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Hipertexto 2

Verano 2005
pp. 3-8

Leer el Quijote
Julio Ortega
Brown University

Hipertexto

L eer el Quijote nos ha hecho lo que somos. Quizá incluso nos ha


inculcado una noción de la lectura que es única en sus consecuencias:
creer que podríamos ser mejores. Leer, se diría, nos promete otro mundo.
Casi la utopía del humanismo: al cerrar el libro debería acogernos una
realidad digna de la imaginación. En español leemos, desde el Quijote, para
acercar esa otra margen.

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Como todos los hijos de este idioma, leí el Quijote de niño, a los doce o
trece años. Yo había leído ya varios tomos de la colección Sopena, que se
imprimía en Buenos Aires, baratos de papel y precio, a dos columnas.
Aunque tal vez no es ésta la edición que leí, porque leía caminando de ida
a la escuela y de vuelta a casa, y puede haber sido una edición más
manuable. Alguien me había dicho que en el siguiente año nos asignarían
el Quijote, y esa tarea animó mi curiosidad. Después, releyéndolo, o
leyéndolo con mi hija, me sorprende haber leído tan campante porque era
una edición sin notas explicativas. Leí como si lo entendiera todo, incluso lo
que no entendía. Lo leí de un tirón, al despertar, en la calle, entre clases, en
la cama. La criada estaba inquieta de oírme reír mientras leía, hasta que le
dijo a mi madre que de tanto leer yo podría enloquecer. Ella no había leído
la novela pero su asociación de la lectura y la locura se originaba en la
novela. Esa lección cervantina debe haber sido para mi la escena original
literaria. Como escribió Alfonso Reyes, quien se entrega a la lectura
descuida el cultivo de su hacienda y los placeres de la caza.

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No podía dejar de leer y reía con asombro. Esa intimidad de la emoción,
esa complicidad, es lo que le hace a uno sentir que Don Quijote es un viejo
conocido. Como dijo Borges, uno habla de este libro con felicidad, como de
un amigo. Después, mucho después, descubrí por mi cuenta que distintas
tradiciones han leído otra cosa en la novela. Los rusos creyeron que era un
libro cruel, quizá el más cruel, y hay quienes lloran leyéndolo en ruso.
Nabokov se negó a incluirlo en su curso en Harvard protestando su
bárbara crueldad pero la universidad le hizo saber que no compartía su
opinión y que tenía que enseñarlo. Las notas que pergueñó son un diario
de lectura metódica; el ejercicio le hizo apreciar mejor la novela. Para los
lectores alemanes, en cambio, la novela de Cervantes ha sido un tratado
sobre la melancolía, esto es, sobre la ilusión desmentida por la miseria de
lo real. Thomas Mann demostró que la mejor lectura de la novela se hace
en barco: su Diario del Quijote es una carta de navegación. Para los
ingleses es un libro ligeramente estrambótico sobre las dificultades de viajar
en España, pero lleno de juegos de forma y espejismos de fondo. No es
casual que el Quijote tuviese mayor fortuna en Inglaterra, cuya novelística
inspiró, casi inventó, sacándola del manual de buenas maneras. Los
españoles la leyeron como una alegoría de la nacionalidad, que ilustraba la
identidad agonista y revelaba el alma del país, nostálgica de raíces
castellanas. Esa lectura esencialista empobreció la modernidad de la
novela y explica que fuese convertida no en fuente de cambio sino en
monumento del archivo y el museo, hasta que las lecturas de Juan
Goytisolo pusieron al día su lugar, que es finalmente nuestro. En cambio,
en América Latina la hemos leído con alegría, casi como una comedia de la
lectura. Celebramos los juegos paródicos, las formas irónicas, la
indeterminación de lo moderno como la libertad de lo imaginario. En la
empresa delirante de Pierre Menard, héroe quijotesco, imaginó Borges una
metáfora de esta lectura, abierta y relativista. Menard copia literalmente la
novela para producir un Quijote distinto y suyo, porque las palabras son las
mismas pero el sentido nos pertenece.

