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Carlos Ruiz Zafón

Barcelona Gothic
Cuentos en el tren

ePub r1.0

Titivillus 23.02.2019

Recopilación de narraciones breves, generalmente destinadas a la


publicación periodística con el tema de la Barcelona gótica. Es el caso de
«La mujer de vapor», publicada en el suplemento «Tentaciones» de El País
en 2001, así como de «Gaudí en Manhattan» y de «Leyenda de Navidad»,
publicadas en La Vanguardia en 2002 y el 2004, respectivamente. «Alicia al
amanecer», sin embargo, se mantenía inédita hasta hoy. En todos estos
textos encontramos el gusto por el reino de las sombras, el uso de imágenes
arquitectónicas centenarias y crepusculares, los característicos personajes
malditos y también alguna chica hermosa, pero demasiado etérea, que
quizás les hubiera podido redimir.

Título original: Barcelona Gothic


Carlos Ruiz Zafón, 2008
Traducción: Josep Pelfort, 2008

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.0
LEYENDA DE NAVIDAD
Hubo un tiempo en el que las calles de Barcelona se teñían de luz de gas
cuando oscurecía y la ciudad se despertaba rodeada de un bosque de
chimeneas que envenenaba el cielo de un rojo de sangre. Entonces,
Barcelona se parecía a un acantilado de basílicas y palacios, que se
entrelazaban en un laberinto de callejones y túneles, bajo una neblina
perpetua. En medio de todas las azoteas, sobresalía una gran torre de
ángulos catedralicios y aguja gótica de gárgolas y rosetones, en cuyo último
piso vivía el hombre más rico de la ciudad, el abogado Evelí Escrutx. Cada
noche, se podía ver su silueta, recortada tras las láminas doradas del ático,
mientras contemplaba la ciudad a los suyos pies como un oscuro centinela.
Escrutx había hecho fortuna, ya desde muy joven, defendiendo los intereses
de asesinos de veintiún botones, indianos adinerados e industriales de la
nueva civilización del vapor y de los telares. Se decía que las cien familias
más poderosas de Barcelona le pagaban una anualidad exorbitante para
poder contar con su consejo y que todo tipo de estadistas y generalísimos
con ansia de poder hacían procesión por ser recibidos en su despacho, en
lo alto de la torre. Se decía que nunca dormía, que se pasaba las noches
desvelado, contemplando Barcelona desde su ventanal y que no había
vuelto a salir de la torre desde el traspaso de su mujer, que había muerto
hacía treinta años.
tres años. Se decía que llevaba un puñal clavado en el alma, a causa de esta
pérdida, que lo detestaba a pesar de que odiaba a todo el mundo, y que no
le guiaba ningún otro deseo que ver el mundo derrumbarse en su propia
avaricia y mezquindad . Escrutx no tenía amigos ni confidentes. Vivía en lo
más alto de la torre sin otra compañía que Candela, una criada ciega que
las malas lenguas decían que era medio bruja y que vagaba por las calles
del Raval para enredar con golosinas a niños pobres que desaparecen para
siempre. La única pasión conocida del abogado, aparte de la doncella y de
sus artes secretas, era el ajedrez. Cada año, en Nochebuena, Escrutx
invitaba a un barcelonés a su ático de la torre. Le obsequiaba con una cena
exquisita, regada con vinos de ensueño. Poco antes de la medianoche,
cuando las campanadas de Navidad resonaban desde la catedral, Escrutx
servía dos copas de absenta y retaba a su invitado a hacer una partida de
ajedrez. Si el aspirante ganaba, el abogado se comprometía a cederle toda
su fortuna y bienes. Pero si perdía, el invitado debía firmar un contrato
según el cual el abogado se convertía en el único dueño y ejecutor
testamentario de su alma inmortal. Cada Nochebuena, Candela reseguía las
calles de Barcelona con el carruaje negro del abogado para buscar a un
jugador. Mendigos o banqueros, asesinos o poetas, da igual. La partida se
alargaba hasta el amanecer del día de Navidad. Cuando el sol de sangre de
la mañana se recortaba sobre las azoteas nevadas del barrio gótico, de
forma invariable, el oponente entendía que había perdido el desafío. Salía
de la casa para volver a la frialdad de las calles, mientras el abogado cogía
un frasco de cristal esmeralda, apuntaba el nombre del perdedor y lo metía
cuidadosamente en una vitrina donde había docenas de botes idénticos.
Dicen que aquella Navidad, la última Navidad de su larga vida, el abogado
Escrutx volvió a enviar la Candela de ojos blancos y labios negros a recorrer
las calles para encontrar a una nueva víctima. Un viento de nieve azotaba
la ciudad, las cornisas y las azoteas lucían con el color plateado del hielo.
