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Teoría del Caos Social: Los tres

escenarios previos

Por Andrés Simón Moreno Arreche (*)


¿Se puede teorizar el caos en las sociedades?
Comencemos por el principio: La idea fundamental de la Teoría del Caos Social es el
estudio de los sistemas inestables, en los que dados determinados procesos naturales,
pequeños cambios en las condiciones iniciales conducen a enormes discrepancias en los
resultados. Este principio suele llamarse ‘efecto mariposa’ debido a que, en
meteorología, la naturaleza no lineal de la atmósfera ha hecho posible que el aleteo de
una mariposa en determinado lugar y momento, pueda ser la causa de un terrible
huracán varios meses más tarde en la otra punta del globo. Un ejemplo más práctico
sobre el ‘efecto mariposa’ consiste en soltar varias veces una pelota justo sobre la arista
del tejado de una casa. Pequeñas desviaciones en la posición inicial pueden hacer que la
pelota caiga por uno de los lados del tejado o por el otro, conduciendo a trayectorias de
caída y posiciones de reposo final completamente diferentes. Así se puede evidenciar
que los cambios minúsculos conducen a resultados totalmente divergentes.

En las relaciones sociales, los sistemas dinámicos a que hace referencia la Teoría del
Caos, pueden estudiarse a partir de su “espacio de fases”, es decir, la representación
coordenada de sus variables independientes. En estos sistemas caóticos, es fácil
encontrar trayectorias de movimiento, que se definen como comportamientos sociales
cualificables no periódicos, pero cuasi periódicos. En este esquema se suele hablar del
concepto de Atractores Extraños que no son más que trayectorias en el espacio de fases
hacia las que tienden todas las trayectorias normales. En el caso de un péndulo
oscilante, el atractor sería el punto de equilibrio central. En el comportamiento social es
el equilibrio de valores socialmente aceptados, desarrollados y practicados por el
conglomerado social.
La ‘Teoría del Caos Social’ concibe un nuevo paradigma, tan amplio y tan importante
como pudo ser en su época la unión entre sociología y psicología aunque, quizás por su
inmadurez, aún no se tenga claro todo lo que puede dar de sí esta nueva forma de
pensamiento social, que abarca campos de aplicación tan dispares como el
comportamiento de las multitudes, los efectos de la comunicación propagandística, los
referentes culturales o las nuevas políticas económicas emergentes. Aunque la
matemática caótica tiene resultados concretos porque los sistemas que se estudian están
basados estrictamente con leyes deterministas aplicadas a sistemas dinámicos, la
estadística inferencial de la ‘Teoría del Caos Social’ trabaja con modelos aleatorios para
crear series caóticas predictivas, que son útiles en el estudio de eventos
presumiblemente caóticos en las Ciencias Sociales.

De acuerdo, pero…
Pero no todo está dicho y habría que indagar y hasta profundizar en muchas otras
cuestiones relacionadas con el caos en las sociedades. Por ejemplo, ¿Cómo se produce?
¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Es el caos social un ‘desorden’ o un orden no-
conocido?

En las sociedades, el caos comienza como una ‘crisis de percepción’. Lo que parece no
necesariamente es ‘lo-que-es’ y la percepción se convierte en la realidad para los
perceptores. Esa situación, en la que tiene mucho que ver los ‘agentes’ ductores y
manipuladores de la opinión pública, la llamamos ‘vórtice social’, que como los
vórtices que se suceden en la naturaleza, es un sistema aparentemente desordenado pero
que en conjunto representa un orden distinto, inesperado, fatal para el statu-quo en
muchas ocasiones. El vórtice social se presenta, bien de manera espontánea por
acumulación social de pequeños cambios, bien de manera accidental o provocada por
variables endógenas o exógenas.

Esto es así porque la complejidad del mundo nos ha conducido a simplificar la realidad,
a abstraer la naturaleza para hacerla cognoscible y, tristemente, a caer en la trampa de la
dualidad. Bien y mal; objetivo y subjetivo; arriba y abajo; revolucionario o escuálido.
Pero la tendencia a ordenarlo todo choca con la misma realidad, irregular y discontinuo.
Muchos científicos sociales ya han renunciado a la ilusión del orden para dedicarse al
estudio del caos, que acepta al mundo tal y como es: una imprevisible totalidad. Si bien
las leyes del caos ofrecen una explicación para la mayoría de los fenómenos naturales,
desde el origen del Universo a la propagación de un incendio o a la evolución de una
especie, también arrojan luces esclarecedoras sobre los fenómenos sociales
aparentemente inexplicables. En el estudio del comportamiento humano y del
consecuencial ‘orden social’, el problema parte del concepto clásico de ciencia social,
que exige la capacidad para predecir de forma certera y precisa la evolución de las
estructuras y hasta del comportamiento masivo en un conglomerado, desde las más
elementales agrupaciones humanas como la familia y el dintorno social, hasta las más
etéreas pero complejas organizaciones sociales como las vecinales, las municipales, el
país y el Estado.

Pero todos los sistemas sociales se desestabilizan, y al hacerlo entran en una fase
caótica. ¿Por qué acontece esto? Porque se cumple el Principio de la Turbulencia de la
Ley del Vórtice, el cual asegura que las organizaciones sociales requieren para su
desarrollo la ambigüedad de saber y no saber, de lo inadecuado, de la incertidumbre, de
la alegría, del horror, de la aceptación de los rasgos metamórficos y no lineales de la
realidad, es decir todas las facetas del caos creativo.

Toda revolución es, en sí misma, un caos social


Sin que quede el menor resquicio de dudas, porque la revolución, sea del tono y timbre
que sea, ejecuta en sí misma el Principio de Turbulencia tan necesario para generar el
vórtice que antecede al caos social. En términos de la dinámica de fluidos, el flujo
social turbulento es un régimen de movimiento intensivo de masas caracterizado por
una baja difusión de momento, alta convección y cambios espacio-temporales rápidos
de presión social y de velocidad espacial. Los flujos sociales no turbulentos, como los
que se suceden en la grandes concentraciones humanas, como a la entrada o salida del
metro, o en un concierto o en una congestión vehicular en cualquier metrópolis, son
llamados flujos laminares.

Podríamos afirmar que la mayoría de los ‘flujos sociales’ son laminares cuando son
ordenados, o cuando se trata de un desorden controlable y estratificado, suave, de
manera que el flujo de individuos se mueve lenta o rápidamente como en láminas
paralelas, sin entorpecer la corriente social que usualmente tiene lugar entre planos
correspondientes o similares. Un ejemplo de ello es la ‘incidencia-cero’ que produce la
aglomeración ‘laminar’ de personas frente a un estadio de fútbol, en relación con otros
flujos ordenados de individuos, próximos o lejanos, sean de mayor o de menor
intensidad.

En los flujos sociales laminares, la pérdida de energía de cambio, o de generación de


vórtice caótico es directamente proporcional a la capacidad controlentrópica de la
sociedad, pero inversamente relacional con los medios físicos de control. Las
‘velocidades sociales’ que miden la posibilidad de desplazamiento de las masas se
expresan a partir de una parábola, donde la velocidad máxima se encuentra en la base
de la curva y la velocidad es igual a cero en vértice superior. El Principio de la
Turbulencia Social de la Ley del Vórtice establece la relación existente entre el esfuerzo
cortante y la rapidez de deformación angular de la pirámide social y la reacción que
puede amortiguar cualquier tendencia turbulenta que pueda ocurrir en el flujo laminar.
Las situaciones sociales que propugnan o facilitan las confrontaciones de ideas y
principios por medios no tradicionales, generan grandes caudales de insatisfacción
social y es por ello que el ‘flujo laminar’ se vuelve inestable y se transforma en un flujo
turbulento.