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Conocí en alguna universidad a un crítico dedicado a Cervantes que creía,
por hipertrofia aristotélica, no sólo que la novela representaba literalmente
la realidad sino que contaba la verdad. Pero no porque nuestro héroe fuese
histórico sino porque su retrato era realista. Por lo tanto, este crítico
consideraba que todos los demás lectores mentían. Este Menard del
realismo (anticipado por Carlos Argentino en “El Aleph”) no me convenció
pero tampoco me conmovió. Hasta que en otra universidad descubrí a otro
cervantista que era exactamente la copia del primero, sólo que al revés: era
literalmente marxista, y su lectura probaba que Cervantes fue un precursor
de Marx. Concluí que la novela había gestado dos lectores perfectamente
idénticos y que, novelescamente, los convertía en parodias mutuas, como
imágenes en un espejo de feria. Sólo alguien enardecido por el culto de su

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verdad, creería poseer la última palabra sobre las palabras. A los 400 años
de su primera parte, hay que recordar que la novela se escribió para
desautorizar con la duda, la ironía y la risa los poderes al uso; y no puede
terminar en manos de las autoridades de la lectura única, porque allí donde
hay una sola lectura ya no hay lugar para el lector.

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El historiador argentino Luis Arocena me contó que la editorial Sopena
tenía un editor digno de esta comedia de la lectura: el encargado de cortar
novelas. Ocurría que los tomos de Sopena, por razones de la composición
y el papel, no podían exceder cierto número de páginas, y este
perfeccionista de la mesura adquirió la fama de esteta consumado. Era un
tipo engominado y altivo que vestía colores sufridos. Leía las novelas con
una pluma en la mano y les restaba párrafos a la medida. Tenía la fama de
haber recortado a Dumas, a Víctor Hugo, a Verne. Pero un día le tocó el
Quijote. Y lo hizo en una labor exquisita de devoción. A su paso las voces
murmuraban: “¡Ha cortado el Quijote!,” confirmando su fama de hijo de las
prensas.

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Me tocó compartir con Emir Rodríguez Monegal el año que escribía su
biografía literaria de Borges; ese año, Borges visitó la universidad. La
lectura de Emir era psicoanalítica; y en ella el inglés que Borges había
aprendido con su abuela se convertía en rasgo central de su identidad
frente al “mero español”. En esas trampas cervantinas de la lectura, Borges
aparecía como un escritor de origen bilingüe, tal vez resignado a su idioma.
Tuve un intercambio epistolar y deportivo con mi amigo Eliot Weinberger
cuando tradujo los ensayos de Borges y en su prólogo decidió como cierta
la historia legendaria del inglés de Borges. Ante mis alarmas, Eliot procedió
a una metódica encuesta y comprobó que entre las declaraciones de
Borges y las opiniones de la crítica había un empate: la mitad afirmaba que
leyó el Quijote en inglés, la otra mitad que lo leyó en español. Borges
participaba de ambas opiniones. Pero el hecho es que Borges hacía una
parodia de Byron, quien había dicho, para provocar a las almas pacatas,
que Shakespeare era mejor escritor en italiano. Alicia Jurado confirma que,
en efecto, Borges había leído la novela en español.

