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El

vaho del Arquitecto Formador


sobre nuestros ojos





Daniel Prieto Castillo1
Mendoza, mayo de 2020
Revista Interacción
CEDAL, Colombia
https://www.cedal.org.co/es/revista-interaccion/el-vaho-del-arquitecto-
formador-sobre-nuestros-ojos






El vocablo “alteridad” nos propone el siguiente significado: “la cualidad de ser
otro”, con todas las consecuencias para la vida social, para la filosofía, para la
antropología, para la educación, para la cultura... Contamos, a esta altura del
nuevo milenio, con documentos y experiencias suficientes como para
comprender el alcance de la expresión “el otro”, que conlleva la presencia de las
otras, de los otros. El artículo se impone, “el”, “la”. En estas líneas
propondremos una variante posibilitada también por un artículo: lo otro, sin
dejar de referirnos a la otredad en nuestra especie humana.

Iniciemos el diálogo con lo que alguna vez alcanzó la mirada de nuestros
ancestros.

“Luego tomaron en cuenta la construcción
y formación de nuestra primera madre y padre,
era de maíz amarillo y blanco el cuerpo,
de alimento eran las piernas y brazos
de la gente, de nuestros primeros padres;
eran cuatro las gentes construidas,
de sólo alimento eran sus cuerpos”.

“Se reprodujeron como gentes; se hicieron gentes,
hablaron, platicaron, miraron, oyeron, caminaron,
tocaron; eran muy buenas gentes, de rostros
escogidos, sus semejantes tenían
respiración; miraron, mejor dicho, lejos
llegó su visión, mucho miraron, mucho

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Educador, profesor emérito de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza. Argentina.

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supieron, todo lo que está debajo del cielo.
Al momento observaban, examinaban
lo del cielo y de la tierra, no había
obstáculo para ellos, no tenían que caminar
primero, cuando querían ver lo de abajo del cielo,
desde un mismo lugar miraban todo.
Mucha fue la sabiduría que tenían;
su mirada atravesaba los árboles, piedras,
lagos, mares, costas.
En verdad eran gentes sagradas
(...)

En seguida fueron preguntados por
el Arquitecto, el Formador:
-¿Cómo sentís vuestra existencia?
¿Miráis? ¿Oís? ¿Es buena vuestra habla,
vuestra marcha? Mirad ahora, ved lo que está
bajo del cielo. ¿Se ven las montañas y costas?
Haced esfuerzos –les dijeron.

[...] Terminaron de saber todo:
cúspide del cielo, lados del cielo,
el interior del cielo y de la tierra.

Pero no le pareció bien
al Arquitecto, Formador.

[...] ¿Qué haremos ahora para
que miren solamente cerca, para
que miren poca superficie de la tierra?
Porque no está bueno lo que dicen. ¿Acaso no son
sólo construidos, formados sus nombres?
¿Acaso han de ser ellos como dioses?
¿Y si no procrean cuando salga el sol?
Los limitaremos, que sean pocos sus deseos.

[...] Trataron de enmendar sus construcciones
y formaciones, para lo cual el Espíritu del Cielo
solamente les empañó el globo de los ojos,
quedaron algo ciegos, como si se hubiese
echado vaho sobre la luna de un espejo,
les cegó el globo de los ojos, ya sólo de cerca
miraron, ya sólo veían el sitio donde estaban.
Así fue como les quitaron la sabiduría
a los cuatro primeros hombres”.

Este fragmento corresponde al Popol Vuh, libro del tiempo de los antiguos
mayas; se trata, siento, de una de las más profundas imágenes de la condición

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humana. Ver solo el sitio más cercano es una condena para todas las
eternidades que pagaremos siempre.

Si la mirada apenas alcanza para este sitio (el mío, el de cada quien), otros sitios
se alzarán como ámbito de lo otro y del otro. El vaho sobre el globo de los ojos
funda en aquel tiempo inicial la alteridad. Una pregunta le faltó al Arquitecto, al
Formador: ¿qué ven de ustedes mismos? No fue necesaria, la alteridad nos
cerca desde el entorno, desde los otros seres y desde nosotros mismos.

Haber sido privados de la sabiduría, tuvo un costo inmenso para aquellos
primeros seres. Lo otro, el espacio de la naturaleza, perdió su transparencia y se
convirtió en amenaza. Fue necesario poblarlo de demonios, genios y dioses para
sobrevivir, para no enloquecer de terror. Se produjo, durante siglos y siglos, lo
que Georg Lukács llamó la “antromorfización” del universo cercano y lejano.