La baja velocidad del flujo laminar social, aunque se presente en masa, no generará
vórtice siempre que existan instituciones que amortigüen la presión de su caudal a
través del encauzamiento de la crítica, la generación de respuestas efectivas a las
demandas y la adecuada reorientación de la insatisfacción expresada por voluntad de los
individuos. A medida que la insatisfacción social aumenta, se incrementa del mismo
modo la velocidad del flujo laminar social, y en algún momento se pasa al régimen
turbulento. En flujo turbulento, se asume que aparecen vórtices de diferentes escalas
que interactúan entre sí. La fuerza de arrastre debido a fricción en la capa límite social
aumenta y es entonces cuando la estructura social manifiesta el punto de quiebre, los
controles sociales se desbordan y se manifiesta el caos social como una incoherencia de
acciones desarticuladas, pero que al final del proceso generan un orden nuevo, al menos
distinto al precedente y surge así un nuevo equilibrio a partir de esa entropía social.

Los tres escenarios previos


Aún aquellos procesos de cambio social turbulento vivido por la humanidad,
traumáticos y devastadores, han sido precedidos por un conjunto de señales sociales y
de signos culturales que no sólo alertaron de esos cambios, sino que de alguna manera
presagiaron lo que habría de ocurrir. La incapacidad intelectual o la ceguera
circunstancial que impidió esa lectura previa de ningún modo hacen desaparecer de la
historia la existencia de su alarma temprana. ¿Qué nos depara el destino a los
venezolanos? ¿Cuál es la profecía del Cronos social? El análisis de los escenarios
permite inferir las características de ese futuro inmediato. La revolución comunista que
se pretende ejecutar en Venezuela, celestineada tras el impúdico ropaje de un
‘Socialismo del Siglo XXI’ ya ha transitado dos de los tres escenarios necesarios para
su consolidación, que son favorables y anteceden la implantación de un régimen,
aunque de origen democrático, con absoluta vocación totalitaria. Estos dos escenarios
previos son el odio y el miedo.

El odio: Primer escenario


Los disipadores del caos social pueden ser considerados a priori como elementos de
control social, que es el conjunto de prácticas, actitudes y valores destinados a mantener
el orden establecido en las sociedades. Aunque a veces el control social se realiza por
medios coactivos o violentos, el control social también incluye formas no
específicamente coactivas, como los prejuicios, los valores y las creencias. Entre los
medios de control social tradicionalmente aceptados como tales están las normas
sociales, las instituciones, la religión, las leyes, las jerarquías, los medios de represión,
la indoctrinación, los comportamientos generalmente aceptados y los usos y costumbres
(sistema informal, que puede incluir prejuicios) y leyes (sistema formal, que incluye
sanciones).
La sociología moderna reconoce seis tipos de controles: El control físico, que es la
fuerza, la violencia, el castigo que se aplica al individuo que la sociedad determina está
fuera de las normas establecidas. El control social primario y aquí nos referimos a la
familia. El control político que se ejerce a través de las leyes, con la intervención del
gobierno y con la aplicación de esas leyes. El control ético que se refiere a las
costumbres; el control de clases también llamado ‘de las ocupaciones’ que se imbrica en
la estructura misma de las sociedades. Y el control de las estratificaciones, un control
que alude a otros aspectos, no solo económicos sino también culturales.

Desde una perspectiva epistemológica, el enfoque cognoscente del odio es definido


como un sentimiento negativo, de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o
repulsión hacia una persona, cosa, situación o fenómeno, así como el deseo de evitar,
limitar o destruir aquello que se odia. Así concebido, el odio se fundamenta en el miedo
a su objetivo, ya sea justificado o no, o más allá de las consecuencias negativas de
relacionarse con él. El odio se describe con frecuencia como lo contrario del amor o la
amistad, pero otros investigadores sociales, como Elie Wiesel[1], consideran a la
indiferencia como lo opuesto al amor. Para él, el odio puede generar aversión,
sentimientos de destrucción, destrucción del equilibrio armónico y ocasionalmente
autodestrucción, aunque la mayoría de las personas puede odiar eventualmente a algo o
alguien y no necesariamente experimentar estos efectos. Pero el odio no es
necesariamente irracional o inusual. Para algunos psicólogos estructuralistas, odiar es
razonable, entendiendo tal sentimiento como una aversión que se suele enfocar hacia la
gente o a las organizaciones que amenazan la existencia, o que hacen sufrir, o cuya
supervivencia se opone a la propia y entonces surge un sentimiento, que puede ser
individual o grupal, a partir del cual se odia a lo que se opone a la salud y al bienestar.
La primera condición de una sociedad que se precie de ser democrática es la posibilidad
que tienen sus integrantes de disentir y de aceptar el juicio distinto de otras personas,
aún en temas fundamentales, sensibles, controversiales y trascendentes. La tolerancia al
otro es la aceptación de su existencia y derecho a ser: como sea, como quiera. La
tolerancia obliga a las formas más acabadas de la civilización. Sustituye por ejemplo, la
acción directa por el diálogo; el enfrentamiento hasta abatir al contrario por el debate; el
imperio de la fuerza por la diplomacia y por último, la guerra por la política. Obliga, en
una palabra, a reconocer que la vida en sociedad es más el producto de lo que tenemos
en común, de nuestro piso mínimo de acuerdo que es la posibilidad de negociar nuestro
espacio vital con el otro, que la sustracción generada por la división y encono que nos
encierra en un laberinto cruel.

A pesar de esta condición primigenia de la sociedad, ésta desarrolla componentes


grupales de odio rencoroso y vengativo como un vórtice extraño, un caos social que se
auto organiza y produce patrones ordenados. Entonces surgen formas sociales
estructuradas a partir de un punto de bifurcación, momento en el cual se crea un rizo de
retroalimentación negativa (el odio social, en todas sus manifestaciones) y el sistema
social se transforma a sí mismo. Para investigadores sociales de la talla internacional de
André Glucksmann[2], no hay dudas en que el odio está presente en la construcción
social: “El odio existe; el odio no respeta nada; el odio juzga sin escuchar; el odio no
atiende a razones; odio, luego existo”
El odio suele ser, con insistente frecuencia, el preludio de la violencia. Antes de la
guerra, suele ser útil enseñar a la población a odiar a otra nación y a su régimen político.
Para el apresto al combate, es común inculcar odio en los soldados, porque el odio hacia
el enemigo trastoca las realidades del objeto del odio, deformando sus debilidades, sus
amenazas y su realidad objetiva. En el nazismo, por ejemplo, se buscó aumentar el odio
que la sociedad alemana ya tenía hacia el judío y eso condujo a una matanza de
enormes proporciones que hoy conocemos como ‘El Holocausto judío’.

La paranoia del rencor que genera la propaganda del odio se dispersa fácilmente entre la
población y la vuelven dócil. El odio avanza a paso redoblado porque es el método de
los poderosos para mantener vigente el proceso controlentrópico en las sociedades. Las
explicaciones socioeconómicas al uso, la miseria, la pobreza, el analfabetismo, son fruto
de una tesis mayoritaria biempensante de que el odio mayúsculo no existe. Todo se
explica, se comprende, se excusa: El pedófilo deja de ser el agresor de menores para
transmutarse en otra víctima de una infancia desgraciada. El asesino de ancianas se
autoexime arguyendo una presunta necesidad de dinero para alimentar a unos hijos que
en la realidad tiene pero que abandonó hace años. Los violadores de barriada se
consideran los hijos de la tasa de desempleo nacional. Mentiras mil veces repetidas
como coartada de una condena del “sistema”, según la vulgata marxista, capitalista y,
como alienación judeocristiana.

