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TERTULIAS PARA LA FIESTA DE LECTURA

(INICIAL 1, INICIAL 2 Y PREPARATORIA)

'El canto del ruiseñor'


Una tarde, hacia el crepúsculo, el ruiseñor empezó a cantar. Su voz, líquida y pura, se elevó
en el aire, armoniosa y dulce. Los pequeños animales que vivían en el bosque se quedaron
encantados por aquella música vibrante y empezaron a poner por las nubes al ruiseñor,
definiéndolo como un gran, grandísimo artista. Era sorprendente que un pájaro tan
pequeño demostrase un talento tan grande. Sin embargo, los demás pájaros no estaban
muy contentos con el éxito del ruiseñor. La corneja sentía mucha rabia y volaba de tronco
en tronco diciendo a todos con los que se encontraba:

“¿El ruiseñor un artista? Pero, ¿estáis todos tontos? ¡Su canto es débil y desentonado, se
parece al de los asnos y no a música celestial! A quien le guste no debe estar muy bien de la
cabeza”.
Convencer a alguien de algo que le gusta no es muy difícil, por lo que todos los pájaros del
bosque, humillados por la habilidad del ruiseñor, dieron la razón a la corneja y empezaron a
reírse y a denigrar al ruiseñor. Le hicieron blanco de sus burlas más crueles y contaron a
todo aquel con el que se encontraban que había llegado un pájaro al bosque que tenía la
voz parecida a rebuzno de un asno. El ruiseñor no podía defenderse: el afecto y la
admiración que le demostraban los demás animales del bosque no le bastaban para
rebelarse al comportamiento injusto de todos los pájaros y, por ?tanto, con la esperanza de
aplacar su rencor, ya no cantó más.

La historia del pajarito que tenía la voz como la de los asnos llegó incluso a oídos del águila
real, que vivía en la cima de una montaña y que gobernaba a todos los pájaros del bosque.
“¿Cómo es posible que en el reino de los pájaros haya alguno que cante mal?”, se preguntó
la sabia reina cuando oyó esta historia. Y quiso ir al fondo de la cuestión. Convocó a todos
los pájaros del bosque y, cuando los tuvo reunidos, mandó llamar al pequeño ruiseñor.
“Canta para mí”, le dijo amablemente, “me gustaría ser yo quien juzgue tu voz”.
Entre los presentes se hizo un silencio inquieto. El ruiseñor miró al águila y después se armó
de valor y cantó. Las primeras notas entraron en el aire ágiles y ligeras, y después el canto
cogió fuerza y se elevó muy alto y muy limpio, rico de emocionantes matices y lleno de una
maravillosa armonía.

El águila escuchaba atenta, disfrutando con la música y, al mismo tiempo, reflexionando


sobre aquello. Cuando el ruiseñor terminó de cantar, le dijo:
“Eres estupendo y tu voz es soberbia. Evidentemente, has sido víctima de una horrible
calumnia”.
Buscó con la mirada a la corneja, que fue la primera que denigró al ruiseñor, y la invitó a
cantar. El pobre pájaro abrió el pico y de él salió una voz desagradable y desentonada, que
recordaba al rebuzno del asno. El águila, con expresión peligrosamente seria, dijo:
“Estoy contenta de saber que en nuestro reino no circulan mentiras calumniosas, sino sólo
la verdad. Existe entre nosotros un pájaro que tiene la voz muy parecida al rebuzno de un
asno. ¡Eres tú, corneja, ese pájaro! Te invito, por tanto, para no ridiculizar a todo nuestro
reino, a callar para siempre. En cuanto a ti, ruiseñor, te pido que cantes cada vez que lo
desees, mejor si es al anochecer. Tu espléndida voz hará que reine la paz y la serenidad
entre todos los habitantes del bosque”.

