de color. Es alto y viste un traje blanco, zapatos incluíos. Lleva un
bombín a juego bien calao y, lo más extraño de to, una venda blanca
sobre los ojos. No obstante, siento que puede verme a la perfección.
—Menudo estropicio —dice, al tiempo que me señala los pies con
la mano, cubierta con un guante blanco. Tiene un acento raro, y su
tono no es más fuerte que el de un susurro.
Cuando miro abajo y veo las huellas de sangre que he dejao, me
giro de nuevo hacia él. ¿Esperará que lo friegue?
—Los rastros atraen al sabueso —explica.
Cuando veo que mira hacia arriba, yo hago lo mismo. Hay algo en
el techo, tan blanco y descolorío que apenas se puede distinguir a
simple vista. Su cuerpo se compone de una serie de placas óseas.
De los flancos nace una cantidad incontable de extremidades, y
sobre su cabeza redondeá se agitan unas antenas más largas que
mis brazos. Me recuerda a un ciempiés, solo que tan ancho como
un coche, y tan largo como... en fin, no sabría decir, porque el resto
del cuerpo desaparece pasillo abajo; dejémoslo en que es
«condenadamente largo».
El instinto me dice que salga corriendo, ¡que me aleje to lo que
pueda de esta cosa! Pero antes de que me dé tiempo a soltar una
blasfemia, tengo al hombre al lao. Ni siquiera lo he visto moverse,
pero me aprieta con algo frío y afilao por debajo de la barbilla.
—Chist. —Se pone un deo sobre los labios—. El sabueso es un
carroñero, y su función consiste en preservar la esterilidad de este
sitio. Podría quitarte de en medio, como si fueras una impureza más.
Mientras habla, el ciempiés empieza a descender por la pared,
separándose parcialmente de ella. El cuerpo se me tensa cuando
me reconoce de arriba abajo con las antenas, bajo las que tiene
unas mandíbulas que se retuercen como una especie de
mecanismo incrustao en una cara sin ojos. Estira las extremidades,
toas las cuales terminan en una mano de apariencia humana y deos
finos. Me las desliza por las piernas, la espalda y los brazos,
examinándome. Estoy a punto de huir embalá, pero el objeto afilao
se me aprieta un poco más contra la barbilla, lo que me obliga a
pegar los talones al suelo.
Siento un profundo alivio cuando la criatura empieza a alejarse,
rozándome los muslos con los bordes de las placas de la espalda.
Ya sin el objeto duro debajo de la cara, veo destellar un cuchillo
plateao que me recuerda a las hojas que Molly usa pa sus
disecciones.
—El sabueso ha confundido tu olor con el mío —explica el hombre
—. No te molestará más, de momento.
Cuando me giro, veo que el extraño ciempiés está reparando el
corte de la pared. Allí por donde pasa las mandíbulas, la sangre
desaparece, y poco a poco los bordes de la hería quedan cosíos.
Vuelvo a mirar al hombre.
—¿Eres uno de ellos? ¿Uno de los Doctores de la Noche?
—Cuando veas a los señores de este reino, lo tendrás más que
claro.
Se da media vuelta pa marcharse.
—Entonces ¿tú eres el doctor Antoine Bisset?
Al oír su nombre, se detiene. Le cuento la historia que hay escrita
en mi libro.
—Antoine Bisset. Un médico de color que busca a los Doctores de
la Noche en las antiguas fábulas de los esclavos. Descubriste que
existían de verdad. Saliste en busca del Roble del Ángel Muerto.
Aquello fue en 1937, en Carolina del Norte. Yo llego aquí procedente
de Macon, Georgia, en 1922. Quienes me enviaron, quienes me
hablaron sobre ti, dicen que aquí el tiempo no importa. Puede que tu
mañana no se corresponda con el mío. Pero dicen que viniste en
busca de algo, pa desentrañar un secreto.
El hombre se vuelve hacia mí, girando primero la cabeza y
después el cuerpo, como si acabara de caer en algo.
—¿Y qué dice esa historia que vine a buscar?
—El odio —respondo—. Viniste a comprender el odio.
Pese a la venda, me mira fijamente.
—¿Conoces la desusada doctrina del humoralismo, la que en el
pasado los camitas de Egipto les legaron a los griegos y los
romanos? Proponía que cada uno de los fluidos corporales del
hombre regía sobre una faceta distinta: la sangre, sobre la vida; la
bilis amarilla, sobre la ira; la negra, sobre la tristeza; y la flema,
sobre la apatía. En mi opinión, hay otro humor que no tuvieron en
cuenta, el que el hombre llama «odio». Tú y yo lo hemos visto
demasiadas veces para descartar su existencia.
—¿Y lo has encontrao? ¿El origen del odio?
Aprieta los dientes.
—Lo he buscado en las entrañas de los hombres. He traído
muchos ejemplares para que mis señores se deleitaran con ellos,
pues yo les di a conocer su exquisitez. Sin embargo, no he dado con
el origen.
—¿Y si yo te trajera más odio? No el de la gente, sino el de... unos
seres... parecíos a tus señores. Unos seres que llevan un odio puro
en la sangre. Que viven y prosperan en él.
Al momento siguiente, tengo al hombre ante mí. Aunque se ha
guardao el cuchillo, sus ojos vendaos son igual de penetrantes y
parece cortarme con ellos, mondando las distintas capas de mi alma
pa ver qué hay debajo.
—¿Por qué ibas a venir a este reino para ofrecerme algo así?
—Porque necesito que me ayudes. —Le hablo de los ku klux y del
Carnicero Clyde—. Necesito que convenzas a tus señores, pa que
se unan a nuestra lucha —finalizo.
—Te equivocas si crees que tengo la menor influencia sobre ellos.
—Pero puedes ofrecerles un festín de esa exquisitez. Seguro que
les gustaría.
Guarda silencio un momento y después me pregunta:
—¿Qué les darás tú a cambio?
Enarco las cejas.
—¿No tendrían bastante con el festín?
El hombre se sonríe, descubriendo unos dientes blanquísimos.
—¿Sabes por qué los señores de este lugar raptaban esclavos?
Porque el sufrimiento los fascinaba. Las desdichas, el dolor. ¿Y
quién había padecido más desdichas y más dolor que ellos? Pero yo
vine aquí por voluntad propia, al igual que tú y, por tanto, tuve que
pagar un precio por lo que buscaba. —Me coge la mano aprisa y la
aprieta contra su pecho. No siento su calidez, y tampoco noto que
respire ni que su corazón lata. Solo percibo un... vacío, como si lo
hubieran tallao a partir de una calabaza—. Este es el precio que
pagué yo. Tú tendrás que pagar el tuyo.
Retiro la mano cuando recuerdo la advertencia de la tía Ondine,
pero asiento.
—Sí, he...
De repente, algo me agarra. Caigo y me golpeo con la cabeza
contra el suelo. Veo las estrellas y entonces me doy cuenta de que
estoy moviéndome. Algo me ha apresao y me arrastra por los pies.
Levanto la cabeza, muerta de miedo, imaginando que me
encontraré con el ciempiés gigante. Pero es otro tipo de monstruo.
Parecen personas. No, gigantes. Son dos, y van cubiertos con
unas largas túnicas blancas. Uno me retiene con una mano de seis
deos, tensa la piel pálida en torno a los huesos. En cuanto recuerdo
que llevo el cuchillo de Chef en la pretina, lo sujeto como puedo
entre los deos y le pincho la mano. No le hace ni un rasguño, pero le
basta con girar su esbelto cuello pa dejarme sin fuerzas. No hay
duda: es un Doctor de la Noche.
El rostro que me observa carece de color y de expresión: no tiene
ojos ni nariz, e incluso le falta la boca. No es más que un gurruño de
piel arrugá sobre una cabeza larga. Un coro de voces despierta en
mi cabeza, un bisbiseo de puñales que se frotaran los unos contra
los otros. Me tenso, inmovilizá por unas cuerdas que no puedo ver,
cuando me colocan sobre un bloque plano de piedra. A mi alrededor
tos son Doctores de la Noche, y tos me estudian con sus rostros
ausentes. No consigo mover más que los ojos, que llevo de un lao a
otro, como un animal asustao que acabara de caer en una trampa.
El doctor Bisset se coloca donde lo puedo ver, diminuto junto a
estos gigantes.
—Dado que entraste aquí por decisión propia, mis señores
escucharán lo que vienes a proponerles. —Se inclina hacia mí—.
Aunque no te garantizo que después se te permita salir.
Quiero abrir la boca pa responderle, pero me es imposible.
—No hace falta. Mis señores te entienden a su manera.
El bisbiseo resurge con mayor fuerza aún. Ya ni siquiera puedo
mover los ojos ni pestañear. Veo descender otro bloque de piedra.
Sobre él hay unos artilugios de plata: uno me recuerda a unas
tijeras; otro, a un cuchillo curvo; y los demás tienen agujas y
extremos en forma de gancho. Parecen cosas sacás del laboratorio
de Molly, como las que guarda en su mesa de disecciones.
Cuando me practican el primer corte en el estómago, habría gritao
de haber podío. Hasta ahora nunca había experimentao un dolor
parecío, y mi existencia se reduce a ese sufrimiento. Con sus manos
de seis deos, me abren del to, como quien despluma un pollo. Uno
rebusca dentro de mí y extrae lo que debe de ser mi hígado.
Todavía bañao en sangre, se lo pasan de unos a otros y lo
examinan con los deos, inclinaos sobre él. Pese al dolor agónico,
oigo hablar al doctor Bisset.
—Mis señores fueron los primeros practicantes de la
hepatoscopia, saber que enseñaron a los babilonios y a las
sacerdotisas de Saturno, para que interpretaran los misterios de las
entrañas, porque es en estas donde ocultamos nuestros secretos.
En mi cabeza bullen los recuerdos: una turba que persigue a la
gente de color en Elaine, Arkansas; los ku klux desmandaos por
Greenwood, en Tulsa; los ojos de Sadie al apagarse. Mi sufrimiento,
mi dolor, servío en bandeja a estos monstruos. Lo leen to, como una
bruja que inspeccionara una zarigüeya destripá. Vuelven a cortar y a
meterme las manos, pa extirparme ahora la vejiga y la maraña
reluciente de mis intestinos, hasta que rompo a gritar incluso con la
boca cerrá, a cantarles toas las desdichas que he presenciao. De
algún modo, puedo oírlas resonar por los blancos salones, hasta
que la negrura me envuelve.
Cuando abro los ojos, aparezco en mi casa, mirando la puerta
colgá de las bisagras. Tengo el estómago intacto, y no estoy bañá
en sangre de árbol. Pero es de noche. Siempre es de noche.
—Interesante —dice alguien.
Doy un respingo y, al girarme, me encuentro con el doctor Bisset,
aunque él no tenga na que ver con este lugar.
—¿Qué haces tú aquí?
—Observar.
—¿Estamos dentro de mi cabeza? ¿O es real?
Me mira desde detrás de la venda.
—¿Importa?
Lleva tanto tiempo conviviendo con los espectros que incluso ha
adoptao su forma esquiva de expresarse.
—¿Me han enviao ellos aquí?
—Hay algo en este sitio que mis señores no alcanzan a ver. Algo
que guardas muy dentro de ti. Les intriga. Y eso no es habitual. —
Se gira pa adentrarse en la casa y me obliga a seguirlo. Camina
derecho hacia la trampilla, pero me coloco delante de él y lo sujeto
por el brazo.
—¡No! Esto no.
Sin embargo, el doctor Bisset se suelta, escurridizo como un pez,
y abre de un tirón la puerta secreta. Mira con curiosidad a la niña,
antes de tenderle la mano. Me llevo una sorpresa cuando ella la
acepta y sale del hueco, puesto que siempre se negó a hacerlo por
mí. Lleva algo en la mano: la empuñadura de plata de mi espá, de la
que sobresale un fragmento quebrao de metal negro. De modo que
aquí también está rota.
El doctor Bisset se apoya sobre una rodilla.
—Llevas mucho tiempo aquí metida.
La niña asiente.
—Es donde ella me tiene.
—¡Yo no te tengo en ningún sitio! —replico, furiosa de pronto.
La niña me mira, y el miedo que advierto en sus ojos redondos me
aplaca.
—¿Por qué siempre estás ahí abajo? —le pregunta el doctor
Bisset.
—Pa esconderme de los monstruos. Los que vinieron a mirar.
—¡Aquello fue hace siete años! —grito.
El doctor Bisset nos estudia a las dos, y tenga lo que tenga bajo
esa venda, no ha tardao na en atar cabos.
—Pareces muy joven para haber pasado solo siete años —le dice
a la niña.
—Siempre me da este aspecto. Le es más fácil imaginarme de
pequeña.
—En ese caso, desprendámonos de todos los espejismos. —El
doctor Bisset agita su mano enguantá, y al instante la niña cambia:
sigue llevando el camisón, solo que ahora tiene dieciocho años y se
parece más a mí. No termina de ser la mujer de veinticinco, pero se
ve enseguía en quién se convertirá.
—Bien —dice el doctor Bisset—. Y ahora habladme de los
monstruos.
Al ver que no digo na, es ella quien toma la palabra:
—Vinieron una noche, cuando estábamos dormíos. Unos hombres
tapaos con sábanas y capuchas blancas. Papa salió a la puerta con
la escopeta y empezaron a discutir. Mi hermano decía que parecían
fantasmas, pero yo los reconocí al instante. No eran hombres. Eran
monstruos. Yo quería avisar a mama, pero mi hermano me metió en
el hueco.
Cierro los ojos y recuerdo el resto: los chasquíos de las balas al
atravesar el cuerpo de papa y la puerta; los ku klux pasando por
encima de mí; los gritos de mama; los lamentos de mi hermano; yo
en el hueco, temblando de miedo. Ahí es cuando apareció la espá.
Todavía recuerdo su tacto frío, las visiones que me traía. Cantaba
ansiosa, urgiéndome a levantarme y enfrentarme a los ku klux. Pero
estaba demasiao asustá...
—... era como si no pudiese moverme —relata la chica,
completando mis pensamientos—. Como si algo me apresara. Lo
único que podía hacer era quedarme ahí escondía, esperando a que
to terminara. Permanecí ahí abajo casi dos días. Cuando al fin me
atreví a salir, ya no había nadie. Así que fui en busca de...
—¡No! —exclamo, el corazón saltándoseme del pecho—. ¡No les
des esto!
El doctor Bisset ni siquiera se molesta en mirarme.
—¿Adónde fuiste a mirar?
Mi yo joven me mira a los ojos cuando nos traiciona.
—Al granero.
—Llévame allí. —Cuando repara en que me niego a moverme, el
doctor Bisset da un suspiro—. No te lo estaba pidiendo. —Me toma
del brazo y el mundo cambia, como si me desplazase sin necesidad
de andar. Una vez que me detengo, estamos fuera de nuevo, frente
al granero, donde la puerta está entorná. Ahora es por la mañana,
porque era esa hora cuando vine aquí.
—¿Por qué quieres ver esto? —susurro.
—Como te decía, mis señores desean saber qué es eso que les
ocultas, y por lo que has ideado toda esta artimaña.
—Cuando quisieron ver tu dolor, ¿se lo enseñaste sin más? —
replico.
Se vuelve hacia mí y levanta una mano pa quitarse la venda. Doy
un jadeo. Allí donde tendrían que estar sus ojos solo hay sendas
cuencas, en carne viva y encharcás de sangre, como si hubieran
sío... arrancás.
—A mis señores les apetecía ver el tormento del que yo había
sido testigo a través de mi carne. Me lo sugirieron, y yo les complací
por voluntad propia. Considera esta intrusión... una menudencia.
Se acerca a la puerta del granero, la abre y pasa adentro. Yo me
quedo inmóvil, con la respiración acelerá, como si me ahogase. Al
sentir que unos deos finos se entrelazan con los míos, miro a mi yo
joven. El miedo ha desaparecío de su expresión, porque sé que
ahora está to dentro de mí.
—Podemos hacerlo juntas —dice, y entonces me tiende la espá
rota—. Es más tuya que mía. Recuerda lo que te dije: «Les gustan
los sitios donde sufrimos». Lo utilizan en nuestra contra. —Con un
empujoncito, me vuelve hacia la puerta del granero y me obliga a
seguir andando.
Cuando entro, estoy sola. Fuera lo que fuese mi yo joven (un
fantasma del pasao o un truco de mi mente) se ha ío. Así que es a
través de mis ojos como regreso a aquella fría mañana de diciembre
de hace siete años, cuando presencié la escalofriante escena: tres
cadáveres, los de mi familia, colgaos de sendas cuerdas amarrás a
las vigas del techo. Se balancean bajo los primeros rayos de sol del
día, como si bailaran en el aire. Algo se me retuerce por dentro y me
obliga a caer sobre las rodillas y las manos, a hacerme un ovillo
mientras revivo el horror y la culpa.
—Cuánto dolor. —El doctor Bisset se ha arrodillao junto a mí—.
Sientes tristeza por lo que perdiste. Sientes vergüenza por lo que
fuiste incapaz de hacer. Y sientes rabia... muchísima rabia. —Me
escruta con sus ojos vacíos, sondeando mis recovecos más
profundos—. Te serviste de esa rabia, te alejaste de tu familia y tus
amigos, y saliste en busca de venganza, para dejar tu historia
escrita con sangre.
Me muerdo el labio al recordarlo. Después de aquello me quedé
con la familia de mama. Siempre llevaba encima la espá, que me
cantaba sus secretos y me iniciaba en sus ritmos letales. Cuando
me sentí prepará, salí en busca de los ku klux. Con el primero al que
di muerte empecé a soltar la rabia que llevaba dentro. Lo hice
pedazos, pero no me bastó con eso. Tenía más dolor que infligir y
más rabia de la que desprenderme. Me pasé dos años yendo de
aquí p’allá, matando ku klux. Puede que pa entonces ya no fuese
del to humana. Solo pensaba en vengarme y en matar. Ahora era yo
quien cazaba a los monstruos. Me había adentrao en los bosques
de Tennessee, y andaba deambulando por mi infierno de sangre y
matanzas, cuando la llamá de Nana Jean me sacó de aquel pozo.
Volví a ser una persona normal, pero oculté en lo más hondo la
hería que me espoleaba, y encerré a una niña en aquel hueco, junto
con toas las aberraciones que había visto.
—Lo siento —susurro, en parte pa ella y en parte pa mí.
—Para mis señores es una tragedia... deliciosa —asegura el
doctor Bisset—. Eres un auténtico manjar para ellos.
Clavo los ojos en sus cuencas vacías, y una nueva rabia despierta
en mí. Este dolor y esta cicatriz son míos. Ellos no tienen por qué
saborearlos ni nutrirse de ellos. Ya estoy harta de monstruos, de que
devoren las distintas partes de mi ser, de que intenten engullirme
por completo.
—Yo me dedico a cazar monstruos —le digo con los dientes
apretaos.
No sé cuándo alargo el brazo pa invocar mi espá. Siento agitarse
el fragmento que empuño, y en mi cabeza surgen unas visiones
nuevas, más de las que nunca había tenío a la vez, arremolinás las
unas con las otras. De nuevo, se oye el canto, el precioso canto de
venganza. Además, suena aún más fuerte, con sus centenares de
voces en perfecta armonía. Entre toas hostigan a los caciques y los
reyes que vendían a los esclavos, hasta que su grito sacude a los
dioses durmientes. Cuando miro la hoja destrozá, la envuelve una
nube de humo negro que crece hasta que adopta la habitual forma
de pétalo, pa después regenerarse de tal modo que la lámina de
metal oscuro vuelve a ser una única pieza intacta. Es en ese
instante cuando entiendo que, bajo el huracán de las visiones, la
niña se ha ío del to. Adiós a los ojos llenos de pánico. Adiós al
miedo que me paralizaba. La hería en la que la he convertío sigue
ahí, pero ya no me escuece como antes. Poco a poco, comienza a
curarse, aunque nunca llegue a desaparecer del to.
El doctor Bisset mira la espá, y de alguna manera un atisbo de
sorpresa aparece en sus ojos vacíos.
—¿Cómo...? —empieza, pero lo interrumpo.
—Esta es mi casa, y este es mi dolor. ¡Tú no pintas na aquí! ¿A
tus señores no les gustan tanto las desdichas? ¡Pues permíteme
deleitarlos! —El pétalo negro libera un fogonazo al tiempo que el
canto se vuelve ensordecedor. El resplandor lo atraviesa to, hasta
que me ciega.
Cuando recupero la vista, ya he regresao. Estoy en la sala de
disecciones. Oigo algo más en mi cabeza: una algarabía de voces.
«¡Demasiado! ¡Demasiado intenso! ¡Es demasiado!».
Los Doctores de la Noche. Se encorvan con las manos en la
cabeza, como si intentaran bloquear algo. El poder que ejercían
sobre mí parece haberse disipao, de tal modo que puedo moverme
e incorporarme. Tengo la camisa abierta y puedo verme el
estómago. To está como debe. La única evidencia de que me
habían sacao las vísceras es la cicatriz mínima que palpo con la
yema del deo. En la otra mano tengo algo aún más increíble: ¡mi
espá!
Brilla tanto como en el sueño, y también aquí está entera. La hoja
murmura y vibra según las almas que moran en ella cantan su vida.
Los Doctores de la Noche, que antes raptaban esclavos a mansalva,
padecen a través de estas canciones un tormento mayor del que
habían paladeao nunca. Y es demasiao pa ellos. No puedo evitar
complacerme al verlos retorcerse de dolor.
El doctor Bisset también está aquí.
—¡Basta! —ruge.
De pronto, me baja de la mesa de disecciones y me lleva por los
pasillos a su extraña manera. Cuando nos detenemos, me estampo
de espaldas contra una pared, la misma por la que entré en este
sitio.
—Ya llevas aquí mucho tiempo —dice—. Es hora de que vuelvas.
—¿Y tus señores? ¿Nos ayudarán?
—Tienes suerte de seguir viva después de lo que has hecho.
—¡Teníamos un trato! ¡Dijiste que hablarías con ellos por mí!
Se me acerca y me mira a través de la venda blanca que vuelve a
llevar puesta.
—Yo que tú, cogería lo que he conseguido y no volvería aquí
nunca.
Me da un empujón y me golpeo con las losas, pa después
atravesar una oscuridad hecha de carne blanda, hasta que caigo en
el lecho de tierra. Cuando levanto la cabeza, veo a lo lejos la parte
trasera de la granja de Nana Jean. El bosque de los enormes
árboles de las botellas ha desaparecío y, ante mí, el Roble del Ángel
Muerto comienza a desvanecerse. Una vez que desaparece del to,
me tiendo y elevo la mirá hacia el cielo nocturno, con la espá intacta
apretá contra el pecho.
8