Contrario a ese pensamiento único del odio mesiánico, que bajo la apariencia de
insurrección contra la miseria y la globalización, esconde un catecismo revolucionario
que busca derrocar el “sistema” movilizando ideológicamente a las masas en nombre de
la raza, la nación, la clase o Dios, Glucksmann nos recuerda que el odio sí existe.
Incluso, en ocasiones, antes de esa redención que ejercen los medios, se nos aparece
desnudo bajo la crudeza del horror. En Manhattan, en Atocha, en Beslán, en Londres,
en Ruanda, en Liberia, en Chechenia…En tantos sitios, muchos de ellos olvidados por
esa conciencia mundial que sólo acierta a vislumbrar la muerte allí donde puede
magrearla a su propia conveniencia.

El odio social original, generado y exacerbado por el racismo político de Johann


Gottlieb (un odio racial que mantuvo su vigencia hasta muy entrada la modernidad,
representado en el terrorífico apartheid surafricano, iniciado en la Guerra de los Boers y
finalizado con la elección del Nelson Mandela a la Primera Magistratura de Suráfrica)
involucionó sutilmente hasta generar una nueva bifurcación en la sociedad occidental:
El chauvinismo social, la más reciente y permanentemente actualizada construcción
social de odios.

Se llama habitualmente chovinismo como también chauvinismo, (del personaje teatral


de patriota francés Nicolás de Chauvin) a la creencia narcisista próxima a la paranoia y
la mitomanía de que lo propio del país al que uno pertenece es lo mejor en cualquier
aspecto. El nombre proviene de la comedia La cocarde tricolore de los hermanos
Cogniard, en donde un actor, con el nombre de Chauvin, personifica un patriotismo
exagerado.
Más allá del racismo y del chauvinismo, el proceso controlentrópico de las sociedades
encontró un nuevo elemento para construcción social del odio: la homofobia, la
discriminación social por motivo de género (si… la homosexualidad ya está siendo
considerada ‘un género’, el tercero), especialmente en colectividades conservadoras,
apegadas fuertemente a la religiosidad, tradicionalistas y machistas.

El fenómeno controlentrópico de la homofobia se hizo presente en la política de algunos


gobiernos tanto de origen y tendencia democrática, como aquellos de marcada
orientación autoritaria. Algunos ejemplos son el régimen nacionalsocialista en
Alemania (liderado por Adolf Hitler, 1933-1945), el régimen franquista en España
(1939-1975), el período dictatorial conocido como “Proceso de Reorganización
Nacional” argentino (1976-1983). También lo son los gobiernos democráticos, como
por ejemplo el de Nicaragua, que bajo el artículo 204, castiga la sodomía bajo penas de
1 a 3 años de cárcel (artículo que aún sigue vigente); y también en otras democracias de
occidente que han tenido legislaciones y actuaciones homófobas, como por ejemplo en
Alemania Occidental, donde la homosexualidad fue delito hasta 1969.

Pero el auge inusitado de las migraciones, el creciente intercambio cultural y comercial


entre los países y un mestizaje cada vez más intenso han quebrado por su base aquellas
concepciones chauvinistas. Hoy por hoy, las naciones no se crean en torno a razas ni
costumbres únicas. Por el contrario, todas las sociedades modernas se precian de
alimentarse de la riqueza étnica y cultural que le aportan sus miembros provenientes de
todas partes del mundo.

Si el odio es una posibilidad siempre presente en el ser humano, ¿Qué hacer para
evitarlo? Vai-Lam Mui, economista de la Universidad de Hong Kong, ha demostrado
que el rencor social se evita cuando la Constitución de un país incluye fuertes
protecciones a los derechos civiles y políticos de las minorías. Tales protecciones evitan
que los actores políticos, en el rol de gobernantes autoritarios, instrumentalicen a esas
minorías y las conviertan en objetos o sujetos activos de odio social.

Ese no es el caso de Venezuela, un país donde su Presidente ha fomentado la división


apelando al recurso del odio. Un odio de clases; los ‘patriotas’ versus ‘los pitiyanquis’,
la ‘burguesía’ versus ‘el pueblo’; los ‘hijitos-de-papá’ frente a ‘los muchachos
revolucionarios’. El de Venezuela es un odio sembrado también en lo institucional: Las
gobernaciones ‘patriotas’ versus las gobernaciones o municipalidades ‘golpistas’. Y
también es un odio sexista que se manifestó groseramente hacia la mujer, cuando desde
la Primera Magistratura del Poder Ejecutivo, el Presidente de la República amenazó
públicamente a su esposa, a través de los medios de comunicación social ‘encadenados’
en una de sus tantas alocuciones, con ‘darte lo tuyo’ un Día de la Madre, en abierta y
manifiesta sublimación de un narcisismo sexual.
Los procesos de controlentropía social, que en un principio pretenden incentivar la
participación ciudadana mediante una propuesta de cogestión, la mayoría de las veces
no son más que instrumentos colegiados para disolver los vórtices sociales, las
entropías y finalmente el caos que pueda engendrar un nuevo estadio negentrópico.
Ante la amenaza que representan los cambios sociales radicales, las diferencias de raza
y de género y las novedades culturales provenientes de quienes defienden ideas y
acciones contrarias al ‘statu-quo’, y que son entendidas como una amenaza por parte de
quienes detentan la gobernabilidad institucional de una sociedad, el odio es, después del
miedo, el soporte estratégico del control social.

Al provocar e incentivar el odio hacia lo diferente, lo desconocido, lo nuevo, la


institucionalidad no hace otra cosa que apelar a los instintos, que no a la razón o al
diálogo, para crear una barrera que proteja la organización endógena de la sociedad
sobre valores preestablecidos, que no son otros que aquellos procesos que el sistema
utiliza para controlar y reducir los mecanismos y las acciones que puedan generar
entropía.
El proceso mediante el cual quienes detentan la gobernabilidad institucional de las
sociedades generan los sucesos que permiten prolongar la controlentropía se llama
‘comunicación de masas’. A través de una comunicación de masas eficaz, (la cual
supone entender que el orador y la audiencia interactúan en una categoría social común,
de modo tal que el orador puede interpretar la relación de los sucesos reales y posibles
en función de las preocupaciones colectivas compartidas), los comunicadores se
colocan en posición de responder determinadas preguntas fundamentales para el público
destinatario que se proponen alcanzar: “¿Qué significa esto para nosotros? ¿Nos
representa, o socava lo que somos, lo que creemos y lo que es importante para
nosotros?”

En otras palabras, la orientación de un público hacia un objetivo determinado depende


de cómo nos interpretamos “nosotros”, de cómo se interpretan “ellos” y de la relación
que se forma entre esas dos interpretaciones. Contrariamente a las creencias populares y
a las interpretaciones erróneas de ciertos círculos académicos, no existe una antipatía o
un antagonismo inherente entre personas que son diferentes o que incluso se consideran
pertenecientes a grupos diferentes. Incluso cuando ese antagonismo se presenta como
un reflejo de “odios antiguos”, es necesario mucho trabajo de retórica para crear
condiciones propicias para la exclusión, la discriminación y la violencia.

