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1
Agradezco a la Fundación Ortega-Marañón, y en especial a su director Javier Zamo-
ra Bonilla, las facilidades y el apoyo que me dieron para consultar los fondos episto-
lares mencionados en este trabajo.
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Obviamente, existen muchos testimonios de vida de la época, como las memorias
de Zenobia Camprubí (1887-1956), Carmen Baroja (1883-1950) o Isabel Oyarzá-
bal (1878-1974), entre otras. Sin embargo, no se incluyen en el corpus de este traba-
jo, aunque en ocasiones compartieran espacios y vivencias con las intelectuales de
la vanguardia, porque pertenecen a una generación algo mayor. De modo similar,
la correspondencia de Ortega y Gasset con mujeres destacadas de la época es muy
abundante, como la que mantuvo con la condesa de Yebes o con María Luisa Caturla
(1988-1984), pero en mi opinión se trata de otro tipo de relación, muy determinada
por el estatus social de estas últimas antes que por sus intereses culturales.
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Aunque los epistolarios nos obligan a múltiples inferencias son indispensables para
reconstruir las prácticas de vida de las escritoras, ya que a menudo admiten una ex-
presión de las inquietudes y opiniones que nunca se permitieron en público o en tex-
tos pensados para la publicación general, o incluso en sus memorias. Así, nos dice
Rosa Chacel: “Este género –el diario, las memorias y las confesiones– tiene una am-
bigüedad o falsedad intrínseca. Quiere uno decir ciertas cosas y callar otras, y, ge-
neralmente, lo que más querría uno que se supiera es lo que se calla” (Chacel [1982]
1994: 80). De la misma opinión es Luis Miguel Pino, quien aprecia, en el caso de las
cartas de María Zambrano, “una libertad menos condicionada que en sus escritos
destinados a pública lectura” (2012: 61).
Me perjudica bastante. Sobre todo en relación con la sociedad. Para ella, el poeta
es un bicho absurdo e incomprensible llamado a desaparecer. ¡Y si por una rara ca-
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Sobre esta idea, poco destacada por la crítica, véase Álvarez González (2012: 163-
185). La cuestión es bastante compleja, pues implica una paradoja: si la vocación
viene determinada por el propio ser, para las mujeres se circunscribía a no más allá
de su papel predeterminado de guardiana del hogar y de sus valores. También Lucía
Parente recuerda la guía que supuso para escritoras como Chacel esta idea del des-
tino que debe cumplirse: “‘tengo mi destino, que yo prefiero llamar camino. Por él
iré, con todas mis circunstancias y con todas nuestras consecuencias’: così la Chacel
ricorda le parole di Ortega e sintetizza la sua dottrina filosofica che egli “aspiraba a
ejecutarla, transformándola en móvil de una criatura humana” (Parente 2012: 20).
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Obras Completas, V, 2004-2010: 120.
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Cristina Mabrey aprecia cierta “blandura” en las preguntas del entrevistador que no
parece acabar de tomarse en serio a la poeta (2007: 122). Arconada refleja muy bien en
sus comentarios adicionales a la entrevista esa imagen epocal de las mujeres que, como
hemos comentado, a menudo se ha tenido por una liberación real. Para él, “cada vez es
menos peligrosa para la mujer la marginalidad, la personalidad. Hoy se perdonan –y se
aplauden– las locuras” (Arconada 1928: 1), entre las que está, dice, la de hacer versos.
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Ya antes de 1936 había reconocido Zambrano la importancia de Ortega como maes-
tro de toda una generación en “Ortega y Gasset universitario” (Zambrano 1998: 70-
72). El reconocimiento de este magisterio ha sido una constante en los testimonios
de Zambrano.
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Para Concha Méndez, “Madrid se volvió una ciudad cosmopolita, basta recordar
la ‘Revista de Occidente’ de Ortega y Gasset” (Ulacia Altolaguirre 1990: 31); pero
también evoca las ambivalencias del maestro a la hora de reconocer un nuevo canon
de comportamiento femenino: “Recuerdo a Ortega y Gasset, alarmadísimo, porque
una mujer sola iba a viajar en un barco de emigrantes rumbo a América” (Ulacia Al-
tolaguirre 1990: 68).
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“Yo creo que tuve la vocación de enseñar por haber tenido tan buenos maestros. Si
hubiera tenido malos maestros, quizá hubiese aborrecido la enseñanza […] [Y]o he
maestro peculiar que las sitúa más allá de la cultura y de la racionalidad10, como
reconoce la propia Soledad Ortega (1914-2007), quien señala las contradiccio-
nes de su padre frente a la irrupción de las mujeres en el ámbito cultural de los
años veinte11.