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Carlos Fuentes tenía quince años cuando escribió un capítulo del Quijote
como tarea escolar. He publicado ese relato en La Cervantiada (Libertarias,
1993), un homenaje a la lectura del Quijote que convoqué a modo de
respuesta literaria a los fastos del quinto centenario del descubrimiento. El
texto de Fuentes glosa el estilo cervantino por el lado de las aventuras y
demuestra el impacto de la novela en un niño, pero no sólo en la imitación
del estilo sino también en los dibujos que ilustran el relato. Alfonso Reyes
dijo que falta escribir la historia del caballero que de tanto leer novelas dio

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en escribirlas. Cervantinamente, ese sería un camino sin retorno: toda ruta
es buena para no volver a La Mancha. Porque escribir es salir de ese
estado pre-escritural del mundo, de esa tinta ilegible. Por eso, para no
volver a La Mancha, cuando Don Quijote es derrotado y debe volver a su
casa, le dice a Sancho: ¿y si nos hiciésemos pastores?, como si le
propusiera que en lugar de volver a la realidad se mudaran a una novela
pastoril. Todo para seguir por los caminos del horizonte de la lectura, lejos
de lo real, de cuyo nombre no quiero acordarme. Volver a lo literal es
recobrar la razón, la pobreza de las evidencias, el polvo y la penumbra de
la aridez española del siglo XVII. Ese espesor melancólico del mundo es
irreversible como las pesadillas e inexorable como la muerte.

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Me he dado cuenta con los años y las relecturas que todos tenemos una
intuición central sobre esta novela. Al final de La Cervantiada, bajo el título
de “Teoría del juego,” sumé algunas notas y adelanté mi intuición más
propia, aquella versión de los hechos que la novela, como una figura en
construcción, espera de nosotros. Esa nostalgia de una forma plena es otro
umbral que se abre en el paisaje de la lectura. A las puertas de otra
interpretación, sin embargo, el lector vuelve los pasos y no se anima o
atreve a explicar todas las consecuencias de su versión. Traza unas notas,
unos párrafos, y sigue releyendo como si acariciara una idea. Esas
intuiciones deben haber producido las estampas, poemas y charlas que
Borges dedicó a sus lecturas del Quijote. Es misterioso el hecho de que al
recuperarse del accidente que casi le cuesta la vida, decidiese poner a
prueba sus facultades mentales y escribir un cuento, y que ese cuento
resultase ser “Pierre Menard, autor de El Quijote.” Ocurrió como si hubiese
vuelto a las fuentes de la escritura, a través de la lectura como poética, la
apropiación como glosa, y la significación del lenguaje como relativa. Esto
es, volvió al acto cervantino de leer los libros como espacios interpuestos y
alternos, que revelan la naturaleza libresca de lo humano y la escritura
casual del mundo. Mi intuición seguramente se debe a esas lecciones de la
Universidad Borges, donde todos hemos ensayado la vasta glosa de leer.
He creído entender que la empresa de la novela es convertir a Sancho, el
analfabeto, en el mejor lector. Y que, en una verdadera epifanía de la
lectura, lo consigue en el capítulo de la Insula, donde Sancho al juzgar cada
caso demuestra que lee una novela. Son novelas ejemplares, actuadas
para poner a prueba al gobernador burlado; pero Sancho las descifra
impecablemente, convertido en humanista sabio y justiciero. Esa isla es
una utopía de la lectura: el buen lector asume que el mundo es perfectible.
Ya en el capítulo de la cueva de Montesinos, Sancho ha escuchado a un
escritor estrambótico, cuyas obras son un disparate de falsa erudición, y ha
propuesto otra, digna de un filólogo del sentido común. “Más has dicho,
Sancho, de lo que sabes,” sentencia Don Quijote. Mientras que el pícaro es
el bufón de la decadencia de España; Sancho, el hombre pobre, es el
primer héroe moderno en español: pone en práctica una lectura hecha en el

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poder de dar forma y sentido, pero también de tolerar y compartir. Yo creo
que esa es hoy día la gran lección de la novela: contra su lectura única, a
favor de los lectores; y contra la verdad única, en defensa de los más
pobres, esos próximos primeros lectores máximos.