El camino fue el de la magia. Sabemos, por James Frazer (La rama dorada), que
ésta atraviesa todo el peregrinar de la especie y no tiene ninguna prisa en
desaparecer. Como el autor consideraba la religión y la ciencia como lo más
avanzado del desarrollo humano, nos legó una estremecedora imagen de la
permanencia de esa manera de relacionarse con el entorno: la historia del
devenir sobre la tierra puede ilustrarse con una cebolla; la capa exterior es la
ciencia, la siguiente la religión..., todas las demás son magia.

El recurso de la antropomorfización tuvo un costo aun mayor: pasar de lo otro
al otro, del horror ante una naturaleza en toda su violencia, a las argucias de
seres demasiado semejantes a los humanos. El terror cósmico, digámoslo así, se
desplaza al terror ante las acechanzas de mil seres capaces de traerte la
felicidad o de destruirte. Se inició muy temprano el largo camino de la
seducción a fuerzas semejantes. Siempre que se dejaran seducir.

Tezcatlipoca era para los aztecas el portador de las desdichas, quien tiene para
los hombres todas las formas de infortunio. Es el sembrador de discordias, el
demonio de las tinieblas. Su símbolo es el jaguar, la fiera al acecho para asaltar
al hombre. Es quien lo sabe todo. Le corresponde, en la división del mundo, la
región del norte, del frío. Es Yaollí Ehecatl, el viento helado de la noche. En la
encrucijada de caminos, lugar de la incertidumbre, se le erigían asientos de
piedra que nadie, ni el rey, osaba ocupar. Su nombre significa “el espejo que
humea”; lleva ese objeto en el lugar donde debería tener un pie. En el espejo lo
ve todo, en especial los crímenes y los pecados. Uno de sus nombres es “aquél
cuyos esclavos somos todos”. Es el dios de los salteadores, el hechicero, el
prestidigitador que deslumbra y engaña. Destruye sin motivo, sin motivación
ética. Es moyokoyatzin “el que obra a su arbitrio”. Tezcatlipoca expresa que el
hombre, con su culpa o sin ella, está expuesto a la desgracia, a la perdición y al
aniquilamiento, es un golpe constante a la conciencia de que no somos dueños
de nuestro destino. (He seguido, para estas líneas, el hermoso y terrible libro de
Paul Westhein La calavera, que descubrí en la década de 1970 en México).

Encarnación del otro en todo su aterrador esplendor. Imaginemos un contexto
cotidiano poblado de seres a los cuales, por una cuestión de vida o muerte, de

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mínimo equilibrio en la existencia diaria, habrá que hacer al menos un poco
previsibles.

Entran aquí en juego las relaciones cercano-lejano. Puesto que estamos
condenados a mirar solo el sitio donde vivimos, el más allá (expresado en un
bosque, en una montaña, en el horizonte del mar, en las estrellas) se irá
convirtiendo en lo otro irreductible, en el océano de lo extraño, en el territorio
donde cualquier prodigio será posible y donde habitarán desde lo más bello a lo
monstruoso.

Vladimir Propp (Morfología del cuento maravilloso) demostró cómo lo lejano es
siempre el universo del cual vienen las amenazas para una determinada
comunidad. Y Arturo Roig expresó esto en su trabajo Narrativa y cotidianidad:
un espacio cotidiano estructurado de manera de hacer previsible precisamente
la cotidianidad, con un rechazo a todo lo que podría vulnerarla o transformarla.
Lo lejano ha dado lugar durante siglos y siglos a todo un abanico de sitios y
seres en los que en general ha primado la presencia de lo monstruoso. Colón
llegó a nuestras tierras a través del Mar Tenebroso, a la espera de quién sabe
qué prodigios...

La defensa de la cotidianidad, de los espacios más cercanos y seguros, fue en no
pocos casos cimentando una forma de reconocerse y de diferenciarse de los
demás. Me refiero al riesgo de llegar a decir: todo lo mío es, todo lo extraño no
es. Y, por lo tanto, lo extraño estará connotado de fuerzas malignas, o de seres
que no alcanzan a tener la categoría de humanos.

Lo afirmó así Ovidio en sus Metamorfosis al referirse a los hombres que vivieron
en la edad de oro: “entonces no conocían la maldición de las naves”. Cuando
abandonas tus espacios más cercanos, más seguros, y te lanzas a la desmesura
del mar, sobreviene esa maldición.

