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Llegar a ser la que se es: construcción de

la identidad y relaciones personales en las


escritoras del 27 1

Marcia Castillo Martín


Universidad Europea, Valencia

[…] el auténtico ser del hombre no es algo que le


constituye de antemano sino algo que debe realizar:
cada uno es algo que aún no es.

[Ortega y Gasset (1961). VIVES-GOETHE,


CONFERENCIAS. Madrid: Revista de
Occidente]

Ser escritora en los años veinte

En un momento de grave crisis vital –el exilio, la enfermedad de su hermana


Araceli, las estrecheces económicas– María Zambrano (1904-1991) escribe a
Rosa Chacel (1898-1994) para recomendarle a un joven escritor cubano que
quiere visitarla en Roma porque la admira. Para ello, para explicarle la intensi-
dad de este reconocimiento, le dice: “para él, eres” (Rodríguez Fisher 1992: 56).
Más allá de las alabanzas y de las virtudes, de los reconocimientos o los logros,
ser, reconocer el propio ser íntimo de la persona, adquiere la entidad de una de-
voción incuestionada.

1
Agradezco a la Fundación Ortega-Marañón, y en especial a su director Javier Zamo-
ra Bonilla, las facilidades y el apoyo que me dieron para consultar los fondos episto-
lares mencionados en este trabajo.

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Muchos años antes, una jovencísima María le escribía a su novio de enton-


ces, Gregorio del Campo (1901-1936): “tengo un ansia… de ser, de crearme una
personalidad” (Zambrano 2012: 205). Ernestina de Champourcin (1905-1999)
se quejaba por la misma época, en una carta a Carmen Conde (1907-1996), de
que los prejuicios que encontraba por todas partes no las dejaban “ser nosotras,
sencillamente” (Champourcin/Conde 2007: 152).
Ser, querer ser una misma y ser en función de la vocación, es una constante en-
tre las escritoras de los años veinte que se puede rastrear en sus testimonios de ju-
ventud, cuando las inquietudes intelectuales y los miedos sociales eran más signifi-
cativos. Así lo declara Rosa Chacel: “mi seguridad era inmensa, ¿en mí misma, en
mi personalidad en mis valores?... No, en mi vocación, que sobrepasaba en mucho
a lo que se llama vocación profesional. La mía era vocación vital, esencial, a la que
me había consagrado en mis primeros años” (Chacel 1971: 13). Y esto es aún más
claro si cabe en los epistolarios que en los textos autobiográficos, por las particula-
ridades dialógicas de la carta y por la intimidad que en principio se le supone.
El problema de la identidad y de la vocación tiene un origen claro –además
de la lógica incertidumbre propia de sus años de aprendizaje– en las circunstan-
cias vitales a las que se enfrentaron las escritoras e intelectuales de la Generación
del 27. Durante el primer tercio del siglo xx, en España se da una paradoja: se
abren cauces de participación social para las mujeres y se flexibilizan tanto las
costumbres como la propia imagen femenina, pero permanecen muy arraigados
en las mentalidades estereotipos sobre la esencia femenina, su papel social, su ca-
pacidad intelectual o sus valores morales. La flexibilización de las instituciones
sociales hizo posible una mayor participación de las mujeres –estudios superio-
res, posibilidades de publicación, viajes al extranjero, lugares de reunión, acceso
a las profesiones–, pero de manera ambivalente desalentó su organización y pro-
fesionalización y mitigó su necesidad de asociación en redes sólidas. Las mujeres
“dan puntadas”, pero no “tejen” redes porque la flexibilización de las condicio-
nes sociales alivia la asfixia a la que en el pasado cercano estaban sometidas las
intelectuales y artistas, y les permite iniciar, sin necesidad de buscar modos radi-
cales o asociaciones exclusivistas, un camino propio en la vida cultural e inte-
lectual. Los años veinte en España son un momento de esplendor cultural, de
sintonía con Europa y de apertura a las diferentes corrientes culturales del mo-
mento, y tanto la flexibilización de las costumbres como el reformismo pedagó-
gico les ofrecieron a ellas cauces de expresión y de formación que dinamizaron
su imagen de manera espectacular.

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Llegar a ser la que se es 287

La historia de la participación femenina en la cultura del primer tercio del


siglo xx se ve mediatizada por factores como la radical transformación de su
imagen a partir de la Primera Guerra Mundial y por su irrupción como produc-
toras y consumidoras de bienes culturales en los diferentes ámbitos de la vida
social. Esta llamativa nueva visibilidad se ha interpretado a menudo como la
errónea idea de que las mujeres alcanzaron su liberación efectiva, idea que debe
matizarse. En la España de los años veinte, el carácter fuertemente patriarcal de
las élites culturales y artísticas y la división metafóricamente sexuada de la cul-
tura en cultura elevada o de minorías y cultura de masas, ideas fuertemente
arraigadas entre los liberales de la época con José Ortega y Gasset (1883-1955)
a la cabeza, dificultaron la participación femenina en el entramado cultural; es-
tas ideas determinaron rígidamente las posibilidades de actuación de las intelec-
tuales y la imagen que la sociedad tuvo de las artistas.
A continuación analizaremos las inquietudes íntimas y las relaciones persona-
les de un grupo de escritoras de la Generación del 272 a través de sus epistolarios y
textos autobiográficos3, en los que coinciden reflexiones en torno a la belleza per-
sonal, un mismo sentido crítico hacia su sociedad y lo establecido, el rechazo de lo
apropiado para una señorita, las dudas sobre la propia valía o sobre la propia obra y
las relaciones generacionales entre ellas y sus maestros y compañeros.