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Cervantes cita en la novela los Diálogos de amor de León Hebreo en la
traducción del Inca Garcilaso de la Vega. Y no sería vano escuchar un eco
de la cadencia arcaizante de la traducción de ese tratado neoplatónico en
las definiciones del amor y el paraíso armónico de la Edad Dorada.
Finalmente empezamos a reconocer en la literatura clásica española las
resonancias del mundo americano, sus repertorios y sus textos. Diana de
Armas en su Cervantes, the Novel, and the New World (Oxford, 2000) ha
demostrado la gravitación del Inca Garcilaso en el comienzo del Persiles; y
hoy nos parece que el horizonte del Nuevo Mundo fue cercano a
Cervantes, y no sólo porque intentó mudarse a Indias, tal vez para no
volver a La Mancha. Vivió un año en el pueblo de Montilla, donde Garcilaso
vivió muchos años, antes de mudarse al lado, a la ciudad de Córdoba.
Cervantes sabía de la vecindad del Inca, pudieron haberse conocido.
Ambos eran dados a la conversación y compartían duras frustraciones con
la burocracia. Compartían también lecturas italianas, y pudieron haberse
demorado en las furias de Orlando. Tenían una semejanza mayor: sabían
que el Nuevo Mundo era menos arbitrario, menos autoritario que la España
de su tiempo, y podrían acordar que la modernidad de España estaba en
Indias. Diana de Armas explica la “hibridez” y la “mezcla” como principios
de la escritura cervantina, fenómeno que a nivel del lenguaje había sido
observado por Spitzer. Ambos mecanismos son centrales al pensamiento
cultural del Inca Garcilaso. Pero, sobre todo, sin ellos no se puede entender
lo moderno. El mismo hecho de que el narrador encuentre en el mercado
público, en Toledo, un manuscrito árabe, que compra por unos reales y
hace traducir, demuestra que la lectura se cumple en la calle, en la vida
urbana, y en su centro, el intercambio de las lenguas y la práctica más
moderna de todas, la traducción como umbral mediador. Traducir es
escribir, es trasladarse a la otra orilla, la del futuro. América es la nueva
orilla de esa modernidad donde las semillas de España gestan un nuevo
traslado del mundo, traducidas en las mezclas del barroco.

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Gabriel García Márquez tiene como su parte favorita del Quijote la
desaparición y aparición del rucio de Sancho, que él mismo explica como
un olvido del autor. Este episodio es otro don del arte del relato cervantino,
que convierte en escritura el lapso, y es así mismo otra demostración de la
libertad y la gracia de la novela. Ya alguien ha estudiado sistemáticamente
las equivocaciones y distracciones de Cervantes como un lenguaje
narrativo propio, aunque en primer lugar declaran el carácter procesal del
relato, que fluye episódicamente, y cuya memoria no es un pasado de la

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lectura sino el presente de la duración de la última frase que leemos; esto
es, un tiempo que circula sin repetirse. Carlos Fuentes en su libro
Cervantes o la crítica de la lectura (1976) puso al día la modernidad de la
novela desde esta orilla del idioma, demostrando con brío su actualidad. A
la indeterminación del presente se debe que la novela como género nos
comunique una experiencia viva de lo específico, como explica Bajtin. Y
quizá a ello se deba el hecho de que, después de Borges, García Márquez,
Juan Goytisolo y Carlos Fuentes, nuestra lectura del Quijote sea más
inmediata y operativa: una intervención en la hechura de la novela, en su
lenguaje y actualidad. Como se ilustra con viva elocuencia en la narrativa
de Antonio Benítez Rojo, Alfredo Bryce Echenique, Jesús Díaz, José Emilio
Pacheco, José Balza y Rodrigo Fresán, entre otros, el Quijote es una caja
de herramientas del español más creativo, aquel en que cada palabra
significa lo que hace.

Julio Ortega es profesor del Departamento de Estudios Hispánicos de


Brown University. Autor de un gran número de trabajos, actualmente se
encuentra preparando la edición de las Obras Completas de Rubén Darío
y en el proyecto de Cultura Trasantlántica. El profesor Ortega es también
doctor honoris causa de la Universidad del Santa (Perú)

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