Está en la página 1de 5

LA MALDICIÓN

Ese día Pablo no fue a trabajar. Rosana lo había dejado.

No podía evitar preguntarse el motivo de un nuevo fracaso. Uno más. Un renglón

más en la larga lista de relaciones truncadas por el desamor.

¿Por qué le dolía tanto? ¿Por qué la depresión profunda? ¿Sería que, esta vez,

había llegado a enamorarse? ¿O sólo se sentía frustrado por verse nuevamente

en esta situación? Los 38 golpeaban duro cuando se encontraba

irremediablemente en la cena de navidad de la empresa y las esposas de sus

compañeros se esforzaban por disimular que su acompañante era diferente cada

año.

Y mientras todos suponían que Pablo no se tomaba nada en serio, él no lograba

entender qué sucedía.

Cada nueva relación le ofrecía una esperanza y cada nueva ruptura un fracaso:

tampoco era ella.

Entonces creyó encontrar la pregunta correcta: ¿le había dolido más este final que

el anterior? Rosana se fue, dejándolo desesperanzado. Cuando él abandonó a

Natalia se quedó con culpa. Mariela. Antes fue Mariela: incompatibilidad absoluta.

Romina, la maestra jardinera: demasiado dulce. Betina, la empresaria: muy

ocupada. Carla, la azafata: muy inestable. Carina, la estudiante: muy disponible.

Todas eran muy diferentes.


¿Qué fallaba?

Y así siguió por el resto de la mañana, replanteándose la remota posibilidad de

que no fuese otro el problema, que él mismo.

Y continuó recordando cada novia, en orden retrospectivo hasta llegar a la

primera. Andrea. Esa chica que lo había cautivado con sus aires de misterio.

Rara, se podría decir. Morocha lacia de flequillo recto. Negros ojos profundos y

pálida tez. Hermosa. Y muy extraña.

Pero eso había sido muy diferente. Ella lo había dejado por encontrarlo

besándose con otra chica. No fue decepcionante, más bien, violento. Todavía

recordaba con risas lo brava que se había puesto.

De repente, el verde botella de sus ojos fue devorado por el negro de su pupila,

sumergiéndose en un agujero de gusano que, lejos de transportarlo a otra estrella,

lo llevó directamente a ver de frente el rostro enfurecido de Andrea, en el instante

mismo que lo maldecía por engañarla.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué?

Sus negras pupilas enrojecidas de odio lo hipnotizaban, al tiempo que gritaba con

todas sus fuerzas las frases malditas:

—Eres una basura y, las basuras, no merecen amar. ¡Te maldigo! ¡Mil veces

maldito! Jamás, jamás encontrarás el amor en otra mujer.


Las palabras pararon de salir de su boca como garganta del diablo, mas sus ojos

lo miraban con el mismo odio manipulador. Caminó hacia él y, en voz baja, casi

calmada, agregó:

—Jamás. No amarás a nadie y nadie te amará. Tu vida será vacía y te

preguntarás por qué.

Al decir esto, dio media vuelta y se marchó sin mirar atrás.

No podía descifrar exactamente sus sentimientos entonces. Era más dolor que

miedo o más miedo que dolor.

Era muy rara y se sospechaba que era bruja. Sin embargo, Pablo se burló de la

amenaza. De hecho, cada vez que se reunía a celebrar con los amigos del

colegio, recordaban aquella escena como una graciosa anécdota.

Atrás habían quedado ya las fiestas de los amigotes del colegio y las borracheras

nocturnas. Ahora tenía en claro cuál era el problema: Andrea era realmente una

bruja y su maldición lo había perseguido todo este tiempo.

Depresión a un lado y tomando las riendas con decisión, Pablo encaró su

computadora al instante.

ANDREA G O N Z A L E Z. En el buscador, aparecían miles.

IMÁGENES. ¿Cómo se vería ahora? Cabello rubio, tal vez, como muchas otras

de las morochas de aquella época. Los ojos se le salían de las cuencas en un

movimiento pendular violento. Renglón por renglón. Foto por foto. Cada tanto,

alguna miniatura mostraba a una mujer de cuerpo completo. Entonces, abría la


foto para confirmar que no era ella. Bajando a toda velocidad, se detuvo

repentinamente al ver unos penetrantes ojos negros, de pestañas kilométricas.

La imagen lo llevó a su perfil y, entre las fotos, pudo reconocer el viejo barrio de la

escuela. Dos minutos tardó en vestirse y salir.

Dio varias vueltas con el auto, encontrando un recuerdo en cada esquina; una

historia en cada casa; una travesura en cada jardín…

Y al girar, la vio de frente. Un abrigo negro moldeaba su figura. Subió el auto a

una entrada de garaje y se le cruzó adelante.

Se bajó, se presentó y la ultimó a deshacer el conjuro.

—Que eres ¿Quién?

—Pablo, salía contigo en la secundaria y me encontraste besando a Clarisa.

Recuerdo que te enojaste mucho y me lanzaste una maldición. Necesito que la

deshagas ahora mismo.

—¿Que hice qué? ¿De qué estás hablando?

—El conjuro que me pegaste, no lo puedo romper, no puedo. Ni siquiera me

recuerdas. ¡Libérame de él!

—A ver si entiendo: recuerdo que salíamos y que me enojé mucho cuando te vi

con Clarisa. No recordaba lo del “Conjuro”. ¿Dices que te eché un conjuro? No lo

recuerdo, evidentemente, he echado muchos conjuros por aquellas épocas. ¿Y

de qué se trataba?
—Dijiste que no encontraría el amor. No me enamoraría de nadie y nadie se

enamoraría de mí. Todos a mi edad han formado una familia, sin embargo, mis

relaciones se rompen porque no hay amor.

La joven intentaba resistir la carcajada ante tan irracional acusación, mas estaba

dispuesta a seguirle el juego y sacar ventaja, ya que nunca había amado a nadie

más que a aquel joven que, durante años, le había quitado el sueño.

—Evaluaré romper el hechizo. ¿Cómo me pagarás el favor?

—¡No debo pagarte! Me lo lanzaste gratis, quítalo gratis.

—Rompiste mi corazón, no fue gratis. Invítame a cenar. Ya veré qué voy a

cobrarte.

Pablo no estaba convencido, pero accedió. Al principio, revisaba cada palabra,

cada gesto. En realidad temía que ella se ofendiera y, además de no sacarle el

hechizo, le agregara alguno extra.

Con el correr de la cena, se fue relajando y comenzó a disfrutar de aquella

inteligente y divertida mujer. Recordó los hermosos momentos que pasaban

juntos y entonces le fue fácil entender por qué la había engañado: estaba

aterrado. La relación avanzaba a pasos agigantados y él se sentía demasiado

joven como para tomar ese compromiso. Sus sentimientos lo paralizaban,

sentimientos que no había vuelto a tener.

Al terminar la cena, supo con seguridad, que aquella maldición estaba

definitivamente rota.

También podría gustarte