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Hemos visto cómo se construyeron los elementos del Estado Moderno argentino en
relación de dependencia con el imperialismo británico, mediante la hegemonía
oligárquica y a partir de la inserción de nuestro país en la división internacional del
trabajo. Así, sostuvimos que a partir de 1880 se consolidó el poder con la constitución
del Ejército profesional cuyo debut de fuego fueron las campañas genocidas de las
poblaciones originarias patagónicas, que -sumado al exterminio de los pueblos nativos
del norte así como el sofocamiento de los caudillos y las montoneras federales- permitió
consolidar el elemento territorial. Asimismo, concluimos que la población exterminada
que resistía al modelo pretendido por la oligarquía, fue sustituida por inmigración
europea, para cuya homogeneización –tanto entre ellos así como con los pueblos
originarios que quedaron y los que provenían del pasado hispánico- se masificó la
escolarización con el objeto de “hacer” argentinos, tarea que fue completada con la
instauración de la historia oficial, que niega todo pasado suramericano para reducirlo a
la estrecha senda porteñocéntrica y a los próceres de la oligarquía.
Ahora bien, el desarrollo de ese modelo agroexportador generó también sus
propias crisis, tanto a nivel nacional como internacional. Cuando hablamos de crisis nos
referimos a que es el sistema –tomando la idea marxista- el que genera su propio
germen de destrucción o su propio enterrador, para decirlo más gráficamente. Con esto
queremos decir que es el propio sistema el que produce a aquel que lo cuestiona, dado
que muchos de los hijos de aquellos inmigrantes o de esa población asimilada que asuste
a la escuela y le canta a la bandera, son de hecho los que empiezan a reclamar, partiendo
de considerarse argentinos –fin buscado precisamente con la masificación de la
escolarización primaria- la participación política en los asuntos del país. A ellos se deben
sumar otros sectores que incluso tenían alguna porción menor de tierras, pequeños
chacareros y que conjuntamente con aquellos, son los que comienzan a discutir la
cuestión del poder.
En efecto, el radicalismo se compuso mayoritariamente de aquellos sectores que
fueron producto de la propia estructuración económica de la oligarquía, pues el modelo
agroexportador necesitaba de instancias profesionales, burocracia y sobre todo de
servicios, que nacieron al calor de esa estructura, pero que no eran ni los propietarios
de las grandes extensiones de tierra ni los peones de campo. Con los ferrocarriles ello
se ve en forma clara.
"Se trata de un gran frente social entre las clases medias urbanas y rurales del litoral y los
sectores empobrecidos, de tradición federal, del interior, conducido y representado por ese
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hombre tan singular que es Yrigoyen: capaz de expresarlos a todos sin exponer un
programa, sin dejarse fotografiar, sin pronunciar discursos, ni escribir libros" (Galasso, 2011,
p. 130).
Esos sectores –podríamos decir- populares en tanto subalternos a las elites que
hasta entonces manejaban el país, aunque con preponderancia de sectores medios, en
tanto argentinos asimilados culturalmente por la escolarización, empiezan a reclamar
para sí el ejercicio del gobierno, o al menos ser parte de la discusión política en forma
institucionalizada. Por ello Yrigoyen, quien tenía vínculos familiares y de amistad con
parte de la elite, rechaza una y otra vez todas las propuestas que le hacen para formar
parte del dispositivo de poder en forma individual y sin tocar el esquema electoral
vigente. La posición del líder radical fue inclaudicable, ante el fraude, abstención
electoral para no legitimar el régimen oligárquico.
“El incuestionable carácter popular del movimiento lo ratifica el diario 'La Nación' en este
juicio: 'Se entregó en cuerpo y alma a cultivar el favor de las masas menos educadas en la
vida democrática, en desmedro y con exclusión deliberada y despectiva de las zonas
superiores de la sociedad y de su propio partido... Un connubio con las multitudes
inferiores'." (Galasso, s.f., p. 13).
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aquellos trabajadores inmigrantes venían precisamente con esa experiencia de lucha en
sus países de origen, no obstante, acá no existía era una organización real de esos
trabajadores que hiciera que esa experiencia pudiera realmente disputar el poder.
