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Sangre de rock

Carlos Santa Rosa era un bataco que tocaba en una banda de covers, él vio llegar al chavito
taciturno de lira a la espalda, cabello crespo y tez morena medio reseca, él lo apodó así por
el trapo rojo atado en la frente del guitarro que usaba, en realidad, por una película de
Rambo que lo dejó bien prendido: Geremy Hendrix se llamaba Geremías.
Geremy Hendrix llegó de Paracho por azares del destino. Su jefe hacía guitarras artesanales
para músicos del pueblo y para algunos profesionales, hasta dicen que el mismo Lennon le
pidió una personalmente, que se quedó en el pueblo hasta que estuvo lista para irse después
a ver a María Sabina. Su familia llegó a Paracho desde la huasteca veracruzana, los
intríngulis de laudero fueron herencia de los bisabuelos, así como los dotes de huapanguero
que sus tíos lucían cada domingo en el kiosco.
Geremy raspaba las cuerdas con la pasión desgarradora que hizo famoso al Hendrix gringo;
sus nudillos quedaban hinchados y de sus dedos brotaba el callo que tienen las ranas para
aferrarse a las piedras, Geremy se aferraba a la música con la misma habilidad. El pequeño
Geremías iba a las tardes de escuela, nunca pudo leer con facilidad, las letras se le movían
cuando tomaba el ritmo de las palabras y lo demás era sonido, imaginaba una letra en cada
traste de la guitarra, cómo se movería con cada tono. Aunque no sabía nada de partituras.
Cuando Hendrix terminó la educación secundaria, su madre le pidió entrar a “una escuela
de abogados”, los ojos del muchacho se apagaban cada vez que pensaba en eso, entonces
iba al taller de su jefe, pulía los pendientes y probaba los instrumentos durante horas. Don
Augusto lo escuchaba con cierto orgullo y un poco de dolor en su corazón: ambos padres
querían un licenciado. Vivir de la música es bonito, hijo, pero no todos son Juan Gabriel.
Míranos, a tu padre le va bien, pero nunca va a hacer nada más, yo quiero que te vayas por
el mundo y quiero que conozcas mucha gente, que seas un hombre de bien, que uses traje.
Así hablaba la madre cuando don Augusto no estaba.
A ver, hijo, qué vas a hacer aquí, tus primos y tus tíos nomás ganan para embriagarse; ya
ves que el fregado padrecito no le paga a nadie más en las ferias, hasta parece que nomás
ellos son los músicos aquí, por eso mejor ya no jalé. Luego se gana buen dinero, pero de
aquí a que vienen otros gringos pues nomás nada; y los que llegan a venir a veces quieren
todo regalado…, como si vendiera recuerditos. Al escuchar las palabras de su padre, los
ojos de Geremy temblaban como dos charcos, parecían los de un pez fuera del agua que
busca respirar desesperadamente.
La consola de su papá, una de las primeras en el pueblo, fue un regalo de B. B. King, a
quien el Güero Gil recomendara visitarlo porque no quería regalarle su guitarra, que tenía
un magnífico sonido, según el blusero. La tenía desde cinco años antes de que Geremy
llegara al mundo, nada más había un disco de “Los Panchos” y uno de B. B. King en casa,
el joven los escuchaba de vez en cuando, pero prefería el arrastre en las cuerdas de los
huapangos y el llanto violento del violín, que uno de sus tíos tocaba como arrebatado por el
demonio, incluso el padre Melo prohibía que tocara don Fausto, porque esos sonidos eran
espantosos.
Las notas de blus y los requintos del trío estaban bien, sin embargo, cuando Hendrix
pensaba en su destino, sentía que el frenesí chirriante que salía del arco de don Fausto era lo
que ionizaba su esqueleto, cada nervio, no había nada similar; hasta que una vez… Llegó
una camioneta que parecía más bien una lata de pintura derramándose, en la portezuela
trasera se leía “Florecita rockera”, se estacionó junto al palacio municipal, que se veía de
frente, a tres cuadras de la casa de don Augusto. Geremy dejó un rato sus pensamientos por
curiosidad; salieron dos tipos barbudos y dos chamacas de pantalones ajustados y blusas de
manta cuya transparencia atrapó la mirada del laudero. Geremy simplemente avisó que
regresaba más tarde; fue a la tienda donde, por pura casualidad, estaban dos de sus tíos
comenzando la borrachera.