2
Obviamente, existen muchos testimonios de vida de la época, como las memorias
de Zenobia Camprubí (1887-1956), Carmen Baroja (1883-1950) o Isabel Oyarzá-
bal (1878-1974), entre otras. Sin embargo, no se incluyen en el corpus de este traba-
jo, aunque en ocasiones compartieran espacios y vivencias con las intelectuales de
la vanguardia, porque pertenecen a una generación algo mayor. De modo similar,
la correspondencia de Ortega y Gasset con mujeres destacadas de la época es muy
abundante, como la que mantuvo con la condesa de Yebes o con María Luisa Caturla
(1988-1984), pero en mi opinión se trata de otro tipo de relación, muy determinada
por el estatus social de estas últimas antes que por sus intereses culturales.
3
Aunque los epistolarios nos obligan a múltiples inferencias son indispensables para
reconstruir las prácticas de vida de las escritoras, ya que a menudo admiten una ex-
presión de las inquietudes y opiniones que nunca se permitieron en público o en tex-
tos pensados para la publicación general, o incluso en sus memorias. Así, nos dice
Rosa Chacel: “Este género –el diario, las memorias y las confesiones– tiene una am-
bigüedad o falsedad intrínseca. Quiere uno decir ciertas cosas y callar otras, y, ge-
neralmente, lo que más querría uno que se supiera es lo que se calla” (Chacel [1982]
1994: 80). De la misma opinión es Luis Miguel Pino, quien aprecia, en el caso de las
cartas de María Zambrano, “una libertad menos condicionada que en sus escritos
destinados a pública lectura” (2012: 61).

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Si te pasa un maestro: Ortega y Gasset

Algunos de los “agitadores” más sobresalientes de la cultura española del primer


tercio del siglo xx influyeron directamente en las intelectuales y artistas de la épo-
ca y también en su autoestima. Ortega y Gasset, Gregorio Marañón (1887-1960),
Juan Ramón Jiménez (1881-1958), la “constelación” del 27 y tantos otros apare-
cen una y otra vez en los textos de las escritoras; y es revelador observar cómo os-
cilan entre la admiración y el reconocimiento, y la crítica más o menos velada. El
magisterio y la influencia de Ortega sobresale entre todos ellos, y eso incluye a las
mujeres que se iniciaban en la vida cultural en torno a 1920.
Un tema clave en la obra orteguiana destaca para lo que nos ocupa: el pro-
blema de la identidad y la vocación, de la construcción de la personalidad. Para
Ortega, el déficit de una construcción autónoma de la personalidad es un rasgo
del que adolece la tradición española. Como veremos, las referencias al ser, a la
vocación, al “destino” vital que debe cumplirse contra viento y marea son fre-
cuentes, y remiten a esa idea fecunda en la obra de Ortega: la cuestión de la au-
tenticidad4, que implicaba que la vida fuera “la inexorable forzosidad de reali-
zar el proyecto de existencia que cada cual es”5. Sin duda, las ideas de Ortega
sobre la vocación y la construcción de la propia personalidad influyeron en la
determinación que las mujeres pusieron en ‘construirse’ y en ‘construir la pro-
pia obra e historia’ a pesar de las dificultades y los prejuicios sociales que todas
ellas tenían muy presentes. Cuando en 1928 César M. Arconada (1898-1964) le
pregunta a Ernestina de Champourcin en una entrevista para La Gaceta Litera-
ria si su condición de poeta la perjudica, la respuesta no deja lugar a dudas:

Me perjudica bastante. Sobre todo en relación con la sociedad. Para ella, el poeta
es un bicho absurdo e incomprensible llamado a desaparecer. ¡Y si por una rara ca-

4
Sobre esta idea, poco destacada por la crítica, véase Álvarez González (2012: 163-
185). La cuestión es bastante compleja, pues implica una paradoja: si la vocación
viene determinada por el propio ser, para las mujeres se circunscribía a no más allá
de su papel predeterminado de guardiana del hogar y de sus valores. También Lucía
Parente recuerda la guía que supuso para escritoras como Chacel esta idea del des-
tino que debe cumplirse: “‘tengo mi destino, que yo prefiero llamar camino. Por él
iré, con todas mis circunstancias y con todas nuestras consecuencias’: così la Chacel
ricorda le parole di Ortega e sintetizza la sua dottrina filosofica che egli “aspiraba a
ejecutarla, transformándola en móvil de una criatura humana” (Parente 2012: 20).
5
Obras Completas, V, 2004-2010: 120.

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sualidad el bicho en cuestión es femenino, entonces se han arreglado! Somos femi-


nistas, pedantes, y estamos fuera de nuestro papel (Arconada 1928: 2)6.

El estimadísimo magisterio de Ortega, reconocido por las escritoras, es un


referente en ellas, tanto en las cartas que se cruzan en la época como en sus pos-
teriores textos autobiográficos. La deslumbrante influencia de Ortega es decla-
rada por Julián Marías (1914-2005) cuando afirma que si la vida es lo que hace-
mos y nos pasa, “a mí, como a tantos otros, me ha pasado Ortega” (Campomar
2010: 10); o por Victoria Ocampo (1890-1979) quien, en la misma línea, declara
que ella es de “aquellos a quienes les ha pasado Ortega” (Campomar 2010: 10).
Para Rosa Chacel, “el hecho Ortega era una cuestión personal de toda mi gene-
ración”. Porque Ortega no solo fue “el español arquetipo”, sino también “el
intelectual arquetipo”, pues “estableció esa especie de casta –no hay que asus-
tarse con la palabra– intelectual que consiste, estrictamente, en vivir poniendo
el honor en la misión de pensar” (Chacel 1993: 371). También María Zambrano,
con la distancia de los años, insistía en que incluso aunque su pensamiento hu-
biera recorrido “lugares donde el de Ortega y Gasset no aceptaba entrar, yo me
considero su discípula”7. Hay muchas referencias a la importancia del maes-
tro entre las escritoras de la época, como Concha Méndez (1898-1986)8 o Isa-
bel García Lorca (1909-2002)9. Ocurre que Ortega es, para las mujeres, un

