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NIÑA MIMADA

Aurora Pimentel Igea

“Caprichos no.”

La abuela Marta presidía la mesa, papá medio ausente en la otra

cabecera y nosotras cuatro, las niñas, a los lados. 

“Si no te lo comes ahora, lo tendrás para cenar. Y si sigues así, volverás

a comer en la cocina…”

Era una advertencia   más que me repetía la madre de mi padre para

hacerme reaccionar. Acababa yo de cumplir los diez años, la edad en

que se nos permitía compartir desayuno, comida y cena con los mayores

en el comedor, un paso importante y anhelado. Yo comía fatal, no sólo

poco, es que no me gustaba nada, un martirio era alimentarme con lo

que fuera, salvo lo dulce, lo único que admitía con ganas y sin

resistencias. Volver a la cocina significaba una humillación completa y

yo quería estar en el comedor aquel de muebles oscuros y grandes,

feos, con los adultos de una vez ya. Bastante malo era ser el último mico

de la casa, la pequeña.

Tomé rápido las cucharadas finales que me faltaban de aquel potaje,

uno de los platos que más me costaban, con sus espinacas nadando, el

huevo duro deshecho y repugnante, las zanahorias y el bacalao, todo un

asco. Era viernes de Cuaresma. María desde una esquina del cuarto me

daba ánimos con la mirada. Tana, echada al lado de la chimenea, me


observaba también, prohibido acercarse a la mesa, siempre a distancia

los perros.

“Tú no querrás ser una niña mimada ¿verdad?” era la reconvención final

y habitual de mi abuela,   en esa ocasión yo a punto de llorar por

vergüenza. Los demás esperaban pacientemente a que yo acabase. El

postre, buñuelos para compensar el rigor del plato único, en la alacena,

cubierta la fuente con una tapa de cristal, yo no alcanzaba a verlo.

“¡No, no quiero ser una niña mimada, claro que no quiero!” Lo dije con

rabia, casi gritando. Las lágrimas de indignación me caían mientras me

retiraban el plato sopero vacío. Podía ser una niña sin hambre y sin

madre, pero desde luego no quería ser mimada de ninguna manera. Era

una ofensa hiriente que me hacía lloriquear de furia sólo porque alguien

lo insinuase, mucho más mi abuela y allí, en mitad del comedor, todos

presentes y callados como muertos. Solo Tana parecía reaccionar ante

mi enfado puesta en pie y gimiendo como yo, solidaria con mis

sentimientos.

Era lo peor que se podía ser a finales de los 60 en mi familia, una niña

mimada. Las había en el colegio, no muchas. Niñas que querían ser el

centro de atención, acostumbradas a que sus padres cedieran a sus

caprichos y a quienes tenían en jaque. Montaban la de san quintín si no

conseguían lo que deseaban inmediatamente. No había quien pudiera

con ellas, eran unas cursis, unas remilgadas y todo lo que me espantaba

ser. El capricho y el deseo constante han sido una forma de debilidad


insoportable para mí, algo de lo que avergonzarse y ocultar bien dentro

si se tiene. Había también niñas malas, pero tenían su gracia tan

procaces y deslenguadas como eran, esas mayores que fumaban a

escondidas en el patio y soltaban   de vez en cuando un   taco con

precisión y cierto estilo mundano. No estaba bien ser así, pero eran, sin

comparación, mucho mejores que las mimadas.

“Las consientes demasiado” oí una vez que le decía la abuela a mi padre.

“Es lo normal en tu situación, y te comprendo, pero no les haces ningún

favor. A los niños hay que saber decirles que no. Tienes que aguantar

el chaparrón de que tus hijas lleguen a pensar, o incluso a decirte a la

cara, que no las quieres porque les niegas algo. Hasta entonces, hasta

que aguantes ese reproche o su odio pequeño, no sabrás lo que es ser

padre”.

Ahí estaba ella, su madre, para educarnos, niñas huérfanas pero no por

eso mimadas, Dios no lo quisiera. Ser mala era atrayente, pero sobre

todo yo quería ser como los hijos de los cachicanes, los guardas de la

finca, a su aire haciendo lo que les daba la real gana, descalzos, sin

horario ni obligaciones aparentes. “¿Y por qué no puedo yo ser como

ellos?” “Porque ellos no tienen lo que tú tienes” era la respuesta.

Crecí envidiando a esos niños libres y adorando a mi abuela a la vez,

temiendo también su mirada azul y certera que traspasaba.