Retomemos también a Eurípides:

“Los dioses nos dan muchas sorpresas: lo esperado no se cumple y para lo
inesperado un dios abre la puerta”.

La maldición de las naves y las puertas hacia lo inesperado anuncian las
borrascas de la incertidumbre.

Cuando quiero hacerle entender a mis alumnos lo que significa la relación entre la
incertidumbre y el futuro, me paro de perfil y pongo una mano con la palma
mirando hacia mi cara: ¿hasta dónde alguien, como persona, como grupo, como
empresa, como país, puede empujar futuro? El chico de la calle lo tiene pegado a su
rostro, su futuro es un ahora permanente; ellos, los estudiantes a los cuales me
dirijo, contaron con padres que pudieron empujar, proyectar futuro para que
terminaran por cursar en una universidad; en las crisis siempre el futuro se viene
encima.

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A mayor posibilidad de alejar el futuro, más sensación de seguridad frente a la
incertidumbre.

Por muchos caminos intentamos los seres humanos alejar futuro. Uno de ellos,
presente en toda sociedad posible, corresponde al entretejido de la vida cotidiana.
Hemos vuelto una y otra vez a esa temática. Escribía en la década de 1990:

“La vida cotidiana se construye para sobrevivir en un océano de incertidumbre
(como decía Bertrand Russell). Espacios, objetos, ordenamiento de las relaciones,
rutinas, apuntan a crear un techo mínimo, un abrigo, frente a la naturaleza y al
resto de la sociedad.

La certidumbre es lo cierto, lo que constituye un suelo sobre el cual me muevo.
Ningún organismo, afirmaba Norbert Wiener en Cibernética y sociedad, soporta
una incertidumbre demasiado prolongada. Pues bien, la búsqueda de certidumbre
es constante en cualquier ser humano en todos los frentes de su existencia”.

Afirmábamos entonces que la vida cotidiana es el hogar del sentido. Cuando el
futuro se viene encima, cuando un dios abre la puerta a lo inesperado, los sentidos
que nos sostienen en lo más cercano, en lo más íntimo, pueden desbaratarse como
hojas barridas por vientos encontrados. Tales huracanes nos arrojan a menudo a
los brazos de una precariedad sin márgenes. No olvidemos el alcance de ese
término: precario viene del latín, prex, precis, plegaria, imploración, súplica; alude
a provisoriedad, inestabilidad, inseguridad… En las situaciones extremas,
sabremos de eso ahora, se abre el camino a la imploración, a la súplica.

¿Son acaso los antiguos dioses quienes nos arrinconan con el futuro? ¿Siguen
presentes ellos en la pérdida de lo que nos sostiene en la vida cotidiana? ¿No hay
otro, otros, impulsando esa pérdida?

Sobre el otro se ha escrito mucho, a menudo con una idealización de lo que
significan la socialidad, el encuentro con las y los demás. No pretendo, para nada,
criticar esa mirada, todo lo que podamos hacer y expresar para sostener la
convivencia, para cumplir con la expresión de Simón Rodríguez, “estamos en el
mundo para entreayudarnos y no para entredestruirnos” será siempre objeto de
búsqueda, siempre bienvenido. Al nacer somos los más desvalidos en el reino de
los seres vivos, no tenemos lenguaje, no podemos desplazarnos para nutrirnos, nos
conforma un puñado de sensaciones que se van afinando en los brazos, la ternura,
la voz de quienes nos reciben en la vida.

Pero el otro también puede ser quien significa la destrucción, la amenaza. Y el
extraño, el amenazante, el que puede traernos los vientos de Tezcatlipoca.

Pienso, hoy, en estos años de ingreso al tercer milenio, en el otro encarnado y
encaramado en la política con la desmesura de contar con unos setecientos mil
millones de dólares por año para desarrollar y sostener armamentos; en el otro
agazapado en los vericuetos de la red para sacar a relucir los zarpazos de la
pedofilia; en el otro empecinado en negar holocaustos y en impulsar la
construcción de grupos sostenidos por un odio irrefrenable; en el otro dueño de

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haciendas y de vidas capaz de arrasar cuanto espacio de resistencia social se le
pone por delante; en el otro lanzado a destruir tierras y océanos para alimentar las
fauces insaciables de un mercado sin límites. ¿Cuánto alcanzamos a ver de todo ese
universo? ¿Cuánto llegamos a comprender?