Bandadas de murciélagos se arremolinaban en las torres de la catedral y
una luna de cobre encendido se derramaba sobre las callejuelas. Los
caballos negros que arrastraban el carruaje se detuvieron de repente frente
a la calle del Obispo, sus bocanadas hechas de miedo y escarcha. La silueta
salió de las tinieblas, y su largo velo de novia se fundió con la blancura de la
nieve. Sólo llevaba un manojo de rosas rojas en sus manos. Candela quedó
cautivada por su perfume y la invitó a subir al carruaje. Quiso tocarle el
rostro, pero sólo supo encontrar hielo y labios de hiel. La llevó a la torre,
que se alzaba entonces sobre las ruinas de un antiguo cementerio, junto a
la calle Avinyó. Dicen que, cuando el abogado Escrutx la vio, enmudeció y
mandó a Candela que se marchara. La invitada de aquella última
Nochebuena se quitó el velo y el abogado Escrutx, el alma vieja y la mirada
cegada de amargura, pensó que reconocía a su esposa perdida. Relucía
como la porcelana y el carmín, y cuando Escrutx le pidió cómo se llamaba
ella sólo sonrió. Al cabo de un rato, se oyeron las campanadas de la
medianoche y empezó la partida. Más adelante, dijeron que el abogado ya
estaba muy cansado, que se dejó ganar y que fue Candela, loca de celos,
quien prendió fuego a la casa, el lugar que debía convertir en cenizas toda
la torre, las llamas que se levantarían de madrugada sobre el cielo de
Barcelona. Unos niños que se habían reunido en torno a una hoguera en la
plaza de Sant Jaume, juraron que, poco antes de que las llamaradas llenaran
los ventanales de la torre, pudieron ver al abogado Escrutx que salía a la
balaustrada coronada de ángeles de alabastro, que abría los frascos de
color esmeralda y los derramaba, y que el viento se llevaba plumas de vapor
que se esparcieron como lágrimas sobre las azoteas de toda la ciudad.
Serpientes de fuego se fueron enredando hasta llegar a la cima de la torre,
y todavía se va ver, por última vez, la silueta del abogado Escrutx abrazada
a la novia de fuego, que saltaba al vacío desde lo alto de la torre, sus cuerpos
deshaciéndose en cenizas que se llevó el viento antes de que llegaran a
estallar contra los adoquines. La torre se derrumbó al amanecer, como un
esqueleto de sombras que se retorcía sobre sí mismo. La leyenda concluye
que, a los pocos días de la caída de la torre, una conspiración de silencio y
de olvido borró para siempre el nombre del abogado Escrutx de la crónica
de la ciudad. Los poetas y la gente de espíritu puro están convencidos de
que, aún hoy en día, si se levanta los ojos en Nochebuena puede contemplar
la silueta fantasmal de la torre en llamas sobre el cielo de medianoche y
puede ver al abogado Escrutx, ciego de lágrimas y de arrepentimiento,
vertiendo el primero de los frascos esmeraldas de su colección, lo que
llevaba su nombre. Pero también los hay que aseguran que mucha gente,
esa alba maldita, fueron a los escombros de la torre para llevarse un trozo
humeante, y que las pezuñas del carruaje de la Candela todavía resuenan
en las sombras del Raval , siempre en medio de las tinieblas, buscando al
próximo candidato.
LA MUJER DE VAPOR

Nunca lo he confesado a nadie, pero si logré el piso fue por milagro. Laura,
que besaba tango, trabajaba de secretaria para el administrador de fincas
del primer segundo. La conocí una noche de julio en la que el cielo ardía de
bochorno y de desesperanza. Yo dormía a la intemperie, en un banco de la
plaza, cuando me desveló el roce de unos labios. «¿Necesitas un sitio para
quedarte?». Laura me acompañó hasta el portal. El edificio era uno de esos
mausoleos verticales que hechizan la ciudad vieja, un laberinto de gárgolas
y parches, que tenía un atrio donde se podía leer 1866. La seguí escaleras
arriba, casi a tientas. Cuando pisábamos el suelo, todo el edificio crujía
como los barcos viejos. Laura no me pidió nóminas ni referencias. Más valía:
en prisión, no te dan ni de unas ni de otras. El ático era del tamaño de mi
ceja, un cuchitril que flotaba en medio de la tundra de azoteas. «Me lo
quedo», dije. Lo cierto es que, después de pasar tres años en prisión, ya
había perdido el sentido del olfato y que las voces atravesaran los muros no
era nada nuevo. Laura subía casi todas las noches. Su piel fría y su aliento
de niebla eran las únicas cosas que no quemaban durante ese verano
infernal. Cuando empezaba a amanecer, Laura se deslizaba escaleras abajo,
en silencio. Yo me pasaba el día en mi habitación, adormilado. Los vecinos
de la escalera tenían aquella amabilidad dócil que da la miseria. Conté seis
familias, todas con niños y viejos que olían a hollín y al suelo húmedo. Mi
vecino preferido era el señor Florián, que vivía justo debajo y que pintaba
muñecas por encargo. Me pasé semanas enteras sin salir del edificio. Las
arañas tejían arabescos en mi puerta. La señora Lluïsa, la del tercero,
siempre me traía algo que comer.
El señor Florián me dejaba revistas viejas y me animaba a hacer partidas de
dominó. Los niños de la escalera me invitaban a jugar al escondite. Era la
primera vez en mi vida que me sentía bienvenido.
Casi amado. A medianoche, Laura venía con sus diecinueve años envueltos
en seda blanca y se dejaba hacer como si fuera la última vez. Lo amaba hasta
que se hacía de día, dejando que su cuerpo me devolviera todo lo que la
vida me había robado. Después, soñaba en blanco y negro, como los perros
y los malditos. Incluso a un harapo de la vida como era yo, se le concede
una cata de felicidad en este mundo. Ese verano fue mi verano. Cuando
llegaron los del ayuntamiento, a finales de agosto, pensé que eran policías.
El ingeniero de escombros me dijo que él no estaba en contra de los okupas,
pero que, aunque le sabía muy grave, dinamitarían el edificio. «Será un
error,» dije. Todos los capítulos de mi vida comienzan con esta frase. Bajé
las escaleras a toda prisa y fui al despacho de las fincas para ver si
encontraba a Laura. Sólo había un perchero y medio palmo de polvo. Subí
a la casa del señor Florián. Cincuenta muñecas sin ojos se podrían debajo
de las tinieblas. Reseguí todo el edificio buscando algún vecino. Pasillos de
silencio se agolpaban bajo los escombros. "Esta finca está clausurada desde
1939, joven", me comunicó el ingeniero. «La bomba que mató a los
inquilinos también estropeó para siempre la estructura del edificio».
