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DIMENSIONES

Desperté en mi cama, con la extraña sensación de estar en posición vertical.


Toda mi habitación se reducía a medio metro de ancho. No parecía ser fracción de la de
antes, por el contrario: todo cabía allí. Todo mantenía su tamaño aparente, respecto de
días anteriores, la diferencia era que todo mi mundo estaba compactado en ese espacio.
Dos enormes paredes de vidrio opaco se habían ido acercando durante la noche y me
confinaban a este espacio sofocante. O eso imaginé.
Tuve miedo de buscar una salida y caer quién sabe dónde. Desorientada y totalmente
abrumada, intenté inspirar profundo y calmar mi sensación de ahogo. Podía escuchar mis
latidos y mi respiración entrecortada por el esfuerzo que me demandaba oxigenarme.
Al desistir en mi intento de descifrar lo indescifrable, aproximé mi rostro a aquella pared y
traté de ver a través de ella. Mis pupilas se acobardaron ante luz tan blanca, pero las forcé
a buscar el foco, y casi lo habían logrado, cuando una mancha oscura golpeó el vidrio y me
sobresaltó. Retrocedí por la impresión, sin dejar de mirar fijo esa nube vertical que me
separaba de quién sabe qué.
Y descubrí más manchas, que aparecían y desaparecían sobre la superficie. De diferentes
tamaños y formas; pequeñas y más grandes. Algunas desaparecían de repente, tal como
habían aparecido. Otras, se deslizaban antes de desaparecer. Algunas otras, permanecían
inmóviles un rato. Había zonas pintadas de sombras y no las había notado. Las más
curiosas dibujaban líneas punteadas intercaladas en su trayectoria.
Respiré con fuerza para tomar aire, antes de volver a acercarme: necesitaba un espacio
abierto, detrás de aquel cristal, que me calmara esta sensación de claustrofobia.
Las manchas revelaron una trayectoria profunda y tridimensional, algo se acercaba y se
convertía en las manchas, al chocar contra el vidrio. Una pelota que rebota en una pared,
sólo toma contacto con ella por menos de un segundo. Eso eran las manchas para mí.
Pasé horas transformando visualmente las nubes de colores en objetos, hasta que
comenzaron a sentirse familiares para mí. Caminé con sus pasos, tropecé con sus zapatos.
Caminaban sobre mí, sobre mi mundo comprimido, encorsetado.
Pegué mi nariz al cristal con desesperación y, para mi sorpresa, cedió. Mi piel lo atravesó y
éste se escurrió como una capa de agua sobre mi piel.
Llovía en ese mundo luminoso, pero no llovía de día gris y ventarrones desordenados.
Llovía suavemente, de forma casi imperceptible. Algún tipo de objeto cayó sobre mi
cabello, justo al lado de mi oreja. Entonces, vi a una mujer radiante, inclinarse sobre mí, a
recogerlo. Su rostro se enfrentó al mío y se estremeció. Se alzó con violencia de espanto,
sacó lo que supuse era un espejo para verse y la imagen la calmó.
Volvió a mirar el suelo justo cuando terminé de sacar mi nariz. Me creyó reflejo de agua, de
un semblante que era el suyo, pero en opaca decadencia. Pude encontrarme en sus rasgos,
también.
Esa visión me llevó a un estado de perplejidad tal, que caminé por el pasillo de espacios
hasta procurarme un vaso de agua fresca, antes de sumergirme de lleno a la exploración.
De cada paso que me había traído hasta ese punto, se descolgaba una pregunta. Este
nuevo universo que se desnudaba ante mis ojos, derramaba respuestas que no tenían
preguntas previas.

Me zambullí cerca de una zona de sombras estáticas para tener un camuflaje. La gente
ingresaba a los edificios y salía de ellos. Las personas sonreían, no parecían apuradas ni
nerviosas. Eran cordiales y serenas. El piso absorbía el impacto de sus pisadas. Y volví a
ver sus morenos rizos y mis facciones en su vestido etéreo. Más bella, más radiante.

Altiva en un modo compasivo. Por un momento que sentí una plenitud me colmaba el alma
y, unos segundos después, me estremecí. Retiré mi cabeza de golpe y volví a sofocarme.

Contrastaba tanto con mi realidad de fichadas y habitáculos reducidos. Corriendo tras el


reloj. Inundada de llamadas y rechazos. Juntando comisiones como propinas para vivir.
Contracturada, ojerosa, envejecida, entumecida de pasar tantas horas en un asiento
oficina, mirando las mamparas que separaban el dióxido propio del ajeno.

Ella parecía relajada pero firme. Tranquila de tener todo bajo control. ¿Quién podría
negarle algo? ¿Quién podría desconfiar de ella? Se veía tan segura y genuina.

Replegada sobre mí misma en reflexiva posición fetal, levanté la vista hacia el otro cristal.
Me arrojé sobre él con cuidado: no quería traspasarlo. No había imaginado que el tono
espejado o polarizado de la pared era, en realidad, oscuridad del otro lado.

Tal como lo había hecho antes, presioné el vidrio suavemente. En lugar de agua
escurriéndose, sentí un vapor suave, de algodón o espuma. Aire. Parecía flotar y me
entregué cerrando los ojos para sentir la brisa húmeda y fría.

La luz del ambiente era similar a la de un día con tormenta, cuando las nubes plomizas
cubren el sol. Todo era gris, marrón o negro. A lo lejos distinguí puntos que se movían de
aquí para allá, desplazándose sobre un plano, que daba marco visual al espacio.

Los puntos caminaban mirando el suelo. Aclaré la vista para distinguir las reglas de esta
nueva realidad. Pude verlos caminando debajo de mí. Cada uno sumergido en su realidad.
Deprimidos, agobiados, lentos y encorvados se dirigían a una especie de fábrica en donde
no había luz artificial.

La fábrica era una herrería antigua y enorme. Nadie hablaba. Hacía calor y los ruidos de los
rítmicos golpes al metal eran insoportables, pero ellos no parecían notarlos ya.

Desplacé mi vista hacia un lateral para divisar mujeres juntando desechos del suelo.
Evidentemente, era escoria o residuos del trabajo con el hierro u otros materiales.

Podía observar sus cabezas gachas mientras realizaban el monótono trabajo.

Repentinamente, una de ellas levantó su vista y me miró directamente a los ojos.


Espantada arrojó la cesta que llevaba y se incorporó. Y allí quedó por unos segundos, con la
boca abierta y los ojos desorbitados.

Yo quedé extasiada al ver la tez manchada de la mujer, sin notar que lo que ella veía era
una enorme versión, etérea y luminosa de su propio rostro, asomándose entre las nubes
de una tormenta.

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