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Casi lo conocí en esas Quintas de Recreo de la peluda comuna de Recoleta.

Finalizaban los setenta


y la farra popular, silenciada por el toque de queda, se las arreglaba para hilvanar meneos
clandestinos y sandungas del cuerpo en esas fondas colectivas y restaurantes con patio y ramá,
donde la pobla remecía sus sinsabores al ritmo maraco de una cumbia, con la tumbadora, el
bongó, los timbales y el pallá y pacá de la pachanga hereje del mambo.

Fue allí, cerca de Huechuraba, donde los colizas ensayaban sus merengues de conquista,
confundidos con las vecinas, las guaguas y los obreros. Fue ahí, en la famosa Quinta Cuatro, donde
la noche guaracha era una tomatera interminable, la noche mal iluminada por cuelgas de
ampolletas que no era noche sin el Zalo, el morenazo pinganilla que hacía bailar hasta a los cabros
chicos con su caliente "Chicharrón de corazón".

Entonces el Zalo era parte de esa flora popular que cada fin de semana aplaudía y gritaba pidiendo
una vez más el cumbión del cantante. Y después, y luego de animar por horas la salsa del bailongo
proleta, transpirado entero recorría las mesas bromeando con las locas, bailando con las señoras,
compartiendo el vino turbio de las poncheras con su risa de perlas frescas que por esos años lucía
el Gorrión de Conchalí. Esa misma risa que después se hizo música y "Lágrima en la garganta" al
grabar discos y cassetes y aparecer en los diarios entrevistado, discurseando su origen de pobre,
reiterando que ie debía todo a su gente, a su barrio, a su Conchalí, a su comuna de latas y tierrales
que lo vio crecer. Su querido Conchalí que recorría en moto y los vecinos salían a saludarlo,
pensando que Zalo era de allí, que el Zalo era auténtico porque no desconocía a su gente, y no
importaba que dijeran que su música era cebolla, porque aunque el Zalo ganara mucha plata con
su escabeche sentimental, aunque el Zalo fuera famoso y super conocido, aunque saliera en la tele
con temos blancos y cadenas de oro en el cogote, el querido Gorrión de Conchalí nunca se
cambiaría de barrio.

Pero al correr los años ochenta, donde retumbaban las bombas y las barricadas de las protestas,
esa melancólica promesa no se cumplió. Y Conchalí vio partir a su Gorrión entusiasmado con el
éxito en aquella televisión programada por el guante sucio de la dictadura. Ahí, en el circo refinado
de la pantalla, en esos shows estelares donde gorgoreaban baladas la Simonetti, la Maldonado, el
Zabaleta o los Quincheros. En esos programas desde el Sheraton, en el salón L'Etoile, en el barrio
alto, el Zalo era el picante simpático que entretenía a los cuícos que tomaban whisky diciendo para
callado: ¡enfermo de chulo este gallo, María Fernanda, pero es re amoroso!

Así, la caricatura de lo popular se hizo ganancias para el personaje de Zalo Reyes. Y de tanto
venderle a los ricos el Condorito cantor, de tanto trago fino y otras exuberancias en polvo que
compartió con sus nuevos amigos de sangre azul, el espigado cabro de Conchalí se fue hinchando
de humos y placeres burgueses que lo convirtieron en un panzón de risa plástica, un fetiche
picante de la cultura light, un invitado exótico para esos programas de conversa y liviandad que
auspicia la actual tele democrática.

Y fue allí, en un conocido espacio de alto rating nocturno, animado por César Antonio, el viejo
muñeco fifí de la pantalla, el señor Corales de los cumpleaños de Pinochet, el mismo conductor
pirulo amigo de Zalo, quien lo invitó a participar de una experiencia hipnótica. Y para todo el país,
conciente o no, Zalo Reyes se sometió al incierto juego de un, dos, tres, duérmase.
Entonces, el hipnotizador, un español que se gana la vida con el show del sueño, le dice a Zalo:
usted está dormido, profundamente dormido, pero tiene hambre, hambre de comerse una
manzana, una roja manzana que tengo en mi mano. Cójala, es suya, cómasela. Pero el mentiroso
hipnotizador le pasó a Zalo una cebolla, una enorme cebolla que el cantante mordió con ganas,
chorreándose la camisa con el jugo picante que corría por sus dedos. Y siguió comiendo y
mascando, embetunándose entero con las amargas lágrimas de esa cebollera humillación. Como si
el mote de cantante cebolla, que le puso el riquerío, se devorara a sí mismo, en una grotesca y
cruel escena.

Es así, que la imagen del Gorrión de Conchalí mordiendo su cebolla, es un triste recuerdo de
crueldad y vergüenza que programa la actual pantalla chilena. Quizás, una vulgar metáfora del
arribismo, enjuiciada públicamente para todo espectador."

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