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H ace algo más de un año, inicié este proyecto con las dudas que, por lo general, tiñen
los momentos trascendentes en la vida de una persona. Sin embargo, y contra varios
derrotistas amaneceres del alma, unos minutos atrás he terminado de escribir este
primer libro de una meditada trilogía...
Un transitar que me ha llevado por lugares y emociones que, durante casi veinte años,
han morado y muchas veces germinado en geografías distantes a mi conciencia.
Tenía en mente poder brindar, en estos primeros pasos, una idea general de sus senderos
y, de ser posible, trabajar en algún intelectual mapa mental.
Gracias... por dedicar tiempo a esta historia que lejos de ser leída, requiere ser
vivenciada.
Y recuerda...
No permitas...
Pero sobre todo... no permitas que el aprendiz que hay en ti calle sus preguntas. Porque
de ser así, la metáfora que alimenta tu interior, habrá encontrado la muerte en vida.
Si lo intentas, en cada frase, en cada lugar del libro al que accedas, vas a encontrar un
nuevo sendero a explorar...
Sin bienvenidas formales o en exceso educadas. No, en todo caso, cálidas y contenedoras,
de las que ayudan a crecer, aunque hagan doler.
Si has llegado hasta estas líneas debes saber que así como tu cuerpo, que ya ha viajado
cientos de miles de kilómetros en nuestra galaxia desde que comenzaste a leer, de igual
modo tu interior ha mutado, renovando idéntico número de intercambios químicos y
células corporales.
Hace solo unos minutos he terminado de transitar estos escritos que por momentos
parecían estar siendo redactados por otro yo que desde planos paralelos manipulaba mis
manos y gobernaba mi sentir.
Una que espera, con sus portales entreabiertos, ansiosa a que transites su cumbre...
No llores por lo que debes dejar... comprende que los sitios elevados siempre reclaman
poco equipaje...
Durante el ascenso, concéntrate y trabaja para que tu fatiga sea por la piedra que tienes
bajo el zapato... nunca por la pendiente que se avecina...
De lo importante y lo trascendente
I ngenuamente desperté con la sensación de que éste iba a ser solo un día más entre
tantos.
Y uno los transita, sin saber qué es lo que sucede, o bien los deja pasar, sin involucrarse
y, por ende, sin comprender lo que nunca pudimos llegar a conocer.
¿Qué es lo que hace que una persona en un determinado tiempo y lugar opte, y en
consecuencia, decida desde sí mismo; y en otras ocasiones, ni siquiera se dé cuenta de lo
que deja pasar?
¿Por qué misteriosas razones una acción que tenía una finalidad acotada y en una
determinada dirección termina trocando no solo nuestro destino, sino el sentido de lo
que consideramos ha de ser nuestro proyecto y metáfora personal de vida?
Y nuevamente me pregunto:
¿Cómo es posible que las cosas más trascendentes puedan serme tan ajenas?, si se
supone, que lo más trascendente es lo más personal y propio.
Pero ahora, al comenzar a cuestionarme, veo que el mundo en que vivía no era más que
una ilusión, compleja y pretendidamente ordenada, mas no sistémica y de múltiples
dimensiones. Solo una muestra representativa de mi limitado sistema de decodificación.
En síntesis, no había descubierto aun que el mundo que decimos que existe es solo una
representación tridimensional de nuestros propios modelos mentales.
¡Doblemente cobardes!
No solo decidimos ser cobardes, sino que muchas veces aun en la buena intención,
trabajamos para encriptar ante la mirada ajena, lo que no nos animamos a mirar, mucho
menos a transitar ni a asimilar.
Algo que, por el momento, no alcanzo a definir, ha tocado las puertas del destino para
dejar entrar una corriente que magnetiza todo lo que toca y que contagia de energía a
quienes están cerca.
Durante un tiempo prolongado he intentado argumentar para no tener que contar esta
historia.
Una historia tan real como cada uno pueda permitirse definir el término mismo.
Y aunque no sé qué es, no tengo dudas de que es un instante atemporal que de modo
silencioso, está atravesando el umbral de mi destino final.
Amo esta historia tanto como le temo. Y cuando esto pasa, es que hay múltiples
realidades que descubrir y transitar.
Comprendiendo lo poco que sé, tengo claro que estos son los viajes que nunca tenemos
derecho a postergar.
Mientras más lo analizo, más seguro estoy de que en ese sentido estaba encaminando mi
vida y marchando a la rauda velocidad del narcisista.
A no dudar, estaba recorriendo todos los peldaños del famoso manual, (nunca publicado
pero inmensamente conocido) titulado:
Sucedió una mañana cualquiera, (aunque no tan cualquiera) que desperté y sin
argumento previo, sentí mucho miedo.
A este hermano emocional que tanto conozco, no le temo, ya que me acompaña desde
niño, a punto tal que no miento si digo que casi que temo el no temer.
A lo largo de los años he construido un secreto acuerdo con esta emoción. Por mi parte,
me comprometo a designarla oficialmente “compañera de existencia”. Ella, por su lado, a
proveerme de un nutrido y racional conjunto de argumentos que sirven para protegerme
no sé bien de qué tipo de cosas, pero bueno, me protegen y supongo que eso siempre es
bueno (al menos, así dicen).
¡Cuidado!, me alertó, seguí con lo que estás haciendo, si hay algún pequeño detalle que
modificar, de acuerdo; pero no renuncies a todo lo conseguido.
Estas frases no eran nuevas, en otros momentos, ya las había oído y por cierto obedecido.
Sin embargo, al oírlas esa mañana, y para mi sorpresa, solo sentí soledad.
Tanto, que me repugnó cual comida digerida durante toda una existencia.
Y a diferencia de otros momentos, opté por no escuchar sus lúgubres presagios y decidí...
....y ver qué pasa si hago otras. Así de simple, así de difícil.
Como por lo general sucede, cada vez que cerramos un ciclo de modo voluntario,
tenemos una idea de lo que esperamos sean las características del próximo. Sin embargo,
a poco de comenzado, el nuevo periodo se presenta distinto y en muchos sentidos más
difícil de lo que planificamos en su momento.
Si este cierre fue decidido por nosotros tenemos al menos la pequeña ventaja temporal
de asumir nuestros actos y esforzarnos durante un tiempo al menos.
Acontece algo paradójico con los eventos trascendentes de la vida. Lo mismo que hace
crecer detiene la vida, por lo que la incertidumbre es eterna compañera del crecimiento,
o fiel mensajera y preludio de la derrota.
Y así fue que sucedió, un día no cualquiera, en un soleado amanecer y a muchos llantos
de distancia de mi hogar.
Comprendí que ya no tenía sentido evitar darme cuenta. Y que el momento para
compartir con otros en nuevos puertos había llegado.
Era el momento adecuado para contar una historia tan temida, tan amada y tan
diferente, que para contarla, tenía que animarme a ser un hombre distinto.
Y la verdad es que aconteció hace tanto que al relatarlo suena como perteneciente a otra
vida.
Fue decía... durante una tarde gratamente cálida en los meses que preceden al verano.
Por ese entonces estaba en el agitado y penoso parto masculino de construir lo que con el
tiempo sería mi primer hogar.
Hacía ya más de treinta años que estaba envuelto por la misma piel y todavía no conocía
lo que se siente al dormir, descansando en tierra propia.
Fruto de los menesteres de este proyecto, me dirigí a una carpintería con planos y frases
pre-armadas que tenían por objeto un presupuesto más para comparar y decidir.
_ Estos son unos descuidados, –pensé mientras atravesaba aquel añoso umbral-.
Entré, y frente a mí apareció un amplio pasaje, fresco, sombreado por una frondosa
planta que oficiaba de protección al calor; el sonido de sus hojas, mecidas por la brisa, se
mezclaba con el suave ruido de una cepilladora de madera que aludía a música de fondo;
mientras, agradables aromas a maderas teñían el ambiente como naturales inciensos.
Claro, esto lo recuerdo ahora, pero en su momento solo reparé una fracción de segundo
en esos “pequeños detalles”. Yo era una persona con poco tiempo y con cosas
importantes que hacer.
Vaya si es una vanidad el hablar del tiempo como “cosa” existente y además “cosa
existente de mi propiedad”.
Es sin dudas útil el ordenar las responsabilidades bajo este esquema social compartido,
pero de ahí a pretender ser dueño del parámetro, o asumir que existe necesariamente, es
un salto casi omnipotentemente infantil.
Lo recordaba días atrás viendo jugar a mis dos hijos varones en el jardín de la casa.
Esa tarde, habían decidido ser pilotos de un avión intergaláctico construido con un
teclado de computadora en desuso más algunos sillones para tomar sol.
Y como algunas veces sucede, lo que comenzó como un divertido y motivador juego de
fantasía, útil para hacer germinar la creatividad humana, derivó al rato en una discusión
entre ambos sobre quién era el dueño del avión y a qué planeta habían llegado.
“No sé de qué me estoy riendo, si todos los días conozco gente que con el concepto del
tiempo hace exactamente lo mismo”.
Pero bueno, en ese momento, y fruto de mi interés por finalizar “un trámite más”,
ingresé y lentamente transité por aquel particular lugar.
A poco de caminar comenzó a tomar forma la figura de una persona que de espaldas a
mí, trabajaba dando pequeños retoques a una pieza de madera sobre un banco de
trabajo.
Se insinuaba de mediana estatura, algo más de sesenta años, pelo blanco y corto,
delgado, vestía un rústico overol de trabajo que, aunque limpio, denunciaba el paso de
largos combates.
En ese instante noté que fruto de mi apuro, había ingresado sin anunciarme, y ahora me
encontraba en el dilema de retroceder o interrumpir una tarea para iniciar mi consulta.
Tan sencillo como esto es que por unos instantes quedé sorprendido. Estaba seguro de
que había ingresado sin hacer ruido, ni siquiera tuve necesidad de abrir la puerta.
La persona que me hablaba estaba de espaldas a mí, por lo que no había podido verme
entrar, entonces:
La verdad... me sorprendió.
-Algún espejo apuntando a la entrada para ver cuando llega gente, (por aquellos años no
había cámaras de seguridad).
-Alguna otra persona me vio y lo comentó, (aunque en apariencia aquel hombre estaba
solo) o qué sé yo cuántas cosas que me aseguraban, sin escalas previas, pasaje de regreso
al mundo conocido. No estaba ahí para cuestionarme mis definiciones de realidad, solo
quería un “presupuesto de un mueble, con cajones grandes para guardar ropa”.
Intentando no parecer impactado, (no vaya a ser que se den cuenta que tengo capacidad
para sentir), agradecí educadamente pero sin sentarme y le dije que con gusto lo
esperaba.
Siguió trabajando mientras yo lo observaba en silencio. Estaba lijando lo que parecía ser
un símbolo tallado en una gruesa madera circular.
Cada tanto pasaba sus manos sobre ella, dando la impresión de una caricia más que de
un tallado.
Bastaron pocos pasos para descubrir unos ojos celestes que miraban profundamente,
junto a una cálida mano que me daba la bienvenida.
A lo que mi interlocutor asentía cortésmente sin dejar cada tanto de mirarme a medida
que yo daba mi lección de “cómo ser un cliente perfecto”.
Había tenido como espectador a un versado sujeto que seguramente estaba impactado
por mi precisión y conocimiento y al que había dejado, al menos, en el compromiso de
una devolución de similares características sobre costos, plazos y demás detalles.
Aquel hombre hizo unos instantes de silencio, con toda la expectativa que esto genera;
me miró fijamente a los ojos y preguntó:
...Digo, ha elegido vivir así o, ¿tiene esta forma porque no conoce otra...?; y, un poco
como intentando ayudarme con argumentos agregó:
En cualquier otra oportunidad, una pregunta de este tipo hubiera sido argumento más
que suficiente para educadamente saludar e irme, sin embargo, lo dijo de tal forma y
manera que fue como si un edificio se desplomara sobre mí.
El tiempo, eso que solo existe en nuestros mapas mentales, se dilató de tal manera que
cada fracción de segundo que pasaba sin respuesta de mi parte parecía una eternidad.
Ya había tenido un primer impacto emocional cuando, sin saber cómo, se daba cuenta de
mi presencia...
y a descansar...
Por lo que esta pregunta y su forma, me golpeó con la fuerza de un huracán que arrasa
todo a su paso, no dejando barrera conceptual en pie.
Es efectivo...
Funciona estupendo, salvo que del otro lado, tengamos una persona que está presente en
su propia presencia.
De más está decir, que a esta altura del encuentro, el presupuesto del mueble con cajones
había desaparecido junto con la noción de tiempo y espacio.
Y si algo le faltaba a este viaje que a duras penas transitaba, cortaban mi cuerda con una
penosa frase de resignación, ante la mediocridad de mi compromiso con la vida.
Antes de este acontecimiento, yo pensaba que si a alguna persona le hacían transitar por
estos escenarios intrapersonales, literalmente la mataban.
Lo paradójico de esto, es que ahora y con el tiempo, puedo ver que tales recorridos nos
separan de la muerte y nos rescatan a la vida. O para decirlo con mayor propiedad, nos
permiten morir de manera productiva, esto es, seguir vivos dejando atrás esquemas
estáticos que nada tienen que ver con el fluir de la vida.
Y ahí estaba yo, petrificado, y sin poder balbucear palabra. Pero en un silencio que poco a
poco generaba comodidad y reflexión.
Aquel extraño personaje comenzó a atender al dibujo que yo llevaba, corrigiendo algunos
detalles y haciendo como que calculaba otros.
En un momento quiso preguntarme sobre datos técnicos, y fue allí donde lo interrumpí
con una simple pregunta:
_ Perdón, - dije – pero, ¿cómo sabe estas cosas de mí?, es decir, ¿cómo hace para saber
cosas de alguien que recién conoce?
_ No hablemos del mueble por el momento, -sugerí-. Me gustaría que me regale unos
minutos para hablar de lo que ha pasado y de usted.
_ Eso es bueno, siempre y cuando no tenga miedo de cuestionarse sus verdades eternas.
_ Mire, hasta hace unos minutos atrás, le hubiera contestado que no temo hacerlo, pero
dado lo sucedido, la verdad es que no sé qué decirle.
_ Es una muy buena respuesta, -me dijo-, sobre todo viniendo de alguien que no se
permite nunca el no saber qué decir.
Pasaron unos segundos en donde quedó pensativo, como intentando ver por dónde y de
qué manera comenzaba.
“...Sí, es posible...”
“...Inmaduro...”
_ En esta época del año algo fresco, le contesté, un poco sorprendido pero presagiando
una invitación.
_ En lo que queda de esta semana estoy muy ocupado con trabajos que tengo que
terminar, pero si gusta, la semana que viene me llama por teléfono y quedamos en
juntarnos acá mismo una tarde. Yo le invito un jugo fresco.
Me dio la mano junto a una cálida sonrisa, se dio vuelta y sin volver el rostro, regresó a
su banco de trabajo a seguir con su tarea.
Yo, con una mezcla de sensaciones encontradas, solo atiné a mirarlo hasta el momento
en que retiraba el paño que cubría su obra.
Luego, lentamente, como quien despierta de un sueño al que ha creído real, di la vuelta y
comencé a desandar aquel fresco y tranquilo pasaje.
Descubriendo el Horizonte
La primera imagen que tengo es la de estar sentado en su interior, al tiempo que una
bocina que oficiaba de cuerno de caza moderno, indicaba de estridente manera que la
cacería social estaba, como siempre, eternamente activa.
Muchas veces había pasado por situaciones más o menos difíciles; en mi caso, podría
definirlas como aquellas que atentan contra un supuesto saber absoluto resumidas en mi
persona; y, de a poco, el tiempo, ése que todo lo cura o todo lo rompe, había operado
favorablemente. De ahí que mi plan era seguir con mis tareas y dejar que el tiempo
hiciera las suyas.
Pues bien, en esa época descubrí que hay cosas que el tiempo ni cura ni tampoco rompe;
en este escenario, y para mi sorpresa, aprendí que existe una tercera categoría de eventos
vividos a los que el tiempo, renunciando involuntariamente a su dominio terrenal,
alimenta.
En los días que siguieron, mi estado anímico pasaba por pronunciadas fases y periodos,
por momentos en los que estaba totalmente ausente, para sorpresa de muchos, que cada
tanto me consultaban si algo andaba mal, a otros en donde todo parecía funcionar “con
normalidad” y yo era el de siempre.
A medida que pasaban los días, empecé a tratar de convivir con estas nuevas formas del
existir.
Como todo buen mortal social, tengo quienes me rodean y quienes me acompañan, dos
grupos aparentemente idénticos pero profundamente diferentes. Yo esto lo sabía, pero
no sabía hasta dónde. Como en tantas otras fronteras, mi saber intelectualmente
impecable chocaba con modelos y códigos diferentes y por momentos imposibles de
resolver.
“... son momentos... decían unos, solos vienen, solos se van...” (o sea las cosas pasan solo
por pasar y no guardan mucho sentido entre sí).
“... yo me acuerdo cuando el tío bla, bla, bla ...” chillaba otra (a mí qué me importa tu tío,
además, es de lo único que te acordás, porque ante cada cosa diferente siempre decís lo
mismo).
“... cuando yo era joven estas cosas no pasaban...” sentenciaba otra (estoy frito -pensaba
yo-, lo que me pasa no tiene antecedentes en la historia de la humanidad).
Y toda una estupenda colección de sonidos, solo útiles para justificar sus propias
mediocridades.
Muchos daban su aporte con sinceras buenas intenciones, tratando desde sus
limitaciones, de ayudarme o brindarme, lo que consideraban “mejor para mí”. Pero, la
vida no está hecha de intenciones sino de acciones y reflexiones concomitantes y cuando
el universo que vemos es limitado y escaso, de igual manera somos, hacemos y
colaboramos.
Y yo me preguntaba el porqué de esto, si yo era casi perfecto, si todo lo hacía bien, si todo
lo sabía, ¿por qué tan pocos estaban de verdad a mi lado?
Estaba seguro de ser la persona que todos quieren tener cerca, la que dice cosas
interesantes, la que todo lo comprende y escucha. Y ahora que los llamaba sin decirlo,
Y por supuesto, en esa forma de vida, yo sentía que eso era malo, muy malo...
Cual parto prematuro, había dejado de ser “el exitoso”, ya no era el ubicado, ahora estaba
más silencioso, casi sin saber qué decir, y, noté que algunas unidades de carbono con
formas humanas se me acercaban para observarme, cual “feo del circo”, diferente y
distinto, solo para sentirse mejor junto a mi derrota.
Sin embargo, mi estrategia inicial, de dejar pasar el tiempo, sin volver al sitio de aquel
extraño episodio, seguía intacta y en pie. Mi temor, fiel socio, continuaba prestando
costosos servicios de consultoría.
Se notaba desde el momento mismo del saludo inicial. Ella, con cara de “yo controlo
todo sin decir nada” y él con un cómico rictus de “acá vengo yo” que, la verdad, le
quedaba exageradamente grande.
Hizo historia de su vida, de las cosas que hicieron y de las que no, contó anécdotas ajenas
y propias. Fue de a ratos psicólogo improvisado, cura moralista, médico chamán y
consejero genital.
En resumen, al cabo de unos veinte minutos el pobre “hombre de la casa exitoso y que
todo lo sabe” había finalizado su alocución y se aprestaba a tomar una humeante taza de
café que le habían servido su propietaria, junto a una mirada que indicaba que estaba
bien y que no hablara más.
Por mi parte, solo pensaba en mí. Al escucharlo hablar, no pude dejar de pensar en lo
pobre que resultamos los humanos cuando intentamos vender por realidad, lo que no
somos; mostrarnos desde un lugar que no ocupamos o presentarnos desde un estado de
conciencia y evolución que no tenemos.
Y lo peor es que en aquellos momentos y al igual que este perro entrenado, yo concluí
esos encuentros con la sensación de lo impactante que había sido, cuando en realidad
solo había mostrado, en mi caso, soberbia y pobreza. ¡Con razón estaba tan solo!
En estos mundos navegaba, cuando el suave tintineo de una cuchara contra una taza me
llamó de regreso al evento social en curso.
Volví a mirar y mientras veía, me encontré con un cuadro propio de una película
tragicómica.
No sé bien cuanto duró el periodo de tiempo que transcurrió desde el final del discurso
de mi invitado a mi retorno a la tierra de los vivos, pero supongo que no debe haber sido
breve.
Como tampoco debe haber sido sencillo sostener el silencio que en este lapso se produjo.
Relatan también que quedé sentado, quieto y con la mirada perdida en los utensilios que
estaban sobre la mesa.
Sin embargo, al promediar los segundos y no dar yo respuesta alguna, el silencio dio paso
a la incertidumbre y preocupación de los asistentes. Un clima de marcada ansiedad e
impaciencia comenzó entonces a apoderarse de los comensales de turno.