Discutimos. Me parece que le empujé. Escaleras abajo. Esta vez, el juez
pudo desahogarse. Los antiguos compañeros todavía me guardaban la
camilla. «Al final, siempre vuelves». Hernán, el de la biblioteca, me
encontró el recorte con la noticia del bombardeo. En la foto, los cuerpos
salen alineados en cajas de pino, desfigurados por la metralla, pero aún
pueden reconocerse. Una mortaja de sangre se esparce por los adoquines.
Laura va vestida de blanco, las manos sobre el pecho abierto. Ya han pasado
dos años, pero, en prisión, se vive o muere de recuerdos. Los guardas de la
cárcel se creen que son muy espabilados, pero ella sabe esquivar los
controles. A medianoche, sus labios me desvelan. Me da recuerdos de parte
del señor Florián y de los demás. «Me querrás siempre, ¿verdad?», me
pregunta Laura. Y yo le digo que sí.
GAUDÍ A MANHATTAN

Al cabo de unos años, cuando me miraba el cortejo funerario de mi maestro


que desfilaba por el Paseo de Gracia, recordé el año que conocí a Gaudí y
mi vida cambió para siempre. Aquel otoño yo había llegado a Barcelona
para entrar en la escuela de arquitectura. Mis sueños de conquistar la
ciudad de los arquitectos dependían de una beca que apenas cubría el coste
de la matrícula y el alquiler de una habitación en una pensión que había en
la calle del Carme. Si mis compañeros de estudio lucían prendas de señorito,
mis mejores aperos se limitaban a un vestido negro heredado de mi padre
que me iba baldar de cuerpo, unas cinco tallas más anchas de la cuenta, y
que hacía corto, bien bien dos tallas menos de lo que tocaría. En marzo de
1908, mi tutor, el señor Jaume Moscardó, me convocó en su despacho para
evaluar mi progreso académico y, también, como yo me olía, mi aspecto
desolador.
—Parece un vagabundo, Miranda —sentenció—. El hábito no hace al
monje, como dicen, pero en el caso de los arquitectos la cosa cambia. Si va
corto de honorarios, dígame, hombre, que podría ayudarle. Entre los
catedráticos, se comenta que usted es un hombre avispado. Y, pues, ¿qué
sabe Gaudí?
Gaudí. Sólo el hecho de mencionar ese nombre me daba estremecimientos.
Desde muy pequeño, soñaba con las sus vueltas imposibles, esos
acantilados neogóticos, su primitivismo futurista. Gaudí era la razón por la
que yo quería ser arquitecto y mi mayor aspiración, aparte de no morir de
hambre aquel curso, era poder llegar a captar, aunque fuera una milésima
de las matemáticas diabólicas con las que el arquitecto de Reus, mi
moderno Prometeo, esbozaba sus creaciones.
—Soy el mayor de sus admiradores —dije finalmente.
—Ya lo imaginaba.
Detecté, en el tono de su voz, ese deje de condescendencia con el que se
acostumbraba a hablar de ello, ya en aquellos tiempos. Por doquier,
sonaban las campanadas de muerte en honor de lo que algunos llamaban
modernismo y otros, simplemente, un ataque contra el buen gusto. Las
nuevas escuelas tejían su doctrina hecha de brevedades e insinuaban que
aquellas fachadas barrocas y delirantes, que años por venir configurarían el
rostro de la ciudad, debían ser crucificadas públicamente. La reputación de
Gaudí empezaba a ser la de un loco arisco y célibe, una especie de iluminado
que menospreciaba el dinero (el más imperdonable de sus crímenes) y que
sólo estaba obsesionado por construir una catedral fantasmagórica, con
una cripta en qué pasaba casi todas las horas del día, vestido como
mendigo, y sin dejar de tramar planos que desafiaban la geometría,
dominado por la convicción de que su único cliente era el Altísimo.

—Gaudí está como una luz —continuó Moscardó—. Ahora resulta que
quiere plantar una virgen del tamaño del coloso de Rodas en lo alto de la
casa Milà, en medio del Paseo de Gracia. Tiene cojones. Pero tanto si está
loco como si no lo está, y eso que quede entre
nosotros, no ha habido ni volverá a haber nunca un arquitecto como él.
—Eso es exactamente lo que pienso yo —me atreví a decir.
—Pues entonces ya lo sabe: no vale la pena que quiera convertirse en su
sucesor.
El ilustre catedrático debía darse cuenta del desencanto que había a mis
ojos.
—Pero quizá podría convertirse en su ayudante. Uno de los Llimona me
comentó que Gaudí necesita a alguien que sepa el inglés, me pida por qué.
De hecho, lo que necesita es un intérprete de castellano, porque es tan
terco que solo quiere hablar catalán, especialmente cuando tiene delante a
ministros, infantas y principitos. Y yo me ofrecí a buscarle un candidato. «Du
lu ispic inglix», ¿Miranda?
Me tragué la saliva y me conjuré a Maquiavelo, el santo patrón de las
decisiones rápidas.
—«A litel».
—Pues, ja, «congratuleones», y que Dios le ampare.
