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Mediaciones culturales, antropológicas y humanísticas del

género, las violencias y la participación social


Índice
Introducción................................................................................................................................................1
Género, violencias y activismo: construcciones cultural y tecnológicamente mediadas..............................4
Apuntes antropológicos y etnográficos para tratar la(s) violencia(s).........................................................11
Conclusiones.............................................................................................................................................13
Referencias bibliográficas.........................................................................................................................16
Introducción

A lo largo de los estudios antropológicos, el énfasis en el “salvaje, primitivo, bárbaro” ya daba


cuenta de un enfoque con una mirada violenta, exacerbada sobre todo por la negación del “otro”.
En ese sentido la antropología fue empleada durante mucho tiempo como justificación del
colonialismo, la violencia, la conquista y la dominación.

Godelier (1995) plantea que la antropología constituyó la fuente de conocimientos utilizada para
justificar, desde las teorías de la evolución humana elaboradas por Occidente, la pretensión de
este de ser el espejo y la medida del <<progreso>>, a partir de una práctica sentada sobre la
desigualdad de status entre el observador y el observado, que se expresó en las relaciones de
dominación existentes entre sus sociedades (colonizadores y colonizados o dentro de los centros
y las periferias de los propios Estados).

Sin embargo, los intentos de la antropología de ¨escapar en gran parte a las manipulaciones de
intereses étnicos, nacionalistas o imperialistas a los que innecesariamente se le quiere ver
subordinada¨ (Godelier, 1995) han permitido la superación del carácter justificador de esa
disciplina científica, que nace, y continúa aun, polémica en el debate, y la denuncia de viejos y
nuevos genocidios y etnocidios que han tenido lugar a lo largo de la historia de la humanidad.

No obstante, la limitación de la mayoría de las etnografías clásicas de concebir la violencia como


objeto de estudio, observación y análisis limitó, según Rosemberg (2019), “la comprensión de
todos los tipos de violencia, violación y abuso sexual y todo tipo de homicidios, infanticidios,
feminicidios, regicidios, homofobias, violencia de género en la pareja y violencia doméstica”.

Acercarnos al estudio de la violencia nos permitirá reafirmar lo planteado por Ambrosio Velazco
(2009) cuando señalaba la posibilidad de que, desde el humanismo, los seres humanos pueden
hacerse a sí mismos, transformar el mundo y dirigir el curso de la historia, al partir de reconocer
que no están sometidos a “las leyes inexorables del mercado, la historia y la naturaleza”. De ese
modo, las humanidades partirían de la diversidad del ser humano y sus culturas para reivindicar
la razón práctica mediante las experiencias del presente, pero también el dialogo con el pasado.
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Uno de los aspectos para tener en cuenta cuando realizamos un estudio de la violencia es
reconocer su carácter sistémico, producido y reproducido por la aparente homogeneidad de los
sistemas económicos y políticos que afectan a todas las sociedades sin importar la región, el país
o la cultura. Sin embargo, en sus diferencias surgen, se encuentran y reproducen las violencias
todas, agravadas por los procesos de colonización, el neoliberalismo y la globalización
imperante, los cuales han afectado históricamente a Latinoamérica.

En ese contexto, Di Gimiani, González y Risør (2015) argumentan la pertinencia de reconocer


las generalidades, subjetividades y relaciones establecidas por la colonización como una
tecnología social e imaginativa, donde las diferentes formas de violencia directa, simbólica y
estructural han conllevado a la producción continua y contestación de las alteridades en la región
y en las cuales las violencias como tecnologías constituyen el espacio para generar, imaginar y
reafirmar las subjetividades.

Por otra parte, debemos señalar que no es lo mismo la investigación antropológica y etnográfica
acerca de la violencia que en tiempos de violencia, porque, aunque ambas estén estrechamente
relacionadas, en una el antropólogo puede explicar los sucesos violentos a partir de los relatos de
las víctimas como forma de documentar una experiencia que no presenció y en el otro caso vive
el fenómeno con esas poblaciones.