Su poseído, muy ofuscado, le respondió de inmediato que él “solo había hablado de cosas
del pasado sin querer meterse en los asuntos de nadie y que si yo estaba mal, no era por
su culpa”. A lo que siguió un lapso de silencio posterior que incrementó aún más la
angustia e impotencia colectiva.
Instantes después, y cuando las ideas giraban entorno de “creo que hay que llamar a un
médico”, yo volvía de mi viaje.
_ Lamento si los he preocupado, -seguí-, pero hay momentos que no son momentos
cualquiera y éste creo que ha sido uno...
Al oír estas palabras, la propietaria del aludido, que antes había querido pasar la culpa,
ahora se sumaba al inesperado éxito y esbozando una amplia sonrisa acotó:
... Pedro la miró con una mezcla de odio y sumisión, propia de quien en el seno de una
organización ha vendido el sentido de su existencia y castidad a cambio de ser el Rey de
la Nada.
Algunos pocos (entre ellos la hija del matrimonio), sonrieron sin disimulo.
_ Lo que sentí al oír a Pedro -dije- fue una intensa sensación de lástima.
Al pronunciar esta última palabra varios se miraron entre sí, dando muestras de sin
decirlo, no entender bien su significado.
_ Sí, –respondí ya más sereno y tranquilo- una profunda mezcla de lástima y pena.
_ En principio por mí mismo, -dije-. Para serles sincero, al escuchar hablar a Pedro, he
sentido lo que se siente al estar dialogando con un muerto en vida.
He tenido la sensación de estar con alguien sin propósito ni proyecto personal, atado a
compromisos vacíos de identidad que entronizan a cambio de nada.
Los anchos pechos y las amplias sonrisas mutaron rápidamente a una inexpugnable
alianza de epítetos poco halagadores.
Cual fiel perro entrenado para lamer o atacar con el solo gesto del amo, bastó el
comentario de “¡qué insolencia!” de parte de su dueña para que Pedro atacara golpeando
la mesa y diciendo que de no estar en mi casa, ese golpe iría directo a mi cara.
En los que se quedaron, mis comentarios no cayeron tan mal, es más, un cuasi familiar
con el que tengo poco trato se acercó y me dijo:
_ Mirá... yo no sé si estás o no loco, pero me gusta más esto que veo que lo que conocí de
vos hace un tiempo. Me palmeó el hombro, saludó y se fue sonriendo y en silencio.
La reunión había concluido, y con ella la realidad me demostraba una vez más que las
cosas importantes pasan por la vida sin hacerse anunciar.
Cada tanto pienso en ellos y me pregunto: ¿Durante cuánto tiempo una mentira puede
ser sostenida?
Pedros que cuentan historias, de las que nada saben, porque son palabras de otros...
Nunca historias vividas por ellos.
Sé, porque los coliseos históricos así lo demuestran, que hasta los argumentos más
inverosímiles pueden ser digeridos por la humana necesidad de pertenecer o de
sentirnos seguros en un universo complejo, cambiante y mortal.
Todo depende de cuán bien construida esté la mentira, o de cuántas personas estemos
dispuestos a perseguir o a quemar con tal de sostenerla.
Al día siguiente de aquella reunión familiar, hice justamente lo que antes no me había
animado a hacer, dejé de evitarme hablando con simuladores, tomé el teléfono y llamé al
carpintero.
P ocos seres sobre el planeta ostentaban, como él, el raro privilegio de ser de los
últimos considerados por la creación. Y no me refiero con esto a su aspecto físico, sino a
su historia y forma de vida.
Transitaba por un polvoriento camino en una triste y fría tarde de invierno, mirando
cada tanto cómo sus flamantes zapatillas, compradas con tanto esfuerzo, se llenaban de
tierra.
Injusto – pensaba-, todo es muy injusto. Con todo lo que he hecho, con todo lo que me he
esforzado.
¡¡¡Maldita sea esta vida!!! – gritó -, al tiempo que pateaba, empapado de contradicciones,
una rama caída en su camino.
Será posible que nada pueda salirme bien, -pensó mientras disminuía el ritmo de su
marcha-.
Nacido en el seno de una familia clase media, el mayor de tres hermanos, había sido
educado con la constante consigna de ser el inteligente de la familia.
Según estos presagios, él estaba destinado a ser quien portara la llama del éxito en
nombre de todos; y para eso estaba formado.
Dueño de una notable memoria, había obtenido sin mucho esfuerzo, brillantes
resultados académicos, lo que reforzó aún más aquel presagio personal familiar.
Sin embargo, en aquella gélida tarde, el barco que supuestamente iba a transportarlo a
tan magníficos escenarios, parecía hundirse en una sucesión de fracasos continuos.
Y luego otra...
Y otra más...
Tantos nuevos y maravillosos mundos por conquistar, tantos universos por descubrir y
ni un solo sol para cobijarse.
Hacía algún tiempo que estaba viviendo con unos familiares cercanos. Luego del
definitivo quiebre de su grupo familiar, en lo que a la postre resultó ser el último
megaproyecto paternal fracasado con todo éxito.
Fruto de éste, todos habían tenido que radicarse lejos del lugar de origen, y al igual que el
tiempo, la distancia alimentó el fracaso y desnudó lo mejor y peor de cada uno.
Sentía que caminaba sin avanzar, mirando sin ver y respirando sin vivir.
Tanto, que un día nació un poema, uno que frecuentemente repetía casi como una
letanía de dolor y vacío...
“Y ya no sé si quiero verte,
Se había auto impuesto la tarea de colaborar con la limpieza e higiene del lugar, a modo
de retribuir la gratuidad de su asistencia, y por tanto, cada vez que entrenaba se quedaba
después de la clase a ordenar y limpiar lo que estuviera a su alcance.
Esto y algunos recuerdos de su pasado eran los lugares que mejor hospedaje brindaban y
a los que recurría frecuentemente.
En ellos, su cielo interno se iluminaba y por un instante, siempre breve, el sol de la vida
se asomaba.
Años antes había sido un muy buen corredor con patines, y un eximio jinete en el salto
de obstáculos. Actividad esta última, que se vio súbitamente interrumpida cuando entre
los costes de un mal negocio, una mañana teñida de lágrima partían, junto a parte de su
sensibilidad, tres hermosos caballos para ser rematados.
Porque, si algo había aprendido, en la profecía de éxito familiar, era que para cumplir
con su destino, tenía que permitirse pensar y obrar de modo diferente.
Cansado de tener que estar siempre con el mismo calzado, decidió suspender los viajes
en trasporte y realizar sus traslados a pie, y, de esa manera poder ahorrar, proyecto que
de hecho, lo había trasformado en un diario y rutinario caminante que transitaba los 12
km. que separaban su vivienda del lugar donde estudiaba.
Había ahorrado todos los días durante cuatro meses para poder comprarlas.
Sus ojos queriendo ganarle espacio al tiempo, saltaban de una zapatilla a otra, más una
de ellas, ignorante de cualquier argumento, mostraba una profunda marca... de las que
no permiten retorno.
Pasó lentamente su mano sobre ella, cual médico intentando acariciar una delicada
herida, rogando fuese solo la mancha que nunca fue.
Y fue así que sentado sobre una vida aún más truncada que la suya, poco a poco, pasó...
Lloró de soledad...
Lloró de dolor...
Y mientras lloraba, recordó su árbol de la infancia, aquel con el que hablaba casi todas
las tardes...
Lloró y se sorprendió al ver cómo un inesperado ciclista que recorría apurado esos
desolados páramos salía gritando al advertir, en medio de la penumbra, su silueta, –
desde mañana historias de un fantasma en el almacén del pueblo, - se dijo de manera
irónica.
¿Cuántas vidas pueden no vivirse en toda una vida?... para luego vivirlas todas juntas en
un solo momento y lugar.
Sin embargo, algo pasaba, porque cuando llegaban a él, simplemente movían la cola,
callaban su ladrido y comenzaban a caminar a su lado.
Llegó, comió algo y a diferencia de otras noches, decidió no ponerse a estudiar. Sabía que
esos eran sus únicos tiempos posibles, pero ésa era una noche diferente. En ese
momento, al igual que en otras noches, solo necesitaba nuevamente partir.
Una fría y clara aurora preanunciaba un día soleado y gélido. Como de costumbre, se
puso su ropa de trabajo y salió a cumplir con sus obligaciones.
Al concluir la jornada de trabajo dio pie a su diaria marcha hacia el sitio de estudio. En el
camino, pasó junto a la rama de la tarde anterior. Se detuvo un instante para ver mejor el
escenario. La rama, bastante más grande que en su recuerdo, acusaba un notable
impacto en su parte media.
Bueno, -pensó- parece que esto de las artes marciales va bien, ¡qué patada le di!
Sí, todo lo que quieras – se dijo- pero eso no te devuelve tu zapatilla rota.
Eso, cuando tenga un rato antes de salir a la universidad, voy a empezar a trotar, eso
siempre hace bien, -se prometió-.
Miró a su entorno, casi tan vacío de respuestas como de argumentos de vida... mas, justo
en el instante en que el silencio comenzaba a realizar su macabra obra, lo que vio y
sucedió, cambió para siempre su futuro y su vida.
La rama que había quebrado por su parte media la tarde anterior, había quedado
sostenida por pequeñas ramitas laterales cual una punta de flecha suspendida del piso.
Sin alcanzar a salir del asombro, uno de los tantos perros que me acompañó la noche
anterior, apareció casi de la nada, se sentó y quedó mirando fijamente en la misma
dirección señalada por la rama.
Al verla quedé paralizado. Su brillo interior, cual estrella que corona el oriente, llamaba a
todo aquel que pudiera escucharla.
Me incorporé, pensé en las zapatillas disponibles ahora para entrenar, sonreí, miré
nuevamente hacia la montaña y en voz alta y por vez primera dije:
...Muchos años han pasado desde aquel día, y a pesar de que el tiempo ayuda a mitigar el
impacto emocional de los acontecimientos vividos, suelo encontrarme haciéndome la
pregunta de “¿cómo es que supe o pude distinguir el símbolo que tras esa cumbre la vida
me presentaba?”
Cientos de veces había pasado por el lugar. Conocía el paisaje de memoria. Y sin
embargo, ese día y en ese momento lo conocido se hizo comprendido.
¿Qué cosas habían cambiado en mí? ¿Desde qué lugar estaba mirando, como para poder
destacar de modo tan trascendente algo que cotidianamente pasaba por mi percepción
casi sin ser considerado?
Era casi como decir que por haber visto un árbol en forma de cohete, había decidido ser
astronauta, sin tener por supuesto, recursos ni posibilidades de poder concretarlo. En
resumen, una locura total que reclamaba proyectos empapados de desmesura.
Solo una palabra es la que cotidianamente deja anclada mi reflexión sobre esos instantes.
Es la palabra renuncia.
Una palabra que sintetiza lo que creo estaba en total predisposición a hacer el día que me
encontré no solo mirando, sino iluminando lo que me rodeaba desde mi interior.
No es casual que aquel largo, profundo y sentido llanto de la noche anterior figure en mi
anecdotario de momentos sincrónicos.
Uno en el que encontré un pasaje, que me permitió renunciar a toda historia, ambición y
proyecto.
Y fue entonces, que aquella tarde retomé mi marcha hacia la facultad... lo hice con la
alegría del que comprende sin entender y la esperanza del que necesita sin todavía vivir.
Ignorante aún, que mi barco aquel que yo creía hundido en el vacío vivencial, ponía
ignota proa hacia un majestuoso, distante e iluminado faro.
¿P or qué tengo tanto miedo? – pensaba - mientras manejaba con destino a mi primer
encuentro.
A lo que seguía un inmediato, ¡Qué vergüenza...! tan grandote y con tanto miedo, qué
perdés si vas, nada... entonces ¿por qué no ir?...
Había intentado mitigar esta pugna durante toda la mañana de la fecha pactada por
teléfono, y en esta infructuosa tarea, un nutrido conjunto de frases racionales, de sentido
común y fuerte tono crítico habían confrontado en una dura y persistente batalla
conceptual.
Mientras tanto, el susto no cedía, por el contrario, oscilaba cual péndulo de la verdad
entre el menosprecio a la situación y el pánico infantil.
Bajé y caminé lentamente hacia la puerta que, como siempre, estaba levemente abierta.
De inmediato recordé con qué inocente atrevimiento la había abierto y había ingresado
en mi visita anterior.
La verdad -pensé-, qué irrespetuoso que he sido frente al saber. He pretendido durante
años que lo conocido me fuese revelado solamente por la simple razón de tener buena
memoria o de ser universitario recibido.
En estos recuerdos estaba cuando desde el interior de la carpintería escuché una voz que
decía:
_Si se decide por entrar, prometo dejar la puerta entreabierta, así que, ¡¡¡pase
tranquilo!!!
Así de una forma casi divertida, di, para mi sorpresa mis tres primeros pasos en lo que
intuía era transitar por un nuevo y diferente mundo.
Guardaba del lugar pocos pero claros recuerdos, entre los que estaban aquel amplio
pasaje y su frescura. Y fue ésta la primera impresión que renové al comenzar a caminar.
El sitio estaba igual hasta donde podía recordarlo unos meses atrás, limpio, fresco y
apacible, sin embargo, y por alguna desconocida razón, me resultaba marcadamente
añoso.
Todo en aquella entrada me resultaba conocido, como si luego de viajar por un largo
periodo de tiempo, retornaba a una tierra en la que había vivido hacía ya muchos años.
Caminé solo unos pasos y me encontré parado nuevamente en el mismo lugar donde
meses atrás había detonado como nunca antes una profunda crisis personal.
_ Cuando pasaron los días y no me llamó, pensé que había encontrado un mejor
presupuesto para la cajonera.
Yo me sentí confundido, no sabía con certeza sobre qué cosas íbamos a hablar, pero
estaba casi seguro, que aquel presupuesto no sería tema de conversación.
Intentando salir de la situación, le expliqué que por razones económicas, por el momento
el mueble había quedado en suspenso.
Y como si nada hubiera pasado continuó, sin decir palabra, dando pequeños retoques a
su obra...
Pasaron unos segundos, que me parecieron años, y en medio de su tarea se volvió hacia
mí, me sonrió, y continuó con lo que estaba haciendo.
Y así, un par de veces más, en donde él me miraba, y yo le contestaba estático con una
leve sonrisa, mezcla de estupor y asentimiento.
Habían trascurrido unos minutos de este negociado juego de tontos mudos, cuando me
escuché decir:
_ Creo que usted mismo lo ha dicho, -me respondió sin levantar la mirada de su trabajo-.
Si puede escucharse hablar mientras lo hace, en su comentario, está la respuesta a su
pregunta.
_ No le entiendo.
_Y lo primero que se me ocurre es que ésta no es una situación habitual. Y que por eso a
diferencia de las otras, estoy callado.
_ Bien -exclamó mesuradamente-. Luego, dejó lo que estaba haciendo, se volvió hacia mí
y me dijo:
Es más, se queda con la sensación de que NO existen cosas que en realidad SÍ existen.
Mientras Juan, (porque así se llama), retomaba su tarea, yo quedé en silencio, pensando
en lo que con palabras tan simples me estaban enseñando. Por un momento la idea de
hacer anécdota de momentos acelerados en mi vida pasó por mi mente, pero
afortunadamente pude desecharla y decidí quedarme en ese productivo silencio, dejando
que cual embrión fecundo, aquella simple pero trascendente moraleja germinara en mi
interior.
_ ¡Qué distinto es estar vivo a solamente respirar! Hay que tratar de estar vivo para
cuando la muerte nos reclame.
Yo no sabía qué decir, tenía muchas ganas de participar de la conversación, pero a la vez,
idéntico temor de romper aquel mágico momento y reencontrarme como cada día con mi
preanunciado mundo habitual.
_ Al llegar temía por cada momento que pudiera provocar un silencio. Sin embargo, hace
unos instantes, hubiese deseado que ese silencio se prolongara indefinidamente.
_ Qué distinto, verdad – dijo Juan –, lo que pasa, es que hasta hace un rato lo que usted
llamaba silencio era en realidad su sonido interior y a la gente en general no solo le
cuesta, sino que se opone obstinadamente a escucharlo, o no le gusta, o teme por lo que
pueda llegar a escuchar.
_ Habla como si de eso supiera bastante, mi joven amigo... Perdón, le pido me disculpe
por la ironía en mi comentario.
_ Venga - dijo con una actitud algo culposa, - esta silla que estoy armando está casi lista,
acompáñeme y tomemos un jugo. ¿De qué sabor le gusta?
_ Naranja, le contesté.
Me invitó a seguirlo y de inmediato se dirigió hacia una puerta en el costado del espacio
destinado al taller.
Un césped corto y cuidado, enmarcaba una maravillosa colección de rosas de todo tipo,
color y aroma, muchas de las cuales decoraban las paredes circundantes.
Dos añosos árboles brindaban una generosa sombra por la que discurría el sendero en el
que estábamos.
En una de las esquinas de aquel amplio jardín, una primorosa fuente oficiaba de
natatorio a cuanto pájaro estaba en el lugar.
Era claro que estaba desde hacía tiempo, ya que las aves hacían gala cual nadadores
olímpicos.
Muy cerca, se ubicaba una trabajada farola de hierro, junto a una mecedora colgante, que
se me ocurrió, llamaba a los gritos a ser utilizada y a descansar en ella.
Juan comenzó a atravesar aquel hermoso lugar con la naturalidad de lo conocido, yo, sin
embargo, aunque traté, no pude seguirlo.
Simplemente la vivencia de haber estado antes en ese jardín era tan fuerte, que detuvo
mi tiempo interior, y me quedé observando, anclado en cada detalle que aquel sitio
revelaba. El silencio, solo interrumpido por el canto de los pájaros, la tranquilidad, el
verde y sus aromas, todo me resultaba confusamente vivido con anterioridad.
_ Venga, no se quede parado al sol – dijo cortésmente -, pasando esos árboles hay un par
de bancos a la sombra que son ideales para descansar y conversar un rato.
Me senté en uno de ellos, mientras esperaba y sin saber por qué, me crucé y me senté en
el otro que ubicaba espaldas hacia el norte, donde esperé la aparición de mi anfitrión.
A los pocos minutos apareció Juan, con una bandeja con jugo de naranja, un humeante
té y un pequeño cesto con galletas.
Me pidió que sostuviera estas cosas mientras regresaba y traía una mesita donde
apoyarlas y servirlas adecuadamente. En lo poco que lo conocía había formado de él una
imagen de hombre rudo, directo y de pocas palabras; sin embargo era evidente que sabía
ser atento y cortés cuando se lo proponía.
Tomamos algo de jugo y yo comí unas deliciosas galletas surtidas, tiempo en donde
hablamos del clima y de cosas triviales. Luego, hizo una breve pausa, me miró y
preguntó:
_ La verdad – dije aliviado por la pregunta – es que desde que estuve por última vez acá,
se produjeron cambios tan importantes en mi forma de ser que...bueno, no sé... desde
entonces he estado pensando en llamarlo sin animarme a hacerlo hasta ahora...
Su pregunta, en aquel momento, de que si siempre vivía así o lo hacía por no saber de
otra forma...
Casi no recuerdo cómo llegue al auto, todo me daba vueltas... sin poder armar nada
claro...
No soy el de antes y la verdad es que no sé, ni por qué, ni hacia dónde voy, y eso me
preocupa...
_ Entiendo – dijo-.
_ No, para nada, en general tengo un estilo de vida bastante estable, anímicamente
hablando. Ejecuto muchas tareas previstas de antemano y aunque soy desordenado, aún
en ese desorden mantengo una forma de ser y de hacer las cosas.
_ O sea, si entiendo bien, tiene un estilo personal, que a veces coincide con el orden
tradicional y otras no, pero es siempre fiel a su estilo propio
_ Sí, la verdad nunca lo había pensado así, pero ahora que lo menciona, es así.
_ Pienso en el modo en que quiero hacer o conseguir las cosas y luego trato de llevarlo a
la acción.
_ Claro, pero por lo que veo se da poco tiempo para pensar en sus modos de hacer las
cosas.
_ Sí, muy poco, armo estrategias pero pienso poco en ellas, es verdad.
_ Bueno, ahora que lo pienso un poco más sereno, me da la impresión de que dedico
poco tiempo para conocerme, y que lamentablemente vivo como si me conociera un
montón. La verdad, decirlo de esta manera me asusta, pero así es.
_ A ver –dijo- ordenemos un poco esto. Me dice que vive como si se conociera mucho,
cuando, en realidad, poco es lo que piensa en usted y sus formas, y además, agrega que
cuando intenta pensar en usted le da miedo. ¿Es así o lo mal interpreto?