Esa misma tarde, cuando ya iba oscureciendo, me encaminé hacia la
Sagrada Familia, a cuya cripta Gaudí tenía su estudio. En aquellos años, el
Eixample se desmenuzaba a la altura del Paseo de Sant Joan. Más allá, se
desplegaba un espejismo de campos, fábricas y edificios dispersos que se
alzaban como centinelas solitarios en la retícula de una Barcelona
prometida. Al poco, las agujas del ábside del templo se recortaron en el
crepúsculo, puñales contra un cielo de fuego. Un guarda me esperaba en la
entrada de las obras con una lámpara de gas. Lo seguí a través de los
pórticos y arcos hasta la escalinata que subía al taller de Gaudí. Me adentré
en la cripta, el corazón me latía en las sienes. Un jardín de criaturas
fabulosas se movía suavemente en las sombras. En el centro de la cámara,
cuatro esqueletos colgaban de la bóveda, un macabro ballet de estudios
anatomías. Debajo de esta tramoya espectral, encontré un hombrecillo de
canas con los ojos más azules que he visto nunca y la mirada de quien ve lo
que los demás sólo pueden soñar. Dejó el cuaderno en el que esbozaba algo
y me miró. Tenía una sonrisa de niño, magia y misterios.
—El Moscardó le habrá dicho que estoy como una luz y que nunca hablo
español. Claro que lo hablo, pero sólo lo hago por llevar la contraria. Ahora
bien, el inglés no lo sé lo más mínimo y el sábado tengo que embarcarme
para ir a Nueva York. ¿Tú sí que lo habla, el inglés, verdad, joven?
Aquella noche pensé que era el hombre más afortunado del universo,
compartiendo con Gaudí conversación y la mitad de su cena, un puñado de
nueces y unas cuantas hojas de lechuga con aceite de oliva.
—¿Sabéis usted que es un rascacielos?
Como no tenía ninguna experiencia personal en la materia, recurrí a las
nociones que en la facultad nos habían dado sobre la escuela de Chicago,
las carcasas de aluminio y el invento del momento, el ascensor Otis.
—Chimplerías —me cortó Gaudí—. Un rascacielos no es más que una
catedral para gente que en lugar de creer en Dios cree en el dinero.
Supe que Gaudí había recibido una oferta de un magnate para construir un
rascacielos en medio de la isla de Manhattan y que mi función era actuar
como intérprete en la entrevista que debía haber, después de nuevo días,
en el Waldorf-Astoria, entre Gaudí y el enigmático potentado. Me pasé tres
días seguidos encerrado en mi pensión y repasé gramáticas de inglés como
un poseso. El viernes, al amanecer, subimos al tren que nos llevaría hasta
Calais, donde cruzaríamos el canal hasta Southampton para embarcarnos
en el Lusitania. Tan pronto como subimos al crucero, Gaudí se retiró a su
cabina, envenenado por la nostalgia de su tierra. No salió hasta el atardecer
del día siguiente. Me lo encontré sentado en proa, contemplando el sol que
se desangraba en un horizonte encendido de zafiro y de cobre.
—Eso sí que es arquitectura, hecha de vapor y de luz. Si quiere aprender,
debe estudiar la naturaleza.
Para mí, la travesía fue un curso acelerado y deslumbrante. Cada tarde,
paseábamos por la cubierta y hablábamos de planos y sueños, y también
de la vida. Como no tenía otra compañía, y quizás porque intuía la adoración
religiosa que me inspiraba, Gaudí me regaló su amistad y me fue mostrando
los esbozos que había preparado para su rascacielos, una aguja wagneriana
que, si era real, podía convertirse en el objeto más prodigioso que jamás
haya salido de la mano del hombre. Las ideas de Gaudí cortaban el aliento,
pero, sin embargo, me di cuenta de que no había pasión ni interés en su voz
a la hora de comentar ese proyecto. La noche antes de que llegáramos, me
atreví a hacerle una pregunta que me mordisqueaba por dentro de que
habíamos zarpado.
¿Por qué se quería enzarzar en un trabajo que podía dejarlo totalmente
ocupado durante meses, o años, lejos de su tierra y, sobre todo, de la obra
que se había convertido en el propósito de su vida?
«A veces, para hacer la obra de Dios es necesaria la mano del demonio». Y
fue entonces que me confesó que, si se venía a construir esa torre
babilónica en el corazón de Manhattan, su cliente se comprometería a
costear la finalización de la Sagrada Familia. Todavía recuerdo las sus
palabras: «Dios no tiene prisa, pero yo no viviré siempre».
Llegamos a Nueva York cuando ya oscurecía. Una niebla malévola subía por
las torres de Manhattan, como si la metrópoli quisiera huir bajo ese cielo
rojizo de tormenta y azufre. Un carruaje negro que nos esperaba en el
muelle de Chelsea nos llevó por calles tenebrosas hasta el centro de la isla.
De los adoquines, salían espirales de vapor, y un enjambre de tranvías,
carruajes y todo tipo de ruidosos artilugios mecánicos, atravesaban
furiosamente aquella ciudad hecha de colmenas infernales que se
agolpaban junto a casillos legendarios.
Gaudí lo miraba todo con unos ojos oscuros. Espadas de luz sangrienta
acuchillaban la ciudad desde las nubes cuando enfilamos la Quinta Avenida,
y divisamos la silueta del Waldorf-Astoria, un mausoleo de mansardas y
torreones, sobre el que, a los veinte años, cuando ya sólo fuera ceniza, se
levantaría el Empire State Building. El director del hotel vino a recibirnos
personalmente y nos hizo saber que la visita con el magnate tendría lugar
más tarde. Yo iba cazando las palabras como podía; Gaudí se limitaba a
hacer que sí con la cabeza. Nos acompañaron hasta un lujoso cuarto situado
en la sexta planta, desde donde se podía contemplar la ciudad que se iba
zambullendo en el crepúsculo. Le di al mozo una buena propina y pude
averiguar que nuestro cliente vivía en una suite del último piso y que nunca
salía del hotel. Cuando le pregunté qué tipo de persona era y qué aspecto
tenía, me dijo que él nunca le había visto y se lanzó.