6
Cristina Mabrey aprecia cierta “blandura” en las preguntas del entrevistador que no
parece acabar de tomarse en serio a la poeta (2007: 122). Arconada refleja muy bien en
sus comentarios adicionales a la entrevista esa imagen epocal de las mujeres que, como
hemos comentado, a menudo se ha tenido por una liberación real. Para él, “cada vez es
menos peligrosa para la mujer la marginalidad, la personalidad. Hoy se perdonan –y se
aplauden– las locuras” (Arconada 1928: 1), entre las que está, dice, la de hacer versos.
7
Ya antes de 1936 había reconocido Zambrano la importancia de Ortega como maes-
tro de toda una generación en “Ortega y Gasset universitario” (Zambrano 1998: 70-
72). El reconocimiento de este magisterio ha sido una constante en los testimonios
de Zambrano.
8
Para Concha Méndez, “Madrid se volvió una ciudad cosmopolita, basta recordar
la ‘Revista de Occidente’ de Ortega y Gasset” (Ulacia Altolaguirre 1990: 31); pero
también evoca las ambivalencias del maestro a la hora de reconocer un nuevo canon
de comportamiento femenino: “Recuerdo a Ortega y Gasset, alarmadísimo, porque
una mujer sola iba a viajar en un barco de emigrantes rumbo a América” (Ulacia Al-
tolaguirre 1990: 68).
9
“Yo creo que tuve la vocación de enseñar por haber tenido tan buenos maestros. Si
hubiera tenido malos maestros, quizá hubiese aborrecido la enseñanza […] [Y]o he

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maestro peculiar que las sitúa más allá de la cultura y de la racionalidad10, como
reconoce la propia Soledad Ortega (1914-2007), quien señala las contradiccio-
nes de su padre frente a la irrupción de las mujeres en el ámbito cultural de los
años veinte11.
Los comentarios anteriores se hicieron muchos años después de que se hu-
biera dado ese magisterio. Pero es notorio que ya en su momento se reconocía a
Ortega como mentor y como guía de la joven generación; su enorme prestigio
como intelectual liberal y europeísta y como pensador especialmente lúcido,
así como gestor de empresas culturales y académicas de diversa índole, hacía de
él un referente. La voluminosa correspondencia que se conserva en la Funda-
ción Ortega-Marañón da idea del papel central de Ortega en la vida cultural es-
pañola del primer tercio del siglo, y muestra además la cercanía que los jóvenes
intelectuales sentían hacia el maestro. Sorprende que jóvenes que iniciaban su
carrera artística o sus estudios, como Carmen Conde o una veinteañera Rosa
Alonso (1909-2011), intercambiaran correspondencia con él, como comentare-
mos en lo que sigue. Por otra parte, son también numerosas las referencias a las
“lecturas orteguianas”12: sus artículos y la prensa que él dirigía se mencionan a
menudo en las cartas. En este sentido nos interesa el pasaje siguiente de una mi-
siva de María Zambrano a Gregorio del Campo: “claro que hay ciertas gentes

disfrutado una universidad que no se volverá a repetir –el otro día creo que se lo oí
decir a Julián Marías–, aquella universidad en la que estaban todos. En la sección de
filosofía, Ortega; en la sección de historia, Sánchez Albornoz y también Américo
Castro, en la de filología, Menéndez Pidal y luego todos sus grandes discípulos. Pues
imagínate si eso se va a volver a repetir: Morente, Zubiri, Gaos, Salinas, Guillén, La-
pesa, Montesinos. Ésa era la universidad de Madrid” (Méndez 1998: s. p.).
10
Para un desarrollo más amplio de las ideas de Ortega sobre las mujeres y lo femenino
puede verse mi artículo “De corzas, climas, vegetales y otras feminidades: Ortega y
Gasset y la idea de feminidad en los años veinte” (Castillo Martín 2003).
11
Soledad Ortega afirmaba que su padre se sentía “desazonado” por las mujeres estu-
diantes (Mangini 2001: 78). Igualmente declara que en la tertulia de la Revista de Oc-
cidente “–-more hispanico–, rarísima vez entra una mujer en ella”, ni siquiera las de
la familia. Tan solo “el hijo mayor, que es varón, sube a esa tertulia vespertina” (So-
ledad Ortega 1995: 75). En una carta dirigida a Victoria Ocampo menciona la discu-
sión que, aún en los años sesenta, mantenía con su padre al respecto de las mujeres
españolas, pues según ella, Ortega era, “como buen español”, un antifeminista nato
(Campomar 2010: 25).
12
“Me traía, pues, muy leído a Ortega, cuando caí en un Madrid más cómodo que el ac-
tual”, confiesa Rosa Alonso rememorando su llegada a la capital en 1933 (1983: 10).

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que opinan: ‘pues si no es por ‘eso’ por lo que se quiere a una mujer, a qué vivir
siempre con una, si es por necesidad espiritual, basta un libro, un amigo’ y ¡cla-
ro para que una mujer sea un amigo pues… un amigo!” (2012: 190).
Este comentario recoge directamente un argumento del artículo de Ortega
“Paisaje con una corza al fondo” (1927). En él, un personaje llamado Olmedo
desarrolla significativas ideas en torno a las mujeres y a sus capacidades, y justi-
fica que los grandes hombres se enamoren de mujeres poco espirituales porque
el amor nada tiene que ver con las empresas intelectuales. Pero no es esta la úni-
ca referencia; Zambrano declara en otra carta haber leído “La resurrección de la
mónada” y comenta que le ha parecido estupenda (2012: 210); Champourcin
por su parte le aclara a Carmen Conde que aunque en su casa compran el ABC,
ella a menudo lee El Sol13.
Por otra parte, la sorprendente accesibilidad de Ortega para los jóvenes in-
telectuales facilitó la cercanía –relativa cercanía– de estos con el “maestro”,
como lo demuestran las cartas que se conservan en la Fundación Ortega-Mara-
ñón de Madrid. Entre ellas se encuentra, además de las ya publicadas de una
Rosa Chacel indignada por la mala interpretación que Ortega hizo de su novela
Estación. Ida y vuelta (1930), o de las tres cartas del desencuentro de Zambrano
con su maestro14, una de Carmen Conde pidiéndole ayuda para encontrar
trabajo en Madrid en 1927. Conde le escribe el verano de ese año desde la mo-
destia y la devoción. Le llama “admirado Sr.”, se pregunta si “no le ofendo, ver-
dad”, le alaba diciéndole que “V. lo comprende bien todo” y se despide

13
El Sol era reconocido como el periódico progresista e intelectual por excelencia. La
misma Margarita Nelken (1894-1968) solicitó a Ortega trabajar en él como redactora
para cuestiones femeninas “en su aspecto social, naturalmente”, en una carta que se
conserva en el archivo de la Fundación Ortega-Marañón. No obstante, es significati-
vo el tratamiento que en el órgano liberal por excelencia se dio a una cuestión como
el apuñalamiento de una joven criolla recién casada, en plena calle de Madrid, por un
individuo chulesco que la había piropeado al confundirla con una cualquiera y ser
recriminado por el marido. El periódico de Ortega, que muchas intelectuales leían y
alababan, refiere una “atmósfera pasional” en torno al incidente. Claro que para el
mismo caso ABC mencionaba el peligro de las mujeres tentadoras y sus “piernas de-
portivas”. La anécdota muestra que incluso entre las élites liberales se mantenía fir-
me el entramado ideológico decimonónico que interpretaba las relaciones entre los
sexos en términos pasionales exclusivamente. El estudio del caso se puede conocer
en Aresti (2007: 606-631).
14
Zambrano (1991: 7-25).