Según Nordstrom y Robben (1996), más allá de la etnografía tradicional, la antropología en esos
escenarios implica otro grupo de responsabilidades que conlleven a la seguridad en el campo de
trabajo, de los informantes y las teorías que ayudan a forjar actitudes hacia la realidad de la
violencia. De ese modo, el tema y la localidad determinarán el tipo de interacción que se
desarrollará y, a su vez, cada contexto impondrá el tipo de participación y acción donde no será
lo mismo estudiar rituales que procesos de violencia doméstica (González, 2018).

Más allá de las concepciones acerca del estudio de las violencias, es preciso acercarnos
preliminarmente al género y definir nuestra postura en su construcción teórica. En esa razón nos
encaminaremos a demostrar que el género no tiene la biología como destino, sino que es una

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construcción de “identidades socio-simbólicas que se asignan a las mujeres en sus relaciones con
los hombres en la organización de la vida en sociedad” (Stolke, 2004), las cuales por su carácter
cultural son variables y aptas para ser transformadas.

La utilización del género y la cultura mediante intencionalidades y significados de los más


diversos, posibilitado sobre todo por su ubicuidad y ambigüedad, posibilitan en alguna medida el
reconocimiento de las relaciones de género como fenómenos socio-culturales estructurantes de la
perpetuación de la vida humana en sociedad, a imagen y semejanza de las relaciones de
parentesco, donde su historia conlleva y refleja la concepción cambiante de la cultura en relación
a la naturaleza.

Por tanto, la cultura es entendida como u orden simbólico construido colectivamente capaz de
ordenar lo percibido en el entorno, a través de simbolizaciones con el objetivo de darle sentido,
así como organización. Este orden implica posicionar las cosas de forma jerárquica, mediante
juicios y calificaciones duales con lógicas de complementariedad y oposición, para funcionar
como referentes obligatorios para guiarse en el qué hacer y cómo hacerlo en la vida cotidiana
(Serret, 2001).

Wagner (2019) afirma que así la cultura se ha convertido en un modo de hablar sobre el hombre
y sobre fenómenos particulares del hombre vistos desde una determinada perspectiva (Wagner,
2019). En clara simbolización de los actos, expectativas, comportamientos de los hombres y las
mujeres, al dividirlos en sujetos masculinos y femeninos, la cultura llega a determinar los roles
específicos de acuerdo a las necesidades y las expectativas sociales, los cuales dictan una serie
de organizaciones y divisiones de tareas organizadas por la lógica de lo natural.

Dentro de esta presentación se hará énfasis en las relaciones entre género, violencias y
participación social, los cuales conforman las categorías de análisis fundamentales del tema de
tesis “Solidaridad social en entornos virtuales contra la violencia de género: estudio de
comunidades digitales de Cuba”, a través del análisis de contenidos estudiados en el curso como
el humanismo, la cultura, la antropología, la observación participante y el trabajo de campo, el

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pensamiento moderno, las tecnologías y la divulgación significativa.

Género, violencias y activismo: construcciones cultural y tecnológicamente mediadas

En primera instancia, es insoslayable hacer la distinción entre sexo y género, el sexo es


biológico, nacemos varones o mujeres, según las características diferenciales del aparato
reproductivo. En cambio, el género se refiere a valores, actividades, creencias, formas de
comportarse y actitudes que culturalmente se le asignan a la mujer y al varón, los cuales son
socialmente aceptados.

Giddens (1998) realiza claramente la distinción entre sexo y género, “mientras que el sexo hace
referencia a las diferencias físicas, el género alude a las de tipo psicológico, social y cultural
entre hombres y mujeres”. De ese modo se instauran socialmente los roles de género, los
atributos sociales, económicos, jurídicos y políticos, los estereotipos, las pautas de
comportamiento que deberían conforman la identidad de hombres y mujeres.

