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Charlas con Belisario

Dos enfermeros corpulentos le pusieron un chalequito a mi esposa y se la llevaron,


pobrecita. Escueta e inofensiva, desplazándose por el aire amarrada de ambos brazos,
dejó escurrir una mirada interrogante sobre Belisario y susurró una plegaria dirigida al
cielo de los estupefactos.
Asediado por numerosas vecinas que se presentaron, solidarias, para ofrecerme
todo tipo de servicios, domésticos y de los otros, me acerqué a Belisario, lo abracé y le
agradecí en voz baja. Luego me dediqué a despachar a las fogosas comadres una por
una, no sin antes soportar consejos, condolencias y besos babosos de la mayoría de
ellas. Finalmente quedé a solas con la causa del gran cortocircuito que dejó sin luz mi
atribulado matrimonio: mi vecina Martita.
En la época que la conocí, su corazón adolescente latía acalorado, tanto que, para
bajar la temperatura, dejaba las puertas abiertas y todos podían meterse a pedirle favores
y cariño sin necesidad de llamar siquiera. Yo llevaba un año de casado pero, interesado
en ventilar los vericuetos de su corazón y mitigar los calores, me metí en la cola de
aspirantes, crucé su transitada puerta y logré calmar sus sofocos casi permanentes.
Cuando por diez caminos diferentes mi mujer se enteró de que había caído preso de
otros perfumes y otro abrazo, ese mismo día me dio por muerto, se puso luto y convenció al
cura —gracias a una suculenta dádiva—, de que oficiara una misa por el descanso de mi
alma. Seguí la liturgia con natural curiosidad y el desconcierto de los feligreses que me
contemplaban incrédulos. A partir de entonces me ignoró, nunca más volvió a dirigirme la
palabra, quemó mi ropa, las fotos de la boda y la luna de miel, regaló mis herramientas, se
olvidó de mis comidas y se hizo dueña absoluta de la cama matrimonial.
Pocos días después, trajo a vivir con ella a Belisario. No sé cómo pude soportar
esa afrenta y no supe imponerme como esposo, como dueño de casa, como macho; él
me dominó desde el principio. Recuerdo cuando lo conocí. Me disponía a entrar al
dormitorio —regresaba de uno de mis ajetreados encuentros con Martita— y allí estaba,
de guardia ante la puerta, el nuevo e irreductible custodio de mi mujer. ("Mi mujer" es una
forma de decir. En realidad, había dejado de pertenecerme: ahora era de Belisario).
Erguido, la mirada fija, amenazante, hicieron que cambiara de trayectoria y dirigiese mis
pasos al desvencijado sofá del altillo.
Desde la mañana siguiente, usurpó mi lugar en la cabecera de la mesa. Mi mujer le

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servía, le hablaba. Advertía, furioso, la atención amorosa que ella le dispensaba, muy
superior a la que recibí en antiguos momentos de felicidad connubial. Debí recluirme en el
desván, el único sitio de la casa al que Belisario no entraba, quizás por el desorden y la
mugre reinante. Allí hacía mis comidas con un antiguo calentador Primus que pedí prestado.
Mi mujer y el nuevo titular vivían su romance. Él la seguía a todos lados y ella le
conversaba de los temas más dispares. Descontando mi disgusto, no pasó nada mientras
la charla fue dentro de la casa. Pero, cuando salió escoltada por el nuevo compañero y le
habló delante de otras personas, cuando en el supermercado lo consultaba para que él
decidiera las compras, el asunto subió de categoría; los vecinos empezaron a comentar el
hecho en voz baja primero y luego aumentaron el volumen y el tenor de las apreciaciones.
A ella comenzaron a esquivarla y a mí a mirarme con lástima. En cada apretón de manos,
en cada abrazo, yo descubría un mensaje de afecto, de condolencia.
Aquí cabe la descripción de Belisario, un ovejero alemán de tres años, educado por
miembros de la “Cofradía de la Familia y el Luto Riguroso”. Allí lo capacitaron para torturar
a maridos con sobrada capacidad amatoria y necesidades impostergables de
divertimentos extramatrimoniales. Apenas llegaba a casa, su mirada iracunda y la
exhibición exagerada de unos largos colmillos babeantes, me daban la certeza de que no
contaba con su simpatía. Tratando de ganarme su confianza, una noche regresé con
Bettina, una cachorra que le habían regalado a Martita. Fue la primera vez que pude
comer en la cocina sin el acoso permanente de Belisario. Éste se dedicó a retozar con la
adolescente y mudó sus poderosos ladridos amenazantes por débiles gemidos.
A pesar de que no volví a traer a Bettina —Martita es enemiga de todo tipo de críos
—, Belisario varió diametralmente el trato, me miró con otros ojos: en ellos había nacido
un respeto, una esperanza. En consecuencia, se deterioró el idilio que vivía con mi mujer.
Ella le reprochaba el cariño nuevo que nos unía, lo retaba por comer con la boca abierta,
por el mal aliento, por haber orinado en el comedor (en realidad, el pis lo había hecho yo).
Pigmalión, por primera vez, denostaba su obra. Hasta que un día, harto de los reproches,
él la puteó. Sí, habló, le gritó con bronca. Presencié el momento en que abrió las fauces y
disparó la injuria.
Con la mandíbula anonadada y los ojos desorbitados como dos sorpresas, ella
rodó por el suelo estremecida en convulsiones. Cuando recuperó el conocimiento había
perdido el habla y su débil conexión con el mundo. Por eso se la llevaron. Libre de ella,
Martita ha traído sus cosas para quedarse a vivir conmigo. Cierro con llave la puerta de
calle y vuelvo sobre mis pasos. El vestido de mi amante yace a sus pies.

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— Así es la vida, Belisario. Al principio, el rechazo fue mutuo. Ahora me encanta
pasearte y conversar con vos. Porque sé que me entendés. No como Martita, la ingrata,
que me abandonó porque no le alcanzó el sexo unitario y porque consideró depravado el
cariño que nos une. No me importa que la gente piense que estoy loco. No comprenden
que sin vos, jamás habría podido quitármela de encima. Tus palabras llegaron en el
momento preciso. Mi paz interior, la tranquilidad que me rodea te la debo; y al curso
intensivo de ventriloquía.
— ¡Usted es un genio, amo!
Autor. Ariel Díaz
Tel.: 2050-4438
E-mail: alberto1936@gmail.com

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