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“devotamente suya”. Continuamente rechaza cualquier mérito o cualquier am-


bición como artista, pues entiende que no va a dar “nada nuevo ni grande a la
humanidad” y admite que, “como todas las muchachitas de la burguesía con as-
piraciones”, habla francés. Su modestia, sugiere una clara conciencia crítica tan-
to de su condición marginal como del malestar que esta le provoca; pero ade-
más, si como señala Antonio Castillo, la carta “servía para la expresión de
sentimientos, noticias o ideas, pero también actuaba como espacio de represen-
tación del que escribe en relación al destinatario” (Castillo 2003: 9), parecía
obligatorio para una jovencita mostrarse recatada y modesta al cometer lo que
al fin y al cabo era una transgresión: dirigirse directamente a un hombre al que
no conocía personalmente y que además era un importante personaje.
Si Carmen Conde le escribe con enorme recato, muy distinto es el tono de
Maruja Mallo (1902-1995) desde París, donde estaba becada en 193115. De mane-
ra desenvuelta la pintora se dirige a Ortega con un “Querido y gran amigo” y lla-
ma la atención el modo categórico en que le dice: “no se olvide que mi pensión
termina el 2 de mayo […] y me es absolutamente necesario estar aquí”, y conclu-
ye: “Ud. si quiere puede hacerlo como siempre lo hizo por mí. Escríbame. Le sa-
luda su amiga. Maruja Mallo”. La personalidad arrolladora de Mallo queda de
manifiesto también en su relación con el “admirado” y a la vez “temido” maes-
tro; ella no parece verse intimidada por la altura intelectual de Ortega y además
rebasa las limitaciones del comportamiento “femenino” de una señorita cuando,
virilmente, se despide con un “apretón de manos de su siempre amiga”.
También es significativa y hasta cierto punto sorprendente la correspon-
dencia que Ortega recibió de la jovencísima canaria Rosa Alonso, de la que se
conservan en la Fundación dos cartas muy extensas fechadas en 1931. Alonso,
que también le llama maestro y le agradece “la sencillez con la que se dirige a la
juventud”, inicia de manera algo abrupta una crítica muy lúcida a filósofos y
médicos por su concepción de la mujer, y explícitamente a Marañón, del que
señala textualmente que pone a las mujeres “en un columpio” en clara referen-
cia a su libro Los estados intersexuales de la especie humana (1929). Los “maes-
tros”, en opinión de Rosa Alonso, dicen a las mujeres de la época:

15
La Gaceta Literaria se había hecho eco de la trayectoria espectacular de Mallo en
años anteriores pero sin abandonar el tono condescendiente típico con que los críti-
cos consideraban las obras de las mujeres. En 1928 la calificaba de “pintor de metáfo-
ras” (n.º 35, p. 4), así, en masculino, y el año anterior aparece descrita como “gracio-
sa, pequeñita, revoloteante” (n.º 17, p. 5).

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Eh, vosotras; no es esencialmente femenino el que os dediquéis a tal faena o cual


asunto. Cuidado, porque corréis el peligro de no ser normales, de no ser mujeres.
Y por no renunciar a nuestro ser, tenemos que renunciar a cultivar la disciplina o la
modalidad que nos arrastra. Claro que podemos llamar “reaccionario” en el peor
sentido a Marañón. Perdone Ud. estas derivaciones infantiles.

Lo que Alonso califica de derivaciones infantiles nos parecen, pasado el tiem-


po, muy lúcidas preocupaciones por lo que los discursos imperantes decían a las
mujeres. A pesar de la admirada influencia de Ortega no podemos pasar por alto
el yugo que sus ideas sobre estas mujeres –y las de los contemporáneos que fueron
divulgados desde medios como la Revista de Occidente– supuso para las escrito-
ras e intelectuales. Como señalaba de forma tajante Ernestina de Champourcin
muchos años más tarde, los escritores y poetas de la vanguardia no reconocían a
sus compañeras de generación “porque no les daba la gana” (Checa 1998). Tanto
entre los intelectuales liberales como entre los escritores deshumanizados, de
Manuel García Morente (1886-1942) a Gregorio Marañón, de Benjamín Jarnés
(1888-1949) a José Díaz Fernández (1898-1941), e incluso en muchos pensadores
europeos como George Simmel (1858-1918) o Carl Jung (1875-1961), divulgados
en la época por la Revista de Occidente, podemos encontrar más testimonios en
el mismo sentido16.
Es evidente que las escritoras conocían estas ideas, y es de suponer que estas
influyeran en la inseguridad y el menosprecio por la propia valía que a menudo
manifiestan. ¿Cómo interpretaría una joven Zambrano la falta de imagina-
ción17 y la “falta radical de curiosidad”18 que su admirado maestro atribuía a
las mujeres; o la natural inclinación de la mente femenina “normal” a la irracio-
nalidad?: “El hombre inteligente siente un poco de repugnancia por la mujer
talentuda […]. La mujer demasiado racional le huele a hombre, y en vez de
amor siente hacia ella amistad y admiración” (Ortega y Gasset 1927: 146).
¿Qué significó para las jóvenes que se iniciaban en la escritura y la publica-
ción de sus primeras obras afirmaciones como estas?: solo en el hombre es
“normal y espontáneo” el afán de “dar al público lo más personal de su perso-

16
He desarrollado la cuestión de la ideología de lo femenino entre las élites liberales
del primer tercio del siglo xx en el capítulo “Reina o estanquera: aspectos de la ideo-
logía de la mujer en el cambio de siglo”, en Las convidadas de papel (Castillo Martín
2001).
17
Ortega y Gasset (2010 [1921]: 480).
18
Ortega y Gasset (2010 [1930]: 807).