_ Imagine entonces, nuevamente aquella situación que usted relata como la “última vez
que estuvo acá”, y la señalo así porque hasta donde sé, a excepción de esta visita, solo ha
venido acá en una sola oportunidad... Pero como le decía, imagine entonces nuevamente
ese momento desde lo que hemos hablado y dígame qué impresión le causa ahora...
¡Qué situación aquella!, sin dudas Juan no daba margen para intentar una respuesta de
compromiso, será por eso que los líderes generan líderes y nunca seguidores. Me tomé
unos segundos y desde mi sentir, intentando olvidar frases hechas dije:
Juan, acompañó este silencio con una mirada directa y penetrante sobre mí.
Era evidente que, contrario a mi inagotable sed de saber, su mensaje era “suficiente por
hoy”.
_ O si así lo prefiere, que haya decidido regresar, a un plano del mundo que alguna vez
fue su hogar.
Muy temprano, incluso antes de que el despertador diera la hora, ya estaba con los ojos
abiertos, inquieto, ansioso.
Luego de armar horarios y de ver los momentos más propicios, había determinado que a
mitad de jornada, justo antes de marchar para la universidad, me quedaban cuarenta
valiosos minutos todos los días para poder empezar a entrenar.
La mañana pasó, tan lenta que exasperaba, tan veloz que angustiaba.
A poco de comenzar, como siempre sucede, la realidad hizo cruda aparición y lo que era
proyecto se materializó en un marcado cansancio. Troté con gran esfuerzo los cuarenta
minutos programados y regresé para bañarme y marchar durante dos horas hacia la
universidad.
¡Qué distinto era proyectar algo a concretarlo! Antes lo había vivido en otros
entrenamientos, pero éste en particular era realmente duro.
Casi no me dejó tiempos de descanso. Partí con una ligera comida mientras caminaba
hacia la universidad, cansado de la mañana de trabajo y con toda una jornada de estudio
por delante.
No era gente millonaria, pero sí de buen o muy buen estilo de vida. Muchos con autos
propios o con elegantes autos familiares.
Yo, por el contrario, transitaría mis dos primeros años casi con la misma ropa, y rendiría
las primeras veinte materias universitarias con el mismo saco prestado de un primo, que
dicho sea de paso, me quedaba cada vez más apretado.
“Es por cábala”, repetía ante todo aquel que quisiera oírme, cuando en una nueva
convocatoria, aparecía con el mismo atuendo.
Ya de regreso a la casa de mis tíos, el cansancio se hizo sentir. Me dolían las piernas, no
tenía una gota de energía y todavía me quedaban al menos las cuatro horas diarias de
estudio programadas.
Como muchas veces sucedería en el futuro, aquella noche reiteraba una vez más mi
conocida y nunca bien apreciada función de “durmiendo sobre el escritorio”. Obra en la
que durante su desarrollo, seguramente manchaba o arrugaba algún importante apunte
académico que luego planchaba, para no tener que gastar en él nuevamente.
Y así continué, trabajando, entrenando y estudiando, día tras día. Casi todas las jornadas
de un invierno que pasó heladamente por todo mi cuerpo salvo por mi corazón...
Lo hice con total entrega a la tarea y mi vocación de proyecto tomó poco a poco temple
en mi esfuerzo y constancia. Fui entonces monje de mi seminario y caballero en mi
propia orden, posadero de mi hambre y mozo de cuadra de mi habitación.
La gente del lugar, que ocasionalmente me cruzaba mientras corría, simplemente reía al
verme, y poco a poco el mote del “loco de la finca” comenzó a instalarse en mi persona.
Como sucede con frecuencia, las personas tildan de loco lo que le resulta extraño, y al
pensarlo, me alegró no estar viviendo 500 años antes porque si no, seguro, me
quemaban.
Los lograba o no. Todo lo demás serían simplemente argumentos para justificarme ante
mí o ante los demás, y con mi corazón que a esto no estaba dispuesto.
Fue entonces que en una hermosa tarde de primavera conocí un club de andinismo.
Lugar fascinante si los hay. Un microcosmos que no solo permite, sino que premia a
quienes ahí habitan cuando expresan a viva voz desmesurados objetivos. Hazañas que
ante cualquier mortal aparecen como imposibles en el mejor de los casos o delirios de
locos en el peor.
Un sitio en el que uno encuentra gente muy inteligente o muy loca. Y por paradójico que
esto resulte, ambos grupos no solo conviven, sino que participan de comunes proyectos.
Supongo que por loco y no por inteligente de inmediato quedé fascinado. Era frecuente
estar sentado en la recepción y ver llegar a alguien con un brillo en los ojos distinto a
todo lo conocido.
Y un rostro dañado por el sol y el frío. Y un espíritu nutrido por la tierra y el cielo.
Cómo no recordar, cómo no agradecer. Ojalá que algo de aquellas miradas haya anclado
en algún lugar de mi interior.
Los veía y me anhelaba. Los veía llegar y soñaba con estar, con poner un pie en aquellos
universos en donde los hombres, ignorantes de sí mismos, nacen a una nueva vida sin
necesidad de morir.
Así fue que comencé a estar cada vez más tiempo en el club. Incluso me llevaba material
para estudiar, y si la tarde estaba tranquila, estudiaba, sino aprendía de relatos y
anécdotas.
No tenía para pagar la cuota social, y menos para poder tener equipo de montaña, sin
embargo, poco a poco, comencé a ser uno de ellos, a opinar sobre cuestiones de equipo,
que no tenía, pero que conocía de memoria.
Ayudaba a elaborar estrategias de escalada o seleccionar rutas aún cuando nunca había
subido una montaña.
Mientras esto sucedía, sabía que más no podía hacer, aun anhelando, la realidad se
imponía, limitando mi hacer solo al pertenecer.
Una tarde, llegaron unos andinistas extranjeros, que buscaban información sobre el
cerro Aconcagua, techo de América de 6.969 metros de altura.
No había gente con experiencia en el lugar y me pidieron que les comentara algunos
datos de relevancia.
Los extranjeros quedaron fascinados, muy contentos, a punto tal que cuando terminé de
“asesorarlos”, uno de ellos preguntó cuánto me estaban debiendo por mi tarea, a lo que
yo simplemente les acoté que éramos “hermanos de armas” y que no existía deuda
alguna.
Una tarde, me encontraba estudiando en la biblioteca del club, que se ubicaba en el piso
superior del mismo, cuando desde la planta baja donde estaba la recepción, escuché que
pronunciaban mi nombre con claro acento inglés.
Bajé y ahí estaban. Los mismos cuatro extranjeros que había conocido en otra vida tres
semanas antes, sonrientes y brillantes, flacos y algo magullados.
No hizo falta mediar palabra, sus ojos eran claro reflejo de su cumbre interior.
Comencé a bajar la escalera, y a mitad del recorrido, no pude contenerme, así que me
detuve y en voz alta dije:
_Por el brillo de sus caras es evidente que la montaña les ha cedido su sendero para que
puedan escalarse.
Y por lo que se ve –les agregué- se han escalado hasta la cumbre de cada uno de
ustedes...
A medida que avanzaban en el relato, la frecuencia de estos calificativos fue tal que,
algunos socios, que no me conocían, comenzaron a mirarme con cara de “este personaje
tiene un montón de montañas subidas”.
Yo, mientras tanto, disfrutaba de las equivocadas miradas, como de los comentarios de
mis recientes amigos.
Esa noche, y por supuesto, por invitación de los extranjeros, fuimos a cenar a un
conocido y costoso restaurante, donde el vino y la buena mesa estallaban en reiteradas
carcajadas, ante la atónita mirada de otros comensales que, seguramente, estaban en el
lugar para lucir ropa o amantes de turno.
Durante la cena, me enteré que se tomaban una semana más para recorrer otras zonas
del país y que en ese lapso de tiempo, previo paso por mi ciudad, regresaban a su patria.
Nos despedimos por segunda vez con el acuerdo de encontrarnos para cenar a la semana
siguiente.
Transitaba la semana con la expectativa del nuevo encuentro cuando, una tarde al llegar
al club, me encontré con una persona que me estaba esperando.
“Ulises quiere hablar con vos” – dijo el administrativo – mientras señalaba a un socio
que estaba viendo unos viejos cuadros que colgaban en una pared.
Me acerqué, lo saludé y me invitó a que nos sentáramos unos minutos para conversar.
Sin perder tiempo en formalidades y con un claro sentido de practicidad, Ulises me miró
y dijo:
_ Discúlpeme la pregunta, pero, ¿podría repetir lo que les dijo cuando los vio los otros
días? Antes de saludarlos, usted les dijo algo sobre la montaña y poder hacer cumbre.
Recuerdo estar algo sorprendido por la pregunta, pero dada la franqueza de la misma,
hice algo de memoria y le respondí:
_ Bueno, les dije que era evidente que la montaña los había dejado pasar y que en ese
paso cada uno de ellos se había escalado como persona.
_ ¿Por la cara?
_ Sí, los que simplemente suben, solo bajan cansados. Pero los que transitan la montaña
bajan con un brillo diferente del resto – dije en tono seguro y sin dudas-.
A lo que yo simplemente comencé a reír casi sin poder parar. Tanto, que traté como pude
de disculparme rápidamente, ante un hombre educado que bien podía ser mi padre.
_ Discúlpeme –dije entrecortado- la verdad es que nunca he subido una montaña de más
de 2.000 metros, o sea nunca he subido realmente una montaña.
Pobre Ulises, parecía como si le hubieran dado un palo en la cabeza. Me miró con una
mezcla de sorpresa y tremenda duda interior. Luego, simplemente imitando mi estado de
ánimo, se empezó a reír.
_ Una pregunta más y no le quito más tiempo –dijo cuando se calmó un poco-.
_ ¿Cómo llegó a comprender esta diferencia entre escalar o subir si nunca llegó a la
cumbre de una montaña?
Se quedó mirándome un corto tiempo, como hablando con su interior, luego saludó a
todos incluyéndome y se retiró caminando lentamente.
_ ¡¡¡Qué...no lo conocés!!!
_ Es uno de los dos socios del club que ya han escalado en el Himalaya, a gusto de
muchos, de lo mejor que ha dado esta actividad, no solo como deportista sino como
persona.
Tomé mis cosas y ese día me fui temprano del club. Lo hice como el que siente que se ha
metido en cosas de grandes siendo solo un niño.
Había estado dándole lecciones a una persona que estaba distante años luz de mí, y como
si esto fuera poco, durante la conversación, estuve queriéndole enseñar lo que se siente al
alejarse del mundo cotidiano.
Pasaron un par de días en los que ni asomé la cara por el club. Temía encontrarme
nuevamente con aquel renombrado personaje.
Pero... mis amigos extranjeros estaban por llegar y no quería perderme por nada aquella
segunda cena comprometida.
Y para mejor, con una duración de seis meses en donde las salidas iban en progresivo
aumento en su dificultad. La última de ellas consistiría en un ascenso por ruta normal a
una montaña de 6.100 metros, o sea la frutilla del postre.
Claro está, al igual que los cerdos gordos, que nunca pesan poco, los buenos cursos
nunca son baratos, menos si son extensos y con salidas guiadas a la montaña.
Tan consciente estaba de mi imposibilidad de realizarlo, como deseoso de, algún día,
poderlo hacer.
Solo con mirar el dibujo del afiche (un andinista clavando su piolet en una empinada
cuesta de hielo) mi mente salía disparada cual deseo teledirigido.
_ Excelente – comentó por toda respuesta- a lo que agregó: Es más, Ulises va a dirigir las
actividades prácticas de los domingos, y en las más difíciles, los va a acompañar
personalmente.
“No te vayas porque tengo que comentarte algo más del curso”...
Frase ésta que apenas escuché, pues con aquel dato de las salidas dirigidas yo
automáticamente me encontraba en cualquier planeta.
Siempre me he preguntado si será verdad que cuando deseamos tanto algo, ese deseo
termina por cumplirse. Sin embargo, cuando repaso mi anecdotario de deseos, señalo
algunos que se cumplieron y otros que decididamente no se concretaron.
A los pocos minutos aparecieron los extranjeros, sonrientes y en este nuevo retorno, más
cansados de los días de fiesta que de los días de montaña.
Casi oliendo a testosterona, comentaron que tenían que salir con algunas amigas
recientemente conocidas, lo que implícitamente tiraba por tierra la cena prometida. Si
bien era una noticia poco grata, me alegré por ellos y festejamos con sobrados chistes y
consejos tan estupenda oportunidad.
Habían pasado algunos minutos, cuando uno de ellos les indicó a los otros que estaban
ajustados con el tiempo.
Además, partían las personas gracias a las cuales, yo había sido andinista por un
pequeño lapso de tiempo. Ellos regresaban a su país, yo a mis diarias caminatas hacia la
universidad.
En eso estábamos cuando uno de ellos, con cara de picardía, tomó la palabra y dijo:
_ “Durante esta última semana hemos decidido que cada uno de nosotros quiere hacerte
un regalo, por tantos consejos y ayuda que nos has dado. Como no sabemos qué cosas te
pueden estar haciendo falta, entre todos hemos armado un equipo básico para que
puedas reponer lo que se rompa del tuyo”.
A lo que yo pensaba:
_ “Si supieran que no tengo equipo”-, pero claro, no era éste el momento para
confesiones.
Luego, uno de ellos salió y regresó con una mochila, en cuyo interior cada uno había
colocado prendas o elementos de escalada.
Mientras me mostraban prendas y equipo, entre todos me contaban qué cosa había
aportado cada cual. Me dijeron que esperaban que algún día saliera a la montaña y
llevara solamente ese equipo y, de esta manera, recordarlos a todos.
Y así, con la emoción del momento y el apuro de ellos por la salida de esa noche, me
encontré a los pocos minutos casi solo en un club que despedía, por lo avanzado de la
hora, a sus últimos socios.
Me parecía estar soñando, simplemente era demasiado para una sola jornada.
“No importa, vos igual podés venir todas las tardes que quieras” me dijo el primer día,
cuando le comenté de mi imposibilidad de pagar cuota en el club.
Y por supuesto, sabía que ese regalo constituía mi único equipo de montaña.
_ A veces, – comentó mientras se acercaba – hay cosas de la vida que te hacen creer en
los milagros.
_ Qué te parece, - le respondí -. He llegado hoy acá con un montón de apuntes prestados
de la universidad y me voy con un equipo casi completo de montaña. ¡¡¡Cómo no creer
en los milagros!!!
_ Es verdad, pero no lo digo por eso... yo no soy de creer mucho, pero lo que ha pasado
hoy acá... la verdad todavía no lo puedo creer...
_ ¿Te acordás que hace un rato te dije que tenía que hablar del curso y que no te fueras?
_ Sí, pero eso ya no importa... - lo interrumpí - perdonáme , pero con esto del equipo es
suficiente, en todo caso otro día me lo contás.
Comencé a cargar la mochila en el hombro con ademán de irme cuando Raúl con voz
entrecortada dijo:
_ No, esperá, hoy no solo te han regalado un equipo... hoy el club, por recomendación de
Ulises te becó...
_ ¿De qué estás hablando Raúl? - pregunté casi sin poder hablar -.
_ A tratar de ser hombre, o, en todo caso, a intentar saber qué clase de hombre soy.
Junto a Ulises (quién aparece en la foto de lentes y a la izquierda) en una jornada de aquel, mi
curso de iniciación y también de andinismo
que uno los transita. Sino, podemos pasarnos la vida especulando sobre ellos, sin
realmente comprender el sentido de su existencia.
Son segmentos de atemporalidad que reconocemos solo al existir en ellos. Puentes hacia
lugares en donde nuestras categorías caducan y nuestro ser se redescubre a sí mismo.
¿Quién no supo en alguna oportunidad y con total certeza lo que otra persona estaba
pensando...?
La frase “lo que en alguna oportunidad fue su hogar”... resonaba en mi mente aún
pasados varios días de aquel primer diálogo en el jardín.
Me di cuenta entonces, que, por marcado que fuera mi interés, en esta nueva forma que
estaba transitando, los tiempos no dependían de mi entendimiento. Por el contrario, la
maduración de lo comprendido impelía a dosificar lo incorporado. Acá no alcanzaba con
entender y poco importaba mi sed de datos novedosos.
A lo que agregó:
_ Juan, ¿en cuánto tiempo le parece prudente que lo haga? - pregunté cortésmente-.
A los dos días, yo ya quería llamarlo nuevamente. En más de una oportunidad estuve a
punto de hacerlo, pero si de impaciencia se trata, me parecía prematuro hacerlo.
Pensaba que todo lo que podía reflexionar sobre este tema ya lo había realizado, y que
podía sin dudas llamarlo y seguir trabajando otros fascinantes temas.
Sin embargo, algo de mi interior me decía que no, que no era todavía momento y que
esperara un poco, que no me impacientara.
No eran muchas las personas con las que podía hablar de mis cambios personales, y
muchas menos aún aquellas con las que podía compartir el dato de los encuentros con
Juan. Solamente Eduardo, un hermano de vida, estaban enterados del tema.
Nos encontrábamos los dos una mañana reunidos tomando un café, cuando sin rodeos,
comentaba yo lo impactado que había quedado después de aquel diálogo con Juan y de
mis ganas de llamarlo casi de inmediato; cuando, para mi sorpresa, Eduardo comenzó a
reírse.
Sin entender lo que pasaba y sospechando que maneja datos que yo no, le pregunté de
qué cosa se estaba riendo.
Lúcidamente, Eduardo dijo: me causa risa que te piden que reflexiones sobre tu
impaciencia y a los dos días ya quieres llamarle.
¿Para qué vas a juntarte nuevamente, para darle una lección psicológica de la ansiedad, o
para mostrarle que tu reflexión te ha cambiado?
_ Sí, es verdad – dije –, lo que pasa es que tengo la sensación de haber perdido tanto
tiempo con conocimientos superficiales, que ahora el calendario me apura como nunca
antes. Tengo que darme tiempo y trabajar el tema interiormente, recién entonces lo voy
a llamar.
_ Exacto, después de tu primer encuentro, saliste con la cabeza partida en pedazos, y con
un conflicto de identidad de aquellos.
Te pasaste cuatro meses en un parto emocional que parecía te llevaba al manicomio, y así
y todo no llamabas, ni enfrentabas las cosas.
_ Después, cuando no aguantabas más, te decidiste a llamar, y ahora que te gustó, a los
dos días ya querés ir de nuevo. Sos un ciclotímico, o nunca vas o querés ir todos los días.
¿Quién te entiende?
_ Soy millonario al tenerte como amigo, tenés mucha razón y lo que me han dicho me
sirve realmente; tengo que reflexionar sobre esto que me has señalado y creo que ése es
el camino.
_ Bueno, ya que sos millonario, paga vos los cafés. Sonrió, me saludó afectuosamente y
se marchó a terminar trámites laborales.
La verdad – pensé instantes después,- cuántas maravillas que hay a mi alrededor y recién
ahora puedo comenzar a verlas... siempre supe de su existencia, pero ahora las puedo
ver.
Y así, olvidándome del calendario e intentando pulirme interiormente, transité días bajo
un sol anímico totalmente diferente.
La gente comienza de verdad y no por compromiso a tener ganas de estar cerca de uno.
Las personas no necesitan un sabelotodo como amigo, requieren de un ser humano
íntegro, con capacidad de aprender y de querer; y cuando lo encuentran sin duda que lo
valoran.
No conocía la respuesta adecuada, pero con el paso de los días empecé a entender que
tanto la impaciencia reiterada, como la paciencia constante, son dañinas cuando se
instalan como formas de ser y actuar. No importa cuál predomine, hacen daño y sobre
todo, nos trasforman en prisioneros de sus modos y defectos.
Notaba cambios interesantes, que no podía definir plenamente, sin embargo, eso ya no
me importaba tanto como antes. Mi mundo de definiciones acumuladas estaba cediendo
terreno ante una nueva forma de crecimiento personal. Un plano se trasformaba en una
tridimensión.
Tenía la sensación de que había trascurrido algo así como dos meses de mi primera visita
al jardín, cuando, ahora sí, regresaba al lugar.
Juan, como siempre, prolijo aun trabajando, y lleno de viruta de madera, me hizo señas
de esperarlo unos momentos. Luego, sacudiéndose las manos vino a mi encuentro.
Me encantó el cálido recibimiento. De inmediato le hice saber que para mí era fantástico
estar nuevamente con él.
Se disculpó por algo de madera molida que aún quedaba en su overol, a lo que yo
respondí, que no había problema y que no había por qué disculparse porque estaba
trabajando.
_ Juan, no sé si lo recuerda, pero la primera vez que vine usted estaba tallando en una
gruesa madera lo que parecía ser un símbolo.
_ Era una madera circular y gruesa – reiteré yo – y parecía que tenía grabada una forma
geométrica o algo así. Usted la tapó con un paño rojo antes de saludarme.
Juan se quedó un instante pensativo. Era evidente que sí recordaba, pero por alguna
razón estaba tratando educadamente de negarlo.