El género, en tanto representación o auto-representación, es el producto de variadas tecnologías


sociales y de discursos institucionalizados, de epistemologías y de prácticas críticas, tanto como
de la vida cotidiana (De Lauretis, 1989). De esa manera, el género se convierte en el conjunto de
comportamientos, relaciones sociales y efectos de los cuerpos, en los cuales se da un proceso de
contención mutua entre género y sexo, que se ha sido elaborado y deconstruido históricamente
desde los discursos dominantes y contrahegemónicos.

Para Di Gimiani, González y Risør (2015), una aproximación antropológica a la tecnología a


partir del abordaje dicotómico entre teoría/práctica y simbólico/técnico nos permite ver lo
material y lo tecnológico en contextos signados por lo inmaterial, como puede ser el caso de las
construcciones de género, para hacernos percibir tanto el mundo en que vivimos, como la
significación socio-cultural de procesos tecnológicos que presentan un carácter inmanente y
transcultural.

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Asimismo, en esas construcciones de la categoría de género es importante tener en consideración
las perspectivas de las antropologías del mundo consideradas por Ribeiro y Escobar (2008),
donde en su proceso de construcción se da la confluencia entre una reflexión epistemológica
crítica y una reflexión política sobre las relaciones de poder entre mujeres a través de tendencias
que articularon planteamientos de la temprana antropología marxista-feminista, la teoría
feminista y la denominada “antropología posmoderna” con la crítica social procedente de las
mujeres de color y las del Tercer Mundo. Dentro de estas nuevas historias, es importante
subrayar el rol de las feministas y las minorías, como los indígenas y afroamericanos, en la
construcción de la antropología de los centros.

Entonces, el gran reto de la interculturalidad es convertirse en una nueva relación social que,
junto con los feminismos, ambientalismos y movimientos indígenas, pueda confrontar las
antiguas jerarquías sociales de la razón, la propiedad, el género y la sexualidad para producir un
Estado democrático en el que “la enajenación cultural no deba ser más la condición de
posibilidad del ejercicio de la ciudadanía” (Tubino 2002).

Dentro de los modelos establecidos por la sociedad, donde subyace la dominación del varón
sobre la mujer, se desarrolla lo que Bourdieu (2000) reconoce como el habitus, el cual
constituye una “matriz de todas las percepciones, pensamientos y acciones del conjunto de los
miembros de la sociedad dada por una representación androcéntrica de la reproducción biológica
y de la reproducción social”.

Derivado de lo anterior podríamos plantearnos cómo opera la categoría de género en Internet y


las redes sociales cuando, según Flores y Browne (2017), los rasgos patriarcales pueden
traspasar a los nuevos espacios comunicativos donde los ejercicios de violencia intergénero se
ejercen continuamente, o bien donde se pueden visibilizar los mecanismos simbólicos que
atentan contra la igualdad.

Por ello, podemos entender que el género es una construcción sociocultural y no biológica,
mediada por la compleja interacción de un amplio espectro de instituciones políticas,

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económicas o religiosas dentro de un sistema social dado, a través de un conjunto de ideas,
prescripciones y valoraciones sociales sobre lo masculino y lo femenino construidas socialmente
de forma estructural e ideológica.

De esa manera, se convierte en un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las
diferencias, que distinguen los sexos y es una forma primaria de relaciones significantes de
poder (Scott, 1996). En ese contexto se da lo que la investigadora Rita Segato (2003) denomina
como estructuras de género, dadas por un sistema de relaciones patriarcales que apuntan hacia un
modelo de comprensión de la violencia marcado por la reproducción de la economía simbólica
del poder.

Teniendo en cuenta este orden estructural de las relaciones de género como un factor
determinante al momento de comprender la violencia de género, podremos señalar que todo acto
de violencia, además de tener un componente físico y un componente psicológico, implica el
ejercicio del poder de una de las partes sobre la otra parte en contra de su voluntad.