“Tu abuela es toda una señora” decía María con devoción. Así llegué a

creer hasta que fui mayor que las señoras de verdad  bebían jerez a
media tarde, usaban bastón y eran capaces de notar lo que ocurría en el

interior de las personas y qué se podía esperar de cada una de ellas. Mi

abuela tenía una clarividencia rayana en lo prodigioso. Viuda también

como mi padre a edad muy temprana, ese modo de llegar a conocer a

los demás no sé bien qué era, si algo natural o la experiencia de haber

tenido que sacar adelante sola negocio, finca y familia. Lidiar desde

joven con tanto, sin el apoyo de un hombre, y en un mundo hostil a una

mujer como lo fue la España de los años 40 y 50, le hizo desarrollar

algo que quizá ya tenía de nacimiento: la capacidad de saber rápido lo

importante y la fortaleza de seguir esa intuición sin que el deseo o la

esperanza nublara su conocimiento sobre algo o alguien, la realidad

siempre de frente y con su nombre puesto.

Recién acabada la carrera me mandaron a Estados Unidos. “Hay que

quitarle el pelo de la dehesa” sentenció tío Joaquín, “esta niña tienen

que salir de España, ver mundo y trabajar”. Mi padre dejaba que su

familia, tan variada, interviniera en nuestra educación, él al margen

desde la muerte de mamá, vencido y también inapetente a su manera.

Viví en Nueva York   tres años, un descubrimiento y una gran pasión

desde entonces. Salí del pequeño mundo en que tantos ambientes en

nuestro país, provincianos o no, acababan por convertirse. El mío no era

una excepción.

“I'm still paying the loan for the university...” Los estadounidenses

ponen a sus hijos a trabajar temprano. Es un modo de educar distinto al


español, da igual de quién seas hijo ni el dinero que tengan tus padres.

Todos mis compañeros americanos del banco llevaban trabajando de un

modo u otro desde los dieciséis años. Acabado el instituto, a veces

antes, tenían un empleo los fines de semana, los veranos, lo que fuera

para ganar su propio dinero. Sin excepción todos habían contribuido a

pagarse la universidad, también vivían desde la mayoría de edad fuera

de casa de sus padres. Pero eso no impedía que hubiera caprichos y

caprichosos. Los había de otra manera.

Habíamos estrenado los 80 y yo había sido educada en la contención en

el gasto y en la posesión, algo debido más al contexto de España, aún

sobrio, que a los medios de tu familia, todos gastábamos menos. Llegué

a Estados Unidos y me quedé impresionada: el armario de una

americana media era inabarcable, repleto de ropa, tres veces más que el

mío. Yo no sabía que se pudiera tener tanto de vestir ni que

cupiese. Eran ellos mismos, mis compañeros, no tanto sus padres, los

que se concedían mil y un caprichos con el dinero que ganaban

alentados por ese ambiente general de consumo   sin parar, inédito

entonces para una española nacida en los 60. Para mis compañeros

siempre había algo que comprar en alguna parte, el shopping formaba

parte del ocio, de la vida entera. Todo era grande además: platos de

comida a rebosar que no había quien acabase, coca colas de dos litros

que se tomaban una tras otra como si fuera agua corriente. Y todo

también demasiado, porque en general era más barato o se ganaba más


que en Europa: cinco barras de labios en vez de dos, aparatitos para

cualquier tarea en la cocina, en el baño, en el garaje, cachivaches por

doquier, a reventar a menudo estantes, cajones, a veces casas enteras

en un desorden permanente por saturación.

“Me llamo Juan Rodríguez Alcázar, trabajo en la planta cuarta, nos

hemos visto ya, ¿no?” En una fiesta del trabajo se presentó. Yo, tímida,

observaba como siempre un paso atrás. Claro que ya me había fijado en

él, siempre riéndose y   rodeado de gente. Lo   que no sé todavía es

qué encontró en mí. Nunca fui guapa y allí sólo era una niña bien de las

muchas que las familias españolas con posibles empezaban a enviar a

Norteamérica, siempre callada y, desde luego, nadie especial en esa

ciudad con chicas y mujeres de todo el mundo interesantes y distintas,

muy para gustar, atrayentes.

Me fascinó Juan. Parecía fuerte y admirable, libre e independiente.

Su vitalidad desbordante hipnotizaba. Reunía además ese algo de chico

malo, que tanto atrae a algunas mujeres, con lo mejor de los hijos de

los cachicanes de la finca de mi abuela: hacer lo que le daba la real gana

poniéndose al mundo por montera.   A la vez tenía el sólido

entrenamiento de los que avanzan exigiéndose a sí mismos, sin presión

o demandas externas. También era listo de natural. Estaba allí en el

mismo banco de inversiones que yo, pero él por méritos y un curriculo

impresionante ya a sus veintiséis años, nada de favores de familiares o

conocidos.
Juan  no paraba. Donde otros llegaban a duras penas él iba sobrado por

ganas y horas que echaba, por su pasión y dedicación. Quería llegar a

algo, a alguna parte, una ambición natural que él alimentaba

febrilmente con una actividad sin descanso porque nunca nada era lo

bastante, lo suficiente. Logrado algo no se relajaba, pasaba a lo

siguiente sin pausa y sin disfrutar lo que había conseguido,

permanentemente insatisfecho.