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na” (Ortega y Gasset 1923: 153). La mujer es “nativamente ocultadora”, por lo


que “[e]l contacto con el público [...] produce automáticamente en la mujer
normal un cauto hermetismo. Ante todos el alma femenina se cierra hacia den-
tro” (ibíd.: 153).
El discurso sobre la esencialidad femenina de Ortega y su círculo continúa
esa larga tradición filosófica que desde finales del siglo xviii articuló la exclu-
sión de las mujeres; además, está constantemente mediatizado por la metáfora
de género que en el pensamiento estético finisecular –como muy bien advirtió
Rosa Chacel en su artículo de 1931– adscribe características femeninas peyora-
tivas a la cultura de masas y ensalza como viriles o masculinas las altas creacio-
nes del espíritu humano, ya sean científicas, filosóficas o, especialmente, artísti-
cas; el arte degradado está afeminado y las obras logradas son viriles. En la
dicotomía de élites y masas, las mujeres, como las masas, penetran indebida-
mente todas las esquinas de la vida social. Ambas ocupan la otra orilla de la cul-
tura, más allá del pensamiento filosófico o de la creación artística y, por supues-
to, de la participación política. Es decir, los trayectos vitales divergentes de
ambos sexos no responden, en el caso de las mujeres, a circunstancias históri-
cas, sino a la naturaleza; existe un mayor componente determinista en su caso
que en el de los hombres, de manera que ese orteguiano “llegar a ser”, tan mas-
culino, no se les aplica a ellas, que son incapaces de experimentar verdadera pa-
sión, de comprometerse con la vida y consecuentemente de llevar a término un
destino único y auténtico. Todas las mujeres parecen “una santita, si creemos
que la santidad consiste en resbalar por la vida sin dejarse comprometer por
ella” (Ortega y Gasset 1918: 684).
En este ambiente ideológico se desarrollaron las vocaciones de las jóvenes
escritoras del 27 y es particularmente interesante rastrear estos lastres en sus
epistolarios de la época, así como la voluntad, común a todas, de sobreponerse
a ellos. Las redes emocionales, intelectuales y de amistad que tejieron surgen en
gran medida de la convicción de que esa diferencia, por todos aceptada, es una
injusticia que les genera gran malestar.

El testimonio epistolar

En los epistolarios de Ernestina de Champourcin y Carmen Conde, en el de


María Zambrano a Gregorio del Campo o en las cartas posteriores entre Rosa

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Chacel y María Zambrano, conocemos qué preocupa a las jóvenes escritoras,


qué les molesta y qué les interesa, de manera sorprendentemente común a todas
ellas: por una parte, la belleza, y el malestar que su falta genera, la neurastenia
fruto de la insatisfacción con su medio ambiente, la inseguridad que sus inquie-
tudes intelectuales les produce y la actitud “anti-señorita”, de crítica al “paste-
leo” (la palabra la emplea Champourcin) de lo socialmente establecido; por
otra, el desarrollo paulatino de una vida cultural y las relaciones que establecen
con maestros, compañeros y mujeres artistas que como ellas se inician en la
creación.

“Yo merecería ser hermosa”

En el tono íntimo que caracteriza las cartas de Zambrano a Gregorio del Cam-
po, ella firma con un cariñoso “tu fea” que podría pasar por intranscendente si
no fuera por la frecuencia con que el problema de la belleza aparece en las cartas
de muchas de las escritoras que nos ocupan. El peso de la imagen, señalado por
la propia Zambrano en varias ocasiones19, se une a las numerosas cortapisas so-
ciales que enfrentaban a las escritoras con su vocación. Champourcin lamenta
en carta a Carmen Conde no tener “la elegante figura que tú supones. ¡Soy gor-
dita y patosa! ¡Peso 60 kg! Ya ves qué poco poético”, así resulta que “hay tantas
cosas que no me sientan. ¡Si solo disfrutara de tus 51 kg!” (Champourcin/Con-
de 2007: 74).
La belleza del cuerpo forma parte del ser íntimo, lo que no sorprende en
una sociedad que, como la nuestra, exigía altos estándares de belleza a las muje-
res, estándares además masivamente difundidos por los cada vez más potentes
medios de comunicación, de la prensa ilustrada al cine. En 1925 Zambrano pro-
yecta la convicción de su altura moral e intelectual en un ideal de belleza clásica:

Y qué ausentes de mí los pudores, y las vergüenzas! Como el desnudo de las es-
tatuas griegas así soy yo, así es mi alma ¡qué lástima que no lo sea también mi cuerpo,

19
En Delirio y destino arremete Zambrano contra la tiranía de la imagen y no pode-
mos dejar de pensar en cómo en sus años de formación le fue penosa esa tiranía: “la
imagen es un maleficio; no por ser creada a nuestras expensas se nos hace visible en
modo grato; la humillación que sufrimos, cuán a menudo proviene de esa imagen”
(1990: 29).

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pues créete que yo me lo merecería, yo merecería tener un cuerpo griego, merecería


ser hermosa, debería serlo (Zambrano 2012: 187; subrayado en el original).

