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(Carta encontrada en la casa del viudo González tras su muerte, Julio de 2010)

Xiua, Abril 10, 1950

Señorita:

Llegué hoy a Xiua y fue inevitable pensarte. Recordé los días de febrero que pasamos
admirando la laguna, cerca del pueblo. Llevaste la camisa blanquita de flores que tanto me
gustaba, el cabello suelto y las gafas que resaltaban el brillo en tus ojos al ver los
tembladerales. Parecías tan feliz, aunque tus ojitos tuvieran cierta tristeza profunda y
melancólica. También recordé el café que nos tomamos un cierto día, en una cierta cafetería
en el centro de Xiua y que su nombre se me escapa. Creo que nunca te expresé la felicidad
que llenó mi alma cuando te recargaste en mi hombro susurrando que querías dormir, que
estabas cansada, que deseabas quedarte allí por siempre. Y discúlpame, niña, si esta carta se
ha puesto muy cursi, pero ya sabes cómo soy…
Te contaba entonces que hoy llegué a casa y que me acordé de ti. En ese momento, como
es natural, me asaltó la nostalgia. Sin embargo, sé muy bien que esta última carta que te
escribo, es simplemente una excusa para reafirmarme y reafirmarte cuánto te amo. Parece
extraño, es verdad, pues a estas alturas debería escribirlo en pretérito; no obstante, mi niña,
y aunque tú sea el verbo conjugado en pasado, debo decirte que mi amor por ti estará
siempre en tiempo presente.
Curiosamente cuando estaba en el terminal de Bogotá leí un cuento de Antonio Di
Benedetto que hablaba de mariposas rojas, cuajadas y que se precipitaban contra el suelo,
tal y como las que salían de tu boquita. Sé que ahora estás mucho mejor, no me cabe la
menor duda. Eso, por supuesto, no me ha hecho odiar las mariposas, al contrario, creo que
ahora te veo en ellas: libre, delicada, sublime y efímera. Espero vengas conmigo a Europa
(no he olvidado nuestra promesa de recorrer el viejo mundo) en forma de mariposa, bueno,
por lo menos cuando vea una en Alemania o Francia o Portugal, sabré que eres tú.
No quiero hacer esta carta más larga pues sé que prefieres la brevedad. Sólo tenía ganas de
escribirte como solía hacerlo y comentarte que al llegar a casa fue inevitable acordarme de
ti.

Siempre tuyo, José González.

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