Llegamos a los cómodos bancos bajo los árboles y por supuesto, me ofreció tomar algo.
Mientras lo esperaba, llegó proveniente del taller un ayudante que Juan solía contratar
en momentos de mucha tarea.
_ Sí bastante, y además acá trabajamos desde las siete de la mañana y salvo por un
pequeño intervalo de medio día, continuamos casi hasta las 8 de la tarde.
_ Es más, –agregó- el jefe a veces se queda hasta más tarde, a hacer otros trabajos.
Sin duda, Juan era un hombre cálido y agradable, pero de un intenso ritmo de trabajo.
_ Yo ya le he dicho – comentó – que si no para un poco va a terminar mal. ¿Se enteró del
problema de salud que ha tenido hace poco?
Me comentó entonces, que Juan había estado con algunos problemas respiratorios, no
graves pero que había tenido que estar en reposo algunos días por la fiebre. Durante ese
tiempo, había tenido que atenderse solo, haciéndose cargo de su comida y demás, a
excepción de un almuerzo que unos vecinos conocidos de muchos años, le habían traído
para que no tuviese que cocinar.
Me sentí como aquel que solo aparece para pedir cosas cuando las necesita, y cuando no,
se ausenta sin importarle nada ni nadie. Y de inmediato la pregunta de ¿qué cosas doy a
los que me rodean? se instaló en mi mente.
En ese momento apareció Juan, con una taza de té, caminando lentamente mientras
intentaba disimularlo. Se retiró unos metros para darle algunas indicaciones a su
ayudante y luego se sentó frente a mí.
_ Estos colaboradores que uno tiene, dan más trabajo que si uno hiciera solo toda la
tarea – dijo mientras dibujaba una pícara sonrisa -
_ ¡¡¡Veo que no solo dan trabajo, sino que se meten en lo que no les incumbe!!!
Si su ayudante lo escuchó o no, nunca lo sabré, pero intuyo que en el futuro lo pensaría
dos veces antes de hablar de las cosas de su jefe.
_ Una gripe, una cosa de nada que ya pasó. Le agradezco, pero no merece mayor
comentario.
_ Y, los dos temas sobre los que le he preguntado desde que llegué, no han tenido
respuesta de su parte. De la madera tallada, solo obtuve un “gracias pero en otro
momento”; y de su enfermedad, un comentario sobre su ayudante entrometido.
_ En todo caso, – agregué con cierta ironía- diga de qué cosas quiere hablar y con gusto
conversamos.
_ Sí, ¡qué bueno! – agregó en tono alegre – usted ha cambiado Roberto... sin duda no es
el mismo. Y, permítame agregar, que ha aprovechado este tiempo, vaya si lo ha hecho.
Está escuchando... lo que no es poco en estos días.
_ Concédame el pedido que le hice de hablar en otro momento de esa famosa madera, y
con gusto le cuento sobre mis días de enfermedad.
_ Bueno, si le sirve para mitigar culpa, no hay mucho que contar, salvo que después de
casi cuarenta años en la carpintería, el polvillo de la madera y los pegamentos están
dejando huella en los pulmones, y cada tanto, alguna enfermedad de tipo viral se instala
y me deja unos días en cama con mucha fiebre. Mi médico y yo, ya las conocemos por
ende de inmediato lo llamo, me da los medicamentos, algún análisis de control y reposo.
_ Sí, no solo escucha, sino que también ve... ¡puede mirar cuando ve!
Y entonces aquel hombre, serio y ordenado, estalló en carcajada, entrecortada con una
tos propia de su convalecencia.
Cortó con algo de esfuerzo tanto su risa como su tos, y ya con un rictus más serio, me
miró y preguntó:
_ No sé con absoluta certeza qué cosas he hecho. Pero desde hace un tiempo mi estado
anímico ha mejorado, he intentado priorizar las tareas de mi vida y sobre todo he
intentado sinceramente trabajar sobre la impaciencia...
Cuando nos despedimos la última vez que lo vi, me pidió que trabajara sobre esto. De
inmediato yo supuse que me estaba indicando que trabajara sobre MI impaciencia, y a
esa tarea me aboqué...
Pasé unos cuantos días intentando contener todo acto que resultara una demostración de
impaciencia, creyendo que de esa manera mejoraba o cambiaba. Sin embargo, a poco de
hacerlo, me quedó claro que solo estaba poniendo una capa de simulación, y que en
realidad no estaba cambiando...
_ Le quedó claro que entender no siempre va de la mano con crecer – agregó Juan-.
Y entonces empecé a ver que mi funcionamiento estaba con frecuencia atado a una de
estas dos características.
_ Y... soy dejado, no atiendo la urgencia de las cosas de forma adecuada y dejo tareas
para último momento. Luego, de un momento para otro estoy tapado de trabajo y
obligaciones, y ahí resucito de la muerte en vida.
_ Claro, fruto de la culpa por haber actuado con tanta lentitud, intento comprometerme
con un estilo más resolutivo y activo. No es que me vuelva un loco de los que quieren
todo para ayer, porque a esos los conozco, a los eternamente impacientes. No, no soy tan
acelerado, pero sí muy distinto a mi etapa de paciencia.
_ Mire qué interesante lo que agrega – comentó Juan - o sea que de su propia reflexión
podemos hacer una clasificación en donde encontramos tres tipos de formas
automáticas. El primer tipo es el paciente total, al que le pasa el mundo por encima y se
siente en otra frecuencia menor de funcionamiento.
_ ¡Ah! veo que sabe de ondas. Sí, efectivamente están quienes describen una curva que
sube y luego cae para volver a subir, como una onda sinusoide. Y...hablando de estos tres
estilos, ¿cuál piensa que es mejor?...
_ No tengo la más mínima idea – respondí -. Los tres tienen cosas interesantes, pero a su
vez los tres tienen cosas dañinas, si tuviera que elegir el preferido no sé con cuál me
quedo.
_ En principio – dije – con ninguna de las tres, porque todas generan infelicidad.
Yo al escuchar tamaño elogio, quedé atónito. A mis oídos Juan había expresado algo tan
halagador como desconcertante. Y no estaba dispuesto a disimular cosas, por lo que miré
con cara de no entender nada.
Él, por su parte, meditó sus palabras unos segundos y con una notable cuota de
humildad, comentó:
Hace instantes definimos tres formas cotidianas de ser. Ante esto y mi pregunta de con
cuál se queda de las tres, lo primero que hace es desecharlas. Esto es realmente muy
bueno, porque muchos, ante esta tramposa pregunta, hubieran elegido a la fuerza, pero
sin dudas, la que estimaban menos mala de las tres.
Los tres estilos descriptos son dañinos a la vida simplemente porque no fluyen, son
formas estáticas de ser que paralizan en algún estereotipo. Y cuando la vida no fluye,
aparece la infelicidad.
Porque como usted muy bien lo dice, tanto la vida, como la felicidad son cosas que se
generan en la posibilidad de fluir.
Cada uno de nosotros con nuestras acciones diarias generamos, estatismo o fluidez.
Hacemos que nuestra energía de vida se estanque o que fluya, y de esto
depende nuestra felicidad, porque felicidad y crecimiento son la misma
cosa.
_ Sin dudas... quizás de manera desordenada, pero esas han sido sus palabras.
_ ¡Qué impresionante!, estoy hecho un genio, y recién ahora me vengo a enterar –dije en
tono de ironía -.
Durante mucho tiempo se creyó un genio. Y como toda creencia, funcionó bien hasta
que el modelo mental que la sustentaba colapsó.
_ Al igual que todas las demás personas, – acotó Juan – la pregunta es ¿hasta dónde se
anima a morir sin fallecer para descubrirlo? ¿Hasta dónde se anima a renunciar a sus
seguros lugares internos, para poder así descubrir su propia alma?
Es, si me permite la comparación, como un pozo de agua en medio del desierto, un oasis
que espera a todo aquel que se anime a enfrentar el dolor que supone atravesar la
renuncia a los dogmas... Es un oasis que genera vida en medio de la nada.
Y espera... espera desde el principio al final de los tiempos, sin distinción de razas, sexo o
color de piel, alimenta y nutre a quienes accedan a Él.
Y las personas, al menos en una gran mayoría, temerosas del desierto, prefieren apiñarse
bajo pobres y secos árboles, en un lejano lugar al que denominan mapas mentales. Y
elevan sus plegarias para que los árboles den frutos y florezcan, en vez de ponerse a
caminar, renunciar a sus mapas y acceder con esfuerzo a la fuente de vida.
En ese momento, Juan hizo una pausa para tomar un poco de té que se había servido. Yo
por mi parte, estaba apabullado por la circunstancia, me encontraba en un jardín
maravilloso, escuchando a un carpintero hablar de planos y dimensiones de la
conciencia, parecía una novela surrealista, una de la que no quería ni pretendía salir.
_ Lo que sucede es que la gente tiene una expectativa mágica proyectada a futuro. Piensa
que porque el conocimiento racional le ha servido para muchas cosas, necesariamente va
a ser la llave que posibilite la expansión de la conciencia y el crecimiento personal. Y
construye una creencia de esto, lo que la estanca de manera definitiva bajo los secos y
pobres árboles. Por supuesto, nunca falta alguien que dice que la solución está en seguir
sentado rezando hasta que los secos árboles den frutos...
Renuncia activa es la palabra. Renunciar hacia... dejar cosas para ir hacia otras.
Por eso me pareció muy bueno cuando de los tres modelos de los que hablábamos, usted
no eligió ninguno, porque al renunciar a ellos, decide dejar los árboles secos.
_“Pedid y se os dará”, -comentó en voz baja-. Se acercó un poco y dijo: Roberto, empezar
a caminar es comenzar a ser pacientemente impaciente o impacientemente paciente... en
cuanto puedas comenzar a serlo, estarás renunciando y además... caminando hacia el
oasis.
Con esfuerzo, intentó ponerse de pie. Yo, de inmediato me incorporé, y tomándolo de un
brazo, lo ayudé a hacerlo. Luego, como si de siempre se tratase, me abrazó y dijo al oído:
_“Es por eso que cada vez que uno camina... necesariamente regresa”.
Se sonrió, dio media vuelta y lentamente se marchó hacia su casa al final del jardín.
Yo quedé estático, sin poder moverme del lugar. Instalado en universos en donde el
tiempo no supone espacios...
Junto a Eduardo (en la foto de lentes y a la izquierda), celebrando un premio que obtuvimos
juntos, a la mejor escalada del año
U n sueño... un maravilloso y real sueño, es la respuesta que, sin duda, escuchará todo
Una mágica laguna mental hace que recuerde con exclusividad solo los detalles de casi
todas las salidas de domingo a la montaña.
En muchas, acompañado por estupendos guías que no solo brindaban “consejos técnicos
y recomendaciones” sino, y fundamentalmente, una mística difícil de contar, pero
fascinante de compartir.
“No intentes caminar más rápido que el paisaje” escuchaba con frecuencia, y a
continuación... “los ritmos en estos escenarios son cambiantes, tienes que ser flexible en
tus estrategias, sino te come tu interior”.
“Mirá, pero mirá de verdad, esto no es un juego, es tu vida...” ”...cada vez vas a tener
menos margen para equivocarte...”
O si no, un exquisito: “...hay que subir pensando en bajar...” frase destinada, sin duda, a
reconocer múltiples moradas espirituales del hombre.
Y así una tras otra. Y ellos... todos ellos, mis maestros de la montaña, se transformaban,
sin saberlo, en docentes de una vida que abría horizontes tan reales como dimensionales.
Al final del curso, la casualidad, esa eterna compañera de los ignorantes, no pudo con su
obra, por lo que tuvo que darle paso al logro de lo anhelado y trabajado.
Así, un 14 de marzo en alguna de mis vidas, ponía un pie en mi primera cumbre de más
de 6.000 metros. Después de dos años y medio de aquella fría y triste tarde de invierno,
cumplía con mi solitario acuerdo y lograba que mi consciencia mirara desde ese lugar.
¡¡¡Había llegado!!!... contra todo pronóstico, lo había logrado. Pocos lugares hay tan
solitarios y fríos como una cumbre en alta montaña. Pocos tan maravillosos. Todavía
Luego, tomé una zapatilla en cada mano y las apoyé sobre la nieve en la cumbre misma.
Recuerdo la tarde anterior a dejar el lugar, me fui a caminar por aquellos terrosos
callejones, pasé entonces por el molino de agua, el corral en donde encerraban a los
mulares y el sitio en donde estaba el surgente de agua... Caminaba y miraba... pero sobre
todo agradecía... a la vida... a las plantas que ahí estaban...
Hoy, y con el paso de los años, siento que en verdad nunca partí, afortunadamente ese
sitio habitará siempre en mí, solo tengo que cerrar los ojos para verme, una vez más,
trotando por aquellos solitarios callejones que conducen a iluminadas y distantes
cumbres...
Instalado en mi nuevo trabajo, comencé a buscar nuevos escenarios para entrenar, más
rigurosos y exigentes. Y, lentamente, un pequeño ahorro mensual se convirtió en equipo
de mejor calidad y prestación.
Durante esta travesía académica, aprovechaba cada oportunidad que tenía para salir a
escalar, a disfrutar, a aprender...
Pasaron algo así como tres años en vidas humanas, mientras, los resultados académicos
y deportivos marchaban a ritmo sostenido. Colaboraba activamente en el club desde un
cargo en la comisión directiva y organizaba excursiones o ascensos los fines de semana,
por lo que había trasformado al lugar en una segunda casa.
Casi sin notarlo, el tránsito por una aburrida ceremonia de egreso universitario, marcaba
el comienzo del final de una agitada pero fructífera etapa.
Cada verano, el club era prácticamente sitio de paso obligado para las expediciones que
intentaban escalar el cerro Aconcagua, por lo que frecuentemente arribaban andinistas
que buscaban información o vendían equipo luego de haber intentado el ascenso. Un tipo
de equipamiento que en mi país existía a cuentagotas y muy caro, por lo que los socios
asistíamos con frecuencia cuando nos enterábamos de que un grupo estaba de regreso.
Era un entonces de un mundo no globalizado.
Una noche, mientras estábamos en franca puja comercial por unas botas dobles de alta
montaña, un solitario andinista español ingresó caminando lentamente.
Lo vi entrar, saludar y ponerse a observar los mismos viejos cuadros y fotos que
adornaban desde siempre la recepción. De inmediato, lo clasifiqué miembro del “club de
exploradores solitarios”, no sé bien por qué, pero me sentí identificado con su forma y
manera de actuar.
Santiago llegaba de su Asturias natal. Y, efectivamente, parecía ser miembro activo del
equipo de escaladores interiores. Se había acercado al club más por ganas de conversar
que por necesitar información. El Aconcagua por su ruta normal no presentaba para él
desafío alguno. Ya lo había escalado el año anterior y tenía ganas de escalar alguna
montaña alta... “pero bella hombre, no con ese montón de gente”... según su propio
parecer.
Como buen solitario, había experimentado una fuerte decepción el año anterior al
encontrar un campamento base habitado por más de 500 personas, por lo que se
prometió volver al año siguiente para escalar “algún otro seis mil”.
Yo, por mi parte, ya había aprendido que una cosa son las personas terrenales y otra muy
distinta los moradores terrestres bajo la presión anímica de los 6.000 metros.
Con este pensamiento en mente, le propuse a Santiago salir juntos a escalar una
montaña de 5.800 metros por una ruta sencilla. Él, por su parte, captó de inmediato mi
idea y con gusto aceptó la propuesta.
Fue así que tres días después de habernos conocido, partimos a escalar juntos.
Marchamos por la montaña a un excelente ritmo, no solo físico, sino también de
comunicación. El día de cumbre casi nos entendíamos con una sola mirada y el logro de
la misma, resultó una consecuencia inevitable de un equipo recién formado pero de gran
efectividad.
Hasta ese momento, no me había medido en una escalada de altura por la dificultad que
suponía el proyecto. Se trataba de una montaña por entonces muy poco frecuentada, con
grandes cambios climáticos y sobre todo, muy alejada de las posibilidades de rescate o
ayuda.
La idea era básicamente intentar trasladarnos a una localidad cercana y alquilar mulares
para la aproximación. Siendo optimistas, estimábamos entre 15 a 18 días la
aproximación, aclimatar a la altura, escalar y regresar. La ruta elegida era una arista
expuesta a mucho viento con un recorrido que alternaba prolongadas caminatas de
pendiente moderada con escaladas de mediano riesgo. Sin embargo, la altura, el frío y la
soledad aparecían como los dos obstáculos más difíciles de vencer.
Partimos con un objetivo del que poco conocíamos, los tres felices y contentos.
Santiago, con la expectativa de escalar algo similar a los himalayas por su soledad y
lejanía; Gustavo, el tercero del equipo, sorprendido porque sin saberlo había pedido unos
días de licencia sin tener en qué ocuparlos y, sin pensarlo, se encontraba en una épica
aventura; yo, tan encandilado por la circunstancia que todo me resultaba grato.
Trescientos dolorosos dólares más una cuerda de cuarenta metros fue el costo de lo que
sin duda, era un pasaporte seguro a la aventura. Pernoctamos en el cuartel donde
negociamos y, muy temprano a la mañana siguiente, nos trasladaron durante casi tres
horas en un camión de doble tracción hasta la zona de los corrales de mulas, sitio del que
partiríamos en la misma jornada.
Todo tan rápido que no podíamos menos que comentar lo sencillo que había resultado
estar en camino sin haber preparado absolutamente nada antes.
Con gran tino, nuestro arriero seleccionó las siete mulas que utilizaríamos; en tres de
ellas estaría distribuida la carga, las restantes nos fueron asignadas una a cada uno. Y la
aventura dio formal comienzo.
Había trascurrido algo más de dos horas de marcha cuando la inmensa geografía del
paisaje nos consumió por completo. Estábamos inmersos en un fascinante escenario,
Nuestra caravana marchaba en silencio al cansino ritmo del caminar de las mulas. En
nuestro derredor la naturaleza no había escatimado su obra. Coloridas cumbres
seminevadas exhibían una inagotable combinación de colores y formas. Cada tanto,
atravesábamos blancos trayectos de nieve suave, alternados con otros en donde los
primeros pastos de verano hacían tímida aparición.
Nutridos grupos de pájaros salían volando a nuestra llegada... los tres estábamos
fascinados. Santiago no se cansaba de sacar fotos, Gustavo tenía una estática sonrisa
dibujada en su cara y yo, no me cansaba de gritar en silencio a mi entorno cuánto lo
quería y lo feliz que estaba de caminar por ese sitio.
Dado que habíamos salido al medio día, nuestra marcha de aproximación duraría casi
dos días y medio, siendo el último día el más complicado por la necesidad de bajar un
cordón montañoso que lentamente estábamos escalando desde nuestra partida.
Bajaríamos en medio día lo que habíamos escalado en uno y medio, con el agravante de
tener que descender por un lugar donde la nieve y el hielo amenazaban a cada momento
con desprenderse y llevarnos consigo.
De todas maneras, no todas eran malas noticias, ya que en el punto mismo de tener que
empezar a bajar íbamos a tener la posibilidad de observar por primera vez, desde un
privilegiado balcón frente a nosotros, nuestro ansiado objetivo deportivo.
La marcha continuó sin inconvenientes ante un frustrado Santiago que tuvo que empezar
a acotar las fotos que sacaba porque sino terminaría los rollos de fotos antes de llegar al
campamento base (en esa época lamentablemente no se comercializaban las máquinas
digitales actuales). Y es que todo era realmente hermoso. Ver a nuestro guía persignarse
y encomendarse a la Virgen antes de empezar a caminar con su mula sobre una placa de
hielo, o un amanecer teñido de oro en las cumbres. Estábamos en un mundo diferente
que, al menos por el momento, abría sus puertas generosamente ante nuestros pasos.
Amanecía el tercer día cuando, con el equipo asegurado, iniciábamos la última etapa de
aproximación, la más complicada, la más anhelada. Llegamos a un punto en donde nos
separamos del río y de modo zigzagueante comenzamos a ascender por una empinada
ladera. Intentábamos preservar la salud de nuestros animales, marchando sin apuro por
un escarpado ascenso, mirando cómo el suelo se alejaba cada vez más de nosotros. Así,
hasta que el río que remontábamos quedó como un fino y distante hilo bajo nuestros
pies.. Estábamos subiendo y nuestro altímetro marcaba casi 4.500 metros de altura.
Nuestro guía nos señaló lo que parecía ser un cercano filo sobre nosotros, en clara
indicación de que estábamos próximos a concluir nuestra trepada.
Hicimos un alto previo al filo final y con los animales descansados llegamos lentamente
al sitio en donde empezaríamos a bajar lo ascendido. Al llegar, nos detuvimos en un
ventoso y nublado filo. Delante de nosotros la pequeña huella que conformaba nuestro
destino se internaba en una pronunciada bajada cubierta de nubes que poco dejaban ver.