Después, la justa reina alzó el vuelo, hacia las altas cimas en las que se encontraba su
refugio secreto.
BÁSICA ELEMENTAL (2DO, 3ERO Y 4TO)

EXTRACTO DE
LA ILÍADA CONTADA A LOS NIÑOS
LOS GUERREROS
Voy ahora a nombraros a los guerreros más destacados de los dos bandos.Los caudillos de
los aqueos son los reyes Agamenón y Menelao, los Atridas o hijos de Atreo. Agamenón,
rey de Micenas, es el jefe absoluto, y todos tienen que obedecerle. Su hermano Menelao,
rey de Esparta, es el esposo de Helena, que huyó de su palacio para irse con Paris, el
apuesto príncipe troyano. Esta fue la razón del comienzo de la guerra de Troya,
como os he dicho.El mejor de los guerreros aqueos es Aquiles, hijo de un hombre mortal, el
rey Peleo, y de una diosa marina, Tetis. Por ser hijo de Peleo, se le llama también el Pélida, y
es el jefe de los guerreros mirmidones. La mayor par-te de los hechos que cuenta la Ilíada
están provocados por la ofensa que le hizo el rey Agamenón a este valiente guerrero y por
la furia que le entró a Aquiles a causa de ello.El mejor amigo de Aquiles, compañero
suyo de armas, es Patroclo, prudente y buena persona.El más viejo y sabio de los aqueos
es el anciano Néstor, que siempre aconseja al rey Agamenón. Uno de sus hijos, Antíloco, es
amigo de Aquiles y por ello será el encargado de llevarle una terrible noticia.El más astuto
de los aqueos es Odiseo, al que los latinos llaman Ulises. Es inteligente, sabe contar
historias, y gracias a él los aqueos pudie-La iliada_int.indd 1428/03/17 10:08
15Agamenón, rey de Micenas, es el jefe absolutoLa iliada_int.indd 1528/03/17 10:08
16ron vencer a los troyanos. Pero ese final de la guerra no se explica en la
Ilíada.Después de Aquiles, los dos guerreros más valientes y fuertes entre los aqueos son
Diomedes, rey de Argos, y Áyax o Ayante, rey de Salamina.Y hay dos personajes muy
importantes, pero por otra razón: uno es Calcante, el gran adivino de los aqueos; y otro
es el médico Macaón, hijo del dios de la medicina, Asclepio. El primero sabe interpretar los
signos que mandan los dioses como anuncio de lo que va a pasar, y el otro cura a los
heridos.¿Y los troyanos?Los reyes de Ilión o Troya son los ancianos Príamo y Hécuba, su
espo-sa. Ambos son padres de muchos hijos, pero los más destacados en la guerra
de Troya son Héctor y Paris.Héctor es el guerrero más noble y más valiente. Quiere mucho a
su mu-jer Andrómaca y a su niño. Todos los troyanos y sus aliados le obedecen.Paris es el
apuesto príncipe que conquista a la más bella mujer, la reina de Esparta, Helena, esposa del
rey Menelao. Se la lleva consigo a Troya, y con este rapto provocará la guerra entre aqueos
y troyanos.También se nombran a otros tres hijos de Príamo y Hécuba: a Polites, que es el
centinela que vigila desde la torre de las murallas los movimientos del ejército griego, y a
dos hermanos gemelos que son grandes adivinos.
BÁSICA MEDIA (5TO, 6TO Y 7MO)