Tal apertura democrática que planteaba Sáenz Peña era además controlada, porque
estaba pensada para hacer del radicalismo una minoría por las características del
sufragio instaurado por esa ley, cuyos elementos constitutivos eran el voto universal
–para hombres mayores de edad-, secreto y obligatorio, esta última característica es en
todo caso lo más democrático y lo más inexplicable.
Ahora bien, una cuestión fundamental –y lo que muchas veces es soslayado- era
cómo se repartían los cargos legislativos, es decir la proporcionalidad de la asignación
de escaños. El sistema entonces instaurado, era de lista incompleta, con lo cual la fuerza
política que triunfaba en la contienda electoral, ocupaba las dos terceras partes de los
cargos y la primera minoría, se quedaba con el tercio restante. Ello lo que permitía era
que el ganador, tenía facilidades para gobernar porque contaba con la mayoría en
ambas cámaras. En términos actuales, podríamos decir que el sistema garantizaba la
gobernabilidad. Esta idea respondía a que la oligarquía estaba convencida de que el
radicalismo no sería la fuerza triunfante, sino la minoría, cuestión que legitimaría a a los
conservadores como respetuosos de la democracia.
A su vez, cabe señalar aquí, que la elección de todos los cargos públicos electivos no
era en forma directa sino a través del Colegio electoral que proclamaba a los candidatos
electos, de manera que existía una instancia más para que –en caso de que resulte
ganador alguien que no era del paladar de la oligarquía- se abría la oportunidad para la
negociación con los poderes locales que conformaban el Colegio. De todas maneras, en
Argentina nunca hubo una resolución distinta a la proclamación de los candidatos del
partido que resultaba ganador en la cantidad de electores para la elección presidencial.
Lo central que queremos plantear, es que el sistema estaba pensado para que el
radicalismo sea minoría y al mismo tiempo, servía para descomprimir el conflicto
social. De hecho, contaban con el ensayo hecho por la propia oligarquía con el Partido
Socialista cuyo candidato fue el primer parlamentario socialista de América Latina,
Ernesto Palacios, en 1902 y en una época donde sólo se triunfaba en las elecciones a
través del fraude, lo que claramente fue una manera de evitar crisis mayores, aunque el
partido de los doctores implicaba dar lugar a lo más moderado del socialismo, puesto
que no cuestionaban el modelo agroexportador. Por contrario, defendían abiertamente
el libre cambio, la hegemonía británica y dicho modelo, en consecuencia, del mismo
modo que se hacía fraude para los conservadores se lo hizo para la izquierda y se otorgó
una banca al Partido Socialista. Este mismo ensayo, con mayores dimensiones porque
se trataba de una presidencial, pensaba hacerse habilitando la participación del
radicalismo.
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Es entonces que mediante esta ley, se instaura por primera vez el sufragio popular.
Así, los dirigentes más lúcidos de la oligarquía expresados en Roque Sáenz Peña como
Presidente, muy a pesar de quienes desde ese mismo sector reclamaban la peligrosidad
que ello entrañaba, procuró resguardar un sistema en crisis por la falta de democracia y
participación popular, aunque asegurándose asimismo de no cuestionar el nudo
económico de su Constitución real, pues la idea del proyecto agroexportador y el poder
material de la oligarquía terrateniente quedaron intactos, por lo cual tampoco hizo falta
una nueva Constitución escrita.
No obstante, digamos con Sampay que:
“Ciertamente, las leyes electorales de referencia transforman la Constitución oligárquica de
1853 en una Constitución virtualmente democrática. Es decir, la mayoritaria clase sometida
podía conquistar por vía legal el poder político. Y llegado este caso, el carácter elástico del
texto constitucional, esto es, el estar redactado mediante fórmulas genéricas que permiten
determinaciones socialmente progresivas, y la existencia de algunos preceptos
programáticos imbuidos de principios justos, verbigracia, que el objeto del ordenamiento
jurídico-político es ‘promover el bienestar general’ y que el derecho de propiedad debe
ejercitarse ‘conforme a las leyes’ que lo reglamentan, permitía una interpretación moderna
de la Carta de 1853 que legitimara la intervención del Estado en la economía con vistas a
satisfacer los intereses populares.” (Sampay, 2012, p. 95)
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potencias aliadas -y vastos sectores en el país- comenzaron a presionar para que
Argentina se alineara, Yrigoyen mantuvo la neutralidad.