Inquietos, comenzamos a mirarnos Gustavo, Santiago y yo. Hasta el día anterior todo era
belleza y paisaje, sin embargo, en menos de medio día de marcha habíamos pasado de lo
bello a lo atemorizante sin escalas intermedias. Un fuerte y helado viento nos golpeaba
sin pudor, las nubes cerraban el escenario dejando solo unos metros de visibilidad y la
pendiente que se avizoraba, invitaba de modo perentorio a saludar, dar la media vuelta y
retornar al verde que habíamos dejado atrás.
El guía bajó de su mular y nos invitó a hacer lo mismo. Todos pusimos pie en tierra y nos
comenzó a dar indicaciones de qué cosas controlar de nuestras cabalgaduras antes de
empezar el difícil descenso. Mientras cada uno revisaba su propio animal, él ya estaba
ajustando la carga de los otros animales y daba una última mirada por sobre nuestros
controles.
En eso estábamos cuando por unos minutos, el viento alejó las nubes que estaban a
nuestro alrededor.
Frente a nosotros apareció un profundo y gigantesco valle. Tanto, que la vista se perdía
en su fondo sin poder distinguir qué parte era el final. Y tras el mismo, como un cordón
montañoso paralelo, nos encontramos con una montaña increíblemente bella. Tan bella
como enorme.
Estábamos a 4.500 metros de altura, con un enorme valle de por medio, y sin embargo,
para mirar la zona de cumbre, había que levantar la cabeza. Tan grande era que parecía
un cordón montañoso frente a nosotros. De su cima asomaban aéreos balcones de nieve
barrida por intensos vientos, y sus laderas, todas blancas, exhibían pequeños hilos de
roca desnuda.
“Dios, ¡¡¡qué grande es!!!”, fueron las palabras con que Gustavo se animó a cortar el
silencio que impuso tan majestuosa presencia.
Nuestro arriero, intentando aportar desde su experiencia, nos comentó que para recorrer
la base de la montaña desde su extremo norte hasta el filo sur, es decir para transitar el
frente que daba hacia nosotros, había que andar casi seis días a lomo de mula y con buen
tiempo...” porque en ese valle, en cinco minutos se congelan hasta la mulas cuando hace
frío...”
“Es hora de comenzar a bajar” dijo nuestro guía. Y cada uno de nosotros, en silencio
volvió a subirse a su animal.
Durante las tres horas siguientes nos encontramos en una sucesión de interminables
pendientes, en donde teníamos que, literalmente, acostarnos de espaldas sobre las mulas
para no caer por encima del cuello de los animales.
Sin poder ver el final de aquel profundo valle, aprovechábamos pequeños claros
nivelados de terreno, en donde descansábamos todos. Nos dábamos aliento y fuerzas
para seguir e intentábamos serenarnos mutuamente con alguna broma.
Sucedió que en medio de este descenso, apareció en nuestro camino una inmensa placa
de hielo bajo la cual corría un ruidoso torrente de agua de deshielo.
_ “Tenemos problemas” – comentó - “Para llegar al fondo del valle tenemos que pasar
por este puente de hielo porque no hay otra alternativa, pero si se cae mientras
cruzamos, la fuerza del agua nos va a meter bajo el hielo y de ahí no salimos más”
_ Sí...o cruzamos o... ya mismo pegamos la vuelta, -comento el arriero- acá no podemos
pasar la noche. Además, los animales están muy cansados, y si hay que regresar y subir lo
que hemos bajado, no sé si van a llegar arriba o los vamos a tener que dejar a medio
camino y terminar de subir como podamos.
La otra opción, era una temeraria marcha por un puente bajo el cual el agua tronaba,
amenazando a todo aquel que se atreviera a desafiarla.
“No, Roberto, ¡¡¡esperá!!!”, fue el primer grito que escuché. Y yo quería obedecer, mi
mente entendía, pero mi interior, ajeno a toda directiva, ordenaba caminar.
Fue así que aquella tarde cerré mis ojos y comencé a caminar, mientras sentía bajo mis
pies el fragor de la batalla que el agua libraba con el hielo. Y caminé ciegamente
iluminado con los ojos del corazón, sintiendo cada pequeña elevación de hielo. Y cada
paso que daba, más me tranquilizaba. Sentí cómo el animal que llevaba de tiro resbalaba
y se acomodaba nuevamente, y cómo se quedaba estático como piedra cuando se
patinaba de costado en el hielo o se relajaba cuando la ruta se cubría de blanda nieve.
Un griterío de júbilo y alegría fue el indicador de que mi sueño había concluido. Abrí los
ojos y ahí estaba pisando un estrecho pero seguro terraplén tras haber atravesado aquel
umbral. Uno a uno mis compañeros de aventuras recorrieron idéntico camino, tras lo
cual regresé en dos oportunidades para traer a tiro a los animales de carga.
Casi a medio día en punto, y en un silencio que se escuchaba, nos reunimos a celebrar
habiendo transitado nuestra jornada de iniciación en aquella nevada pendiente.
“¡¡¡Ave María!!!... Hoy el cielo ha estado con usted...” “Qué coraje...” “Este hombre es
puro corazón...”
“A la montaña hay que vivenciarla, y cuando eso sucede, siempre te deja pasar”.
“Pero... Roberto, has caminado con un animal a tiro y con los ojos cerrados por una placa
de hielo...” dijo Gustavo, como indicando lo escaso de mi justificativo.
Santiago, solo agachó la cabeza y en voz baja dijo “...no sé qué más puede llegar a pasar,
pero para mí ésta ya ha sido la mejor expedición de mi vida...”
Cenamos una exquisita comida preparada por el arriero, abrimos una de las tres botellas
de vino que llevábamos (las otras dos se suponía eran para festejar al regreso de la
cumbre), contamos chistes de todo tipo y tono, para luego, sin mayores ceremonias,
acostarnos a descansar en nuestros confortables sacos de dormir.
Al día siguiente, al llegar, ya en el desayuno, los tres estábamos bien, por lo que
decidimos aproximarnos un poco más a la montaña y armar un campamento base
avanzado.
Los animales estaban en buena condición, a pesar de la dura bajada del día anterior.
Habíamos marchado a paso tranquilo, por lo que los de carga quedaban descansando,
pero los que habíamos utilizado para viajar nosotros, podían cargar un poco de equipo
cada uno, y acompañarnos a instalar un campamento avanzado anclado ya a los pies de
la montaña misma.
Partimos a las nueve de la mañana, caminando a paso lento pero firme, y detrás nuestro,
las mulas con pequeñas cargas cada una. Antes del medio día, todos teníamos claro que
la montaña elegida no era una elevación más. El tamaño que con asombro habíamos
reconocido días antes, hacía ahora franca aparición. Y aquel filo que parecía estar cerca,
en realidad llevaba casi tres horas alcanzarlo. Descorazonados concluimos que aquellas
piedras grandes adecuadas para descansar, aun marchando todo el día a buen ritmo, no
podríamos alcanzarlas.
Poco a poco, de la misma forma que un fino esmeril pule al acero más duro, la dimensión
del escenario en el que estábamos nos desgastó.
A las nueve de la noche y tras doce horas de agotadora marcha, nos acercábamos al lugar
elegido para instalar el campamento base avanzado. Aquella noche armamos dos carpas
casi en cualquier sitio a reparo y, por supuesto, no se abrió ninguna botella de vino para
festejo.
Estábamos todos muy cansados, y casi sin comer nos fuimos a dormir. Afortunadamente,
al día siguiente amaneció el cielo todo cubierto, con una oportuna nevada, condición que
justificó nuestra firme decisión de descansar durante todo el día, hidratarnos y poner en
condiciones el equipo que hasta allí habíamos trasportado.
Los relatos de diferentes expediciones aconsejaban, partiendo del lugar en donde nos
encontrábamos, instalar al menos dos campamentos intermedios, antes de intentar
acceder a la cumbre. Hablando en términos de altura, este segundo campamento base en
donde estábamos situaba a 4.300 metros sobre el nivel del mar. Y lo que recomendaban
era instalar uno a 5.100 metros – 5.200 metros, y otro entre 5.800 metros a 5.900
metros, desde donde con buen tiempo se intenta el ataque final a la cumbre de 6.800
metros.
Sabido es por todos los que practican andinismo en alta montaña, que hay que tratar de
estar el menor tiempo posible a más de 6.000 metros, ya que el cuerpo y la mente sufren
un marcado deterioro fruto de la merma de la concentración de oxígeno en sangre.
Por esta razón, por lo general solo hay una oportunidad de cumbre, porque si al día
siguiente a llegar al último campamento amanece con tormenta y no se puede subir, de
ser posible hay que bajar, ya que quedarse esperando a que mejore el clima, es
sumamente peligroso. A esa altura no hay planta que pueda vivir, ni animal que
establezca hábitat, a excepción claro está de una rama particular del homus sapiens
sapiens denominada andinistas.
Y sobre estos considerandos giraron los diálogos de aquel día de reposo en nuestro
campamento base avanzada.
Un palpitante cielo estrellado, presagiaba el inicio de una jornada con excelente tiempo,
cuando cerca de las cuatro de la mañana, desperté a mis compañeros para comenzar a
desayunar. Teníamos planificado partir a las seis, rumbo al primero de los dos
campamentos que intentaríamos instalar previo a la cumbre.
_ Santiago – dije – ¿qué te pasa?, ¿no estás bien? ¿Te sentís mal y no has dicho nada?
_ No, para nada – contestó, – lo que pasa Roberto es que la montaña ya me agotó antes
de llegar. Es muy grande y además tengo ganas de escalar algunas vías de hielo que he
visto mientras caminábamos hacia este lugar. He visto algunas canaletas de muy buen
hielo, bien largas y prefiero eso a este monstruo.
_ Bueno, ahora que lo dice Santiago, me siento más aliviado en decirles que yo tampoco
tengo pensado subir.
_ Lo que pasa Roberto – acotó Gustavo- es que para mí el haber llegado aquí ya es como
haber hecho cumbre. Para lo que yo escalo habitualmente, estar acá es un regalo de la
vida y sin dudas esta es una montaña que nunca voy a escalar.
_ Lamento mucho esto – acotó Santiago – estoy seguro que tanto Gustavo como yo no
tenemos intención de frustrarte, pero creo que todos tenemos que bajar. Te propongo
que subamos algunas canaletas de hielo durante un par de días por esta zona y luego
regresemos. Igual vamos a pasar en total siete u ocho días en la montaña y el vino lo
tomamos cenando en vuestra ciudad.
Y ese algo era que yo estaba en ese lugar y en ese tiempo para escalar... no para regresar.
Pasaron unos minutos y tratando de reunir las palabras adecuadas, hice un alto en las
tareas y comenté...
_ Santiago y Gustavo – continué diciendo –, yo temo más bajar que morir y amo más
subir que vivir, no estoy acá para ceder, estoy para ser... Los entiendo y comprendo, solo
les pido que me comprendan.
Y así los recuerdo, parados junto a una pequeña carpa perdida en la montaña,
despidiendo a un amigo que voluntariamente decidía abandonar todo menos sus
sueños...
intenso frío me despedía de dos amigos que me miraban con la expresión que se mira a
alguien que va a una misión suicida.
Yo sabía que estaba muy por debajo de la cumbre, y que no podría hacer dos viajes
subiendo y bajando para llevar equipo, por lo que tomé la decisión de llevar casi solo lo
puesto, más una carpa muy liviana para poder pasar la noche sin congelarme, y mi
campera, que serviría de improvisado saco de dormir, en posición fetal claro está.
Recuerdo haber caminado toda la jornada y intentando tomar solo pequeños descansos.
Mis piernas estaban siempre por delante de mis pulmones, y a medida que subía, el
cansancio y la altura se hacían sentir de manera notable. Para no desanimarme, había
colocado el altímetro que Santiago me prestara dentro de la mochila, para verlo
solamente al caer la tarde y con la carpa ya armada.
Caminé lo mejor que pude, tratando a cada paso de subir, de ver y de aprender. Pasaba
por momentos en donde me sentía feliz de estar... a otros en donde mis fantasmas y mis
temores se materializaban en cada brisa de viento, en una sombra, en una piedra. Y en
ese momento de tanta soledad y temor, comencé a entender que uno en la vida escala
solamente hasta donde se conoce a sí mismo. Y, voluntariamente, pasé por las piedras
que eran fantasmas y acaricié las sombras que me amenazaban, para concluir que
simplemente estaba solo y que por elección personal, transitaba sobre la delgada línea
que separa la vida de la muerte.
Anochecía cuando, invocando a mis seres queridos y con las últimas fuerzas que me
quedaban, armé una precaria carpa perdido en la mitad de la nada. Recuerdo
literalmente haberme desplomado en su interior, y mientras me arrastraba, haber
cerrado su entrada con las manos ya congeladas.
La noche trascurría con la letanía de los segundos que se cuentan. A pesar del cansancio
sabía que debía permanecer despierto, ya que dormir era casi el equivalente a morir
congelado.
Sin embargo, el cansancio pudo más y luego de comer algunas pasas y nueces que
llevaba, sin darme cuenta me quedé dormido.
Desperté con una sonora ráfaga de viento que literalmente me tiró contra un costado de
la carpa. Desorientado y sin saber dónde estaba intenté acomodar mi mente lo mejor que
pude.
Estaba siendo el protagonista de la más terrible de mis pesadillas. Fue en esos momentos
cuando segmentos de mi vida comenzaron a desfilar delante de mis ojos, y lo hacían con
una claridad tal, que muchos pasajes sirvieron de distracción ante al intenso frío que
congelaba el interior de la carpa.
Recordé mis caballos, mis prácticas de artes marciales, mi familia y las eternas y
reiteradas separaciones entre mis padres. Y como no podía ser de otra manera,
aparecieron mis primeros entrenamientos en aquellos terrosos callejones de la finca.
Casi sin darme cuenta, recordé el ritual de la primera montaña de 6.000 metros y
cuando estaba pensando en las viejas zapatillas, los primeros rayos de luz iluminaban el
sitio en donde había visitado mis propios infiernos. En ese momento no pude entenderlo,
pero ahora y con el paso de los años, puedo comprender que en aquella fría y fantasmal
noche dejé de existir en una vida para renacer a otra diferente. Aprendí también que la
intensidad con que recorremos nuestros infiernos, es la medida con la que luego
disfrutamos de nuestros cielos.
Intenté moverme, pero era en vano, no podía mover mis piernas, entumecidas por la
posición en la que había trascurrido la noche y el intenso frío. Era consciente que, con
suerte, luego de un par de horas de sol, podría salir de mi hábitat.
Comenzaban a caer gotas dentro de mi refugio, mientras sentía que la vida regresaba a
mi cuerpo con el calor que ésta concentraba.
Sobre las ocho de la mañana y con gran esfuerzo y dolor, pude salir y ponerme de pie.
Durante la noche había caído una breve pero intensa nevada y un blanco radiante teñía
todo mi entorno.
Con mucho esfuerzo comencé a caminar alrededor de la carpa; el día estaba radiante, no
se divisaba una sola nube, al tiempo que el sol brillaba en todo su esplendor.
Al mirar hacia la ruta por la que había ascendido, podía distinguir claramente el filo por
el que había venido subiendo y, a mis espaldas, una amenazante cumbre que, barrida por
el viento, se erguía imponente.
Más calmado por la decisión tomada, empecé a sentir hambre y sed, por lo que puse una
cantimplora al sol para que se derritiera, ya que durante la noche su contenido había
quedado totalmente helado, y comí algunas pasas de uva que parecían duros caramelos.
Saqué mi mochila y comencé a golpearla, intentando que su tela se ablandara; por el frío
reinante dentro de la carpa, crujía cual fina madera. Hasta las correas estaban tiesas, por
lo que a golpes contra una roca, comencé a adaptarla a su función original.
Me alivió el pensar que todavía podía caminar y tener la posibilidad de bajar en un día de
sol mientras cuidaba de no accidentarme. Sabido es por todos los montañistas que una
gran parte de los accidentes ocurren al regreso, cuando el cuerpo está agotado y los
reflejos con escasa reacción.
Mis manos acusaban el impacto del frío y cada cosa que hacía me provocaba un intenso
dolor. Comencé entonces a desmontar la carpa y a colocarla en su pequeña bolsa, luego,
me senté a descansar un poco, y mientras lo hacía, guardaba pequeños elementos dentro
de la mochila. No tenía gran apuro, en cuanto terminara de cargar mis cosas, comenzaría
a regresar lentamente intentando llegar al campamento base avanzado antes del
anochecer. Sabía que en el sitio, habían quedado provisiones de sobra esperando mi
regreso, y que mis compañeros subirían al tercer o cuarto día luego de mi partida para
esperarme.
Para mi sorpresa, el día anterior y en doce horas de marcha, había superado 1.800
metros de desnivel. Con razón estaba tan cansado y me dolía todo. Me encontraba muy
por encima de mi mejor expectativa, y, lo más impactante, a tan solo 750 metros bajo la
cumbre.
Sabía que eran 650 metros de desnivel, y que probablemente la cumbre distaba unos
cinco o seis kilómetros desde donde estaba. Podía ver la pendiente que frente a mí
llegaba hasta unos escarpados y amenazadores riscos, los que una vez superados,
dejaban al andinista a solo metros de la cumbre misma.
Yo había estado haciendo todo con gran calma, fruto de mi decisión de regreso y de mi
cansancio, y ahora esto, la posibilidad de intentar subir a la cumbre. Me sentía muy
cansado, la marca del día anterior había agotado mis fuerzas y eso a 6.100 metros y solo,
ya era elemento suficiente para regresar mientras fuera posible.
Miré el reloj, las 8:45 de la mañana. Divisé el filo de bajada nuevamente para grabarlo lo
mejor posible en mi mente, miré con anhelo el lejano valle que frente a mí apenas se
divisaba, me cargué la mochila y, lentamente, comencé a caminar en dirección a la
cumbre.
A poco de andar, noté que mi ritmo de marcha era sumamente lento. Apenas podía dar
siete u ocho pasos antes de tener que detenerme a descansar. Con frecuencia
experimentaba momentos de un intenso mareo, y reiteradas arcadas me mostraban a
todas luces que estaba al límite de mi rendimiento físico.
Intentaba hidratarme todo lo que podía, pero la nieve que ponía en mi cantimplora, se
derretía a un ritmo notablemente lento en función de mi sed.
De repente todo mi mundo se derrumbó, tan cansado que no podía casi pararme, lejos de
la cumbre y cada vez más lejos de mi salvación. Era evidente que me había equivocado
groseramente y eso en alta montaña se paga muy caro.
De inmediato, la idea de abandonar todo el equipo y salir corriendo hacia abajo apareció
en mi mente, y supe por experiencias aprendidas que constituía una típica reacción de
alguien que va a morir en su intento. Había oído relatos de andinistas a los que se los
encontró casi desnudos, por haberse quitado parte de su ropa en su alocada carrera
intentando salvarse, como si la mente humana en un último y desesperado momento, se
jugase el todo por el todo ante una muerte que entendía inevitable.
Volví a mirar intentando ver, y pude observar que la pendiente por la que escalaba,
aumentaba a medida que me aproximaba a la cima, y calculé que debía estar bastante
cerca de la zona de la cumbre. Intenté tranquilizarme, sabiendo que difícilmente podría
regresar aun cuando comenzara a hacerlo en ese mismo momento. En mi angustia,
recordé la despedida con mis compañeros de expedición, y escuché claramente mi voz
diciendo “yo temo más bajar que morir... y amo más subir que vivir”.
Ése era yo, una persona que había aprendido mucho de lo que era mientras intentaba
subir montañas. Que había entendido que escalar es escalarse. Y que tenía claro que para
ser diferente hay que dejar morir cosas que uno ama, muchas veces ignorante de este
hacer.
En la peor época de mi vida, la montaña había aparecido como el faro que iluminaba una
oscura noche en mi alma, y poco a poco la había trasformado en un luminoso y fresco
amanecer.
Estaba claro, lo terrible no era morir, lo terrible era bajar y saber por el resto de mi vida
que tuve la oportunidad de intentarlo y voluntariamente regresé.
Como pude, muy dolorido me puse de pie y por supuesto retomé lentamente la marcha
hacia la cumbre.
Caminé entonces a intervalos regulares casi hasta medio día. El clima, que de mañana
aparentaba impecable, lentamente fue cambiando y para esa hora rotaba a un marcado
viento junto a una persistente nevada. La temperatura estaba descendiendo y la ropa
Cerca de donde me detuve, se ubicaba una gran roca, una de sus caras estaba formada
por una placa lisa a casi 90 grados, es decir perpendicular al terreno donde se asentaba.