E stá lloviendo la noche del domingo en que subimos a Stone


Mountain.
Y no es una simple llovizna presbiteriana, sino una auténtica
borrasca baptista.
Somos un grupo bastante variopinto: Chef y yo; Emma y tres de
sus «camarás», incluías dos tipas morenas que ella asegura que
son sicilianas; las aprendices de Mol-ly, Sethe y Sarah, ambas con
un sombrero de ala ancha y un fusil al hombro. Nana Jean también
ha venío, junto con el tío Will y los cantores. Le dije que este no es
lugar pa la gente de su edad, pero ella me respondió que tienen
prepará una magia de las raíces muy poderosa. Y cuando se
propone algo, es imposible disuadirla.
Tampoco es una marcha fácil. Stone Mountain, la montaña de
piedra, hace honor a su nombre: una gran cúpula gris que acaricia el
cielo. A su alrededor abundan los árboles y la maleza, pero la cima
es sobre to de piedra descubierta, y el sendero que hemos tomao
más bien parece un torrente de sedimentos. Las linternas ayudan,
pero, a pesar de ello, se hace difícil avanzar. He cambiao los
zapatos planos por unas botas y unas polainas, y también llevo unos
bombachos verde musgo, una camisa negra y un poncho azul
marino que Molly confeccionó a partir de un tejío gomoso casi
impermeable. Nana Jean ya presentía que iba a llover, por lo que
quiso que nos equipáramos bien. Se ve que sus premoniciones son
más literales de lo que pensaba. De toas maneras, sigo envidiando
el uniforme militar de Chef. Por no mencionar ese gorro por el que
resbala el agua. Por mi parte, traigo bien calá la gorra marrón. Así
me es más difícil ver, pero al menos me aparta la lluvia de la cara.
Al cabo de una media hora, nos encontramos con otras partías
que han acudío a nuestra llamá. Casi tos son de Atlanta, veteranos
fáciles de distinguir por sus chubasqueros y sus fusiles de bayoneta
plateá. Los grupos menos numerosos vienen de Marietta y de
Athens. En cualquier caso, solo una treintena estamos en
condiciones de luchar. Y eso no juega a nuestro favor.
Me pregunto si el doctor Bisset cumplirá su parte del trato. Desde
luego, por la cara que puso cuando nos despedimos, no lo daría por
hecho. Me acuerdo de cuando me sacaron las vísceras y tengo que
llevarme la mano al estómago. ¿De verdad solo hace una noche de
eso? Chef y yo nos turnamos al volante durante el trayecto de seis
horas que hay desde Macon, pero en ningún momento conseguí
dormir bien, pues siempre aparecían en mis sueños cosas que
preferiría olvidar. Ahora siento un dolor vago en las extremidades.
No sé muy bien qué me impulsa a seguir adelante. Quizá solo sea la
rabia.
A veces se me va la cabeza y miro a mi alrededor a ver dónde
está Sadie. Imagino lo mucho que se estaría quejando de este
diluvio, o las barbaridades que estaría soltando, sacás de sus
periódicos. Es como si los ku klux se la hubieran llevao de este
mundo y hubiera dejao un vacío en su lugar. Y ahora tienen a
Michael George. Entre lo uno y lo otro, la sangre me hierve tanto
que la lluvia parece crepitar al contacto con mi piel.
Ahora que cada vez hay menos árboles, ante nosotros ya solo
tenemos una escarpá loma de roca mojá. Nana Jean termina de
convencerse de que tiene que parar. Dice que el tío Will, los
cantores y ella descansarán aquí un rato y se nos unirán más tarde.
La verdad es que no lo creo muy probable, pero, por mí, bien. Nos
bendice antes de que reanudemos la caminata, y los dejamos a
cobijo de una arboleda pa seguir hacia la cima.
Decir que el terreno se ha vuelto resbaladizo es quedarse corto.
Me cuesta mantener el equilibrio sobre la roca lisa y descubierta. A
medía que nos acercamos, creo oír un ruido, como si hubiera
alguien hablando, y me parece ver un resplandor más adelante.
Cuando ya estamos casi arriba del to, el ruido se ha vuelto
estruendoso. Un hombre profiere fuertes voces pa hacerse oír pese
a la lluvia. Siento que la rabia me abrasa el alma cuando reconozco
los berríos. Reunimos a tos los demás bajo los últimos árboles y
arbustos y dejamos que recobren el aliento mientras Chef y yo
seguimos avanzando sigilosamente pa ver dónde estamos.
La escena que nos encontramos es propia de una pesadilla: una
amplia franja de piedra gris llena de klanes. Jamás había visto
tantos juntos. Habrá cientos de ellos. Están distribuíos en filas, y no
parece importarles que la túnica empapá se les haya pegao a la piel.
Se han sacao la capucha y, con los ojos como platos, miran lo que
tienen ante ellos: la película que se está pasando en medio de
Stone Mountain.
El nacimiento de una nación.
Le pregunté a Molly cómo pretendían montar un cine allí, a lo que
la científica me respondió que tan solo necesitaban un proyector con
alimentación propia y algo donde rebotar el haz de luz. Al parecer,
han levantao una pantalla. El armatoste debe de tener unos quince
metros de alto y como el doble de ancho. No sé dónde habrán
puesto el proyector, pero está sacando la imagen en movimiento
más grande que he visto nunca. Al pie de la pantalla han colocao
una tarima, y en ella hay seis hombres y mujeres, tos con los brazos
ataos por delante y con un saco en la cabeza. Se me cae el alma a
los pies cuando la luz de la pantalla alumbra su piel negra. Seguro
que entre ellos está Michael George.
En el suelo de piedra han erigío una gigantesca cruz de madera, y
al lao de esta, subío a la tarima, hay un hombre. Desde aquí no
alcanzo a verle la cara, pero es alto y corpulento, y lo reconozco
incluso con la túnica de klan. Además, es su voz la que hemos estao
oyendo to este tiempo.
—El Carnicero Clyde —mascullo.
Chef asiente.
—Sí, es él, y sigue berreando sus imbecilidades.
Así es. Las imágenes tendrían que estar acompañás de la música
de una orquesta; sin embargo, ahí está el Carnicero Clyde, haciendo
resonar su voz bajo la lluvia, venga a predicar sobre la raza blanca y
demás. La gente lo escucha como hipnotizá, tragándose cada cosa
que dice, sin apartar los ojos de la descomunal pantalla.
—Deben de ser klanes de toas partes —susurra Chef.
—Y ku klux.
No cuesta distinguirlos, con la cara contrayéndoseles y
retorciéndoseles incluso bajo el aguacero. Algunos se han mezclao
con el público. Otros se han distribuío en unas filas largas y
sostienen unas antorchas a las que la lluvia no parece afectar en
modo alguno.
—Es una gran concentración —observa Chef—. Como en Tulsa.
Sin duda, el ambiente es el mismo. Se han congregao aquí pa ver
nacer a su diosa.
«Se acerca la llegada de la Gran Cíclope. Y cuando llegue,
vuestro mundo se acabará».
—¿No notas algo raro en estos klanes? —pregunta Chef—. ¿En
los que no se han convertío?
—¿Aparte de que están pasmaos en medio de la montaña y bajo
una tormenta?
—Es la cara. No la tienen como siempre.
La lluvia no me deja ver bien, pero levanto la visera y entrecierro
los ojos pa fijarme en las caras, bañás por la luz de la pantalla. Sí
que hay algo inusual en estos klanes, algo que los diferencia de los
ku klux. Aunque no sabría decir el qué, ni lo que significa.
—Nos superan con mucho en número —dice Chef.
La miro. No hay un atisbo de miedo en su expresión. Ha visto
demasiás cosas pa eso. Apenas tenemos posibilidades de vencer,
pero, aun así, cargará contra el enemigo. Y lo mismo con Emma,
con las aprendices de Molly y con toas las células de la resistencia
que encabezamos. Tos dan por hecho que no verán el amanecer de
un nuevo día. Sin embargo, no pienso permitir que sea así, si puedo
evitarlo.
—Voy a salir.
Chef tuerce el gesto.
—¿Que vas a qué?
—El Carnicero Clyde. Ya lo oíste anoche. Me sugirió que viniera
aquí.
—Es una trampa. ¡Los ku klux se te echarán encima como una
maná de lobos en cuanto te vean!
Meneo la cabeza.
—Quiere algo de mí. Lleva tiempo buscándolo.
—¿Y qué diablos quiere de ti?
—Va a proponerme algo.
Chef me mira como si hubiera perdío el poco juicio que me
quedaba. No les he hablao de esto, ni a ella ni a Nana Jean, pero
ahora tomo aire y se lo cuento to. Me escucha con atención y,
cuando termino, se toma un momento antes de responder:
—El demonio no sería el demonio si no supiera cómo tentar a la
gente. ¿Sabes qué quiere proponerte?
Le he estao dando vueltas a eso, a cómo el Carnicero Clyde
consiguió metérseme en la cabeza, a través de ese recuerdo que yo
guardaba con tanto celo.
Asiento despacio.
—Creo que sí.
—Entonces supongo que ya te has decidío.
Se oye un estruendoso «¡fuuush!». Cuando miramos, la cruz
gigante está envuelta en llamas. Al igual que con las antorchas, la
lluvia no parece rozar el fuego, que convierte los troncos en un faro
infernal en medio de la noche opaca. Miro a Chef y veo el feroz
resplandor reflejao en sus ojos.
—Tengo que salir ya. Quizá consiga parar to esto.
—O hacer que te maten.
—Puede, pero debo intentarlo. —Me viene a la cabeza lo que dijo
la tía Ondine—: Es hora de que el mundo se sostenga sobre la
punta de una espá.
Chef me mira fijamente antes de acceder.
—Está bien, pero yo iré contigo.
Cuando voy a protestar, me interrumpe:
—Sadie no permitiría que fueras sola, y yo tampoco te dejaré. Más
te vale que lo asumas, ¡porque esta trinchera la vamos a saltar
juntas!
Considero la idea de propinarle un puñetazo y dejarla inconsciente
pa quitármela de en medio, aunque seguramente sería ella quien
terminaría dándome una patá en el culo a mí. Y no me apetece
recibir una paliza ahora que tengo que encararme con la muerte.
Cedo, aunque sienta un alivio culpable por no tener que afrontar
esto sin ninguna compañía.
—No me has preguntao qué voy a responder a la propuesta.
Chef se encoge de hombros. Se encaja un Chesterfield entre los
labios y hace ademán de encenderlo cuando se acuerda de que
está lloviendo.
—Hay que confiar en que tus compañeros de batallón harán lo
correcto. No sirve de na preocuparse por eso.
Cuando me presento en la cima de la montaña, sigue jarreando,
tanto que las gruesas gotas de agua empiezan a encharcar el suelo
de piedra. Chef camina junto a mí, vestía con su uniforme de los
Luchadores del Infierno, sujeto entre los dientes el cigarrillo todavía
por encender. Creo que nunca me había alegrao tanto de ver su
sonrisa fácil. Las filas de los klanes mantienen los ojos pegaos a la
pantalla, ignorándonos mientras abrimos un amplio pasillo a su
través. Un ku klux que sostiene una antorcha es el primero que
repara en nuestra presencia. Retrae los labios humanos y empieza
a dar grazníos. En la tarima, el Carnicero Clyde interrumpe su
sermón y, como si de una única e inmensa bestia se tratara, el mar
blanco se gira ondeante hacia nosotros.
Seguimos andando, como si no fuéramos dos mujeres de color
paseando entre una hueste de demonios, tanto humanos como de
otros tipos. Sin embargo, nadie intenta cortarnos el paso, ni los ku
klux ni los klanes, cuya expresión, en efecto, no solo se antoja
inusual, sino, de hecho, más sombría que nunca. Se me hace un
nudo en el estómago al otear el mar de caras blancas, toas igual de