Había de todo en aquella época en Nueva York: los que valían y venían

como Juan a Estados Unidos, estudiaban con beca y trabajaban con

esfuerzo y sin recomendación; otros muchos como yo, nada brillantes,

pero laboriosos y constantes, incluso tercos, conscientes de la suerte de

tener una oportunidad como aquella; y, luego, los diletantes, vagos o

tontos, niños mimados en su mayoría, que no estudiaban nada, a

quienes muchas veces se había acabado por enviar al otro lado del

charco para que volvieran con un máster o un curso en una universidad

rara   o una experiencia   profesional incierta y casi inexplicable, lo que

fuera que acabara teniendo valor   en territorio español por puro

desconocimiento.

“Tontos globales” Mara, mi primera compañera de piso, los calificaba

así. Y luego agregaba “Y éstos que, además de no saber nada y ser

vagos, tienen muchas ganas de subir y figurar, ya verás qué bien se

colocan al volver, aunque no sepan hacer la o con un canuto, ya lo

verás, Laura. Algunas personas en España piensan que por decir cuatro
palabras en inglés y haber estado fuera ya vales. Hay muchos tontos y

de muchas clases en todas partes…". Tenía razón Mara, me acuerdo de

sus palabras a veces.

"Vale, Juan, vente al apartamento, pero no se puede enterar mi familia,

por favor, se llevarían un disgusto… Si lo llega a saber mi abuela…" Fue

muy rápido todo entre el fogonazo fulgurante del enamoramiento, ese

sol y neblina que te rodea, y mi soledad de niña huérfana que era muy

amplia, inmensa. Mara se marchaba además y yo no podía con el

alquiler sola. Todo vino rodado. Recuerdo la ilusión de aquella mudanza

y los primeros días de convivencia con Juan, la sensación de llevar por

fin una vida adulta, el amparo que me producía tener un hombre a mi

lado, en mi casa, en mi cama, su cuerpo en el mío protegiéndome.

Pronto acabé por descubrir que Juan era también otro tipo de

caprichoso y que compartía con   algunos de aquellos “tontos

globales”   de Mara ciertos modos. No tenía todavía   mucho dinero,

estaba devolviendo el préstamo del máster. Tampoco contaba con un

padre al que acudir para pedir dinero o solucionar problemas. Ambas

circunstancias le hacían diferente, un hombre frente a tanto niñato,

también más ambicioso por conseguir lo que otros tenían de

nacimiento. Era así un caprichoso en cierto sentido maduro, adulto,

acostumbrado a hacer su voluntad porque la había entrenado a

conciencia y nada se le había regalado. Pero la seguridad que esgrimía

hacía aguas en cuanto no conseguía lo que quería o se le llevaba la


contraria. Ese ansia por no se sabía bien qué, nunca contento por

dentro, inquieto pensando en la siguiente jugada, acababa por hacerle

imposible para quienes le queríamos. No, desde luego, para los que

veían en él alguien perfecto de quien aprovecharse, con quien crecer a

su sombra, tan fácil era engañarle si le bailabas el agua. Esos

permanecían bien cerca como parásitos mientras él no se daba ni

cuenta. En cambio, nos reprochaba la falta de apoyo al resto, se

distanciaba o nos alejaba al cabo del tiempo.

Yo supe todo esto relativamente rápido, a los pocos meses de vivir

juntos. De mi abuela Marta heredé esa rara consciencia de ver pronto a

los hombres, aún estando todavía enamorada, queriéndoles. Es una

bendición que me evita males en el largo plazo, pero también una

maldición que me impide ese ciego amor que tantos años de felicidad

puede llegar a proporcionarnos si continuamos en el resplandor del

enamoramiento.

"Juan, no te puedes poner así conmigo", "Juan, creo que no tienes razón

en eso", "La vida no es justa, Juan, no es cuestión sólo de esfuerzo o

mérito, simplemente las cosas no siempre son como querríamos tú o

yo”, “No todo lo podemos tener cuando lo deseamos, Juan”…

Desde que empecé a ver cómo era, apagada la fascinación inicial que

sentí por él hasta que rompimos, pasaron unos pocos meses. Fue algo

lento y sin   grandes roces, una deriva indolora y suave. Durante ese

tiempo él   también descubrió cosas en mí que no me gustaban nada


pero que estaban. Algunas quedan todavía.   En   otras me hizo

cambiar porque yo era dócil por dentro y por fuera.

