Para llevar a cabo todo esto, el hombre no se basta a sí mismo. Necesita
ayuda. Precisamente porque no es Dios y porque está herido por el pecado original y la suma de sus pecados personales, el ser humano no se basta a sí mismo para hacer el bien y evitar el mal. Ni siquiera el mejor de los hombres puede hacerlo y ni todas las estrategias dirigidas a controlar y aumentar la fuerza de voluntad pueden lograr que el hombre sea autosuficiente. Esta pretendida autosuficiencia forma parte de una herejía antigua que nunca ha desaparecido: el pelagianismo. Esa ayuda les es ofrecida al hombre por Dios a través de la "gracia divina". El Catecismo la define como "el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada" (nº 1996). A esta gracia divina se le llama gracia santificante: "La gracia santificante es un don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor" (Catecismo, nº 2000). Esta gracia santificante se divide en dos, la habitual y la actual: "Se debe distinguir entre la gracia habitual, disposición permanente para vivir y obrar según la vocación divina, y las gracias actuales, que designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación" (nº 2000). Por lo tanto, hay un "estado de gracia", que consiste en estar en comunión con Dios, en no tener pecados mortales, los cuales suponen la ruptura de la unión con el Señor. En ese estado de gracia, la gracia santificante habitual reside en el ser humano. Sin embargo, ante cada tentación Dios le da a la persona una ayuda especial, una fuerza que va a necesitar para rechazar el mal; a eso se le llama "gracia actual". Además están las gracias ligadas a los sacramentos, a través de los cuales nos llegan ayudas específicas de Dios para poder cumplir con lo que ese sacramento implica: la fidelidad matrimonial, por ejemplo. Están también las "gracias especiales" o "carismas", que son dones que el Espíritu Santo envía, a través de una o varias personas, para contribuir al bien común de la Iglesia; por ejemplo, el carisma del agradecimiento. Están las "gracias de estado", "que acompañan el ejercicio de las responsabilidades de la vida cristiana y de los ministerios en el seno de la Iglesia" (Catecismo, nº 2004). El hombre necesita ayuda y Dios quiere ayudarle. Pero el Señor no obliga, no fuerza al hombre ni siquiera a hacer el bien y evitar el mal. Es el misterio del respeto divino al libre albedrío humano. "La libre iniciativa de Dios exige la respuesta libre del hombre, porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo libremente entra en la comunión del amor. Dios toca inmediatamente y mueve directamente el corazón del hombre" (Catecismo, nº 2002). Esta gracia de Dios es la que nos justifica; por lo tanto, no nos salvamos por nuestros propios méritos ni a costa de nuestros esfuerzos. "La justificación nos fue merecida por la pasión de Cristo, que se ofreció en la cruz como hostia viva, santa y agradable a Dios y cuya sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres" (Catecismo, nº 1992). Sin embargo, precisamente porque Dios nos ha querido libres, es necesario que esa gracia sea acogida libremente por el ser humano y esto lo hará mediante las buenas obras; sólo cuando ambas, gracia y buenas obras, se unen nos llega la justificación gratuita e inmerecida que Dios nos regala: "La justificación establece la colaboración entre la gracia de Dios y la libertad del hombre. Por parte del hombre se expresa en el asentimiento de la fe a la Palabra de Dios que lo invita a la conversión, y en la cooperación de la caridad al impulso del Espíritu Santo que lo previene y lo custodia" (Catecismo, nº 1993).
Propósito: Hacernos conscientes de que necesitamos ayuda, de que solos no
podemos ni con las cargas que la vida nos ha puesto encima ni podemos resistir las tentaciones. Secundar las "gracias actuales" -las mociones y fuerzas espirituales que Dios nos da para hacer el bien y evitar el mal- y si no lo hacemos, recuperar cuanto antes la gracia santificante, el estado de gracia, mediante la confesión. Reforzar ese estado de gracia mediante esa misma confesión aunque no se tengan pecados mortales. Ser perseverante en la oración, aunque no se tengan ganas. No ensoberbecerse con las buenas obras, pues éstas las hacemos por la gracia y la fuerza que Dios nos da y no son ellas las que nos justifican sino que es la sangre derramada de Cristo la que lo hace.