El odio como estrategia política de dominación y control no se contiene exclusivamente


dentro de los límites de la legalidad de una sociedad estructurada. La post modernidad,
con sus características más resaltantes, la integración mediática en una aldea global
(internet) y el impulso sostenido a las singularidades han generado una amenaza muy
particular, la identidad colectiva, que dispara los procesos entrópicos que amenazan el
paradigma cultural del ‘estado-nación’ y provocan que éste pierde eficacia orientadora
en el conjunto social. En ese momento, el mecanismo de control psico-social se vuelve
incongruente, entre lo que se cree y siente. La realidad percibida en el inconsciente
colectivo comienza a fracturar la relación-sentimiento entre la fe en el proyecto político
y la ineficacia que muestra la narrativa dominante para justificarse. La sociedad,
comienza a fracturarse y la población se torna ambivalente. Las presiones demográficas,
la crisis fiscal, la división de las elites jóvenes insatisfechas, la angustia inflacionaria y
las presiones tributarias en el pueblo generan una aguda ambivalencia psico-social, y
así, los mecanismos institucionales, formales e informales reductores de la entropía se
vuelven ineficaces, conduciendo con ello a que una entropía global del sistema aumente
aún más.
El miedo controlentrópico, ese “producto pasional inducido”, que es utilizado por las
estructuras institucionales para reprimir y reconducir a los conglomerados sociales y
para disipar las entropías que puedan conducir en un momento dado al desarrollo de los
vórtices caóticos en la sociedad, es paradójicamente uno de los sentimientos esenciales
para promover el caos. Existen al menos tres escenarios en los que el odio se transforma
en disparador caótico: 1.- Cuando los individuos jerarquizan la identidad colectiva por
encima de la identidad particular. 2.- Cuando los individuos, rechazados o no por su
entorno, asumen el rol de vengadores anónimos y 3.- Cuando las estructuras sociales
colapsan y surgen la anarquía, la desobediencia civil y el colapso institucional, cuyas
manifestaciones más conocidas son el golpe de estado y la rebelión popular. Vamos a
abordar en el presente ensayo los dos primeros escenarios y dejaremos para un análisis
posterior el tercer escenario por tratarse de disparadores del caos que requieren un
tratamiento en profundidad.
El odio es una noción que abarca una interrogante aun más extensa: ¿se puede hacer
política con sentimientos extremos? Para algunos grupos, especialmente los
nacionalistas/terroristas, la identidad colectiva se superpone al constructo de la
individualidad, un proceso de desplazamiento valorativo-subjetivo que se inicia a muy
temprana edad, de manera que el odio se inculca desde la infancia, como un legado
familiar pero también como un compromiso grupal indeclinable. No puede insistirse lo
suficiente en la importancia de las identidades colectivas y de los procesos para
formarlas y transformarlas. Los separatistas son un ejemplo de esto que afirmamos acá:
Ellos han subordinado su identidad individual a la identidad colectiva, de manera que lo
que sirve al grupo, a la organización o a la red tiene importancia primordial. Ahora
bien, ¿cómo se forma en el sujeto ese tipo identidad colectiva fundamentada en el odio?

La causa se les inculca durante la niñez pues hay una transmisión generacional de odio
entre dos colectivos que comparten un territorio: “nosotros” y “ellos”. Los niños oyen
de sus padres, ya fuese en los bares de Irlanda del Norte o en los cafés de Beirut o en los
territorios palestinos ocupados, lo que “ellos” nos han hecho a “nosotros”, cómo “ellos”
nos han robado nuestras tierras, cómo “nos” han humillado. De manera que, leales a sus
padres que han sido perjudicados por el régimen, por ‘ellos’, los jóvenes ‘nosotros’
aceptan naturalmente la disgregación y se preparan para ejecutar actos de venganza
contra “ellos”, sin que opere algún protocolo de tipo moral.

Lo anterior representa una comprensión de la psicología terrorista


nacionalista/separatista. ¿Qué pasa con la psicología terrorista religiosa
fundamentalista? Aquí tenemos a individuos que “matan en nombre de Dios”. Sus
acciones han sido investidas de significado sagrado por el clérigo extremista, ya sea un
ayatolá, un rabino, un ministro o un sacerdote. Y debido a que ellos son “creyentes
verdaderos” que aceptan sin crítica la interpretación de las escrituras por el clérigo
extremista, no tienen la misma ambivalencia sobre la extensión de la violencia que
tienen los nacionalistas/separatistas.

El fundamentalismo teológico es una poderosísima fuerza de odio que surge, en este


caso, de la identidad religiosa, un enfoque aún más trascendente que pone cotas muy
elevadas de sacrificio individual a favor del beneficio colectivo. El odio internalizado
va más allá de las costumbres focalizadas en un determinado espacio geográfico; se
potencia por el respaldo de una deidad, cuyos texto sagrado y líderes adornan al
ejecutante con el manto sacralizado del martirio y la promesa de un ‘más allá’ vívido y
divino en el que el mismísimo Dios (Allāh ‫) اﷲ‬le reconocerá . Y no es por coincidencia
que los candidatos al suicidio religioso sean, como en los movimientos separatistas y/o
nacionalistas, niños y jóvenes púberes.
No hay una explicación única para la causa de la psicología del suicidio terrorista.
Muhammad Hafez,[3] en su “Manufacturing Human Bombs”, identifica tres
condiciones como requisitos previos: 1.- una cultura de martirio, 2.- clérigos
estratégicos para emplear esta táctica y 3.- el suministro de voluntarios dispuestos.
El escenario del odio, como hemos podido analizar, es el primer eslabón de la cadena de
eventos promovidos desde las instancias de la controlentropía social para provocar una
fractura, no sólo de las instituciones a subvertir, sino una fractura más profunda, en el
sentimiento de los individuos, con el propósito de anular las entropías que se generan en
su seno y con ello prolongar el control social.

El miedo: Segundo escenario


Cuando la controlentropía se ejecuta en ambientes sociales ‘cerrados’, dirigidos por un
líder que controla a su vez el conjunto de subsistemas sociales y éstos responden a una
visión única, mesiánica y revolucionaria, entonces esta fase cierra el crecimiento social
(o lo condiciona), induce y dirige unilateralmente la economía, genera grandes
insatisfacciones en la población y desestabiliza el inconsciente colectivo, provocando
un cambio artificioso del carácter social que introduce profundas desviaciones en el
contrato social previamente convenido y consensuado que llamamos proyecto país. Para
reafirmarse en los distintos colectivos y prologar lo más posible el estadio
controlentrópico, los líderes mesiánicos (a través de las instituciones gubernamentales,
o de los entes formadores y forjadores del carácter social) utilizan al miedo como
generador del escenario sobre el cual van a ejecutar sin oposición ni controles, la
segunda fase del proceso: el sometimiento de las multitudes, previamente divididas en
clases, castas o categorías a partir del miedo precedente.
Casi todos los investigadores coinciden en afirmar que, de una manera u otra, el miedo
mueve la historia. Julio César, Napoleón, Calvino, Hitler, Franco, fueron los dueños del
miedo unipersonal, mientras que las leyes teocráticas, las organizaciones para-
gubernativas y los regímenes políticos se apropiaron del miedo como institución
controladora. Angustia, asqueo, depresión, hastío, incertidumbre, intranquilidad, rabia,
tristeza, son las sensaciones de quienes están sometidos por el poder en cualquiera de
sus manifestaciones, específicamente cuando este poder ejecuta las acciones que disipan
probables o posibles entropías sociales; vale decir, cuando utiliza para su provecho el
miedo social, porque al inducir el miedo facilita el ejercicio del poder como control
político y social.

Los Gobiernos, sean cuales fueran sus orígenes y sus sistemas gubernativos, han
utilizado desde siempre la amenaza y el miedo como arma de dominación política y
control social, pues el miedo impulsa a la victima a obrar de determinada manera para
librarse de la amenaza y de la ansiedad que produce. Entonces, quien suscita miedo se
apropia hasta cierto punto de la voluntad de la víctima e intenta conseguir que la otra
persona ponga en práctica una de las conductas ancestrales para huir del miedo: la
sumisión.