Qué dice tío, me invita una ronda… Apoco ya tomas, miate pendejo… Tú invítale un trago,
Fausto, no ves que les vino a ver las chichis a las chamacas. A ver, Ermilo, dale una aquí al
muchacho… Hendrix hacía gestos con lo amargo del alcohol, miraba atentamente a los
extraños, que parecían hablar en código… No está el Jaime, dice su jefa que llega como en
dos horas. Uy, pus qué feroz, Gato, y aquí no hay nada pa la bandana, yo digo que saques la
milagrosa y nos pongamos un toque. Aguanta, Flaca, no se vayan a apañar acá los nativos,
nomás hay que tumbarnos en el pasto un ratón, además la tarde está de perlas, deja voy por
algo para hacer buches. Ya vas, hijín, agarra tu patín y vete de boleto.
Cómo viste ese toquín, Rayito. Pues estuvo leve, lo que se puso de pelos fue la encueratriz
arriba de la combi, no manches, la tenía bien de frente, camarada, y luego los Dug Dugs,
esos sí son banda… Ay, bájale Ray, nomás porque ya andabas bien tronado, se me hace que
ni los escuchaste, no tocaron tan perro como la Tinta Blanca. ¡Chin, Ray!, ahí sí te la mató
Blanquita, esos valedores se pusieron de fábula. Nel, chin chin sus chingaderas… Mira, ya
llegó el desaparecido. Qué tranza, triste Jimy, cómo te fue por las inglaterras, te perdiste la
tocada, hijín, estuvo del uno.

Los dos jarritos de mezcal fueron suficiente para escuchar más o menos la conversación, el
destilado ya le había pintado los pómulos de colorado. Pensaba regresar a casa, mas lo
detuvo una invitación subliminal… No, Gato, se le tronó la aguja al tocadiscos, como no
ando por aquí, pues mi jefe ni lo pela, ya ves que él pura pinche pirekua. Geremy se acercó
lentamente, pasó frente a los ojos de la Flaca, quien lo vio mientras sonreía con una especie
de coqueteo malévolo. Buenas tardes, yo tengo consola en mi casa, si quieren, podemos
ir… ¿Cómo vez, mi Jimy?, mejor aquí el pequeño Tizoc tiene tocadiscos que tú… Pues ya
la hicimos, llévanos donde las rolas, chamaco.
Los tíos de Hendrix se miraron entre sí, don Fausto levantó su jarrito haciendo brindis en
dirección del muchacho, mientras los barbudos y las jipis se alejaban. Pasaron unas tres
horas desde que Geremy salió de casa, el taller estaba solo, Hendrix mostró a los greñudos
todos los dos discos que tenía, rieron burlona, pero amistosamente. ¡Uy!, este paisa tiene
mejor gusto que tú y tu jefe, Gato. No me chingues, Jaime, mejor dinos si traes algo nuevo.
Pues tengo una cosa loca para enseñarles, cuates, pónganse buzos porque esto es lo nuevo
de lo nuevo. Chale, Jimy, dice la Blanquita que no encuentra la yerba. Ya callen; escuchen
y van a ver que no necesitamos eso, estos hijos…, ¡me cae que son ácido musical!
El disco empezó a girar, liberó el grito de una campana bajo la lluvia, anunciaba algo muy
grueso. Geremy vio a una mujer sinistra en la portada y, al fondo, una casa parecida al
casco de una vieja hacienda donde, decían, se aparecía la llorona. El miedo y la fascinación
estrujaron su pecho, el golpe de la batería y la voz ecualizada e indescifrable de Ozzy
Osbourne despertaron algo similar a lo que fluía por su cuerpo al escuchar el desaforado
violín de don Fausto. Los cinco estaban acostados entre el aserrín y los huesos de las
guitarras, cerraban los ojos mirando una constelación de sonidos en el fondo de sus
párpados, era la relampagueante música de Black Sabbath.
