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GUARDARRAMA

“No me llaméis Noemí, sino llamadme

Mara: porque en gran amargura me ha

puesto el todopoderoso.”

Mara aplanaba la tierra bajo sus pies. Su dolor era tan inmenso que le llenaba el pecho, el vientre,

los ojos, las manos. Hacia tres meses que su esposo, Edgardo, a quien todos conocían por su

apellido, Guardarrama, se había estado quejando de fatiga y dificultad para respirar. Ella casi

tuvo que arrastrarlo hasta la oficina del cardiólogo quien, tras realizarle varios exámenes, lo

diagnosticó con aterosclerosis. El médico le explicó que, en su caso particular, esta afección era el

resultado de los altos niveles de colesterol en su sangre y que era necesaria una cirugía de

derivación cardiaca para restablecer el flujo de sangre al corazón.

Guardarrama estaba consternado. Era un hombre joven. Tenía 39 años, una esposa a quien

adoraba y, aunque no pudieron tener hijos, tenían un perro labrador retinto, Sansón, que vino a

llenar la casa de alegría y tomó el lugar de un hijo. Era dueño de una pequeña compañía de

ebanistería y una vez al año se llevaba a la familia, a Mara y a Sansón, de vacaciones para Santo

Domingo o para un parador. Su vida era buena y no estaba listo para dejarla.

El día de la operación Mara se levantó antes de que saliera el sol. La maleta de su esposo estaba

lista desde el fin de semana. Ella se había ido el sábado tempranito a hacer las compras de rigor

para la convalecencia; calzoncillos, medias, pijamas, pantuflas, cepillo de diente de viaje, pasta de

viaje, jabón antibacterial, desodorante. En seguida que llegó, canturreando un merenguito que

estaba de moda, fue al cuarto de Sansón y sacó la maleta del armario, la colocó sobre el edredón
floreado de su cama y comenzó a acomodar las compras, como tantas veces lo había hecho,

liberándolas de su envoltura plástica antes de colocarlas en la maleta. De repente advirtió que,

esta vez, el ensamblaje de la maleta no era un evento feliz. Esta vez no irían de vacaciones.

Mara se percató de la presencia de Sansón quien había entrado en el cuarto, recostándose cerca de

sus pies. Ella se ñangotó y lo abrazó. Su perro la miraba de una manera que ella no reconocía

pero se parecía a la tristeza.

Mientras Mara terminaba de abastecer su maleta con todo lo necesario e innecesario - secadora de

pelo, crema de ojos, humectante, perfume - Guardarrama se escabulló al patio y allí, entre el palo

de mangó y el de aguacate y las miramelindas de colores que su esposa cultivaba, acudió al Gran

Administrador del Universo con una sola petición:

- No me dejes morir.

Dijo con la mirada perdida en la lontananza. Luego cerró los ojos, respiró profundo, se persignó y

entró en la casa.

De camino al hospital, dejaron a Sansón al cuidado de su sobrina Ada, quien tenía tres niños y

cinco cuerdas de terreno. Allí no se sentiría solo y estaría bien atendido durante el tiempo que

tomara la recuperación. Guardarrama abrazó a su perro, le pidió que se portara bien y le prometió

que volvería pronto. Lo beso en la cabeza y regresó al auto con lágrimas en los ojos. Mara,

quien había intentado mantener la compostura hasta ese momento, subió el volumen de la radio y

se volteó hacia la ventana para que su marido no la viera llorar.

La operación fue un éxito y, cinco días después, el paciente fue dado de alta con la indicación de

que debía que reposar por un tiempo mínimo de tres meses. El galeno hizo mucho énfasis en que

Guardarrama no debía hacer ningún tipo de esfuerzo físico, debía evitar emociones fuertes y le
recomendó que comenzara a hacer cambios en su alimentación para lo cual lo refirió a una

nutricionista

Mara y Guardarrama abandonaron el hospital cansados pero felices de haber superado un

momento difícil. Luego de ayudar a su compañero a acomodarse en la silla del pasajero, Mara

guardó las maletas en el baúl y se sentó al volante del auto. Miró a su esposo con una enorme

sonrisa, lo besó en los labios y partieron a buscar a su perro quien, se puso tan contento de

verlos, que no cesaba de dar vueltas en sitio y brincarle encima al auto. Ada tuvo que seguirlos a

la casa en su camioneta, con Sansón en la parte de atrás, porque, viéndolo tan emocionado, no se

quiso arriesgar a montarlo en el auto de Mara por temor a que le hiciera daño a su tío.

