temperamento y sus descorteses maneras, la verdad es que esto se debe a que de niño se pasaba largas horas en la noche sin dormir mirando a la luna, y esta le volvió los ojos oscuros. Lo que su nívea alma sí le provocaba era que, durante el día, sobre todo cuando el sol brillaba en el cenit y era mes de mayo, sentía que su coraje, su valentía, su fuerza y determinación se derretían por el calor y nuestro caballero era entonces apenas capaz de levantarse de su lecho a escribir poemas. Y es que, durante el verano, hacía tanto calor que el agua que se acumulaba dentro de su ser tenía que buscar una salida que, invariablemente, eran los lagrimales del caballero. Y de tanto llorar, aunque fueran lágrimas de cocodrilo (o mejor dicho lágrimas de paleta derretida), eventualmente llegó la tristeza. Como si el llanto hubiera llamado a la tristeza y no al revés, como suele suceder. Sus poemas eran largos y desesperantes. Causaban desolación en cualquiera que los leyera y muchas veces estuvieron a punto de condenar al caballero a la pena capital por haber hecho llorar al rey. Pero la demanda nunca pudo proceder porque para cuando estos escritos llegaban al palacio ya era invierno y nadie podía creer que aquel tosco caballero de pocas palabras y lentos y pesados movimientos y sentimientos fuera el autor de los versos más hermosos y sensibles que jamás se escribieron en el reino, a pesar de que respondía al mismo nombre. El asunto es que, durante el invierno, sobre todo entre enero y diciembre, el alma de nieve del caballero se congelaba tanto que las consecuencias eran las opuestas que, durante el verano, aunque no con mejores resultados. Era entonces tal su apatía que costaba el mismo trabajo hacerlo hablar, caminar, comer o, incluso decían algunos, respirar. Era entonces tal su inmovilidad que solo respondía a las más específicas y detalladas órdenes, aun en medio de un duelo. Lo que costaba que muchas veces su contrincante le cercenara un brazo o una pierna y varias veces había salido de la arena sin cabeza. Pero este espectáculo atroz ya no causaba ni sorpresa ni horror en los espectadores, ya que sabían que solo hacía falta recostar al caballero en la nieve, con las partes perdidas colocadas con cuidado en su lugar y durante la noche se congelarían, pegándose firmemente al tórax y quedando el caballero sano y reparado, como antes de iniciado el duelo. Por ello fue una fortuna que cuando secuestraron al joven príncipe hijo del rey fuera mediados de octubre, cuando el ánima del caballero se encontraba lo suficientemente fía como para moverse, responder y empuñar la lanza y la espada, pero lo suficientemente cálida como para no mostrarse indiferente frente a la tragedia que atravesaba el reino con la desaparición del heredero. Siguiendo el rastro que torpemente dejaron los bandidos tras su huida, el caballero llegó a una castillo tallado en el caramelo rojo de una enorme paleta abandonada hacía años en las suaves arenas blancas de una playa calma, probablemente dejada por una antigua estirpe de gigantes come dulces, hacía tiempo extinta. El caballero pudo dilucidar en la torre más alta de aquella azucarada fortaleza al joven príncipe, pero tan pronto intentó poner un pie en el castillo tropezó con una mágica barrera que le impedía el paso. Entonces, detrás de él, se materializó una alta y sombría figura con la cabeza cubierta por una capucha morada llena de estrellas que no permitía observarle el rostro. La misteriosa aparición se presentó a sí misma como una poderosa hechicera, quizá la más poderosa de todas las hechiceras que haya habido jamás. Testigo de épocas y edades sumidas ya en el olvido del mundo. De igual manera, se reveló como la perpetuadora del crimen, siendo la autora intelectual del secuestro del príncipe. También le dijo al caballero que esa barrera era su hechizo más poderoso y fulminante, tan poderosos que apenas le había dejado vida suficiente para comunicar este mensaje. La barrera jamás podría ser retirada, burlada o saltada. Ni desvanecida ni quebrantada. Solo una persona con el alma lo suficientemente dulce podría traspasarla y, por fin, salvar al joven príncipe. Tras decir esto, la hechicera de desvaneció en un fino polvo gris y brillantes que flotó en el aire por algunos minutos, hasta desaparecer para siempre y nunca más volver a ser vista. Ahora que comprendía la situación, el caballero partió a buscar en cada pueblo, villa, granja, ciudad y templo a los posibles candidatos para ser la persona más dulce del reino y así poder entrar al castillo y rescatar al príncipe heredero. El caballero trajo consigo abuelitas horneadoras de galletas, jóvenes recién enamorados, tiernos niños auspiciadores de pequeños y peludos animalitos enfermos, poetas románticos, empalagosos novelistas y juglares que omitían a propósitos las malas noticias en sus cantos y líricas. Trajo a carteros que cruzaban desiertos para entregar correspondencia de amor. Trajo jardineros que hacían crecer ríos de rosas y convertían en bosques las desérticas praderas. Trajo a tantas y tan diversas personas que hasta se colaron dueños de ingenios azucareros, mas nadie pudo atravesar la mágica barrera de la hechicera. Cansado y al borde de la desesperación, el caballero llegó a una rara y ciertamente dudosa idea que, dada la situación, se presentaba como la única alternativa. Poniéndose de rodillas, el caballero procedió a lamer y lamer los muros exteriores del castillo. Y tanto lamió por tanto tiempo que, muy pronto, el castillo que se había vuelto triste y opaco debido a los años de exposición al viento, la arena y el salitre, volvió a brillar como en aquella remota mañana de abril en que fue tallado, probablemente por alguno de esos gigantes de antaño. Una vez concluida su tarea, el caballero si dispuso a entrar al castillo. Y aun para su sorpresa, pudo atravesarla sin problemas, como si el hechizo nunca hubiera sido lanzado en primer lugar. El caballero no tardó en subir hasta la torre donde se encontraba el príncipe y, con él en brazos, regresó a la capital donde una gigantesca comitiva esperaba su regreso. A partir de ese momento dejaría de ser conocido como “El caballero con el alma de nieve” para pasar a ser “El caballero con el alma de helado de grosella”, y recibió festejos y vitorees por el resto de su vida, que fueron apenas unos cuantos meses. Ya que, cuando llegó el verano y su alma se derritió como cada año, en vez de llorar lágrimas de nueve derretida, lloró lágrimas de grosella. Lo que volvió identificable a aquel estoico caballero con el sensible poeta veraniego. Y no pasó mucho tiempo antes de que una orden de aprensión y, poco tiempo después, una de ejecución cayera sobre él, bajo los crímenes de hacer llorar al rey en repetidas ocasiones y haber escapado de la justicia por tantos años. La noche de agosto que su cabeza rodó (sin esperanza de ser colocada de nuevo en su lugar) por el suelo del paredón un hilo de sangre dulce salió de su cuello y recorrió cada calle de la capital, cubriendo a la ciudad con un grácil perfume de grosella ara siempre. -Juan