Aunque Hendrix ya había escuchado la guitarra eléctrica de King, nunca había oído ese tipo
de distorsión, le parecía un violín algo más grabe que el de su tío, le parecía exorcizar con
ese chillido la angustia, el miedo, el coraje y la impotencia que lo ahogaban cuando
pensaba en qué sería de su destino. La homilía duró dos puestas y repuestas del acetato;
pasaron otras dos horas hasta que uno de los raros propuso: vamos a movernos para otro
lado, maestros, esas pinches rolas me dieron ganas de un viaje, ¿vienes o qué tranza, raza?
Geremías tenía todo el deseo de saber qué hacían aquellos por la noche, por qué no se
preocupaban por algo, por qué las chicas podían estar casi desnudas junto a los hombres sin
otra pasión más que la auditiva, aunque no había notado que, durante la ceremonia, la Flaca
se estuvo masturbando tan apeteciblemente que Jimy le metió la mano a la blusa mientras
ella indagaba en su pantalón.
El laudero negó con la cabeza la invitación del Gato. Ándale, Geremías, luego te traigo,
insistió Jaime con la voz entrecortada y la respiración acelerada. Una vez más declinó la
oferta. Pues no te vamos a rogar, el tiempo es fiesta. La Flaca fajaba su pantalón mientras
Blanca acariciaba una de las guitarras que pendían de la pared. Luego nos vemos
guitarrista, a ver cuándo me acompañas con una de tus liras para sentirme la Janis, ¡tra-a-
aaay..! Salieron del taller. Hendrix se quedó con la incógnita, el deseo y la estridencia de
aquel disco que volvería a encontrar unos años más tarde, aunque a ellos jamás.
Murió doña Carlota, Geremías ¿y tú?, sabe Dios dónde andas; a ver si ya no te sales del
taller así nomás. El muchacho ni se inmutó, en realidad no conocía a la recién fallecida,
aunque su madre trabajó en su casa veinte años, desde los diez hasta que tuvo a Geremías.
Tan buena la señora, decía llorando la madre, aceptó ser tu madrina y tú nomás de flojo, ni
te mereces esto. Su padre sacó una bolsita de cuero con 5000 pesos. Esto es para que sigas
estudiando, Geremías, ¡pero estudiando, cabrón! En dos semanas te vas a México para que
entres a la escuela. Esto te alcanza para terminar el año mientras aquí me hago fuerte para ir
pagando el resto; ya no quiero que estés en el taller. Tú vas a ser licenciado.
Si una lágrima salió de los ojos de Geremías, fue por la sentencia de sus padres; él
necesitaba imperiosamente seguir escribiendo sobre las cuerdas de una guitarra, creando
mundos con la vibra cósmica. Pero su deseo se veía atrapado en un traje sastre, asfixiado
por una corbata. Hendrix afirmaba con la cabeza ante la ráfaga de palabras que estallaba
contra sus sienes. Pasaron tres noches y cada una de ellas fue de insomnio total, de
desgajamientos cerebrales entre la arritmia caótica de violines, guitarras eléctricas,
sentencias mortales.
Antes del alba no pudo más, su padre ya no le permitía entrar al taller, sin embargo dirigió
sus pesados pasos a la maceta donde ocultaba las llaves, abrió la puerta y agarró la última
guitarra que había construido, comprobó la acústica pasando la mano por el ombligo de
aquella. Después sacó, de una gaveta oxidada, la cartera donde estaba el dinero, tomó lo
que pudo, porque una mala noche cruzaba su estómago y le mordía las entrañas, era la
zozobra que irrigaban sus arterias, el miedo calando su médula.
Procuraba que ninguno de sus movimientos rompiera el silencio de la madrugada.
Geremías inclinó la cabeza bajo el marco de la puerta antes de salir, se persignó y luego
levantó la vista. Las primeras luces solares lampareaban en las copas de los árboles de un
cerro aledaño, parecían un conjunto de reflectores inmensos que rasgaban la bruma, todavía
asomaban algunas estrellas como encendedores en un auditorio celeste, y el viento
estremecía las frondas haciendo un sonido similar al murmullo lejano de un público
expectante. A la espalda del viajero, un par de dedos cruzaron el espacio entre dos cortinas;
don Augusto miraba a Geremy salir al escenario mientras se rompía en tres partes: cólera
en su estómago, adrenalina en el pecho y la tristeza en su pensamiento. Nomás no te me
pierdas, chamaco, nomás no te me pierdas; decía aquel hombre canoso con voz grave.
