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Dificultad de esta misión.

La madre educadora experimentará inquietudes, y, en ciertas horas, descorazonamiento, y verterá


lágrimas abundantes al comprender que el trabajo ya hecho es todavía nada, en comparación del
que resta por hacer. Sólo al comprender la dureza de la prueba se da cuenta de la importancia de
esta empresa. Este sufrimiento será fe cundo y hará nacer en ella un deseo más imperioso de estar
a la altura de su misión, de combatir más generosamente, a fin de redimir esta alma y pagar todo
el rescate exigido por Dios. Entonces experimentará ese temor saludable, opresor a veces, de
perder la conquista que tanto le ha costado ya. Porque su papel es temible. Semejante a un tesoro
que ha recibido en precioso depósito con el encargo de hacerlo fructificar, allí está su hijo en
espera de su destino. Ya ha visto ella, —y no pocas, entre las que la rodean— mujeres que
descuidan su empresa, que echan por tierra la carga demasiado pesada que soportaban sus
hombros demasiado débiles; ha contemplado esas existencias entregadas a sí mismas, sin guía y
sin apoyo, que caminan hacía lo porvenir, vacilantes, desarmadas, vencidas antes de luchar... y sus
ojos se han enternecido y su corazón ha temblado viendo las taras precoces que corroen a la
juventud, los vicios ya arraigados, que preparan una generación deprimida, inútil y quizá criminal.
Sus alegrías maternales se han apagado ante semejante espectáculo y al punto ha pensado: “¡Con
tal que mis hijos no sean como ésos!”... Pero esa misma angustia es una fuente de energías. La
animosa educadora, al apreciar los peligros que amenazan al ser querido, viendo en tomo de él
tantos enemigos que le rodean, tantos abismos abiertos ante su paso, siente crecer ai sí la fuerza
de resistencia y el ardiente deseo de una eficaz reacción. Semejante a esas madres cuya historia
nos relata sublimes sacrificios, estrecha más fuertemente contra su corazón la joven vida que
espera de ella socorro y defensa: “No, tú no perecerás; poseo el poder invencible de mi amor, y
nada del mundo, ni las fuerzas del mal, m las tendencias de tu pobre naturaleza, podrá arrancarte
de mis brazos... Haré de ti, el ser fuerte y vigoroso, porque conozco el precio de tu alma.”
Entonces se sentirá animada por una fuerza tranquilizadora más fuerte que todos sus terrores, y
pensará que Dios reserva una aureola incomparable a su maternidad, y que entre todas las glorías
que el mundo admira y saluda, la suya es la primera, la más duradera, aquella ante la cual se
inclina la humanidad con respeto y reconocimiento.

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