En rechazo hacia ese modelo de masculinidad hegemónica se dan diversos tipos de feminismos
(de la igualdad, de la diferencia, liberal, radical, ecológico, marxista, lésbico), los cuales para
este estudio constituyen corrientes de pensamiento y movimientos políticos y sociales a favor de
los derechos de las mujeres y la igualdad, la equidad y la inclusión de todas las personas en la
construcción de una sociedad donde estas puedan realizarse plenamente.

Para Duque (2005) esos planteamientos feministas incorporan la necesidad de revisar


críticamente los presupuestos culturales sobre los que se construyen los modelos amorosos,
rechazan la inversión de roles como solución a la violencia contra las mujeres y apuestan por la
solidaridad femenina como vía de superación de las desigualdades de género y erradicación de la
violencia.

Con la apuesta decolonial el feminismo reinterpreta de forma crítica a la modernidad, no sólo por
su androcentrismo y misoginia, como lo ha hecho la epistemología feminista clásica, sino dado
su carácter intrínsecamente racista y eurocéntrico, para abordar tratamientos más complejos,
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geopolíticos y co-determinantes del género, la sexualidad, el racismo, el capitalismo y la
colonialidad

A la vez que Internet permite cada vez más conectar gente, compartir información y expresar la
inteligencia colectiva humana, se multiplican las iniciativas feministas sociales, artísticas,
culturales y tecnopolíticas colectivas e individuales en la red. De esa manera desde el
ciberfeminismo se han generado nuevos espacios de participación estrechamente
interconectados, donde se multiplican las esferas de acción y transformación por parte de las
mujeres.

Plant (1997) señala al ciberfeminismo como una forma de construir al sujeto y la identidad
humana para acabar con el sistema patriarcal, lo que significa procurar nuevos escenarios para
conseguir la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Esa construcción se da a través de
un conjunto de prácticas socioculturales heterogéneas con usos y aplicaciones en lo
contemporáneo que aluden tanto a proyectos, pensamientos, movimientos, como a ideales e
intereses diversos, los cuales conllevan al cuestionamiento sobre la participación de los
feminismos en los espacios de interacción virtuales y cómo estos están siendo modificados por
las tecnologías.

Por otra parte, si retomamos el término violencia nos debemos remitir al concepto de fuerza, a
partir de esta aproximación para Corsi (1994) la violencia implica siempre el uso de la fuerza
para producir un daño y para hacer uso del poder. Entonces para que tenga lugar la conducta
violenta tiene que existir un desequilibrio de poder que puede estar definido culturalmente o por
el contexto como en el caso de la violencia contra las mujeres.

El poder simbólico acaba por ser invisible ya que no somos conscientes de los procesos con los
que opera e influye. Para Bourdieu (2000) la violencia simbólica constituye lo esencial de la
dominación masculina y presenta una forma de adhesión no reflexiva que proviene de la
“naturalización” de esquemas de poder arraigados profundamente en el inconsciente, en las
estructuras simbólicas y en las instituciones de la sociedad.

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La CEPAL (2015) precisa que “la violencia de género ocurre por desigualdades estructurales
que ubican a las mujeres en el lugar de subordinadas”, mientras que, para Rico (1996), esta se
caracteriza por enmarcarse en el patriarcado como un sistema simbólico que establece un
conjunto de ideas y prácticas cotidianas que vulneran los derechos de las mujeres.

Con respecto a ella, están planteadas cuestiones terminológicas que aún no han sido
consensuadas en su totalidad, por lo que es necesario plantear los términos que en distintos
ámbitos se interpretan como sinónimos: “violencia de género”, “violencia contra la mujer”,
“violencia contra las mujeres”, “violencia doméstica”, “violencia familiar o intrafamiliar”.

Desde nuestra perspectiva empleamos el concepto de violencia de género, el cual será concebido
como los actos dañinos dirigidos contra una persona o un grupo de personas en razón de su
género que tienen su origen en diferencias estructurales de poder y en las normas de
masculinidad/feminidad instauradas en la sociedad, la cual se puede presentar de múltiples
formas (económica, psicológica, física, sexual, obstétrica, intrafamiliar, estructural).