Los comentarios anteriores se hicieron muchos años después de que se hu-
biera dado ese magisterio. Pero es notorio que ya en su momento se reconocía a
Ortega como mentor y como guía de la joven generación; su enorme prestigio
como intelectual liberal y europeísta y como pensador especialmente lúcido,
así como gestor de empresas culturales y académicas de diversa índole, hacía de
él un referente. La voluminosa correspondencia que se conserva en la Funda-
ción Ortega-Marañón da idea del papel central de Ortega en la vida cultural es-
pañola del primer tercio del siglo, y muestra además la cercanía que los jóvenes
intelectuales sentían hacia el maestro. Sorprende que jóvenes que iniciaban su
carrera artística o sus estudios, como Carmen Conde o una veinteañera Rosa
Alonso (1909-2011), intercambiaran correspondencia con él, como comentare-
mos en lo que sigue. Por otra parte, son también numerosas las referencias a las
“lecturas orteguianas”12: sus artículos y la prensa que él dirigía se mencionan a
menudo en las cartas. En este sentido nos interesa el pasaje siguiente de una mi-
siva de María Zambrano a Gregorio del Campo: “claro que hay ciertas gentes
disfrutado una universidad que no se volverá a repetir –el otro día creo que se lo oí
decir a Julián Marías–, aquella universidad en la que estaban todos. En la sección de
filosofía, Ortega; en la sección de historia, Sánchez Albornoz y también Américo
Castro, en la de filología, Menéndez Pidal y luego todos sus grandes discípulos. Pues
imagínate si eso se va a volver a repetir: Morente, Zubiri, Gaos, Salinas, Guillén, La-
pesa, Montesinos. Ésa era la universidad de Madrid” (Méndez 1998: s. p.).
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Para un desarrollo más amplio de las ideas de Ortega sobre las mujeres y lo femenino
puede verse mi artículo “De corzas, climas, vegetales y otras feminidades: Ortega y
Gasset y la idea de feminidad en los años veinte” (Castillo Martín 2003).
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Soledad Ortega afirmaba que su padre se sentía “desazonado” por las mujeres estu-
diantes (Mangini 2001: 78). Igualmente declara que en la tertulia de la Revista de Oc-
cidente “–-more hispanico–, rarísima vez entra una mujer en ella”, ni siquiera las de
la familia. Tan solo “el hijo mayor, que es varón, sube a esa tertulia vespertina” (So-
ledad Ortega 1995: 75). En una carta dirigida a Victoria Ocampo menciona la discu-
sión que, aún en los años sesenta, mantenía con su padre al respecto de las mujeres
españolas, pues según ella, Ortega era, “como buen español”, un antifeminista nato
(Campomar 2010: 25).
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“Me traía, pues, muy leído a Ortega, cuando caí en un Madrid más cómodo que el ac-
tual”, confiesa Rosa Alonso rememorando su llegada a la capital en 1933 (1983: 10).
que opinan: ‘pues si no es por ‘eso’ por lo que se quiere a una mujer, a qué vivir
siempre con una, si es por necesidad espiritual, basta un libro, un amigo’ y ¡cla-
ro para que una mujer sea un amigo pues… un amigo!” (2012: 190).
Este comentario recoge directamente un argumento del artículo de Ortega
“Paisaje con una corza al fondo” (1927). En él, un personaje llamado Olmedo
desarrolla significativas ideas en torno a las mujeres y a sus capacidades, y justi-
fica que los grandes hombres se enamoren de mujeres poco espirituales porque
el amor nada tiene que ver con las empresas intelectuales. Pero no es esta la úni-
ca referencia; Zambrano declara en otra carta haber leído “La resurrección de la
mónada” y comenta que le ha parecido estupenda (2012: 210); Champourcin
por su parte le aclara a Carmen Conde que aunque en su casa compran el ABC,
ella a menudo lee El Sol13.