Cuando llegaron a la casa Ada les contó que Sansón había estado retraído e inapetente los

primeros días pero los niños habían logrado sacarlo de su ostracismo y alegrarlo. La pareja,

agradecida, despidió a Ada desde el balcón y se reintegró a la vida. Los días posteriores al regreso

del hospital se esfumaron entre los olores de la cocina, en donde Mara pasaba gran parte del día

preparando recetas saludables y sabrosas para su marido, el zumbido de la televisión, que

Guardarrama solo apagaba para dormir y los ladridos de Sansón que, tras haber convivido con

niños, se convirtió en un fanático de su energía desmedida y se volvía loco en la marquesina

dando vueltas y corriendo de lado a lado cuando los niños del vecindario salían a la acera a jugar.

Guardarrama estaba aburrido pero agradecido. Odiaba estar en la casa sin hacer nada. Le habían

prestado un par de libros pero no era un gran lector de modo que optó por apagar la tele y

dedicarse a diseñar los muebles que, una vez recuperado, construiría para Mara quien, con tanto

amor lo cuidaba y lo divertía con su buen humor.

.
Pasaron dos meses, Guardarrama se sentía como un toro. Estaba disfrutando de una nueva

intimidad con su mujercita, mas mesurada pero no menos placentera. Ahora pasaban mayor

tiempo de calidad juntos. A veces, se metía entre los calderos mientras ella cocinaba para ver

como rayos podía esa brujita hacer que las cosas supieran tan deliciosas sin sal y sin grasa.

Hablaban de los viajes que darían, incluso, conversaron acerca de adoptar un niño.

Una tarde, Mara llegó del colmado con mucha compra. Sansón estaba en la marquesina ladrando

y jugando a distancia con los vecinitos y ella decidió entrar el auto en la marquesina para

facilitarse el trabajo. Cuando abrió el portón, Sansón, atacado por la excitación, la tiró al suelo y

corrió en dirección de la acera de enfrente donde jugaban los niños. De repente, un vehículo a

toda velocidad, le salió al paso y lo atropelló.

El grito de Mara arrebató a Guardarrama del sueño y lo lanzó, pasillo abajo, en un abrir y cerrar

de ojos. Al ver la imagen de Mara, arrodillada en la calle, sollozando sobre el cuerpo

ensangrentado de Sansón las piernas le fallaron. Sintió una punzada en el pecho.

- Respira lentamente -, se dijo a sí mismo.

Caminó con los ojos nublados por las lágrimas hacia la calle. Tomó a su perro en brazos y entró a

la casa en dirección del patio. Mara lo siguió trémula y compungida. Con sumo cuidado colocó

el cuerpo yerto de Sansón sobre la grama. Extendió su mano hacia su mujer, halándola

suavemente hacia el suelo y allí, los esposos quedaron sumidos, estacionados en una desolación

profunda que parecía no amainar. Buscaron un balde con agua y champú y limpiaron y vendaron

las heridas del perro. Cepillaron su pelaje sedoso. Le hablaban, hablaban entre sí, recordaban

cuanto gozo trajo a sus vidas, cuanto le amaban. Cerca de la medianoche, decidieron que había

llegado el momento de entregárselo a la tierra. Mara yacía en el suelo, abrazada a Sansón,

cuando regresó Guardarrama con el pico y la pala. Escogieron el espacio entre el palo de mangó y
el de aguacate para cavar la tumba de su perro. De esa forma, estaría siempre rodeado de

miramelindas.

Comenzaron a excavar. Mara golpeaba con el pico y su esposo recogía la tierra y la hacía a un

lado con la pala. Cada golpe era un reproche al universo, cada levantamiento de tierra, sumisión.

Cuando hubieron terminado, Guardarrama levantó a Sansón del suelo para depositarlo en el foso

y al inclinarse cayó exangüe, con el perro, y la mitad del cuerpo en la tumba. Los ojos de Mara se

le desorbitaron y la voz se le rompió. Su mano buscó el pulso de su hombre, sus puños golpearon

el vello de su pecho, sus ojos buscaban indicios de vida en los ojos vacíos de su compañero. Y en

un ataque de coraje y demencia tomó el pico y comenzó a cascar la tierra frenéticamente. Los

gritos no le salían pero su rostro se deformaba de furia con dolor. Al cabo de un rato la amargura

había abierto una tumba suficientemente grande para que cupieran los dos cuerpos que más había

amado. Cerró los ojos de su marido y lo acostó de lado y acomodó a Sansón con el lomo pegado

al pecho de su amo. Salió de la fosa y la cubrió con tierra.

Mara aplanaba la tierra bajo sus pies. Su dolor era tan inmenso que le llenaba el pecho, el vientre,

los ojos, las manos. Era tan intenso, que le apretaba las entrañas y le laceraba los poros. Era tan

descomunal que ocupaba un espacio mayor al de su cuerpo. Dio la vuelta y entró en la casa

cerrando candados, puertas y ventanas, cerrándose a la vida… Hasta que el dolor la aplastara.

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