Es importante destacar que los entornos de violencia se extrapolan al escenario virtual mediante
diversas prácticas como el ciberacoso, la difusión de agresiones y el ciberpandillerismo, a partir
de “distintas escalas, temporalidades y dimensiones no valoradas exclusivamente en espacios
escolares, comunitarios y familiar” (Mena-Ferrara y Evangelista-García, 2019).

De ese modo, la violencia en entornos virtuales sería cualquier acto de violencia cometido,
asistido o agravado por el uso de la tecnología de la información y las comunicaciones (teléfonos
móviles, Internet, medios sociales, videojuegos, mensajes de texto, correos electrónicos, etc.)
contra una persona donde se reproduzcan las relaciones sociales y estructurales de poder del
mundo real.

Como respuesta a estas construcciones de género y violencias de todo tipo se dan movimientos
sociales, que surgidos o no al margen de las humanidades y las ciencias sociales, es preciso
reconocer su inspiración humanística, interdisciplinaria e intercultural con la concurrencia de
distintos saberes, públicos y lenguajes. Estos, a su vez, se sostienen en la concepción de libertad
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humana, la cual, según Velazco (2009), contribuye a definir su naturaleza, su posición y función
en el mundo, y en última en instancia de orientar el curso de la historia.

Los movimientos sociales luchan por una liberación cultural que sea capaz de transformar las
instituciones, de tal manera que se logre una mayor flexibilidad para la elección del individuo y
la auto organización colectiva fuera del ciclo político y económico. Estas disputas se dan dentro
de las complejidades de una sociedad contemporánea, donde aumenta significativamente el
protagonismo de grupos sociales con intereses específicos por encima de los individuos aislados.

Para Luis Villoro (2013), esas formas de integración en grupos específicos permiten elaborar una
identidad particular y reivindicar el derecho a una diferencia, otorgada por la integración
libremente elegida de cada persona y las posibilidades de realización que les ofrecen, mediante
los que se reconfiguraría el orden social producto al orden social ya no se configuraría como
resultado de la voluntad mayoritaria de individuos iguales y la interrelación compleja entre
comunidades y grupos heterogéneos.

Esa participación colectiva se compone por iniciativas que los individuos toman dentro de un
escenario en el que se posicionan, agrupan y organizan para efectuar un fin determinado que
permita transformar las estructuras de la sociedad, y generar espacios de inclusión y soberanía.

El activismo social es una estrategia importante para lograr la participación en los cambios
sociales y el desarrollo debido a que, según Jvoschev (2008), puede ser determinante en la
elaboración de políticas, toma de decisiones; pero también, puede promover un cambio social al
aportar elementos para la transformación individual.

Con la apropiación de las nuevas tecnologías por grupos de los sectores subalternos se construye
una contrahegemonía en forma de “revancha sociocultural”. De esa manera desde la cibercultura
se multiplican las comunidades de debate y se expande una solidaridad que apela a la
reciprocidad de los intercambios y las interacciones inherentes de la socialidad-en-red.

Así, la imbricación antropológica entre los vínculos sociales y las transformaciones culturales es

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cada vez más dependiente de las mutaciones del entramado tecnológico, factor que también
afecta la percepción de las comunidades de sí mismas y los modos de construir sus identidades.

Por tanto, para entender el nuevo escenario tecnocultural es preciso no solo abordar la identidad
no restringida a la memoria histórico-cultural, sino que hable “de redes y flujos, migraciones y
movilidades, instantaneidad y desanclaje” (Martín-Barbero, 2003).

En este contexto el ciberactivismo ofrece una serie de herramientas, espacios y canales para la
creación e inteligencia colectiva, mediante los cuales se redefinen de forma constante los códigos
y prácticas discursivas, comunicativas y tecnológicas de nuestra realidad social.