Al respecto, Jorge Abelardo Ramos (2013, p. 169) -recordando que los
norteamericanos antes de su etapa imperialista ya habían comprendido que la
neutralidad es una fuente de enriquecimiento- señala que las causas de tal política
exterior en Yrigoyen y los suyos, eran muy claras:
“Soslayan de ese modo a los compromisos financieros, económicos y militares que
necesariamente implican una intervención en los conflictos de las grandes potencias. A esto
se añade que la neutralidad en países exportadores de materias primas como la Argentina,
les permite beneficiarse de los altos precios de sus productos y al ampliar su mercado
interno por el nacimiento y expansión de nuevas industrias, aflojan su dependencia general
de las metrópolis, incapaces en estos períodos de lucha a muerte de presionar con sus
importaciones industriales a las semicolonias.”
No sólo eso, sino que además el caudillo radical propuso que los miembros del
Consejo Ejecutivo sean elegidos mediante la Asamblea respetando el principio de
igualdad de los Estados, so pena de no participar como país de dicha Liga. Ante esta
decisión, en Ginebra presionan a los delegados argentinos, quienes titubean en cumplir
sus instrucciones.
“Cuando Yrigoyen [los] amenaza con desautorizarlos públicamente y ordena redactar un
decreto reemplazando al ministro de Relaciones Exteriores, Pueyrredón y Alvear acatan la
autoridad del Presidente y se retiran de la Liga de Naciones. Con ese acto, no solamente no
participaba el país de la farsa diplomática que sucedía a la farsa sangrienta, sino que
tampoco aprobaba el Tratado de Versalles que (…) había sido jurídicamente enlazado a la
constitución de la Sociedad de las Naciones.” (Ramos, 2013, p. 173/4)
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común suramericano y su admiración cultural al eje noratlántico que denostó
sistemáticamente al pasado hispanoamericano, acaso sea éste un aspecto más para
despreciar al movimiento que conducía el caudillo radical.
“Respecto de la América española, practicó Yrigoyen una política de efectiva fraternidad.
Desdeñoso de las pequeñas emulaciones, encaró, con todas las nacionalidades originadas
en el viejo tronco común de la hispanidad, una conducta que no daba margen al juego
divisionista que enfrentando a la Argentina con algunas, especialmente vecinas, facilitó
tantas veces peligrosas penetraciones de los imperialistas.” (Levene, 1980, p. 299)
Más aún, Abelardo Ramos (2013) resalta dos momentos que describen su posición.
Por un lado, en plena economía mundial de la primer guerra, Yrigoyen condonó la
bochornosa deuda que Mitre le había impuesto a la República hermana del Paraguay,
luego de la Guerra de la Triple ‘Infamia’, en la que las oligarquías de pueblos hermanos
le cobraron a ese país la osadía de cuestionar el lugar de granja que nos deparaba en la
división internacional del trabajo. También en Santo Domingo, Yrigoyen tuvo un gesto
de patriótica hermandad americana cuando mandó al acorazado argentino 9 de julio, a
izaron y saludar únicamente la bandera dominicana en el marco de una ocupación
norteamericana, lo que produjo que:
“Patriotas dominicanos se lanzaron a las calles e izaron la bandera de su tierra en un torreón
de una vieja fortaleza: el barco argentino disparó veintiún cañonazos saludando a la enseña.
Grandes manifestaciones populares desfilaron por Santo Domingo vitoreando a la
Argentina y a Yrigoyen.” (Del Mazo en Ramos, 2013, p. 172)
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En relación a la cuestión social, podría decirse que el yrigoyenismo mostró sus
contradicciones, dado que las huelgas de trabajadores que se sucedieron entre 1917 y
1919 sobre todas las que fueron lideradas por los anarco-comunistas que se jugaban por
la vía insurreccional para la revolución social -aunque su nivel organizativo distaba
mucho de poder triunfar en ese sentido- obtuvieron una dura respuesta de parte del
gobierno radical. La Semana Trágica derivada de la huelga de los trabajadores de los
talleres Vasena y los fusilamientos de la ‘Patagonia rebelde’ son muestras cabales de
cómo se relacionó con un sector del movimiento obrero, que muchas veces
-colonización pedagógica mediante- no comprendieron la necesidad de un movimiento
o frente de liberación nacional en países semicoloniales o dependientes como la
Argentina, por eso muchos terminaron, terminan y terminarán en el más acérrimo
antiyrigoyenismo y antiperonismo, es decir en la vereda de enfrente de los grandes
movimientos de masas nacionales o bien, a lo sumo, en el margen de su historia.