En medio de ese concierto de otros andábamos hasta hace unos meses. De alguna
manera tratábamos de vivir dentro de tantas acechanzas de la incertidumbre, en
un equilibrio casi inexplicable a escala planetaria. De alguna manera tales
presencias no alcanzaban a destruir siglos y siglos de historia humana, a pesar de
contar con todo un arsenal de recursos para hacerlo. De alguna manera íbamos
deslizándonos hacia un abismo sin márgenes, pero lo hacíamos como si
pudiéramos continuar sosteniendo nuestras pobres certidumbres. De alguna
manera insistíamos en alejar futuro para construir algo más allá del día cercano.

Entonces irrumpió lo otro.

No me toca describir lo que todos hoy vivimos. El retorno de la naturaleza, la
vuelta del terror cósmico, no se verán seguidos por el intento de hacerla un poco
previsible, esperable, como cuando nuestros antepasados la poblaron de
demonios, genios y dioses para sobrevivir, para no enloquecer. Apostamos a los
caminos de la ciencia, pero ella no alcanza, todavía ve de cerca, todavía anda a
tientas ante tal irrupción de Tezcatlipoca en sociedades enteras.

Lo otro va más rápido, arrincona a multitudes en sus espacios más cercanos,
quiebra mercados y arroja a la calle a quienes todavía no habían caído en ella,
arremete contra el beso, la caricia y el abrazo, desbarata rituales, se lleva los
cuerpos tal cual lo expresaba el viejo Homero: “como las hojas de los árboles nacen
y perecen las generaciones de los mortales hombres”, desencadena la pálida
muerte que “pisa con igual pie las chozas de los pobres y los palacios de los ricos”
como cantaba Horacio; la muerte en solitario, sin nadie para velarte, sin nadie para
llorar a tu lado.

Lo otro, este otro que nos ha tocado, es inmisericorde, incapaz de sentir la
desdicha de los demás, de compadecerse por un sufrimiento, por una condena a la
soledad, por un cuerpo que se derrumba por dentro, por una historia arrancada de
raíces, por tanto que iba a ser, que quería seguir siendo, y se queda al borde del
querer, como lo expresaba Pedro Salinas cuando habló de la bomba total en su
poema Cero: “Muerto inicial y víctima primera: lo que va a ser y expira en los
umbrales del ser”, “Tan al borde del beso, no se besan”, “De imposibles se vuelve la
pareja”. “¡Y todos, ahora, todos, qué naufragio total, en este escombro!”

Lo otro es invisible, inaudible. Llega sin un rumor, sin mover una brizna, sin pasar
por tu mirada, sin hacerte sentir su terrible presencia, sin anunciarse. Entra en ti
callado como una estrella lejana con una aterradora ausencia de luz.

Es ubicuo, está en todas partes, salta fronteras, límites, calles, ciudades, mares;
irrumpe con idéntico pie en las favelas, en las mansiones de los narcos y de los que
viven como-si-todo-pudieran-comprarlo. Ya lo expresó la hija de un hombre de

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gran riqueza en dinero: “Somos una familia millonaria y mi papá murió buscando
algo que es gratis. El aire, murió asfixiado”.

Aquí estamos.

Cercados por el otro encarnado y encaramado en la política, el otro agazapado en
los vericuetos de la red, el otro empecinado en negar holocaustos, el otro dueño de
haciendas y de vidas, el otro lanzado a destruir tierras y océanos para alimentar las
fauces insaciables de un mercado sin límites.

Cercados por lo otro inmisericorde, invisible, inaudible, ubicuo.

Rodando en la pendiente de una incertidumbre enseñoreada en nuestros espacios,
en el día a día, privados del abrazo y la caricia, amenazados por la cercanía de los
cuerpos, casi como aquel personaje de “Los sueños” de Akira Kurosawa que
trataba de alejar un viento nuclear agitando su saco; solo que él lo veía venir.

Aquí estamos.

Hace tiempo, allá por 1970, tuve la idea de escribir un libro sobre los modelos de
comunicación subyacentes a diversas utopías. Me dediqué a atesorar y leer
propuestas de ese tipo lanzadas antes de que Tomás Moro inventara el término y
también de las que surgieron después hasta la escrita por Skinner, “Walden dos”
que apuntaba a una sociedad construida a partir de sus postulados científicos.