El ciberactivismo sería definida por toda estrategia que persigue el cambio de la agenda pública,
la inclusión de un nuevo tema en el orden del día de la gran discusión social, mediante la
difusión de un determinado mensaje y su propagación a través de los medios de comunicación y
tecnologías digitales (De Ugarte, 2007).

La transformación digital que estamos viviendo ha contribuido también a crear nuevas formas de
activismo político feminista. Estas formas entienden que la tecnología es liberadora y que
actualmente está suponiendo un impulso para la participación política y social por parte de las
mujeres (Núñez, Fernández y Peña, 2016).

Este ciberactivismo feminista se puede concebir como la lucha ejercida por parte de las mujeres
para un mayor empoderamiento, transformación de las relaciones de género y justicia social a
través del acceso, uso y participación con las tecnologías de la información y la comunicación
desde una red libre, segura, desjerarquizada y de acceso universal.

El trabajo en equipo dentro de las organizaciones feministas en los espacios físicos y virtuales,
permitirá que la solidaridad entre mujeres por conseguir una mejor calidad de vida para sí
mismas, sea traducida en el término de sororidad.

Como señala la antropóloga feminista Marcela Lagarde (2012) la sororidad es una solidaridad
específica, la que se da entre las mujeres que por encima de sus diferencias y antagonismos se
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deciden por desterrar la misoginia y sumar esfuerzos, voluntades y capacidades para potenciar su
poderío y eliminar el patriarcalismo.

En este sentido, la sororidad es ética y es política, debido a que se propone derribar los sistemas
patriarcales, racistas, de desigualdad y dominación hacia las mujeres, y sus construcciones de
igualdad contribuyen a potenciar su incidencia en la sociedad.

Desde la red, la solidaridad entre las mujeres está determinada por el establecimiento de alianzas
o redes digitales que permiten la construcción de realidades y alcanzar la deconstrucción del
sistema patriarcal a los fines de construir una sociedad igualitaria que incentive el
empoderamiento y liderazgo femenino desde lo público, lo privado y lo digital.

Apuntes antropológicos y etnográficos para tratar la(s) violencia(s)

El análisis de la violencia de género conlleva un compromiso político y una conciencia crítica,


donde se pueda construir desde la propia etnografía actos de solidaridad y lugares de resistencia.
En ese sentido, Ferrandiz y Feixa (2004) plantean que se trataría de denunciar y contribuir a
desarmar la violencia, a través de su descripción y análisis para utópicamente sentar un
antecedente disciplinario de una antropología de la paz.

Por tanto, el investigador durante el trabajo de campo debe tener claro su posición científica-
militante, los aspectos éticos de la investigación, las decisiones metodológicas al momento de
trabajar con víctimas de la violencia y la priorización de la recogida participante de datos sobre
prácticas e imaginarios y representaciones de la violencia.

Muñoz y Álvarez (2015) rechazan una única caracterización de la violencia y acentúan la


complejidad de los símbolos que existen en múltiples sociedades constituyentes de espacios
multiculturales e interculturales que constatan una necesidad de incorporar en el trabajo de
campo un entendimiento decolonizador de la violencia de género.

La manera o el significado de lo que implica dicho “trabajo” varía considerablemente


dependiendo de la perspectiva teórica o reflexiva de partida y del tema a investigar, por lo cual
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no existe una forma única de hacer trabajo de campo ni tampoco un tiempo predeterminado para
hacerlo (González, 2018).

De esa manera y en relación con nuestro objeto de estudio, el trabajo de campo se centraría en
dos vertientes: la de la experiencia vivida de la violencia y/o la de conocer y reflexionar sobre
esta violencia, la ontológica y la epistemológica, respectivamente; donde todas las partes:
perpetradores, víctimas y etnógrafos experimentan e interpretan el proceso.