Sobre este punto hay que tener en cuenta que las propias condiciones de
reanimación industrial por el contexto de la guerra, de por sí promueve en estos años
grandes huelgas que ya en 1919 casi cuadruplica las del año 1916 y el número de
huelguistas trepa de veinticinco mil a trescientos mil. “La actitud de Yrigoyen ante estos
movimientos despertará en la oposición oligárquica no menos furia que la independencia
en la política exterior.” (Ramos, 2013, p. 174)
En este contexto, aquella sangrienta semana de 1919, la presión de los sectores de
poder arreciaban sobre el caudillo, sobre todo porque las huelgas tocaban a los sectores
relacionados directamente al modelo agroexportador: “amenazas de lockout patronal
de las empresas ferroviarias, anuncios de traslado de frigoríficos a Uruguay, presiones
de la Sociedad Rural Argentina, denuncias del diario La Prensa sobre un presunto peligro
anarquista, amenazas británicas de rescisión de los contratos cerealeros y de boicot de
nuestros puertos” (Marcaida, Rodríguez y Scaltritti, 2007, p. 92), entre muchas otras.
Curiosamente, el abogado de Vasena era Melo, un radical que luego será el
responsable de la ruptura del partido por el sector antipersonalista. Ello, vale aclararlo,
porque Vasena es el gran responsable de encender la mecha del conflicto cuando
contrata trabajadores desocupados para reemplazar a quienes se encuentran en huelga
y los arma para que puedan ingresar en los talleres. En esos enfrentamientos de
trabajadores interviene la policía asesinando sangre trabajadora y luego se desata una
semana de estallido.
“El gobierno de Hipólito Yrigoyen perdió el control de la situación y vivió la más aguda crisis
política de su mandato. Con el apoyo del Ejército, logró reestablecer el orden, pero, a
cambio, tuvo que adoptar severas medidas represivas contra los huelguistas. (…) Para evitar
un golpe de Estado y mantener la limitada cuota de poder que conservaba, el gobierno
adoptó duras medidas para sofocar las luchas obreras en le huelga general de 1921 y en los
conflictos de la Patagonia. (…) Mientras que, con sus cambiantes acciones, perdía el apoyo
de vastos sectores de la clase trabajadora, Yrigoyen abandonó paulatinamente los aspectos
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auténticamente progresistas de su política, perdió iniciativa y dinamismo” (Marcaida, et.
al., 2007, p. 93)
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figuras descollantes del foro, de la política y de la cultura en general. (…) De este modo, la
derecha del radicalismo, en clara conciliación con los hombres del ‘régimen’ que
abominaban de Yrigoyen, quiebra al movimiento nacional.”
En este mismo sentido, aunque desde otra perspectiva ideológica, es Félix Luna
quien sostiene no solo que don Marcelo Torcuato interrumpió la obra de Yrigoyen, sino
que constituyó “un retroceso en la voluntad de emancipación que encarnaba el
radicalismo. (…) Siendo como era, radical (y de los viejos) es necesario concluir que no
interpretó los antiguos anhelos populares por una Argentina transformada sobre bases
de justicia.” (Luna, 2011, s/n).
Y es en efecto así, porque el yrigoyenismo en el poder no solo fue expresión de los
sectores populares, sino que también produjo importantes consecuencias económicas
que llegaron a cuestionar el nudo del proyecto de país dependiente. Acaso el hito en
este aspecto, consistió en la creación de la empresa nacional Yacimientos Petrolíferos
Fiscales (YPF), la decisión política y estratégica más simbólica que da cuenta de cómo
mediante la democracia pueden penetrar algunos cuestionamientos que impliquen la
creación de un modelo económico diferente y por lo tanto, a partir de la defensa de la
cuestión nacional, se posibilite la construcción de un proyecto de país autónomo de los
grandes centros de poder mundiales.
