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Primera parte
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Al duque de Béjar
En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como
príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, mayormente las que por su nobleza no se
abaten al servicio y granjerías del vulgo, he determinado de sacar a luz El ingenioso hidalgo
don Quijote de la Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con
el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente en su protección,
para que a su sombra, aunque desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia y erudición
de que suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hombres que
saben, ose parecer seguramente en el juicio de algunos que, conteniéndose en los límites de
su ignorancia, suelen condenar con más rigor y menos justicia los trabajos ajenos; que,
poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío que no desdeñará
la cortedad de tan humilde servicio.
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Prólogo
Desocupado lector, sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del
entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse.
Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su
semejante. Y así, ¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia
de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de
otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su
asiento y donde todo triste ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad
de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu
son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al
mundo que le colmen de maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin
gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas,
antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires.
Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote, no quiero irme con la
corriente del uso, ni suplicarte, casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector
carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres, pues ni eres su
pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y
estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que
comúnmente se dice, que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual te exenta y hace libre
de todo respecto y obligación, y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere,
sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della.
De aquí nace la suspensión y elevamiento en que me hallastes: bastante causa para ponerme
en ella la que de mí habéis oído.»
Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en una larga risa, me
dijo:
-Por Dios, hermano, que ahora me acabo de desengañar de un engaño en que he estado todo
el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por discreto y
prudente en todas vuestras acciones. Pero agora veo que estáis tan lejos de serlo como lo está
el cielo de la tierra. ¿Cómo que es posible que cosas de tan poco momento y tan fáciles de
remediar puedan tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el
vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores? A la fe, esto no nace
de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad
lo que digo? Pues estadme atento y veréis cómo en un abrir y cerrar de ojos confundo todas
vuestras dificultades, y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y acobardan para
dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso don Quijote, luz y espejo de
toda la caballería andante.
-Decid -le repliqué yo, oyendo lo que me decía-: ¿de qué modo pensáis llenar el vacío de mi
temor y reducir a claridad el caos de mi confusión?
A lo cual él dijo:
-Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio,
y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis
algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes,
ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, de quien yo sé que hay
noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere algunos pedantes y
bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta verdad, no se os dé dos maravedís;
porque ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes.
En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos
que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer, de manera que venga a pelo,
algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco
trabajo el buscallos, como será poner, tratando de libertad y cautiverio:
Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte,
acudir luego con:
Regumque turres.
Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros luego al punto por
la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad, y decir las palabras, por lo
menos, del mismo Dios: Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros. Si tratáredes de malos
pensamientos, acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes malae. Si de la
instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico:
Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que el serlo no es de poca
honra y provecho el día de hoy.
En lo que toca al poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo podéis hacer, desta
manera: si nombráis algún gigante en vuestro libro, hacelde que sea el gigante Golías, y con
sólo esto, que os costará casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El gigante
Golías, o Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada, en el valle de
Terebinto, según se cuenta en el libro de los Reyes, en el capítulo que vos halláredes que se
escribe.
Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo
como en vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa anotación,
poniendo: El río Tajo fue así dicho por un rey de las Españas; tiene su nacimiento en tal lugar y
muere en el mar Océano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa, y es opinión que
tiene las arenas de oro, etc. Si tratáredes de ladrones, yo os daré la historia de Caco, que la sé
de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia,
Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de crueles, Ovidio os entregará a Medea;
si de encantadores y hechiceras, Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes
valerosos, el mismo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará
mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana,
toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras
extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y
el más ingenioso acertare a desearle en tal materia. En resolución, no hay más sino que vos
procuréis nombrar estos nombres, o tocar en la vuestra estas historias que aquí he dicho, y
dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros
las márgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os
faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar
un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario
pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca
necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan
simple que crea que de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y
cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de
improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o
no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la cuenta, este
vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquéllas que vos decís que le faltan,
porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó
Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus
fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la Astrología; ni le
son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se
sirve la retórica; ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que
es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene
que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que cuanto ella fuere más
perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura no mira a más
que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de
caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina
Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la
llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período
sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención;
dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que,
leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no
se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje
de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos
caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto
alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se
imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y de ellas
mismas quise hacer este prólogo, en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la
buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar
tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay
opinión por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fue el más casto
enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos
contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan
honrado caballero; pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso
Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles
que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas. Y con esto, Dios te dé
salud, y a mí no olvide. Vale.