sombrías. Aquí está ocurriendo algo que no termino de entender.
Aparto los ojos de ellos y los dirijo hacia la tarima.
El Carnicero Clyde continúa subío en ella, con la piel mojá por la
lluvia y abrillantá por el fulgor de la cruz llameante, una sonrisa
instalá en su máscara de carne.
—¡Maryse! ¡Empezábamos a temer que faltases a la cita!
Mentira. Siempre tuvo la certeza de que vendría. To esto es como
una historia escrita por él mismo.
—¡Llegas justo a tiempo! ¡Por favor, sube aquí! Pero solo tú. No
necesitamos a la otra.
—¡Viene conmigo! —Señalo a Chef con la cabeza.
La sonrisa del carnicero se tensa, pero al cabo, agita la mano.
—Como quieras.
Juntas, Chef y yo subimos los escalones de la tarima. Si lo
piensas, no deja de resultar chocante que, siendo quienes somos,
estemos aquí, frente a cientos de caras inflamás de odio, te lo
aseguro. Algunos de los ku klux tienen la boca abierta y beben el
agua de la lluvia, aunque, por su parte, los klanes mantienen la
expresión sombría. Me giro hacia el Carnicero Clyde, agigantás las
imágenes de la película a nuestra espalda mientras las llamas de la
cruz profana me laceran el alma. Me fijo entonces en el resto de los
ocupantes de la tarima; son seis, tos de color, y están dispuestos en
fila. Enseguía doy con el que busco.
—¡Michael George! —exclamo, pero él no se mueve ni se gira
siquiera.
—Ah, tu amorcito no puede oírte —dice el Carnicero Clyde—. Y
los demás tampoco.
Se acerca pa retirar el saco que cubre la cabeza de Michael
George, y siento alivio a la vez que un profundo dolor al ver de
nuevo su preciosa cara, en la que no observo ningún daño. Salvo
por...
—¿Qué le has hecho en los ojos? —pregunto.
—Oh, eso. —El Carnicero Clyde agita una mano frente al rostro
inexpresivo de Michael George. No se inmuta; se queda mirando al
infinito con los ojos en blanco, desprovistos de pupilas, mientras la
lluvia se le escurre por la piel morena—. Tranquila, solo está sumido
en una especie de sueño. Pero no te preocupes; si te portas bien
con nosotros, dejaremos que vuelva contigo, sano y salvo. En
cuanto a los demás... En fin, puede que ella traiga un poco de
hambre cuando aparezca.
«Ella». La Gran Cíclope.
Miro el semblante ausente de Michael George, muriéndome de
ganas por estirar los brazos y acariciarlo, por darle un abrazo. Pero
eso es lo que el Carnicero Clyde quiere. Lo veo en su sonrisa, fruto
de mi dolor. Aprieto los puños pa contener la rabia y me vuelvo
hacia el público.
—Se trata de esto, ¿verdad? Me has traío hasta aquí pa que vea
cómo resurgís.
La sonrisa del Carnicero Clyde se ensancha hasta que se asemeja
a la de una calabaza tallá con un gesto burlón. En ese momento
recuerdo que no es más que algo que intenta hacerse pasar por una
persona.
—Te hemos invitado para que presencies el gran plan.
—¿Qué te dije la otra vez sobre tu «gran plan»?
El carnicero suelta una risita.
—Creo que tus palabras exactas fueron «Tu gran plan me importa
una mierda», pero aún no te hemos detallado el papel que tú
desempeñarías. ¿No quieres saberlo? Llevamos mucho tiempo
organizándolo.
Al ver que no le respondo, prosigue:
—Como sabes, somos especialistas en eso que llamáis «odio».
Para vosotros, no es más que un sentimiento, un asomo de rabia en
los ojos que puede animaros a cometer toda suerte de hermosos
actos violentos. Sin embargo, para nosotros, ese sentimiento es un
poder en sí mismo. Nos sustenta, y lo atesoramos como si de
nuestra vida se tratara. —Se vuelve hacia los klanes congregaos—.
¡Mira cuánto delicioso odio! No fuimos nosotros quienes lo pusimos
ahí; lleva toda la vida creciendo en ellos. Nosotros solo le dimos un
empujoncito para que terminara de florecer. Unos simples rollos de
celuloide han bastado para que se entreguen a nosotros voluntaria y
completamente. Sin embargo, por mucho sustento que ese odio nos
proporcione, tampoco cunde demasiado.
Lo miro extrañá. A mí me da la impresión de que el odio de estos
klanes no tiene límites.
—Verás, el odio que los mueve no responde a ninguna lógica.
Porque tienen poder y, sin embargo, odian a aquellos sobre los que
ejercen algún control, quienes, en realidad, no suponen una
amenaza para ellos. Sus temores carecen de auténtico fundamento;
son el simple reflejo de sus inseguridades y su incompetencia. En su
fuero interno, lo saben. Y eso hace que su odio se parezca al...
whisky aguado. ¡Y ahora vamos con tu gente!
La mirá se le ilumina, y se acerca a mí.
—Tenéis una buena razón para odiar. ¿De cuántas injusticias
habéis sido víctimas? Os han azotado y apaleado, os han
perseguido y dado caza, y habéis padecido lo indecible bajo su
yugo. Os sobran motivos para despreciarlos, para aborrecerlos,
después de tantos siglos de abusos. Ese odio sería tan puro, tan
firme y justo... ¡tan implacable!
Se estremece, como si se imaginara paladeando el vino más
dulce.
—¿Y qué tengo yo que ver con to eso?
—¡Ah, Maryse, tú eres nuestra principal candidata!
Mi cara de confusión hace crecer su sonrisa hasta límites
imposibles.
—Ya te dijimos que hemos estado observándote. Sabíamos que
esas intrusas elegirían a una paladina para que blandiera su
pequeña arma mágica contra nosotros, como ya habían hecho con
anterioridad. Pero ¿y si nosotros pudiéramos influir en esa decisión?
En lugar de enfrentarnos a su paladina, podríamos ayudar a
moldearla. Dejaríamos que supiera lo que es sufrir, y dejaríamos
que esa herida se enconase, para que así la semilla del odio
arraigase en lo más hondo de su ser. Y después la alimentaríamos,
la regaríamos con nuestros perros, a los que dejaríamos que
cazase, que matase, con fruición. Porque has gozado, ¿verdad? Ah,
ese odio seguirá creciendo hasta que esté fuerte y maduro, y
aguardará a que lo cosechen, a que te sirvas de él.
La voz me tiembla de pura rabia.
—¿Ahora es cuando me haces tu propuesta?
—Exacto —sisea él.
—Bien, pues no te molestes, ¡ya sé de qué se trata, y no lo quiero!
¡No de ti! —Cuando me mira divertío, me enfurezco aún más—.
¡Vas a proponerme resucitar a mi familia! «Poder sobre la vida y la
muerte», dijiste. Darme lo que deseo más que ninguna otra cosa.
¿Crees que tentándome con algo así conseguirás que cambie de
bando? ¿Que me alíe contigo? ¡¿Después de lo que has hecho?!
Por un momento, el Carnicero Clyde guarda silencio, algo
desacostumbrao en él. Lo único que oigo es mi respiración, honda y
colérica, y el tamborileo de la lluvia. Entonces hace algo que no me
esperaba: se echa a reír, a carcajás, tan enérgicas que empieza a
darse palmás en las rodillas. E imagino a las boquitas ocultas
riéndose también. Me mira y se limpia, o bien las lágrimas, o bien el
agua que le moja la cara.
—¡Ay, Maryse! ¡Mira que tienes imaginación! ¿Resucitar a tu
familia? ¿Eso es lo que creías que te íbamos a proponer? ¿Eso es
lo que esperabas? No podemos devolverte a los tuyos. —Deja de
desternillarse pa adoptar una catadura seria y fría—. Están muertos.
Para siempre.
Su respuesta me hiere de una forma que no esperaba de unas
simples palabras, produciéndome un dolor que parece desgarrarme
el alma. Noto como las mejillas se me enrojecen de la vergüenza.
Tiene razón: era lo que esperaba, lo que más anhelaba, por mucho
que intentara mentalizarme pa rechazarlo. Quería que al menos algo
así fuese posible. Quería saber que tenía la oportunidad.
—No, Maryse, nos malinterpretaste —continúa el Carnicero Clyde
—. Verás, no pretendemos pedirte que te cambies de bando, sino
que, de hecho, nos ofrecemos a pasarnos al tuyo.
Parpadeo; de pronto, me he quedado en blanco.
—¿Qué?
El carnicero clava en mí sus ojos grises.
—Sé nuestra paladina, Maryse. Acaudilla nuestras filas. Dale a tu
gente eso de lo que carece...
—¿Odio? —lo interrumpo.
—Poder —me corrige, su tono ahora más vehemente—. Ya te lo
hemos dicho: nos has traído su odio justo y razonable, y a cambio,
nosotros te concederemos poder, el suficiente para que nunca más
volváis a temer a nadie. Poder para que os protejáis y derrotéis a
vuestros enemigos, para que se encojan y tiemblen de puro miedo
en vuestra presencia. Poder para que os venguéis por las injusticias
que habéis sufrido. Poder sobre la vida y la muerte: ¡tanto las
vuestras como las de ellos!
Me quedo mirándolo, sin palabras. Ahí está: la propuesta. Y esto
sí que no me lo esperaba.
—¿Qué pasará con esos? —Señalo a los klanes congregaos.
—Esos ya han llevado a cabo su cometido.
—¿Y qué hay de la Gran Cíclope? ¿Le parece bien que os unáis a
nosotros?
Su sonrisa reaparece.
—¿Quién crees que ha ideado el gran plan?
—Vine aquí pa detenerla. ¡Pa impedir que llegara a este mundo!
—¿Detenerla? —Suelta otra carcajá—. Pero, Maryse, ¡si ya está
aquí!
Cuando señala a los klanes con el brazo, los miro sin comprender.
En ese momento, me fijo de nuevo en sus caras sombrías. Como si
respondiera a alguna llamá, uno de los de la primera fila da un paso
al frente y eleva una mirá vacía mientras la lluvia teje una red de
hilos transparentes sobre su rostro. Y entonces empieza a temblar, a
sufrir violentas convulsiones... hasta que pierde el conocimiento.
A mi lao, Chef blasfema, pero no puedo dejar de mirar al klan, o lo
que queda de él. Su túnica blanca permanece tirá en el suelo mojao,
y de su interior sale deslizándose lo que parece una masa informe
de carne cruda y ensangrentá. Da la impresión de que le hubieran
vuelto el cuerpo del revés. Se arrastra por la piedra encharcá
mientras otro klan da un paso al frente y hace lo mismo, seguío de
otro, y de otro más, y...
—¿Qué les has hecho? —pregunto, apretándome el estómago pa
contener las arcás.
—Ah, solo les hemos dado el sustento que tanto ansiaban. Esto
se lo han hecho ellos solos, y de muy buena gana. Como ya te he
dicho, para nosotros solo son carne.
Carne. La que les estaba dando de comer en su carnicería. La
carne viviente.
—La Gran Cíclope ya está dentro de ellos —se jacta—. Se la
comieron y la alimentaron con su odio. Ahora viene a cobrarse su
deuda.
Miro cómo los montones de carne sanguinolenta reptan hacia la
cruz en llamas. Se estiran hacia arriba y se abrazan al palo
incendiao, desprendiendo un tufo que me punza las fosas nasales.
Instantes después lo han cubierto por completo, amontonaos de
cualquier modo, hasta que el calor de las persistentes fogarás acaba
fundiéndolos tanto con la madera como a los unos con los otros. Da
la impresión de que una mano gigantesca estuviera esculpiéndolos
como si de arcilla se tratase, apilando toa esa carne sobre un
esqueleto, estirándola y moldeándola hasta dar forma a una figura
de extremidades alargás y carnosas, que gana volumen por
momentos. Los klanes que siguen viniendo a unirse ya ni siquiera se
desmayan; sencillamente, se introducen en la muralla de carne
viviente pa ser engullíos enteros. Los veo disolverse, hasta que lo
único que queda de ellos es la cara, con la boca abierta to lo que les
da de sí, como si estuvieran dando... un grito eterno. Cuando to