La petrolera nacional se crea entonces, a instancias del general Mosconi en su
carácter de responsable de la aviación del Ejército, dado que la Fuerza Área Argentina
como tal -es decir como fuerza propia- se crea recién en 1945, con el peronismo en el
poder. La necesidad se planteó a partir de la carencia de suministro por parte de las
empresas extranjeras que manejaban el petróleo en nuestro país, por cuestiones
meramente especulativas ante un inminente aumento del crudo, cuestión que hacía
palmario el carácter y la dimensión de la falta de independencia real argentina, es
entonces cuando aquel lúcido general comenzó a impulsar la idea de crear una empresa
propia.
Así impulsa la creación de YPF y el radicalismo lo toma de las ideas nacionalistas que
tenían en su concepción, a diferencia de los conservadores que con su colonialismo
congénito consideraban que solo participaríamos en cualquier conflicto militar
internacional con la venia o previa autorización británica, con lo cual no tenían problema
en que sus empresas controlen el hidrocarburo.
Dicha empresa constituyó en los hechos un modelo en torno al cual se estructuraron
muchas empresas nacionales de distintos países de América Latina, incluida la
importante empresa petrolera mexicana, de hecho, recordemos que la boliviana se
llama directamente YPFB.
Incluso, la política en la materia iba consolidándose a tal punto que, durante el
segundo gobierno del viejo caudillo radical, impulsaba la celebración de un convenio
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entre YPF y la Universidad de Buenos Aires -a cargo de Mosconi- con el fin de que los
ingenieros civiles e industriales puedan especializarse para ocupar cargos técnicos
directivos relacionados con la “industrialización del petróleo”, dicho expresamente en
el texto del proyecto.
En este marco, YPF fue creciendo vertiginosamente y se fue percibiendo la
dimensión cuantitativa y cualitativa de los negocios de las petroleras, entonces se
maduró la necesidad de una ley que nacionalizara los hidrocarburos, dejando su manejo
en manos de la empresa estatal, como sucedía en la mayoría de los países centrales. Sin
embargo, cuando este proyecto de ley estaba en tratamiento y un día antes de las
elecciones que podrían dar a Yrigoyen mayoría en el Senado por primera vez, se
concretó el golpe de estado conducido por Uriburu, por lo que muchos historiadores
han sostenido que ese golpe tuvo “olor a petróleo”, aunque -como veremos- ello no
alcanza para explicar la complejidad del proceso abierto en 1930.
Esta decisión política relativa a los hidrocarburos, es una cabal demostración de
cómo a través de la democracia lograba penetrar una concepción nacionalista que
cuestionaba el nudo del proyecto de país dependiente, porque el solo hecho de contar
con una petrolera propia también permitía un sinnúmero de políticas para un proyecto
de desarrollo autónomo y soberano.
Lo cierto es que la lucha por el monopolio estatal en materia petrolera, se convirtió
en una causa hasta personal del caudillo radical, cuya defensa “lo enfrentaba tanto con
los grupos agro-exportadores como con los intereses de Inglaterra y Estado Unidos en la
materia. Al mismo tiempo, los compromisos con su base popular -por ambiguos y
contradictorios que fuesen- no lo hacían confiable para contener la crisis general del
sistema.” (Cullen, 2009, p. 17).
En efecto, cuando comienza a gestarse el proyecto de ley, se reúne un grupo de
jóvenes militantes radicales con el viejo líder, a quienes les dijo: “Salgo de mi rancho a
la edad en que los hombres se jubilan, en que solo se tiene serenidad para esperar la
llegada de la muerte y solo lo hago por mi ley de petróleo, para salvar de garras ajenas
y propias los tesoros que dios desparramó bajo el suelo de esta tierra” (Manzi citado por
Galasso, 2011, p. 182)
En esta misma línea de defensa de lo nacional, aunque tal vez YPF tenga mayores
implicancias por la potencialidad que engendra, debe inscribirse la decisión de Yrigoyen
de crear la Flota Mercante y los ferrocarriles de fomento, a los que acertadamente Jorge
Abelardo Ramos les dedica especial atención, dado que significaron -aunque de un
modo muy incipiente- el antecedente directo a la nacionalización del comercio exterior
de los años peronistas, además de ser ferrocarriles “extrapampeanos” cuyo impulso y
desarrollo podían reconstruir los lazos perdidos con Chile y la región suramericana. Por
lo tanto, implicaban otro cuestionamiento más al vínculo de sumisión y dependencia
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con el imperialismo británico -aunque no haya estado pensado expresamente para esos
fines- del mismo modo que sucedió con la petrolera nacional.