Cuando ya era la hora de nuestra cita, Gaudí se puso de pie y me miró con
ojos angustiados. Un ascensorista vestido de escarlata nos esperaba al final
del pasillo.
Mientras íbamos subiendo, vi que la cara de Gaudí se volvía blanca como la
cera, y que apenas podía aguantar la carpeta donde llevaba sus bocetos.
Llegamos a un recibidor de mármol, que tenía enfrente una larga galería. El
ascensorista cerró sus puertas y la luz de la cabina se perdió en un pozo
negro. Entonces vi la llama de una vela que se acercaba hacia nosotros por
el pasillo. La llevaba una esbelta figura enfundada de blanco. Un pelo largo
y negro enmarcaba un rostro de una palidez extrema, como yo nunca había
visto ninguna, y dos ojos azules se te clavaban en el alma. Dos ojos idénticos
a los de Gaudí.
—Welcome to New York.
Nuestro cliente era una mujer. Una mujer joven, de tan turbadora belleza
que casi dolía de mirar. Un cronista victoriano le habría descrito como un
ángel, pero yo no vi nada angelical en su presencia. Tenía los movimientos
felinos, la sonrisa de un reptil. La dama nos condujo hasta una sala de
penumbras y de velos, que, de vez en cuando, chispeaban con las luces de
la tormenta que había empezado hacía un rato. Nos sentamos. Uno a uno,
Gaudí fue mostrando sus esbozos, mientras yo traducía sus explicaciones.
Al cabo de una hora, o quizás de una eternidad, la dama me clavó los ojos
y, mientras se lamia suavemente el carmín de los labios, me insinuó que
ahora tenía que dejarla sola con Gaudí. Me miré de reojo al maestro. Gaudí,
impenetrable, hizo que sí con la cabeza. Luchando contra mis instintos, le
hice caso y me fui hacia el pasillo, donde la cabina del ascensor ya me abría
las puertas. Me detuve sólo un instante para mirar atrás y vi que la dama se
acercaba a Gaudí, le cogía la cara con una inmensa ternura y le besaba los
labios.
Justo en ese momento, la bocanada de un relámpago encendió las sombras
y me pareció que no había ninguna dama junto a Gaudí, sino una figura
oscura y cadavérica, con un gran perro negro tumbado en los pies. Lo último
que vi antes de que se cerraran las puertas del ascensor, fueron las lágrimas
que rodaban por el rostro de Gaudí, ardientes como perlas envenenadas.
Cuando volví a la habitación, me tumbé en la cama, con la cabeza
estrangulada de náuseas, y se me llevó un sueño ciego. Cuando las luces del
amanecer me rozaron la cara, fui corriendo hasta la cámara de Gaudí. La
cama estaba intacta y no había ninguna señal del maestro. Bajé a recepción
para preguntar si alguien sabía nada. Un portero me dijo que hacía una hora
que le había visto salir atolondrado y que, mientras subía la Quinta Avenida,
un tranvía había estado a punto de atropellarle. No podría explicar bien
bien por qué, pero el hecho es que supe exactamente dónde lo encontraría.
Atravesé diez bloques de casas hasta llegar a la catedral de St. Patrick, que
estaba desierta a esa hora de la madrugada. Desde el umbral de la nave,
vislumbré la silueta del maestro arrodillado frente al altar. Me acerqué y
me senté al lado. Me pareció que su rostro había envejecido veinte años en
una sola noche, y que ya tenía ese aire ausente que debía acompañarle
hasta el fin de sus días. Le pregunté quién era esa mujer. Gaudí me miró,
asombrado. Entonces entendí que sólo yo había visto a la dama de blanco
y, aunque no me atreví a suponer lo que había visto Gaudí, supe a ciencia
cierta que ambos habíamos visto los mismos ojos. Por la tarde, ya nos
embarcamos para realizar el viaje de regreso. Cuando contemplábamos a
Nueva York que se desvanecía en el horizonte, Gaudí sacó la carpeta con
sus esbozos y la lanzó al mar.
Me asusté y le pregunté cómo pensaba encontrar los fondos necesarios
para acabar las obras de la Sagrada Familia.
-Dios no tiene prisa y yo no puedo pagar el precio que se me pide.
Durante la travesía, le pregunté mil veces cuál era ese precio y cuál era la
identidad del cliente que habíamos ido a ver. Y mil veces me sonrió,
cansado, haciendo que no con la cabeza. Cuando llegamos a Barcelona, mi
trabajo como intérprete ya no tenía sentido, pero Gaudí me invitó a visitarlo
siempre que me apeteciera. Y yo volví a la rutina de la facultad, donde
Moscardó ya me esperaba deseoso de hacerme vaciar el buche.
—Fuimos a Manchester a ver una fábrica de chavetas de hierro, pero, al
cabo de tres días, ya volvimos, porque Gaudí dice que los ingleses sólo
saben comer buey hervido y que, además, le tienen manía a la Virgen.
—Tiene cojones.
Al cabo de un tiempo, en una de mis visitas al templo, descubrí en uno de
los frontones un rostro idéntico al de la dama de blanco. La figura, enredada
por un remolino de serpientes, insinuaba un ángel de alas afiladas,
luminoso y cruel. Gaudí y yo nunca volvimos a hablar más de lo ocurrido en
Nueva York. Ese viaje se convirtió para siempre en nuestro secreto. Con el
paso de los años, llegué a ser un arquitecto aceptable y, gracias a la
recomendación de mi maestro, logré un puesto en el taller de Héctor
Guimard, en París.