Claramente, pude ver cómo una persona sin ningún tipo de equipo, escalaba una y otra
vez esta difícil pared. Simplemente subía adherido con las manos, llegaba arriba y
descendía por el otro lado, para luego nuevamente repetir la subida.
Por unos segundos intenté descubrir cómo lo hacía y mirando a la distancia, traté de
detectar alguna saliente de la roca que permitiera su escalada. Y cuando estaba mirando,
caí en la cuenta, que lo que estaba observando era simplemente imposible de que fuera
verdad. No solo porque no había manera de subir sin equipo aquella empinada pared,
sino porque nadie es capaz de escalar a esa altura con la rapidez que este personaje lo
hacía. Además, era impensado que alguien llegase a un lugar tan desolado y distante solo
para ponerse a subir una y otra vez la misma saliente.
Todo esto, tan evidente en el relato, hizo aparición en el momento que tomé conciencia
de que en realidad, yo estaba alucinando. Bajé la mirada intentando hacer foco en otra
cosa, pero cada vez que la dirigía a la roca, aquel hombre subía y bajaba siempre de igual
manera e intensidad.
Me senté en donde estaba, determinado a no mirar más aquella distante fantasía. Había
escuchado cientos de relatos sobre alucinaciones en alta montaña, desde gente que habla
con su supuesto dios, hasta otros que relatan palacios o dinero.
Estaba ya tan cansado, con tanto mareo y desgaste que esta visión no era sino uno de las
tantas que jamás podría contar. Me prometí dejar de mirar hacia aquella distante figura,
traté de calmar la respiración, me incorporé lentamente y simplemente seguí caminando.
Media hora después, estaba recorriendo una pronunciada pendiente donde la roca se
intercalaba con trozos de hielo cristal, es decir hielo sólido. Poniendo toda la atención
que disponía, intentaba asegurar cada paso que daba por aquel complicado tramo.
Inmediatamente comencé a caer, o mejor dicho a deslizarme a cada vez mayor velocidad.
Una sucesión alternada de golpes marcaban mi paso por una pendiente que tenía
salientes de rocas mezcladas con placas de hielo liso y resbaloso cual mortal tobogán.
En los breves segundos que alcanzan para tomar una caída descontrolada, intenté clavar
mi piolet para frenarme. Un fallido golpe seco, marcó el impacto sobre un segmento de
roca saliente...
Si dolorosa fue la caída, no menos desgarradora fue la forma en que la brusca frenada
impactó sobre mi brazo.
Por una costumbre de siempre, llevaba sujeto a mi muñeca el piolet con una fina pero
resistente cuerda, por lo que al insertarse éste entre dos rocas el seco golpe hizo que mi
extremidad crujiera al punto de recordar claramente el grito de dolor que acompañó mi
detención.
Mi brazo derecho, en el que llevaba atado el piolet, pasaba de un intenso latido interno a
una sensación de parálisis total.
Miraba... respiraba... cada vez más sereno y tranquilo. Y en esa serenidad y tranquilidad,
decidí que ésa era una muy buena forma de morir...
Parado a mis espaldas, un desconocido sujeto vestido con los equipos propios de los años
50.
Sin fuerzas ni para asustarme, me quedé mirándolo varios segundos, repasando cada
detalle de su atuendo. Su gorro de cuero con piel por dentro, sus roídos guantes, la
desusada tela de su pantalón y sus lentes circulares.
Pasaron algunos minutos, cuando sin mediar palabra, dio unos cortos pasos hacia arriba,
en dirección al lugar desde donde yo había caído. Se detuvo, volvió su rostro y me miró
fijamente.
Luego, mirando nuevamente hacia arriba, dio un par de cortos pasos más, volvió a
detenerse y volvió nuevamente su rostro hacia mí.
Intenté ponerme de pie, pero fue en vano, era demasiado dolor y cansancio.
Pasaron unos minutos y comencé nuevamente a moverme hasta quedar cerca de una
roca, me tomé de ella y sacando fuerzas de donde no tenía, me incorporé. Quedé unos
instantes apoyado en ella, y cual niño que comienza a transitar por la vida, me solté y di
unos pequeños pasos en dirección hacia él.
Luego otro, y otros dos más. Sin más, él comenzó lentamente a caminar y a esperarme,
dando algunos pequeños pasos, esperando que yo llegara y recomenzando nuevamente.
Comenzó así el lento y gradual proceso de regresar a una conocida forma de vida.
Yo, en silencio y sin saber cómo, lo seguía lentamente. Cada tanto y sin acuerdo, mi guía
imponía un descanso más prolongado, era claro que este “alguien”, tenía experiencia en
montaña.
Pasaron así largos minutos que se transformaron en metros, y mientras tanto nuestra
marcha continuaba. Él guiando, yo a duras penas viviendo.
En uno de los descansos recuerdo haber mirado un reloj, casi congelado, que
habitualmente me acompañaba en las expediciones. Eran las tres de la tarde. El viento
había aumentado, por lo que ya seguramente estábamos cerca de la zona de cumbre. La
temperatura era cada vez más baja. De mi cara colgaban estalactitas de casi quince
centímetros, pero claro, eso era solo un dato menor.
Me encontraba al borde de mis fuerzas en una gigantesca montaña, cerca de los 6.700
metros de altura, escalando junto a una alucinación vestida estilo años cincuenta y
todavía vivo, por lo que en este contexto, el hielo en el rostro era solo una suave brisa de
mar. En más de una oportunidad tuve la impresión de estar caminando muerto y ser
solamente un espíritu que cumplía la fallida misión de su portador.
Incluso ahora, ya pasados los años, transito momentos en los que tengo la absoluta
certeza de haber muerto en esa montaña.
Caminamos por espacio de una media hora alternando cinco pasos, descanso y otros
cinco. En la letanía de la marcha, solo tenía a la vista la espalda de mi guía.
Su pequeña mochila de cuero marrón desgastada junto a las correas con las hebillas
metálicas congeladas eran mi único norte posible. Únicamente pensaba en seguirlo y
descansar luego de cada agotadora sucesión de pasos.
Solo esto recuerdo, una marcha en donde habiendo muerto, hacía cosas propias de los
vivos. Mis amigos, mi familia, el club y las montañas eran vagos datos de una vida lejana
y pasada, y así un paso y luego otro. Todo igual. Hasta que en un instante...todo cambió.
Estábamos caminando, cuando mi guía se retiró y se colocó de costado. Yo me detuve, el
simplemente alzó su mano izquierda, yo la seguí con mi mirada. A menos de diez metros
de nosotros apareció un montículo de congeladas piedras. En su parte superior, un
trípode metálico destruido, junto a una caja semitapada por piedras y nieve señalaban,
que contra toda posibilidad, habíamos arribado a la cumbre.
Y fue así, que a las tres y cuarenta y cinco pasado el medio día de un 19 de diciembre
terrestre, con casi treinta grados bajo cero de temperatura, me abracé llorando a un
grupo de piedras congeladas a 6.850 metros de altura.
Como pude coloqué dentro de la caja unos comprobantes de cumbre que llevaba y un
pequeño banderín. Luego de hacerlo, me senté al reparo del intenso viento blanco y
colocando mis manos sobre mi cabeza comencé nuevamente a llorar.
Estaba donde había elegido estar... sabiendo que moriría de la forma que había elegido
morir.
Solo era cuestión de esperar, seguramente poco a poco todos mis dolores y mi cansancio
se irían desvaneciendo.
“Tenés que bajar y contar a quien te pueda oír, lo que aquí has aprendido...”
Solo y asustado, comencé a mirar en forma desesperada, casi rogando poderlo encontrar.
Pero ya no estaba, era evidente que uno de los dos nos habíamos marchado del mundo
que instantes antes compartíamos.
Y al recordar, comprendí que no por mí, sino por quienes habían escalado a mi lado, aún
sin saberlo, tenía el compromiso de volver.
Luego, como pude, guardé unas piedras de cumbre y retomé unos pocos e inseguros
pasos.
Mientras tanto, lejos de mí, en algún mundo paralelo y distante unas cuantas vidas, los
hombres que en él habitaban continuaban con su eterno conflicto por sentirse
excluyentes poseedores de lo Justo, lo Bueno y lo Bello.
P api, ¿cuánto dura el tiempo? – preguntó mi hija mayor en medio de una conversación
Todo había comenzado cuando intentábamos dar con el día del cumpleaños de un amigo,
dato que sin dudas es casi imposible que yo recuerde. Y en medio de la puja de fechas,
aquella sencilla pregunta originó un más que ameritado silencio.
Mi respuesta, intentando adaptarla a su edad, fue que a lo que duraba un día lo dividían
en 24 horas y eso duraba el tiempo.
Recuerdo haberlo pensado la fría mañana que me llamaron por teléfono para
comunicarme que a Juan lo habían internado...
_ Lo llamo, porque a don Juan lo han internado esta mañana – dijo en tono ansioso-.
_ Está en el Hospital Privado y no sé bien qué tiene, pero me llamó y me dio algunos
mensajes para clientes por trabajos que se van a atrasar y me pidió que le hablara a usted
para contarle.
_ Bueno, muchas gracias, quédese tranquilo que yo voy ahora en la mañana y después le
cuento.
_ No hay problema –dije, en cuanto sepa qué tiene lo llamo, para que se quede tranquilo.
Hacía algo así como tres años que con cierta regularidad, Juan y yo nos encontrábamos
en el jardín de su casa, o como pasó la última vez que lo vi, dentro de la misma.
El otoño estaba en pleno tránsito, cuando llamado de por medio, convinimos un horario
para la tarde del día siguiente.
Aquella mañana amaneció con un cielo cubierto de nubes, y aunque no llovió en todo el
día, un aire frío comenzaba a anticipar la llegada de lo que sería un crudo invierno.
_ Pase, que vamos a estar más cómodos adentro –dijo en tono cortés al saludarme.
Ingresaba por vez primera a la casa de Juan, con las expectativas que se construyen al
estar viéndola desde el jardín durante un prolongado espacio de tiempo.
Sencilla y cuidada, casi como su dueño, todo parecía tener su lugar. Una recepción donde
dejar abrigos al entrar, con un perchero tallado, sin duda obra del dueño de casa. Al
transponerlo aparecía un delicado juego de mesa y sillas primorosamente talladas en una
clara y suave madera. Éstos combinaban con un mueble lleno de viejos y lustrosos
recuerdos, entre los que sobresalía una serie de fotos enmarcadas.
En todas ellas aparecía la figura de una esbelta y bella mujer, cuyo rostro estaba siempre
iluminado por una sonrisa fresca y seductora.
Por su parte, sin notarlo yo hasta ese instante, Juan había dirigido la conversación a lo
importante de tener una compañera de vida y una familia para poder trasmitir el amor
como apuesta a la vida. Y con mucha sutileza preguntaba cosas de mi vida y desviaba la
conversación a temas míos, sin hablar de él.
_Creo que en ese lugar vamos a estar cómodos –dijo, dirigiendo la mirada a unos
mullidos sillones dispuestos junto a una chimenea –.
Comenzó a servir el café y con esto, nuestro diálogo tuvo formal punto de partida.
_ Muy linda casa –dije al intentar romper los primeros momentos del encuentro-.
_ Sí, me parece muy armónica, y la verdad es que ese juego de mesa y sillas talladas me
parece de ensueño.
_ Sí, - dijo como mirándolas después de mucho tiempo- es muy lindo y la madera de la
que está hecho, es de una especie casi en vías de extinción, por lo que es muy difícil que
vea uno igual.
Además, - agregó - lo hice desde la primera madera, así que no le miento si digo que el
modelo es realmente único.
_ Me imaginé, - dije - se nota un trabajo delicado y sobre todo está lleno de pequeños
detalles en los grabados y tallado.
_Sí, lo hice con mucho cariño, -agregó- y al hacerlo, noté claramente cómo se
emocionaba.
Un poco sorprendido, solo atiné a guardar silencio, sin saber bien cómo cambiar de tema
sin ser descortés.
_ Perdón, -comenté- creo que he sido indiscreto al sacar un tema poco agradable, es solo
que los muebles me parecen hermosos.
¡Qué notable!, ha pasado tanto tiempo y sin embargo, hace segundos, he tenido la
sensación de que el tiempo no había trascurrido.
_ Sí, no muchas, pero por ahí me pasa, de tener la sensación de que el tiempo no ha
pasado y uno se siente situado en un mundo en donde, en realidad, dejó de estar hace
mucho tiempo.
_Sí, pero eso, ¿no es la fantasía?, es decir, ese mundo en donde el tiempo no cuenta, ¿no
es acaso el mundo de la fantasía o de la ilusión?
_ Puede que sí, y que muchas veces cuando transitamos por mundos sin tiempo, es
porque nos sumimos en la imaginación o en la fantasía. Pero, en otros momentos, no
estamos fantaseando, ni imaginando, simplemente nos ponemos en contacto con
aspectos personales que habitan en planos diferentes, donde el tiempo y la
secuencialidad de eventos no existen tal como los comprendemos en el mundo material.
Y reducir todo a la fantasía o a la imaginación es, sin duda, cerrar la puerta al mayor
portal de crecimiento del hombre.
_ Con gusto, pero conste que se ha venido preguntón hoy, -acotó con fina ironía-.
_ Es cierto, pero de paso a usted le viene bien para cambiar de tema y secar un poco sus
ojos.
_ Sí. En verdad que el que habla lo que no debe, escucha lo que no quiere. Tiene razón...
_ Juan, -dije con una mezcla de arrepentimiento y culpa,- le pido que me perdone por lo
que he dicho. La verdad es que soy un insolente con usted que abre las puertas de su casa
y me recibe para ayudarme a mejorar y a crecer.
_Quédese tranquilo Roberto, –dijo mirándome a los ojos con notoria ternura, ambos nos
hacemos bien al estar aquí, y lo suyo ha sido un duro pero correcto señalamiento.
A continuación, sin mediar comentario, y evidenciando que había percibido mis miradas
sobre las fotos, dijo...
_ Sofi, así la llamaban todos los que la conocían. Y era como un sol que iluminaba con su
sonrisa todo lo que estaba cerca de ella... A Sofía, la conocí cuando éramos casi niños y
desde entonces la he amado como la amo. Nuestros padres, tanto los de ella como los
míos vinieron de Europa un par de años antes de la Guerra Civil Española. Los de ella
tratando de huir de una guerra que mataba todo proyecto posible, y los míos escapando
de una venganza familiar.
_ Sí; resulta que mi madre pertenecía a una distinguida y adinerada familia del norte de
Italia, y mi padre, trabajaba junto a mi abuelo en el mantenimiento de jardines y cuadra
de caballos en esa casa. Cuando ambos tenían 15 años y ya estaban enamorados el uno
del otro, mi abuelo materno, al que nunca conocí, decidió dar la mano de mi madre en
matrimonio al hijo de un acaudalado comerciante del lugar.
Bueno, lo que sigue es evidente, mi padre se enteró de esto y los enamorados, una fría
mañana de invierno, decidieron escapar juntos. Al hacerlo, desataron una verdadera
cacería. Mi abuelo paterno fue preso y acusado de ayudar en lo que consideraban un
robo; es decir mi padre y mi abuelo habían robado a quien sería mi madre. Deambularon
un tiempo por el sur de Italia, pasaron mil penurias y hambruna, hasta que mi padre
consiguió trabajo en un buque que partiría hacia América. Canjeó su trabajo por el pasaje
de mi madre y ambos se embarcaron hasta Brasil. Desde ahí comenzaron a bajar hasta
Argentina en donde, al llegar, él fue contratado en una carpintería.
Mi padre se llamaba Juan, por lo que yo vengo a ser el segundo de los Juanes, y mi
madre, Constanza.
Y bueno, lo demás es que vivieron felices durante casi cincuenta años de casados. Mi
madre murió tres meses después que él. Juntos vivieron y juntos murieron. Antes de
esto, y cuando mi padre llevaba unos cinco años trabajando en la carpintería, conoció a
su gran amigo del alma, un mecánico que trabajaba casi pegado a la carpintería. El
mecánico en cuestión era el padre de Sofía.
Ellos habían llegado en la misma época desde España. Y bueno, así conocí a quien sería
el amor de toda mi vida. Tenía tres años más que yo, pero eso no me importaba. Lo
gracioso es que ambas familias y en secreto, sospechaban de nuestro mutuo amor, pero
nunca se atrevieron a decirlo sino hasta que ambos lo manifestamos. Y la verdad es que
pocas veces los vi a todos tan felices.
_ Sí, es verdad, ¡cuántos contrastes de emociones! Es que la vida cuando cobra un peaje
caro, es porque va a brindar un hermoso paisaje para recorrer.
La vida nos da una y otra oportunidad de aprender, y cuando esto no sucede la gente
dice: “estoy cansado, estoy harta, estoy... estoy...” sin darse cuenta que lo que parece una
sucesión de desgracias, es en efecto una vida que se reitera para permitir que aprendas
algo, que todavía no hemos incorporado. La vida nunca quita simplemente te aliviana
para que despegues, para que puedas ver las cosas desde otro lugar diferente, y lo que te
está “quitando”, solo lo lleva a otro lugar en donde hace más falta. Y claro, a veces la
pérdida es grande y dolorosa -acotó con ojos húmedos-.
_ Pero siempre hay que tener presente que en esos otros sitios, el tiempo y el espacio, no
tienen lugar -intenté yo aportar-.
_ La verdad Juan, que escucharlo a usted es un deleite. Y si hay algo de razón en mis
palabras es solo porque completo sus frases. Espero no parecer demasiado atrevido, pero
¿puedo pedirle un favor?
_ Bueno, solo si puede o quiere... ¿Me cuenta algo de Sofía? La verdad es que, como
habrá notado, me ha costado dejar de pensar en ella desde que he visto las fotos.
Juan esbozó una leve sonrisa y mientras lo hacía, bajó lentamente su mirada.
_ Sí, con gusto le cuento algo –respondió con voz suave-,... pero le aclaro que su pedido
me ha detonado el trasladarme a un lugar en donde la cronología sin duda no existe...
sepa que me ha regalado un pasaje de ida a lejanas fronteras.
_ Qué poderoso es el amor como llave para encontrarnos con otros planos de la realidad,
¿verdad?
_ Así es, no por nada lo recomiendan todas las religiones, lástima que en muchos casos el
amor es suplantado por fanatismo o ilusión mágica, pero bueno, por el momento a
muchas instituciones no les conviene una religión que libere, por más que lo prediquen.
En este orden, la conciencia humana no está preparada para el ecumenismo, sino vea
como decididamente estamos matando al planeta. Estamos matando nuestro primer ser
superior.
_ Antes que me comente algo, -interrumpí- esto que dice me hace acordar más a equipos
de fútbol que a religiones, digo, por lo del fanatismo y la ilusión.
_ Cuánto que necesitamos modelos estáticos, ¿verdad? Los que son evolutivos y
dinámicos, como la realidad misma, nos asustan, -señalé con una convicción de la que yo
mismo me sorprendí-.
_ Nos aterran -agregó-... Porque queremos verdades inmutables, que nos eviten transitar
el sendero que lleva hasta nuestras almas. Y por otro lado, hay una gran variedad de
ofertas en la vidriera religiosa. Es por esto que podemos ver tanta gente ritualista de
iglesia sin ser practicante. Han comprado un ritual como una hamburguesa, pero eso no
los apropia de su trascendencia. Solo les llena la panza de su inseguridad y los provee de
una ilusoria inclusión social.
El sol se estaba ocultando, por lo que me pidió encendiera una lámpara puesta sobre una
pequeña mesa.
Cuando nos casamos, -continuó- solo teníamos veinte años y mucho buen vino, que
corrió como agua en nuestra fiesta de bodas. Fuimos a vivir con los padres de ella, que
tenían una casa con mayores comodidades.
Pasó un tiempo y cuando el tema de los hijos comenzaba a instalarse en las charlas
familiares, descubrimos que iba a ser muy difícil el poder concretarlo. Un problema
congénito se presentaba como escollo casi insalvable.
Juan hizo una breve pausa en su relato. Intentando aliviar la situación, le comenté que le
agradecía lo que me había comentado, pero que no se sintiera obligado a continuar con el
mismo.
_ Gracias, estoy bien –respondió-. Solo que hace mucho que no hablaba del tema. Luego
continuó diciendo:
Tres años después de la primera operación, los médicos decidieron que no había más por
hacer y que lo mejor era que estuviera en casa, pasando así sus últimos días con la
familia.
Sofi siempre mantuvo su lugar y su temple. Aún en los peores momentos, fue para
quienes la quisieron y amamos un ejemplo de integridad a seguir, una rosa, una
perfumada y brillante rosa. Un espejo en el cual todos quisiéramos vernos reflejados... al
menos una vez en la vida.