“[don Hipólito n]o enfrentaba al Imperio. Buscaba reducir su subyugante poder imponiendo
a las compañías ferroviarias mejoras laborales para los trabajadores, y la presencia del
Estado ante los gerentes ingleses (…). Su propósito era crear una estructura ferroviaria
nacional con los llamados ‘ferrocarriles de fomento’, tendiente a desarrollar las economías
de las provincias olvidadas del norte, ferrocarriles que Juan B. Justo llamaría ‘verdadera
carcoma de la riqueza pública’. Esa actitud de Yrigoyen que podría ser considerada como
una demostración de nacionalismo agrario y defensivo, se demostrará con el convenio
celebrado con Gran Bretaña a través de la misión presidida por Lord D’Abernon. La síntesis
del acuerdo con Inglaterra era el siguiente: introducía al Estado como un protagonista
principal en un sector del comercio exterior.” (Ramos, 2013b, p. 63)
Ahora bien, en aquel referido debate parlamentario por la firma del convenio, no
sólo los llamados contubernistas cantaron loas a Gran Bretaña, sino que también lo
hicieron los propios oradores yrigoyenistas. Lo que nos habla de que aún en la segunda
presidencia del “Peludo”, el nacionalismo democrático del movimiento mantiene su
carácter agrarista. Al respecto, Abelardo Ramos (2013b, p. 67) señala:
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“Esta anglofilia agraria de los productores menores, que se manifestaba en [los] oradores
yrigoyenistas, arroja una viva luz sobre el amorfismo social del radicalismo y la resistencia
de Yrigoyen para conducir una batalla ideológica decisiva contra la oligarquía. (…) En estos
vínculos estrechos de la pequeña burguesía agraria, comercial y exportadora con el poder
británico podía encontrarse el límite final de sus divergencias con la oligarquía privilegiada.”
Así, una vez más desde las mismas páginas del diario La Nación -el guardaespaldas
de Mitre, parafraseando a Homero Manzi- desde donde se denostaba a los caudillos de
las montoneras federales, y aún contra el propio Alberdi cuando se animó a cuestionar
la conducción política del liberalismo oligárquico basada en el exterminio de gauchos y
nativos, esta vez se destilaba el odio contra el caudillo radical. El diario La Nación del día
posterior al golpe -citado por Galasso (2011, p. 192)- publicaba:
“Ayer, en un movimiento popular, verdadera apoteosis cívica, Buenos Aires ha enterrado
para siempre el régimen instaurado por el señor Yrigoyen. Hasta pocas horas antes de su
caída parecía firmemente asentado sobre la venalidad, la sumisión y el desprecio de la
inteligencia. Estas características constituían los rasgos fundamentales de su ‘ética’, que
junto con los adornos grotescos de su adjetivación delirante y los descoyuntamientos de su
sintaxis, darían una fisonomía especial a todo un período de la vida argentina […] Por incuria
mental y un poco también por espíritu de burlesca oposición a todos los partidos orgánicos
-desde el socialista hasta los de extrema derecha- [la nación argentina] prefirió endiosar a
ese hombre que no entendía ni se dejaba entender, ni quizás, se entendía él mismo.”
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con el 25 de mayo y el 3 de febrero, son las Revoluciones Libertadoras.” (Galasso, 2011,
p. 194). Acaso como un augurio de lo que vendrá con el golpe que derroca a Perón, que
no casualmente lleva ese nombre y se inscribe en la línea histórica Mayo-Caseros.
“[L]a caída de Yrigoyen significaba el cierre de un período democrático sustentado en las
clases medias del litoral y los sectores populares del interior. Ese frente nacional
democrático no había podido quebrar la dependencia, pero había avanzado -dentro del
modelo impuesto por el Imperio Británico-, con atisbos de autonomía y arrestos anti
oligárquicos. Ahora, volvían los que querían retrasar el reloj de la Historia.” (Galasso, cit.)
