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en la membrana-mundo
Fragmentos póstumos
Nietzsche
Más que una excusa, el deseo es para ellos una conexión entre conductas diáfanas, el
encuentro con una multiplicidad pura. Ubican en él la línea de fuga de una
personalidad, como si las personalidades fueran fachadas de cartón, pequeñas
violencias encubiertas con las que se llevan los asuntos de a diario.
El deseo nunca ha sido para ellos una fuerza que se pueda conocer, si por ello
entendemos una relación de causa y efecto. Pero el tiempo está de su lado. Fue así el
ciclo anterior y lo es ahora. Lo saben bien: decir que uno desea es decir que uno se
convierte en otra cosa, que se vuelve efecto sin causa y sin quicio, en fin, un marasmo
entre la conciencia de ayer y la del próximo día: un infeliz, un desquiciado.
El deseo los descubre incompletos, como quien descubre las vergüenzas íntimas, o el
que humilla profundo, con un simple comentario superfluo, a aquellos que lo saben
todo. El deseo instaura en su núcleo la tragedia de saberse frágiles, infelices,
imposiblemente sí mismos.
Pocas cosas tienen en claro. Que la búsqueda por el poder –la historia del mundo– es
otro nombre de ese intento por dominar un deseo absoluto. Que la civilización es el
proceso de crear murallas y ciudades para que ese flujo quede acotado. Que el
capitalismo trajo la vana posibilidad de satisfacer el deseo inmediato. Que el consumo
es la ofrenda que se da para acallar eso que debe quedar fuera, a raya, entre la
ansiedad y la necesidad: el consumo es anzuelo, pero limita el acceso en el punto justo
de la insatisfacción.
Sabe que el capitalismo hizo mutar el deseo en necesidad. En otras palabras, que la
economía global organiza el deseo, que lo oficializa, lo encauza; que nos hace creer
que todo deseo puede limitarse por la producción o los servicios de otros. Es el deseo
en el punto de su estandarización.
“Nos vayas por ahí”— le dicen otros a los niños, pero no se les explica la razón. “Por
ahí” –lo saben los inspiradores– les sobreviene el deseo, una fuerza mayor a su
experiencia, y que en la edad temprana sólo se conoce bajo la forma de llanto,
lamentos y gemidos por lo que no se puede contener.
Frente al deseo se forjan dos formas de ser: los que se reprimen –insatisfechos de
orden– y los inspiradores –insatisfechos de vida–. Sin embargo, casi todos viven entre
dos polos: insatisfechos de insatisfacción.
Los inspiradores sufren por dos frentes: por su propio cinismo y por la necedad
impulsiva de otros, que ellos encarnan en su cuerpo mismo. A años luz de una
rebelión verdadera, los inspiradores conspiran para hacer latir la membrana del mundo
bajo su propia tensión.