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Cempasúchil podrido

La mía era la única presencia en la calle y la luz naranja que salía por las puertas abiertas de la
Parroquia era la única que la iluminaba. Las puertas estaban abiertas de par en par y yo me
encontraba de pie, afuera del templo. El frío de la noche fue momentáneamente interrumpido por
una acogedora brisa que salió de la iglesia y me envolvió como dándome un amable abrazo,
tomándome de la mano libre e invitándome a pasar. Sujeté con fuerza el pequeño paquete envuelto
en papel que tenía en mi otra mano y entré en el edificio, convencido de que, aunque nada pasara
aquí esta noche, este era tiempo ganado porque al menos era tiempo en el que seguía vivo.
Tan pronto estuve dentro, ambas gigantes puertas de madera se cerraron bruscamente detrás de mí,
casi rozándome la espalda. El estruendo hizo que me estremeciera y diera un salto hacia adelante.
Me di la vuelta buscando al responsable y ahí lo vi. Era alto, me sacaba al menos una cabeza. Su
piel era pálida y verdosa. Parecía hecha de fango seco y lucía quebradiza, como si de un solo toque
pudiera resquebrajarse y caer al suelo convertida en un fino polvo. Su cabello, escaso y delgado, era
por sí solo casi traslúcido. Sin embargo, lograba reflejar la luz de tal manera que perecía que
brillaba. Su cuerpo estaba cubierto por un blanco manto que lo identificaba tanto como sacerdote,
como a la persona que estaba buscando. Alcé la mirada para ver sus ojos y me encontré con dos
perlas lechosas y verdes, casi blancas. Emanaban la misma sensación de enfermedad y putrefacción
que su piel pero, a diferencia de esta, su mirada no era endeble, sino firme y determinada.
Un terrible silencio nos envolvió durante algunos minutos antes de que me atreviera a hablar.
“Buenas… Buenas noches -dije balbuceando, casi en un susurro- Estoy aquí por el…”, “Estas aquí
por el altar, lo sé” dijo, terminando mi oración. Su voz, igual de desgastada, vieja y descompuesta
como el resto de su cuerpo, me sorprendió por lo terriblemente desagradable que era. A pesar de
que su boca se movía, fue como si ningún sonido saliera de ella, sino que su voz sonó directamente
en mis oídos. Sentí su lengua, que se movía dentro de su boca, a escasos centímetros de mis orejas y
sus palabras subían y se arrastraban por detrás de mi cuello como si de pequeñas arañas con
diminutas patas se tratasen. Las escazas cinco palabras que pronunció no terminaron de revolverse
dentro de mi cabeza hasta dentro de un rato. “Adelante, adelante” dijo mientras enterraba sus frías y
delgadas garras en forma de dedos humanos sobre mi hombro y con la otra mano abría una de las
puertas que separaban el angosto recibidor donde nos encontrábamos del resto de la iglesia.
Cuando entré tras el sacerdote a la nave principal de la parroquia mis ojos se llenaron de colores,
luces, formas, decoraciones y sorpresas. Intenté seguir el paso de mi anfitrión, que afortunadamente
me había soltado y dirigía la marcha. Volteando hacía arriba pude ver que a lo largo del techo de la
nave se habían colocado incontables hileras de las típicas hojas de papel china cortado con figura
alusivas a la fecha de hoy: catrinas, pan, cempasúchil y velas. Estas ondeaban de manera dispar y
sin organización, pero con cierto ritmo, de forma que asemejaba a un mar amarillo, morado y negro
que con fuerza ondeaba sobre mi cabeza creando un segundo cielo. La intensa luz que iluminaba el
atrio provenía de un millar de velas. Las había en todos lados, en el suelo, en las ventanas, en los
bancos de los costados, en las pardes y en los candelabros. El naranja del cempasúchil ensordecía la
vista, imperaba sobre todos los otros colores y elementos, incluso comencé a dudar sobre la propia
existencia de la luz a medida que mis ojos se posaban sobre una flor, sobre otra, sobre la que estaba
al lado, sobre la que al frente. Sobre la que estaba pisando en este momento, sobre la que estaba
pisando el sacerdote en mientras caminaba. Sobre la que colgaba del techo y la que se asomaba
sobre una ventana. Sobre las que se apretujaban en los bancos, unas sobre todas las demás, tan
juntas y unidas que cualquiera confundiría el banco con una maseta. Ya no sabía si el naranja era la
luz de las velas que grácilmente se reflejaba en los pétalos de las flores para inundar el aire con su
olor y esencia o si, por el contrario, la luz de las velas no era más que el propio naranja de las flores
potenciado a través de la cera y el fuego.