Hendrix llegó a la carretera donde apenas si pasaban autos. Un Impala rojo destrozaba el
viento provocando un rugido espectral, pasó a unos centímetros de Geremías, quien quedó
estupefacto de tal forma que no se dio cuenta del azotón de su lira, el mástil quedó partido,
nada más los tendones de nylon mantuvieron juntos el muñón de madera y la maquinaria.
Era muy tarde para volver a casa; continuó su camino sobre el asfalto cubierto de tierra,
Hendrix no sabía cómo hacer para que alguien lo llevara, no quería comenzar a gastar el
poco dinero que tenía. Decidido, hizo un alto total, esperaba cualquier cosa que lo acercara
más a ningún lado, era mejor que regresar.
Por fin escuchó el tosco motor de un camión de redilas. Geremías se paró a media carretera.
¡Estás loco o qué te traes, chamaco!, gritó el conductor mientras paraba el camión en seco.
Pues quiero ir a México, señor, pero no tengo dinero. Una sutil risa nació de la boca del
camionero. Tú no tienes cara de ser uno de esos jipiosos, pero de Tijuana para acá ya me
traje a cinco, se van quedando tramo por tramo, nomás se bajan donde se les antoja, ni
saben pa dónde ni qué; ora llego a Toluca y de ahí me retorno, ya nomás te faltarían como
dos horas para llegar. Vámonos que tengo prisa. Geremías trepó al viejo dinosaurio
mecánico, tomando cuidadosamente la mano desconchabada que mutiló un descuido, un
temblor sacudía sus piernas, estaba pleno y esperanzado, aunque con un intenso dolor de
guitarra.
Allá en el norte se consiguen muchas cosas; este radiesito me lo puso un vale por pasarle
amapola a uno de sus parientes pochos, nomás lo tienen los Mustangs, mejor ni saber de
dónde ni qué. ¿Sí conoces la amapola?... Sí, señor, allá en mi pueblo se daba, pero llegaron
los militares y así nomás se acabó, no sé por qué, yo tenía como nueve años. Pues porque es
droga, huerco, no sabe o qué pues…, sí, por el norte todavía queda, pero dicen que por acá
se la va acabando el gobierno, pero qué se hace, nomás lo que se puede. Geremy apenas si
miraba al cascado hombre que no paraba de hablar moviendo su bigote rasurado al estilo
inglés como colmillos de morsa. El camionero prendía un cigarro cada media hora y el
joven músico se batía discretamente contra el humo.
El monólogo del chofer era amenizado por Lucha Villa, cuando el bigotón detenía la charla,
repetía los estribillos a grito abierto de la canción en turno. A ver, chiquillo, páseme una
cajita de ahí debajo de su asiento, ¿ha oído a los Bicles?, este caset lo dejó uno de los
mugrosos que subí ayer, suenan bien, pero ni sé qué dicen, pero suenan bonito. Con todo y
lo que dijo, el conductor no podía negarse al encanto potente de la voz de su “Luchota”. Yo
creo que te han de gustar, jovencito, púshele ese botón y saque el que ya terminó.
La cinta sonaba como dócil aguacero matutino, estaba algo recorrida, un piano ágil y
melancólico goteaba en los oídos de Hendrix, no comprendía más que la intención de las
voces, hasta que el estribillo le provocó dar un leve sollozo que se ahogó en su garganta
“while my guitar gently weeps…” la vibración de las cuerdas lloronas ondulaba en su
cabeza al tiempo que su pulso marcaba el ritmo de las percusiones. El camionero hizo
silencio por primera vez en el camino, mientras su garganta se anudó inopinadamente. Ya,
huerco, verdá que esta buena la cancioncita…, tiene unas más alegres, usté tranquilo. El
viaje siguió intercalando a José Alfredo Jiménez, los Beatles, Lucha Villa, los Beatles,
Javier Solís y los Beatles por ocho horas hasta llegar a Toluca.