Ese es precisamente el objetivo de todo régimen político: Disipar los indicadores de la


entropía, en especial aquellas que apuntan hacia las bases estructurales del sistema y
que pueden provocar el vórtice social que antecede al caos, desmoralizando a los
posibles seguidores de sus contrarios, desmovilizando a la sociedad toda y
desmotivando cualquier intento de desestabilización. Básicamente generando una
sensación de “plaza tomada”. Para alcanzar tal grado disipativo los regímenes, desde
los abiertamente dictatoriales y teocráticos, hasta los comprobadamente democráticos y
parlamentarios, han desarrollado una estrategia en la que el terror, abierto o velado, se
cuela por todos los ámbitos de la estructura social hasta alcanzar a sus organizaciones
fundamentales: El grupo, la vecindad, la familia.

En la medida en que el miedo puede restar autonomía decisoria al sujeto, llega a ser un
eximente de responsabilidad, pues el poder está estrechamente relacionado con la
capacidad de atemorizar y es por eso que el miedo es utilizado en todas aquellas
relaciones humanas en las que el afán de poder está presente. El poder, es decir, la
capacidad del poderoso para conseguir que alguien se someta a su voluntad, se sustenta
en tres capacidades: conceder premios, infligir castigos y cambiar las creencias y
sentimientos de la víctima.

Quizá ningún sentimiento cumpla un papel tan importante como el temor en la


sociedad. Su invocación constante por parte del poder político tiene tal control sobre las
entropías sociales que su presencia es indiscutible. La represión política ha privilegiado
el uso de métodos psicológicos, métodos invisibles, en el control político de una
sociedad. La represión política se manifiesta de diferentes maneras, sin embargo, su
carácter arbitrario generaliza la amenaza política a toda la sociedad, siendo percibida
por la mayoría como una amenaza vital. El asesinato físico o moral de algunas
personas, sean activistas políticos o no, refuerza la percepción de que cualquiera está
amenazado. La existencia de una amenaza política permanente produce una respuesta
de miedo crónico: éste deja de ser una reacción específica a situaciones concretas y se
transforma prácticamente en un estado permanente en la vida cotidiana, no solo de los
afectados directamente por la represión sino de cualquiera que pueda percibirse
amenazado. La relación entre la amenaza política y la respuesta de miedo individual o
social forma parte de procesos psicológicos y procesos políticos que se influyen
recíprocamente. El miedo internalizado y crónico ha delimitado invisiblemente el
espacio de la existencia. El gran antídoto contra el miedo es la acción pues con la
valentía es como pueden obrar las organizaciones sociales opositoras a cualquier
régimen político como si no tuviera miedo, sentimiento que es distinto de la
insensibilidad y la temeridad, ya el valiente siente miedo, pero actúa como cree que
debería actuar.

El miedo es uno de los factores que definen de forma más clara eso que llamamos la
identidad nacional. Se refiere a qué cosas le tiene miedo una sociedad, que no siempre
son los mismos miedos que desde el poder se procura sembrar para inhibir la identidad.
Precisamente, cuando miles de personas son amenazadas simultáneamente dentro de un
determinado régimen político, la amenaza y el miedo caracterizan las relaciones
sociales, incidiendo sobre la conciencia y la conducta de los ciudadanos. La vida
cotidiana se transforma. El ser humano se hace vulnerable. Las condiciones de la
sobrevivencia material se ven afectadas. Surge la posibilidad de experimentar dolor y
sufrimiento, la pérdida de personas amadas, pérdidas esenciales en relación al
significado de la propia existencia o la muerte.

Pero el miedo que sentimos los venezolanos no se circunscribe al ‘miedo – presente’


como el que se desató en Estados Unidos con el derrumbamiento de las Torres Gemelas
en New York; lo nuestro es un miedo más ancestral, se remonta a la época en que en
este país vivía una población de blancos criollos militaristas que, en los 86 años
transcurridos desde la Guerra de Independencia a la primera Gran Dictadura del Siglo
XX -la del Generalísimo Benemérito- , incrementó su presencia y su poder político de
forma desmedida, y que hoy, luego de 45 años de ejercicio democrático, regresa como
el fantasma olvidado en nuestra niñez republicana, cargado con los mismos miedos y
fobias, y las mismas promesas y los mismos vandalismos, avasallando como otrora, con
promesas de pasado. Un miedo institucionalizado que provoca y patrocina el gobierno y
que funciona desde los medios de comunicación públicos que ha secuestrado y también
desde otros, privados y comunitarios que ha incautado, con un lenguaje agresivo y una
puesta en escena provocadora de cierta violencia simulada, dentro de
una representación del poder (el término es del antropólogo George Baladier) que no
demanda disparar los fusiles, pues mostrarlos resulta suficiente para sembrar el miedo
en el colectivo que le adversa.
Entre los distintos elementos y sentimientos que configuran nuestra historia, se
encuentran el odio y el miedo como engranajes de la práctica política. Tanto el odio
como el miedo siempre han resultado efectivos para establecer controles disuasivos en
los conglomerados sociales. En palabras de Napoleón, éstas son las dos únicas fuerzas
que unen a los hombres, por ello el discurso dominante en la cultura política diaria está
lleno de características pasionales y melodramáticas, y cuyo reclamo apunta más al
descrédito y a la desarticulación de la búsqueda de unidad político-social de la
población, basados siempre en el odio y el miedo al pasado o a lo-que-vendrá y a los
personajes vinculados a éste.

La sociedad venezolana está siendo reconstruida sobre una base afectiva e indeseable:
el temor. Gracias a él, imperios se han levantado y logrado sobrevivir. Hoy, un país
como Estados Unidos utiliza esta emoción a su favor asegurándose, tal vez, una
estabilidad económica y social. El miedo, como cualquier pasión, es un movimiento
natural y por lo tanto neutral. Ni bueno, ni malo. Beneficioso para huir del mal y para el
progreso moral, según el gran Salomón; causa de la cobardía y de la falta de constancia
en el ánimo según Julio César, vencedor de las Galias.

En Venezuela asoma una neo teoría política sobre el mundo contemporáneo. Esta teoría
no está formulada con el rigor que exhiben la filosofía política, sus autores canónicos,
sus conceptos y marcos de referencia, sobre los que se vuelve una y otra vez. El estudio
ni siquiera parece pretender el título de “teoría”, pues en esta nueva versión sociológica,
el punto de referencia de la política es la ciudad, la polis pero desnuda de elementos
propositivos globales, como tampoco de un proyecto país consensuado. En la
actualidad, la ciudad es el espacio donde se imbrican la guerra y la política, ya sea
siguiendo la famosa sentencia de Clausewitz —”La guerra es la continuación de la
política por otros medios“—, ya sea siguiendo la inversión que hizo célebre Michel
Foucault: “La política es la continuación de la guerra por otros medios“.
Pero el “miedo social” es una de las armas más poderosas que tiene el poder para
enfrentar la lucha popular, desarticular las resistencias y frenar la marcha. El miedo no
nació de manera espontánea en nuestro cuerpo colectivo. Lo fabricaron a fuerza de
reiterados golpes, de violaciones cada cual más violenta a nuestros cuerpos individuales
y a nuestras vidas, de mutilaciones de nuestros sueños, de negación de nuestro poder
grupal y social, como colectividades de intereses, de sentidos, de identidades, y como
pueblo.
La desaparición forzosa de personas es uno de los mecanismos de disipación del caos
social utilizada frecuentemente por los regímenes autocráticos y dictatoriales. En un
principio como una ‘operación focalizada’ pero luego de manera generalizada, cuando
las sociedades implotan como respuesta a la represión. La desaparición forzosa fue un
mecanismo diseñado por el terrorismo de Estado en países latinoamericanos para
vulnerabilizar la subjetividad de los opositores al régimen de turno, para deteriorar sus
impulsos solidarios, aislarlos y paralizarlos. Para desaparecerlos como amenaza a los
intereses de la dominación, para tranquilizar a los poderosos que detentan el poder
político.

