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El opio del «progre»

Por Ignacio SÁNCHEZ CÁMARA


En ABC 28.06.2003

El Consejo de Ministros aprobó ayer, entre otras medidas educativas, la nueva configuración de la
asignatura de Religión, en sus dos versiones, confesional y aconfesional, ambas con valor académico.
Algunas reacciones a la medida han sobrepasado los límites de la crítica razonable para adentrarse por los
vericuetos del desenfreno ideológico. Se ha llegado a hablar de quiebra del consenso constitucional y del
principio de aconfesionalidad del Estado. Por el contrario, se trata de la mejor solución adoptada desde la
aprobación de la Constitución, absolutamente conforme con ella y respetuosa tanto con el valor educativo
de la religión como con la libertad de los padres. Por supuesto que sin el conocimiento de la tradición
cristiana no es posible entender ni la historia ni el arte ni, en general, la cultura española. Pero no se trata
sólo de esto, con ser bastante, pues esta finalidad podría conseguirse sin una asignatura de carácter
confesional. De lo que se trata es de integrar a la religión en el ámbito educativo, como parte esencial de
la formación integral de la persona. Si no se trata de una ciencia, tampoco lo son las demás disciplinas
humanísticas. Por lo demás, la idea de una asignatura no evaluable es una contradicción en los términos.

El criterio liberal es claro: libertad para elegir. Hace falta asumir los postulados totalitarios para pretender
que la educación sea competencia directa y exclusiva del Estado. A éste lo que le corresponde es la
garantía del derecho a la educación, no su ejercicio. Sócrates no fue funcionario público y algo enseñó a
la humanidad. La neutralidad del Estado no consiste ni en el monopolio de la educación ni en la
imposición de una visión materialista de la realidad. Por otra parte, quienes se lamentan de la formación
religiosa recibida deben reconocer que no tuvo efectos tan devastadores como para impedirles el dictamen
crítico. No faltan en nuestra historia reciente casos de agnósticos que enviaron a sus hijos a colegios
religiosos. El anticlericalismo decimonónico puede explicarse, en parte, por los pasados privilegios de la
Iglesia, aunque también sufrió persecuciones y expulsiones. Tampoco le han faltado méritos pedagógicos
y culturales. Pero los progresistas son esencialmente nostálgicos. Son, más bien, «regresistas».

El Estado debe proteger el pluralismo y el derecho de los padres a elegir la formación de sus hijos, sin
más límites que la defensa de los valores constitucionales y el Código penal. Pero no es esto lo que el
buen «progre» desea, sino la imposición a todos de una educación materialista. Y el que quiera
espiritualidad que se la pague: la religión, a la catequesis o, mejor, a las catacumbas. Pero no es lícito
invocar la libertad para imponer una concepción materialista y atea. Sin la dimensión religiosa, queda
amputada la visión integral de la realidad. Marx proclamó que la religión es el opio del pueblo. Sus
retrógrados renuevos, que se alimentan de tópicos viejos de más de doscientos años, sienten un íntimo
desasosiego cuando olfatean la trascendencia. La educación antirreligiosa es el opio del «progre», que
adormece la conciencia de sus frustraciones y de sus viejos errores.

La nueva legislación no se limita al reconocimiento del valor educativo de la religión. También


contribuye a recuperar la dignidad de la educación, amenazada por la antipedagogía, y expulsa de nuestro
sistema la promoción automática de quienes fracasan y las horas de asueto en las aulas. Aprender no ha
de ser tarea odiosa, pero tampoco es un juego divertido.

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