Fue allí donde, pasados veinte años de esa noche en Manhattan, recibí la
noticia de la muerte de Gaudí. Cogí el primer tren que salía hacia Barcelona,
justo a tiempo de ver pasar el cortejo fúnebre que le acompañaba hasta la
sepultura, en la misma cripta en la que nos habíamos conocido. Ese mismo
día, envié mi renuncia a Guimard. Cuando oscurecía, rehíce el camino hasta
la Sagrada Familia que había subido el día de mi primer encuentro con
Gaudí. La ciudad ya se esparcía alrededor del recinto de las obras y la silueta
del templo se recortaba sobre un cielo sangriento de estrellas. Cerré los ojos
y, durante un momento, pude verlo todo acabado, como sólo Gaudí lo había
visto en su imaginación. Entonces, supe que dedicaría mi vida a continuar
la obra de mi maestro, consciente de que tarde o temprano debería ceder
el relevo a otros, que, a su vez, deberían volver a hacer lo mismo. Porque,
todavía que Dios no tenga prisa, Gaudí, esté donde esté, sigue esperando.
ALICIA, AL ALBA
La casa en la que la vi la última vez ya no existe. Ahora se levanta uno de
esos edificios que la vista esquiva y que dejan el cielo empedrado de
sombra. Y, sin embargo, aún ahora, cada vez que paso, recuerdo aquellos
días malditos de la Navidad de 1938, en los que la calle Muntaner se
escurría por una pendiente apretada de tranvías y caserones como palacios.
Entonces, yo todavía no había cumplido los trece años y sólo llevaba en el
bolsillo varios céntimos, la semanada que recibía por hacer de mozo en una
casa de préstamos de la calle Elisabets. El propietario, el señor Odón Llofriu,
ciento quince kilos de mezquindad y de recelo, era el dueño y señor de
aquel bazar de baratijas, e incluso se quejaba del aire que respiraba aquel
huérfano de mierda, uno más entre los miles que escupía la guerra, otro
que tampoco tenía un nombre.
—Chavalote, reducido, apaga este coño de bombilla, que con los tiempos
que corren no podemos desperdiciar. Usa una vela, cuando pases el palo,
que se ve que estimula la retina.
Así iban ocurriendo nuestros días, en medio de las turbias noticias sobre el
frente nacional, que se acercaba a Barcelona, los rumores de tiroteos y
asesinatos en las calles del Raval y las sirenas que avisaban de los
bombardeos aéreos. Fue uno de esos días de diciembre del 38, las calles
salpicados de nieve y de cenizas, que la vi.
Iba vestida de blanco y parecía que su figura estuviera hecha de la neblina
que barría las calles. Entró en la tienda y se detuvo en el tenue rectángulo
de claridad que dibujaba la penumbra desde el escaparate. Llevaba en sus
manos un pliegue de terciopelo negro que abrió sobre el mostrador, sin
decir nada. Una guirnalda de perlas y zafiros lució entre las sombras. El
señor Odón se puso la lupa y examinó la prenda. Yo seguía la escena desde
la brecha de la puerta de la trastienda.
—Ve, la pieza no es mala, señorita, todo debe decirse, pero ya sabe que con
los tiempos que corren no se pueden hacer maravillas. Le doy cincuenta
duros, y mire que todavía pierdo dinero, pero esta noche es la Nochebuena,
y yo no soy de piedra.
La chica volvió a doblar el trapo de terciopelo y se va encaminar hacia la
salida sin parpadear.
—¡Chaval! —bramó el señor Odón—. Síguela.
—Este collar vale mil duros, como mínimo, —dije yo.
—Dos mil, exactamente, —me corrigió el señor Don Odón—. O sea, que no
podemos distraerse. Tú, síguela hasta su casa y vigila que no le peguen un
trompazo y lo dejen pelado. Ésta volverá, como todo el mundo.
El rastro de la chica ya se fundía con el manto blanco cuando salí a la calle.
La seguí por el laberinto de callejuelas y edificios despejados por las bombas
y la miseria hasta que fuimos a parar a la plaza del Peso de la Paja, donde
apenas pude ver que subía a un tranvía que subía por la calle Muntaner.
Perseguí el tranvía y todavía pude ampararme en el contrafuerte trasero.
Mientras subíamos, raíles negros sobre la sábana de nieve que esparcía el
viento, empezaba a oscurecer y el cielo se teñía de sangre. Cuando llegamos
al cruce con Travessera de Gràcia, me dolían los huesos del frío. Ya pensaba
en dejar correr aquella misión y engatusar al señor Odón con alguna
mentira, cuando la vi que bajaba y se encaminaba hacia la portada de un
caserón. Salté del tranvía y fui corriendo hasta la esquina. La muchacha se
deslizó por la verja del jardín. Me asomé por los barrotes y vi que caminaba
por la arboleda que rodeaba la casa. Se detuvo frente a la escalinata y se
volvió. Quise huir, pero el viento helado me había quitado las ganas. La
chica me miró, dibujó una sonrisa e hizo un gesto de acogida con una mano.
Entendí que pensaba que era un mendigo.
—Ven, —dijo.
Cuando ya empezaba a oscurecer, la seguí a través del caserón, sumergido
en las tinieblas. Un halo de luz amortiguada lamía los contornos de los
cuartos. Libros esparcidos y cortinas deshilachadas esbozaban un mundo
hecho de muebles agrietados, de cuadros acuchillados, de manchas oscuras
que se derramaban sobre las paredes, donde se veían impactos de bala.