Ingold (2020) señala que, más allá de cómo podemos conocer el mundo, es preciso acercarse a
cómo puede haber un mundo que nosotros podamos conocer y, desde un punto de vista
filosófico, asocia las cuestiones del primer tipo, relacionadas con el conocer con lo
epistemológico, y las del segundo, relacionadas con el ser, con lo ontológico.

La antropología actual tiene dos motivos fuertes: una humanidad compartida y la conciencia de
la existencia de diferencias históricamente determinadas (Ribeiro y Escobar, 2008) por lo que es
necesario preponderar esas diferencias y dicotomías gnoseológicas para que dialoguen con las
formas de occidentales y alternas de construir el mundo.

Desde la trascendencia de la mera recolección de datos y acumulación informativa, para


González (2018) el antropólogo debe comprender de forma más profunda otras manifestaciones
culturales a través de la concepción de la etnografía y el trabajo de campo no solo como
herramientas, sino como la condición del conocimiento sobre la diversidad cultural que
significan su condición epistemológica y en algunos casos su apertura ontológica.

Con una visión opuesta, Ferrandiz y Feixa (2004) también señalan que para contribuir
significativamente al entendimiento comparativo de la violencia en el mundo es necesario hacer
énfasis en analizar las causas de los aspectos materiales e históricos de los hechos estudiados,
por encima de las subjetividades de las experiencias cotidianas y los testimonios de los actores.

Sin embargo, para construir y resignificar sentidos alternativos a las narrativas hegemónicas que
solapan la violencia en los medios de comunicación y en los discursos políticos dominantes de la

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sociedad, es necesario contar con la visión del “otro” y visibilizar el rol desempeñado por los
actores en un proceso que permita enfrentar las nuevas preguntas y producir estudios relevantes
para la transformación social. Asimismo, una antropología de las emociones permitiría
comprender cómo los sujetos experimentan y sienten la violencia, más allá de las razones del
sistema que las crea y reproduce.

Así, las experiencias de vida y las percepciones que tienen de la realidad estos actores y el propio
investigador forman parte de las “cargas” que lleva consigo el etnógrafo como sujeto que es, por
lo cual debe considerar su lugar en el mundo social que está estudiando. A su vez, la
personalidad, sexo y edad del antropólogo añaden otro tipo de variables para la consecución del
ideal de la “observación participante” (González, 2018).

Wagner (2019) alerta que a menudo asumimos los supuestos más básicos de nuestra cultura sin
siquiera percibir su existencia y plantea que la objetividad relativa puede alcanzarse
reconociendo esas inclinaciones, la forma en que nuestra cultura nos permite entender otra y las
limitaciones que impone esa comprensión, para lo cual el investigador debe ser lo menos
sesgado posible siendo consciente de sus presuposiciones.

Es importante recordar en cualquier investigación con enfoque de género o no, que los aspectos
socioculturales e históricos constituyen los objetos de estudio por excelencia de la antropología
como ciencia y el método con el cual se construyen las teorías sobre la cultura y la sociedad es la
etnografía.

Desde distintas perspectivas teóricas, las etnografías feministas han rechazado la pretensión de
neutralidad de las ciencias sociales positivistas, y por ello han enfrentado el reto de atreverse a
incidir en la transformación social, con todos los riesgos que esto conlleva (Reinharz y
Davidman, 1992).

En ese sentido, Sciortino (2012), señala que una propuesta con perspectiva de género tiene
necesariamente que comprender los sexos de forma «situada», es decir, desde las dimensiones
históricas, culturales y socioeconómicas que obstaculizan la potencialidad individual.
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Para ello hay que considerar las potencialidades del trabajo de campo y la etnografía en sí para
comprender con perspectiva de género dinámicas localizadas capaces de promover el
intercambio entre los distintos tipos de feminismos y activismo sociales.

Conclusiones

Mediante argumentos teóricos y metodológicos, los estudios antropológicos con perspectiva de


género, y junto a ellos la etnografía, se han convertido en un pilar para comprender las mujeres
y las relaciones de género, así como interlocutores del diálogo entre movimientos políticos y
organizaciones de mujeres.