EL PRÍNCIPE FELIZ
Muy alto sobre la ciudad, sobre una elevada columna, se erguía la estatua del Príncipe Feliz.
Toda recubierta con delgadas hojas de oro fino, tenía por ojos dos brillantes zafiros y un
gran rubí resplande-cía en el pomo de su espada.Todo el mundo se detenía para admirar la
figura de aquel Príncipe.—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los conseje-
ros de la ciudad, que deseaba ganar prestigio como persona de gus-tos artísticos—, claro
que no es tan útil —agregó, temiendo que la gente lo creyera poco práctico, algo que en
realidad no era.—¿Por qué no puedes ser tú como el Príncipe Feliz? —le preguntó muy
sensatamente una mamá a su pequeño hijo, que lloraba pidien-do la luna—. ¡Al Príncipe
Feliz jamás se le ocurriría llorar así por nada!—Me alegro de que por lo menos haya alguien
en el mundo que sea feliz —murmuró un desilusionado, contemplando la maravillosa
estatua.—Es como un ángel —dijeron los niños del Colegio de Caridad, que salían de la
Catedral luciendo sus brillantes capas escarlatas y sus delantales blancos. —¿Cómo pueden
ustedes hablar sobre el aspecto de los ángeles —dijo el Maestro de Matemáticas— si jamás
han visto uno? —¡Ah, pero sí los hemos visto, en nuestros sueños! —contestaron los niños, y
el Maestro de Matemáticas frunció el ceño y asumió un aire muy severo, pues no estaba de
acuerdo con que los niños soñaran.
Cierta noche voló sobre la ciudad una pequeña Golondrina. Hacía ya seis semanas que sus
compañeras se habían ido a Egipto, pero ella había decidido quedarse, por estar
enamorada del más hermoso de los juncos. El encuentro había tenido lugar al comienzo de
la prima-vera, cuando la Golondrina perseguía a una gran mariposa amarilla volando sobre
el río; tan atraída se sintió por su fina cintura, que se detuvo a hablarle. —¿Quieres que me
enamore de ti? —le dijo la Golondrina, a la que no le gustaba andar con rodeos, y el Junco
le hizo una profunda reve-rencia. La Golondrina comenzó a volar una y otra vez a su
alrededor, rozando el agua con sus alas y formando rizos que eran pequeñas ondas
plateadas. Ésta era su forma de cortejar, y este cortejo duró todo el verano. —Es un
noviazgo ridículo —gorjeaban las otras golondrinas—; él carece de fortuna, y tiene
demasiados parientes —y era verdad, pues el río estaba lleno de juncos. Luego, al llegar el
otoño, todas las golon-drinas emprendieron vuelo.
Cuando todas sus compañeras hubieron partido, la Golondrina se sintió triste y sola, y
empezó a cansarse de su amor. —No sabe de qué conversar —se dijo—, y además es muy
poco serio. Está siempre coqueteando con la brisa. Y así era en efecto, pues cada vez que
soplaba la brisa, el Junco se deshacía en reverencias. —Tengo que admitir, eso sí, que es sin
duda muy hogareño —si-guió diciendo la Golondrina—, pero a mí me encanta viajar, y por
tan-to, al que me ame deben gustarle también los viajes. —¿Quieres venir conmigo? —le
preguntó finalmente, pero el Junco dijo que no con su cabeza. Estaba muy arraigado a su
casa. —¡Estabas jugando conmigo! ¡Me voy a las Pirámides! ¡Adiós! —y la Golondrina se
echó a volar. Voló durante todo el día, y por la noche llegó a la ciudad. —¿Dónde
encontraré un lugar para cobijarme? Espero que en la ciudad esté todo preparado. En ese
momento vio a la estatua sobre su alto columna. —Pasaré la noche aquí —se dijo—, es un
lugar excelente y bien ventilado. Y se posó justamente entre los pies del Príncipe Feliz. —
Tengo un dormitorio dorado —murmuró suavemente mientras echaba una mirada a su
alrededor. Y se dispuso a dormir. Pero en el momento en que iba a poner su cabeza debajo
del ala, una gruesa gota de agua le cayó encima.
¡Esto sí que es curioso! No hay en el cielo una sola nube, las es-trellas relucen, y sin
embargo llueve. El clima del norte de Europa es realmente espantoso. Al Junco le agradaba
la lluvia, pero era por puro egoísmo. Volvió a caerle otra gota. —¿De qué sirve una estatua
si ni siquiera lo protege a uno de la lluvia? Voy a buscar una chimenea que tenga un buen
sombrero —y se dispuso a volar. Pero antes de que abriera sus alas, le cayó encima una
tercera gota. La Golondrina miró hacia arriba, y vio... ¿Qué fue lo que vio la Golondrina? Los
ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágri-mas rodaban por sus mejillas
doradas. Tan hermoso era su rostro bajo la luz de la luna, que la pequeña Golondrina sintió
una profun-da piedad. —¿Quién eres? —preguntó. —Soy el Príncipe Feliz. —¿Y por qué
lloras, entonces? Casi me has empapado por completo.
BÁSICA SUPERIOR (8VO, 9N0, 10M0)
EXTRACTO DE
CUENTO DE NAVIDAD
Primera estrofa
Para empezar: Marley había muerto. Sobre ello no había ni la menor sombra de duda. La partida de
defunción estaba firmada por el cura, por el sacristán, por el encargado de las pompas fúnebres y por el
presidente del duelo. Scrooge la había firmado y la firma de Scrooge circulaba sin inconveniente en la
Bolsa, cualquiera que fuera el papel donde la fijara. El viejo Marley estaba tan muerto como un clavo de
puerta Aguardad: con esto no quiero decir que yo conozca, por mí mismo, lo que hay de especialmente
muerto en un clavo. Si me dejara llevar de mis opiniones, creería mejor que un clavo de ataúd es el trozo de
hierro más muerto que puede existir en el comercio; pero como la sabiduría de nuestros antepasados brilla
en las comparaciones, no me atrevo, con mis profanas manos, á tocar á tan venerados recuerdos. De otra
manera ¡qué sería de nuestro país! Permitidme, pues, repetir enérgicamente que Marley estaba tan muerto
como un clavo de puerta. ¿Lo sabía así Scrooge? A no dudarlo. Forzosamente debía de saberlo. Scrooge y
él, por espacio de no sé cuántos años, habían sido socios. Scrooge era su único ejecutor testamentario, su