No llegué a producir la obra, mis intereses fueron en otras direcciones. De todas


formas aprendí mucho de tales búsquedas. Lo que me significó un motivo fuerte de
reflexión fue el juego entre el “u-topos” y el “topos”. Me explico, para avanzar hacia
el primero esos autores necesitaron, en casi la totalidad de los casos que revisé,
partir de un lugar social que buscaban superar. Me sucedió, luego de muchas
lecturas, que fue creciendo en mis análisis no tanto el “u-topos” sino el “topos” y lo
hizo como un desfile de horrores de lo que en determinadas épocas han sido
capaces de protagonizar los seres humanos. En un momento determinado me
pregunté cómo había hecho nuestra especie para llegar adonde estamos, cómo
había sobrevivido a semejantes horrores. Obra de los humanos fueron, del otro, de
los otros.

Aquí estamos ahora, con la continuidad del otro encarnado, encaramado,


agazapado, empecinado, dueño, lanzado…, y de lo otro. Férrea conjunción, tenazas
implacables capaces de diezmar cualquier futuro.

¿El fin de los tiempos humanos, de la terca ilusión de un siempre proferido por
generaciones y generaciones? ¿Un ahora definitivo expresado en versos de Salinas?
“¡Y todos, ahora, todos, qué naufragio total, en este escombro!”, “No piso la
materia; en su pedriza piso al mayor dolor, tiempo deshecho”. “Piso añicos de
tiempo”.

¿Triunfo de la alteridad encarnada en esos otros, en ese otro? ¿Final de aquéllos y
de todas, de todos quienes conformamos la especie? ¿Reino de ese otro en un

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espacio que siempre fue lo otro, antes de nuestra presencia, durante ella, después
de ella?

Me detengo en las preguntas. Nada afirmo con ellas, afloran en mi devenir como
vacilaciones dentro de décadas y décadas de empecinarme en la esperanza y en
promover y acompañar aprendizajes. Si alguien se elige de por vida como
educador no puede dejar de proyectar futuro, de intentar entretejer siempres por
precarios que ellos sean a escala de la existencia humana.

No puedo anticipar respuesta alguna a las preguntas, el vaho que empaña el globo
de mis ojos permanece desde los primeros ancestros. No tengo ojos para atisbar
hasta dónde avanzarán esa férrea conjunción, esas tenazas implacables capaces de
diezmar cualquier futuro. Cuando un dios abre la puerta a lo inesperado, lo
esperado no se cumple, y tal vez esto puede caberle al ay de dolor que me lleva a
escribir estas páginas.

Tampoco mi mirada alcanza para proyectar mi esperanza, anclada en queridas
prácticas en el espacio de la comunicación y la educación. No puedo alegrarme las
horas anticipando una emergencia sin límites de la bondad, de la ruptura con ese
otro encarnado, agazapado, empecinado en su vileza, menos aún para anunciar una
edad de oro en la cual no existirá la maldición de las naves. Mi lectura de
propuestas utópicas me enseñó que cada tiempo encierra lo peor y lo mejor del ser
humano, que el camino hacia una sociedad ideal es apenas un sendero estrechado
aquí, cortado allá, con abismos como fauces abiertas a sus lados; un sendero que
no ha llegado a destino hasta ahora, pero presente, siempre presente.

¿Cabe el silencio entonces? ¿Quedan estas palabras en el ay de dolor? No cabe
callar. Me atendré a los hechos para tratar de expresar algunas consecuencias de
los mismos.

La emergencia de lo otro ha mostrado con violencia las miserias de quienes
asumen cargos políticos nacionales e internacionales a la hora de desfinanciar,
desfondar, deteriorar los sistemas de salud como camino para sanear la economía.
Hacia 1553 Sebastián Castellion enfrentó las ejecuciones de los “herejes” por los
calvinistas realizadas para defender la doctrina. Ante el asesinato de Miguel Servet
afirmó: “matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre”.
Decimos: vaciar los sistemas de salud para sanear la economía, con la consiguiente
muerte de seres humanos, no es sanear la economía, es llevar a la muerte a seres
humanos.

Consecuencia en la cual pongo mis esperanzas: no le será fácil a quienes asumen
cargos políticos cargarse los sistemas de salud como lo han hecho hasta ahora en
buena parte de nuestros países. La conciencia, nuestra conciencia, ha avanzado
mucho a partir de la irrupción de lo otro.

Tal irrupción ha sacado a la superficie prácticas humanas minusvaloradas, casi
invisibles, ausentes de los fuegos artificiales de los medios de comunicación y de
las consideraciones sociales. Menciono dos: las de los médicos y enfermeros y las
de los recolectores de basura. Hemos descubierto hace apenas unas semanas que

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tienen nombres, rostros, miradas, palabras. Hemos aprendido de ellos heroísmo,
solidaridad, sabiduría, entrega, altruismo, sacrificios, todo esto a menudo tan
ausente de los otros que salen a la superficie para narrar sus trivialidades.