"No es timidez lo tuyo, es que eres demasiado orgullosa para fracasar,

eso es lo que te pasa, Laura...", "Te faltan ganas o verdadera necesidad,

por eso no tienes ambición, no te empeñas”, “Has nacido con muchas

cosas y gratis,  te basta así con ir tirando de lo que tienes, de lo que se

te ha dado ...", "Eres una vaga en el fondo a la que le es fácil juzgar a los

demás que luchan porque tienen menos”, “Tú te bastas a ti sola,

¿sabes?, serás siempre una niña rica, Laura, por eso desprecias a los

que se afanan tanto como yo…" , "Dices que no quieres hacer daño a

nadie, pero es cobardía. Es a ti a quien no quieres que le hagan daño,

no te engañes, es más cómodo siempre estar dos pasos atrás como tú

estás..."

"La vida está para mancharse y tú no puedes salir limpia, Laura..." 

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“No soy mujer para ti. Lo sabes ya, Juan, como lo sé yo…”

Le estaba haciendo un favor adelantándome a él. Si hubiera sido otro

tipo de mujer habría dejado que fuera él quien tuviese que dar el paso o

esperar una infidelidad, una coartada para romper con una causa de por

medio como tantas veces se hace por pereza o miedo. Pero no soy así.

Es la clarividencia de mi abuela que sale a flote o su fortaleza. O puede

que sea   el orgullo, otro tipo de temor o   la falta de ganas para

empeñarme en algo o en alguien, esa autosuficiencia de fondo que Juan


descubrió en mí, saber que me puedo llegar a bastar sin nadie a pesar

de la soledad que arrastro desde pequeña. El caso es que yo le abrí la

puerta a tiempo como siempre hago. Pasamos aquel último fin de

semana juntos en Vermont en casa de unos amigos sabiendo los dos

que aquello se acababa. Pudimos no hacernos reproches ni daño,

tratarnos con algo que parecía amor, quizás lo era.   Gracias a

ello conservamos el cariño y la amistad más de veintitrés años después.

No nos vemos mucho, pero nos llamamos de vez en cuando. “¿Cómo

vas?”, “He estado fuera”, “No, no salgo con nadie últimamente”, “Sabes

que puede contar conmigo para lo que quieras…”

Juan   me ayudó mucho. Es cierto que era otro niño mimado. Con las

mujeres no fue una excepción. Dos divorcios y una vida sentimental sin

asentar, continuos vaivenes a sus casi cincuenta años es la

confirmación de lo que vi en él. De cerca, en la intimidad, un caprichoso

común, un tonto global, o los simples vagos o diletantes,   suelen

ser más fáciles de trato y convivencia que alguien como él. Juan tenía

un   peso distinto, mas matices y   una soledad interior temblorosa y

profunda que él ocultaba cuidadosamente.   El vacío, la desnudez de

fondo y esa tristeza lenta y oscura que algunos hombres no muestran es

lo que te hace amarles más cuando ya no estás enamorada. Es entonces

cuando realmente comienzas a quererles. Él además fue mi primer

novio serio, el que me habló sin tapujos, a la cara. Me hizo sentarme a

la mesa como los demás, como los adultos de verdad,  y comer con
ganas, sin hacerme de rogar o haciendo esperar a nadie. Quizás no con

las maneras que a mi abuela le hubieran gustado y comiendo de todo,

incluso potaje, que me horrorizaba.   Juan, estoy segura,   se lo

hubiera   dado a mi perra Tana por debajo de la mesa, sin que se

enterasen los mayores, y encima quedando bien, poniendo luego los

codos en la mesa y con su sonrisa desafiante, es como si le viera.

Era así Juan, lo es. Hoy le recordé al verle en las páginas salmón del País

en una entrevista que la hacían, firme y seguro, su debilidad a salvo, las

palabras siempre desafiantes pero correctas.

“Tú no querrás ser una niña mimada, ¿verdad?”

Cada mañana me miro en el espejo y me vuelvo a hacer la misma

pregunta. Suena también   aquel “Caprichos no” contundente de mi

infancia. Como mi abuela soy capaz de saber antes que otros qué pasa y

me atrevo a nombrarlo aunque tiemble. Una mujer abre los ojos con

sueño, pero también con curiosidad y esperanza. Soy yo. No hay nada

más ni nadie a esas hora en la casa, está la que soy, Laura, solo Laura

de frente.

La vida está ahí para no darnos aquello que queremos, lo que tanto

deseamos. A   veces puede ser   una ilusión pasajera, otras   es algo

constante que late con fuerza al compás del corazón cuando la soledad

es un hueco que crece con el tiempo haciéndose más dura, seca, hasta

acartonarse. Entonces te sorbes los mocos y caen todavía unas lágrimas.

Sin   rabia y   con calma   sé bien que   ahora ya puedo decir "No abuela,
no soy una niña mimada" mientras me siento en la mesa de los mayores

y como con apetito lo que cada día hay en el plato. Quizás un postre me

aguarda aún en la alacena.

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