Para Zambrano el ser es un todo que se funde con el aspecto corporal,


además de con el estado de ánimo: “Huyo del puro voler en abstracto, del
puro pensar y contemplar, quiero hacer y hacer es también para mí estar con-
tenta, serena, saludable, trabajadora, guapa en lo posible” (ibíd.: 201). Pero la
realidad es más ingrata, y lo cierto es que la inseguridad y el menosprecio a
menudo pesan más que la convicción de estar por encima del común de las
mujeres. La misma Zambrano confiesa que “ser no soy nada” (ibíd.: 188) y
que haber ido al cine con unas amigas muy guapas ha hecho que vuelva triste
a casa.
El problema de la belleza, de no alcanzar el canon socialmente establecido
que da necesario crédito a una mujer para ser reconocida es una más de las ma-
nifestaciones del malestar personal ante el mundo que se expresa en sus cartas y
textos autobiográficos y fue una importante fuente de sufrimiento tanto para
Chacel como para Zambrano. Así lo recuerda la primera en una entrevista con
Shirley Mangini, en la que se describe en la época como una “paletilla castella-
na, siempre mal vestida” y refiere el malestar que le producía la tertulia de Or-
tega, a la que en ocasiones iba “con gran sufrimiento”. “Siempre me sentía muy
incómoda. Cuando quería llevar algo a Ortega, iba por la mañana […] Con Or-
tega no me intimidaba intelectualmente […] Pero el grupo de señores a su alre-
dedor… yo me sentía… mal. Si a eso añades lo de siempre: mal vestida… figú-
rate, me sentía perfectamente desgraciada” (Mangini 2001: 149).
De hecho, tanto Chacel como Zambrano coinciden, en algún momento de
su obra posterior, en señalar la importancia de la belleza y la tortura de su falta.
Ninguna mujer fea puede ser totalmente libre afirma Rosa Chacel en un artícu-
lo incluido en Los títulos (1981):

jamás puede ser verdaderamente libre una mujer fea. Hay un testimonio reciente y
conmovedor; una mujer muy fea y altamente dotada, Simone Weil, ha dicho “cuan-
do una mujer bella se mira al espejo cree que lo que ve es ella: cuando una mujer fea
se mira al espejo sabe que lo que ve no es ella”. Confieso que de todas las cosas que
he leído sobre la mujer, dichas por una mujer, ésta es la que más me ha sobrecogi-
do. ¡La esclavitud de un espíritu lleno de belleza a una imagen que no puede aceptar
como suya y de la que nadie puede librarle! (1981: 168).

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Igualmente insiste en la entrega del 1 de agosto de 1954 en su diario, Alcan-


cía, ida: “Si yo hubiera tenido uno de esos cuerpos que permiten a una mujer
ponerse en cualquier postura, no habría temido nunca llamar la atención sobre
mí. Tampoco si hubiera sido un monstruo” (1994: 240)20. El malestar que pro-
voca la propia imagen y que, como Chacel, María Zambrano recordará en Deli-
rio y destino, sus memorias escritas treinta años más tarde, refuerza el menos-
precio personal y un sentimiento “antisocial”, de rechazo a ese modelo de la
“señorita” en el que no encajan y al que desprecian.

“¿A dónde voy yo con mis nervios?”

“Soy una calamidad”, declara Carmen Conde (Champourcin/Conde 2007: 97)


en una carta a Ernestina de Champourcin; “no creo en la eficacia ni siquiera en
el éxito de nada que yo pueda hacer” (Zambrano 2012: 205), afirma María Zam-
brano en otra dirigida a su novio. Muchos años más tarde, en sus memorias, de-
jarán de nuevo constancia de la inseguridad que la propia valía y la incipiente
obra intelectual les causaba. Como trasfondo apunta la convicción de todas
ellas de sufrir de “nervios desiguales” (Champourcin/Conde 2007: 76), de una
“sensibilidad hiperestesiada”21 (ibíd.: 77); Champourcin se pregunta: “Pero ¿a
dónde voy yo con mis nervios?” (ibíd.: 226), y luego lamenta no saber hacer
nada, solo “estos tontos poemas que a nada práctico conducen” (ibíd.: 226).
En 1928, durante otro intercambio epistolar, ambas amigas comentan pro-
blemas nerviosos que achacan a su condición de poetas y a su exacerbada sensi-
bilidad, en una postura muy cercana al estereotipo decimonónico sobre la
“literata”22. En una de las cartas, Champourcin le recomienda a Conde que siga

20
Para un análisis de sus diarios y del problema de la belleza puede verse Cora Reque-
na Hidalgo (2003).
21
Hiperestesia era en 1928 una palabra “moderna” para un mal moderno, de hecho, el
DRAE la había incluido solo tres años antes, en 1925, y aparece con cierta frecuencia
en la literatura de la época así como en el título de la novela de Ramón Gómez de la
Serna (1888-1963) La hiperestésica (1931). Este término junto con el de neurastenia
son frecuentes para referir un “mal de época”, las neurosis propias de una sociedad
en cambio.
22
Sobre esta idea decimonónica que aún perduraba en los años veinte es imprescindi-
ble el libro de Pura Fernández y Marie-Linda Ortega, La mujer de letras o la letrahe-
rida. Discursos y representaciones sobre la mujer escritora en el siglo XIX.

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una cura “de reposo y sobrealimentación” que “da grandes resultados a los
temperamentos nerviosos” (Champourcin/Conde 2007: 136). Se trata sin duda
de la cura de reposo del Dr. Mitchell (1829-1914), aquella que sufrieron entre
otras Charlotte Perkins Gilman (1860-1935) o Virginia Woolf (1882-1941), y
que inspiró a la primera el angustiante relato The Yellow Wallpaper (1892)23.
Sorprende que aún en 1928 siguiera vigente la idea de que el reposo y la sobrea-
limentación podían recomponer los nervios de una joven literata, y aún más
que aceptaran que su malestar vital y sus ganas de escribir fueran síntomas de
una neurosis. Conde y Champourcin dedican muchas cartas a comentar su sa-
lud, sus décimas, sus palpitaciones y sus fatigas incomprensibles, que el médi-
co, indefectiblemente, interpreta como “nervios” (Champourcin/Conde 2007:
225-226). Champourcin dice: “Yo sí sé, mis males son sencillísimos, sólo esto:
cansancio, un terrible cansancio de todo lo que tengo aquí, que parece tanto y
en realidad no es nada. Como tú, quiero hacer algo” (Champourcin/Conde
2007: 225-226).