Llegamos a una gran sala que estaba llena de fotografías viejas que olían a
ausencia. La chica se arrodilló en un rincón, junto a la chimenea y encendió
unas hojas de periódico y trozos de madera que habían quedado de una
silla destartalada. Me acerqué a las llamas y acepté la taza de vino tibio que
me alargaba. Se arrodilló a mi lado, la mirada perdida en el fuego que
danzaba. Me susurró que se llamaba Alicia. Su piel era la de una chica de
diecisiete años, pero la mirada grave y sin fondo de sus ojos correspondía a
aquellos que ya no tienen edad y, cuando quise saber si las fotografías que
allí hay había en la sala eran de su familia, no dijo nada.
Me pregunté cuánto tiempo debía hacer que vivía allí, sola, escondida en
ese caserón, con su vestido blanco que ya se deshacía por las costuras,
malvendiendo joyas para sobrevivir. Había dejado el trapo de terciopelo
negro sobre la balda del brasero. Cada vez que ella se inclinaba por atizar el
fuego, los ojos se me iban al trapo de terciopelo y me imaginaba el collar
que había dentro. Al cabo de unas horas, oímos las campanadas de la
medianoche, abrazados junto al fuego en silencio y pensé que así me habría
abrazado a mi madre si pudiera recordarme. Cuando las llamas empezaron
a amortiguarse, quise echar un libro a las brasas, pero Alicia me lo tomó y
empezó a leer en voz alta algunas páginas, hasta que nos quedamos
dormidos.
Toqué los dos al amanecer, deshaciéndome de los suyos brazos y
atravesando la oscuridad del caserón hasta llegar a la verja. Llevaba el collar
en las manos y el corazón me latía con fuerza. Me pasé las primeras horas
de aquel día de Navidad con dos mil duros de perlas y de zafiros en el
bolsillo, maldiciendo aquellas calles apretadas de nieve y de furia,
maldiciendo a quienes me habían abandonado, hasta que un rayo de sol
blanquecino traspasó las nubes con una lanza de luz y rehíce el camino
hasta el caserón, arrastrando aquel collar que ya me pesaba como una losa
y que me estrangulaba. Sólo quería encontrarla aún dormida, dormida para
siempre, para volver a dejar el collar en la balda de la chimenea y poder huir
y no tener que recordar nunca más su mirada y su voz cálida, el único tacto
puro que había conocido.
La puerta estaba abierta y una luz hecha de perlas goteaba de las grietas
del techo. La encontré tumbada en el suelo, todavía llevaba el libro en las
manos. Tenía los labios envenenados de escarcha y la mirada abierta y
enmarcada en ese rostro blanco de hielo. Una lágrima roja se le había
detenido en la mejilla, y el viento que soplaba desde el ventanal, abierto de
par en par, la iba enterrando con la pizca de la nieve. Le dejé el collar sobre
el pecho y hui hacia la calle, para fundirme en los silencios de la ciudad,
mientras iba esquivando mi reflejo en los escaparates por miedo a ver a un
extraño.
Al poco rato, volvieron a oírse las sirenas, que hacían enmudecer las
campanadas de Navidad, y un enjambre de ángeles negros se esparció
sobre el cielo rojizo de Barcelona y dejó caer una sarta de bombas
devastadoras, que nunca no llegaba a verse cuando tocaban al suelo.
EL MUNDO GÓTICO DE CARLOS RUIZ ZAFÓN
por Sergio Vila-Sanjuán
Entendemos por gótica la narrativa más o menos de terror que surgió en el
siglo XVIII y en la que frecuentan escenarios siniestros de regusto medieval,
personajes perversos con características casi sobrenaturales y una visión de
la naturaleza que viene repleta de presagios, a la manera romántica. Este
tipo de literatura, la de Horace Walpole (El castillo de Otranto), Charles
Robert Maturin (Melmoth, el hombre errante) y otros representantes
ilustres, se alarga hasta nuestros días con todo un abanico de derivaciones
en la cultura popular, especialmente en el cine y el cómic. La figura
enmascarada y negra de Batman sería una de sus presencias más notables,
y no fue casualmente que los sus creadores llegaron a convertir la ciudad
de Nueva York en Gotham City. Otro representante actual bastante
relevante es Tim Burton, el director de películas como Pesadilla antes de
Navidad o Sweeney Todd. El estilo gótico, en cierto modo, está de moda, e
incluso da nombre a una estética adolescente.
Aunque Barcelona tiene un barrio gótico (que es una bonita falacia para los
turistas; de hecho, hace cien años que se hizo una reconstrucción a partir
de poco más que algunas ruinas y edificios acreditados como medievales) ,
no podía decirse que contara con una literatura gótica hasta que Carlos Ruiz
Zafón se adelantó a crearla. La Barcelona de Zafón, una Barcelona oscura,
violenta, melodramática y terrible, con cielos rojos y lagos de sangre bajo
unas calles supuestamente plácidas, escritores malditos con la cara
quemada, adolescentes solitarios y atormentados, damas heroicas y
altruistas, callejones retorcidos y destinos maléficos, ha configurado un
poderoso mito literario que, en menos de una década, y especialmente a
través de la novela La sombra del viento, ya ha cautivado a más de diez
millones de lectores de todo el mundo, ha ido produciendo una bibliografía
creciente hecha por periodistas culturales y de viajes, y ha dado lugar a
diversas rutas de turismo cultural.