Cada vez que pienso en ella, siento una clara mezcla de admiración y amor, y no sé bien
cuál de ambas emociones es más intensa. Un canto a la vida que, aun estando
convaleciente, nos sostenía anímicamente con su eterna e iluminada sonrisa.
No por nada llevaba ese nombre, lamentablemente –dijo como hablando con él mismo-,
de eso me enteré cuando ya era demasiado tarde.
_ Perdón si lo interrumpo –dije en voz baja, intentando contener mi sorpresa ante este
comentario final-, no es mi intención menospreciar su dolor, pero no he podido dejar de
escuchar frases como “vino que corría como agua” o “Sofía mantuvo su lugar y su
temple” o “podernos ver reflejados en ella”.
Juan, ¿es solo coincidencia?, o ¿debo entender que lo que ha dicho ha sido pronunciado
así porque sus palabras contienen diferentes planos de verdad? ¿Sus palabras son a la
vez un relato y un símbolo?
Al escuchar esta pregunta, Juan quedó petrificado. Percibí claramente cómo el recuerdo
del ser amado y su dolor por lo recordado, daban paso a una temática cuyo conocimiento
exigía posponer la pena y adoptar una serena pero monolítica apariencia.
Al yo notarlo, un profundo miedo comenzó a invadirme. Intenté como pude mostrar una
superficial apariencia de tranquilidad, pero el latir de mi corazón manifestaba a gritos mi
sensación de haberme metido en temas tan ajenos como reservados. Nuevamente, y
después de mucho tiempo, un pozo negro comenzaba sin prisa pero sin pausa a abrirse
bajo mis pies.
Las sombras que comenzaban a teñir el exterior parecían pugnar por entrar al lugar que
nos cobijaba.
A punto estaba de pararme e irme, cuando sin aviso previo, Juan salió de su silencio...
levantó la vista y se quedó mirándome mientras pensaba.
_Querido Roberto, cuando uno propone un encuentro sincero, no tiene luego ni poder ni
derecho para engañar... Olvidé, por un momento que frente a mí tengo un hombre que
puede escuchar... le pido me disculpe pero ese tema solo puedo dialogarlo con alguien
que más que un amigo sea un fraterno hermano...
Solo atiné a decir “perdón” por toda respuesta. Mi asombro era tal que todo mi interior
quedó bloqueado. Sin saber qué pensar ni decir, comencé a transitar por aquellos
mundos sin espacio ni tiempo de los que habíamos estado hablando.
Y vaya que el recorrido era importante. Tenía tanto por preguntar y paradójicamente, no
podía pronunciar palabra.
Sin entender de dónde ni por qué, nutridas imágenes medievales surcaban mi mente. Un
torbellino de tiempos recorría mi imaginario y de un cruzado medieval, aparecía la
historia de una traición de antaño; una urdida en el seno de una familia, hace dos mil
años, entre hermanos que peleaban y una sabia mujer que era expulsada.
Y al instante siguiente solo nada y silencio, estaba de regreso pero de una forma distinta.
Mi cerebro no podía dar crédito a lo que acababa de escuchar y acontecer. Sin embargo,
entendí que el mejor camino era el más corto.
A lo que yo comencé a reír, un poco por la ironía y el resto, seguramente, para descargar
las tensiones acumuladas instantes previos.
_ ¿Recuerda usted cuál fue el tema que motivó su falta de respuesta anterior?
_ Soy viejo, pero no tonto, -comentó sonriendo- recuerdo que hace unos años, en una
oportunidad, me preguntó por un símbolo que estaba yo tallando el día que lo conocí... Y
también recuerdo que le dije que de ese tema no podía hablar.
Juan me miró suspirando del modo que lo hacía cuando pensaba seriamente una
respuesta. Lo meditó unos segundos y preguntó:
No sabía muy bien qué decir. Hice silencio unos instantes y me pareció que lo indicado
era ser franco y expresar lo desbordado que estaba en el momento.
_ De todas formas es mucho lo que ya sabe, le sugiero que deje decantar lo que hemos
dialogado; poco a poco las cosas van a ir ocupando el lugar que les corresponde. No
obstante, verá que no miento si le digo que está a punto de atravesar un portal.
_ Si de algo le sirve, está a solo tres peldaños de él, - dijo con marcada ironía simbólica-.
Juan terminó de tomar el café que quedaba en su taza, al tiempo que yo regresaba de un
viaje a mundos con otros tiempos, personajes y territorios.
Empezaba así mi travesía consciente hacia lugares que siendo temporales, miden su
derrotero en una cronología distinta de la nuestra.
Y fue así como inicié una fructífera amistad con la constante pregunta interior acerca de
cuántas clases de tiempo hay...
J uan estaba recostado y con un demacrado semblante. Una botella de suero colgaba del
Daba la impresión de estar durmiendo por lo que ingresé muy lentamente, intentando no
interrumpir su sueño.
Casi como era predecible, nadie lo acompañaba salvo una suave penumbra y los ruidos
propios de un lugar en donde visitas, enfermos y profesionales interactúan para
garantizar el derecho a la vida.
Aquél que con simples pero profundas palabras tomó mi vida y la lanzó por los tiempos
sin boleto de regreso.
Podía casi tocarlo con mi brazo y estar seguro de no por eso llegar a él. Tan cerca y a la
vez tan lejos...
Porque si algo había comprendido claramente, es que sin duda mi encuentro con él, de
casual no había tenido nada.
Parecía conocerme desde tiempos lejanos, y yo acompañaba esto con una indudable
sensación de retorno al lugar.
Y ahí estaba, frente a mí, descansando sobre una cama en una solitaria habitación de
hospital.
¡Qué paradoja! ¡Cuánta gente que transita por la vida en busca de alguien en quien poder
depositar su confianza y su anhelo de trascendencia y he aquí que frente a mí estaba sin
dudas un gran iniciado!
Casi sin saber qué hacer, solo atiné a relajarme y estar, intentando que mi mente
estuviese junto a mi cuerpo. Supongo que debe haber muchos Juanes – pensé-.
Afortunadamente he podido conocer uno. ¿Cuántos habrán pasado por mi vida sin que
los reconociese? Y al instante comprendí que ni Juan estaba donde yo creía, ni aquel
sitio estaba verdaderamente vacío. Y mientras más lo entendía, más me fascinaba...
Además, -me dije a mí mismo; no sé cuantos tuvieron a una Sofía como esposa y lo que
me comentó sobre ella y el símbolo que estaba tallando. La verdad es que mientras más
lo pienso más me confunde y atrapa.
Por momentos me parecía un delirio, en otros, un sueño materializado, tan real que me
sacudía por dentro. Pero bueno, supongo que así está hecha la realidad.
Transitaba por esos universos que permiten anidar recuerdos de vidas que ya no son, o
cultivar pensamientos en otros mundos, cuando me sobresalté con una voz que decía:
Frase que sin dudas recreaba aquella del primer encuentro, acontecido en un tiempo
pasado difícil de medir.
Por supuesto, solo atiné a sonreírme y a aceptar la invitación formulada con su clásica
cuota de lucidez e ironía.
Era imposible no ser sorprendido por Juan. Estaba seguro de haber ingresado sin hacer
ruido alguno y haberme quedado quieto a los pocos pasos.
Él, por su parte continuaba con sus ojos cerrados y con una casi imperceptible
respiración.
Estaba claro que no necesitaba mirar para poder ver. O mejor dicho que además de
mirar, podía ver.
Por mi parte solo correspondí su mirada, dejando que fuese él quien tomaba la iniciativa
del diálogo.
Y así quedamos unos breves instantes, lo suficiente como para darme cuenta del afecto
que le había tomado.
_ Bueno, usted sabe que estas enfermedades que se manifiestan con mucha fiebre, dejan
una intensa sensación de agotamiento corporal. Va a tener que descansar durante unos
días y reponerse con tranquilidad. Sin tirarse de cabeza al trabajo, como casi siempre
hace cuando se siente mejor.
_ Sí, creo que no me va a quedar otra alternativa, porque en verdad que me siento
agotado.
_ Bueno, solo escuche a su cuerpo, que siempre nos está hablando y seguramente él le va
a dar el camino de la cura.
_ ¡Qué tal! – dijo con marcado buen humor -. El que alguna vez estuvo perdido dentro de
sí, ahora habla de lo importante de escuchar al propio cuerpo y de los caminos de la cura.
No quise molestarlo cuando recién ingresé porque supuse que estaba tallando algún
símbolo, esos de los que nunca se habla, -comenté de modo irónico-.
Juan, se echó a reír y a toser casi de manera simultánea. Me pidió que lo ayudara a
incorporarse y a quedar sentado en la cama.
Y, ¿qué más recuerda?, –era claro que Juan estaba midiendo mis respuestas-.
_ Y, ¿ha pensado sobre esa frase? – continuó sin disimular ahora el interrogatorio-.
_ La verdad es que los primeros días no podía sacármela de mi mente. Pero con el correr
del tiempo, empecé a entender que debía dejar que decantara en mi interior, tal como
usted me había dicho. Fue así que poco a poco comencé a rechazarla cada vez que me
venía a la cabeza.
_ Y, ¿cómo hacía?
_ Bueno intentaba pasar rápidamente a otro tema, por lo general temas de lo cotidiano
que requerían solución más o menos urgente y que por tanto, me despejaban de
quedarme empantanado en ideas de las que poco sacaba.
_ Sí, como si se tratase de un conocimiento que hubiese leído en algún lugar, una
afirmación surgió desde mi interior, sin mediar ninguna intención de mi parte.
Simplemente fluyó desde dentro.
Juan se acomodó en su cama, de igual manera que solía hacerlo cuando sentados en los
sillones del jardín, un dato o tema de trascendencia estaba siendo comentado. Era
_ Es muy bueno que esas cosas pasen, -comentó, al dar por aprobada casi cualquier
producción intelectual mía-.
Yo, de inmediato, sentí el alivio de poder expresarme sin estar rindiendo examen, y de
paso recibí una clara lección de lo que es verdaderamente poder aceptar a los otros tal
cual son y no tal cual necesitamos que sean.
_ Supongo que puede parecer un delirio, pero lo que apareció en mi mente, fue un
concepto que nunca antes leí, pero que mientras más lo pienso, más me atrapa.
_ Pensé –dije- que crecer y expandir nuestra consciencia es como tallar un símbolo. De
la misma manera que transitar un símbolo es expandir nuestra consciencia. Un símbolo
de contenido personal y universal a la vez. Dedicarnos a esta tarea hace que seamos
como un templo a construir, uno al que hay que cuidar de extraños que estén ajenos a
entenderlo, de la misma manera que usted tapó con un paño el suyo cuando yo llegaba.
En esa tarea de construir nuestro templo, -agregué-, la mujer representa las cosas que los
hombres no queremos saber de nosotros y viceversa. Por eso la necesidad de podernos
ver en ella, porque sería la posibilidad de encontrarnos con las cosas que más
profundamente están en nosotros. Casi sería el poder trascender de nosotros mismos en
otros totalmente diferentes...
_ Por ejemplo, -continué diciendo- amar lo que otros aman, creer con fe sincera en lo
que otros creen y no por eso dejar de creer. Ver en cada ser humano un maestro del cual
aprender. No sé... abandonar el ego para que surja un nuevo Yo.
_ Con respecto al vino que corría cómo agua, todavía no me ha surgido nada.
Bueno, no pretendo dar lecciones de esto, pero esto es más o menos lo que se me ocurrió
sin saber de dónde.
_ ¡¡¡Fantástico Roberto!!! fue todo lo que alcanzó a decir, antes de que un intenso ataque
de tos cortase abruptamente su festejo.
Por su parte Juan, solo atinaba a recuperarse por breves instantes, mirarme y sonreír.
En la impotencia del momento, lo miré y por primera vez dejé de tratarlo de usted y dije:
“Mirá Juan, más te vale que te recuperes porque no me voy a quedar con la mitad de esta
película, así que cuidate y hacé caso a lo que te dicen.”
La enfermera me pidió que saliera por unos momentos. A los pocos minutos llegó otra
con una mascarilla conectada a lo que parecía un tubo de aerosol grande.
Pasaron unos interminables minutos y ambas salieron. La que había entrado primero, se
me acercó y dijo:
_ “...Tiene los pulmones bastante mal...”, “...cuide mucho a su papá, es una gran persona
y un hombre muy valiente...”
_ “... Sí, nunca vi una mirada así... es parecida a la suya... pero más intensa...”
Sin embargo, no podía irme del lugar sin siquiera saludarlo. Es más, no quería irme del
lugar sin estar unos minutos más con él.
Estaba inspirando un vapor tibio para disminuir sus ataques de tos. Al verme, sus ojos
comenzaron a brillar nuevamente y de inmediato intuí que estaba por comenzar a
hablar.
Le hice señas con la mano que se detuviera y le pedí que por favor se cuidara, ya que el
ataque que había tenido lo había dejado muy agotado. Me hizo señas con la mano de que
le diera unos minutos y de que no me fuera. Yo le contesté que se quedara tranquilo, que
me quedaba unos minutos más, que respirara profundo y pausado hasta serenarse.
Pasaron algunos minutos y al sentirse mejor se retiró un poco la mascarilla para poder
hablar. Yo intenté convencerlo, pero me di cuenta, o lo dejaba hablar o me quedaba todo
el día sentado a su lado.
_ Querido hermano Roberto, ya sé por qué razón debo curarme. Te pido que medites
sobre lo que me has comentado y sobre los múltiples sentidos de la muerte. Nada más
puedo decirte al respecto, sino que en cuanto me recupere debemos sentarnos a hablar
de cosas muy serias, que involucran tanto tu presente como tu futuro.
Al salir, las enfermeras han creído que eras mi hijo, y eso por la similitud de nuestras
miradas. En realidad, lo que ellas nunca van a poder entender, es que esta similitud es
por haber estado leyendo del mismo libro, o tal vez por intentar reflejarnos en un mismo
rostro.
_ Déle, es un trato –contesté-. Pero cuídese porque en cuanto salga le recito algún otro
capítulo.
Casi me estaba marchando, cuando con su mano me hizo señas para que me acercara.
“Saludos Juan, por favor cuando esté junto a ella déle mis saludos...”
e intentar los primeros pasos de regreso. Cual influjo mágico, aquellas simples palabras
habían transformado una asumida y pacífica actitud de llegar solo para quedarme, en
una incompleta y feroz batalla que no quería ni podía abandonar.
Y entonces caminé... No sé bien cómo pude hacerlo. Solo recuerdo que luego de llorar y
de agradecer, de sentir que mi tarea estaba concluida en esa solitaria y helada cumbre,
aquella frase invitándome a bajar y a relatar lo sucedido, inyectaron una desconocida
carga de voluntad en mi interior.
Hacía ya varias horas que las últimas gotas de agua de mi cantimplora, habían pasado
por mi garganta, munidas de una increíble vivencia de anonimato.
Lentamente comencé a descender. Incluso en esta tarea de aparente sencillez, cada paso
era un voluntario esfuerzo a efectuar.
En más de una oportunidad, al detenerme, quedaba parado solo unos segundos para
luego caer al piso ante una ráfaga de viento helado que en otros momentos apenas me
hubiera conmovido.
Pero no, con cada paso, se hacía evidente que en el regreso cada caminante debe valerse
por sí y por sus recuerdos.
“Hay que subir para saber bajar...” me habían dicho hasta el cansancio y en su
momento, yo solo interpreté esto como la conveniencia de guardar un resto físico para el
regreso. Sin embargo, solo y en aquel imponente entorno, descubrí que poder bajar,
significa poder transformar el conocimiento en maestría.
Si lo logramos, podremos regresar con quienes nos esperan; sino, estaremos ausentes en
nuestra propia presencia, conviviendo escudados en y desde conocimientos
fundamentalistas.
Comprendí que cuando subimos somos andinistas, pero solo al bajar, es como nos
transformamos en maestros.
Y cada paso era un velo que se corría, y cada descanso un nuevo paisaje
que me deslumbraba.
Un par de horas más tarde, y ya habiendo descendido de la zona de cumbre, el viento fue
disminuyendo su intensidad, y la tarde, comenzó a desalojar poco a poco las nubes que
otrora velaran mi perspectiva de las cosas.
¡Qué lejos había quedado mi guía! ¡Qué alto era el lugar en donde moraba!
Pasé por el lugar en donde habían quedado mi carpa y algunas pertenencias que dejé en
el afán de subir con la menor carga posible. Porque entre otras cosas, las cumbres
reclaman el despojarse como peaje de tránsito. Por esta razón, cuanto uno más alto
anhele subir, menor deberá ser la historia que porte sobre su espalda.
Sin el menor cuidado, coloqué las cosas dentro de la mochila que llevaba y de inmediato
continué bajando.
Caía la noche cuando con las últimas luces llegué al campamento avanzado, en donde me
había despedido de mis compañeros hacía ya tanto esfuerzo que casi no recordaba el
momento.
Hacía casi tres días que estaba con lo puesto, y el temor a congelarme me instruyó para
que no intentase averiguar sobre lo que había bajo mi ropa sino hasta estar en lugar
seguro.
Del resto recuerdo solo partes, e incluso con la distancia y generosidad que el tiempo
otorga, me es muy difícil armar un relato sucesivo.
Mi primer recuerdo es estar llegando, muy tarde ya, al campamento base avanzado
sabiendo que en su interior había cosas que me iban a salvar. No tenía claro si era
comida, agua, personas o una mezcla de todas.
Creo que llegué con la expectativa de encontrar a mis compañeros, porque recuerdo la
desilusión que experimenté al entrar en la carpa y encontrarla llena de provisiones pero
sin personas dentro.
De inmediato empecé a tomar agua que había en unos termos. Estaba casi congelada y
solo me detuve al ahogarme y comenzar a vomitarla.
Me quité los guantes y unos rojos y oscuros dedos me confirmaban que, efectivamente, la
deshidratación y el frío habían realizado una prolija tarea sobre las últimas falanges de
los dedos en ambas manos.
Volví a colocar agua y con gran dolor de manos, comencé a desatarme los zapatos.
Solo retiré los externos y al hacerlo pude observar que el interior de ambos estaba teñido
de un rojo intenso. Supe de inmediato que era sangre congelada y me sorprendí al
comprobar que los dos dejaban ver las huellas de un marcado sangrado.
Apagué el hornillo que había encendido y una oscura noche de conciencia se abalanzó
sobre mí.
Como siempre sucede, había atravesado por el umbral de mi propia vida en la más
absoluta de las ignorancias.
Aquella noche, las estrellas, cual mudos y sapientes faros, seguían con su eterno oficio de
centinelas, para todo aquel que pudiese reconocer el propio sendero hacia la cumbre de
sus metáforas de conciencia.
*
* *
Nuevamente tres...
Una tremenda sensación de dolor se instaló desde el momento mismo del despertar...
Gustavo sentado a mi lado y colocando mis manos en agua tibia mientras humedecía mi
boca y pasaba un algodón mojado sobre mi cara para limpiarla un poco.
Con enorme paciencia colocaba mi mano derecha en un recipiente con agua tibia, que
luego cambiaba de lado y utilizaba para sumergir mi mano izquierda. Y así nuevamente
mientras calmaba de palabra mi agudo dolor.
Tiempo después me enteré que había decidido subir un día antes de lo previsto por si yo
optaba por regresar antes. Razón por la cual me encontró a la mañana siguiente a mi
regreso al campamento base avanzado.
Durante toda la jornada estuvo atento de modo permanente. Recuerdo sus ojos
mirándome, con la desesperación e impotencia de ver un espectro viviente.
Me ayudó con mi vestimenta, me quitó los zapatos interiores y atendió dos importantes
heridas en mis piernas.
Un seco golpe lo había tallado, dejando abierta una profunda herida de la cual guardo
aún una importante cicatriz.
En la pierna derecha, casi a la altura de la cadera, un fino, profundo y largo corte dejaba
ver una impactante herida. Presupongo que durante mi caída cerca de la cumbre, un
helado bisturí había realizado su prolija tarea.
Y ahí estaba Gustavo, intentando como podía hacerse cargo de esta dolorosa e
improvisada cura.
A medida que pasaba el día, el calor de la carpa, los cuidados y la constante hidratación a
que me sometió, obraron de milagro en mi cuerpo, que ahora, 2.000 metros por debajo
de la cumbre, daba claras señales de recuperación.
La tarde marcaba un día de calma y tranquilidad cuando ya algo más lúcido y reposado,
nos permitimos por vez primera comenzar a dialogar.
_ Si te lo cuento no me vas a creer, pero antes dejáme que te diga que hicimos cumbre.
Durante todo el día no se había animado a preguntar, seguramente por pudor o por no
exponerme a la posibilidad de tener que contar que inclusive destrozando mi cuerpo, no
había podido llegar. Y su risa y alegría expresaban lo que había sido sin dudas su gran
incógnita durante toda la jornada.