Cuando llegamos al final del pasillo, es decir, al fondo del atrio, donde se encontraba el pollo sobre
el cual estaba el altar, pude ver una imagen familiar, pero por la naturaleza del encuentro esa
normalidad se rompía entre atisbos de sorpresa y extravagancia. El altar del templo estaba cubierto
por un suave mantel morado que ocultaba su naturaleza sagrada, dada por el blanco del mármol del
que estaba hecho. Alrededor se encontraba una hilera de hojas de papel picado de distintos colores
y con diversas formas. Sobre el altar se observa comida, velas, calaveritas de azúcar, pan de muerto,
un plato con sal y uno más hondo con un poco de agua dentro. Todos estos elementos estaban
dispuestos de tal forma que quedara, justo en el centro del altar, un espacio circular y vacío,
enmarcado con pequeños pétalos de cempasúchil cuidadosamente colocados.
“Espero que hayas traído lo necesario -comenzó a decir el sacerdote cuando notó mi quietud y
silencio, consecuencia del asombro. Su pegajosa voz volvió a sonar directamente en mis oídos a
pesar de la distancia- De no ser así, dudo mucho que el altar funcione. Sería una lástima”. Asentí y
lentamente comencé a desenvolver el paquete que traía. Conforme los trozos de papel caían al suelo
una foto de mi madre se fue rebelando. Cuando estuvo completamente libre me la quedé viendo por
un momento. La tomé en un viaje que hicimos con el resto de la familia a Cuernavaca y fue la
última foto que se hizo de ella. Su rostro mostraba no solo el típico cansancio de la edad, sino
también el de las madres. Entre hijos, sobrinos y nietos nunca pudo abandonar ese papel. Con el
tiempo llegué a convencerme de que le gustaba cuidar niños. Me decía a mí mismo que así se
mantenía ocupada, que así nunca le faltaría felicidad e inocencia en este mundo tan rudo y cruel.
Pero ahora que veo su rostro, sus labios esforzándose en hacer una sonrisa sincera, sus arrugas
debajo de los ojos, su pelo canoso elegantemente recogido en un chongo y su mirada, sobre todo su
mirada que aún desde el papel te juzga y regaña, sé que lo que necesitaba no eran más niños a su
alrededor que, aparte de cansarla, le recordaran aquellos años en los que nos cuidó a nosotros, a sus
verdaderos hijos. Cuando nos veía crecer, llorar, sonreír y jugar. Aquellos años en los que tenía
sueños, que esperaba grandes cosas de nosotros. Y si no grandes, al menos buenas. Viendo su
retrato ahora sé que nunca necesité hacer nada grande para ella, solo algo bueno, y ni eso pude.
Alcé la vista para ver al sacerdote y le pregunté: “¿Solo hace falta poner la foto en el centro?”.
“Solo eso falta” -me dijo con una sonrisa que hubiera preferido no ver. Regresé la vista al altar y
comencé a subir al pollo. Cuando me encontré frente a este, me di la vuelta esperando encontrar al
sacerdote, pero, por más que ojeé toda la nave, no pude hallarlo. Por el contrario, pude percatarme
de que los ojos de cada figura de santo o virgen, ya hubiera sido una estatuilla o una pintura,
estaban tapados con un pétalo de cempasúchil. Con miedo volví la vista al altar y subí la mirada
para ver si el caso de Jesús era el mismo. A pesar de que esperaba que así fuera la imagen de él
clavado en la cruz, sangrante como siempre, pero con los ojos tapados, ciego antes las almas que
debía cuidar, no pudo sino estremecerme.
Una vez que me comprendí solo, aislado tanto de la mirada mortal que juzga sin saber y de la
mirada divina que juzga sabiendo, me atreví a colocar la fotografía enmarcada de mi madre en el
centro del altar. Lo hice lento y con cuidado, no quería mover nada sobre el mantel. Aguanté la
respiración para que mi exhalación no pudiera mover ni uno solo de los pétalos. Cuando la foto
estuvo en su lugar retrocedí sobre mis pasos, sin quitar la vista del altar y con cuidado de no
tropezar con la escalinata. Ahora solo faltaba esperar. Desde un inicio me dispuse a rendirme, no
sería la primera vez que me rindo en algo. Estaba dispuesto a aceptar que esto bien pudiera ser una
broma. Una muy elaborada y cruel broma que buscaba jugar con la esperanza de disculparme con
mi madre, de decirle que lo siento. De estar, aunque sea una noche, otra vez a su lado.