Consecuencia en la cual pongo mis esperanzas: la toma de conciencia de la
existencia de esos seres abrirá espacios irrenunciables para continuar
escuchándolos y apreciándolos, para darles el lugar que merecen en todo contexto
social.

La inesperada llegada de lo otro ha puesto a crujir los sistemas educativos
habitados por más de mil millones de estudiantes a escala planetaria. Digo
“habitados” para aludir a la presencialidad. En pocas semanas, apenas desde
febrero o marzo para acá, la ausencia de las aulas mostró caminos válidos para
continuar la educación a través de la virtualidad, pero también muchas miserias.
La ilusión convertida en lugar común referida a los nativos e inmigrantes digitales
no tiene mayor sentido para países donde la conectividad y los equipos están fuera
del alcance de más del 30 % de la población; mal puede alguien convertirse en tal
nativo a partir de semejantes carencias. La caída de bruces de miles de docentes en
el ámbito de la educación a distancia mostró las carencias de la presencialidad
para hacerse cargo de lo que sucede más allá de las aulas.

Consecuencia en la cual pongo mis esperanzas: con el tiempo podremos avanzar
hacia una educación basada en la bimodalidad, rica en presencialidad y en trabajo
a distancia, con educadoras y educadores capacitados para moverse en ambas
líneas a fin de promover y acompañar aprendizajes en un período histórico en el
que ya no alcanzan los viejos límites del entorno tradicional del aula.

La irrefrenable explosión de lo otro ha reducido nuestra descontrolada carrera
hacia sabe dónde. Me extiendo en este punto trayendo palabras de Lewis Carrol en
Alicia a través del espejo:

“--¡Ahora, ahora! --gritó la Reina--. ¡Más rápido, más rápido!
Y fueron tan rápido que al final parecía como si estuviesen deslizándose por los
aires, sin apenas tocar el suelo con los pies; hasta que de pronto, cuando Alicia ya
creía que no iba a poder más, pararon y se encontró sentada en el suelo, mareada y
casi sin poder respirar.
La Reina la apoyó contra el tronco de un árbol y le dijo amablemente:
--Ahora puedes descansar un poco.
Alicia miró alrededor suyo con gran sorpresa.
--Pero ¿cómo? ¡Si parece que hemos estado bajo este árbol todo el tiempo! ¡Todo
está igual que antes!
--¡Pues claro que sí! --convino la Reina--. Y ¿cómo si no?
--Bueno, lo que es en mi país --aclaró Alicia, jadeando aún bastante-- cuando se
corre tan rápido como lo hemos estado haciendo y durante algún tiempo, se suele
llegar a alguna otra parte...
--¡Un país bastante lento! --replicó la Reina--. Lo que es aquí, como ves, hace falta
correr todo cuanto una pueda para permanecer en el mismo sitio. Si se quiere
llegar a otra parte hay que correr por lo menos dos veces más rápido.”

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Imagen maravillosa, dibujada en el siglo XIX, de lo que nos sucede como sociedad:
pensamiento rápido, comidas rápidas, amor rápido, decisiones rápidas, lecturas
rápidas. De improviso la cuarentena, el confinamiento, compartidos por millones y
millones de seres. ¿Hacia dónde correr tras los muros de nuestras viviendas?
¿Queda en tales circunstancias algún lugar para las prisas desenfrenadas?

Consecuencia en la cual pongo mis esperanzas: la recuperación de nuestros
tiempos de serenidad, de la pregunta por la existencia, de lo que significa el
encuentro amoroso entre nosotras y nosotros, con palabras capaces de
provocarnos un estremecimiento en lo hondo; sabemos que el pensamiento rápido
aparece, como antecedente más claro, en el arte de la guerra (no es casual que
muchas de sus formulaciones estén teñidas del lenguaje bélico, desde la palabra
estrategia que consiste en pensar en el otro, pero el otro se mueve y me fuerza a
actuar sobre la marcha), posibilidad entonces de recuperar un poco de paz, de
sosiego ahora y después de estos tiempos de crisis.

Aquí estoy, aquí estamos en medio de la borrasca, entre los embates de los otros
que he convocado a mi escrito y lo otro; mi empecinamiento en la esperanza se
queda en las cuatro consecuencias que he aventurado. Sé desde lo hondo que hay
muchas más, que la esperanza también sirve para caminar y que la escritura es una
preciosa forma de expresar las propias para dialogar de una esperanza a otra.


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