Pero aunque las dictaduras pasen, el miedo queda alojado como un fantasma latente,
escondido en el desván histórico de las pesadillas sociales. Queda marcado en la piel de
sus víctimas, en sus huesos, en los instintos de la sociedad toda. Quienes apelan a la
represión y al miedo lo saben, y una y otra vez vuelven a recurrir a él, lo despiertan, lo
sacuden. No necesitan ya del despliegue material de la maquinaria terrorista. Les
alcanza con poner en escena algunos símbolos que activen en el inconsciente colectivo
el alerta frente a lo que se asume como unas fuerzas oscuras, ingobernables,
inmanejables, imparables, que supuestamente llegan y se van de acuerdo a designios
que los ciudadanos nunca logran descifrar.

El miedo hobbesiano, esa pasión humana que explica la guerra y la paz, que es el
principio estructurante del orden político y de la soberanía del Estado, es un miedo
esencialmente moderno. Miedo a los otros hombres en tanto que son libres e iguales.
Miedo racional que calcula, prevé y obra en consecuencia. Miedo que se presenta y se
imagina lo que el otro puede hacer, porque todos tienen las mismas pasiones y deseos.
Miedo secularizado que no puede esperar recompensas y por eso el propósito central de
los seres humanos es preservar la vida hasta que la propia naturaleza defina cuál es el
momento de la muerte, pero ante todo, se trata de un miedo al desorden, al caos, a la
incertidumbre y a la contingencia de vivir sin un único principio de orden en la
sociedad.
Quienes apelan al miedo como disipador del caos han hecho creer que esas fuerzas
reaccionan como bestias “civilizadoras”, para castigar los desórdenes de quienes
estigmatizan como ‘opositores escuálidos’, ‘pitiyanquis vende patria’. Por eso,
funcionan tan bien como disciplinadoras de una gobernabilidad en la que los intereses y
necesidades de los sectores populares se deben subordinar siempre a los mandatos del
poder, o de las facciones de aquél que gobiernan en cada localidad, siempre a nombre
de… o como intermediarios del poder omnímodo y centralizador.

El miedo que según Hobbes funda el orden moderno no tiene que ver, en principio, con
los miedos ancestrales o metafísicos, como el temor a la ira de los dioses, o a las fuerzas
desatadas de la naturaleza, ni a los castigos que provienen del cielo metafísico ni a las
penas en ‘la otra vida. Esos “miedos perpetuos” como los llama Hobbes tendrían que
ver, ante todo “con la oscuridad que reina entre los seres humanos, con la ignorancia
sobre las causas que producen los desastres y la mala fortuna…” Es decir, con temores
pre modernos que Hobbes aseguraba se irían desvaneciendo en la medida en que la
humanidad explicase las razones que los producen.
Estos “miedos perpetuos o metafísicos” sólo tendrían repercusiones políticas cuando
fuesen usados como recursos de dominación. El miedo del que se ocupa Hobbes es el
que suscita en cada individuo la existencia de los otros con los cuales se relaciona y
convive; miedo secular, mundano, que adquiere su sentido en el aquí y el ahora. Miedo
propio de la naturaleza humana y de su condición, que le teme a sus semejantes porque
sabe que no son diferentes a él y por lo tanto persiguen objetivos similares. Miedo que
nace de la convivencia porque el hombre no es un ser solitario y está obligado a vivir en
contrapunto con los deseos y las pasiones de los otros y por tanto en permanente
discordia con ellos.
Es necesario entonces reconocer que el miedo existe como disipador de caos. Que hay
un miedo construido desde el poder y cultivado por el silencio de quienes se sienten
intimidados por la estructura represiva y no se animan a plantearlo como un problema a
resolver, tanto como el hambre, o la falta de trabajo, o el analfabetismo. Que el miedo
exista como control social no significa que las escenas que éste multiplica y amplifica,
tengan la dimensión con que éstas se presentan bajo su lente. El miedo distorsiona las
imágenes de la realidad.

Lo que se está realizando entonces en esta Venezuela revolucionaria y presuntamente


socialista -o en vías de un modelo neo socialista tropical – es una pulseada en la que
se juega quién detenta el monopolio de la violencia, los límites de la misma, y qué
poder tiene cada fracción del bloque dominante a la hora del disciplinamiento social.

La circulación de la violencia, las palabras, los rumores, el miedo representado e


impregnado en personas o cosas cotidianas vuelven a éste una epidemia que corroe las
raíces mismas de la sociedad, rompe con la cotidianidad y, en su lugar, dispone de
nuevos códigos que harán de las relaciones sociales una convivencia en tensión
permanente, en desconfianza, en inseguridad.

Es posible hablar de una nueva ciudadanía, una ciudadanía basada en el miedo donde
confluyen más de un discurso y más de un símbolo. En sociedades mutiladas por la
angustia queda el silencio como la única protección, la única garantía de vida. Entonces,
se debe pretender que, si se ve, se oye y se calla, nada pasará. Es mejor no preguntar
quién murió y menos por qué. Todos lo saben pero nadie lo dice. “¡Fuenteovejuna,
señor!” clamará, subyugado, el colectivo.

Nadie está a salvo, La era del terror, El planeta del miedo, Terrorismo, el nuevo
enemigo o el mundo en jaque, fueron algunas de las muchas expresiones que circularon
a propósito del ataque terrorista perpetuado el 11 de septiembre del 2001 contra las
torres gemelas del Word Trade Center en Nueva York y dan cuenta del límite que desde
entonces transita la sociedad. Aunque aún no alcancemos a medir a cabalidad su
impacto en las maneras de entender y ser en el mundo, es claro que con el ataque a las
torres no sólo murieron de manera infame miles de personas provenientes de más de 37
países del mundo. Con su derrumbe quedaron en entredicho, ya para siempre, nociones
bastante caras a las sociedades contemporáneas como la seguridad, la estabilidad y el
orden. Las reacciones y sentimientos generados a propósito de este hecho, han
permitido visibilizar, aún más, el papel del miedo como ordenador de las sociedades y
el mundo actual.
El desorden social institucional, representado por una delincuencia organizada desde el
Gobierno, es consecuencia del deterioro de la estructura social, una especie de “campo
de cultivo” de la violencia, y se presenta como una forma de riesgo y vulnerabilidad e
incertidumbre en la población. Los factores que inciden en la problemática son: la falta
de garantías, la ineficiencia de la policía, el poco o nulo profesionalismo de los agentes
del ministerio público y la ausencia o no ejecución de reglas, normas, leyes que se
apliquen conforme a derecho legal y jurídico.

Pretendemos acá una elemental reflexión sobre la dimensión social del miedo a través
de diferentes autores y perspectivas analíticas que transitan por espacios y tiempos
también distintos; pasados y presentes que nos hablan del mundo occidental, sobre la
forma como se construyen y circulan los miedos en las sociedades como instrumentos
disipadores de la entropía social.

De modo que la privatización de espacios residenciales, la contratación de vigilancia


formal y/o informal, el pago de vacuna, el porte de armas, las precauciones cotidianas,
las conductas de inhibición, la organización de comités de seguridad vecinal, etc., no
son sino respuestas de autoprotección o autodefensa (unas benignas, unas no tan
benignas) desarrolladas en forma colectiva o individual. Ese es el resultado de la
inexistencia del control adecuado de la inseguridad por parte de las instituciones
establecidas para tal fin, lo que posiblemente esté llevando a vivir en actitud de
permanente vigilancia de unos a otros y con riesgos adicionales a los generados por la
actividad delictiva común.