Por su parte, según Jorge Abelardo Ramos (2013), las causas externas de la
inminente caída de Yrigoyen fueron la crisis mundial del 29/30, las intrigas petroleras, la
movilización oligárquica, periodística y política de la oposición cipaya, de izquierda y
derecha. Sin embargo, resalta como causa interna -a la que considera más profunda y
verdadera- que el ciclo del caudillo radical estaba agotado. Para el citado autor, el viejo
Yrigoyen, enfermo y quebrado reflejaba la ruina del movimiento, que sólo su autoridad
cubría todavía y que suscitaba la devoción de las masas populares.
“Solo un nuevo movimiento nacional democrático, cuyo protagonista fuera el proletariado
argentino, podía llevar más adelante la bandera de la revolución nacional empuñada un día
por Yrigoyen. Pero la clase obrera industrial estaba todavía en formación. Debían transcurrir
aún quince años para que los trabajadores ‘nacionalizados’ por obra de la industrialización,
que atrajo a los ‘cabecitas negras’ al cinturón de Buenos Aires, levantasen resueltamente el
estandarte de la revolución y abriesen un nuevo período en la historia de los argentinos.”
(p. 86)
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estructuras de dependencia, la conservación del poder oligárquico y la continuidad del
proyecto económico, se cortó por su hilo más delgado: la dependencia con el mercado
mundial. Esto hizo crisis en la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen, cuando
Inglaterra, forzada por la bancarrota de 1929, exigió una parte mayor del producto del
trabajo argentino y esto no podía consumarse sin excluir de la política a los sectores
populares. Pero no sólo las causas externas gravitaron, también la debilidad del propio
radicalismo que durante la presidencia de Alvear había frenado en gran medida la
democratización en connivencia con los conservadores, frenando el impulso
democratizador de la sociedad que le imponía Yrigoyen.
Sin embargo, el regreso de “el Peludo” al gobierno volvió con la amenaza de que la
“chusma” radical impusiera nuevas condiciones políticas y económicas. Y entonces la
oligarquía decidió hacerse del poder político mediante un Golpe de Estado, que era un
mensaje a sus amos del Norte: la casa está en orden. Como afirma Sampay: “la crisis de
la Constitución escrita de 1853 residía en que el sector social dominante, para retener
el gobierno real del país y contener el avance de los sectores populares, necesitaba
suprimir los derechos democráticos que en el siglo pasado le permitieron conquistar y
consolidar la supremacía frente al absolutismo político y a una organización monopolista
de la economía” (Sampay citado por Koenig, 2015, p. 41).
El producto de este cercenamiento de la cuestión democrática es la llamada
“década infame” durante la cual se restauran no sólo el dominio oligárquico sino
también se profundizan la dependencia frente a los británicos.
“[D]espués de derrocado el gobierno de Yrigoyen se repristinó el sentido esencial de la
Constitución de Alberdi, excluyendo de la política a los sectores populares, pero de ello
resultó la expoliación de esos sectores populares en beneficio de los intereses británicos. En
efecto, el imperialismo inglés, apremiado por el colapso de su economía, se adueñó, con
público escándalo, de los principales recursos de la riqueza nacional” (Sampay, 2013, p. 144)
Este período, que se extiende desde 1930 hasta 1943, cuyo actor político principal
fue el general Agustín P. Justo y su mayor símbolo económico va a ser el Pacto Roca-
Runciman, al que Arturo Jauretche llamó “el estatuto legal del coloniaje”. Julio Argentino
Roca hijo, vicepresidente de Justo, fue todo un símbolo de las nuevas condiciones de
dependencia negociando ese pacto en condiciones humillantes para nuestro país,
cuando llegó a afirmar: “La geografía política no siempre logra en nuestros tiempos
imponer sus límites territoriales a la actividad economía de las naciones. Así ha podido
decir un publicista de celosa personalidad que la Argentina, por su interdependencia
recíproca, es, desde el punto de vista económico, una parte integrante del imperio
británico” (Regolo, citado por Koenig, 2015, p. 42).
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