termina, miro hacia arriba pa ver la abominación que ha nacío esta
noche, la lluvia golpeteándome el rostro como si el mismísimo cielo
llorase.
La Gran Cíclope no se parece a na que haya visto antes. Tiene el
aspecto de una serpiente descomunal y retorcía, aunque también
está dotá de brazos, dos gruesos troncos que se deshacen en
sendas marañas de tentáculos sinuosos y enredaos. To su cuerpo
está hecho de gente, cuya carne está ahora puesta a su servicio, el
vehículo que la ha traío a este mundo. Las bocas que pueblan la
figura ominosa lanzan un alarío que anuncia su nacimiento y su
triunfo, y me estremece hasta los tuétanos.
—¿Verdad que es preciosa? —dice el Carnicero Clyde
embelesao.
Las bocas de la Gran Cíclope se abren y lanzan un nuevo grito.
Pero, no, no es solo un grito. Están hablando por medio de su coro
infernal.
Venimos a reclamar lo que nos pertenece: el mundo entero. ¡Que
se acerque nuestra paladina! ¡Veámosla!
—¡Quiere conocerte, Maryse!
Al oír al Carnicero, la Gran Cíclope encorva el cuello, hasta que el
bulbo que tiene por cabeza se sitúa apenas por encima de mí. Un
centenar de ojos se abren a lo largo de sus formas ondulantes, tos
los cuales tienen un aspecto demasiao humano. Se escurren por su
cuerpo como renacuajos que colearan a través del fango, hasta que
llegan al bulbo, donde forman una masa colosal que se orienta hacia
mí.
Contemplad a la que aceptará nuestro presente, nuestra
bendición.
La Gran Cíclope extiende los brazos y me envuelve entre sus
tentáculos retorcíos. Unas protuberancias semejantes a unos deos
humanos brotan por to su cuerpo, y noto su humedad pegajosa
cuando me examinan la ropa y la piel, tocándome, palpándome,
midiéndome. Si un ciempiés gigante con manos humanas no me
hubiera hecho un reconocimiento similar la noche anterior,
seguramente me habría dao un síncope allí mismo.
¡Sí! ¡Oh, sí! Lleva dentro la rabia de los suyos. Pura y madurada.
Podríamos hacer mucho con ella. ¡Podríamos hacer mucho por ti!
—Basta con que digas que sí, Maryse —me apremia el Carnicero
Clyde—. ¡Acepta esta dádiva!
Debería resultarme muy fácil negarme, mandar a tos estos
monstruos al infierno y más allá.
Sin embargo... No dejo de darle vueltas a la propuesta del
Carnicero Clyde. Lo que me ofrecen es poder. Poder pa
protegernos. Poder pa vengarnos. Poder sobre la vida y la muerte
de los míos. ¿Cuándo ha puesto nadie algo así al alcance de la
gente de color? ¿Cuándo se nos ha presentao la ocasión de dejar
de tener miedo? ¿No llevamos to este tiempo sufriendo y muriendo
a manos de unos monstruos con forma humana? ¿Qué importaría,
entonces, si hiciéramos un pacto con otro tipo de monstruos? ¿Qué
le debemos a este mundo que tanto nos desprecia y maltrata? ¿Por
qué luchar por salvarlo cuando nadie ha movío nunca un deo por
salvarnos a nosotros?
Estás a punto de ser testigo de la verdad —corea la Gran Cíclope
—. Entréganos tu rabia. Déjanos enseñarte a utilizarla. A ser más
fuerte. A no tener miedo ni piedad de tus enemigos. No la rehúyas.
Entrégate a ella. ¿Tiene alguien la culpa de que el odio engendre
odio?
Noto como la rabia empieza a caldearse, hasta que empieza a
abrasarme. Resurgen en mi cabeza toas las visiones que había
tenío hasta ahora: hombres, mujeres y niños como yo, bajo el látigo,
encadenaos, azotaos hasta que la carne les cuelga de los huesos,
tan malheríos que hasta su alma se lamenta. Por eso me eligieron.
Porque albergo en mí no solo la rabia de lo que he visto con mis
propios ojos sino también siglos de rabia, de una rabia que crece en
mi interior. Los temores de la tía Ondine estaban bien fundaos;
cuando me obsequiaron con la espá, querían que estuviera prepará
pa enfrentarme a este enemigo.
«Y ahora ten mucho cuidao, hermano Conejo. —Oigo la voz de mi
hermano con tal claridad que siento como si me susurrara al oío—.
Nosotros somos los astutos: la araña, el conejo e incluso el zorro.
Siempre engañamos a los que son más fuertes que nosotros. Así es
como logramos sobrevivir. ¡Procura que esta vez no te engañen a
ti!».
A su voz la sigue otra.
«Les gustan los sitios donde sufrimos. Lo usan contra nosotras».
La advertencia de la niña, mi yo del sueño, me lo aclara to de
golpe: los sitios donde sufrimos. Donde sufrimos nosotros, no solo
yo, sino tos nosotros, las personas de color, las que soportamos
nuestras herías, a veces tan abiertas que to el mundo puede verlas,
pero también algo más, enterrao y oculto en lo más hondo de
nuestro ser. Me vienen a la cabeza los cantos que acompañan a las
visiones, cantos llenos de dolor, cantos de tristeza y de lágrimas,
cantos preñaos de martirio. Una rabia justificá y un clamor que exige
resarcimiento.
Pero no odio.
No son lo mismo. Nunca lo han sío. Estos monstruos pretenden
tergiversar to eso, retorcerlo a su conveniencia, porque es lo que
hacen siempre: enredarte hasta que te olvidas de quién eres, hasta
que te conviertes en alguien como ellos. Solo que yo no me he
olvidao, porque esos recuerdos me acompañan en to momento, y
me muestran el camino.
Sonrío, al tiempo que respiro hondo pa entibiar las llamas que
arden bajo mi piel. Esto ha sío una prueba pa mí. Y creo que la he
superao. Me giro hacia el Carnicero Clyde.
—Antes has dicho que solo son carne.
Por primera vez, me mira confundío, algo que agradezco.
—Es lo que consideras a los klanes: simples trozos de carne.
—No sé si veo por dónde vas...
—La otra vez, en la carnicería, dijiste que tos éramos carne. Que
te daba igual el color de la piel. Dijiste que estábamos aquí pa
beneficio vuestro. —Señalo a los ku klux con la cabeza—. Nos
harías lo mismo que ellos te permitieron hacerles, si te diera la
oportunidad, ¿me equivoco?
Sin llegar a responder, recurre a otra sonrisa hueca. Aun así, el
gesto es más que elocuente. Yo también sonrío, a la vez que bajo la
mano... e invoco la espá.
Las visiones se arremolinan a mi alrededor, pero esta vez no hay
ninguna niña que amenace con frenarme. Y superao ese miedo, es
como si hubiera abierto una especie de compuertas. Los espíritus
que acuden ahora no son solo unos pocos, ni unos centenares, sino
miles, y tos se concentran en la espá, donde entonan la canción de
su vida, cuya fuerza fluye por el hierro hasta que desemboca en mí.
Tambores, gritos y lamentos; chillíos, risas y aúllos; cantos rítmicos y
largos quejíos penetrantes. Toa una colección de recuerdos
interminables, desde las tumbas del fondo del Atlántico hasta los
arrozales fangosos y las plantaciones de algodón; desde las
profundidades sofocantes de las minas de oro hasta el olor dulzón
del azúcar hervío, que pa tantos supusieron su final, devoraos por
las fauces de los látigos, las cadenas y las herramientas de hierro,
sometíos al grillete y la miseria. Impelía por su huracán, también yo
empiezo a cantar y a liberar mi dolor. Los caciques y los reyes
condenaos claman en respuesta a nuestro grito, despertando a los
dioses antiguos, mientras la plata fría se ajusta a mi mano ya
prepará, el humo negro dándole forma a una afiladísima hoja con
forma de pétalo. No muy lejos de mí, oigo jadear al Carnicero Clyde,
su voz ahogá.
—¡Acabamos contigo!
No sé si se refiere a mí o a la espá. Puede que a ambas.
Le guiño un ojo a Chef y me giro hacia la Gran Cíclope, cuyos
tentáculos siguen retorciéndose en torno a mí.
¿Qué es esto? ¿Qué está ocurriendo?
—¿Conoces la historia de Verdad y Mentira? —le pregunto—.
Pues bien, te revelaré la moraleja: tú eres Mentira.
Levanto la espá, la sujeto con ambas manos y la hundo en el
cogollo de ojos que ocupa el bulbo que el monstruo tiene por
cabeza. La hoja da un fogonazo que calcina cuanto toca. La Gran
Cíclope se estremece cuando una fogará blanca recorre la
inmensidad de su cuerpo, deja al descubierto la carne reluciente y
obliga a los cientos de bocas a lanzar un grito agónico, un bosque
de llamas nacío de entre sus labios daos de sí. Los otros ku klux
congregaos en la cima también rompen a mugir, como si también
ellos sintieran ese dolor. ¡Bien! Extraigo la espá al tiempo que la
Gran Cíclope encorva hacia atrás su cuello serpentino, mientras
eyecta un arco de sangre y carne abrasá.
Chef aúlla.
—¡Esto ya me gusta más! —Se saca dos botellas de la chaqueta y
las agita hasta que el líquido que contienen se ilumina. (Una mezcla
especial que Molly ayudó a preparar: mitad explosivo y mitad Agua
de Mama pura). Se lanza a la carrera y arroja una hacia la
bramadora boca llameante que la Gran Cíclope tiene en el torso; y
la segunda, hacia otro de los orificios. Cuando se tira en plancha
sobre la tarima, sigo su ejemplo, justo en el instante en que se
producen las explosiones, las cuales abren sendos agujeros
descomunales en el cuerpo del monstruo, lo que me anima a pensar
que se desplomará de un momento a otro. No obstante, la Gran
Cíclope profiere un bramío que sacude la cima de la montaña. Y
entonces lo sé: lo único que hemos conseguío es enfurecerla aún
más.
Cuando me levanto, algo salta por encima de mí, y enseguía me
doy cuenta de que es uno de los klanes. Miro abajo y veo un
enjambre de ellos trepando por la tarima. Sin embargo, no vienen a
por mí ni a por Chef, sino que corren hacia la Gran Cíclope, y
brincan sobre ella pa ser absorbíos por su carne, de tal manera que
los nuevos cuerpos le curan los daños sufríos.
—¡Mierda! —exclama Chef.
Sin darle tiempo a decir na más, uno de los tentáculos impacta
contra ella de súbito y la hace salir dispará. No puedo contener un
grito al verla perderse en la negrura de la noche. Acto seguío, una
maraña de tentáculos desciende de las alturas y destroza tanto la
mitad de la pantalla como la tarima, de tal manera que tos caemos
entre una lluvia de madera astillá.
To me da vueltas y parece transcurrir una eternidad hasta que me
recupero. Me incorporo, toa magullá, y salgo a rastras de entre los
escombros. He perdío la gorra y tengo que parpadear pa
desprenderme del agua que se me ha metío en los ojos y poder
buscar a Chef. Michael George también tendría que estar cerca. Al
apoyarme sobre las rodillas, veo a la Gran Cíclope esperando, erigía
en toa su enormidad. Con la pantalla ahora hecha trizas, su cuerpo
refleja las imágenes en movimiento, escenas fantasmales en que los
klanes cabalgan por la carne traslúcida. La abominación encorva el
cuerpo y me mira con sus ojos incontables inflamaos de rabia. No,
no de rabia, de odio.
¡Osas rechazarnos! ¡Atacarnos! ¡Ahora no dejaremos rastro de ti!
Termino de levantarme, afirmo los pies en el suelo y alzo la espá.
—Muy bien. —Doy un jadeo pausao—. ¿A qué esperas?
Sin embargo, el cogollo de ojos ya no me mira a mí. Otra cosa
llama su atención ahora. Cuando me giro, veo que alguien sale de la
na caminando de lao, su cuerpo plano como una hoja de papel
antes de cobrar la forma de un hombre de color, vestío con un traje
blanco y un bombín a juego puesto al sesgo.
El doctor Bisset.
—Llegas tarde.
Nota 7:

Cuando el presidente Lincoln sacó la emancipación, los asquerosos


de los amos no querían que los esclavos se enteraran. Pero los
esclavos también se las apañaban pa informarse. Uno que se
llamaba John, que se había criao en las cocinas, aprendió a leer
viendo a la ama enseñar a sus críos. Apareció con la carta de la
emancipación, y tos los de las cabañas nos reunimos y lo
escuchamos mientras leía. Por eso a este cántico lo llamamos Lee,
John, lee, ¡en memoria de cuando nos vino a anunciar a los suyos
que éramos libres!

Entrevista con el tío Will, de sesenta y siete años,


transcrita a partir del gulá por EK.
9

E l doctor Bisset se detiene ante mí, con su venda en los ojos y


perfectamente seco, como si la lluvia temiera rozarlo.
—Nunca es tarde ni pronto para nosotros —responde—. Todo es
cuestión de tiempo.
Definitivamente, se nota que vive desde hace mucho en compañía
de espectros. Un momento... ¿«Nosotros»?
El Roble del Ángel Muerto aparece a sus espaldas, las ramas
extendías hacia tos los rincones de la cima. Lo rodean varias moles,
también ajenas a la lluvia y demasiao altas pa ser hombres
normales, con un gurruño de piel arrugá por cara.
Los Doctores de la Noche.
La Gran Cíclope barrita y hace rechinar los dientes de su infinidad
de bocas cuando me deja a un lao pa enfrentarse a sus nuevos
enemigos. Uno de los Doctores de la Noche levanta un brazo pa
lanzar una cadena de color blanco óseo con un gancho en su
extremo. El garfio se agarra al tronco de la Gran Cíclope y empieza
a tirar de ella. La abominación descarga uno de sus gruesos
tentáculos, con el que aplasta al Doctor de la Noche y hace saltar
una cortina de piedras. Con un segundo tentáculo aplasta a otro
Doctor de la Noche. Se me cae el alma a los pies, convencía de que
los ha matao. Sin embargo, ambos monstruos salen arrastrándose
de debajo de los tentáculos y vuelven a levantarse... ¡sin el menor
rasguño! ¡Así, sin más! Extienden los brazos pa lanzar más
cadenas, de tal forma que uno de los ganchos se hunde en el cuello
de la Gran Cíclope y otro, en una de las bocas quejumbrosas. Se
desata una lluvia de cadenas, toas las cuales se abrazan a la
abominación. Algo tembloroso se escurre por los eslabones hacia
los Doctores de la Noche, algo que estremece sus rostros arrugaos,
y entonces sé que se están alimentando de ella. Se están
alimentando de su odio, y del odio de toa la gente de la que se
compone. Debe de ser una tortura pa ella, porque rompe a gritar con
toas sus bocas, pero no de rabia, sino de dolor. Y de miedo.
Porfía en liberarse, dando tumbos hacia atrás, pero los Doctores
de la Noche ya se han dao media vuelta, con las cadenas echás a
los hombros. Algunos de los ku klux se desprenden de la piel
humana y corren a auxiliar a su diosa. Pa los Doctores de la Noche,
sin embargo, no supone ninguna dificultad quitárselos de en medio a
manotazos o partirles el cuello como si de frágiles pollos se tratara.
Los temibles seres no interrumpen el paso en ningún momento y,
uno tras otro, vuelven a introducirse en el Roble del Ángel Muerto.
Tras de sí arrastran a la Gran Cíclope, atrapá como un enorme
pulpo mientras se revuelve en su afán por soltarse, a la vez que
decenas de manos surgen de su cuerpo pa agarrarse a lo que
puedan. Pese a ello, el claro de la cima de la montaña no les ofrece
ningún asidero, con lo que los deos carnosos se deslizan por el
suelo de piedra y entre los charcos en vano.
Cuando la Gran Cíclope llega al árbol, el tronco blanquísimo se
abre de par en par como una boca hambrienta. Los tentáculos de la
Gran Cíclope golpean las ramas en un esfuerzo por quebrarlas, al
tiempo que, presa de la desesperación, da un bramío de puro
pánico. Pero de na le sirve. El árbol muerto la engulle, listo pa
llevarla a la sala de disecciones. Dudo que disfrute de la visita. Entre
dientes, entono la cancioncilla de Chef:
Doctores de la Noche, Doctores de la Noche.
Puedes llorar y patalear.
Pero cuando acaben de diseccionarte,
ni rastro de ti va a quedar.