Las preguntas por el miedo y sus incidencias sobre la controlentropía social


irremediablemente evocan la imagen del Leviatán; ese gran hombre artificial, cuyo
cuerpo está formado por multitud de pequeñas figuras humanas que se apretujan en la
vasta corporeidad del gigante, desdibujadas e imprecisas, como para darle realce y
significación a ese nuevo dios mortal, que se alza majestuoso y amenazante sobre un
horizonte de pacíficos entornos urbanos y rurales, blandiendo la espada de la victoria y
el báculo de la autoridad. Esta imagen inquietante y perturbadora, propuesta por Hobbes
para ilustrar la primera edición de su libro en 1651, despierta reacciones encontradas.
Día a día crece el sindrome del miedo. En las principales capitales venezolanas, así
como en cualquier otra ciudad, el miedo agarrota los nervios y las mentes de las
personas como un virus. El dominio social del miedo está representado en los asaltos, lo
que lleva al ciudadano a convertirse en prisionero de su propia casa, cerrada con mil
llaves, dotada de alarmas de seguridad y desfigurada visualmente por las verjas que
cubren las ventanas porque el miedo es provocado por lo desconocido. El portero de la
entrada debe exigir la identificación; el nombre y su procedencia el que se anuncia por
intercomunicador; el visitante es espiado por el ojo mágico y finalmente las cerraduras
infinitas de llaves dentadas especiales, desplazan postigos de acero, cuarterones y
trampillas, una por una, mientras el miedo del que abre y el miedo de quien espera van
in crescendo, llevados de la mano por la angustia, prima hermana de aquél.

Por el miedo y la angustia, la enfermedad de moda es la agorafobia: el miedo a los


lugares públicos. Se teme que en la plaza haya ladrones escondidos detrás de los
árboles y que los niños mendigos se transformen en peligrosos asaltantes al aproximarse
al vehículo. Aumenta el número de personas que prefieren no salir de noche, que nunca
usan joyas y que sienten pánico si alguien se acerca a ellas para preguntar una
dirección. El hombre es, ahora más que antes, el lobo del hombre.

¿De dónde procede tanto miedo? De la sociedad en que vivimos, marcada por una
abismal desigualdad. Si no somos iguales en derechos y en las mínimas condiciones de
vida, ¿por qué asustarse ante semejantes reacciones? ¿Cómo exigir cortesía a una
persona que siente en la piel la discriminación racial, y en la pobreza la discriminación
social? ¿Cómo esperar una sonrisa de un niño que, en el tugurio en que vive, ve a su
padre desempleado descargar el efecto de la borrachera pegándole a su mujer? La
discriminación humilla y la humillación genera resentimiento, amargura y sublevación.

Esta alegoría del Leviatán, plena de imágenes y de metáforas, que inquieta e interroga
al mismo tiempo, es la representación simbólica de lo que sería del Nuevo Orden; el
orden político moderno; el Estado Nacional soberano y unitario, que gobierna sobre un
conjunto social pacificado y desarmado, un corpus político constituido y resguardado de
las dificultades de la vida en común, una vez que se conjurase el peligro de las guerras
civiles y las violencias comunes. Esta alegoría que ilustra la obra del Leviatán está
prefigurando el nuevo sentido del poder en la modernidad y el advenimiento de un
orden diferente de mando y obediencia.

En tanto la violencia se enseñorea desde el orden estatal de la sociedad de masas; se


producen las inversiones que trastrocan el orden jerárquico no solo entre vita
activa y vita contemplativa sino entre la articulación misma de acción, trabajo y labor –
con esta última ocupando el rango más alto- ; y por último, el espacio de aparición es
sofocado por el ascenso de la sociedad y la esfera económica. Entonces, ¿cuál es el
lugar del poder en la modernidad?
La búsqueda de un nuevo principio racional de orden político, que indujo a Hobbes,
como antes lo había hecho Maquiavelo, a situar la mirada sobre el Hombre, sobre la
naturaleza humana, sobre la condición de ser mortal, con derechos naturales, es verdad,
pero también con deseos y pasiones; con odios y amores; con temores y esperanzas; con
ánimos de competencia y con propósitos de gloria y honor. En suma, un ser humano
común, un cuerpo pasional lleno de deseos que compite por ellos con otros hombres
iguales a él y que por lo tanto desean y temen las mismas cosas.

Pero para pensadores modernos, como Hannah Arendt el poder no se funda en el miedo
ni es violencia. “Hablar de un poder no violento constituye en realidad una
redundancia”. La violencia, lejos de ser una flagrante manifestación del poder, es su
opuesto; donde uno domina absolutamente falta el otro. Ahondando en esta distinción,
escribe: “Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino
para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece
a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido.” (1973)
Un gran contraste, este que genera la noción del poder en la post modernidad de
Hannah Arendt en relación con el miedo hobbesiano, para quien el turbación que
produce el miedo es una pasión humana que explica la guerra y la paz; miedo que él
considera principio estructurante del orden político y de la soberanía del Estado. El
miedo hobbesiano es esencialmente moderno; miedo a los otros hombres en tanto que
son libres e iguales; miedo racional que calcula, prevé y obra en consecuencia; miedo
que se representa y se imagina lo que el otro puede hacer, porque todos tienen las
mismas pasiones y deseos; en fin miedo secularizado que no puede esperar
recompensas en el más allá, porque no hay más vida que ésta y por eso el propósito
central de los seres humanos es preservarla hasta que la propia naturaleza defina cuál es
el momento de la muerte, pero ante todo, se trata de miedo al desorden, al caos, a la
incertidumbre y a la contingencia de vivir sin un único principio de orden en la sociedad
de la violencia.

La violencia aparece en la visión arendtiana como regida por la categoría medios-fin,


como puramente instrumental, y por lo tanto, siempre necesitada de una guía y una
justificación hasta lograr el fin que persigue. Podrá justificarse, pero nunca será
legítima. La legitimidad queda reservada para el poder a la reunión inicial de quienes
actuaron juntos en el pasado. De esta manera, el poder pertenece a la categoría de los
absolutos, es un fin en sí mismo. El poder es la verdadera condición que permite a un
grupo de personas pensar y actuar en términos de categoría medios-fin. El poder,
entonces, corresponde a la esencia de todos los gobiernos, entendidos estos últimos
como poder (no instrumental) organizado e institucionalizado. Pero cuando el poder se
instrumentaliza, lo hace a partir de los miedos sociales e individuales.
Los dominios del miedo moderno suscitan en cada individuo la existencia de los
otros con los cuales se relaciona y convive; la otredad provoca un miedo secular y
mundano, que adquiere su sentido en el aquí y el ahora; miedo propio de la naturaleza
humana y de su condición, que es propio de aquellos que temen a sus semejantes
porque saben que no son diferentes a ellos y por lo tanto persiguen cosas similares;
miedo que nace de la convivencia porque el hombre no es un ser solitario y está
obligado a vivir en contrapunto con los deseos y las pasiones de los otros y por tanto en
permanente discordia con aquellos.
A decir de Hobbes, son tres los motivos principales generadores del miedo: La
competencia, la seguridad y la gloria, el primero hace que los hombres se enfrenten por
las ganancias y los beneficios, por los bienes escasos diríamos hoy; el segundo hace que
los seres humanos usen la violencia para defenderse e impedir que otros se apropien de
lo que ellos tienen; es decir, para garantizar su propia seguridad y la de sus bienes; el
tercero, la gloria o el honor, se refiere a la necesidad humana de ser reconocidos y
valorados por los otros.