Casi me desarma en el abrazo, a punto tal que le tuve que pedir que se moderara un poco
porque el cuerpo me dolía y mucho.
Y supongo que lo debo haber dicho de modo bastante intolerante, porque me miró y
respondió:
_ “...Vos estás loco... no sé que tornillo se te ha salido, pero sin duda estás mal. Vas a ver
que mañana no te vas a poder ni parar, y si lo hacés, vas a empezar a sangrar
nuevamente o te vas a caer al segundo paso. Pero bueno, es tu cuerpo y tus piernas. Si es
lo que querés, yo te acompaño...”
_ Estupendo, – dije – solo te pido que no salgamos muy temprano para poder desayunar
tranquilo y que me ayudes a vestir.
_ Un, “estás loco de remate”, fue el “buenas noches” que recibí al final de aquella
jornada, donde la vida en su forma tangible me daba la bienvenida.
A la mañana siguiente, y con su ayuda, pasé casi tres horas para poder desayunar y
vestirme. El tema de ponerme los zapatos de marcha fue realmente una odisea. Mis pies
Mis manos, inútiles por el momento de poco ayudaban y el corte en la cadera derecha me
dolía incluso habiendo tomado casi todos los analgésicos que teníamos a mano.
Una contradictoria sensación me invadía. Por un lado el anhelo de regreso y festejo. Pero
por otro, y con cada mirada a la zona de cumbre, crecía la vivencia de estar todavía entre
aquellas heladas rocas caminado junto a quien fuera el artífice de mi conquista.
_ Sí, ya me lo has dicho,- me señaló – pero en la última media hora, me he tenido que
regresar tres veces, porque, sin avisarme, te quedas parado y mirando para arriba.
Y desde ese momento solo bajé, y la verdad es que por momentos me costó más el no
detenerme para mirar que el caminar.
Cada tanto hacíamos paradas de descanso, pero en general este tramo hasta el
campamento base, parecía un paseo de compras comparado con lo que había vivido en
los últimos tres días.
Faltaban unos quinientos metros para llegar a donde estaban apostados los animales y
las carpas de nuestro sitio de base, cuando me detuve y le pedí a Gustavo que se
adelantara, argumentando que en unos minutos lo seguía.
Él, sin entender mucho mi pedido, me miró como diciendo “pobre, sigue mal de la
cabeza”, pero siempre leal compañero, lentamente se puso a caminar.
Puse una rodilla en tierra y simplemente me quedé sintiendo como a pesar de haber
bajado, seguía siendo parte de ella.
En un momento determinado dije en voz alta “Hoy estoy aquí, pero por siempre una
parte de mi interior va a estar en tu cumbre, en tus hielos, en tus vientos y altura... en el
instante que esté muriendo, te voy a estar recordando...”
“... Ave María, no es el mismo que dejamos....” dijo de repente una voz detrás de mí.
Con gran esfuerzo me puse de pie y los tres nos encontramos en un interminable abrazo
y festejo de triunfo.
Aquella noche, perdidos en una quebrada, festejamos tomando hasta la última gota de
las dos botellas de vino que quedaban para el anhelado agasajo.
Cada tanto los sorprendía mirándome de una forma distinta, con una mezcla de
admiración y respeto que en todo momento se me ocurría exagerada.
_ ¡Hombre!, ¿te has dado cuenta de lo que has hecho? – preguntó en un momento
Santiago -.
_ No solo eso, eres de las pocas personas que han escalado esta montaña en solitario –
agregó él - .
_ Y en un día menos que el mejor tiempo empleado hasta ahora, no solo has escalado en
solitario, sino en tiempo récord – comentó Gustavo -, mientras el arriero solo sonreía y
miraba con grandes ojos.
_ Dejen que les cuente algo que he aprendido en estos días – dije en tono de enseñanza -,
a lo que los tres quedaron en petrificado silencio.
Hasta hace unos días yo habría comentado sobre esta escalada lo mismo que ustedes
están diciendo ahora, pero hay algunas cosas que me han pasado y que me han enseñado
allá arriba.
Desde hace muy poco, – les dije hablando lentamente - he aprendido que cuando uno
sube una montaña, comienza a transitar un mundo en donde el tiempo no existe. Uno
transita por lugares en donde construye el tiempo con cada paso que da...
Es como un templo habitado que abre sus puertas para que uno llegue hasta su cumbre,
visite su oriente. Desde abajo parece solitario, pero al abrir sus puertas e ingresar,
aparecen maestros que nos guían y acompañan en nuestro crecimiento.
El arriero apuró el último trago de vino como para pasar lo que no había entendido,
mientras Gustavo agachaba su cabeza en un silencioso llanto. Fue entonces que Santiago
tomó la palabra y dijo:
Y entonces, sin haberlo acordado previamente los cuatro nos abrazamos, reímos y
cantamos de felicidad...
Ya de regreso en casa, intentando reparar las heridas y alguno de los nueve kilos perdidos en el
ascenso. De izquierda a derecha, Santiago, Gustavo y yo.
internación.
Mis compromisos laborales habían mutado de modo radical desde que lo conociera. El
paso de los años y alguna cuota de suerte, me habían transformado en un solicitado
consultor internacional especializado en entrenamiento neurocerebral y Liderazgo
Corporativo. Estaba viajando casi permanentemente y trabajaba en diferentes países,
con periodos de tiempo de una total ausencia (incluso de mí mismo).
Y, como muchas veces sucede, ese invierno pasó con la velocidad de las tareas que
solucionan lo urgente descuidando las cosas que son importantes.
Sin embargo, con cada regreso, y luego de recuperar la convivencia con mi familia, de
inmediato llamaba a Juan por teléfono o pasaba a saludarlo.
Aquel otrora enérgico hombre de trabajo, solamente dedicaba medio día a las tareas,
nunca desde muy temprano, y en cuanto su energía lo abandonaba, delegaba tareas a su
colaborador de siempre. Seguro se quedaba un rato más en la carpintería solo dando
consejos e indicaciones pero sin ponerse a trabajar. Se dirigía temprano a su casa y se
quedaba al calor de su interior hasta bien entrado el día siguiente.
Ana, la persona que llevé para su ayuda, se había cuasi instalado en su casa, a la que iba
todas las tardes menos sábados y domingos (para encargarse de ropa, limpieza y
comida). Nunca lo dijo, pero sin duda, Juan estaba muy conforme y contento con su
presencia.
Lo había llamado unos días antes, y ya durante el diálogo telefónico, me recordó que
teníamos una importante conversación pendiente. Yo le respondí que no lo había
olvidado, sino que simplemente ya había aprendido que a las cosas importantes hay que
saberles dar su tiempo bajo el sol, y que estaba esperando un momento en donde mi
calma interior me permitiese poder escucharlo de la manera que tal encuentro requería.
“Por la respuesta que me está dando, no tengo dudas de que el momento está próximo”,
fue el comentario que obtuve por propuesta, por lo que atendiendo a un señalamiento
tan preciso, sugerí encontrarnos solo unos días después.
Agosto era por lo general un mes de mucho trabajo para mí, de viajes y conferencias
programadas hasta con un año de anticipación. Sin embargo, y “casualmente”, en ese
agosto en particular, tres eventos casi sucesivos se habían postergado por diferentes
razones, por lo que me encontraba con un inesperado periodo de descanso.
Frase aquella que dio comienzo a un diálogo tan productivo como sorprendente.
Yo había añejado durante un buen tiempo preguntas de todo tipo. Hasta había anotado
unas cuantas en una pequeña libreta que, por supuesto, llevé aquella tarde.
Sin embargo, desde un principio todo fue tan distinto y sorprendente que la gran
mayoría de ellas quedaron descartadas a poco de comenzar a dialogar.
Con mayor o menor velo, todas están. Al buscarlas, es necesario que nos animemos a ver
cuando las busquemos o a oír cuando las hablemos. Si lo logramos, entonces la fría letra,
se convertirá en pasaje.
Y tal cual Juan lo comentara, debemos primero aprender a golpear para luego saber
cómo pedir.
Fue en ese entonces, que mientras viajaba entre países, aprendí a construir un diferente
mapa interior.
La primavera del año siguiente estaba en pleno apogeo cuando una hermosa tarde
volvimos a sentarnos, luego de un largo invierno, en aquellos mullidos bancos en el
jardín de su casa.
_ Sí,- comentó Juan a modo de respuesta – he hecho arreglar la fuente y las plantas
están hermosas, tal como me gusta. Bueno, como le hubiese gustado a Sofí.
Ella siempre decía que soñaba con tener un lugar como éste, con plantas y árboles y una
fuente con agua para que los pájaros pudiesen bañarse en ella.
Nunca llegó a verlo, pero fueron sus deseos los que me llevaron primero a comprar el
terreno, y luego, a la muerte de nuestros padres, vender sus propiedades y edificar la
carpintería y mi casa tal como usted las ve ahora.
_ Pues le cuento que todo está hermoso – dije mientras intentaba levantar el ánimo del
encuentro -. Y si me permite el atrevimiento, el lugar es sin dudas fiel reflejo de ella.
_ Sí, - dijo mirando a su alrededor - estoy muy contento por cómo ha quedado. Y está en
lo cierto cuando comenta que está presente en cada detalle de este lugar.
_ Bien, la verdad, con muchas carreras y algunos descuidos, pero en general bastante
bien.
_ La última vez que lo vi, me comentó que sus presentaciones en el exterior resultaban
muy aceptadas por los asistentes.
_ No tengo dudas, lo que pasa es que poder observar el progreso interior, es más
complicado que ver crecer nuestro cabello. Es por esa razón que muchas veces
necesitamos de otros para poderlo notar.
_ Sí, lindo concepto, y de paso se quita méritos personales para no perder la costumbre.
Pero bueno, como usted dice, la maestría es un lugar que los discípulos otorgan, así que
se lo va a tener que quedar, aunque no le agrade.
_ Permítame decirle Roberto que se ha vuelto un hombre poderoso sin querer saberlo,-
comentó Juan secamente-.
_ Es posible – acoté -, pero aún así, por momentos mis miedos me siguen pasando
factura.
Me ha costado desde siempre entender la muerte como algo que definitivamente termina
con la vida.
_ No lo tengo muy claro al tema. Por ejemplo, a esta altura de lo que se conoce desde la
física moderna y la energía, me suena hasta de ignorancia pensar que alguien se muere y
listo, se termina esa vida que late dentro. Pero, por otro lado, no me cierran
explicaciones reencarnacionistas del tipo: “alguien muere y al cabo de un tiempo renace
en otra persona o encarna en alguien que ya ha nacido”. No sé, pero me suenan
simplistas porque parten de un modelo de existencia tridimensional. Es como
antropomorfizar la muerte.
_ Es importante darse cuenta – acotó Juan entonces, – que muchas personas hacen con
el concepto de muerte cosas similares que las que realizan con el concepto de deidad.
Reducen las explicaciones a parámetros de tiempo y espacio, cuando se supone que son
realidades que están por encima de este orden.
_ Entiendo lo que me señala, - dije - pero igual no alcanzo a armar una forma superadora
que me ayude a pensar en el tema.
_ Y le va a costar, a menos que comience a pensar que lo que aparentemente son cosas
opuestas, son partes complementarias de una realidad superior. Y si hay conceptos que
parecen opuestos entre sí son el de vida y muerte.
_ Sí, los ignorantes enseñan ignorancias, y los que no lo son enseñan lo que les
convienen que otros crean. Imagine la libertad que genera el comprender estas etapas
como parte de un proceso mayor. Cuánta gente atrapada en un mar de conceptos
estáticos, amenazantes y postergadores, comenzaría “a hacer” en vez de rezar. No se
engañe, hay un estupendo andamiaje conceptual armado a imagen y necesidad de cultos
opresores, que necesitan ovejas para el rebaño, no hombres libres para pensar. Porque la
libertad transforma a las ovejas en guías.
_ A mí, desde hace mucho me ha servido una imagen que es bastante didáctica. Y es
pensar en este tema recreando el mar. Sin dudas los hombres somos como las olas,
somos parte de ese mar sin ser mar plenamente, ya que somos olas. Y como tales, vamos
y venimos en un movimiento que trae como consecuencia la creación del tiempo en
nuestras mentes.
Llamamos vida a nuestro recorrido por la playa y muerte a nuestro retorno al origen.
Pero el mar siempre estuvo en nosotros y como tal siempre existirá.
Y es probable que al tiempo volvamos a la playa siendo parte de una ola distinta de la que
fuimos, porque lo que importa no es en qué ola estamos sino que somos parte del mar de
la vida.
Segundos después los abrió con una clara expresión de ausencia y sin tocarme, colocó
sus palmas casi paralelas a las mías.
Luego, retiró sus manos, cerró nuevamente sus ojos e instantes después, los abría
mientras evidentemente retornaba al mundo en el que nos encontrábamos.
Entonces, se quedó mirándome unos segundos en silencio y por primera vez pude
sostenerle la mirada sin sentir que observaba en mi interior. Bajó sus ojos y con una
mezcla de cansancio y satisfacción murmuró:
A pesar de conocerlo desde hacía varios años, nuevamente me encontraba sin saber qué
decir. Todavía impactado, y sin explicaciones racionales valederas, opté por acompañar
en silencio lo que entendía era un preciado momento para mi mentor.
Ha pasado ya tiempo de ese silencio. Sin embargo mi interior aún es capaz de revivir la
sensación de afecto y ternura que su cara trasmitía.
Me incorporé sin dudarlo, lo tomé del brazo y lo ayudé a levantarse. Era como levantar
una pluma, tan liviana y delicada que impactaba tocarlo.
De pronto y sin saber por qué, comencé a llorar. Él muy lentamente, se aproximó, me
abrazó, yo correspondí su abrazo y en ese momento susurró:
_ Recuerde Roberto, que las manos del que construye, siempre curan. Son
la prueba viviente de alguien que, desde su mirada, construye
conscientemente el tiempo.
Con gran esfuerzo traté de contener mi inexplicable pena. Yo, pudiendo apenas callar mi
llanto, tomé sus manos y simplemente las besé.
No supe, ni pude negarme a tal pedido. Con sumo cuidado ayudé a que se sentara
nuevamente.
Y yo, el orador, el disertante internacional, no supe qué hacer ni decir, solo sonreí... ¡qué
ciego estaba, cuán ciego aún estoy!
Ya casi en la carpintería, no pude contenerme, y por alguna razón, me detuve y giré para
verlo una vez más.
Ahí estaba, sentado con sus manos sobre las piernas, parecía que meditaba mientras me
miraba con marcada ternura y serenidad.
Había brillado una vez más, irradiando con su Luz a todos aquellos que lo acompañamos
desde mundos en donde todavía habita la oscura noche de los tiempos...
donde los espejos, ignorantes de nuestros mapas, adquieren la propiedad de hablar. Solo
ayer estábamos caminado en busca de nuevos senderos y hoy tengo que despedirte...”
Intenté seguir hablando... pero la angustia y el dolor no me lo permitieron. Me tapé la
cara con las manos, mientras mis lágrimas seguían su natural camino de vacío interior.
_ Si es la persona que busco – dijo de manera segura – entiendo que Juan ya le habrá
hablado de mí, de la misma manera que me ha comentado sobre usted.
_ Sí, creo ser la persona que busca, porque efectivamente nos conocemos desde antes de
presentarnos.
_ No hay dudas, -acotó como pensando en voz alta-, Juan ha dejado su impronta.
Acá le dejo mi tarjeta –agregó-, de modo que pueda llamarme en el momento que
entienda oportuno.
_ Me permití molestarlo en este momento no solo para dejarle mis datos – comentó –
sino porque antes de que se marche tengo algo para entregarle.
Caminando se retiró en dirección a donde estaban estacionados los autos. Por mi parte,
intentando acortar su regreso, comencé a caminar lentamente en la misma dirección.
_ Juan me pidió que cuando se la entregara, le dijese que estaba muy orgulloso de usted.
Ahí estaba. Aquel intrigante símbolo que Juan estaba tallando el día que lo conocí. En
otro momento, la posibilidad de que su destino final fuese mi persona ni se me habría
ocurrido, pero conociéndolo como lo conocí, no tengo duda de que este tallado me tenía
como destino incluso desde antes de yo hacer formal aparición en la carpintería.
Desde aquel entonces, pasaron los días y los viajes de conferencias, los aplausos y la
soledad. Mas para mi pesar, la angustia y el dolor por su partida no mermaban. Por el
contrario, cada vez que tenía tiempo como para volver a sentir, una fuerte vivencia de
pena se instalaba en mi interior.
Sucedió así que, sin saber muy bien por qué, al finalizar mi agenda anual de viajes me
encontré en una calurosa tarde de diciembre regresando al club de andinismo de mi
juventud.
Poco después de retornar de la expedición que casi me costara la vida y, fruto de algunas
burlas que sufrí cuando se corrió el rumor de mis supuestas visiones en la cumbre,
simplemente dejé de concurrir.
Lo que me había pasado era demasiado trascendente como para tener que estar dando
explicaciones o ser el objeto de humoradas de mal gusto.
Cuando decidí alejarme, sólo me recriminé el haber comentado por ingenuidad, algunas
cosas que luego se volvieron en mi contra.
Claro está, seguí escalando un tiempo más, y varias importantes montañas cedieron
generosamente sus senderos hasta la cumbre. Pero en mi interior, nunca pude callar la
voz que repetía, una y otra vez, que esa etapa estaba cumplida.
Y por supuesto, a muchos sorprendió el hecho de que pasados unos diez años de mi
ascenso, se descubrió casualmente en la misma montaña los restos de un indescifrable
accidente aéreo acontecido cincuenta años atrás.
Así, ayudado por algunos legítimos reclamos familiares, que observaban lo peligroso de
la actividad estando con una familia en germinación, dejé de necesitar ir a las montañas
y comencé a buscar otras metáforas de vida para seguir ascendiendo. Comencé así lo que
parece ser un interminable viaje por dos universos complementariamente paralelos, el de
los símbolos y el del cerebro humano.
Y al trasponer su entrada nuevamente, por momentos temí que algún miembro del club
hiciera referencia a aquellos viejos temas.
La gente era otra. Los “viejos socios”, o habían fallecido o ya no frecuentaban el lugar. Y
la gente de mi edad, con otras preocupaciones seguramente, poco a poco había cedido
lugares ante una juventud que ahora escalaba en una pared artificial que en mi época ni
existía.
No había nadie conocido para conversar, así que sin mejores propuestas ingresé
lentamente para escuchar aquella presentación.
La exposición había comenzado unos veinte minutos antes de mi llegada, por lo que el
relato se ubicaba en pleno ascenso en las zonas previas a la cumbre.
El joven andinista que estaba dando la charla agradeció educadamente estas palabras.
Luego hizo una breve pausa y comentó:
De más está decir que, aun estando sentado, casi me caigo de espaldas cuando escuché
pronunciar mi apellido en lo que era “un ejemplo conocido por todos”. Simplemente no
podía dar crédito a lo que mis oídos me contaban.
En mi mapa de recuerdos, yo había pasado como uno más de tantos que suben
montañas, con cientos de andinistas que habían escalado durante más tiempo y más
montañas que yo.
A todo esto, algunos presentes que nada conocían de ese andinista llamado Bataller,
preguntaron por el evento citado.
_ Saben ustedes que cuando Bataller regresó, nunca quiso presentar el comprobante de
ascenso en solitario, porque dijo que aunque se suba solo, nunca se está solo en la
cumbre.
_ Porque entre las cosas que ese andinista nos dejó, está el entender que cuando uno
sube, toda la gente querida está con nosotros. Porque lo importante no es llegar a la
cumbre. Lo importante es ir a la montaña para ser cada día mejor persona.
Cual tabla de salvación, un efusivo y oportuno aplauso, al que me sumé sin restricciones,
dio por terminada aquella presentación.
Como sucede habitualmente, los asistentes se fueron retirando, no sin antes felicitar al
expositor.
_ Dígame joven, ¿dónde se enteró de las cosas que contó de ese ascenso de hace algunos
años?
_ Sí.
_ Es verdad, –respondió-. Pero igual me gustaría poder charlar un rato con él.
De inmediato, recordé aquella fría cumbre, cuando sentado sobre heladas piedras,
escuchaba las palabras de mi guía, invitándome a regresar y a contar lo aprendido.
Bueno Juan, -dije conversando con rojas nubes-, parece que ambos estamos ascendiendo
por las páginas de un mismo libro.
Un libro que hace que cuando los hombres lo transitan, se trasformen inexorablemente
en constructores del tiempo.
Subí al auto, y mientras las luces de las estrellas comenzaban a iluminar una aparente
noche, regresé a casa mientras pensaba que aun sin estar escalando, me encanta seguir
subiendo las ignotas montañas del tiempo...
LIBRO I
En el campamento base
LIBRO II
LIBRO III
1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34
LIBRO IV
LIBRO V
De regreso en casa