Por otra parte, la sorprendente accesibilidad de Ortega para los jóvenes in-
telectuales facilitó la cercanía –relativa cercanía– de estos con el “maestro”,
como lo demuestran las cartas que se conservan en la Fundación Ortega-Mara-
ñón de Madrid. Entre ellas se encuentra, además de las ya publicadas de una
Rosa Chacel indignada por la mala interpretación que Ortega hizo de su novela
Estación. Ida y vuelta (1930), o de las tres cartas del desencuentro de Zambrano
con su maestro14, una de Carmen Conde pidiéndole ayuda para encontrar
trabajo en Madrid en 1927. Conde le escribe el verano de ese año desde la mo-
destia y la devoción. Le llama “admirado Sr.”, se pregunta si “no le ofendo, ver-
dad”, le alaba diciéndole que “V. lo comprende bien todo” y se despide
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El Sol era reconocido como el periódico progresista e intelectual por excelencia. La
misma Margarita Nelken (1894-1968) solicitó a Ortega trabajar en él como redactora
para cuestiones femeninas “en su aspecto social, naturalmente”, en una carta que se
conserva en el archivo de la Fundación Ortega-Marañón. No obstante, es significati-
vo el tratamiento que en el órgano liberal por excelencia se dio a una cuestión como
el apuñalamiento de una joven criolla recién casada, en plena calle de Madrid, por un
individuo chulesco que la había piropeado al confundirla con una cualquiera y ser
recriminado por el marido. El periódico de Ortega, que muchas intelectuales leían y
alababan, refiere una “atmósfera pasional” en torno al incidente. Claro que para el
mismo caso ABC mencionaba el peligro de las mujeres tentadoras y sus “piernas de-
portivas”. La anécdota muestra que incluso entre las élites liberales se mantenía fir-
me el entramado ideológico decimonónico que interpretaba las relaciones entre los
sexos en términos pasionales exclusivamente. El estudio del caso se puede conocer
en Aresti (2007: 606-631).
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Zambrano (1991: 7-25).
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La Gaceta Literaria se había hecho eco de la trayectoria espectacular de Mallo en
años anteriores pero sin abandonar el tono condescendiente típico con que los críti-
cos consideraban las obras de las mujeres. En 1928 la calificaba de “pintor de metáfo-
ras” (n.º 35, p. 4), así, en masculino, y el año anterior aparece descrita como “gracio-
sa, pequeñita, revoloteante” (n.º 17, p. 5).
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He desarrollado la cuestión de la ideología de lo femenino entre las élites liberales
del primer tercio del siglo xx en el capítulo “Reina o estanquera: aspectos de la ideo-
logía de la mujer en el cambio de siglo”, en Las convidadas de papel (Castillo Martín
2001).
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Ortega y Gasset (2010 [1921]: 480).
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Ortega y Gasset (2010 [1930]: 807).
El testimonio epistolar
En el tono íntimo que caracteriza las cartas de Zambrano a Gregorio del Cam-
po, ella firma con un cariñoso “tu fea” que podría pasar por intranscendente si
no fuera por la frecuencia con que el problema de la belleza aparece en las cartas
de muchas de las escritoras que nos ocupan. El peso de la imagen, señalado por
la propia Zambrano en varias ocasiones19, se une a las numerosas cortapisas so-
ciales que enfrentaban a las escritoras con su vocación. Champourcin lamenta
en carta a Carmen Conde no tener “la elegante figura que tú supones. ¡Soy gor-
dita y patosa! ¡Peso 60 kg! Ya ves qué poco poético”, así resulta que “hay tantas
cosas que no me sientan. ¡Si solo disfrutara de tus 51 kg!” (Champourcin/Con-
de 2007: 74).
La belleza del cuerpo forma parte del ser íntimo, lo que no sorprende en
una sociedad que, como la nuestra, exigía altos estándares de belleza a las muje-
res, estándares además masivamente difundidos por los cada vez más potentes
medios de comunicación, de la prensa ilustrada al cine. En 1925 Zambrano pro-
yecta la convicción de su altura moral e intelectual en un ideal de belleza clásica:
Y qué ausentes de mí los pudores, y las vergüenzas! Como el desnudo de las es-
tatuas griegas así soy yo, así es mi alma ¡qué lástima que no lo sea también mi cuerpo,
19
En Delirio y destino arremete Zambrano contra la tiranía de la imagen y no pode-
mos dejar de pensar en cómo en sus años de formación le fue penosa esa tiranía: “la
imagen es un maleficio; no por ser creada a nuestras expensas se nos hace visible en
modo grato; la humillación que sufrimos, cuán a menudo proviene de esa imagen”
(1990: 29).
jamás puede ser verdaderamente libre una mujer fea. Hay un testimonio reciente y
conmovedor; una mujer muy fea y altamente dotada, Simone Weil, ha dicho “cuan-
do una mujer bella se mira al espejo cree que lo que ve es ella: cuando una mujer fea
se mira al espejo sabe que lo que ve no es ella”. Confieso que de todas las cosas que
he leído sobre la mujer, dichas por una mujer, ésta es la que más me ha sobrecogi-
do. ¡La esclavitud de un espíritu lleno de belleza a una imagen que no puede aceptar
como suya y de la que nadie puede librarle! (1981: 168).