El miedo, según Hobbes, sería el fundador del orden político, la justificación racional
del mando y la obediencia y la condición para el logro de la vida en sociedad; si por
miedo al desorden y a la anarquía, los seres humanos crean el dios mortal, unitario y
soberano, que los sustituye y está en lugar de ellos asumiendo la totalidad de su poder,
pudiera pensarse que esta estrategia política iría dirigida a suprimir el miedo de vida de
los hombres a erradicarlo o a situarlo en lugares marginales o casuísticos pero no es así;
el miedo, esa pasión racionalizante e imaginativa, secular y moderna no desaparece con
la creación del Estado soberano; lo que se conquista con el Leviatán es la seguridad
pues está muy claro que para Hobbes la paz, es seguridad y nada más, pero el miedo
sigue allí, latente, serpenteante, omnipresente y justificando una estructura de mando y
obediencia que de otra manera, opina Hobbes, sería imposible mantener.

Es decir, el devenir del Estado y la pervivencia de la soberanía, se siguen


fundamentando en el temor; el temor a lo que él mismo creó, al castigo que puede
derivarse de las acciones u omisiones si es que viola las leyes, rompe los órdenes
constituidos o intenta desobedecer, disentir o revelarse; si incurre en alguna forma de
desobediencia, esta actitud lo situaría por fuera del orden, en los márgenes de la
sociedad, en el limbo de la indeterminación y con todo el peso del Estado soberano
sobre su propia humanidad. Por eso es el miedo el que mantiene al individuo sujeto al
orden establecido y en una estructura determinada de mando y obediencia.

Cuando la soberanía está en vilo y se ha vivido por largos períodos en situaciones


difíciles, el miedo se vuelve el acompañante de los ciudadanos en casi todos los eventos
de la vida cotidiana y es explicable que la principal demanda social se dirija a exigir
seguridad, orden, vigilancia y control por parte de los poderes establecidos o que al
menos posean la titularidad jurídica de la soberanía estatal. Entonces, el miedo deja de
ser un elemento extraño para transmutarse en el segundo eslabón de la cadena de
eventos promovidos desde las instancias de la controlentropía social para provocar una
disolución de las oposiciones, no sólo de las instituciones a subvertir, sino una más
profunda aún, en el acompañante diario del sentimiento de los individuos.

El próximo escenario: La ausencia moral


La ausencia de moral es el tercer escenario que necesita un régimen totalitario para
perpetuar su ignominia. Siendo el primero el odio y el segundo el miedo, con la
ausencia moral se construye la trilogía perfecta de la controlentropía necesaria en un
régimen absolutista y egocéntrico. La ausencia de escrúpulos y la falta de moral en los
nacionalismos y totalitarismos que protagonizaron el siglo XX son la base de un
fascismo irredento, que como un fantasma aparece en la alborada del tercer milenio en
Venezuela, intrépidamente y de la mano de un menaje ideológico difícil de tragar y
mucho menos de digerir, al cual identifican como ‘socialismo bolivariano del Siglo
XXI’.

Pero cabe acotar que la vinculación entre la teoría ética del Estado y la práctica moral
de los Gobiernos es uno de los problemas recurrentes de la filosofía moral en las
sociedades contemporáneas, con particular incidencia en el escenario producido por el
liberalismo económico, moral y político. En primer lugar, la imposibilidad de construir
una moralidad pública en las sociedades laicas y plurales. Segundo, la falta de atención
que las teorías suelen prestar al problema de la motivación moral. Finalmente, el peligro
que representan hoy los fanatismos y los fundamentalismos morales y políticos. Los
tres apartados tienen que ver con un tema nuclear en la ética de nuestro tiempo: el
ejercicio de la libertad en las democracias actuales.

Porque la moral política occidental es el cortafuegos que evita que la corrupción política
se desate sin control y contamine como un virus todo el sistema constitucional de las
democracias occidentales. También es el mecanismo de limpieza de oportunistas
y toxinas antidemocráticos. Sin embargo, la moral política consiste en resistir la
seducción de la grandilocuencia con la que se juega con la humanidad, el hombre y sus
posibilidades. Pese a constituir un tópico recurrente de la vida cotidiana y merecer
desde siempre un importante esfuerzo teórico, las relaciones entre política y moral
no son un tema de abordaje sencillo. Prueba de ello es el que frente al actual y
generalizado clamor por la moralización de la política, no se advierta que sin las
debidas matizaciones ese reclamo podría fácilmente conducir a un dirigismo ético
de carácter totalitario. Es decir a un Estado que alegando razones de salud pública
impusiera coactivamente a sus ciudadanos una determinada moral cívica, social,
sexual o religiosa, conculcando sus libertades en estos terrenos.
Moral y política, más allá de sus variables contenidos materiales, constituyen dos
prácticas sociales de diferente naturaleza. La política conceptualiza un tipo específico
de actividad humana: la dirigida a la formación del orden colectivo más general de un
grupo humano (Dowse y Hughes, 1979 p. 22, Sartori, 1984). Es actividad política votar,
sancionar una ley o concurrir a una asamblea partidaria, pero también lo es, por
ejemplo, influir sobre otro para que cambie su ideología política. Las implicaciones de
este hacer, que sin embargo no son notas definitorias de él, son la utilización y
distribución del poder y la formalización de redes de autoridad sociales. La mayor y
más formalizada de esas redes es naturalmente el estado.
La moral por su parte, constituye desde el punto de vista formal, un conjunto de
principios evaluativo-prescriptivos de toda conducta humana y de sus diferentes
objetivaciones (normas, costumbres, instituciones, estados, etc.). Es un orden que dice
lo que es justo o correcto y en ése decir, implícitamente, ordena conductas. Se
exterioriza en prácticas e instituciones diversas y su finalidad social, por lo menos desde
un ángulo laico, radica en prevenir los conflictos y promover la cooperación (Nino,
1989, p.99)

La ausencia de una moral, tanto en el Gobierno como en los ciudadanos que se rigen
por aquél, constituye el caldo de cultivo ideal para que florezcan las autocracias. Se
trata de una ‘ausencia’ necesaria para el cometimiento no sólo ya de injusticias y
prevaricaciones, sino para la descomposición irreparable del más importante tejido
conjuntivo de la sociedad. Ese que detiene al bárbaro, que protege a la moral y conduce
el accionar de las políticas de un Estado sujeto a cánones éticos.

El Odio y el miedo se han desatado con furia sobre la sociedad venezolana, acicateados
por un proyecto comunista que ha fracasado estrepitosamente en múltiples escenarios y
por la riqueza del ‘excremento del diablo’ que ahora ha producido paradójicamente más
pobreza y más dependencia. Ambos, miedo y odio, se han convertido en argumento de
división y disuasión social del discurso de quien dirige los destinos del país y estamos a
un paso, corto, breve e inminente de consolidar el tercer escenario: la ausencia moral,
paso que se dará si desde las aulas y los hogares venezolanos se permite la
indoctrinación que viene solapada, bajo la figura de leyes especiales y de inciertos
reglamentos inexistentes, entre el falso pelaje de cordero de la licantrópica Ley
Orgánica de Educación.

(*) Comumicólogo.

Asesor de Identidad e Imagen Corporativas.

Profesor de Mercadeo Electoral


Escritor

[1] Elie Wiesel (Sighet, 1928) Celebración bíblica: relatos y leyendas del Antiguo
Testamento(1972), y Contra la melancolía (1996) Premio Nobel de la Paz 1986 /
[2] André Glucksmann Le Bien et le mal (septiembre de 1997) / Le Discours de la
haine(octubre de 2004)
[3] Hafez, Mohammad –Questions & Answer taped in Manufacturing Human
Bombs: Strategy, Culture and Conflict in the Making of Palestinian Suicide
Terrorism conference, National Institute of Justice, University of Washington, October
21th 2004

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