Doña Clara era un espectro de trenzas blancas y retorcidas; bastante malhablada, rentaba
una vecindad medio muy destruida, fue de las pocas olvidadas por el gobierno durante el
derrumbe de media ciudad para dar lugar al mundo moderno; estaba en las orillas, cerca de
la vieja estación de tren y el panteón municipal. Tengo casi todo ocupado, pero me queda
un cuartito que te dejo en cincuenta pesos al mes nomás porque eres paisano de mi general
Zapata. Geremías sonrió evitando soltar la carcajada ante la imprecisión histórica. El joven
aceptó aquel lugarejo ocupado por albañiles y el Guaguaras, un acomodador de autos que
rara vez estaba en su juicio.
Así es, mi Jerecito, verdá de Dios que me regresé de allá porque está fellón, pura basura en
las calles y harto delincuente, a mí no me gusta la competencia ja, ja, ja, ja, no creas,
Jerecito, soy leal con las chamacas y amigo de los amigos. Lo que sí, es que hay mucha
vieja, yo anduve con una dizque de Europa, ¿sabes dónde es Europa, Jerecito?, pues me
dijo que era de Europa y tenía las greñitas amarillas hasta en donde te conté, pero pues me
dejó por un camionero medio pendejo. Como sea, aquí conocí al Cheché, ése dice que se
salió de la universidad por andar valiendo madres con los azules, ya mejor se vino acá. Ora
que váyamos al billar, lo conoces.

El Chehé le daba clases de español a una extranjera que le daba las nalgas, tenía cuatro
dedos mutilados, decía que en Lecumberri lo torturaron para saber si era comunista. Esos
hijos de puta me los cortaron y me los metían por el culo hasta que los cagara, hasta que ya
podridos y deshechos me los aventaron a la cara y luego me soltaron, y todavía me dijeron
los culeros: pues órale, hijo, a ver ahora qué le enseñas al presidente, pinche escuinclito
cagado; pero mira, todavía puedo agarrar un caballito y empinármelo como a esa pinche
almanita que paga re bien; viví en la Roma, pero mi jefe no quiso ni visitarme cuando me
entambaron, por eso le chingué el carro y me fui a la mierda, y no hay nada más mierda que
Toluca, aquí nadie pregunta, nadie habla, son bien chismosos, pero de alguna forma
discretos, aquí el Guaguaras pudo conseguirme pichón para comprar ese puto coche; no hay
nada por hacer más que salvarnos de nosotros, el Che Guevara fue pendejo como todos los
redentores pendejos, ¡Salud por los pendejos!
Aquellos tres se convirtieron en una jauría de espantajos, eran tres olvidos que se reunían a
pasar la tarde en el billar o inhalando bolsitas con resistol. Geremy se volvió un perro negro
y callejero cuya hambre debía suprimir para juntar unos pesos y poder arreglar su guitarra,
echada en un rincón debido la procrastinación causada por las pláticas monótonas de
aquellos amigos que fueron algo y ahora vivían en sus propios vestigios. El Guaguaras lo
enseñó a manejar y le rolaba turnos en el estacionamiento para que pudiera ganar algún
dinero, Geremy solo había gastado lo de seis meses que pagó por adelantado a doña Clara,
nunca supo cuánto fue lo que guardó en su morral antes de abandonar el pueblo; tiempo
después ya no importaba, una tarde llegaron Chehé y Guaguaras con unas botellas de jerez
barato, Hendrix los invitó a pasar y bebieron como animales hasta la madrugada. La tarde
siguiente Geremy despertó solo junto a un charco de vómito, las punciones de su cráneo
eran insoportables, por primera vez intentó sacar algo dinero para desayunar, pero su
búsqueda no dio frutos, la bolsa había desaparecido. Geremy siempre sospecho del
Guaguaras, sin embargo, al mismo tiempo, Chché caminaba por el único lugar decente de
la ciudad desmoronada, contaba un fajo de billetes mientras decía: lo dicho, hay que
salvarnos de nosotros.

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