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Para un análisis de sus diarios y del problema de la belleza puede verse Cora Reque-
na Hidalgo (2003).
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Hiperestesia era en 1928 una palabra “moderna” para un mal moderno, de hecho, el
DRAE la había incluido solo tres años antes, en 1925, y aparece con cierta frecuencia
en la literatura de la época así como en el título de la novela de Ramón Gómez de la
Serna (1888-1963) La hiperestésica (1931). Este término junto con el de neurastenia
son frecuentes para referir un “mal de época”, las neurosis propias de una sociedad
en cambio.
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Sobre esta idea decimonónica que aún perduraba en los años veinte es imprescindi-
ble el libro de Pura Fernández y Marie-Linda Ortega, La mujer de letras o la letrahe-
rida. Discursos y representaciones sobre la mujer escritora en el siglo XIX.
una cura “de reposo y sobrealimentación” que “da grandes resultados a los
temperamentos nerviosos” (Champourcin/Conde 2007: 136). Se trata sin duda
de la cura de reposo del Dr. Mitchell (1829-1914), aquella que sufrieron entre
otras Charlotte Perkins Gilman (1860-1935) o Virginia Woolf (1882-1941), y
que inspiró a la primera el angustiante relato The Yellow Wallpaper (1892)23.
Sorprende que aún en 1928 siguiera vigente la idea de que el reposo y la sobrea-
limentación podían recomponer los nervios de una joven literata, y aún más
que aceptaran que su malestar vital y sus ganas de escribir fueran síntomas de
una neurosis. Conde y Champourcin dedican muchas cartas a comentar su sa-
lud, sus décimas, sus palpitaciones y sus fatigas incomprensibles, que el médi-
co, indefectiblemente, interpreta como “nervios” (Champourcin/Conde 2007:
225-226). Champourcin dice: “Yo sí sé, mis males son sencillísimos, sólo esto:
cansancio, un terrible cansancio de todo lo que tengo aquí, que parece tanto y
en realidad no es nada. Como tú, quiero hacer algo” (Champourcin/Conde
2007: 225-226).
23
Al respecto véase Ellen Bassuk (1985).
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Eduardo Álvarez incide en el rechazo que Ortega siente hacia lo social cuando se
trata de encontrar la autenticidad vital. Para Ortega “[t]oda realidad social es inau-
téntica”, de manera que “el yo auténtico sólo puede aflorar a través de este tipo de
aislamiento que consiste en combatir en sí mismo la tendencia a dejarse arrastrar por
las convenciones sociales recibidas, para que el yo profundo triunfe sobre el yo con-
vencional (Álvarez 2012: 174). Resulta casi inevitable relacionar esta convicción con
el paulatino desapego de las escritoras hacia la sociedad de su tiempo.
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María Zambrano recuerda en su presentación de Memorias habladas, memorias ar-
madas que Pascual, uno de los hermanos más jóvenes de Concha, fue “el único que
no le pegó cuando volvió a casa nada menos que de la universidad” (Ulacia Altola-
guirre 1990: 9).
y “muy rara” (ibíd.: 85), pues se retiró a última hora del recital que organizaron
en el Lyceum Club26 en mayo de 1928; y de Maruja Mallo, a la que califica de la
“más nueva entre todas nuestras pintoras”, critica que junto con Rafael Alberti
(1902-1999), “están empezando a ponerse tontos”, pues “desde que Ortega le dio
un té está demasiado importante” (ibíd.: 262-263).
Los testimonios de esa época nos muestran un grupo de escritoras que se
conocen y colaboran en ocasiones, pero que no organizan un proyecto común,
ni siquiera en lo que se refiere al Lyceum. La fuerte amistad de Méndez y Ma-
llo, la relación epistolar de Champourcin y Conde, el lazo intelectual entre
Zambrano y Chacel, articulan amistades personales, pero no grupos generacio-
nales compactos. Ello se debe en gran parte a la permanente vacilación ante la
posibilidad de una vida intelectual femenina que venía determinada por el me-
dio ambiente ideológico. Los pudores, las inseguridades y las desconfianzas
constituyen un sustrato en el que es difícil sembrar. No obstante, se aprecia en
los testimonios de las mujeres una sorprendente determinación hacia la voca-
ción y la propia obra, así como una significativa conciencia de generación que
las lleva a interesarse por las relaciones con sus contemporáneos y por las obras
de todos ellos. Se mencionan sin solución de continuidad el menosprecio por la
propia valía junto a los consejos sobre cómo editar de manera más conveniente
las primeras obras, la modestia por la capacidad de una misma junto con las crí-
ticas y las bromas sobre los contemporáneos y su poca comprensión del papel y
de la valía de las mujeres.