único administrador, su único poderhabiente, su único legatario universal, su único amigo, el único que
acompañó el féretro, aunque, á decir verdad, este tristísimo suceso no le sobrecogió de modo que no
pudiera, en el mismo día de los funerales, mostrarse como hábil hombre de negocios y llevar á cabo una
venta de las más productivas. El recuerdo de los funerales de Marley me coloca otra vez en el punto donde
he empezado. No cabe duda en que Marley había fallecido, circunstancia que debe fijar mucho nuestra
atención, porque si no la presente historia no tendría nada de maravillosa. Si no estuviéramos convencidos
de que el padre de Hámlet ha muerto antes de que la tragedia dé principio, no tendría nada de extraño que
lo viéramos pasear al pie de las murallas de la ciudad y expuesto á la intemperie; lo mismo exactamente,
que si viéramos á otra persona de edad provecta pasearse á horas desusadas en medio de la oscuridad de
la noche y por lugares donde soplara un viento helador; verbigracia, el cementerio de San Pablo, y
tratándose del padre de Hámlet, tan sólo impresiona la ofuscada imaginación de su hijo. Scrooge no borró
jamás el nombre del viejo Marley. Todavía lo conservaba escrito, años después, encima de la puerta del
almacén: Scrooge y Marley. La casa de comercio era conocida bajo esta razón. Algunas personas poco al
corriente de los negocios lo llamaban Scrooge-Scrooge; otras, Marley sencillamente, mas él contestaba por
los dos nombres; para él no constituía más que uno. ¡Oh! ¡Y que sentaba bien la mano sobre sus negocios!
Aquel empedernido pecador era un avaro que sabía agarrar con fuerza, arrancar, retorcer, apretar, raspar
y, sobre todo, duro y Pag. 4 de 69
Cuento de Navidad Charles Dickens cortante como esos pedernales que no despiden vivíficas chispas si no
al contacto del eslabón. vivía ensimismado en sus pensamientos, sin comunicarlos, y solitario como un
hongo. La frialdad interior que había en él le helaba la aviejada fisonomía, le coloreaba la puntiaguda
nariz, le arrugaba las mejillas, le enrojecía los párpados, le envaraba las piernas, le azuleaba los delgados
labios y le enloquecía la voz. Su cabeza, sus cejas y su barba fina y nerviosa parecían como recubiertas de
escarcha. Siempre y á todas partes llevaba la temperatura bajo cero: transmitía el frio á sus oficinas en los
días caniculares y no lasdeshelaba, ni siquiera de un grado, por Navidad.El calor y el frio exteriores ejercian
muy poca influencia sobre Scrooge. El calor del verano nole calentaba y el invierno más riguroso no llegaba
á enfriarle. Ninguna ráfaga de viento era más desapacible que él. Jamás se vio nieve que cayera tan
rectamente como él iba derecho a su objeto, ni aguacero más sostenido. El mal tiempo no encontraba
manera de mortificarle: las lluvias más copiosas, la nieve, el granizo no podían jactarse de tener sobre él
más que una ventaja: la de que caían con profusión; Scrooge no conoció nunca esta palabra. Nadie lo
detenía en la calle para decirle con aire de júbilo: ¿Cómo se encuentra usted, mi querido Scrooge? ¿Cuándo
vendrá usted á verme? Ningún mendigo le pedía ni la más pequeña limosna; ningún niño le preguntaba por
la hora. Nunca se vio a nadie, ya hombre, ya mujer, solicitar de él que les indicase el camino. Hasta los
perros de ciego daban muestras desconocerle, y cuando le veían llevaban á sus dueños al hueco de una
puerta ó á una callejuela retirada, meneando la cola como quien dice: «Pobre amo mío: mejor es que no
veas, que no ver á ese hombre.» Pero ¿qué le importaba esto á Scrooge? Precisamente era lo que quería: ir
solo por el ancho camino de la existencia, tan frecuentado por la muchedumbre de los hombres,
intimándoles con el aspecto de la persona, como si fuera un rótulo, que se apartasen. Esto era en Scrooge
como el mejor plato para un goloso. Un día, el más notable de todos los buenos del año, la víspera de
Navidad, el viejo Scrooge estaba sentado a su bufete y muy entretenido en sus negocios. Hacia un frio
penetrante. Reinaba le niebla. Scrooge podía oír cómo las gentes iban de un lado á otro por la calle
soplándose las puntas de los dedos, respirando ruidosamente, golpeándose el cuerpo con las manos y
pisando con fuerza para calentarse los pies. Las tres de la tarde acababan de dar en los relojes de la City, y
con todo casi era de noche. El día había estado muy sombrío. Las luces que brillaban en las oficinas
inmediatas, parecían como manchas de grasa enrojecidas, y se destacaban sobre el fondo de aquella
atmósfera tan negruzca y por decirlo así, palpable. La niebla penetraba en el interior de las casas por todos
los resquicios y por los huecos de las cerraduras: fuera había llegado su densidad á tal extremo, que si bien
la calle era muy estrecha, las casas de enfrente se asemejaban á fantasmas. Al contemplar cómo aquel
espeso nublado descendía cada vez más, envolviendo todos los objetos en una profunda oscuridad, se
podía creer que la naturaleza trataba de establecerse allí para explotar una cervecería en grande escala.
BACHILLERATO (1ERO, 2DO, 3ERO)
EXTRACTO DE
CIEN AÑOS DE SOLEDAD
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces
una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas
diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos
prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para
mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de
gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y
timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de
barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta
demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas
de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó
al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían
por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos
desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en
desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida propia
-pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.» José
Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y
aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para
desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.»
Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su
mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que
contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió
disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante
varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región,
inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro
de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes
soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo
lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron
desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el
cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer. En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un
catalejo y una lupa del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento
de los judíos de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a
la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y veía a la
gitana al alcance de su mano. «La ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades.
«Dentro de poco, el hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse
de su casa.» Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa gigantesca:
pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la
concentración de los rayos solares. José Arcadio Buendía, que aún no acababa de consolarse por el
fracaso de sus imanes, concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades, otra
vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes imantados y tres piezas de dinero
colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de
monedas de oro que su padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había
enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirías. José Arcadio
Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos tácticos con la
abnegación de un científico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la
lupa en la tropa enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió
quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas
de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba
largas horas en su cuarto, haciendo cálculos sobre las posibilidades estratégicas de su arma
novedosa, hasta que logró componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder
de convicción irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre
sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que
atravesó la sierra, y se extravió en pantanos desmesurados, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto
de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de
enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que
imposible, José Arcadio Buen dia prometía intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin
de hacer demostraciones prácticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos
personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta. Por
último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio
entonces una prueba convincente de honradez: le devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó
además unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió
una apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su disposición para que pudiera
servirse del astrolabio, la brújula y el sextante. José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia
encerrado en un cuartito que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus
experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas, permaneció
noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una insolación
por tratar de establecer un método exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en el uso
y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares
incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de
abandonar su gabinete. Fue ésa la época en que adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la
casa sin hacer caso de nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta cuidando
el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De pronto, sin ningún anuncio,
su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una especie de fascinación. Estuvo varios
días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas
conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del
almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar por el resto
de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando
de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su
descubrimiento. -La tierra es redonda como una naranja. Úrsula perdió la paciencia. «Si has de volverte
loco, vuélvete tú solo -gritó-. Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano.» José Arcadio
Buendía, impasible, no se dejó amedrentar por la desesperación de su mujer, que en un rapto de cólera le
destrozó el astrolabio contra el suelo. Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres del pueblo y les
demostró, con teorías que para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de
partida navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que José Arcadio Buendía
había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en público la
inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había construido una teoría ya
comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una prueba de
su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una influencia terminante en el futuro de la aldea:
un laboratorio de alquimia.

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