—Hemos cumplido nuestra parte del trato —oigo decir al doctor


Bisset. A continuación, guarda un breve silencio—. A tu izquierda.
Es el único aviso que recibo antes de que un machete plateao
hienda el aire derecho hacia mi cuello. Doy un brinco hacia atrás y
levanto la espá justo a tiempo pa bloquearlo. El Carnicero Clyde.
Ahora se muestra tal y como es, con los ojos convertíos en agujeros
bordeaos de dientes, mientras que otra abundancia de bocas aúlla
bajo sus túnicas empapás, vomitando su coro de rabia.
—¡Nos has traicionado! ¡Has desbaratado nuestro plan!
Está tan enloquecío que, más que a atacarme, no acierta más que
a sacudir los machetes. Aun así, las hojas son lo bastante robustas
pa hacer saltar chispas al chocar contra mi espá.
—¡Te vamos a matar! ¡Y después te vamos a comer! ¡No eres más
que carne!
De sus entrañas comienza a nacer un temblor y la parte delantera
de su túnica se rasga de pronto, dejando a la vista una boca abierta
incrustá en el estómago... ¡la misma que en el sueño! Los labios se
retraen pa mostrar unos dientes curvaos y afilaos como agujas,
entre los que asoma una lengua larga que no para de salir y entrar.
Cuando la repulsiva cosa se proyecta hacia mí, la corto de un
espadazo, de forma que queda tirá en el suelo bajo la lluvia. Qué
ganas tenía de hacerlo. El carnicero grita, se tambalea y vuelve a
abalanzarse hacia mí, con toas sus bocas abiertas y canturreando.
Es como esa noche en la licorería, un coro abigarrao sin el menor
asomo de armonía ni de ritmo, como si lo hubieran concebío pa
resultar lo menos musical posible. Al igual que la otra vez, amenaza
con hacerme perder el equilibrio, hasta que termino trastabillando.
Pero ¡no! ¡Yo también me sé unas cuantas canciones! Escucho a mi
espá y dejo que las voces cantarinas me imbuyan. Por un instante,
parece desatarse una batalla entre mis canciones y su coro
disonante, pero no se trata de una verdadera lucha: a mí me
respalda una melodía preciosa nacía del padecimiento y del amor
más esforzao. Lo único con lo que cuenta él es un ruido saturao de
odio, desprovisto de cualquier rastro de alma, como la carne sin
condimento. Mis canciones no tardan en machacar su vocería
absurda, enmudeciéndola, a la vez que le amputo el brazo con la
espá. El Carnicero Clyde da un tumbo hacia atrás, momento que
aprovecho pa hacer un barrío bajo y cortarle una pierna por debajo
de la rodilla.
Cuando termina de caer de espaldas, me acerco y lo miro
mientras se esfuerza por levantarse. El doctor Bisset aparece junto
a mí y estudia al ser que hay en el suelo con interés. Me agacho y
esquivo sin problema un machetazo laxo. Las bocas sisean mientras
lo descuartizo, mientras desmonto su gran mentira, al son de las
hermosas canciones que oigo en mi cabeza. Cuando voy por la
mitad, to el cuerpo se despedaza. Los trozos de carne echan a
reptar por el suelo, como un enjambre de insectos desorientaos que
buscaran alguna salía.
No obstante, el doctor Bisset aparece de nuevo, al instante, como
si estuviera en toas partes al mismo tiempo. Recoge hasta el último
de los trozos de carne y los echa en lo que parece un maletín de
médico, también de color blanco. Cuando termina, el maletín tiene el
mismo tamaño que antes, solo que está más abultao, pues las
cosas chillonas de dentro luchan por escapar. Después asiente, y
veo que señala la silueta de algo pequeño que se aleja en busca de
refugio entre los árboles de más abajo. A juzgar por los mechones
de cabello rojizo, es la cabeza del Carnicero Clyde, de la que han
brotao dos piernas finas como juncos. La alcanzo enseguía y le
planto un pie encima de la frente. Bajo el tacón de la bota, las dos
bocas que ocupan el lugar de los ojos hacen rechinar sus dientes
desiguales.
—¿No te había dicho que algún día te haría pedazos?
En cuanto abre la otra boca pa soltar un gruñío, le clavo la espá
dentro. La hoja adquiere un fulgor incandescente y se produce un
estallío de gritos cuando la cabeza del carnicero empieza a echar
humo y a carbonizarse desde dentro. No me detengo hasta que se
hace el silencio y solo queda un montón de cenizas que la lluvia
comienza a llevarse consigo.
—Lástima —dice el doctor Bisset—. Me habría gustado examinar
a este ejemplar.
Miro su maletín.
—¿No tienes bastante?
Por toa respuesta, se toca el ala del bombín, y después se dirige
hacia el Roble del Ángel Muerto.
—¿Cómo convenciste a tus señores? —le pregunto—. Pa que nos
ayudaran, quiero decir.
Vuelve la vista atrás.
—Ya te lo he dicho: les intrigas. Seguirán... observándote.
La idea no me hace especial ilusión.
Sigue alejándose y se coloca de lao cuando llega al Roble del
Ángel Muerto, donde de nuevo se vuelve plano como el papel. Por
último, tanto él como el árbol se desvanecen. El peso de los
acontecimientos está a punto de hacerme caer de rodillas. Pero
entonces me acuerdo.
¡Chef! ¡Michael George!
Tengo que rebuscar por tos laos hasta que los encuentro. Primero
a Chef. Tiene un golpe muy feo en la cabeza. Está inconsciente,
pero todavía respira. Saco a otras dos mujeres antes de dar con
Michael George. Está algo magullao, pero sigue vivo. Sin embargo,
aún tiene los ojos en blanco. Miro al cielo y dejo que la lluvia me
caiga en la cara. Aunque la Gran Cíclope y el Carnicero Clyde ya no
estén, siento que esto no ha terminao todavía. En ese momento me
doy cuenta de que no estamos solos.
Al darme media vuelta me topo con una horda de ku klux. Los
klanes que no llegaron a entregarle su cuerpo a la Gran Cíclope
mantienen los ojos clavaos en lo poco que queda de la pantalla,
pero estos monstruos disfrazaos con piel de hombre me miran a mí
fijamente, inmóviles bajo el aguacero. Recuerdo lo que el Carnicero
Clyde los llamó: «perros». Y ahora ya no tienen amo.
Uno de los primeros gruñe, tira a un lao la antorcha que lleva en la
mano y adopta la forma natural de los ku klux. Después otro hace lo
mismo. Y después otro más. En cuestión de instantes, tos se han
transformao. Un centenar de ku klux, quizá más, entre los que se
propaga una algarada de bramíos cada vez más frenéticos. Cuando
levanto la espá, enloquecen, y al momento siguiente echan a correr
hacia nosotros como si pretendieran sepultarnos bajo sus cuerpos
blancuzcos.
Se oye entonces un grito súbito, y a través de la lluvia vislumbro
algo que no termino de creerme.
Desde el otro lao de la cima vienen corriendo a la carga Emma
Krauss y sus camarás. Las flanquean Sethe y Sarah, las aprendices
de Molly. Y tras ellas vienen los demás, encabezaos por los
veteranos vestíos de uniforme, armaos con fusiles de bayoneta, un
corpulento hombre de color al frente. Les habíamos dicho que
esperaran abajo y aguardasen a nuestra señal. Supongo que eso es
lo que creían que era to lo que acaba de ocurrir. Los veteranos
avanzan aprisa, haciendo saltar cortinas de agua mientras vocean y
van dejando atrás a Emma y su gente. Solo Sethe y Sarah logran
seguirles el paso y, entre tos, acometen a los ku klux.
Los veteranos, con la soltura de quien hace el mismo trabajo a
diario, derriban a los monstruos y los rematan con las bayonetas.
Sethe y Sarah los acompañan a izquierda y derecha, desde donde
disparan a los ku klux y realizan barríos con sus cuchillos largos de
filos plateaos. Uno se les acerca demasiao y recibe un cuchillazo en
la garganta, seguío de un balazo en el entrecejo. Emma maneja la
escopeta casi con la misma fiereza que Sadie. Le abre un agujero
en el pecho a uno de los ku klux y enseguía gira sobre los talones
pa reventarle una pata a otro. La criatura cae, y en un abrir y cerrar
de ojos los soldaos la han espetao con sus bayonetas de plata. Las
llamas de las antorchas tirás prenden las túnicas hechas jirones y
las astillas de la tarima, de las que nacen pequeñas hogueras
antinaturales que convierten la cima de la montaña en una escena
propia de una guerra. La lucha termina por sacar de su trance a
algunos de los klanes, que empiezan a dar tumbos de un lao a otro,
estupefactos, intentando alejarse del cada vez más amplio campo
de batalla.
En cuanto a mí, no doy abasto; los ku klux me atacan desde toas
las direcciones. Mi espá canta mientras trazo amplios barríos, con
los que hago saltar cuantas zarpas se me acercan y abro tos los
tajos posibles. Cualquier cosa me vale con tal de mantenerlos a
raya, con Chef y Michael George todavía inconscientes a mis pies.
Estos monstruos son demasiao estúpidos pa coordinarse ellos
solos. Dirijo a un par contra otro y empiezan a pelearse entre ellos.
Las balas vuelan a mi alrededor. Los hombres y las mujeres gritan.
Y los ku klux caen.
Sin embargo, no son los únicos.
También los humanos caen. Un grupo de ku klux arrastra consigo
al veterano corpulento, que no deja de defenderse con la bayoneta.
Una de las camarás de Emma, malhería, grita mientras tira de él y
recarga la escopeta. Sethe y Sarah se han colocao espalda con
espalda pa protegerse de unos ku klux que las han rodeao como
una jauría de perros de caza.
A mí tampoco me va demasiao bien. Me cuesta respirar y empiezo
a acusar el agotamiento acumulao durante los dos últimos días
mientras procuro no resbalar en la piedra mojá. Los brazos me
tiemblan con cada nuevo barrío, y los monstruos siguen viniendo, en
una marea pálida de odio irracional. Una verdadera lástima,
después de cuanto hemos pasao, que to acabe así. Me hacen un
corte en la frente del que la sangre se me descuelga sobre los ojos,
y cuando parpadeo y vuelvo a abrirlos, se ha impuesto un silencio
absoluto.
Los ku klux están paralizaos como estatuas. No solo ellos, sino toa
la cima de la montaña. Tanto los humanos como los monstruos se
han quedao inmóviles, aunque enfrascaos en la batalla librá en el
corazón de la noche, distribuíos en un cuadro demencial pintao
sobre un lienzo negro. Cuando miro hacia arriba, veo una infinidad
de joyas minúsculas detenías en el aire, y al comprender que se
trata de las gotas de la lluvia, me pregunto si podría coger una.
—¿Nunca has pensao qué harán los ku klux cuando no están... en
fin, ku kluxeando?
Al oír esta voz me pongo rígida, porque no es posible que haya
vuelto a oírla. Cuando me giro, no obstante, veo lo imposible ante
mí: Sadie, con los pulgares recogíos en el peto mientras examina a
un monstruo congelao en pleno salto.
—¿Seguirán yendo a trabajar? ¿Seguirán cumpliendo con sus
deberes de marío con su esposa y...?
—Sadie —digo casi jadeando—. ¡Cielo santo! ¿Cómo...? ¿Estoy
muerta?
Pone en blanco sus enormes ojos castaños.