De enorme interés son los comentarios de Champourcin sobre “los señores
poetas” o sus amigas –o no tan amigas– “literatas”, aquellos que no las com-
prenden o estiman y también aquellos que se interesan por su poesía, los “in-
telectuales a todo plan: Salinas, Guillén, Azorín, Obregón, Andrenio, Díez
Canedo” (Champourcin/Conde 2007: 229). En 1928, ella, que echa en falta
“elemento joven y animado” en el Lyceum, se compara sin complejos con Ga-
briela Mistral (1889-1957) y Juana Ibarbourou (1892-1979), aunque asumiendo
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El Lyceum Club de Madrid se fundó en 1926 por iniciativa de mujeres como Car-
men Baroja, María de Maeztu (1881-1942), Isabel Oyarzábal o Victoria Kent (1898-
1967), quienes habían conocido clubes femeninos similares en Londres y que quisie-
ron dotar a Madrid de un espacio propio para el intercambio y la animación cultural
eminentemente femenino. A pesar de sus loables fines y de su moderada ideología,
fue ampliamente criticado tanto desde la derecha como desde la izquierda. Al res-
pecto puede consultarse Mangini (2006).
que “somos diferentes y –guárdame el secreto– más jóvenes, sobre todo, más
de hoy” (ibíd.: 232). En las muchas referencias que, en sus cartas, Champourcin
hace a los integrantes de la generación se aprecia cierta ambigüedad: oscila del
reconocimiento por el apoyo recibido, a la amargura más o menos explícita por
el menosprecio que perciben. Así ocurre con las numerosas críticas que hace a
Giménez Caballero (1899-1988) y a las condiciones abusivas que le ofrece para
la edición de su libro (ibíd.: 137, 147), o con las muchas veces que ambas amigas
quedan esperando una respuesta de Juan Ramón Jiménez. En la misma carta a
Conde en la que le relata el desarrollo del recital de poesía de mayo de 1928 en
el Lyceum, Champourcin se queja de que el público estaba compuesto casi úni-
camente por mujeres, pues casi todos los escritores que habían sido invitados
declinaron asistir (ibíd.: 84-85). De hecho, le ha ocultado a su mentor, Juan Ra-
món Jiménez, que pertenece al Lyceum, pues “cuando el Poeta sepa que soy del
Lyceum!... ¡Le tiene una manía!... es divertido oírle discutir con su mujer ese
tema” (ibíd.: 238).
Caso aparte son las relaciones íntimas con los compañeros de generación,
pues más bien sirven de cortapisa que de incentivo. ¿Hasta qué punto limitaron
estas relaciones la organización de redes y proyectos específicamente femeni-
nos? Concha Méndez, que fue novia de Luis Buñuel (1900-1983), aseguraba
que “a Luis no le gustó que yo escribiera” (Ulacia Altolaguirre 1993: 13). María
Teresa León (1903-1988) se considera ella misma “la cola del cometa”, detrás de
Alberti (León 1982: 131); Champourcin y Méndez pasaron muchos años ha-
blando de la obra de sus compañeros y pasando ellas mismas desapercibidas
para la crítica (Ulacia Altolaguirre 1990: 22); Antonio Oliver (1903-1968) que-
mó muchos de los poemas de Conde y luego se arrepintió de haber sido tan exi-
gente. De hecho, Ernestina ya le advertía en una carta de 1928 que “no debes
hacer tanto caso a tu novio”, porque eso “te va a perjudicar muchísimo. Crée-
me, no dejes tus iniciativas por él. Que te ayude, sí, pero no permitas que inva-
da de ese modo tu camino. Puedes y debes hacer mucho. ¡Que nadie te lo impi-
da!” (Champourcin/Conde 2007: 254).
Solo muchos años después –excepción hecha del temprano artículo de Chacel
“Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor” (1931)– serán las es-
en este no-ser que no puede renunciar a ser, ni puede, quedarse así (Zambrano
1989: 92-93).
Bibliografía