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Andrea Ferrari
Cuando tenía doce años recibió el veredicto de su tía Ema.
El caso de Ernesto, su hermano, era diferente: con o sin cabeza, él era varón e iba a seguir
estudiando. Para Elenita, en cambio, la tía consideró que era mejor aprender idiomas, un poco de
costura y bordado y algo de economía doméstica (para esto la mandaba a la feria con una
empleada a “observar” cómo se compraba). De esa manera, creía, se formaría para el único rol
que imaginaba para ella, el de esposa.
Elenita era la guionista y dramaturga Elena Antonietto. También era mi madre. Le costó
mucho trabajo demostrar que tenía cabeza y muy bien puesta. Ya adulta, se tomó revancha y
cursó el secundario, aunque la tía Ema no estaba ahí para verlo. Y un día se largó a escribir. Me
contó que lo hizo después de leer un libro de J.D. Salinger que le provocó un deseo irrefrenable de
inventar sus propias historias. Una sensación que aparecía apenas abría los ojos; un hilo que se
iba desenredando poco a poco en su cabeza. El silbador, uno de sus primeros cuentos, al que
transformó en guión, obtuvo en 1965 una mención en el concurso del Fondo Nacional de las Artes.
–De un chico retrasado que silbaba muy bien y una gente se aprovechaba de él para su
beneficio –me dijo–. Como siempre, lo mío muy alegre.
En ese tiempo presentó a un concurso la obra titulada Mea culpa. Un día, cuando ya
habían pasado varios meses y creía que no había tenido suerte, sonó el teléfono. Una voz
femenina le dijo que había ganado, que era Premio Municipal y que su obra se daría en el Teatro
General San Martín.
Con esa misma mezcla de pudor y azoramiento recibiría en los años siguientes otros
reconocimientos a su tarea, primero en teatro y luego en televisión. Pero antes tuvo que enfrentar
nuevas tempestades –físicas, económicas, emocionales– que la obligaron a tomar un trabajo como
secretaria de un centro médico para parar la olla, como solía decir, y sostener a sus dos hijas, que
por entonces éramos adolescentes y nos habíamos quedado sin padre.
Pasó varios años calzándose el uniforme de secretaria de nueve a cinco y escribiendo en
escasos ratos libres. Así surgió el libro de la película Queridas amigas, estrenada en 1980. El salto
lo dio cuando, hacia el final de la dictadura, decidió empezar un taller de guión con Ricardo Halac.
De su mano se metió en la televisión con Compromiso, un ciclo que haría historia tocando temas
vedados durante muchos años. Poco después renunció al centro médico –una decisión que la tuvo
sin dormir muchas noches– y no se arrepintió: de ahí en adelante siempre pudo vivir de la
escritura.
En los últimos años tuvo que dejar de escribir. Fue, sin embargo, una lectora cada vez más
voraz, cuyo apetito de novelas había que alimentar semanalmente. Se había pasado al libro
electrónico, que le permitió burlar las trampas que le tendieron sus ojos.