“Ser niña bien no te pega”

El malestar general del que se resienten las intelectuales se traduce a menudo en


un agudo sentido crítico hacia su sociedad y hacia los componentes comme il faut
de la misma. Champourcin critica la moda de hacer ejercicios espirituales que “en
Cuaresma son el rendez-vous de las muchachas bien” (Champourcin/Conde
2007: 74) y aclara que “ya te he dicho que no pertenezco al gremio” (ibíd.: 74).
Ella se opone a ese grupo de personas que considera “el charleston o el mah-jong
las únicas ocupaciones de una muchacha joven” (ibíd.: 75). También María Zam-
brano se distancia desde muy joven del rígido mundo de la “señorita” cuando, en
1925, le cuenta a su novio que ha ido al baile del casino y que casi lo ha pasado
bien, “todo lo bien que puedo en un sitio así” (Zambrano 2012: 200). Zambrano
rechaza vivamente la posibilidad de convertirse en una “señora” y Gregorio, en
un “caballero”, y afirma que hará todo lo posible para que eso no llegue a pasar:
“no quisiera que tú y yo llegáramos a ser un ‘matrimonio’ respetable y honora-
ble” (ibíd.: 187). Ella rechaza ser su mujer “en el sentido chabacano de la moder-
nidad; tu mujercita, sí, pero tú ‘señora’ ¡nunca!” (ibíd.: 187).

23
Al respecto véase Ellen Bassuk (1985).

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La insatisfacción ante el mundo que las rodea se refleja además de en la opo-


sición más o menos declarada a lo establecido, en un agudo sentimiento de so-
ledad y opresión. Para Carmen Conde “estar con los míos es estar sola tam-
bién” (Champourcin/Conde 2007: 111); como para Champourcin estar en el
elegante balneario de veraneo es “estar sola entre tanta gente” (ibíd.: 111). Con-
cha Méndez recuerda en las conversaciones con su nieta Paloma que dieron lu-
gar al hermoso libro Memorias habladas, memorias armadas, que su medio am-
biente no la dejaba “crear un mundo propio, propicio para la poesía” (Ulacia
Altolaguirre 1990: 83)24. Concha Méndez menciona a menudo la opresión en
la que vivía custodiada por unos padres enormemente estrictos y un montón de
hermanos poco comprensivos25; sin embargo, en las cartas de Champourcin a
Conde, Méndez sobresale como una de las más inconformistas y valientes ar-
tistas jóvenes del momento.

“Las cosas extraordinarias de las chicas que tratas”

Desde una lejana Cartagena, Conde le pide a Champourcin “asómame a lo


que no conozco”. Ha sabido por su amiga Ernestina de las actividades del círculo
y anhela enterarse de “esas extraordinarias cosas de las chicas que tratas” (Cham-
pourcin/Conde 2007: 89), como el proyecto de Concha Méndez, que pretende
irse a los Estados Unidos. Champourcin responde diligentemente y en sus cartas
tenemos un extraordinario testimonio de la socialización de las mujeres escrito-
ras en esos años. Así, relata que Concha Méndez “hace vida de escritor-hombre”
y que aunque tiene talento “su camino no es el de la poesía […,] es demasiado di-
námica y poco subjetiva (ibíd.: 139); de Rosa Chacel dice que le parece ambiciosa

24
Eduardo Álvarez incide en el rechazo que Ortega siente hacia lo social cuando se
trata de encontrar la autenticidad vital. Para Ortega “[t]oda realidad social es inau-
téntica”, de manera que “el yo auténtico sólo puede aflorar a través de este tipo de
aislamiento que consiste en combatir en sí mismo la tendencia a dejarse arrastrar por
las convenciones sociales recibidas, para que el yo profundo triunfe sobre el yo con-
vencional (Álvarez 2012: 174). Resulta casi inevitable relacionar esta convicción con
el paulatino desapego de las escritoras hacia la sociedad de su tiempo.
25
María Zambrano recuerda en su presentación de Memorias habladas, memorias ar-
madas que Pascual, uno de los hermanos más jóvenes de Concha, fue “el único que
no le pegó cuando volvió a casa nada menos que de la universidad” (Ulacia Altola-
guirre 1990: 9).

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y “muy rara” (ibíd.: 85), pues se retiró a última hora del recital que organizaron
en el Lyceum Club26 en mayo de 1928; y de Maruja Mallo, a la que califica de la
“más nueva entre todas nuestras pintoras”, critica que junto con Rafael Alberti
(1902-1999), “están empezando a ponerse tontos”, pues “desde que Ortega le dio
un té está demasiado importante” (ibíd.: 262-263).
Los testimonios de esa época nos muestran un grupo de escritoras que se
conocen y colaboran en ocasiones, pero que no organizan un proyecto común,
ni siquiera en lo que se refiere al Lyceum. La fuerte amistad de Méndez y Ma-
llo, la relación epistolar de Champourcin y Conde, el lazo intelectual entre
Zambrano y Chacel, articulan amistades personales, pero no grupos generacio-
nales compactos. Ello se debe en gran parte a la permanente vacilación ante la
posibilidad de una vida intelectual femenina que venía determinada por el me-
dio ambiente ideológico. Los pudores, las inseguridades y las desconfianzas
constituyen un sustrato en el que es difícil sembrar. No obstante, se aprecia en
los testimonios de las mujeres una sorprendente determinación hacia la voca-
ción y la propia obra, así como una significativa conciencia de generación que
las lleva a interesarse por las relaciones con sus contemporáneos y por las obras
de todos ellos. Se mencionan sin solución de continuidad el menosprecio por la
propia valía junto a los consejos sobre cómo editar de manera más conveniente
las primeras obras, la modestia por la capacidad de una misma junto con las crí-
ticas y las bromas sobre los contemporáneos y su poca comprensión del papel y
de la valía de las mujeres.
De enorme interés son los comentarios de Champourcin sobre “los señores
poetas” o sus amigas –o no tan amigas– “literatas”, aquellos que no las com-
prenden o estiman y también aquellos que se interesan por su poesía, los “in-
telectuales a todo plan: Salinas, Guillén, Azorín, Obregón, Andrenio, Díez
Canedo” (Champourcin/Conde 2007: 229). En 1928, ella, que echa en falta
“elemento joven y animado” en el Lyceum, se compara sin complejos con Ga-
briela Mistral (1889-1957) y Juana Ibarbourou (1892-1979), aunque asumiendo

26
El Lyceum Club de Madrid se fundó en 1926 por iniciativa de mujeres como Car-
men Baroja, María de Maeztu (1881-1942), Isabel Oyarzábal o Victoria Kent (1898-
1967), quienes habían conocido clubes femeninos similares en Londres y que quisie-
ron dotar a Madrid de un espacio propio para el intercambio y la animación cultural
eminentemente femenino. A pesar de sus loables fines y de su moderada ideología,
fue ampliamente criticado tanto desde la derecha como desde la izquierda. Al res-
pecto puede consultarse Mangini (2006).