Este tipo de pensamientos comenzaron a colmar mi mente al grado de que me empezó a doler la
cabeza. La luz y el olor de las velas se volvió insoportable y comenzaba a sentir que el naranja de
las flores empezaba a quedar impregnado en mi piel. Estaba a punto de levantarme e irme a mi casa
para poder dormir y rendirme cuando escuché, tierna y cálida como siempre, la voz de mi madre.

La luz del sol empezaba a entrar por las ventanas cuando retiré el cuatro de mi madre del altar. Me
persigné instintivamente y me di la vuelta para salir del templo. El imponente ambiente que sentí al
llegar se había ido junto con la culpa que sentía, y ambas fueron reemplazadas por el sutil aroma de
las flores y el cálido tacto del sol. Crucé la puerta por la que el sacerdote y yo entramos la noche
anterior y crucé el pequeño recibidor con la misma rapidez con la que crucé la nave principal para
poder, por fin, salir a la calle y a la vida. Pero cuando tomé el asa de la gran puerta de madera que
daba al mundo exterior e intenté empujarla, noté que no se movía. Probé con jalarla, pero el
resultado fue el mismo. Al darme la vuelta y ver la figura del sacerdote de pie, justo en frente de mí,
un hueco se me hizo en el estómago por el susto, a la vez que todos los músculos de mi cuerpo se
tensaron. Su boca comenzó a moverse, dejando nuevamente que la voz pastosa y repugnante del
sacerdote sonara en mi oído: “Veo que ya terminaste y, por el semblante de tu rostro, imagino que
mi altar ha funcionado a la perfección”, “Sí, gracias a Dios sí pude. Ahora me gustaría volver a casa
lo antes posible para dormir un rato”, “Espero que seas lo suficientemente astuto como para darte
cuenta de que Dios poco o nada tuvo que ver con los eventos de esta noche”, “Eh… Eso supongo -
dije murmurando y recordando los ojos tapados de- Pero en verdad ya me gustaría irme. Es que
estoy muy cansa…”, “Pero todavía no puedes irte. Aún hace falta hacer un pago”, “¿Un… un
pago?”, “Así es. Espero no te sorprendas. Como imaginarás, la iglesia no se decoró sola, ni las
flores se regalaron. Es más, lo rumores que hicieron que tu extraño amigo te contara sobre este
lugar y sobre lo que necesitabas hacer para que funcionara tampoco se esparcieron solos. Hay
trabajo por detrás, muchacho. Mucho trabajo”, “Oh, claro. Entiendo -dije más calmado sacando mi
billetera- Este… ¿Cuánto sería?”, “Más de lo que esa pequeña billetera pudiera contener. Yo te
ayudé a librar una culpa más grande que tu propia existencia, una culpa que se había comido cada
instante de tu vida. Sabes tan bien como yo que cuantos años vivas a partir de ahora no los hubieras
vivido sin mi ayuda y auxilio. Lo sé porque este altar también me salvó a mí una vez. El precio por
estos años a los que en antaño había renunciado es tan alto que apenas logré pagarlo hoy”. Tras
decir esto una sonrisa iluminó su rostro. Por alguna razón sus dientes chuecos, viejos, fantasmales y
putrefactos no me causaron terror ni asco como la noche pasada. Sentí una inmensa compasión por
este hombre, la misma que había sentido por mí tan solo unas horas antes. “Y si no es con dinero,
¿cómo puedo pagarle por lo que pasó hoy?”, “Ya lo has comenzado a hacer” dijo, pero en esta
ocasión su voz sonó como la voz de cualquier persona. No fue oscura ni desagradable y se escuchó
con la distancia propia de una voz que emitía una persona que se encontraba aproximadamente a un
metro de mí. Lo anterior, en vez de alegrarme, hizo que me sintiera más vacío y perdido de lo que
jamás me había sentido. Quise seguir hablando, seguirle preguntando cosas. Quise gritar, pero
comprendí que la próxima vez que alguien oyera mi voz esta sería desagradable, tendría un tacto
pegajoso y podrido. Comprendí que mi voz podría olerse, verse y tocarse dejando los dedos
cubiertos de polvo y miedo. Comprendí, finalmente, que la próxima vez que alguien escuchara mis
palabras, sonarían directamente en su odio, como si no hubiera distancia entre nosotros.
Juan Carlos Pérez Mijangos, 2021

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