—No seas boba, Maryse. Aquí la única que está muerta soy yo.
Ahora que me fijo, su piel avainillá irradia un leve resplandor
cálido. Aun así, no doy crédito a mis ojos.
—¿Esto es real?
—¿Que yo me aparezca aquí es lo más raro que has visto esta
noche?
Tiene razón. Una profunda tristeza me apresa de pronto ahora que
vuelvo a ver su rostro.
—Oh, Sadie, ojalá no fuese así. Ojalá no estuvieras muerta.
Da un suspiro largo.
—Ya, ojalá no lo estuviera. En fin, oí que la gulá me llamaba,
como cuando nos reunió a toas. Parece que su voz puede llegar
más lejos de lo que nos imaginábamos. Pero tenía que venir. Molly
estaba en lo cierto con eso de que este lugar es un portal. Lo único,
que no podíamos cruzarlo, no hasta que tomaste la decisión
correcta. ¡Les dije a los otros que no aceptarías ninguna propuesta
de ese viejo espectro malvao!
Me devano los sesos pa descifrar a qué se refiere.
—¿Qué «otros»?
Cuando miro en la misma dirección que ella, veo que se forma un
grupo de hombres y mujeres, tos los cuales irradian el mismo
resplandor cálido. Salen de la propia noche, bajo la quietud de la
cima, entre las gotas de la lluvia. Enseguía sé quiénes son, porque
mi espá empieza a cantar. Son los espíritus de aquellos que
murieron a manos de los ku klux y el odio que promueven. De
aquellos que...
Me llevo la mano al pecho cuando uno de ellos se acerca a mí. Es
de mi estatura y tiene los ojos negros como yo, y los mismos labios
redondeaos. Lleva la camisa blanca recogía dentro de los
pantalones marrón liso sujetos con tirantes, y camina con
despreocupación, una sonrisa aviesa acomodá en el rostro.
Se me ahoga la voz.
—¿Martin?
—¿Cómo te va, hermano Conejo? —responde mi hermano, y no
puedo evitar que se me doblen las piernas.
Me siento en el suelo y me quedo mirándolo, antes de estirar una
mano temblorosa que pasa a través de él.
—¡Ahayyy! ¡Cuidao, que me haces cosquillas! —Su gritito
característico me saca un sollozo y una risa al mismo tiempo, y
entonces miro a mi alrededor, escrutando a los fantasmas.
—¿Mama? ¿Papa?
Martin menea la cabeza.
—No tos han cruzao. Pero te envían to su amor.
Quiero decirle mil cosas a la vez, pero lo único que acierto a
pronunciar es:
—Siento mucho que no pudiera salvaros.
Se acuclilla a mi lao, un brillo trémulo en los ojos.
—De aquello que nos ocurrió, solo los que lo hicieron tienen la
culpa. Estamos orgullosos de ti. ¡Muy orgullosos! No tienes na que
sentir, ¿me oyes?
Asiento despacio y me llevo la mano al bolsillo de atrás, del que
saco una cosa mojá y estropeá, y me siento como una tonta cuando
se lo tiendo.
—Todavía conservo tu libro. Y ahora incluye historias nuevas.
Martin responde con otra risa, cuyo sonío no puedo sino adorar.
—¡Ya lo veo!
—Te echo muchísimo de menos —susurro.
Su expresión se ablanda.
—Siempre estoy cerca de ti. ¿No me has oío hablarte, hermano
Conejo?
Cuando lo miro sorprendía, él me guiña un ojo.
—Estabas tan aislá en tu pena que no había forma de que me
escucharas, salvo a través de estas historias. Es hora de que te
desprendas de esa carga. Vive tu vida.
Asiento entre lágrimas, mientras él se levanta y mira hacia el otro
lao de la cima, por donde se acercan unas siluetas. En un primer
momento creo que serán más espíritus, porque uno de los primeros
también irradia un resplandor. Después consigo distinguir un vestío
de un azul espectral, y una vaporosa cabellera cana y escrespá.
—¿Nana Jean? —La vieja gulá se abre paso sin dificultad entre
los ku klux y los humanos inmóviles, como si pasease camino de la
iglesia en domingo. La siguen el tío Will y los cantores. ¿Cómo
habrán subío hasta aquí arriba?
—La gente obstiná es capaz de cualquier cosa —dice Sadie como
si me hubiera leío el pensamiento.
Mi hermano sonríe.
—Lo has hecho muy bien, hermano Conejo. Y ahora acabemos
con esto.
Me da un beso fantasmal en la mejilla y regresa con los otros
espíritus, que se congregan en torno a Nana Jean y los cantores. A
continuación, estiran los brazos pa tocar a la vieja con sus deos
transparentes.
Sadie se sienta conmigo y sonríe.
—¡Esto te va a gustar!
El tiempo retoma su paso habitual. Vuelven la lluvia, los gritos, la
batalla. Los ku klux nos tienen prácticamente rodeaos cuando se
oye un profundo quejío. Nana Jean. Su voz parece llamarlos, y al
instante, tos se giran hacia ella. La gulá articula otro lamento, al cual
se suman los fantasmas que la rodean, hasta que entre tos
producen un grave murmullo vibrante que agita el aire y obliga a la
lluvia a retirarse. Por último, la gulá inclina la cabeza hacia el cielo y
comienza a entonar un cántico.
Su voz fluye con la fuerza de un trueno, un sonío que te
estremece el alma, que late con la cadencia del corazón del mundo.
Los fantasmas le responden y los cantores empiezan a batir palmas,
mientras el hombre del bastón golpetea el suelo de la montaña
como si de un tambor se tratara. Los fantasmas se distribuyen en
torno a la gulá, deslizando y arrastrando los pies en el sentío
opuesto a las agujas del reloj, sin cruzarse nunca unos con otros.
Nana Jean canta una canción sobre el fin de los tiempos, y es como
si pudiera ver sus palabras tomar forma: aparecen símbolos grabaos
en las hojas mientras las piedras elevan su llanto; un caballo de
fuego corre sin jinete, dejando un rastro llameante por un valle; unos
ángeles más grandes que una colina dan vueltas en una inmensa
noria. La gulá insiste en su quejío, y los fantasmas continúan
respondiéndole, mientras el corro del cántico adopta un paso más
enérgico.
Se me eriza el vello de la nuca cuando el cántico de Nana Jean
libera más magia de la que jamás había visto. Noto vibrar la
empuñadura de la espá mientras los espíritus que habitan en la hoja
se congregan en el corro pa unirse al ritual. Incluso los caciques y
los reyes esclavistas se suman a ellos, en busca de la redención.
Junto con los fantasmas, giran cada vez más rápido alrededor de
Nana Jean, hasta que se transforman en una cortina cegadora en
medio de la noche. Los ku klux graznan coléricos y se lanzan contra
la luz giratoria en un intento de llegar hasta Nana Jean y los
cantores, pero la barrera los reduce a cenizas al instante. La luz no
es algo que ellos puedan detener ni soportar. Esta es la Verdad de
la que estoy segura, y ninguna Mentira tiene na que hacer frente a
ella.
Algunos ku klux conservan la cordura suficiente pa intuir el peligro
y deciden huir. Pero ahora la luz se ha transformao en un ciclón y no
tarda en tragárselos. Oigo a la gulá cantando dentro del resplandor,
desde donde se burla de los ku klux que salen corriendo, a los que
advierte de que no tienen escapatoria. Los fantasmas le responden,
su coro una fuerza colosal que sacude la tierra, mientras los ku klux
arden, según la luz erradica su maldad de la montaña. El cántico
prosigue, dando vueltas y más vueltas en el seno de la noche.
Como en el día del juicio final.
Cuando ya no queda ningún ku klux en pie, el cántico se dispersa.
Los fantasmas se desvanecen con él, incluío mi hermano, pero su
magia perdura en el aire electrizao. La única que sigue estando ahí
es Nana Jean, si bien se encuentra tan agotá después de haber
proyectao tanta magia que el tío Will y los cantores tienen que
sostenerla.
Sadie da un aullío.
—¡Sabía yo que te gustaría!
Meneo la cabeza con incredulidad. Nunca volveré a dudar de la
vieja gulá.
—En fin, es hora de que también yo me vaya —dice Sadie
mientras se pone de pie.
Separo los labios, pero, sin saber muy bien qué decir, me ciño a
una sencilla verdad:
—Te echo de menos.
Sadie sonríe.
—Más te vale. Y acordaos de hacer algo gordo en mi memoria,
como te pedí. —Mira abajo—. ¿Qué le pasa a Cordy?
Me giro hacia Chef, que sigue inconsciente.
—Le han dao.
Sadie se inclina hacia ella.
—Me sé un truco pa estos casos. —Sin más, le da una bofetá,
pero su mano pasa a través de la cara de nuestra amiga. Extrañá,
prueba de nuevo, y esta vez sí que suena un «plaf» contundente, al
tiempo que Chef se incorpora sobresaltá. Sadie se ríe como si fuera
la broma más graciosa del mundo.
—El abuelito tenía razón. —Parpadea—. Sí que las recuperamos.
—Dos alas brotan de su espalda, desplegando un precioso plumaje
de oro veteao de negro. Las estira en toa su extensión y se eleva
hacia las alturas rauda como una flecha, hasta que la pierdo de
vista.
—¿No me habré perdío lo mejor? —pregunta Chef, mientras
ambas nos quedamos mirando el cielo.
Se oye un gruñío. Me giro y veo a Michael George, que empieza a
despertarse. Abre sus destellantes y preciosos ojos castaños, y
parpadea confundío.
—¿Maryse?
Lo beso con tanta fuerza que termina alarmándose. Es la única
explicación que acierto a darle por ahora.
—Ha dejao de llover —observa Chef.
Me separo de Michael George y miro a mi alrededor. En efecto, la
tormenta ha pasao. Las nubes se han disipao y hasta se pueden ver
las estrellas. En el claro de la cima ya no quedan ku klux ni
hogueras, pero sí klanes. Hay muchos de ellos yendo de aquí p’allá
como patos mareaos. Algunos están echaos a cuatro patas,
vomitando las asaduras. Espero que también se desprendan del
odio que llevan dentro.
Chef llama a nuestra gente, que encuentra a las personas de color
secuestrás entre los restos de la tarima. Emma da con el proyector y
lo hace saltar por los aires con la escopeta. La noche adquiere una
negrura plena, pero al menos ya no tenemos que seguir viendo esa
maldita película. Cuando terminamos de reunir a la partía,
emprendemos el descenso. Ahora son Nana Jean y los cantores
quienes encabezan la marcha, mientras el tío Will exclama «¡Adán
está en el edén!», a lo que los coristas responden «¡Recogiendo
hojas!».
Chef no puede andar demasiao bien y Michael George aún se
encuentra muy débil, así que ambos tienen que apoyarse en mí.
Apenas hemos dao unos pocos pasos cuando reparo en una mujer.
Son los únicos klanes que no andan de un lao a otro ni están
vomitando. Vestía con su túnica, se ha arrodillao y aprieta contra sí
a su hijo pequeño. Su mirá, brillante y febril, se cruza con la mía.
Los reconozco: estaban en el comedor del Carnicero Clyde. No
debieron de probar la carne. Según parece, aquel día mi irrupción
les ahorró un dolor de estómago, y algo peor.
—¡Monstruos! —me dice entre balbuceos—. ¡Eran monstruos!
¡Los veo! ¡Los veo!
Chef y yo nos miramos, pa después responderle:
—¡A buenas horas!
La dejamos allí, con su recién estrená vista, y volvemos a casa.
Epílogo

E stoy tomando el mejor julepe de menta que he probao nunca.