En el centro de este mito, se encuentra un espacio, el Cementerio de los
Libros Olvidados: se llega por la calle del Arc del Teatre y se entra por «una
gran portalada de madera que daba la impresión de sellar una basílica vieja
que se hubiera pasado cien años en el fondo de un pantano». Es el lugar al
que van a parar todos los libros que alguien quiere salvar, «y salvar de
verdad». Se trata de un «laberinto colosal de puentes, pasajes y baldas
apretadas de cientos de miles de libros», que forma «un ovillo de túneles
que atraviesa la inmensa estructura y que sube en espiral hacia una gran
cúpula de vidrio, cuchillada por cortinas de luz y de tiniebla». El Cementerio,
construido a principios del siglo XVIII sobre los restos de una antigua
necrópolis y que, desde entonces, no ha dejado de crecer
subterráneamente, es la clave de bóveda del universo zafoniano. Nació en
La sombra del viento, vuelve a salir a su nueva novela, El juego del ángel, y
será el hilo conductor de los dos volúmenes que aún faltan por completar
el «cuarteto de Barcelona» que tiene in mente el autor[1].
Esta Barcelona brumosa y sulfúrica, mucho más estilizada que realista, que
late con la fuerza de un
pesadilla, encarna lo que los junguianos llamarían la parte oscura —o, bien
apropiadamente, la sombra—, el pasado tenebroso y todo lo negativo y
malsano que la ciudad produce como los desperdicios de su actividad
forzadamente positiva y fabril. Y no hay que pasar por alto que, si bien hoy
en día queremos ver a Barcelona como un oasis social, no es menos cierto
que también ha sido la Ciudad del dolor, en la que se mataba por las calles,
la Rosa de Fuego del experimento anarquista más importante de la Europa
moderna y uno de los escenarios más azotados por la guerra civil española.
Ahora bien, Ruiz Zafón combina la truculencia con dosis regulares de
humor, es un dialoguista ágil y un observador de costumbres de nariz
afilada. Se lo maneja para crear unos personajes vulnerables y
desgraciados, con los que el lector tiende a identificarse. Exhibe una vena
profundamente anti institucional y descreída y toma partido, de forma
instintiva y automática, por los desvalidos, lo que le da proximidad y una
gran energía comunicativa.
Aunque había publicado, antes de La sombra del viento, varias obras
catalogadas como «literatura juvenil», en las que ya recreaba y
reinterpretaba a fondo una serie de recursos y temas propios de la narrativa
gótica, es con las obras barcelonesas que su universo se ha consolidado.
Probablemente, el escritor debía pasar varios años separado de su ciudad
natal (se marchó a vivir a Los Ángeles en 1993), para poder afrontar, con la
distancia necesaria, aquellos escenarios con los que se sentía realmente
implicado desde el punto de vista emocional. Y es, de hecho, durante su
estancia en Norteamérica que aborda por primera vez Barcelona como
tema literario y se centra en aquellos aspectos que realmente se llevan bien
con su visión del mundo y su concepción del trabajo narrativo , dejando de
aparte lo superfluo e innecesario. Empieza este proyecto, en primer lugar,
con la novela Marina, publicada en 1999, y lo continúa, ya con plena
maestría, con La sombra del viento (2001) y El juego del ángel (2008), en el
que combina el gusto goticista con otras influencias como las del realismo
del XIX, al estilo de Dickens, o la narrativa épica de cierto cine
estadounidense de los años 70 y 80.
Junto a estas novelas extensas y muy reconocidas, Carlos Ruiz Zafón ha
tratado también el tema de la Barcelona gótica en algunas breves
narraciones, generalmente destinadas a la publicación periodística. Es el
caso de La mujer de vapor, publicada en el suplemento «Tentaciones» de El
País en 2001, así como de «Gaudí en Manhattan» y de «Leyenda de
Navidad», publicadas en La Vanguardia en 2002 y 2004, respectivamente.
«Alicia al amanecer», sin embargo, se mantenía inédita hasta hoy. En todos
estos textos, reunidos por primera vez en el volumen que el lector tiene en
sus manos, encontramos el gusto por el reino de las sombras, el uso de
imágenes arquitectónicas centenarias y crepusculares, los característicos
personajes malditos y también alguna chica hermosa, pero demasiado
etérea, que quizás les hubiera podido redimir. Volvemos a descubrir, pues,
la atmósfera y las preocupaciones de las novelas mayores del autor (sólo
echamos de menos el Cementerio de los Libros Olvidados), y, sobre todo,
una lectura placentera en sí misma, como ya han podido constatar muchos
de ustedes. Encontramos, en definitiva, una valiosa introducción en el
corazón del universo zafoniano.
CARLOS RUIZ ZAFÓN (Barcelona, 25 de septiembre de 1964). Educado en el
colegio barcelonés de los Jesuitas de Sarrià, Ruiz Zafón cursó, años después,
Periodismo. Se decidió a ser publicitario. Fue director creativo de publicidad
de la importante agencia de Lorente. Su primera novela, El Príncipe de la
Niebla (1993), ganó el premio juvenil
Edebé, lo que le animó a seguir escribiendo. Dejó el trabajo de publicista,
se casó y se fue a Los Ángeles, ciudad en la que residió desde 1994 hasta el
2006, para dedicarse a escribir guiones de cine y desarrollar su carrera de
novelista.
La Trilogía de la Niebla se completa con El Palacio de la Medianoche (1994)
y Las Luces de Septiembre (1995). Marina (1999) es su último libro juvenil.
Su novela La Sombra del Viento (2001) tuvo un éxito espectacular. Este
libro, que fue finalista del premio Fernando Lara de 2000 y que se ha
traducido a más de 36 idiomas, ha vendido millones de ejemplares en todo
el mundo y ha obtenido numerosos premios internacionales. Es el primer
libro de la tetralogía El Cementerio de los Libros Olvidados, que continúa
con El Juego del Ángel (2008), El
Prisionero del Cielo (2011) y El Laberinto de los Espíritus (2016).
Notas
[1] El prisionero del cielo y El laberinto de los espíritus son los títulos del
tercer y cuarto volumen de la tetralogía «Cementerio de los Libros
Olvidados». [Vuelve]

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