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que “somos diferentes y –guárdame el secreto– más jóvenes, sobre todo, más
de hoy” (ibíd.: 232). En las muchas referencias que, en sus cartas, Champourcin
hace a los integrantes de la generación se aprecia cierta ambigüedad: oscila del
reconocimiento por el apoyo recibido, a la amargura más o menos explícita por
el menosprecio que perciben. Así ocurre con las numerosas críticas que hace a
Giménez Caballero (1899-1988) y a las condiciones abusivas que le ofrece para
la edición de su libro (ibíd.: 137, 147), o con las muchas veces que ambas amigas
quedan esperando una respuesta de Juan Ramón Jiménez. En la misma carta a
Conde en la que le relata el desarrollo del recital de poesía de mayo de 1928 en
el Lyceum, Champourcin se queja de que el público estaba compuesto casi úni-
camente por mujeres, pues casi todos los escritores que habían sido invitados
declinaron asistir (ibíd.: 84-85). De hecho, le ha ocultado a su mentor, Juan Ra-
món Jiménez, que pertenece al Lyceum, pues “cuando el Poeta sepa que soy del
Lyceum!... ¡Le tiene una manía!... es divertido oírle discutir con su mujer ese
tema” (ibíd.: 238).
Caso aparte son las relaciones íntimas con los compañeros de generación,
pues más bien sirven de cortapisa que de incentivo. ¿Hasta qué punto limitaron
estas relaciones la organización de redes y proyectos específicamente femeni-
nos? Concha Méndez, que fue novia de Luis Buñuel (1900-1983), aseguraba
que “a Luis no le gustó que yo escribiera” (Ulacia Altolaguirre 1993: 13). María
Teresa León (1903-1988) se considera ella misma “la cola del cometa”, detrás de
Alberti (León 1982: 131); Champourcin y Méndez pasaron muchos años ha-
blando de la obra de sus compañeros y pasando ellas mismas desapercibidas
para la crítica (Ulacia Altolaguirre 1990: 22); Antonio Oliver (1903-1968) que-
mó muchos de los poemas de Conde y luego se arrepintió de haber sido tan exi-
gente. De hecho, Ernestina ya le advertía en una carta de 1928 que “no debes
hacer tanto caso a tu novio”, porque eso “te va a perjudicar muchísimo. Crée-
me, no dejes tus iniciativas por él. Que te ayude, sí, pero no permitas que inva-
da de ese modo tu camino. Puedes y debes hacer mucho. ¡Que nadie te lo impi-
da!” (Champourcin/Conde 2007: 254).

“Enfoutrate en las circunstancias”

Solo muchos años después –excepción hecha del temprano artículo de Chacel
“Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor” (1931)– serán las es-

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critoras capaces de explorar las contradicciones y las injusticias de género en sus


textos ensayísticos. En la correspondencia entre Zambrano y Chacel ya se adivi-
na, en los años cincuenta, el distanciamiento que ambas han alcanzado respecto a
las ideas de sus maestros. En 1953 Zambrano le escribe a Chacel que se había cor-
tado el pelo y lo había tirado al Arno: “Me decían que parecía una gitana, bueno
¿acaso no lo soy algo? ¡y gracias a Dios! Mira ‘Las Circunstancias’ que diría el
Maestro. ¡Ay Señor!” (Rodríguez Fisher1992: 43). Las circunstancias son el em-
blema del magisterio orteguiano, y a esa altura de sus vidas, aun reconociéndose
sus discípulas, son capaces de ironizar, en la intimidad, sobre él. En 1956 Zambra-
no le recomienda a su amiga que escriba mucho, y jugando con la expresión fran-
cesa se foutre de quelque chose le dice: “Suéltate el pelo a escribir y ‘enfoutrate pas
mal’ en las ‘circunstancias’. El maestro no parece haber sabido que es un modo lí-
cito y eficaz de habérselas con ellas” (Rodríguez Fisher 1992: 50-51).
El pensamiento posterior de María Zambrano reconoció abiertamente esa
injusticia teórica tan viva en su maestro hacia las mujeres, aunque sin mencio-
narlo directamente: “en la imagen de la mujer el hombre había encerrado todo
lo inescrutable de la suerte, lo permanente de la naturaleza, y lo azaroso del
destino. Todo lo inexpugnable de la razón” (1987: 82). Rosa Chacel recordaba
también: “Simmel, allá por el veintitantos, dijo: ‘La mujer descansa en su femi-
nidad como en una substancia absoluta […]’ Un delicado galimatías de este gé-
nero gustaba entonces a las mujeres, pero no les aportaba la menor claridad so-
bre ellas mismas…” (1981: 207).
A pesar de la poca claridad “sobre ellas mismas” de su juventud, sobresale,
por encima de todo, la vocación, el convencimiento de tener un destino intelec-
tual que cumplir; y esto parece capital a la hora de entender el proceso de inte-
gración en la vida cultural de las mujeres, esa vocación que como decía Rosa
Chacel sobrepasaba a lo profesional para hacerse vital.
A pesar de las dificultades económicas, los estereotipos y las ideologías, las
costumbres y las censuras sociales, la carencia de espacios y de independencia,
las mujeres intelectuales del primer tercio del siglo xx, lograron construir una
biografía y una obra, y fueron tomando conciencia con los años tanto de la pro-
pia valía como de su derecho a perseguir la vocación, para no dejar, como dice
Zambrano en sus memorias, la vida en un conato:

La vida de tantas gentes no pasa de ser un conato, conato de vida. Y es grave,


porque la vida ha de ser de alguna manera plena en este conato de ser que somos;

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en este no-ser que no puede renunciar a ser, ni puede, quedarse así (Zambrano
1989: 92-93).

Manteniéndose firmes en su orteguiano llegar a ser, superaron las limitacio-


nes que su mismo maestro les suponía y ayudaron a poner de manifiesto las
aporías que la teoría de la vocación y el destino vital manifestaba cuando se
aplicaba a las mujeres.

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