Lleva la cantidad justa de bourbon y de azúcar. Por supuesto,
no es un julepe de menta de verdad. Aquí na es de verdad: ni la
mesa blanca antigua ni la silla de mimbre en la que estoy sentá,
puesta en lo alto de un montículo herboso en medio de lo que
parece un pantano. El gigantesco roble rojo sigue ahí, ahora
cubierto de trenzas de pastes acanelaos y de glicinias azulás. A
nuestra espalda se levanta una mansión, por cuyas deslavás
columnas blancas y fachás de piedra reptan las marañas de hiedras.
La tía Ondine está sentá frente a mí, ataviá con un anticuao vestío
blanco y con un sombrero de ala ancha a juego. También ella está
degustando un julepe de menta, mientras se protege con un quitasol
blanco de volantes. Decían que les apetecía cambiar de escenario.
Miro entre los pastes y las glicinias pa observar a la tía Jadine, que
se ha encaramao a una rama. Balancea las piernas desnudas bajo
los ribetes de encaje de su vestío, y retuerce los deos de los pies
marrones mientras tararea una melodía y le da vueltas a su quitasol.
Sentá con nosotras, la tía Margaret me apunta con su sombrilla.
No sé por qué, cometí la imprudencia de preguntar por qué los
zorros siempre son los malos del cuento. Cielo santo, ¡ahora está
hecha un basilisco!
—¡Las fábulas esas no tienen ni pies ni cabeza! ¡No son más que
memeces y propaganda de conejos! —Da un golpetazo en la mesa
con el quitasol, haciendo bailar un jarrón de claveles blancos como
la nieve.
—¡Bueno! —Los hoyuelos que aparecen en las mejillas rollizas de
la tía Ondine le confieren una expresión amable—. Antes de que la
conversación tomara estos derroteros, creo que te estaba
preguntando cómo va todo en casa. ¡La batalla con el enemigo
debió de causar una gran conmoción!
Ya, eso. Pues to ha sío un poco... raro.
Han pasao cuatro días y los periódicos de Georgia siguen
publicando artículos sobre los «turbulentos sucesos» de Stone
Mountain. Unos están convencíos de que se produjo un incendio
durante una congregación del Klan, durante el que murieron
decenas de personas. Según otros, to se debió a un lote de
aguardiente envenenao. Y a decir de algunos, la causa fue un nuevo
brote de gripe española, lo que explica que interviniera el gobierno y
quemase los cadáveres.
Lo cierto es que esta última versión no se aleja tanto de la
realidad; al menos, en cuanto a lo del gobierno.
Desde Atlanta nos llegaron noticias de que el Ejército de los
Estaos Uníos se desplegó por toa Stone Mountain. Acordonaron la
zona con sus soldaos y sus camiones militares. También enviaron a
varios científicos, protegíos con máscaras antigás, pa que lo
examinaran to con unos cacharros extraños. A tos ellos los
supervisaban unos agentes del gobierno vestíos de negro que no
paraban de fumar ni de dar órdenes. Además, no se limitaron a
inspeccionar Stone Mountain, porque también vinieron a Macon.
No en camiones militares, sino en furgones, llenos de hombres
que decían ser oficiales de la ley seca. Asaltaron la tienda del
Carnicero Clyde, reventaron los barriles de licor y montaron un
escándalo pa acusarlo de contrabandista. Sin embargo, Chef y yo lo
vimos to desde una azotea, y la gente del gobierno estaba ahí,
dándoles instrucciones a los oficiales pa que metieran toa la carne
de la tienda en unos recipientes de cristal herméticos, los cuales
después se llevaron en los furgones.
—Así que las sospechas de Sadie no iban desencaminadas —
dice la tía Ondine cuando termino.
Lo sé. A mí también me cuesta creerlo. Tendré que empezar a leer
esos periódicos sensacionalistas.
—¿Y tu novio? Esta noche os echamos un vistacito, ¡y lo vimos
bastante recuperado!
Por encima de nosotras, oigo la risita de la tía Jadine. En serio,
tienen que quitarse esa fea costumbre.
—Michael George está bien —les confirmo. Al fin hemos mantenío
esa charla que nos quedaba pendiente. Le he aclarao algunas de
las dudas que tenía. No toas, pero sí las suficientes. Por ahora.
Temía que me llamase loca, pero se mostró bastante comprensivo.
Dice que siempre pensó que los klanes eran jumbies, el nombre que
les dan a los espectros en Santa Lucía, y que su tía abuela era
obeah, por lo que no le asusta la magia. Y asegura que na de eso le
impedirá llevarme a navegar algún día. Yo le recordé que nunca
prometo na, pero que lo pensaré.
—Nos alegra mucho que todo marche bien, Maryse —dice la tía
Ondine, que parece titubear por un momento—. ¿Has decidido qué
hacer con la espada?
Poso mi vaso junto a la hoja con forma de pétalo. No he vuelto a
invocarla desde lo de Stone Mountain. Después de to, necesitaba
tomarme un tiempo pa volver a ser sencillamente Maryse, y no la
paladina de nadie. Esta espá me ha hecho mucho bien; no obstante,
aunque solo contase mentiras, el Carnicero Clyde tenía su parte de
razón cuando dijo que disfrutaba vengándome. Nana Jean me
advirtió que aceptar los regalos de los espectros tenía un precio. Y
ahora entiendo a qué se refería.
Pero esta guerra no ha terminao.
Sigue habiendo klanes y ku klux. Se sigue proyectando esa
condená película. Esta espá alberga la rabia nacía del sufrimiento
de to un pueblo. El Carnicero Clyde y los suyos no podían
quedársela, porque no les correspondía a ellos poseerla y abusar de
su poder. Me fue entregá a mí, y es mi deber tomar una
determinación, aquí y ahora. No estoy lista pa olvidarme de ella.
Además, no he terminao de saciar mi sed de venganza.
Cuando las miro, me doy cuenta de que están callás, expectantes.
Incluso la tía Jadine ha interrumpío su tarareo.
—Sigo siendo vuestra paladina. Si estáis de acuerdo.
La tía Ondine despliega una sonrisa radiante, mientras que la tía
Margaret apenas encorva los labios hacia arriba, lo que no deja de
significar mucho tratándose de ella. La tía Jadine, encaramá entre
las ramas, me guiña un ojo, y yo le devuelvo el gesto.
—¡Claro que eres nuestra paladina! —exclama la tía Ondine.
Su aprobación me hace más feliz de lo que me imaginaba, y
vuelvo a mirar la espá.
—¿Sabéis? Había pensao que no es justo que la hoja encierre
solo a los espíritus de los caciques y los reyes esclavistas. ¿Qué
pasa con los blancos que compraban a los esclavos, que les hacían
deslomarse hasta que reventaban? ¿No se les va a imponer ningún
castigo?
La tía Ondine saca la más zorruna de sus sonrisas.
—Bueno, Maryse, para eso se necesita otro tipo de espada.
Casi se me atraganta el julepe de menta. ¿Cómo que otro tipo de
espá? Un centenar de preguntas compiten por salir de mis labios,
pero ella me mira muy seria.
—Comprendo que quieras tomarte un descanso, pero me temo
que el mal acecha.
Suspiro y le doy otro trago a mi cóctel. Claro, el mal siempre
acecha.
—El enemigo está urdiendo nuevos planes —interviene la tía
Margaret.
—Se intuye una nueva amenaza —prosigue la tía Ondine, que se
inclina hacia mí—. ¡Debes emprender un viaje! ¡A una isla de la
provincia de Rhodes!
Dejo el sorbo a medias.
—¿Te refieres a Providence, en Rhode Island?
Parpadea.
—¿Y qué he dicho yo? El enemigo ha puesto su atención allí, en
un hombre del que creen que podría ayudarlos a seguir infiltrándose
en vuestro mundo, y a abrirle la puerta a algo mucho peor que la
Gran Cíclope. Le están inculcando su vileza, que él parece aceptar
de muy buen grado. Le han adjudicado el título de Príncipe Oscuro
y...
—El funeral de Sadie es dentro de dos días —la interrumpo. No sé
hasta dónde llegan las nociones de geografía de estas tres—.
Rhode Island queda bastante lejos de las rutas de contrabando por
las que me muevo. Pero Emma tiene contactos en Nueva Inglaterra.
Podrían decirnos lo que saben.
—Ah —acepta la tía Ondine, un tanto decepcioná—. Sí, eso
estaría bien. ¿Cómo va el ritual de la muerte?
—El funeral —resalto—. Lo llamamos «funeral». Lo está
organizando Lester. Ha encontrao una iglesia grande, un coro y to
eso. El tío Will dirigirá un cántico. Nana Jean preparará la comía.
Michael George dice que quizá le ponga su nombre a la nueva
taberna que va a construir. Sospecho que Sadie Watkins no se ha ío
del to de Macon.
Poso el julepe de menta y me levanto.
—Bien, será mejor que me marche.
—Todavía tienes tiempo —se apura la tía Ondine—. Hay pastel de
mermelada de moras. —De pronto, se materializa en la mesa un
tentador pastel escarchao y coronao de moras, pero meneo la
cabeza.
—Sé que aquí no transcurre el tiempo, pero necesito descansar.
Tengo cosas que hacer por la mañana. Chef y yo queremos montar
algo grande por Sadie, tal como pidió... algo que le habría gustao.
La tía Ondine sonríe enternecía.
—Tiene suerte de que sus amigas honren su memoria.
—Vamos a ir a un cine, uno donde ponen El nacimiento de una
nación.
La tía Margaret me mira con los ojos entornaos por encima de su
labor de costura.
—Pues qué celebración más rara.
—No nos estaremos mucho. Evacuaremos el local con un bote de
humo, y después lo echaremos abajo de un bombazo.
Cojo la espá, me la echo al hombro y emprendo la vuelta a casa,
oyendo por encima de mí las risotás de la tía Jadine, mientras
tarareo una canción que habla de las cacerías de ku klux en el fin de
los tiempos.
Agradecimientos

E sta novela surgió a partir de una variada síntesis visual, literaria


y oral: de los relatos que los antiguos esclavos compartieron
sobre la Administración para el Progreso de las Obras durante los
años treinta; de la cultura gulá-guichi; de las fábulas sobre los
espíritus y la magia de las raíces; de algún que otro videoclip de
Beyoncé; de los libros de Toni Morrison; de las licorerías (jook
jaints); de los recuerdos de infancia, cuando leía a Madeline L’Engle
a la sombra de un ciprés; de las meriendas del Día de la
Emancipación; del bounce de Nueva Orleans; de un par de temas
de DJ Screw; de Houston, la ciudad donde crecí; y de las historias
que se contaban entre cuchicheos sobre Jim Crow, el Klan y otros
horrores del sur. Porque ¿quién dice que todas las obras de fantasía
protagonizadas por héroes y heroínas armados con espadas tienen
que ambientarse en la Tierra Media, en Poniente o en nuestros
sueños sobre el pasado de África, donde el sol de cobre y el mar
escarlata?
Quizá también puedan tener lugar en nuestra época.
Muy agradecido a John y Alan Lomax, a Zora Neale Hurston, a
Lydia Parrish y a todos los que trabajaron para registrar y preservar
la tradición de los cánticos. Mi aplauso para los intérpretes de los
cánticos del condado de McIntosh, cuyas actuaciones y versiones le
insuflan una nueva vida a toda esa documentación. Mis respetos
para Lupe Fiasco, por su DROGAS Wave, que me sirvió de
inspiración mientras intentaba poner en orden todo esto (si esta
historia tuviera una banda sonora, sería esa). Mi gratitud también
para Saidiya Hartman, por su Lose your mother, ante el que me sigo
admirando: «También yo soy el después de la esclavitud».
Vaya un agradecimiento especial para mi colega escritora Eden
Royce, que tuvo la amabilidad y la paciencia suficientes para
iniciarme en la cultura y el idioma de los gulás. Gracias también a mi
hermano de distinta madre, Cleo Wadley Jr., por las valiosas
sugerencias que me hizo después de leer los primeros borradores
(Diste con todas nuestras bromas personales. «Nd Suth Ept»). Me
inclino asimismo ante el escritor, editor y cocreador de nuestro
Imaginario Negro propio, Troy L. Wiggins, por concederle a este
texto el sello de aprobación sureño (¿has visto lo lejos que hemos
llegado, hermano?). Gracias a todo el equipo de Tordotcom
Publishing por su orientación y, cómo no, por la maravillosa
ilustración de cubierta. Por último, todo mi agradecimiento para mi
editora Diana Pho, porque cuando me senté en una cafetería de D.
C. para venderte la idea de este libro por teléfono, fuiste la primera
persona que dijo: «¡Suena genial!». Gracias por darle una
oportunidad a esta y a otras muchas historias distintas y arriesgadas
cuando quizá otros no lo habrían hecho (espero que ese dirigible te
lleve lejos).

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