Desde Latinoamérica, las luchas feministas y demandas vinculadas con el género denotan que
necesariamente debemos pensar y construir conocimientos situados desde experiencias
personales, colectivas, políticas y culturales.

De ese modo, es preciso trazar estrategias que ofrezcan una visión antropológica capaz de
identificar las violencias, pero también sus símbolos, con el propósito de establecer
convergencias culturales y sociales que traspasen la observación participante de la antropología
tradicional para reconocer las concepciones culturales de los actores sociales relacionado objetos
de estudio.

Di Gimiani, González y Risør (2015) nos invitan a cuestionarnos ¿cómo pensar los grandes
procesos sociales y culturales que caracterizan la actualidad de América Latina?, donde no
debemos los conceptos y categorías derivadas del debate contemporáneo global no deben
aplicarse de forma acrítica por la naturaleza profundamente dinámica y heterogénea de las
sociedades latinoamericanas, caracterizadas por la constante redefinición de limites culturales,
con profundas diferencias internas, económicas, étnicas, religiosas, políticas y generacionales.

Dada la diversidad cultural de ese complejo entramado social en el cual vivimos es pertinente
visibilizar la violencia de género desde una dimensión global y a su vez local que trascienda su
propia resistencia, la comprensión de la violencia desde concepciones hegemónicas, las prácticas

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colonialistas y las creencias patriarcales.

Específicamente si abordamos la violencia de género es preciso profundizar en las formas y


métodos de la etnografía feminista, donde se traspasa la observación participante de la
antropología tradicional para reconocer las concepciones culturales de los actores sociales
objetos de estudio, considerando la forma en la cual las estructuras de género determinan esos
significados a través de prácticas, discursos y reivindicaciones políticas.

Por ello, el carácter decolonizador otorgable a la etnografía feminista debe partir de una
metodología dialógica, donde tengan protagonismo estrategias más colaborativas y, a su vez, los
actores objeto de estudio sean partícipes de la conformación del problema mismo de
investigación.

Asimismo, según Hernández (2021), se requiere de maneras más creativas y participativas de


presentar los resultados, en las que el tema de la representación de las violencias y las
resistencias a ellas no sea decidido de forma vertical y unilateral.

La complejidad de los contextos en los que se producen las violencias, en este caso por razones
de género, y el punto de vista feminista que se le puede otorgar a su estudio, hacen pertinente el
fomento de compromisos interdisciplinarios tanto para la fase de elaboración de proyectos, como
durante el desarrollo de la propia investigación y en la búsqueda de espacios para divulgar el
conocimiento producido.

En esta última fase, la de divulgación, es preciso retomar las ideas de Gándara (2013) y
establecer un modelo que permita identificar la importancia y atractivo del tema, encontrar
oposiciones binarias capaces de involucrar emociones o valores, emplear las narrativas para
organizar el contenido en forma de historia, identificar cuál es la mejor manera de resolver el
conflicto, y evaluar cómo podemos saber si el tópico se comprendió, se captó su importancia y
se aprendió el contenido.

Esto solo sería posible en la medida que se tracen “estrategias de comunicación educativa”

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(Gándara, 2016) que proporcionen información, promuevan el entretenimiento, generen sentido
individual y provoquen la reflexión y la adopción de los valores comunicados para la promoción
de una actitud crítica hacia capaces de promover un sentido de comunidad mediante los
valores/sentidos compartidos.

De esa forma sería posible deconstruir gran parte de esa violencia que se encuentra naturalizada
mediante relaciones desiguales de poder y dominio, basadas en el género y expresada, por
ejemplo, en la sobrecarga doméstica, los trabajos de cuidado no remunerado y el maltrato físico
o psicológico.

Referencias bibliográficas

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De Lauretis, T. (1989) Technologies of Gender. Essays on Theory, Film and Fiction, London,
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16
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