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RODOCROSITA

Siempre creyó que el desierto era una playa sin mar. Ahora que sus talones
golpean el rígido suelo rocoso, sabe que no.

La arena pule la piel de su rostro, antes blanco. Ojalá fueran blancas sus
vestiduras, la tela que arremete contra sus piernas desnudas.

No huye, vuelve. Se aleja de una aventura sin precedentes. No tenía nada


que perder entonces. Tampoco ahora. Se aleja a pie y solo lleva consigo la
experiencia, un paso constante y una dirección definida. No puede parar,
debe llegar al asentamiento nómade antes de que baje el sol o perderá la
orientación y perecerá en el desierto.

Flashes de recuerdo la conectan, la emocionan: una bella sonrisa. “Debes


alegrarte, madre”, piensa.

Aquel hombre moreno de profundos ojos negros había sido su perdición. No


escuchó a nadie. Dejó todo atrás. Desestimó sus propios sistemas de alerta.
Como dije, no tenía nada que perder. Dueña de sus deseos, la adoró, la
cortejó, la vistió y la adornó. La eligió entre todas y se la llevó.

Hechizada en su poder, vistió su atuendo de princesa y cubrió con misterio su


rostro. Aprendió a complacerlo, a bailar al son de su sensual movimiento.
Pero lentamente, la diosa pasó a ser un día de la semana.

La invaden imágenes vivas y cálidas de un hogar que dejó atrás: un campo de


girasoles en flor, una esquina, la dureza compasiva de papá, la mano tierna
de mamá.
Ahora camina rítmicamente al son de una melodía vaga que trata de
recordar. Con tambores que la ayudan a mantener el paso constante. A lo
lejos, ve un bulto o una sombra que parece bailar con el aire caliente. Como
el que emanaban las turbinas encendidas de aquel avión que despegaba
hacia oriente medio hace un año.

Dejaba un Buenos Aires húmedo, lluvioso y gris. Se perdía sobre un piso de


algodón, donde el sol ofrecía una nueva gama de colores y promesas. Casi
una alfombra mágica a la tierra del misterio, donde nada es imposible. Donde
las mujeres son sensuales y los hombres poderosos. Un suelo de manos
sugestivas y ojos ardientes. De vientres elásticos y de leyes rígidas.

Ella había elegido al genio de la lámpara. Era el dueño del mundo y de las
cosas y ella pasó a ser de su propiedad. Una exquisita joya occidental en su
caja fuerte.

Se detuvo frente a un espejo en la feria. Allí se produjo la visión: Colgaba


sobre su pecho una rodocrosita “la gema argentina”. Una piedra de color
salmón, igual al pescado crudo. Las vetas blancas se extendieron a su cuerpo
y lo fracturaron también. Él se la había comprado en el aeropuerto, antes de
dejar el país. Rosada como su femineidad inocente. Engarzada en una
impresionante cadena retrataba, con crueldad, su situación.

Es irónico, ahora, al despegar el avión, siente la misma sensación de libertad


que al dejar atrás Buenos Aires aquel amanecer.

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